Áquila estaba ahora al mando. por consenso general, era el hombre más adecuado para el mando, mientras que Tulio iba a hacer aquello para lo que era bueno, correr sin armas ni armadura, con un odre de agua sobre los hombros, para intentar contactar con Quinto y advertirle de lo que había sucedido. Áquila asumía que quienquiera que fuesen aquellos que pensaban enfrentarse a ellos, seguirían al manípulo para ver a dónde iban, así que marchó tras el centurión, en busca de un lugar adecuado para tender una emboscada. No resultaba difícil en aquella región montañosa, ni siquiera para ochenta hombres: de hecho, cuanto más pensaba en ello, más maldecía a Ampronio. Una mirada adecuada habría dejado claro a cualquiera que tuviera ojos para verlo, ojos que no estuvieran turbios por la avaricia, que una fuerza de su tamaño sólo podría pasar por allí si alguien quería que lo hiciese. También se maldijo a sí mismo; tendría que haberlo visto antes, incluso aunque su tribuno no hubiera sido capaz de hacer él mismo tal observación.
Los hombres habían recibido sus órdenes y cuando silbó, veinte legionarios del frente salieron del camino y se escondieron tras los peñascos. Al detener de golpe su retaguardia, estaba en una buena posición para ver si eran visibles y dio la extraña orden de que bajaran una lanza o dejaran caer un escudo mientras él pasaba, pidiendo a los hombres que se mantuvieran en silencio y quietos antes de que él mismo se escabullera detrás de una peña. Ocupado como estaba vigilando el camino, no llegó a ver a Fabio, que, detrás de él, hizo lo mismo. Las tropas restantes continuaron la marcha bajo las órdenes de seguir mil pasos adelante, parar después y, una vez que oyesen el sonido de la lucha, volver atrás a toda prisa.
El sonido apagado de los cascos fue haciéndose más fuerte y Áquila se concentró profundamente, con la oreja pegada al suelo, intentando usar las habilidades que había aprendido de Gadoric tanto en casa como en Sicilia, destrezas que había dejado aparte desde que se había alistado en las legiones. Cuatro hombres a caballo, sin apresurarse, pero sin cuidado, acompasaban su paso al de los hombres que marchaban delante. Con suerte conseguiría capturar a uno de ellos con vida, y con uno sólo sería suficiente. Entonces sería capaz de averiguar lo que les esperaba delante y con cuántos hombres tendrían que luchar. Se levantó justo cuando el primer jinete lo adelantaba, alanceando al segundo con una jabalina bien apuntada, y su grito alertó a sus compañeros, que se encargarían del otro par fácilmente.
Áquila se volvió mientras doblaba sus rodillas para saltar sobre el primer jinete. El hombre se había girado en su silla, tratando de escapar del peligro, pero la jabalina le alcanzó en el costado, añadiendo ímpetu a su movimiento, descabalgando así al jinete de su montura. Fabio estaba sobre él antes de que Áquila pudiese abrir la boca, y su grito no habría tenido efecto, dado el ruido que había. Su «sobrino» estaba encima del pecho de su víctima y empujaba con ambas manos su espada, que perforaba la coraza y machacaba las costillas del otro al entrar en su cuerpo. Los pies pateaban salvajemente y sus brazos se movían inútiles, pues el hombre era como un insecto clavado a un muro. Con todo su peso aún sobre su espada, Fabio se giró y sonrió a Áquila, expresión que cambió a perplejidad cuando se dio cuenta de que su «tío» estaba enojado.
No había tiempo para discutir; tenían cuatro caballos, animales a los que se les podía dar uso. Podía enviar a sus hombres tras Tulio con más información, pero primero tenía que echar un vistazo él mismo para averiguar qué era aquello a lo que se enfrentaban.
Era fácil confundir a Áquila con un guerrero local, pues se había quitado su uniforme y llevaba puesto un casco enemigo, aunque tenía que encogerse para disimular su estatura. Toda la partida emprendió el camino de vuelta y Áquila tomó la delantera sobre su caballo, así que fue el primero en ver el humo en el cielo azul y el primero en oler el fuego. Su nariz captó también caballos, muchos, el rico olor de los excrementos frescos olía fuerte en la débil brisa. Habían cerrado la entrada al valle en cuanto lo vieron marchar, tomando posiciones en las colinas que daban al camino para así poder sorprender a Ampronio cuando se marchara.
