8

Anarres

Estaban afuera, en los campos de atletismo del Parque Norte de Abbenay, seis de ellos, en el oro largo y el calor y el polvo del anochecer. Todos se sentían gratamente repletos, porque la comilona se había prolongado a lo largo de la tarde, un festival y un festín callejero con manjares cocinados al aire libre. Era la fiesta del pleno verano, el Día de la Insurrección, conmemorando el primer gran levantamiento en Nio Esseia en el año urrasti 740, nacía casi doscientos años. Los cocineros y trabajadores del refectorio eran ese día los invitados de honor del resto de la comunidad, pues había sido un sindicato de cocineros y camareros el que iniciara la huelga que llevó a la insurrección. Había numerosas tradiciones y festivales de esa naturaleza en Anarres, algunos instituidos por los Colonizadores y otros, como los de la Cosecha y el Solsticio, que habían surgido espontáneamente, del ritmo natural de la vida en el planeta y la necesidad de quienes trabajaban juntos de celebrar juntos.

Estaban conversando, todos en forma un tanto inconexa excepto Takver, Había bailado durante horas, había comido grandes cantidades de pan frito y encurtidos, y se sentía muy animada.

—¿Por qué a Kvigot lo han mandado a las pesquerías del Mar de Keran, donde tendrá que empezar todo de nuevo, mientras que a Turib le permiten investigar aquí mismo? —estaba diciendo. El sindicato de Takver había sido incorporado a un proyecto que dependía directamente de fa CPD, y Takver se había convertido en una decidida defensora de algunas ideas de Bedap—. Pues Kvigot es un biólogo excelente que no está de acuerdo con las farragosas teorías de Simas, y Turib es una nulidad que en los baños le friega la espalda a Simas. Ya veréis quién se encarga del programa cuando Simas se retire. ¡Ella, Turib, os lo apuesto!

—¿Qué significa esa expresión? —preguntó alguien que no se sentía dispuesto a la crítica social.

Bedap, que había engordado de cintura y tomaba muy en serio la gimnasia, trotaba concienzudamente alrededor del campo de juegos. Los otros, sentados debajo de los árboles en un bando polvoriento, practicaban la gimnasia verbal.

—Es un verbo iótico —explicó Shevek—. Un juego de probabilidades común entre los urrasti. El que adivina gana la propiedad del otro. —Había dejado hacía tiempo e obedecer a Sabul, que le había prohibido hablar de la lengua iótica.

—¿Cómo se incorporó esa palabra al právico?

—Los Colonizadores —explicó otro—. Tuvieron que aprender právico de adultos; durante mucho tiempo pensaron sin duda con los conceptos de las lenguas antiguas. Leí en alguna parte que la palabra maldición no figura en el diccionario právico; es iótico, también. Farigv no pensó en incluir maldiciones cuando inventó el idioma, o las computadoras no lo consideraron necesario.

—¿Qué es infierno, entonces? —preguntó Takver—. Yo pensaba que quería decir el depósito de mierda del pueblo en que crecí. «¡Vete al infierno!» El peor lugar del mundo.

Desar, el matemático, que ahora tenía un puesto permanente en el Instituto, y que siempre rondaba alrededor de Shevek, aunque rara vez hablaba con Takver, dijo en su estilo criptográfico:

—Significa Urras.

—En Urras, significa el lugar al que van a parar los condenados.

—Es un puesto veraniego en el Sudoeste —dijo Ternis, una ecologista, una vieja amiga de Takver.

—En iótico, el sentido es religioso.

—Ya sé que tienes que leer en iótico, Shev, ¿pero tienes que leer libros de religión?

—Los conceptos de la antigua física urrasti son todos religiosos. «Infierno» significa el lugar del mal absoluto.

—El depósito de estiércol de Valle Redondo —dijo Takver—. Como yo pensaba.

Bedap llegó resoplando, blanco de polvo, chorreando sudor. Se sentó pesadamente al lado de Shevek y jadeó.

—Di algo en iótico —pidió Richat, una alumna de Shevek—. ¿Cómo suena?

—Tú sabes: ¡Infierno! ¡Maldición!

—Acaba de maldecirme —dijo la chica, riendo—; di una frase entera.

Shevek dijo una frase en iótico.

—En realidad no sé cómo se pronuncia —añadió—, trato de adivinar.

—¿Qué quiere decir?

—«Si el paso del tiempo es cualidad de la conciencia humana, el pasado y el futuro son funciones de la mente.» De un presecuencista, Keremcho.

—¡Qué extraño pensar en gente que habla y que uno no la puede entender!

—Ni siquiera entre ellos pueden entenderse. Hablan centenares de lenguas, esos anarquistas locos de la Luna…

—Agua, agua —dijo Bedap, todavía jadeando.

—No hay agua —dijo Terrus—. No ha llovido una sola vez en dieciocho décadas. Ciento ochenta y tres días exactamente. La sequía más larga en Abbenay desde hace cuarenta años.

—Si continúa, tendremos que reciclar la orina, como en el año 20. ¿Un vaso de pis, Shev?

—No bromees —dijo Terrus—. En esa cuerda floja estamos ahora. ¿Lloverá bastante? Las cosechas de hoja de Levante del Sur ya están todas perdidas. Ni una gota de lluvia en treinta décadas.

Todos contemplaron el cielo dorado, brumoso. Las hojas dentadas de los árboles a cuya sombra estaban sentados, altas especies exóticas originarias del Viejo Mundo, colgaban mustias de las ramas, polvorientas, rizadas por la sequía.

—No más Gran Sequía —dijo Desar—. Laboratorios modernos desalinizadores. Prevención.

—Podrían ayudar a aliviarla —dijo Terrus.

El invierno llegó temprano aquel año, frío y seco en el hemisferio norte. Un polvo escarchado flotó en el viento por las calles bajas, anchas de Abbenay. El agua para los baños fue estrictamente racionada: la sed y el hambre eran más urgentes que la higiene. El alimento y la vestimenta para los veinte millones de habitantes de Anarres procedían de las plantas de holum, hoja» semilla, fibra, raíz. Había pilas de tejidos en los depósitos y almacenes, pero nunca había habido una reserva importante de alimentos. El agua iba a la tierra, para mantener vivas las plantas. El polvo traído por el viento desde las regiones más secas del sur y del oeste manchaba de amarillo el cielo de la ciudad, antes despejado, diáfano, sin una nube. A veces, cuando el viento soplaba desde el norte, desde el Ne Theras, la neblina amarilla se disipaba y aparecía el cielo, brillante y vacío, de un azul oscuro, purpúreo en el cenit.

Takver estaba embarazada, y por lo general se sentía soñolienta y de buen talante.

—Soy un pez —decía—, un pez en el agua. Estoy dentro del bebé que está dentro de mí.

Pero a veces el trabajo la extenuaba, o se quedaba con hambre, pues habían reducido un poco las raciones. Las mujeres embarazadas, lo mismo que los niños y los viejos, tenían derecho a una comida extra diaria, un refrigerio a las once, pero Takver los omitía a menudo a causa de las exigencias del trabajo. Ella podía prescindir de una comida, pero no los peces del laboratorio. Los amigos solían llevarle una parte de sus propias raciones, o de las sobras del comedor, un bollo relleno o una fruta. Takver lo comía todo agradecida, pero tenía una desesperada necesidad de cosas dulces, y los dulces escaseaban. Cuando estaba cansada perdía la paciencia y se irritaba con facilidad, y bastaba una palabra para que estallase. .

Al final de otoño Shevek completó el manuscrito de los Principios de la Simultaneidad. Se lo entregó a Sabul para que lo aprobara y lo hiciera imprimir. Sabul lo retuvo una década, dos décadas, tres décadas, y no decía nada. Shevek preguntó. Sabul respondió que aún no había tenido tiempo de leerlo, que estaba demasiado ocupado. Shevek esperó. Mediaba el invierno. El viento seco soplaba día tras día; el suelo estaba escarchado. Todo parecía haberse detenido, en una pausa sin sosiego, en espera de la lluvia, del nacimiento.

El cuarto estaba a oscuras. En la ciudad acababan de encenderse las luces; parecían débiles bajo el cielo alto, de un gris sombrío. Takver entró, encendió la lámpara y se arrebujó en el abrigo junto a la reja del calefactor.

—¡Oh, qué frío! ¡Qué frío terrible! Siento los pies como si hubiera estado caminando sobre glaciares, casi lloro en el camino, tanto me dolían. ¡Estas podridas botas de propietario! ¿Por qué no somos capaces de hacer un par de Dotas decentes? ¿Por qué estás sentado ahí, en la oscuridad?

—No sé.

—¿Fuiste al comedor? Yo comí un bocado camino a casa, en Excedentes. Tuve que quedarme, las crías de los kukuri estaban a punto de romper el cascarón, y tuvimos que sacar los peces del estanque antes que los adultos se los comieran. ¿Comiste?

—No.

