3

Urras

Cuando Shevek despertó, luego de dormir sin interrupción toda esa primera mañana en Urras, tenía la nariz tapada, la garganta irritada y tosía con frecuencia. Supuso que se había resfriado —ni siquiera la higiene odoniana había logrado vencer el resfrío común-, pero el médico que ya lo esperaba para examinarlo, un hombre de edad, de aire solemne, dijo que más parecía un fuerte ataque de fiebre de heno, una reacción alérgica a los polvos y pólenes extraños de Urras. Le recetó unas pastillas y una inyección, que Shevek aceptó con paciencia, y una bandeja de almuerzo, que Shevek aceptó con un hambre voraz. Luego de pedirle que no saliera del apartamento, el médico se marchó. Apenas terminó de comer, Shevek emprendió, cuarto por cuarto, la exploración de Urras.

El lecho, pesado y de cuatro patas, con un colchón mucho más blando que la litera del Alerta, y ropas de cama complicadas, algunas sedosas y otras gruesas y abrigadas, y un montón de almohadas que parecían nubes de cúmulos, ocupaba todo un aposento. El suelo estaba cubierto por una alfombra mullida; había una cómoda de madera magníficamente tallada y pulida y un armario bastante grande como para guardar las ropas de un dormitorio de diez hombres. Luego examinó la espaciosa sala común de la chimenea que ya había visto la noche anterior; y un tercer cuarto que contenía una bañera, un lavabo y una letrina complicada. Este último cuarto era, evidentemente, para uso exclusivo de Shevek, pues comunicaba con la alcoba, y contenía sólo un artefacto de cada clase; cada uno de ellos era de una fastuosidad sensual que iba mucho más allá de lo meramente erótico y constituía, a los ojos de Shevek, una especie de apoteosis suprema de lo excrementicio. Estuvo casi una hora en ese tercer cuarto, y mientras probaba uno tras otro los diversos artefactos, quedó perfectamente limpio. El despilfarro de agua era prodigioso. Los grifos la vertían en un chorro continuo hasta que se los cerraba, la bañera podía contener unos sesenta litros, y el dispositivo de la letrina arrojaba en cada descarga un mínimo de cinco litros. Lo cual no era sorprendente. Cinco sextas partes de la superficie de Urras eran agua. Hasta los desiertos eran desiertos de hielo, en los polos. No había por qué economizarla; allí no se conocía la sequía… Pero ¿a dónde iba a parar la mierda? Shevek lo pensó un rato, de rodillas junto al asiento, luego de investigar el mecanismo. Probablemente la filtraban en una fábrica de abonos industriales. En algunas comunidades anarresti de la costa marítima utilizaban un sistema de recuperación parecido. Hubo muchas preguntas que nunca llegó a hacer en Urras.

No obstante la cargazón de la cabeza, se sentía bien, e impaciente. Hacía tanto calor allí dentro, que decidió no vestirse en seguida, y se paseó desnudo por las habitaciones. Fue hasta las ventanas de la sala grande y se puso a mirar. La habitación estaba a gran altura. AI principio se alarmó y dio un paso atrás, pues nunca se había encontrado en un edificio de más de una planta. Era como mirar hacia abajo desde un dirigible; se sentía aislado del suelo, dominante, ajeno a todo. Desde las ventanas, y del otro lado de un bosquecillo, se veía un edificio que culminaba en una grácil torre cuadrada. Más allá del edificio el terreno descendía hacia un ancho valle, todo cultivado, pues las innumerables manchas de verdor que lo coloreaban eran rectangulares. Aun donde el verde se perdía en la lontananza azul eran todavía visibles las líneas oscuras de los senderos, los cercos o los árboles, una red tan sutil como el sistema nervioso de un cuerpo vivo. Y en el fondo, en sucesivos repliegues azules se alzaban las colinas, onduladas y oscuras bajo el gris pálido y uniforme del cielo.

Era el paisaje más hermoso que Shevek hubiera visto nunca. La tierna vivacidad de los colores, las rectilíneas construcciones humanas en contraste con la pujante, prolífera opulencia de la naturaleza, la diversidad y armonía de los elementos, todo daba una impresión de plenitud y complejidad que Shevek nunca había visto, excepto, quizá, en pequeña escala, en algunos rostros humanos serenos y pensativos.

Por comparación, cualquier paisaje de Anarres, aun los llanos de Abbenay y las gargantas del Ne Theras, parecía desolado, primario, árido, estéril. Los desiertos del Sudoeste eran de una grandiosa belleza, pero una belleza hostil, inmutable. Hasta en las regiones de Anarres más celosamente cultivadas por los hombres, el paisaje no era más que un tosco bosquejo en tiza amarilla comparado con esta magnificencia, esta plenitud de vida, rica en el sentido de historia y de futuro, inagotable.

Así tendrían que ser todos los mundos, pensó Shevek.

Y en algún lugar, allá afuera, en aquel esplendor azul y verde, algo cantaba: una vocecilla aguda, intermitente, de una dulzura indescriptible. ¿Qué era eso? Una voz pequeña, dulce, salvaje, una música en el aire.

Escuchaba, y la respiración se le ahogaba en la garganta.

Llamaron a la puerta. Desnudo y sorprendido se volvió y dijo, desde la ventana:

—¡Adelante!

Entró un hombre, cargado de paquetes. Traspuso la puerta y se detuvo. Shevek cruzó la habitación, presentándose, a la usanza urrasti y, a la usanza urrasti, le tendió la mano. El hombre, que parecía tener unos cincuenta años, con una cara arrugada, fatigada, dijo algo que Shevek no entendió, y no le estrechó la mano. Tal vez se lo impedían los paquetes pero no se molestó en tratar de pasarlos de una mano a otra y dejar libre la derecha. Tenía una expresión extraordinariamente seria. Tal vez se sintiera turbado.

Shevek, que creía conocer al menos los hábitos de salutación de los urrasti, estaba perplejo.

—Adelante, pase usted —repitió, y luego, recordando que los urrasti utilizaban constantemente tratamientos honoríficos, agregó—: ¡señor!

El hombre soltó otro discurso ininteligible y fue hacia la alcoba. Esta vez Shevek logró entender varias palabras en iótico, pero no le bastaron para comprender el resto. Y como lo que el hombre quería, al parecer, era entrar en la alcoba, lo dejó pasar. ¿Un compañero de cuarto, acaso? Pero había una sola cama. Renunciando a entender, volvió a la ventana, y el hombre entró en la alcoba y allí anduvo de un lado a otro durante unos minutos. En el momento en que Shevek llegaba a la conclusión de que era un trabajador nocturno que utilizaba la alcoba durante el día, una práctica común en Anarres en algunos domicilios temporalmente atestados, el hombre volvió a salir. Dijo algo:

—Ya está, señor ¿fue eso lo que dijo?, e inclinó la cabeza de un modo raro, como si temiera que Shevek, a cinco metros de distancia, fuese a darle una bofetada. Se retiró. De pie junto a la ventana Shevek comprendió lentamente que por primera vez en su vida alguien le había hecho una reverencia.