Sus caballos estaban ahora atados en fila junto al río, bajo una pequeña guardia. Los romanos tendrían que pasar por allí, pues todas las otras salidas del valle les alejaban de la seguridad de su campamento base y lo harían entusiasmados por los esclavos y el botín, si es que el olor a quemado significaba algo.
Mientras Áquila sopesaba sus alternativas, tres cosas le parecieron evidentes: la primera, que incluso muy superados en número, los romanos luchaban mejor en campo abierto de lo que podrían hacerlo en el estrecho desfiladero. En segundo lugar, que atravesarían el desfiladero a menos que estuvieran advertidos del peligro. Pero fue el tercer factor lo que determinó el desarrollo de la acción. Ampronio tenía una fuerza compuesta principalmente de infantería; los avericios solían luchar a caballo, así que se puso a cubierto y corrió de vuelta para reunirse con los otros.
– ¿Quién sabe montar?
Varios hombres levantaron sus manos, aunque la posibilidad de que fueran jinetes diestros era remota. Los granjeros romanos nunca criaban caballos para otra cosa que no fuera el trabajo pesado, así que raras veces eran competentes en la monta, pero si podían mantenerse sobre la silla, se moverían más rápido que un hombre a pie, y por la misma razón, dos tendrían una oportunidad mejor que uno sólo. Envió a la primera pareja con un mensaje hablado que describía a grandes rasgos la situación y lo que Áquila intentaba hacer; entonces hizo que diez hombres dejaran sus armas y parte de su armadura, y que llevaran lo justo para ser identificados como romanos. Después les ordenó que se revolcaran en el polvo, Fabio incluido, pues se lo suplicó y Áquila accedió porque su sobrino era bueno en cualquier cosa que oliese a subterfugio. Los soldados fueron atados juntos por el cuello, lo que en apariencia les impedía el movimiento, cubiertos con aún más polvo y se les dio la orden de que actuaran como prisioneros que habían sido apaleados con dureza.
Los guerreros que guardaban los caballos ya estaban puestos en pie cuando la partida estuvo a la vista porque Áquila, que iba gritando maldiciones celtas con la esperanza de que apenas pudieran oírlas, los había alertado. A sabiendas de que estarían preguntándose de dónde provenían los prisioneros, golpeó la tambaleante fila con un pedazo de madera, haciendo que trastabillaran y cayeran, lo que sirvió para aumentar su aspecto abatido y, esperaba, para distraer a los guerreros. Fabio, en un acto de sobreactuación que enfureció a Áquila, cayó de rodillas con las manos juntas en el pecho y suplicó piedad en voz alta.
– Levántate, maldita sea. ¿Quieres estropearlo todo?
Fabio se puso en pie y entonces empezó a golpearse el pecho y a lamentarse. Lo que para los hombres que guardaban los caballos era incomprensible, estaba bastante claro para Áquila, pues Fabio le decía dónde clavar su lanza de plata. Cuando llegaron junto a los caballos atados, los guardias se alinearon para burlarse de aquellos cerdos romanos, pero aquello cambió de pronto cuando aquellos puercos saltaron hacia ellos y acabó del todo cuando los cuchillos escondidos encontraron sus objetivos.
– ¡Los cuerpos! -espetó Áquila. Los arrastraron y los arrojaron a los arbustos que bordeaban el río-. Fabio, que algunos hombres se vistan como los locales, y después que los otros se oculten.
Salieron los dos mensajeros siguientes, estos para informar a Quinto de que los romanos tenían el control de la entrada al paso. Durante la siguiente hora, el resto de sus hombres fueron llevados a las filas de caballos en grupos pequeños. Puso a algunos a preparar antorchas, mientras que los que estaban disfrazados reunían haces de leña de arbustos secos. Áquila, sin casco ni escudo, había subido a las colinas que quedaban a la izquierda del camino y empleó todas sus destrezas de cazador que tenía a mano para acercarse a los sitiadores sin que lo vieran. No fue tan difícil como había temido; estaban sentados en grupos hablando en voz alta, seguros de que sus vigilantes les darían la alarma con tiempo si Ampronio terminaba su saqueo y disponía a sus hombres en formación para marchar.
Mientras escuchaba, se esforzó mucho por comprender el dialecto que estaban hablando. Entendió claramente algunas palabras, pero no pudo captar el sentido de su conversación. No es que lo necesitara, pues en el momento en que dejaran de hablar y se pusieran en posición, sabría que era el momento de marcharse. Áquila estaba en una posición descubierta y peligrosa, pero era más feliz de lo que había sido en mucho tiempo, libre para tomar sus propias decisiones, lejos de la interferencia de superiores y justo en este momento disfrutaba de la soledad -algo que no se permitía muy a menudo a un soldado de las legiones.