—No te pongas lúgubre. Por favor no te pongas lúgubre esta noche. Si una sola cosa más anda mal, me echaré a llorar. ¡Estoy harta de llorar! ¡Estas estúpidas hormonas! Ojalá pudiera tener bebés como los peces, poner los huevos y alejarme nadando. A menos que nadara de vuelta y me los comiera… No te quedes así, inmóvil como una estatua. No lo puedo soportar. —Gimoteaba cuando se agachó para recibir el soplo cálido de la reja, mientras trataba de aflojarse las botas con los dedos entumecidos.

Shevek no dijo nada.

—¿Qué te pasa? ¡No te quedarás así inmóvil todo el tiempo!

—Sabul me citó hoy. No va a recomendar que se publiquen los Principios ni que se exporten.

Takver dejó de forcejear con los cordones de las botas y se quedó muy quieta. Miró a Shevek por encima del nombro.

—¿Qué dijo, exactamente? —preguntó al fin.

—La crítica está sobre la mesa.

Ella se levantó, y arrastrando los píes con una bota todavía puesta llegó hasta la mesa, y leyó el papel, inclinándose, las manos en los bolsillos del abrigo.

—«El principio de que la física secuencial fundamenta la filosofía del tiempo ha sido reconocido y aceptado de común acuerdo en la sociedad odoniana desde la colonización de Anarres. Toda desviación egoísta de esta solidaridad primaria sólo puede conducir a devaneos estériles, hipótesis impracticables e inútiles para el organismo social, o a la reiteración de las especulaciones supersticiosas de irresponsables científicos a sueldo, en los Estados explotadores de Urras…» ¡Ese aprovechado! ¡Ese farsante miserable y envidioso, predicando a Odo! ¿Mandará esta crítica a la prensa?

Takver se arrodilló para tratar de sacarse la bota. Le echó alguna mirada a Shevek, pero no se le acercó ni trató de tocarlo, y durante un rato no dijo nada. Habló con una voz que no era fuerte y tensa como un momento antes; ahora tenía otra vez aquella calidad natural propia, grave y aterciopelada.

—¿Qué vas a hacer, Shev?

—No hay nada que hacer.

—Nosotros imprimiremos el libro. Fundaremos un sindicato de prensa y aprenderemos tipografía.

—El papel está racionado al mínimo. Nada de impresiones no esenciales. Sólo las publicaciones de la CPD, hasta que las plantaciones de árboles holum estén a salvo.

—Entonces ¿no podrías alterar de algún modo la presentación? Disfrazar lo que dices. Decorarlo con galones secuenciales. Para que lo acepte.

—No puedes disfrazar lo negro de blanco.

Ella no preguntó si no podía eludir el control de Sabul, o pasar por encima de él. Nadie en Anarres pasaba por encima de nadie. No había subterfugios. Si uno no podía trabajar en solidaridad con los síndicos, trabajaba solo.

—Y si… —Se interrumpió. Se incorporó y puso las botas a secar cerca del calefactor. Se quitó el abrigo, lo colgó, se echó sobre los hombros un grueso chal tejido a mano. Luego se sentó en la cama, que rechinó ligeramente al hundirse. Miró a Shevek, que seguía sentado de perfil entre ella y la ventana.

—¿Y si le propusieras que lo firme como coautor? Como el primer trabajo que escribiste.

—Sabul no prestará su nombre para «especulaciones supersticiosas».

—¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que no es justamente eso lo que quiere? Él sabe de qué se trata lo que tú has hecho. Siempre dijiste que era astuto. Sabe que tu libro lo echaría a él y a toda la escuela secuencial en el recipiente de reciclaje. ¿Pero si lo pudiera compartir contigo, compartir el mérito? Es un ego puro, eso es lo que es. Si pudiera decir que es su libro…

Shevek dijo amargamente:

—Compartir con él el libro sería como compartirte a ti.

—No lo tomes de esa manera, Shev. Es el libro lo que importa… las ideas. Escúchame. Nosotros queremos conservar a este niño, a este bebé que va a nacer, queremos amarlo. Pero si por alguna razón tuviera que morir si se quedara con nosotros, si sólo pudiera vivir en un hogar de niños, si nunca pudiéramos verlo ni saber cómo lo llaman… si tuviéramos esa opción, ¿qué elegiríamos? ¿Conservar al niño? ¿O darle la vida?

—No sé —dijo él. Hundió la cara entre las manos y se frotó la frente con angustia—. Sí, desde luego. Sí. Pero esto… pero yo…

—Hermano, corazón amado —dijo Takver. Cruzó las manos por delante del regazo, pero no las tendió hacia él—. No importa el nombre que figure en el libro. La gente sabrá. La verdad es el libro.

—Yo soy ese libro —dijo él. Cerró los ojos y se quedó muy quieto. Takver se le acercó, tímidamente, y lo tocó con cuidado, como si tocara una herida.

A principios del año 164 se imprimió en Abbenay la primera versión incompleta, drásticamente abreviada de los Principios de la Simultaneidad, firmada por Sabul y Shevek como coautores. La CPD sólo editaba a la sazón los documentos y las directivas esenciales, pero Sabul había influido ante la Prensa y la división de Informaciones de la CPD, y los había convencido del valor propagandístico del libro en el exterior. Urras, dijo, veía con maligno regocijo la sequía y las perspectivas de una hambruna en Anarres; en los periódicos loti llegados en el último embarque abundaban las siniestras profecías sobre el inminente desastre odoniano. Qué mejor desmentido; arguyó Sabul, que la publicación de una obra de pensamiento puro, «un monumento científico», decía en su crítica revisada, «que se eleva por encima de la adversidad material para demostrar la vitalidad inextinguible de la sociedad odoniana y cómo supera al propietariado arquista en todos los ámbitos del pensamiento».

De modo que la obra fue editada; y quince de los trescientos ejemplares viajaron a través del espacio en el carguero ioti Alerta. Shevek nunca abrió un ejemplar del libro impreso. Sin embargo, en el paquete destinado a la exportación agregó una copia del original completo, escrita a mano. Una nota en la cubierta rogaba que se lo entregaran al doctor Airo del Colegio de la Ciencia Noble en la Universidad de Ieu Eun, con saludos del autor. No cabía duda que Sabul, que daría la aprobación final al paquete, notaría la adición. Si sacó el manuscrito o lo dejó, Shevek no lo supo. Quizá lo confiscó, por despecho; o lo dejó salir, convencido de que la versión que él había abreviado y mutilado no impresionaría a los físicos urrasti. No le dijo nada a Shevek sobre el manuscrito. Shevek no preguntó.

Shevek no habló mucho con nadie, aquella primavera. Trabajó como voluntario en la construcción en una nueva planta de reciclaje de agua al sur de Abbenay, y estaba casi todo el día fuera de casa, trabajando o enseñando. Reanudó sus estudios de física subatómica, y a menudo pasaba las noches en el acelerador o en los laboratorios del Instituto con los especialistas en partículas. Con Takver y los amigos se mostraba callado, sobrio, amable y frío.

A Takver le había crecido un vientre enorme y caminaba como si llevara un cesto de ropa grande y pesado. No abandonó el trabajo en los laboratorios de piscicultura hasta que encontró y adiestró a un reemplazante, y entonces volvió al domicilio y los trabajos del parto se presentaron de pronto, atrasados en más de una década. Shevek llegó a media tarde.

—Podrías buscar a la comadrona —dijo Takver—. Dile que las contracciones se repiten cada cuatro o cinco minutos, pero no se aceleran mucho, y no hay por qué darse demasiada prisa.

Shevek se dio prisa, pero no encontró a la comadrona, y tuvo miedo. Tanto la comadrona como el médico del distrito estaban ausentes, y ninguno de ellos había dejado una nota indicando dónde se los podía encontrar, como era costumbre. El corazón empezó á golpearle con violencia, y de repente lo vio todo con una claridad terrible. Vio que esa falta de ayuda era de mal augurio. Se había alejado de Takver desde el invierno, desde la decisión respecto del libro. Ella había estado cada vez más callada, más pasiva, más paciente. Y él ahora comprendía esa pasividad: se había estado preparando para morir. Era ella quien se había alejado de él, y él no había tratado de seguirla. El sólo había atendido a la amargura de su propio corazón, nunca a los temores, o al coraje de ella. La había dejado sola porque quería estar solo, y así se había distanciado más y más, más lejos, demasiado lejos, y seguiría estando solo, ahora para siempre.

Corrió a la clínica local, y llegó tan sin aliento y con las piernas tan temblorosas que ahí pensaron que sufría un ataque cardíaco. Explicó. Enviaron un mensaje a otra comadrona y le dijeron que volviera al domicilio, que la compañera lo necesitaría. Volvió, y a cada paso sentía que el miedo crecía en él, el terror, la certidumbre de la pérdida.