Fue a la alcoba y descubrió que el hombre había tendido la cama.

Se vistió sin prisa, pensativamente. Se estaba calzando los zapatos cuando llamaron otra vez a la puerta.

Esta vez entró un grupo, en una actitud muy diferente: una actitud normal, pensó Shevek, como si tuvieran derecho a estar allí, o donde quisieran. El hombre de los paquetes había titubeado, había entrado casi con sigilo. Y sin embargo el rostro, las manos, la vestimenta correspondían más a la noción que Shevek tenía de la apariencia de un ser humano que estos nuevos visitantes. El hombre sigiloso se había comportado de modo raro, pero hubiera podido ser un anarresti. Estos cuatro se comportaban como anarresti, pero con las caras afeitadas y las vestimentas llamativas parecían criaturas de alguna extraña especie.

Shevek logró reconocer a uno como Pae, y a los otros como los hombres que habían estado con él la noche anterior. Explicó que no había entendido bien los nombres, y ellos volvieron a presentarse, sonriendo: el doctor Chifoilisk, el doctor Oiie, y el doctor Atro.

—¡Oh, caramba! —dijo Shevek—. ¡Atro! ¡Qué alegría conocerle! —Puso las manos sobre los hombros del anciano y le besó la mejilla, antes de ocurrírsele que este saludo fraterno, natural en Anarres, podía no ser aceptable aquí.

Sin embargo Atro lo besó a su vez calurosamente, y lo miró a la cara con los ojos de un gris velado. Shevek se dio cuenta de que era casi ciego.

—¡Mi querido Shevek —dijo—, bienvenido a A-Io… bienvenido a Urras… bienvenido a casa!

—Tantísimos años escribiéndonos cartas, destruyendo cada uno las teorías del otro.

—-Usted siempre era el mejor destructor. Un momento, espere. Tengo algo para usted. —El anciano se tanteó los bolsillos. Bajo la toga universitaria de terciopelo llevaba una chaqueta, debajo de la chaqueta un chaleco, debajo del chaleco una camisa, y debajo probablemente alguna prenda más. Todas aquellas prendas, y también los pantalones, tenían bolsillos. Shevek miraba fascinado como el hombre registraba uno tras otro seis o siete bolsillos, todos repletos, hasta dar con un pequeño cubo de metal amarillo montado sobre un trozo de madera pulida—. Aquí lo tiene —dijo—. El premio de usted. El premio Seo Oen, ya sabe. El dinero ha sido depositado en la cuenta de usted. Aquí. Con nueve años de retraso, pero más vale tarde que nunca. —Le temblaban las manos mientras le tendía el cubo amarillo a Shevek.

Pesaba mucho; era de oro macizo. Shevek lo sostenía, inmóvil.

—No sé ustedes, jóvenes —dijo Atro—, pero yo me voy a sentar. —Se sentaron todos en los sillones profundos, mullidos, que ya Shevek había examinado, intrigado por el material que los recubría, de color castaño oscuro. No era una tela tejida, y al tacto parecía una piel—. ¿Qué edad tenía usted hace nueve años, Shevek?

Atro era el más conspicuo de los físicos vivientes de Urras. No sólo había en él esa aura de dignidad que dan los años sino también el aplomo seco de alguien acostumbrado a que lo respeten. Esto no era nada nuevo para Shevek. La autoridad que emanaba de Atro era precisamente la única que Shevek reconocía. Además, le complacía que por fin alguien lo llamara simplemente por el nombre.

—Tenía veintinueve años cuando terminé los Principios, Atro.

—¿Veintinueve? ¡Buen Dios! Eso hace de usted el ganador más joven del Seo Oen en un siglo o algo así… No conseguí el mío hasta cerca de los sesenta…¿Qué edad tenía, entonces, cuando me escribió por primera vez?

—Alrededor de los veinte.

Atro resopló:

—¡En aquel entonces lo tomé por un hombre de cuarenta!

—¿Qué hay de Sabul? —inquirió Oiie. Oiie era más bajo que la mayoría de los urrasti, aunque a Shevek todos le parecían bajos; tenía una cara chata, blanda y ovalada, y ojos de un negro azabache—. Hubo un período de seis u ocho años en el que usted dejó de escribir, y era Sabul quien se mantenía en contacto con nosotros; pero nunca recurrió a la radio. Nos preguntábamos cómo serían las relaciones entre ustedes.

—Sabul es el miembro más antiguo del Instituto de Abbenay —dijo Shevek—. Yo trabajaba con él.

—Un rival más viejo, celoso; copiaba los libros de usted; era evidente. No necesitamos mayores explicaciones, Oiie —dijo el cuarto, Chifoilisk, un hombre cetrino y robusto con delicadas manos de burócrata. Era el único de los cuatro que no tenía la cara totalmente afeitada: se había dejado crecer una barbita áspera de color gris acerado que hacía juego con los cabellos cortos—. No es necesario pretender que todos ustedes, los hermanos odonianos, rebosan de amor fraterno —añadió—. La naturaleza humana es la naturaleza humana.

Una andanada de estornudos salvó a Shevek de que su silencio pareciera significativo.

—No tengo pañuelo —se disculpó, mientras se secaba los ojos.

—Use el mío —dijo Atro, sacando de uno de sus múltiples bolsillos un pañuelo níveo. Shevek lo tomó, y en ese momento un recuerdo inoportuno le oprimió el corazón. Oyó a su hija Sadik, una niñita de ojos oscuros que le decía: «Podemos compartir el pañuelo». Aquel recuerdo, tan entrañable, le parecía ahora intolerablemente penoso. Tratando de ahuyentarlo sonrió y dijo: —Soy alérgico al planeta de ustedes. Así ha dicho el doctor.

—Buen Dios, ¡no va usted a estornudar así todo el tiempo! —dijo el viejo Atro mirándolo con insistencia.

—¿No ha venido aún su hombre?

—¿Mi hombre?

—El sirviente. Tenía que traerle algunas cosas. Inclusive pañuelos. Lo necesario para que se arregle hasta que usted mismo pueda salir de compras. Nada demasiado selecto… ¡Me temo que hay a poco que elegir en ropas de confección para un hombre de la estatura de usted!

Cuando Shevek hubo sorteado esta explicación (Pae hablaba con un canturreo rápido que armonizaba de algún modo con el rostro blando y agraciado), les dijo:

—Ustedes son muy amables. Me siento… —Miró a Atro.— Usted me entiende, yo soy el Mendigo —le dijo al anciano, como le había explicado el doctor Kimoe en el Alerta. No pude traer dinero, nosotros no lo utilizamos. No pude traer regalos, no tenemos nada que a ustedes pueda faltarles. He venido pues, como buen odoniano, con las manos vacías.