La orden -dada en voz baja, pero con urgencia- acabó con las conversaciones a su alrededor. Oyó el golpeteo de metal contra las rocas cuando los guerreros se pusieron en marcha y los ruidos cesaron. Áquila se arrastró alrededor de la roca detrás de la que había estado escondido, en busca de un punto que le permitiera tener una vista del valle. Fue su águila lo que lo salvó, pues el hombre que le puso su espada corta en la garganta dudó el tiempo justo, al no estar seguro de su identidad. La pregunta, hecha en el gutural dialecto local, era fácil de entender y él contestó con un nombre local, gracias al que se ganó otro segundo, mientras el avericio agarraba el águila y tiraba con la fuerza justa para arrancársela. Al estar en medio, la espada que estaba junto al cuello de Áquila se apartó lo suficiente para que él se moviera y su rodilla hizo contacto al mismo tiempo que su mano agarraba la muñeca del guerrero. Este abrió la boca dispuesto a gritar, pero Áquila puso una mano sobre su casco y tiró de él hacia arriba, usando su correa para empujar la cabeza del guerrero hacia atrás. Colocó su otra mano sobre la boca del celta, empujando sus dientes hacia abajo hasta que oyó romperse su mandíbula. Su oponente cayó de rodillas, ahora con el brazo de Áquila rodeando su tráquea, impidiendo la entrada de aire. Tirando del casco con la otra mano, tan despacio y en silencio como le era posible, Áquila lo estranguló.
Todo estaba despejado hasta el siguiente nivel y de una mirada supo todo lo que quería saber. Pudo ver a los romanos, unas diminutas figuras a lo lejos, pero visibles por su formación regular. El grupo de futuros esclavos, en medio de los dos destacamentos, formaba una masa desordenada, pero se movía al mismo ritmo que sus captores, en dirección a la salida del valle y la carretera de vuelta al campamento base. Toda la fértil meseta estaba salpicada de cadáveres de ganado; Ampronio mató todo lo que no se podía llevar. Las cabañas habían ardido fácilmente, pero de las ascuas aún ascendían tenues volutas de humo.
Los observó durante un par de minutos, evaluando el ritmo de su paso, y confirmó que la masa de las fuerzas atacantes estaba al otro lado de la garganta, lista para descender a toda prisa, antes de darse la vuelta y regresar a donde estaban esperándole sus hombres. Después de ordenar a los que estaban disfrazados que volvieran a ponerse los uniformes, él mismo se cambió, mientras intentaba acompasar el ritmo de los que marchaban con la imagen mental del paisaje que tenía en su mente.
– ¿Recibirá Ampronio el mensaje? -preguntó Fabio.
– Lo recibirá, pero lo que importa es lo que haga él después.
– ¿Y si no hace nada?
Áquila asintió.
– Tiene comida, agua y un lugar perfecto para presentar batalla, incluso aunque lo superen en número.
– Creo que deberíamos alejarnos.
– No te preocupes, Fabio. La mayoría de ellos están al otro lado del paso. Sólo hay unos pocos a este lado porque es demasiado empinado como para caer entre nuestros hombres cuando la trampa se cierre. Estaremos más seguros aquí arriba, y si ocurre lo peor, siempre podemos encontrar la manera de unirnos a Ampronio.
Encendieron las antorchas y después los haces de leña, que colocaron cerca de los caballos utilizando sus lanzas. Otros arrastraron más haces para bloquear el camino, para que los animales, si querían escapar de las llamas y el humo, sólo tuvieran un camino por el que huir. Tiraron de sus cuerdas y levantaron sus cascos acompañando el ruido de su temor hasta que Áquila gritó la orden y se cortaron las cuerdas. Quienes las cortaron tuvieron que moverse con tino, pues los animales, una vez liberados, salieron en masa alejándose de las llamas y de los gritos de los legionarios, directos a la elevación que llevaba a la ruta que atravesaba el valle.