Pero cuando llegó no pudo arrodillarse junto a Takver y pedirle perdón, como necesitaba hacerlo tan desesperadamente. Takver no tenía tiempo para escenas emotivas; estaba ocupada. Había sacado todo de la plataforma de la cama, excepto una sábana limpia, y estaba ocupada en las tareas del paño. No se quejaba ni gritaba, como si no sintiera ningún dolor, pero cada vez que tenía una contracción la dominaba con los músculos y la respiración, y luego soltaba un largo soplido, como alguien que hace un esfuerzo tremendo para levantar una carga pesada. Shevek no había visto nunca un trabajo que utilizara de ese modo toda la fuerza del cuerpo.

No podía observar semejante trabajo sin tratar de colaborar. Quizá convenía que le tomara la mano, para cuando ella necesitara un punto de apoyo. Descubrieron esta combinación en seguida, por el método de la prueba y el error, y se mantuvieron así aun después de la llegada de la comadrona. Takver parió de pie, agachada, la cara contra el muslo de Shevek, las manos aferradas a los brazos entrelazados de Shevek.

—Ya va —dijo la comadrona con tranquilidad, bajo el jadeo pesado de la respiración de Takver, y levantó la criatura viscosa pero reconociblemente humana que había aparecido. Siguió un borbotón de sangre, y una masa amorfa de algo no humano, no vivo. El terror olvidado volvió a asaltar a Shevek, redoblado. Era muerte lo que veía. Takver le había soltado los brazos y yacía a sus pies, acurrucada y exánime. Se inclinó sobre ella, tieso de horror y de congoja.

—Ya está —dijo la comadrona—, ayúdela a hacerse a un lado para que yo pueda limpiar esto.

—Quiero lavarme —dijo Takver débilmente.

—Aquí, ayúdela a lavarse. Estos son paños esterilizados… allí.

—Uau, uau, uau —dijo otra voz.

La habitación parecía estar llena de gente.

—A ver ahora —dijo la comadrona—. Llévele el bebé de nuevo, póngaselo en el pecho, para que ayude a parar la sangre. Quiero llevar esta placenta al congelador de la clínica. Tardaré diez minutos.

—Dónde está… Dónde está el…

—¡En la cuna! —dijo la comadrona, mientras salía.

Shevek descubrió la cama pequeñísima, que había esperado lista en el rincón durante cuatro décadas, y dentro a la criatura. De algún modo, en medio de esa precipitación extrema de acontecimientos, la comadrona había encontrado un momento para limpiar a la criatura, y hasta para ponerle una camisa, y ya no estaba tan viscosa ni se parecía tanto a un pez como cuando la había visto por vez primera. La noche había llegado con la misma celeridad peculiar, la misma ausencia de tiempo. La lámpara estaba encendida. Shevek levantó al bebé para llevárselo a Takver. El rostro era de una pequeñez increíble, con grandes párpados cerrados, de aspecto frágil.

—Tráemelo —le estaba diciendo Takver—. ¡Oh!, date prisa, tráemelo por favor.

Shevek llevó la criatura al otro lado del cuarto y con suma cautela la bajó hasta el estómago de Takver.

—¡Ah! —dijo ella en voz baja; una exclamación de triunfo.

—¿Qué es?—preguntó luego de un momento, con voz soñolienta.

Shevek se había sentado junto a ella en el borde de la plataforma de la cama. Investigó cuidadosamente, un poco desorientado por la longitud de la camisa y la extraordinaria cortedad de las piernas.

—Niña.

Volvió la comadrona, trajinó por el cuarto poniendo las cosas en orden.

—Han hecho un buen trabajo —comentó habiéndoles a los dos. Ellos asintieron con modestia—. Vendré un momento por la mañana —dijo al marcharse. El bebé y Takver dormían ya. Shevek apoyó la cabeza cerca de la de Takver. Estaba habituado al grato olor almizclado de la piel de ella. Ahora era distinto; se había transformado en un perfume, intenso y tenue, grávido de sueño. Dulcemente, pasó un brazo por encima de ella, que descansaba con el bebé al lado, sosteniéndolo contra el seno. En la alcoba pesada de sueño, Shevek se quedó dormido.

Un odoniano se decidía por la monogamia como si se tratara de una empresa colectiva de producción, un cuerpo de baile o una fábrica de jabón. Una sociedad era una federación tan voluntariamente constituida como cualquier otra. Mientras funcionaba bien, funcionaba, y si no funcionaba dejaba de existir. No era una institución sino una función. No requería otras sanciones que las de la conciencia individual.

Todo esto respondía plenamente a la teoría social odoniana. La validez de la promesa, aun una promesa de término indefinido, era parte de la trama misma del pensamiento odoniano, y aunque el énfasis con que Odo defendía la libertad de cambio pareciera invalidar la idea misma de promesa o de voto, era precisamente esa libertad lo que daba significado a la promesa. Una promesa es una dirección elegida, una auto-limitación de la opción. Como lo señalaba Odo, si el ser humano no toma una dirección, si no va a ninguna parte, no conocerá el cambio. La libertad de elección y de cambio inherente al ser humano quedará sin utilizar, lo mismo que si estuviera en una cárcel, una cárcel que él mismo se ha construido, un laberinto en el que ningún camino es mejor que otro. Así pues, para Odo la promesa, el compromiso, la idea de fidelidad era esencial dentro de la complejidad de la libertad.

Mucha gente opinaba que ese concepto de fidelidad no era aplicable a la vida sexual. La feminidad, decían, la había impulsado a rechazar la verdadera libertad sexual; y en este aspecto, si no en otros, Odo no había escrito para los hombres. Había tantas mujeres como hombres que objetaban lo mismo, de modo que no era la masculinidad lo que Odo parecía no haber comprendido, sino todo un tipo o sector del género humano, aquellas personas para quienes la experimentación es el alma misma del placer sexual.

No obstante, aunque pudiera no haberlos comprendido y los considerara probablemente aberraciones del propietariado —ya que la especie humana es, si no una especie esclava de la pareja, al menos una especie enclavada en el tiempo— Odo había tenido más en cuenta a los promiscuos que a aquellos que pretendían una larga vida en pareja. No había ninguna ley, ninguna limitación, ninguna penalidad ni castigo, ninguna censura que reprimiese las prácticas sexuales de cualquier índole, salvo la violación de una mujer o un niño, caso en el que los vecinos podían tomar represalias por cuenta propia, si el violador no iba a parar prontamente a las manos más benévolas de un centro de terapia. Pero las vejaciones eran extremadamente raras en una sociedad en la que la satisfacción sexual completa era la norma a partir de la pubertad, y la única limitación a la actividad sexual era una moderada presión en favor de la práctica en privado, una especie de recato impuesto por la vida comunitaria.

Por el contrario, aquellos que se comprometían a formar y mantener una pareja, ya fuese homosexual o heterosexual, tropezaban con problemas desconocidos para quienes se contentaban con el sexo dónde y cómo lo encontrasen. No sólo tenían que luchar contra los celos y los sentimientos posesivos y los otros males comunes de la pasión, la unión monogámica, sino también las presiones de la sociedad. Una pareja se constituía dando siempre por sentado que las exigencias de la distribución del trabajo podían separarlos en cualquier momento.

La Divtrab, la administración de la división del trabajo, procuraba que las parejas permanecieran juntas, o reunirías lo más pronto posible cuando los miembros lo pedían; pero esto no siempre podía hacerse; sobre todo en los casos de levas de emergencia, y nadie pretendía que la Divtrab rehiciera listas enteras o reprogramara las computadoras para resolver el conflicto. Todo anarresti sabía que para sobrevivir tenía que estar dispuesto a ir a donde lo necesitaran y hacer el trabajo que fuera necesario. Crecía con la conciencia de que la distribución del trabajo era un factor fundamental de la vida, una necesidad social inmediata y permanente; la vida conyugal era en cambio un asunto privado, una elección que sólo podía hacerse dentro de los límites de la elección más fundamental.

Pero cuando una dirección es libremente elegida y seguida de buena fe, todas las circunstancias pueden presentarse como favorables. De modo que la posibilidad y aun la realidad de la separación servían a menudo para fortalecer la lealtad de los compañeros. Mantener una fidelidad genuina y espontánea en el seno de una sociedad que no imponía sanciones morales contra la infidelidad, y mantenerla durante separaciones voluntariamente aceptadas, que podían sobrevenir en cualquier momento y prolongarse durante años, era una suerte de desafío. Pero los seres humanos gustan del desafío, buscan la libertad en la adversidad.

En el año 164 muchas personas que nunca la habían buscado probaron esa clase de libertad, y les gustó, les gustó aquella impresión de que pasaban por una prueba peligrosa. La sequía que comenzara en el verano de 163 no disminuyó en el invierno. En el verano de 164 llegó la escasez, y la amenaza de un desastre si la sequía se prolongaba.