Atro y Pae se apresuraron a asegurarle que era un invitado, que no había ni que pensar en pago, que era un privilegio para ellos.

—Además —dijo Chifoilisk con su voz ácida— el gobierno ioti paga la cuenta.

Pae le clavó una mirada fulminante, pero Chifoilisk, en lugar de devolvérsela, miró directamente a Shevek. El rostro cetrino de aquel hombre tenía una expresión que no trataba de disimular, pero que Shevek no acertó a interpretar. ¿Advertencia? ¿Complicidad?

—Es el thuviano pérfido el que habla —dijo el viejo Atro con su resoplido de costumbre—. ¿Pero quiere usted decir, Shevek, que no ha traído absolutamente nada…? ¿Ningún estudio, ningún trabajo nuevo? Yo estaba esperando un libro. Una nueva revolución en el campo de la física. Mire a estos jóvenes pujantes, todos trastornados, como me dejó usted a mí con los Principios. ¿En qué ha estado trabajando?

—Bueno, estuve leyendo a Pae… el trabajo del doctor Pae sobre el universo unificado, sobre la paradoja y la relatividad.

—Todo muy bien. Saio es hoy nuestra estrella máxima, no cabe duda. Y menos aún a criterio de él mismo ¿eh, Saio? ¿Pero qué tiene que ver con el precio del queso? ¿Dónde ha quedado la Teoría Temporal General?

—En mi cabeza —respondió Shevek, con una sonrisa ancha, complaciente.

Hubo una breve pausa.

Oiie le preguntó si había visto el trabajo sobre la Teoría de la Relatividad de un físico extramundano, un tal Ainsetain de Terra. Shevek no lo había leído. Ellos la encontraban apasionadamente interesante, excepto Atro quien ya había dejado atrás la edad de las pasiones. Pae corrió a buscar una copia de la traducción.

—Tiene varios centenares de años, pero hay algunas ideas nuevas para nosotros —dijo cuando estuvo de vuelta.

—Tal vez —dijo Atro—, pero ninguno de esos extra-mundanos puede estar a la altura de nuestra física. Los hainianos hablan de materialismo, y los terranos de misticismo, y de ahí no salen, unos y otros. No se deje despistar por ese terrano loco de remate, Shevek. No tiene nada que enseñarnos a nosotros. Desenreda tu propia madeja, como solía decir mi padre. —Dejó escapar su habitual resoplido senil, y se izó pesadamente desde las profundidades del sillón.— Venga conmigo a dar un paseo por el bosque. No me extraña que se sienta ahogado en este encierro.

—El médico dice que he de permanecer tres días en esta habitación. Que podría ser… ¿infectado? ¿Infeccioso?

—Nunca haga caso a los médicos, mi querido amigo.

—Tal vez en este caso, sin embargo, doctor Atro —sugirió Pae con su voz suave, conciliadora.

—Al fin y al cabo el médico lo manda el gobierno ¿no? —dijo Chifoilisk con visible malicia.

—El mejor que han podido encontrar, no lo dudo —dijo Atro sin sonreír; y sin presionar más a Shevek se despidió y se marchó. Chifoilisk salió con él. Los dos más jóvenes se quedaron con Shevek, y durante largo rato hablaron de física.

Con un placer inmenso, y con esa misma y profunda sensación de reencuentro, de que algo era al fin como tenía que ser, Shevek descubría por primera vez en su vida la conversación de sus iguales.

Mitis, aunque una maestra excepcional, nunca había podido seguirlo a través de los campos teóricos que estimulado por ella Shevek había comenzado a explorar. De todas las personas que conociera, sólo Gvarab tenía una mentalidad y una formación que podían compararse con las suyas propias, pero se habían encontrado demasiado tarde, en los años postreros de la vida de Gvarab. Desde entonces Shevek había trabajado con muchas personas de talento, pero como nunca llegó a ser un miembro estable del Instituto de Abbenay, no había tenido la posibilidad de mostrarles un nuevo camino; y allí seguían, empantanados en los viejos problemas, en la física de secuencias clásica. Nunca había tenido iguales. Aquí, en el reino de la desigualdad, los encontraba al fin.

Era toda una revelación, una liberación. Físicos, matemáticos, astrónomos, lógicos, biólogos, todos estaban allí, en la Universidad, y accedían a verlo, a que él los viese, y conversaban, y de aquellos coloquios nacían mundos nuevos. La idea, por su naturaleza misma, necesita ser comunicada: escrita, explicada, realizada. Como la hierba, la idea busca la luz, ama las multitudes, las cruzas la enriquecen, crece más vigorosa cuando se la pisa.

Aquella primera tarde en la Universidad, con Oiie y Pae, supo ya que acababa de encontrar lo que siempre había anhelado, desde los tiempos en que él y Tirin y Bedap, como adolescentes y en un nivel adolescente, solían conversar hasta la medianoche, bromeando y desafiándose uno a otro en vuelos mentales cada vez más osados. Recordaba vividamente algunas de esas noches. Veía a Tirin, diciendo:

—Si supiéramos cómo es Urras realmente, tal vez algunos de nosotros querríamos ir allá—. Y a él le había chocado tanto la idea que se había enfurecido contra Tirin, y Tir se había retractado en seguida; él se retractaba siempre, pobre alma desdichada, y siempre había tenido razón.

La conversación se había interrumpido. Pae y Oiie callaban.

—Discúlpenme —dijo Shevek—. Me pesa la cabeza.

—¿Cómo siente 1a gravedad? —preguntó Pae, con la sonrisa encantadora de un hombre que, como un niño talentoso, sabe que es capaz de seducir a cualquiera.

—No la siento —respondió Shevek—. Sólo en las… ¿qué es esto?

—Las rodillas, las articulaciones de las rodillas. —Sí, rodillas. La función está disminuida. Pero me acostumbraré. —Miró a Pae y luego a Oiie.— Hay una pregunta. Pero no quiero ser ofensivo.

—¡No tenga ningún miedo, señor! —dijo Pae.

—No estoy seguro de que sepa cómo —dijo Oiie. Oiie no era un hombre seductor, como Pae. Aun hablando de física tenía un estilo evasivo, solapado. Y sin embargo, por detrás del estilo, había algo, intuía Shevek, algo en lo que uno podía confiar; en cambio, detrás del encanto de Pae ¿qué había? Bueno, no era importante. Necesitaba confiar en todos ellos, y confiaría.

—¿Dónde están las mujeres?

Pae se echó a reír. Oiie sonrió y preguntó:

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos. Anoche, en la reunión, conocí mujeres… cinco, diez, y centenares de hombres. Ninguna de ellas era una científica, creo. ¿Quiénes eran?

—Las esposas. A decir verdad una de ellas era la mía. —dijo Oiie con su sonrisa enigmática.