Áquila tuvo que gritar sus órdenes para que lo oyeran por encima del ruido del estruendo de cascos, mientras sus legionarios corrían hacia las peñas a la izquierda del camino, de donde salía el camino hacia lo alto del escarpado barranco, que de inmediato empezaron a escalar. No había manera de que pudiera dirigirlos en aquellas rocas; cada hombre tenía que valerse por sí mismo y, si había juzgado correctamente el número de guerreros de aquel lado del desfiladero y si sus hombres luchaban bien, se harían con la parte alta del terreno. Si no, y si Ampronio Valerio no hacía nada, en su momento morirían a manos de una fuerza más numerosa.
Los caballos corrieron entre el estrechamiento de rocas como una sólida masa de carne que nada pudiese resistir, de forma que aquellos que habían tomado sus posiciones en el suelo de la garganta y no pudieron apartarse fueron arrollados o pisoteados. Una enorme polvareda se levantó detrás de los caballos llenando de polvo todo el desfiladero, y los avericios, que ya sabían que la sorpresa se había perdido, se pusieron en pie gritando, como si al llamar a sus caballos pudieran hacer que se detuviesen.
Ampronio, que marchaba a la cabeza de sus hombres, había oído el ruido de la estampida, que llegaba aumentado por la estrechez de las altas rocas. Soldados y esclavos se detuvieron sin necesidad de órdenes ni de llamadas a la disciplina romana cuando aparecieron los primeros animales en la boca de la salida. Las órdenes fueron automáticas, al tiempo que los legionarios formaban filas, con sus escudos levantados, dejando avenidas entre las unidades para que los caballos cargaran por ellas. Aquellos que habían sido capturados por los soldados, aturdidos por lo que les había pasado aquel día, se quedaron quietos. Algunos murieron bajo los cascos de los animales, pero con el creciente espacio que les proporcionaba el valle empezó el impulso de dispersar la estampida. Los caballos, ya bien lejos de las llamas, estaban empezando a correr en círculos. Ampronio, que ahora podía ver a los guerreros de las rocas que había sobre él, se volvió hacia el centurión que había reemplazado a Tulio y le dio una sola orden.
– Matad a los prisioneros restantes.
El sonido de hombres, mujeres y niños agonizando llegó a Áquila cuando este luchaba por subir la colina, pero sólo era el ruido de fondo para hombres que gritaban, choques de espadas y el estruendo de las armas que golpeaban sobre escudos de madera endurecida, todo lo cual rebotaba en forma de eco en las rocas que rodeaban cada enfrentamiento individual. Fabio estaba a su lado, avanzando trabajosamente, maldiciendo a los dioses, a Roma y a su «puñetero tío». En el valle, los ensangrentados romanos permanecían entre sus últimas víctimas, rematando a lanzadas a aquellos que aún daban alguna muestra de vida. Ampronio les ordenaba que se colocaran detrás de la masa de cadáveres y formaran cuando Áquila alcanzó la cima de su lado del barranco. Ahora que podía observar el valle, vio a Ampronio Valerio en posición defensiva tras un terraplén de cuerpos muertos, dispuesto a esperar en campo abierto para ver si lo atacaban.
Había juzgado bien; sus hombres superaban en número a los que estaban en su lado del desfiladero, que se habían apostado allí para arrojar rocas sobre los romanos. Y no sólo los superaban en número, pues eran los menos tenaces de los luchadores, guerreros mayores que se habían situado en una posición en la que podían ser de alguna ayuda. No esperaban combatir cuerpo a cuerpo con legionarios romanos endurecidos por las batallas, así que algunos intentaron rendirse, pero murieron igual que aquellos de sus camaradas que lucharon; en la colina no había espacio para hacer prisioneros.
De los setenta hombres con los que había empezado, llegaron a la cima unos sesenta. Áquila los puso en formación con los escudos juntos para presentar un aspecto lo más imponente posible, pero no fue esta demostración de fuerza lo que convenció al comandante enemigo para rendirse, fue la simple lógica. Las mismas mentes retorcidas que habían metido a Ampronio en aquella trampa le libraron de esta. Habían perdido el elemento sorpresa, sus caballos y la iniciativa. Los hombres de Áquila encontrarían una forma de unirse a los romanos del valle si eran atacados y la fuerza combinada de infantería se enfrentaría a ellos de cara en un punto en que su superioridad numérica sería inútil, especialmente a pie.