El racionamiento era estricto; las leyes de trabajo, una necesidad imperiosa. El trabajo de cultivar y distribuir alimentos en cantidad suficiente era ahora convulsivo, desesperado. Sin embargo, la gente no estaba desesperada. Odo había escrito: «Un niño libre de la culpa de la propiedad y el peso de la competencia económica crecerá con el deseo de hacer lo que necesita hacer, y con la capacidad de disfrutar lo que hace. Es el trabajo inútil lo que enturbia el corazón. El deleite de la madre que amamanta, del estudioso, del cazador afortunado, del buen cocinero, del artesano hábil, de cualquiera que hace un trabajo necesario y lo hace bien, esta alegría perdurable es tal vez la fuente más profunda de la afectividad humana y de la vida en sociedad». Hubo una corriente subterránea de alegría, en ese sentido, en aquel verano de Abbenay. Todos disfrutaban del trabajo por duro que fuese, predispuestos a dejar de lado cualquier preocupación tan pronto como hacían lo que podía hacerse. La vieja insignia de la «solidaridad» había revivido. Entusiasmaba descubrir que al fin y al cabo el vínculo era más fuerte que todo cuanto lo ponía a prueba.

A principios del verano unos carteles de la CPD aconsejaron reducir en una hora la jornada de trabajo, pues las proteínas proporcionadas por los comedores eran insuficientes para un consumo normal de energía. La actividad exuberante de las calles de la ciudad ya había declinado. La gente que salía temprano del trabajo vagabundeaba por las plazas, jugaba a los bolos en los parques secos, se sentaba en las puertas de los talleres y conversaba con los transeúntes. La población de la ciudad había menguado bastante, pues varios millares se habían marchado a trabajar a los campos como voluntarios, o enviados por la Divtrab. Pero la confianza mutua mitigaba la depresión o la angustia.

—Ya saldremos del paso —decían, serenamente. Y torrentes de vitalidad corrían casi a flor de piel. Cuando fallaron los pozos de agua de los suburbios del norte, los voluntarios, especializados y no especializados, adultos y adolescentes, trabajando en los ratos libres, instalaron caños maestros traídos de, otros distritos, y la obra fue ejecutada en treinta horas.

A fines del verano Shevek fue enviado a una leva agrícola de emergencia en la comunidad de Saltos Colorados, en Levante del Sur. Con el aliciente de alguna lluvia caída en la estación tormentosa ecuatorial, estaban tratando de obtener una cosecha de granos de holum, plantarla y segarla antes de que volviera la sequía.

Shevek había estado esperando un destino de emergencia, pues los trabajos en la construcción habían concluido, y él se había anotado en el padrón de tareas generales. Durante todo el verano no había hecho otra cosa que dictar cursos, leer, acudir a cualquier llamada de voluntarios en la-manzana del domicilio o en la ciudad, y volver a casa a reunirse con Takver y la pequeña. Takver, después de cinco décadas, trabajaba nuevamente en el laboratorio, pero sólo por las mañanas. Como madre lactante tenía derecho a un suplemento de proteínas e hidratos de carbono, y aprovechaba ese derecho; sus amigos ya no podían compartir con ella las sobras de comida; no había sobras. Takver estaba delgada pero se sentía cada vez mejor, y la niña era pequeña pero robusta.

Shevek disfrutaba mucho con la niña. Como la tenía a su cargo por las mañanas (sólo la dejaban en la escuela de párvulos cuando él daba clase o trabajaba como voluntario) tenia la convicción de que la niña lo necesitaba: carga y recompensa de la paternidad. La niña, un bebé despierto y vivaz, era el público perfecto para las reprimidas fantasías verbales de Shevek, lo que Takver llamaba su vena loca. Sentaba a la pequeña sobre las rodillas y le recitaba descabelladas conferencias cosmológicas, explicándole por qué el tiempo era en realidad el espacio vuelto del revés, y el cronón la víscera dada vuelta del quantum, y la distancia una de las propiedades accidentales de la luz. Le ponía a la niña apodos extravagantes y siempre distintos, y le enumeraba mnemotécnicas absurdas: El tiempo es vesánico, el tiempo es tiránico, súper-mecánico, súper-orgánico —¡pop!— y allí la pequeña daba un saltito en el aire, chillando y agitando los puños gordezuelos. Los dos se sentían muy satisfechos con estos ejercicios. Cuando recibió el aviso de un nuevo destino, se sintió desgarrado. Pero junto con la triste necesidad de separarse de Takver y el bebé tenía la seguridad formal de que estaría de vuelta dentro de sesenta días. Mientras contara con eso no tenía por qué quejarse.

La noche anterior a la partida de Shevek, Bedap fue a comer con ellos en el refectorio del Instituto, y volvieron juntos a la habitación. Se sentaron a conversar en la noche calurosa, con la luz apagada y las ventanas abiertas. Bedap, que comía en un comedor pequeño, donde los arreglos especiales no eran una carga para los cocineros, había guardado durante una década su ración de bebidas especiales: una botella de un litro de zumo de frutas. La mostró con orgullo: una fiesta de despedida. Lo repartieron y lo saborearon lentamente, arqueando las lenguas.

—¿Te acuerdas —dijo Takver— de aquella comilona, la noche antes de que partieras de Poniente del Norte? Yo comí nueve de aquellos pastelillos fritos.

—Tenías el pelo cono entonces —dijo Shevek, sorprendido por aquella imagen, que nunca había comparado con la Takver actual—. Esa eras tú ¿no?

—¿Quién te imaginas que era?

—¡Diantre, que niña eras entonces!

—También tú eras un niño, ya han pasado diez años. Me había cortado el pelo para parecer distinta e interesante. ¡No me sirvió de mucho! —Takver se rió, con una risa fuerte, alegre, que sofocó en seguida para no despertar al bebé, dormido detrás del biombo. Nada, sin embargo, despertaba a la niña una vez que se dormía—. ¡Cuánto deseaba entonces ser diferente! Me pregunto por qué era así.

—Hay un momento, alrededor de los veinte —dijo Bedap— en que tienes que elegir si serás como todo el mundo por el resto de tus días, o aprovecharás tus propias peculiaridades.

—O por lo menos las aceptarás con resignación —dijo Shevek.

—Shev pasa por una crisis de resignación —explicó Takver—. Es la vejez que se acerca. Ha de ser terrible tener treinta años.

—No te preocupes, tú no te resignarás ni a los noventa —dijo Bedap, palmeándole la espalda—. ¿Acaso te has resignado al nombre de tu hija?

Los nombres de cinco y seis letras emitidas por la computadora del registro central, y que eran únicos para cada individuo viviente, remplazaban a los números que una sociedad que utilizaba computadoras tendría que haber asignado a sus miembros. Un anarresti no necesitaba otra identificación que la del nombre. El nombre, por lo tanto, era considerado parte importante del yo, aunque uno no pudiera elegirlo más que la nariz o la estatura. A Takver no le gustaba el nombre que le había tocado a la niña, Sadik.

—Todavía me suena a un buen bocado de pedregullo —dijo—. No le sienta.

—A mí me gusta —dijo Shevek—. Me suena a chica alta y espigada de largos cabellos negros.

—Pero es una niña bajita y gorda, de cabellos invisibles —observó Bedap.

—¡Dale tiempo, hermano! Escuchad. Pronunciaré un discurso.

—¡Que hable! ¡Que hable!

—Chist…

—Pero ¿por qué? A esa criatura no la despierta ni un cataclismo.

—Cállate. Me siento emocionado. —Shevek alzó la copa de zumo de fruta.— Quiero decir… Lo que quiero decir es esto. Me alegra que Sadik haya nacido ahora. Es un año difícil, en tiempos difíciles, y necesitamos de nuestra hermandad. Me alegra que haya nacido ahora y aquí. Me alegra que sea uno de los nuestros, un odoniano, nuestra hija y nuestra hermana. Me alegra que sea la hermana de Bedap. Que sea la hermana de Sabul, ¡y aun de Sabul! Brindo por esta esperanza: que mientras viva, Sadik ame a sus hermanas y hermanos tanto y con tanta alegría como yo los amo en esta noche. Y que llueva.

La CPD, el principal usuario de la radio, el teléfono y los servicios postales, coordinaba los medios de comunicación a larga distancia del mismo modo que coordinaba los medios de transporte y embarque a larga distancia. Como en Anarres no existía el «comercio», en el sentido de promoción, propaganda, inversiones, especulaciones, y otras cosas por el estilo, el correo se ocupaba fundamentalmente de la correspondencia entre los sindicatos industriales y profesionales, las directivas y los boletines informativos de éstos, además de los de la CPD, y un reducido volumen de cartas privadas. Por el hecho de vivir en una sociedad en la que cada miembro podía mudarse cuando y donde quisiera, el anarresti tendía a buscar amigos en el lugar donde residía, no en el que había residido. Los teléfonos se utilizaban muy rara vez dentro de una comunidad: no había distancias que lo justificaran. Hasta Abbenay respondía al trazado del estricto modelo regional, con sus «manzanas», los vecindarios semi-autónomos que, por sus dimensiones, permitían que cualquier vecino pudiera ir a pie a ver a cualquier otro, o en procura de cualquier cosa que pudiera necesitar. Por lo tanto las llamadas telefónicas eran principalmente de larga distancia, y estaban a cargo de la CPD. Las llamadas personales tenían que ser concertadas anticipadamente por correo, o no eran conversaciones sino simples mensajes que se dejaban en la central de la CPD. Las canas no iban cerradas, no por ley, naturalmente, sino por convención. La comunicación a larga distancia es costosa en materiales y mano de obra, y como la economía privada no estaba separada de la pública, había un sentimiento generalizado de rechazo a las cartas y llamadas superfluas. Era una frivolidad: olía a propietariado, a egoísmo. Quizá por eso las cartas iban abiertas: nadie tenía derecho a pedir que alguien llevara una carta que no se podía leer. Las cartas viajaban en un dirigible-correo de la CPD, si uno tenía suerte, y si no la tenía, en un tren de provisiones. Llegaban finalmente a la estafeta de la población de destino, y allí quedaban, pues no había carteros, hasta que alguien avisaba al destinatario y éste recogía la carta.