—¿Dónde están las otras mujeres?

—Oh, eso no es ningún problema, señor —dijo Pae, diligente—. Díganos qué prefiere, y nada puede ser más fácil de satisfacer.

—En verdad, uno oye algunas especulaciones pintorescas acerca de las costumbres de los anarresti, pero yo creo que estamos en condiciones de proporcionarle casi cualquier cosa que a usted se le pueda antojar —dijo Oiie.

Shevek no tenía ninguna idea de qué era lo que le estaban diciendo. Se rascó la cabeza.

—¿Todos los científicos son hombres, entonces?

—¿Científicos? —preguntó Oiie, con incredulidad.

Pae tosió.

—Científicos. Ah, sí, desde luego, son todos hombres. Hay algunas profesoras en las escuelas de niñas, pero nunca pasan del nivel secundario.

—¿Porqué no?

—No pueden dedicarse a las matemáticas; no tienen cabeza para el pensamiento abstracto; no es un campo para ellas. Usted sabe lo que quiero decir, lo que las mujeres llaman pensar es, lo que nacen con el útero. Por supuesto, siempre hay algunas excepciones, mujeres espantosamente cerebrales con atrofia vaginal.

—¿Ustedes los odonianos permiten estudiar ciencias a las mujeres? —inquirió Oiie.

—Bueno, sí, trabajan en el campo de las ciencias.

—No muchas, espero.

—Bueno, alrededor de la mitad.

—Siempre he sostenido —dijo Pae— que si las manejáramos bien las mujeres técnicas podrían ahorrar trabajo a los hombres en cualquier problema de laboratorio. En realidad son más hábiles y rápidas que los hombres en las tareas mecánicas, y más dóciles… se aburren menos. Si empleáramos mujeres, los hombres tendríamos más tiempo libre para el trabajo creador.

—No en mi laboratorio, eso sí que no —dijo Oiie—. Déjelas en el sitio que les corresponde.

—¿Encontró usted alguna mujer capaz de un trabajo intelectual original, doctor Shevek?

—Bueno, diré más bien que ellas me encontraron a mí. Mitis, en Poniente del Norte, fue mi maestra. También Gvarab, de ella han oído hablar, supongo.

—¿Gvarab era una mujer? —dijo Pae con genuina sorpresa, y se echó a reír.

Oiie parecía escéptico y ofendido.

—Con los nombres de ustedes nunca se puede saber, por supuesto —dijo con frialdad—. Supongo que para ustedes es importante no hacer diferencias entre los sexos.

Shevek dijo con suavidad:

—Odo era una mujer.

—Ya lo ve —dijo Oiie. No se encogió de hombros con desdén, pero casi. Pae parecía respetuoso, y se limitaba a asentir con la cabeza, como cuando escuchaba los rezongos del viejo Atro.

Shevek comprendió que había tocado un punto vulnerable, una animosidad impersonal de raíces muy profundas. Parecía que en ellos, lo mismo que en las mesas de la nave, había una mujer, una mujer reprimida, silenciada, bestializada, una fiera enjaulada. Y él no tenía ningún derecho a burlarse de ellos. Aquellos hombres no conocían otra relación que la de posesión. Estaban poseídos.

—Una mujer hermosa, virtuosa —dijo Pae— es una fuente de inspiración para nosotros… el objeto más preciado de la tierra.

Shevek sentía un profundo malestar. Se levantó y fue hasta las ventanas.

—Este mundo es hermosísimo —dijo—. Me gustaría ver más. Mientras tenga que estar aquí dentro, ¿me darán libros?

—¡Por supuesto, señor! ¿De qué tipo?

—Historia, láminas, relatos, de todo. Tal vez tendrían que ser libros para niños. Es muy poco lo que sé, ya lo ven. En Anarres algo estudiamos sobre Urras, pero principalmente en cómo era en los tiempos de Odo. ¡Y antes de eso hubo ocho milenios y medio! Y luego, desde la Colonización de Anarres, ha transcurrido un siglo y medio; desde que la última nave transportó el último Contingente. … ignorancia. Nosotros los ignoramos a ustedes, ustedes nos ignoran a nosotros. Ustedes son nuestra historia. Nosotros somos quizá el futuro de ustedes. Yo deseo aprender, no ignorar. Este es el motivo de mi venida. Tenemos que conocernos. Nosotros somos gente primitiva. Nuestra moral no es ya tribal, no puede serlo. Semejante ignorancia es un error, un error que sólo puede engendrar nuevos errores. A eso he venido, a aprender.

Hablaba con profunda seriedad. Pae asentía con entusiasmo.

—¡Así es, señor! Todos estamos por completo de acuerdo con las aspiraciones de usted.

Oiie lo observaba desde aquellos ojos renegridos, opacos, ovales.

—¿Entonces usted ha venido, esencialmente, como un emisario de la sociedad anarresti? —dijo.

Shevek volvió a sentarse en el banco de mármol junto al hogar, que ya sentía como suyo, su territorio. Quería tener un territorio. Sentía la necesidad de ser cauto. Pero sentía aún más la necesidad que lo había traído del otro mundo a través del abismo seco, la necesidad de comunicarse, el deseo de derribar muros.

—He venido —dijo con cautela— como síndico del Sindicato de Iniciativas, el grupo que habla con Urras por radio desde hace dos años. Pero no soy, sépanlo, embajador de una autoridad, de una institución. Espero que no me pidan eso. Espero que no me hayan invitado ustedes como tal.

—No —dijo Oiie—. Lo invitamos a usted, a Shevek el físico. Con el consentimiento de nuestro gobierno y del Consejo de Gobiernos Mundiales, desde luego. Pero usted está aquí como huésped particular de la Universidad de Ieu Eun.

—Bien.

—Pero no estábamos seguros de si venía usted con el consentimiento de… —vaciló.

Shevek sonrió.

—¿De mi gobierno?

—Sabemos que nominalmente no hay gobierno en Anarres. Sin embargo, hay sin duda un ente administrativo. Y tenemos entendido que el grupo que lo envió, ese sindicato de ustedes, es algo así como una facción, quizá una facción revolucionaria.

—Todo el mundo es revolucionario en Anarres, Oiie… La red administrativa y organizadora es la llamada CPD, Coordinadora de Producción y Distribución. Un sistema coordinado que abarca todos los sindicatos, federaciones e individuos que llevan a cabo el trabajo productivo. No gobierna a las personas; administra la producción. No tiene autoridad para respaldarme o para detenerme. Sólo puede decirnos qué opina la gente sobre nosotros: cómo nos ve la conciencia social. ¿Es esto lo que desean saber? Y bien, mis amigos y yo no contamos con la aprobación de todos. La mayoría de la gente de Anarres no desea saber cómo es la vida en Urras. Le temen y no quieren tener ninguna relación con el propietariado. ¡Lamento tener que decirlo con rudeza! Lo mismo ocurre aquí con alguna gente ¿no es así? El desprecio, el miedo, el tribalismo. Pues bien, he venido para empezar a cambiar este estado de cosas.