No era necesario ser un genio para adivinar que, era muy probable, enseguida habría refuerzos en camino, así que toda la tribu tendría que salir del área de acción de los romanos para evitar el castigo y que, si querían salvar algo, lo mejor era hacerlo a toda prisa. La noche se acercaba, así que Áquila formó a sus hombres en un círculo apretado, les dijo que racionaran su alimento y su agua, y después organizó las guardias. En realidad no durmió nadie, conscientes de que si los celtíberos iban a intentar algo para inclinar la balanza de su parte, sería aquí. Podían ver a sus camaradas acampados en el valle, casi olían la carne que se asaba en los espetones sobre los vacilantes fuegos y sabían que Ampronio, al no intentar ascender a las elevaciones de enfrente, les había dejado en la estacada, dispuesto a dejar que murieran antes que arriesgarse a asumir bajas entre sus propios soldados.
Los hombres de Ampronio se encontraban en un estado de máxima alerta y los fuegos ardieron toda la noche, hasta que por fin el negro cielo estrellado se tiñó de gris y la luz de los fuegos se desvaneció cuando el sol empezó a salir. La partida de Áquila, que había pasado toda la noche acurrucada en las rocas, sin apenas osar moverse, pudo por fin ponerse en pie y estirar las piernas. Todos miraron por encima del barranco hacia las rocas del otro lado para encontrarse con que estaban vacías; en silencio y a oscuras, el enemigo se había marchado, dejándoles con la victoria. Habrían lanzado vítores si no hubieran estado tan cansados.
Ampronio retrasó su marcha por el barranco hasta que el mensajero de Áquila le informó de que era seguro hacerlo. Detrás no dejaron más que devastación y un cielo lleno de buitres, que esperaban que aquellos intrusos desaparecieran para así poder atiborrarse con el montón de cadáveres. Áquila había hecho que sus hombres formaran a la manera de los desfiles, de espaldas a sus camaradas, que se aproximaban, hasta que Áquila dio la orden cuando estos estuvieron a su altura. Su manípulo rompió filas para que Ampronio Valerio pudiera marchar a través a la cabeza de sus tropas.
El tribuno buscó en vano a Tulio y cuando no pudo encontrarlo, no tardó mucho en darse cuenta de quién lo había salvado. La mirada de odio que dedicó a Áquila Terencio fue totalmente correspondida.
Quinto Cornelio miró la pila de adornos de oro y plata que yacía amontonada en el suelo de su tienda. Torques, gargantillas, petos y cascos finamente decorados. El resto de su personal permanecía alrededor en silencio, esperando la decisión de su general. Ampronio estaba firme delante de él, mientras que fuera esperaban Áquila y otros, igualmente en silencio. Como mínimo, el tribuno sería enviado de vuelta a Roma con deshonra: puede que su destino fuese la muerte, que era lo que merecía, pues había masacrado a los mordascios por nada más que por lucro personal.
Pero su general reflexionaba acerca de otras cosas. Estaba pensando en su padre; él era demasiado joven cuando Aulo había celebrado su triunfo, pero la escena de aquel acontecimiento permanecía tan viva en su mente como si hubiese ocurrido ayer. Nada significaba más que eso, el día en que toda Roma doblaba la rodilla, la cima más alta del éxito militar a la que un soldado podía llegar. Los valiosos objetos que había ante él no eran nada, en cantidad, comparados con aquellos que su padre tomó a los macedonios, pero brillaban de la misma manera y en su imaginación los veía en una alta pila, junto con las armas capturadas, en los carros de guerra ceremoniales.
Toda su vida Quinto había sentido que vivía a la sombra de otros hombres; primero su padre, después Lucio Falerio, como político más poderoso. Cuando regresara a Roma, como debería hacer, para asumir el liderazgo que Lucio le había legado, se haría con una herencia poco segura. Quería un triunfo propio, pues así podría emular a su padre y mejorar su posición. Nada más que eso desinflaría a aquellos que se oponían a su liderazgo; nadie se atrevería a cuestionar su supremacía en el Senado si él acabara de recorrer con su carro la Vía Triumphalis, especialmente con un triunfo conseguido en un terreno que había sido testigo de tantos fracasos.
Levantó la vista hacia Ampronio.
– ¿A cuántos mataste?
– A unos dos mil, mi general.
– ¿Y sólo porque los avericios te contaron que pretendían traicionarnos?
El tribuno parecía querer desaparecer o que se lo tragara la tierra apisonada del suelo de la tienda. Su rostro de huesos delicados estaba pálido y su labio superior estaba perlado de sudor. En su momento todo le había parecido tan sencillo y directo. Ahora que se había llegado a esto, la cuestión era que su vida estaba en peligro. Luchó por controlar el miedo en su voz y habló en voz alta.