No obstante, era el individuo quien decidía lo que necesitaba y lo que no necesitaba. Shevek y Takver se escribían regularmente, alrededor de una vez por década. Shevek escribió:

El viaje no fue malo, tres días, un furgón-carril de pasajeros, directo. Esta es una leva grande; tres mil personas, dicen. Los efectos de la sequía son mucho peores aquí. No así la escasez. La ración en los comedores es la misma que en Abbenay, sólo que aquí te sirven hojas de gara cocidas, en las dos comidas diarias, pues han tenido un excedente. También nosotros empezamos a creer que hemos tenido un excedente. Pero aquí lo terrible es el clima. Esto es La Polvareda. El aire es seco y el viento sopla día y noche. Hay lluvias breves, pero una hora después de la lluvia, el suelo se disgrega y el polvo se levanta. En esta estación ha llovido menos de la mitad de la media anual. Todo el mundo en el Proyecto tiene los labios resquebrajados, los ojos irritados, hemorragias nasales y tos. Entre quienes viven en Saltos Colorados hay mucha tos del polvo. Los bebés en particular lo pasan muy mal, se ven muchos con la piel y los ojos inflamados. Me preguntó si lo hubiera notado medio año atrás. La paternidad te hace más perceptivo. El trabajo es trabajo, y hay camaradería, pero el viento seco desgasta. Anoche pensé en el Ne Theras y el rumor del viento en la noche me recordaba el torrente. No lamentaré esta separación. Me he dado cuenta de que había empezado a dar menos, como si yo te poseyera a ti y tú a mí y no hubiera otra cosa que hacer. La realidad no tiene nada que ver con la posesión. Lo que nosotros hacemos es corroborar la totalidad del tiempo. Cuéntame de Sadik. En los días libres estoy dando clases a un grupo de gente que las pidió una de las jóvenes es una matemática nata, pienso recomendarla al Instituto. Tu hermano, Shevek.

Takver le escribió:

Hay algo raro que me preocupa. Las clases para el tercer trimestre fueron asignadas tres días atrás y fui a averiguar qué horario tendrías en el Instituto pero en la lista no figuraba ninguna clase ni ninguna sala para ti. Pensé que te habían omitido por error y fui al Sindicato de Miembros y ellos dijeron que sí, que querían que dieras la clase de geometría. De modo que fui a la oficina de coordinación del Instituto, vi a la vieja de la nariz, y ella no sabía nada, no, yo no sé absolutamente nada, vaya al centro de asignaciones. Esto es ridículo, dije y fui a ver a Sabul. Pero no estaba en el gabinete de física, y no lo he visto aún aunque he vuelto dos veces. Con Sadik, que usa un maravilloso sombrero blanco de paja que Terras le tejió y está tremendamente seductora. Me niego a ir a desenterrar a Sabul del cuarto o de la gusanera o donde sea que vive. Tal vez está fuera haciendo trabajos voluntarios ¡ja! ¡ja! Quizá tú podrías telefonear al Instituto y averiguar qué clase de error es ése. En realidad fui y miré en el centro de asignaciones de la Divtrab pero no había ninguna lista nueva para ti. Allí la gente es correcta pero esa vieja de la nariz es ineficiente y descomedida, y nadie se interesa por nada. Bedap tiene razón. Nos hemos dejado envolver en las redes de la burocracia. Por favor vuelve (con la matemática genial si es preciso). La separación educa, sin duda, pero tu presencia es la educación que yo quiero. Estoy consiguiendo medio litro de zumo de fruta más una cuota de calcio por día porque andaba escasa de leche y Sadik chillaba mucho. ¡Bien por los viejos doctores! Todo, siempre. T.

Shevek nunca recibió esta carta. Se había marchado de Levante del Sur antes de que llegara a la estafeta de Saltos Colorados.

Había unas dos mil quinientas millas desde Saltos Colorados a Abbenay. Lo natural hubiera sido viajar con quien quisiera llevarlo, ya que todos los vehículos de transporte estaban disponibles como vehículos de pasajeros para tantas personas como cupieran; pero como había que devolver cuatrocientas cincuenta personas a los puestos regulares que habían tenido en el Noroeste, se les facilitó un tren. Era un tren de vagones de pasajeros, o al menos de vagones que momentáneamente se utilizaban para pasajeros. El menos popular era el furgón, que en un viaje reciente había transportado un cargamento de pescado ahumado.

Al cabo de un año de sequía las líneas normales de transporte eran insuficientes, aunque los trabajadores se esforzaban por atender todas las necesidades. Era la federación más numerosa de la sociedad odoniana, y ella misma, por supuesto, se había organizado en sindicatos regionales coordinados por representantes que se reunían y colaboraban con la CPD local y central. La red mantenida por la Federación de Transportes funcionaba bien en tiempos normales y en situaciones de moderada emergencia: era flexible, se adaptaba a las circunstancias, y los síndicos del Transporte tenían fuerza y orgullo profesional. Bautizaban a sus máquinas y dirigibles con nombres como Indomable, Resistencia, Devora-los-Vientos; tenían lemas: Nunca Fallamos, ¡Nada es Excesivo! Pero ahora, cuando la hambruna amenazaba a regiones enteras del planeta, cuando había que trasladar grandes levas de trabajadores de una región a otra, las demandas eran excesivas. No había vehículos suficientes; no había gente suficiente para manejarlos. La flota íntegra de la Federación, en alas o sobre ruedas, estaba consignada al servicio, y los aprendices, los trabajadores jubilados, los voluntarios, los reclutas de emergencia, todos estaban ayudando en los camiones, los trenes, los barcos, las estaciones y los puertos.

El tren en que viajaba Shevek avanzaba lentamente, con pausas prolongadas, pues tenía que dar paso a todos los trenes de víveres. De pronto se detuvo durante veinte horas consecutivas. Un señalero sobrecargado de trabajo o falto de experiencia había cometido un error, y había habido un accidente en la línea.

El pequeño poblado en que el tren se detuvo no tenía reservas de alimentos ni en los comedores ni en los depósitos. No era una comunidad agrícola sino una población industrial, que fabricaba hormigón y piedra espuma, merced a la afortunada coincidencia de algunos yacimientos de cal y un río navegable. Había camiones-huertos, pero los pobladores dependían del transporte para abastecerse de víveres. Si daban de comer a los cuatrocientos cincuenta pasajeros del tren, los ciento cincuenta lugareños se quedarían sin nada. Idealmente, tendrían que haber compartido lo que había, comer todos a medias, o pasar hambre a medias, unos y otros. Si los del tren hubieran sido cincuenta, o hasta un centenar, probablemente la comunidad les habría cedido por lo menos una horneada de pan. ¿Pero cuatrocientos cincuenta? Si a cada uno le daban algo quedarían sin provisiones durante varios días. Y luego, ¿cuándo llegaría el próximo tren de provisiones? ¿Y cuánto grano traería? No dieron nada.

Los viajeros, que ese día no habían podido desayunar, ayunaron durante sesenta horas. No probaron bocado hasta que la vía quedó despejada, y el tren, luego de recorrer ciento cincuenta millas, llegó a una estación con un refectorio aprovisionado para pasajeros.

Aquella fue para Shevek la primera vez que pasó hambre. Había ayunado a veces cuando trabajaba porque no quería perder tiempo en ir a comer; siempre había tenido a su disposición dos comidas completas diarias: constantes como el amanecer y el crepúsculo. Nunca se le había ocurrido pensar cómo sería tener que prescindir de esas comidas. Nadie en su sociedad, nadie en el mundo, tenía que prescindir de esas comidas.

Mientras el hambre lo atormentaba más y más, mientras el tren seguía detenido hora tras hora en el desvío entre una cantera escarificada y polvorienta y una fábrica paralizada, tuvo pensamientos sombríos acerca de la realidad del hambre, y de la posible inadecuación de la sociedad para sobrellevar una hambruna sin perder la solidaridad que constituía su fuerza. Era fácil compartir cuando había comida suficiente, o apenas la suficiente, para seguir viviendo. ¿Pero cuando no la había? Entonces entraba en juego la fuerza; la fuerza se convertía en derecho; en poder, y la herramienta del poder era la violencia, y su aliado más devoto, el ojo que no quiere ver.