—Exclusivamente por propia iniciativa —dijo Oiie.

—Es la única iniciativa que admito —dijo Shevek, sonriendo, y mortalmente serio.

Pasó los dos o tres días siguientes conversando con los científicos que iban a verlo, leyendo los libros que le había llevado Pae, y a ratos al pie de las ventanas de doble arco, mirando cómo llegaba el verano al valle, y escuchando los coloquios dulces y breves de aquellos cantores aéreos. Pájaros: ahora sabía cómo se llamaban, y los había visto en las láminas de los libros, pero todavía, cada vez que cantaban, o alcanzaba a oír un rápido aleteo entre los árboles, se maravillaba como un niño.

Había imaginado que iba a sentirse tan extraño aquí, en Urras, perdido, tan ajeno a todo, y confundido… y no sentía nada semejante. Naturalmente, había una infinidad de cosas que no comprendía. Apenas empezaba ahora a darse cuenta: esta sociedad increíblemente complicada, con todas esas naciones, clases, castas, cultos y costumbres, con una historia magnífica, aterradora, interminable. Y cada individuo que conocía era una caja de sorpresas. No eran, sin embargo, los egoístas vulgares, fríos, que había esperado encontrar: eran tan complejos y diversos como la cultura, como el paisaje de ese mundo; y eran inteligentes; y eran bondadosos. Lo trataban como a un hermano. Hacían todo lo posible para que no se sintiese perdido, un extraño, para que se sintiese a gusto. Y se sentía a gusto. No podía evitarlo. El mundo entero, la levedad del aire, las puestas de sol allá entre las colinas, aun la mayor gravedad que parecía pesarle en el cuerpo, todo le confirmaba que éste era en verdad el hogar, el mundo de los de su raza; y toda aquella belleza era un patrimonio heredado.

El silencio, el silencio absoluto de Anarres: pensaba en él por las noches. Allí no había pájaros que cantaran. Las únicas voces eran las humanas. Silencio, y tierras yermas.

El tercer día el viejo Airo le llevó una pila de periódicos. Pae, que solía acompañar a Shevek, no hizo ningún comentario, pero cuando el viejo se marchó, le dijo a Shevek:

—Una basura inmunda, estos periódicos, señor. Divertidos, pero no crea nada de cuanto lea en ellos.

Shevek tomó el que estaba más arriba. Era un periódico mal impreso, en papel de mala calidad: el primer objeto toscamente fabricado que encontraba en Urras. Se parecía en realidad a los boletines e informes regionales de la CPD, que hacían las veces de periódicos en Anarres, pero el estilo era muy diferente del de aquellas publicaciones prácticas y concretas. Estaba plagado de signos de exclamación y de figuras. Había una foto de Shevek delante de la nave del espacio, y Pae junto a él tomándole el brazo con el ceño fruncido. ¡PRIMER VISITANTE DE LA LUNA! decía en grandes letras el copete de la foto. Fascinado, Shevek siguió leyendo.


¡Sus primeros pasos en la Tierra! El primer visitante de la Colonia de Anarres en 170 años, el doctor Shevek, fue fotografiado ayer a su llegada a Urras a bordo del carguero regular de la Flota Lunar, en el puerto de Peier, El distinguido científico, ganador del Premio Seo Oen por servicios prestados a todas las naciones en el campo de k ciencia, ha aceptado una cátedra en la Universidad de Ieu Eun, un honor nunca conferido hasta ahora a un extramundano. Cuando le preguntamos qué había sentido al ver Urras por primera vez, el alto y distinguido físico respondió: «Es para mí un gran honor haber sido invitado a este hermoso planeta. Espero que esto sea el principio de una nueva era de amistad omnicetiana en la cual los Planetas Gemelos progresarán juntos en una unión fraterna».


—¡Pero yo no dije absolutamente nada! —protestó Shevek.

—Claro que no. No permitimos que se le acercara esa pandilla. ¡Pero eso no frena la imaginación volandera de un periodista! Todos informarán que usted ha dicho lo que ellos quieran hacerle decir, ¡no importa lo que usted diga, o no diga!

Shevek se mordió el labio.

—Bueno —dijo al fin—, si hubiese dicho algo, no habría sido muy distinto. Pero ¿qué significa omnicetiano?

—Los terranos nos llaman «cédanos». Creo que procede del nombre que le dan a nuestro sol. La prensa popular la ha adoptado recientemente, es una especie de moda.

—¿Entonces el término «omnicetiano» significa Urras y Anarres?

—Me imagino que sí —dijo Pae con una evidente falta de interés.

Shevek continuó con la lectura de los periódicos. Leyó que era un hombre de estatura gigantesca, que no se afeitaba y que llevaba una «melena» de cabellos grises, que tenía cuarenta y siete, cuarenta y tres, y cincuenta y seis años; que había escrito una notable obra de física intitulada (la grafía dependía del periódico) Príncipes de la Simultaneidad o Principio de la Similaridad, y que era un embajador de buena voluntad del gobierno odoniano, que no comía carne, y que como todos los anarresti no bebía nunca. Al leer esto, se rió con tantas ganas que empezaron a dolerle las costillas.

—¡Vaya si tienen imaginación! ¿Creen que vivimos del vapor de agua, como los líquenes?

—Quieren decir que ustedes no beben licores alcohólicos —dijo Pae, también riendo—. Lo único que todo el mundo sabe acerca de los odonianos es, supongo, que no beben alcohol. A propósito, ¿es cierto eso?

—Algunos destilan alcohol de la raíz fermentada del holum, para beberlo. Dicen que les libera el inconsciente, como el entrenamiento de las ondas cerebrales. La mayoría prefiere esto último; es algo sencillo y no produce ninguna enfermedad. ¿Es común aquí?

—Beber es común. Pero no sé nada de esa enfermedad. ¿Cómo la llaman?

—Alcoholismo, me parece.

—Ah, ya veo… Pero ¿qué hace la población trabajadora de Anarres para animarse, y olvidar por una noche las penas del mundo?

Shevek parecía perplejo.

—Bueno, nosotros… no sé. Tal vez nuestras penas son ineludibles.

—Curioso —dijo Pae, y sonrió, encantador.

Shevek continuó leyendo. Uno de los periódicos estaba escrito en un idioma que desconocía, y otro en un alfabeto totalmente distinto. El primero era de Thu, le explicó Pae, y el otro de Benbili, una nación del hemisferio occidental. El periódico thuviano estaba bien impreso y era de formato sobrio; Pae le explicó que se trataba de una publicación del gobierno.