– Estaba convencido de estar cumpliendo con mi deber.
Quinto lanzó una significativa mirada a la pila de objetos de oro. Sus ojos se deslizaron por el mar de rostros que tenía delante y todos los ojos que lo miraban fijamente se apartaron rápidamente de él. Podía castigar a Ampronio, pero, ¿qué conseguiría con eso? Nada, excepto que el padre del joven, que en el presente era su protegido, se convertiría en enemigo suyo de por vida. Pero tampoco podía pasarlo por alto; tenía que agradecérselo o castigarle. El sonido del desfile cabalgando por la Vía Triumphalis bien pudo sugerirle una respuesta. Tras pedir a todos que permanecieran allí, salió a hablar con los hombres que había enviado a reconocer el campamento avericio. Nadie pudo oír su conversación con el decurión al mando, pero el gesto de su rostro al regresar a su tienda convenció a quienes estaban observando de que Ampronio estaba a punto de ser condenado.
– ¡Traedme el mapa! -dijo bruscamente.
Los oficiales veteranos se apresuraron en obedecer; despejaron la mesa y extendieron el mapa para que el general lo examinara. Quinto dio unos pasos con la mirada baja, intentando tomar una decisión. Pocos alabarían que respaldara a Ampronio, pero poco importaba la buena opinión de aquellos hombres, puesto que todos le debían a él sus nombramientos. Era la impresión que causaría en Roma lo que importaba. Finalmente dejó de pasearse, desechó la idea de que sus enemigos se reirían y pronunció sus órdenes.
– Debemos destruir a los avericios y ellos no esperarán a que vayamos. He recibido información de que toda la tribu está en movimiento. -Hincó su dedo en el mapa-. Todas las unidades de la legión se reunirán aquí, en la cabeza del valle central. Quiero que la caballería salga en una hora. Necesito saber dónde están ahora los avericios, si es que se han detenido, y si no, hacia dónde se dirigen.
Las trompetas y cuernos que llamaron a las armas sorprendieron a Áquila; dejaron el campamento y estaban en marcha antes de mediodía. La caballería había salido unas horas antes, pero no antes sin contar a todo el que preguntó lo que iban a buscar.
– Se va a salir con la suya -dijo Fabio.
– Podría ser peor que eso -replicó Áquila.
– ¿Cómo?
Pero Áquila no se dejó llevar.
– ¡Espera y verás!
A Marcelo le preocupó el tiempo que tardaron sus hombres en estar listos, aunque muy en el fondo sabía que lo estaban haciendo bien. Sólo hacía una hora que la orden había llegado; tenía que unirse al general con todos los hombres de que dispusiera, pues Quinto quería estar seguro de que sin lugar a dudas superaría en número a su enemigo. El joven Falerio había trabajado duro para conseguir llevar a aquellos soldados hastiados y cínicos al punto en que podían considerarse aptos para la acción. Nunca antes había trabajado tanto ni dormido tan poco. No hubo discursos para animarlos sobre el poder y la majestad de la República, ni sobre la nobleza de servir en las legiones; lo había conseguido a base de puro ejemplo personal, simplemente presentando un reto. Marcelo no ordenaría a aquellos hombres que hicieran lo que no haría él, así que, lejos de llevar la vida regalada que se le ofrecía en lo que en realidad era una guarnición, había cavado zanjas, levantado terraplenes, marchado con y sin equipo; luchado con lanza, escudo, espada, puños y a pura fuerza bruta, gritando, animando y engatusando, hasta que el primer atisbo de entusiasmo regresó a la contrariada legión.
En cuanto ocurrió aquello, envió un despacho a Quinto en el que afirmaba que sus hombres sólo necesitaban combatir para volver a convertirse en una unidad de lucha preparada. ¿Acaso el cónsul estaba demasiado ocupado como para aceptar la invitación? Podía ser así si se tenía en cuenta que no se había acercado a verlo con sus propios ojos ni había ordenado que aquellos hombres se uniesen a él, como reemplazo de sus propias legiones, que ahora debían de estar hartas de tanta campaña. Las cosas empezaban a deteriorarse y Marcelo sentía que sus legionarios, con su entusiasmo, se le escurrían entre los dedos como arena fina. Con la esperanza de que un repentino cambio de opinión de Quinto llegara a tiempo, pasó por alto el insulto que implicaba ser ignorado y marchó, deseoso de entrar en su primera auténtica batalla.