El resentimiento de los pasajeros era amargo, pero menos ominoso que la actitud de la gente del pueblo, el modo en que se escondían detrás de «sus» muros con «sus» posesiones, e ignoraban la presencia del tren, nunca lo miraban. Shevek no era el único pasajero de humor melancólico; una larga conversación iba y venía serpenteando al costado de los vagones detenidos, la gente opinaba, argumentando y asintiendo, siempre en torno del mismo tema que angustiaba a Shevek. Una incursión a los camiones-huertos fue propuesta seriamente, y discutida con amargura, y quizá la hubieran llevado a la práctica si el silbato del tren no hubiese anunciado la partida.

Pero cuando por fin entró arrastrándose en la estación siguiente, y pudieron comer —media hogaza de pan de holum y un tazón de sopa-, la melancolía se transformó en exaltación. Cuando se llegaba al fondo del tazón se descubría que la sopa era bastante chirle, pero el primer sabor, el primer sabor había sido maravilloso, valía la pena el ayuno. Todos estuvieron de acuerdo. Volvieron al tren riendo y bromeando juntos. Habían salido del paso.

Un tren de carga recogió a los pasajeros de Abbenay en la Colina Ecuador y los llevó las últimas quinientas millas. Llegaron tarde a la ciudad, en una noche ventosa de principios del otoño. Era casi medianoche; las calles estaban desiertas. El viento corría por las calles como un río seco y turbulento. Arriba, por encima de los débiles faroles, las estrellas brillaban con una luz clara y trémula. La tormenta seca del otoño y de la pasión arrastró a Shevek por las calles, casi corriendo, tres millas hasta el sector norte, solo en la ciudad oscura. Subió de un salto los tres peldaños del portal, corrió a través del vestíbulo, llegó a la puerta, la abrió. La habitación estaba a oscuras. Las estrenas ardían en las ventanas.

—¡Takver! —dijo, y oyó el silencio. Antes de encender la lámpara, allí en la oscuridad, en el silencio, supo de pronto lo que era la separación.

Nada faltaba allí. Nada había que pudiese faltar. Sólo Sadik y Takver. Los Ocupantes del Espacio Deshabitado giraban lentamente, con un leve centelleo, en la brisa que entraba por la puerta.

Había una carta sobre la mesa. Dos cartas. Una de Takver. Era breve: la habían llamado a un puesto de emergencia en los Laboratorios de Algas Comestibles del Noreste, por un tiempo indeterminado. Decía:

No podía a conciencia negarme ahora. Fui y hablé con ellos en Divtrab y leí además el proyecto presentado a Ecología en la CPD, y es cierto que me necesitan, pues he trabajado exactamente en este ciclo alga-ciliado-camarón-kukuri. Pedí en Divtrab que te destinaran a Roiny pero por supuesto no harán nada hasta que tú también lo pidas, y si no es posible a causa de tu trabajo en el Inst. no lo pedirás. En última instancia, si la cosa se prolonga demasiado les diré que se busquen otra genetista, ¡y volveré! Sadik está muy bien y ya dice ius por luz. No me quedaré mucho tiempo. Todo, de por vida, tu hermana, Takver. Oh por favor ven si puedes.

La otra nota estaba garrapateada en un trocito diminuto de papel: «Shevek: Gab. Física, tan pronto como regreses. Sabul».

Shevek fue de un lado a otro por el cuarto. La tormenta, el ímpetu que lo había lanzado por las calles, seguía aún en él. Había tropezado contra el muro. No podía ir más lejos, pero tenía que moverse. Miró dentro del armario.

No había nada excepto su gabán de invierno y una camisa que Takver, aficionada a los trabajos manuales delicados, había bordado para él; las escasas ropas de ella habían desaparecido. El biombo, plegado, mostraba la cuna vacía. La plataforma de dormir no estaba tendida, pero la manta naranja cubría las ropas de cama cuidadosamente arrolladas. Shevek fue otra vez hasta la mesa y volvió a leer la cana de Takver. Los ojos se le llenaron de lágrimas de furia. Temblaba, sacudido por la rabia de la decepción, la ira, un mal presentimiento.

No le podía echar la culpa a nadie. Eso era lo peor. Takver era necesaria, necesaria para luchar contra el hambre; el hambre de ella, de él, de Sadik. La sociedad no estaba contra ellos; estaba por ellos: era ellos.

Pero él había renunciado a su libro, a su amor, y a su hija. ¿Hasta dónde se le puede pedir a un hombre que renuncie?

—¡Infierno! —dijo en voz alta. El právico no era un idioma apropiado para maldecir. Es difícil maldecir cuando el sexo no es sucio y la blasfemia no existe—. ¡Oh, infierno! —repitió. Arrugó la desaliñada nota de Sabul, y golpeó con los puños cerrados el borde de la mesa, como vengándose, tres veces, buscando apasionadamente el dolor. Pero no quedaba nada. No había nada que pudiera hacer, ningún sitio a dónde ir. Lo único que finalmente le quedó por nacer fue desenrollar la ropa de cama, acostarse a solas y dormir, dormir con pesadillas y sin consuelo.

Temprano por la mañana golpeó Bunub. La atendió en la puerta, sin hacerse a un lado para que pudiera pasar. Bunub era la vecina del fondo del corredor, una mujer de cincuenta años, que trabajaba de mecánica en la fábrica de motores para vehículos aéreos. Takver siempre la había encontrado divertida, pero a Shevek lo enfurecía. Ante todo, codiciaba el cuarto de ellos. Lo había solicitado la primera vez que quedara vacante, decía, pero la animosidad de la encargada de la manzana le había impedido conseguirlo. El de ella no tenía la ventana rinconera, el objeto de su envidia incurable. Sin embargo, era un cuarto doble, y ella vivía sola, lo que era egoísta de parte de ella, dada la escasez de viviendas; pero Shevek nunca hubiera perdido el tiempo en discusiones si ella no lo hubiera obligado tratando de excusarse. Ella explicaba y explicaba. Tenía un compañero, un compañero para toda la vida, «igual que vosotros dos» (sonrisa boba). Pero ¿dónde estaba el compañero? Por alguna razón siempre se lo mencionaba en tiempo pasado. Mientras tanto el cuarto doble quedaba perfectamente justificado por la procesión de hombres que cruzaba la puerta de Bunub, un hombre diferente cada noche, como si Bunub fuese una ardorosa muchacha de diecisiete. Takver observaba el desfile con admiración. Bunub iba a verla y le hablaba de los hombres, y se quejaba, se quejaba. No tener un cuarto en la esquina era sólo uno de los innumerables motivos de resentimiento de Bunub. Tenía una mente insidiosa además de envidiosa, capaz de ver el mal en todas las cosas, y tomárselo a pecho. La fábrica donde trabajaba era un ponzoñoso montón de incompetencia, favoritismo y sabotaje. Las asambleas sindicales eran un verdadero manicomio de insinuaciones pérfidas, todas contra ella. El organismo social íntegro estaba dedicado a la persecución de Bunub. Todo esto nacía reír a Takver, a veces a mandíbula batiente, en la cara misma de Bunub.

—¡Oh, Bunub, eres tan cómica! —jadeaba, y la mujer, el pelo gris, la boca fina, los ojos bajos, sonreía débilmente, no ofendida, en absoluto, y continuaba con aquella monstruosa retahíla. Shevek sabía que Takver hacía bien en reírse de ella, pero él no podía reírse.

—Es terrible. —Bunub se escurrió por delante de Shevek y se encaminó en línea recta a la mesa, a leer la carta de Takver. La tomó. Shevek se la arrancó de la mano con una celeridad tranquila para la cual Bunub no estaba preparada—. Sencillamente terrible. Ni siquiera una década de preaviso. Simplemente: ¡Ven aquí! ¡Ahora! Y dicen que somos gente libre, se supone que somos gente libre. ¡Bonita burla! Destruir de esa manera una sociedad feliz. Eso es lo que hicieron, sabes. Están en contra de las parejas, puedes verlo todo el tiempo, mandan a los compañeros a sitios diferentes, a propósito. Eso fue lo que hicieron conmigo y con Lebeks, la misma cosa. Nunca más volveremos a estar juntos. No con toda la Divtrab alineada contra nosotros. Y ahí está la cunita, vacía. ¡Pobre criaturita! ¡Lo que ha llorado estas cuatro décadas, de día y de noche! Me tenía despierta horas y horas. La escasez, por supuesto; Takver no tenía bastante leche. ¡Mandar a una madre lactante allá, a un puesto a centenares de millas, te imaginas! No creo que puedas reunirte allá con ella, ¿dónde fue que la mandaron?

—Al Noreste. Quiero ir a desayunar, Bunub. Tengo hambre.

—¿No es típico que lo hicieran mientras no estabas?

—¿Que hicieran qué mientras no estaba?