—Aquí, en A-Io, la gente educada se entera de las noticias por el telefax, la radio y la televisión, y las revistas semanales. Estos periódicos los leen casi exclusivamente las clases bajas, escritos por iletrados para iletrados, como podrá ver. En A-Io hay absoluta libertad de prensa, lo que significa, como es lógico, que tenemos un montón de basura. El periódico thuviano está mucho mejor escrito, pero informa sólo de aquellos hechos que a la Junta Permanente le interesa que se sepan. En Thu la censura es total. El Estado es todo, y todo es para el Estado. Un sitio poco apropiado para un odoniano ¿eh, señor?

—¿Y este periódico?

—La verdad, no tengo ninguna idea. Benbili es un país bastante atrasado. Siempre haciendo revoluciones.

—Un agente de Benbili nos envió un mensaje por la onda larga del Sindicato, no mucho antes de mi partida de Abbenay. Se decían odonianos. ¿Hay grupos de esta naturaleza aquí, en A-Io?

—No que yo sepa, doctor Shevek.

El muro. A esta altura Shevek ya reconocía el muro, cuando se alzaba delante de él. El muro era el encanto, era la cortesía, la indiferencia de este hombre joven.

—Me parece que usted me tiene miedo, Pae —dijo Shevek de pronto y con afabilidad.

—¿Miedo, señor?

—Por el hecho de que mi misma existencia niega la necesidad del Estado. Pero ¿qué puede temer? Yo no le haré daño a usted, Saio Pae, y usted lo sabe. Yo, personalmente, soy inofensivo… Escuche, no soy ningún doctor. Nosotros no tenemos títulos. Me llamo Shevek.

—Lo sé, discúlpeme señor. En nuestros términos, se da cuenta, suena irrespetuoso. No parece correcto. —Se disculpaba, de buena gana, esperando el perdón.

—¿No puede reconocerme como a un igual? —le preguntó Shevek, observándolo sin perdón ni enfado.

Por una vez Pae pareció estupefacto.

—Es que en realidad usted es, sabe, un hombre muy importante…

—No hay motivo para que usted cambie lo que está acostumbrado a hacer —dijo Shevek—. Olvide lo que le he dicho. Pensé que podía alegrarle prescindir de lo superfluo, eso es todo.

Después de tres días de confinamiento Shevek tenía una energía suplementaria que lo empujó a tratar de verlo todo en seguida y dejó exhaustos a sus escoltas. Lo llevaron a la Universidad, que era una ciudad completa, dieciséis mil almas entre estudiantes y cuerpo docente. Había dormitorios, refectorios, teatros, salas de reuniones, y no se diferenciaba mucho de una comunidad odoniana excepto en que era antiquísima, reservada para hombres y de un lujo inverosímil; la organización no era federativa sino jerárquica, de arriba para abajo. A pesar de todo, pensó Shevek, parecía una verdadera comunidad. Tuvo que recordarse las diferencias.

Lo llevaron al campo en coches de alquiler, automóviles espléndidos de rebuscada elegancia. No había muchos vehículos en las carreteras: era caro alquilarlos, y poca gente tenía coche propio, a causa de los elevados gravámenes. Todos estos lujos que si hubieran estado al alcance de cualquiera habrían drenado de modo irreparable los recursos naturales, contaminando a la vez el ambiente con productos de desecho, estaban sujetos a un control estricto mediante reglamentaciones e impuestos. Los guías de Shevek se explayaron con orgullo sobre este tema. A-Io había estado a la cabeza del mundo, dijeron, en el control ecológico y la preservación de los recursos naturales. Los excesos del Noveno Milenio eran historia antigua, y no habían dejado otra secuela que la escasez de ciertos metales, que por suerte podían ser importados de la Luna.

Recorriendo el país en automóvil o en tren, vio aldeas, granjas, ciudades, fortalezas de los tiempos feudales; las torres arruinadas de Ae, antigua capital de un imperio de cuatro mil cuatrocientos años. Vio los labrantíos y los lagos y las colinas de la provincia de A van, el corazón de A-Io, y en la línea del horizonte septentrional, blancas, gigantescas, las cumbres de la Cordillera Meitei. La belleza del paisaje y el bienestar de los habitantes eran para Shevek un continuo motivo de asombro. Los guías tenían razón: los urrasti sabían cómo usar el mundo. A Shevek le habían enseñado, de niño, que Urras era un ponzoñoso montón de desigualdad, iniquidades y derroche. Pero todas las personas que conocía, todos los que encontraba, hasta en la más pequeña de las aldeas, estaban bien vestidos, bien alimentados, y al contrario de lo que Shevek había supuesto, eran gente industriosa. No se pasaban las horas mirando el aire y esperando a que alguien les ordenase lo que tenían que hacer. Como los anarresti, estaban siempre activos, trabajando. Shevek no sabía qué pensar. Había imaginado que si a un ser humano se le quitaba el incentivo natural —la iniciativa, la energía creadora espontánea— para sustituirla por una motivación externa y coercitiva, se lo convertiría en un trabajador holgazán y negligente. Pero no eran trabajadores negligentes los que cultivaban aquellos sembrados maravillosos, los que fabricaban los soberbios automóviles, los trenes confortables. La atracción, la compulsión del lucro era evidentemente un eficaz sustituto de la iniciativa natural.

Hubiera querido conversar un rato con algunas de aquellas personas robustas y orgullosos que veía en las ciudades pequeñas, preguntarles por ejemplo si se consideraban pobres; porque si aquellos eran los pobres, tendría que revisar lo que él entendía por pobreza. Pero con tantas cosas como los guías querían que viese, nunca parecía haber tiempo suficiente.

Las otras ciudades de A-Io estaban demasiado lejos, para ir hasta ellas en una sola jornada, pero lo llevaban con frecuencia a Nio Esseia, a cincuenta kilómetros de la Universidad. Allí habían dispuesto toda una serie de recepciones en honor del viajero. Shevek no disfrutaba mucho de esas reuniones; no tenían ninguna relación con lo que para él era una fiesta. Todos se mostraban muy corteses y locuaces, pero nunca hablaban de nada interesante, y sonreían tanto que parecían ansiosos. Las vestimentas, en cambio, eran hermosas, como si los urrasti pusieran en ellas, y en los manjares, y en la diversidad de cosas que bebían, y en el mobiliario y los espléndidos ornamentos de los salones y palacios, la alegría y la jovialidad que ellos mismos no tenían.

Le mostraron vistas panorámicas de Nio Esseia: una ciudad con cinco millones de habitantes: una cuarta parte de la población total de Anarres. Lo llevaron a la Plaza del Capitolio y le mostraron las altas puertas de bronce de la sede del gobierno; le permitieron asistir a un debate del Senado y a una reunión del Comité de Directores. Lo llevaron al Jardín Zoológico, al Museo de Ciencias e Industrias, a visitar una escuela en la que unos niños encantadores con uniformes azules y blancos cantaron para él el himno nacional de A-Io. Lo llevaron a una fábrica de piezas electrónicas, un taller siderúrgico totalmente automatizado, y un laboratorio de fusión nuclear, para que pudiera apreciar con cuánta eficiencia manejaba sus recursos manufactureros y energéticos la economía del propietariado. Lo llevaron a inspeccionar un nuevo edificio de viviendas proyectado por el gobierno, para que viera cómo el Estado velaba por las necesidades de la población. Lo llevaron al mar en barco por el Estuario del Sua, atestado de naves que venían de todas las regiones del planeta. Lo llevaron al Tribunal Supremo de Justicia, y pasó un día entero escuchando las causas civiles y criminales que allí se juzgaban, una experiencia que lo dejó perplejo y espantado; pero ellos insistían en que viera todo cuanto había que ver, y lo llevaban a donde quería ir. Cuando preguntó, no sin timidez, si podía ver el lugar donde estaba enterrada Odo, lo arrastraron hasta el viejo cementerio del distrito de Trans-Sua. Y hasta permitieron que los reporteros de los periódicos de mala fama lo fotografiasen de pie a la sombra de los viejos sauces, mirando la sencilla y bien conservada lápida:


Laia Asieo Odo
698–769
Ser todo es ser una parte;
el verdadero viaje es el retorno.

Lo llevaron a Rodarred, la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales, para que hablase en una sesión plenaria. Shevek había esperado conocer allí, o al menos ver, a gentes de otros mundos, los embajadores de Terra o de Hain, pero el apretado programa de actividades no se lo permitió. Había trabajado mucho en la preparación del discurso, un alegato a favor de la comunicación libre y el mutuo reconocimiento entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Fue recibido con una ovación de diez minutos, todo el mundo de pie. Los semanarios respetables lo comentaron elogiosamente, calificándolo de «un gesto moral y desinteresado de fraternidad humana por parte de un científico eminente», pero no transcribieron pasajes del discurso, ni ellos ni la prensa popular. A pesar de los aplausos, Shevek tenía la curiosa impresión de que en realidad nadie lo había escuchado.

Le concedieron numerosos privilegios y podía entrar libremente en los Laboratorios de Investigación de la Luz, en los Archivos Nacionales, en los Laboratorios de Tecnología Nuclear, en la Biblioteca Nacional de Nio, en el Acelerador de Meafed, en la Fundación de Investigaciones del Espacio de Drio. Aunque cuanto más veía en Urras, más deseaba ver, varias semanas de vida turística le parecieron suficientes: todo era tan fascinante, tan asombroso y maravilloso, que a la larga empezó a sentirse abrumado. Deseaba quedarse en la Universidad, ponerse a trabajar, y reflexionar sobre todo lo que había visto. No obstante, en el último día de visitas panorámicas dijo que deseaba conocer la Fundación de Investigaciones del Espacio. Pae pareció encantado con este pedido.

La vetustez de casi todo cuanto había visto recientemente —siglos, hasta milenios de antigüedad— lo había sobrecogido. La Fundación, por el contrario, era reciente, construida en los últimos diez años, en el elegante y suntuoso estilo de la época. La arquitectura tenía algo de dramático. Habían usado el color en grandes masas. Las alturas y las distancias le parecieron descomunales. Los laboratorios eran amplios y aireados; las fábricas y talleres anexos se alzaban detrás de unos espléndidos pórticos y columnas de estilo neosaetano. Los cobertizos eran enormes bóvedas multicolores, translúcidas y fantásticas. En cambio los hombres que trabajaban allí daban una impresión de mesura y solidez. Apartaron a Shevek de las escoltas habituales y le hicieron recorrer toda la Fundación, incluyendo las distintas etapas del sistema experimental de propulsión interastral en que trabajaban entonces, desde las computadoras y los tableros de dibujo hasta una nave en construcción, enorme y suprarreal a la luz violeta y amarilla del vasto cobertizo geodésico.

—Ustedes tienen tanto —le dijo Shevek al ingeniero que lo guiaba y cuidaba, un hombre llamado Oegeo—. Tienen tantos elementos de trabajo, y trabajan tan bien. Esto es maravilloso… la coordinación, la cooperación, la magnitud de la empresa.

—En el lugar de donde viene usted no podrían hacer nada en esta escala ¿eh? —dijo el ingeniero, sonriendo.

—¿Naves del espacio? Nuestra flota es las mismas naves en que los Colonos llegaron de Urras, construidas aquí en Urras, hace casi dos siglos. La construcción de una simple barcaza para transportar el grano por mar requiere todo un año de planificación, un gran esfuerzo para nuestra economía.

Oegeo asintió.

—Bien, nosotros tenemos los elementos, sí. Pero usted es quien puede decirnos cuándo abandonar este esfuerzo… cuándo tirar todo por la borda.

—¿Tirarlo por la borda? ¿Qué quiere decir?

—El viaje a una velocidad mayor que la de la luz —dijo Oegeo—. La transimultaneidad. La física tradicional dice que no es posible. Los terranos dicen que no es posible. Pero los hainianos, que a fin de cuentas inventaron el sistema de propulsión que nosotros empleamos ahora, dicen que es posible, sólo que no saben cómo hacerlo, pues aún están aprendiendo de nosotros los rudimentos de la física temporal. Evidentemente, si alguien en los mundos conocidos tiene la clave, doctor Shevek, ese alguien es usted.

Shevek lo miró de hito en hito, como quien toma distancia, los ojos claros, duros, transparentes.

—Yo soy un teórico, Oegeo, no un inventor.

—Si usted nos proporciona la teoría, la secuencia y la simultaneidad unificadas en una teoría general del tiempo, nosotros inventaremos las naves. ¡Y llegaremos a Terra, o a Hain, o a la próxima galaxia, en el instante mismo de partir de Urras! Ese cacharro —indicó con la mirada el cobertizo en que la nave gigantesca a medio construir parecía flotar entre los haces de luz violeta y anaranjada— será entonces tan vetusto como una carreta de bueyes.

—Usted sueña como construye, con verdadera esplendidez —dijo Shevek, todavía serio y retraído. Había muchas otras cosas que Oegeo y los demás querían mostrarle y discutir con él, pero al cabo de un momento les dijo con una naturalidad que disipaba cualquier sospecha de ironía:

—Creo que sería mejor que me devolvieran ahora a mis custodios.

Así lo hicieron; se despidieron cordialmente. Shevek entró en el automóvil, y volvió a salir.

—Me olvidaba —dijo—, ¿queda tiempo para ver una cosa más en Drio?

—No hay nada más en Drio —dijo Pae, cortés como siempre, aunque aún molesto por las cinco horas que Shevek había pasado con los ingenieros.

—Me gustaría ver la fortaleza.

—¿Qué fortaleza, señor?

—Un antiguo castillo, de la época de los reyes. Más tarde lo utilizaron como prisión.

—Cualquier cosa de esa naturaleza ha de haber sido demolida. La Fundación reconstruyó toda la ciudad.