—Mandarla lejos… destruir la pareja. —Bunub leía ahora la nota de Sabul, que había desarrugado cuidadosamente—. ¡Ellos saben cuándo tienen que intervenir! Me imagino que dejarás el cuarto, ¿no? No te permitirán quedarte con uno doble. Takver hablaba de volver pronto, pero me di cuenta de que quería darse ánimos. ¡Libertad, dicen que somos libres, bonita burla! Llevados y traídos de aquí para allá…

—Oh, maldita sea, Bunub, si Takver no hubiese querido el puesto, lo habría rechazado. Sabes que nos amenaza una hambruna.

—Bueno. Me preguntaba si ella no estaba deseando un cambio. Suele ocurrir después que viene un bebé. Pensé hace tiempo que tendríais que haber llevado ese bebé a un parvulario. Los niños se interponen entre los compañeros. Los atan. Es natural, como tú dices, que ella haya estado deseando un cambio, y se haya apresurado a aceptarlo cuando lo consiguió.

—Yo no dije eso. Voy a desayunar. —Shevek salió a grandes pasos, con cinco o seis puntos sensibles en carne viva que Bunub había tocado certeramente. Lo horrible de aquella mujer era que expresaba todos los temores de él, los más ruines. Ahora se había quedado en la habitación, probablemente para planificar la mudanza.

Se había despenado tarde, y llegó al comedor justo antes que cerraran las puertas. Famélico todavía del viaje, tomó una doble ración de potaje y de pan. El muchacho que atendía las mesas lo miró con desaprobación. Nadie en estos tiempos se servía porciones dobles. Shevek le devolvió la mirada y no dijo nada. Había pasado unas ochentas horas con dos tazones de sopa y un kilo de pan, y tenía derecho a resarcirse, pero maldición, no iba a dar explicaciones. La existencia se justifica por sí misma, la necesidad es el derecho. Él era un odoniano, la culpa la dejaba para los aprovechados.

Se sentó en una mesa a solas, pero Desar se le unió inmediatamente, sonriendo, mirándolo o mirando al lado de él con sus desconcertantes ojos estrábicos.

—Larga ausencia —dijo Desar.

—Leva agrícola. Seis décadas. ¿Cómo anduvieron las cosas aquí?

—Escaseando.

—Escasearán todavía más —dijo Shevek, pero sin verdadera convicción, pues estaba comiendo, y el sabor del potaje era maravilloso. ¡Frustración, angustia, hambruna! le decía el cerebro, asiento de la inteligencia; pero el cerebelo, acurrucado con impenitente ferocidad en la oscuridad profunda del cráneo, reclamaba: ¡Comida ahora! ¡Comida ahora! ¡Bueno, bueno!

—¿Viste a Sabul?

—No. Llegué tarde anoche. —Miró a Desar y dijo con fingida indiferencia—: Takver consiguió un puesto en la lucha contra la hambruna; tuvo que marcharse hace cuatro días.

Desar asintió con genuina indiferencia.

—Eso oí. ¿Supiste de la reorganización del Instituto?

—No. ¿Qué sucede?

El matemático extendió sobre la mesa las manos largas, delicadas, y se las miró. Era poco suelto de lengua y telegráfico; en realidad, tartamudeaba; pero Shevek nunca había llegado a saber si era una tartamudez verbal o moral. Así como siempre había simpatizado con Desar, sin saber por qué, siempre había momentos en que lo encontraba profundamente desagradable, también sin saber por qué. Este era uno de esos momentos. Había un algo de taimado en la expresión de la boca de Desar, en sus ojos bajos, como en los ojos bajos de Bunub.

—Un corte drástico. Sólo quedó el equipo funcional. Echaron a Shipeg. —Shipeg era un matemático notoriamente estúpido que siempre conseguía, adulando una y otra vez a los estudiantes, procurarse en cada término un curso que ellos mismos solicitaban—. Lo enviaron afuera. Un instituto regional.

—Hará menos daño escardando holum —dijo Shevek. Ahora que se había alimentado pensaba que quizá la sequía, en última instancia, podía favorecer de algún modo al organismo social. Las prioridades volvían a ser claras. Eliminadas las inepcias, los puntos débiles, los focos enfermos, los órganos perezosos funcionarían otra vez a un ritmo normal, el cuerpo político perdería grasa.

—Hablé por ti, en la Asamblea —dijo Desar, alzando los ojos pero sin encontrar, porque no podía, los ojos de Shevek. Mientras Desar hablaba, aún antes de comprender lo que él quería decirle, Shevek supo que estaba mintiendo. Lo supo con absoluta certeza. Desar no había hablado por él, había hablado contra él.

Ahora comprendía por qué a veces lo detestaba: reconocía que en Desar había a veces malicia pura, algo que hasta entonces se había negado a admitir. Que Desar también lo quería y que trataba de dominarlo era igualmente claro y, para Shevek, igualmente detestable. Los senderos tortuosos de la posesividad, los laberintos del amor / odio no tenían sentido para él. Arrogante, intolerante, pasaba a través de esos muros sin detenerse. No volvió a hablar con el matemático, terminó el desayuno y cruzó la plazoleta en la mañana luminosa de principios de otoño, alejándose hacia el Gabinete de Física.

Fue al cuarto trasero que todo el mundo llamaba «la oficina de Sabul», la habitación en que se habían encontrado por primera vez, cuando Sabul le entregara la gramática y el diccionario ióticos. Sabul alzó los ojos detrás del escritorio, y los volvió a bajar, absorto en sus papeles, el científico infatigable, abstraído-; luego permitió que la presencia de Shevek se le filtrase en el sobrecargado cerebro; y en seguida, de pronto, se mostró efusivo, efusivo con Shevek. Parecía enflaquecido y más viejo, y cuando se levantó encorvó los hombros más que de costumbre, en una postura que era quizá conciliadora.

—¡Tiempos malos! —dije—. ¿Eh? ¡Tiempos difíciles!

—Habrá peores —replicó Shevek con volubilidad—. ¿Cómo andan las cosas por aquí?

—Mal, mal. —Sabul meneó la cabeza encanecida—. Estos son malos tiempos para la ciencia pura, para el intelectual.

—¿Hubo alguno bueno?

Sabul soltó una risita forzada.

—¿Llegó algo para nosotros en los embarques de Urras, este verano? —dijo Shevek, mientras hacía sitio en el banco. Se sentó y cruzó las piernas. Delgado, la tez clara y curtida por el sol de Levante del Sur, que le había plateado la fina pelusa del rostro, era una figura sólida y joven, al lado de Sabul. Los dos se daban cuenta del contraste.

—Nada de interés.

—¿Ningún comentario sobre los Principios?

—No. —El tono era agrio, más parecido al tono habitual de Sabul.

—¿Ninguna carta?

—No.

—Eso es raro.

—¿Qué tiene de raro? ¿Qué esperabas, una cátedra en la Universidad de Ieu Eun? ¿El Premio Seo Oen?

—Esperaba reseñas y réplicas. Ha habido tiempo suficiente. —Dijo esto mientras Sabul decía—: Aún no ha habido tiempo para reseñas.

Una pausa.

—Tendrás que comprender, Shevek, que la convicción de que estás en la verdad no es suficiente. Trabajaste duro en ese libro, lo sé. Y yo trabajé duro escribiéndolo, tratando de aclarar que no era sólo un ataque irresponsable a la teoría secuencial, que tenía aspectos positivos. Pero si otros físicos no dan valor a tu trabajo, entonces es hora de que revises tu propia escala de valores y ver dónde está la discrepancia. Si para otra gente no significa nada, ¿de qué sirve? ¿Qué función cumple?

—Soy un físico, no un analista de funciones —dijo Shevek con amabilidad.

—Todo odoniano tiene que ser un analista de funciones. Tú has cumplido treinta años, ¿no? A esa edad un hombre tendría que conocer no sólo su función celular sino también su función orgánica, el papel óptimo que podría corresponderle en el organismo social. Quizá tú no hayas tenido que pensarlo, no tanto como la mayoría de la gente…

—No. Desde los diez o doce años he sabido qué clase de trabajo tenía que hacer.

—Lo que un niño piensa que le gusta hacer no es siempre lo que la sociedad necesita.

—Tengo treinta años, como tú dices. Un niño un poco viejo.

—Has llegado a esa edad en un ambiente excepcional, siempre protegido, amparado. Primero el Instituto Regional de Poniente del Norte…

—Y un proyecto de replantación forestal, y proyectos agrícolas, y enseñanza práctica, y comités de distritos, y trabajos voluntarios desde que empezó la sequía; la cantidad habitual de kleggish necesario. Me gusta hacerlo, en realidad. Pero también hago física. ¿A dónde quieres ir?

Como Sabul no contestaba, y se limitaba a mirarlo con furia por debajo de las cejas espesas, aceitosas, Shevek agregó:

—Bien podrías decirlo claramente, pues no llegarás a nada por el camino de mi conciencia social.

—¿Consideras funcional el trabajo que has hecho aquí?

—Sí. «Cuanto más organizado, más central es el organismo: lo central significa en este caso el campo de la función real.» De las Definiciones de Tomar. Puesto que la física temporal intenta organizado todo en una estructura inteligible, es por definición una actividad central y funcional.

—No da pan para las bocas de la gente.