Cuando ya estaban dentro del automóvil, en el momento en que el chofer cerraba las portezuelas, Chifoilisk (probablemente otro de los motivos del malhumor de Pae) preguntó:

—¿Por qué quería ver otro castillo, Shevek? Creía que estaba harto de ver ruinas vetustas.

—La fortaleza de Drio es el sitio en que Odo pasó nueve años —respondió Shevek que parecía ensimismado desde que hablara con Oegeo—. Después de la Insurrección de 747. Allí escribió las Cartas de la Prisión y la Analogía.

—Temo que ya la hayan demolido —le dijo Pae con simpatía—. Drio era una ciudad casi moribunda, y la Fundación la demolió y la reconstruyó luego desde los cimientos.

Shevek asintió. Pero cuando el automóvil subió por una carretera ribereña, para tomar el desvío que conducía a Ieu Eun, pasaron junto a un peñón en la curva del río Seisse, y allá, en lo alto del risco, había un edificio sombrío, ruinoso, implacable, con resquebrajadas torres de piedra negra. Nacía podía ser más diferente de los alegres y fastuosos edificios de la Fundación de Investigaciones del Espacio, de cúpulas diáfanas y talleres luminosos, de jardines y senderos cuidados con esmero. Nada, en verdad, podía hacer que se parecieran tanto a trocitos coloreados de papel.

—Esa, creo, es la Fortaleza —observó Chifoilisk, contento siempre de hacer un comentario inoportuno en el momento menos adecuado.

—Completamente en ruinas —dijo Pae—. Ha de estar abandonada.

—¿Le gustaría detenerse un momento para echarle un vistazo, Shevek? —preguntó Chifoilisk, dispuesto a llamar por la pantalla al conductor.

—No —dijo Shevek.

Había visto lo que quería ver. Todavía había una Fortaleza en Drio. No necesitaba entrar y recorrer los recintos ruinosos en busca de la celda donde Odo había pasado nueve años. Sabía cómo era la celda de una prisión.

Alzó los ojos, el semblante todavía frío y pensativo, y miró los muros pesados y oscuros que ahora se proyectaban casi por encima del automóvil. He estado aquí durante mucho tiempo, decía el fuerte, y todavía estoy aquí.

Cuando volvió a sus habitaciones, después de la cena en el Refectorio de los Decanos, Shevek se sentó solo junto al hogar. Era verano en A-Io, se acercaba el día más largo del ano, y aunque habían dado las ocho, aún había luz. Del otro lado de las ventanas abovedadas, el cielo conservaba unos restos del azul diurno, un azul puro y tierno. El aire templado olía a hierbas recién cortadas y a tierra húmeda. Había luz en la capilla, del otro lado del bosquecillo, y la brisa leve traía una música apagada. No el canto de los pájaros, sino una música humana. Shevek escuchó. En el armonio de la capilla alguien tocaba las armonías numéricas, tan familiares para Shevek como para cualquier urrasti. Odo no había intentado renovar las relaciones musicales básicas, junto con las relaciones humanas. Ella siempre había respetado lo necesario. Los Colonizadores de Anarres habían renegado de las leyes de los hombres, pero habían llevado consigo las leyes de la armonía.

En la habitación amplia, apacible, había sombra y silencio. Shevek miró en torno, el doble arco perfecto de las ventanas, el leve centelleo de los ribetes del entarimado en la creciente oscuridad, la curva saliente, borrosa de la chimenea de piedra, la admirable proporción de los artesones murales. Era una habitación hermosa y humana. Una habitación muy antigua. La Residencia de los Decanos, le habían explicado, había sido construida en el año 540, hacía cuatrocientos cincuenta años, doscientos treinta años antes de la Colonización de Anarres. Mucho antes de que naciera Odo, generaciones de sabios y eruditos habían vivido, trabajado, hablado, pensado, dormido, muerto en esta habitación. Durante siglos, las armonías numéricas habían flotado por encima de la hierba, a través del bosquecillo. He estado aquí durante mucho tiempo, le decía a Shevek, y todavía estoy aquí. ¿Qué haces tú aquí?

Shevek no tenía respuesta. No tenía derecho a la gracia y la generosidad de este mundo, conquistadas y mantenidas merced al trabajo, la devoción, la lealtad. El Paraíso es para quienes construyen el Paraíso. El no era de aquí. Era un hombre de frontera, de una casta que había renegado del pasado, de la historia. Los Colonizadores de Anarres que volvieron la espalda al Viejo Mundo y al pasado, habían elegido el futuro. Pero tan inevitablemente como el futuro se convierte en pasado, el pasado se convierte en futuro. Renegar del pasado no es triunfar. Los odonianos que abandonaron Urras habían cometido un error, aquel coraje desesperado había sido un error, el error de renegar de la historia, de renunciar a la posibilidad del retorno. El explorador que no vuelve, o que no envía de regreso sus naves para que cuenten lo que ha visto, no es un explorador, es un aventurero, y sus hijos nacen en el exilio.

Shevek había venido para amar a Urras, pero ¿qué tenía de bueno ese amor anhelante? No era parte de Urras. Tampoco era parte del mundo en que había nacido.

Aquel sentimiento de soledad, la certeza del aislamiento, que había experimentado a bordo del Alerta en las primeras horas, volvía a poseerlo, a crecer en él, a imponérsele como su condición verdadera, ignorada, reprimida, pero absoluta.

Estaba solo aquí, pues venía de una sociedad que había elegido el exilio. Y también en su mundo había estado siempre solo, porque él mismo se había exiliado del resto de la sociedad. Al marcharse, los Emigrantes habían dado un paso, sólo uno. Él había dado dos. Y estaba solo, solo consigo mismo, pues había decidido correr el riesgo de la aventura metafísica.

Y había estado bastante loco como para creerse capaz de unificar dos mundos a los que él no pertenecía.

Allá, afuera, vio el azul del cielo nocturno. Por encima de la vaga oscuridad del follaje y de la torre de la capilla, por sobre la línea oscura de las colinas, que en la noche parecían más sombrías y remotas, asomaba un resplandor, una claridad que se expandía suave, luminosa. Sale la luna, pensó, con un sentimiento de gratitud ante algo que le era Familiar. No hay rupturas en la totalidad del tiempo. De niño había visto cómo salía la luna desde la ventana del domicilio en los Llanos, junto a Palat; la había visto cómo asomaba por encima de las colinas de la adolescencia; sobre las llanuras resecas de La Polvareda; por encima de los tejados de Abbenay, contemplándola junto con Takver.

Pero aquélla no era la misma luna.

Alrededor se movían las sombras, pero él continuaba sentado e inmóvil mientras el plenilunio de Anarres trepaba por encima de las colinas extrañas, moteado de castaño v de un azul blanquecino, radiante. La luz de su mundo le colmaba las manos vacías.

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