—Acabo de pasar seis décadas ayudando a dar pan. Cuando me vuelvan a llamar, volveré a ir. Mientras tanto, quiero hacer mi trabajo. Si hay física para hacer, reclamo mi derecho a hacerla.

—Lo que tienes que entender es que en estas circunstancias no se trata de hacer física. No la que tú haces. Tenemos que volcarnos a las cosas prácticas. —Sabul se agitó un momento en la silla. Parecía malhumorado e inquieto—. Hemos tenido que prescindir de cinco personas. Lamento decirte que tú eres una de ellas. Así es la cosa.

—Exactamente como yo pensaba —dijo Shevek, aunque en realidad no se había dado cuenta hasta este momento de que Sabul lo estaba echando del Instituto. No obstante, tan pronto como la oyó, le pareció una noticia ya familiar; y no quería darle a Sabul la satisfacción de que lo viera conmovido.

—Lo que te perjudicó fue una combinación de circunstancias. La naturaleza abstrusa, irrelevante de la investigación que has realizado en estos últimos años. Además de una cierta impresión, no necesariamente justificada, pero compartida por muchos miembros del Instituto, de que tanto tus enseñanzas como tu comportamiento revelan un cierto desapego, un celo privado, falta de altruismo. Esto fue planteado en la asamblea. Yo te defendí, por supuesto, pero no soy más que un síndico entre otros muchos.

—¿Desde cuándo el altruismo es una virtud odoniana? —dijo Shevek—. Bueno, no importa. Veo lo que quieres decir. —Se puso de pie. No podía seguir allí sentado, pero por lo demás estaba tranquilo, y en seguida dijo con perfecta naturalidad—: Supongo que no me recomendaste para un puesto docente en otro sitio.

—¿De qué hubiera servido? —dijo Sabul, casi melodioso, exculpándose—. Nadie toma nuevos profesores. Los profesores y los estudiantes están trabajando codo a codo en las tareas de prevención de la hambruna en todo el planeta. Naturalmente, esta crisis no durará. Dentro de un año o algo así la miraremos de lejos, orgullosos por los sacrificios realizados y el trabajo cumplido mutuamente, solidarios, compartiendo y compartiendo por igual. Pero en este momento…

Shevek estaba de pie, erguido, el cuerpo relajado, mirando por la ventana pequeña y sucia el cielo desnudo. Tenía muchas ganas de despedirse de Sabul diciéndole que se fuera al infierno. Pero fue un impulso diferente y más profundo el que encontró las palabras:

—En realidad —dijo— es probable que tengas razón. —Saludó brevemente a Sabul con un movimiento de cabeza y salió del cuarto. Tomó un autobús al centro de la ciudad. Todavía tenía prisa, algo lo arrastraba. Estaba siguiendo un camino y quería llegar hasta el final, al punto muerto. Fue a la Divtrab, al Centro de Asignaciones, y solicitó un puesto en la comunidad a que habían enviado a Takver.

La Divtrab, con sus computadoras y una enorme tarea de coordinación, ocupaba toda una manzana; las oficinas eran hermosas, imponentes de acuerdo con los cánones anarresti, de líneas sobrias, delicadas. Por dentro, el Centro de Asignaciones, un recinto de techo alto parecido a un granero, desbordaba de gente y de actividad, las paredes tapizadas de anuncios de puestos y de letreros con instrucciones acerca de a qué despacho o departamento acudir por tal o cual asunto. Mientras esperaba en una de las colas, Shevek escuchaba a las personas que estaban delante de él, un muchacho de dieciséis y un hombre de unos sesenta. El joven iba a ofrecerse como voluntario para un puesto de prevención de la hambruna. Desbordaba sentimientos nobles, fraternales, sed de aventuras, ilusiones. Se sentía feliz de poder ir solo, de dejar atrás la infancia. Hablaba mucho, como un niño, con una voz no habituada aún a los tonos más graves. ¡Libertad! ¡Libertad!, resonaba en su charla impetuosa, en cada una de sus palabras; y la voz del viejo gruñía y retumbaba, regañona pero no amenazante, zumbona pero no desalentadora. La libertad, la capacidad de ir a algún lugar a hacer algo, la libertad era lo que el viejo valoraba y alababa en el joven, aunque sé burlara de su arrogancia. Shevek los escuchaba con placer. Rompían la serie de grotescos de la mañana.

Tan pronto como Shevek explicó a dónde quería ir, la empleada adoptó un aire contrito, y salió en busca de un atlas, que abrió sobre el mostrador, entre los dos.

—Mire —dijo. Era una mujer menuda y fea con dientes de conejo. Puso sobre las páginas coloreadas del atlas unas manos tersas y diestras—. Aquí está Rolny, ve, esta península que sobresale al norte del Mar Temeniano. No es más que un inmenso arenal. Allí no hay nada, nada más que los laboratorios marítimos en el extremo, ¿ve? Y en la costa sólo hay pantanos y marismas saladas hasta que llega aquí, a Armonía: mil kilómetros. Y al oeste están los Páramos del Litoral. Lo más cerca de Rolny a donde podría ir sería algún poblado de la montaña. Pero allí no piden trabajadores de emergencia; se bastan a sí mismos. Desde luego, podría ir allí de todos modos —añadió en un tono algo diferente.

—Está demasiado lejos de Rolny —dijo él, mirando el mapa, notando en las montañas del noreste la pequeña ciudad aislada en que Takver había crecido, Valle Redondo—. ¿No necesitan un portero en el laboratorio marino? ¿Un estadístico? ¿Alguien que les dé de comer a los peces?

—Lo verificaré.

El sistema humano-cibernético de archivos de la Divtrab funcionaba con admirable eficiencia. La empleada no tardó ni cinco minutos en obtener la información deseada en medio de la enorme y constante entrada y salida de información acerca de cada obra en marcha, cada puesto solicitado, cada trabajador requerido, y las prioridades dentro de la economía general de la sociedad.

—Acaban de completar una leva de emergencia… Es la compañera de usted, ¿no? Tienen todo el personal que necesitan, cuatro técnicos y un jabeguero experimentado. Personal completo.

Shevek apoyó los codos en el mostrador e inclinó la cabeza, rascándosela, un gesto de confusión y derrota enmascarado por la timidez.

—Bueno —dijo al fin—. No sé qué hacer.

—Escuche, hermano, ¿por cuánto tiempo es el puesto de la compañera?

—Indefinido.

—Pero es un puesto de prevención de la hambruna, ¿no? No seguirá así eternamente. ¡No es posible! Lloverá, este invierno.

Shevek miró la cara seria, comprensiva, atormentada de aquella hermana. Sonrió un poco, pues no podía dejar sin respuesta esos buenos deseos.

—Volverán a reunirse. Mientras tanto…

—Sí. Mientras tanto —dijo él.

Ella lo miró, esperando a que se decidiera.

A él le correspondía decidirse; y las opciones eran infinitas. Podía quedarse en Abbenay y organizar cursos de física, si conseguía estudiantes voluntarios. Podía ir a la Península de Rolny y vivir con Takver, aunque sin un sitio para él en la planta de investigación. Podía vivir en cualquier parte y no hacer nada más que levantarse dos veces al día e ir al comedor más cercano para que le dieran de comer. Podía hacer lo que quisiera.

La identidad de las palabras «trabajo» y «juego» en právico tenían, naturalmente, una marcada connotación ética. Odo había advertido el peligro de que el uso de la palabra «trabajo» en su sistema analógico —las células que trabajan en común, el trabajo óptimo del organismo, el trabajo de cada elemento, y así sucesivamente— pudiera derivar en un moralismo rígido. Cooperación y función, dos conceptos fundamentales de la Analogía, implicaban trabajo. La prueba de un experimento, veinte tubos de ensayo en un laboratorio o veinte millones de personas en la Luna significaban pura y simplemente una función, trabajo. Odo había previsto la trampa moral. «El santo nunca está atareado», había dicho, quizá no sin tristeza.

Pero el ser social nunca elige a solas.

—Bueno —dijo Shevek—. Acabo de regresar de un puesto de prevención de la hambruna. ¿Hay algo en ese campo que sea necesario hacer?

La empleada le clavó una mirada de hermana mayor, incrédula pero indulgente.

—Hay unos setecientos pedidos anunciados en esta misma sala —dijo—. ¿Cuál le gustaría?

—¿Hay alguno que requiera matemáticas?

—Son casi todos trabajos agrícolas y especializados. ¿Entiende algo de ingeniería?

—No mucho.

—Bueno, hay coordinación de trabajo. Eso requiere sin duda cabeza para los números. ¿Qué le parece éste?

—De acuerdo.

—Es en el Sudoeste, sabe, en La Polvareda.

—Ya he estado antes en La Polvareda. Además, como usted dice, algún día lloverá…

Ella asintió, sonriendo, y escribió en la ficha de la Divtrab: (DE Abbenay, Inst.Cient.NO. A Codo SO, coord. trab., molino fosfatos — l: P. EMERG: 5-1-3-165: indefinido.

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