Prólogo

Al día siguiente de haber matado a los cuatro griegos, Áquila Terencio dejó el pueblo de montaña de Beneventum bajando de las altas colinas de la Italia central hasta llegar a la llanura costera y a una verdadera carretera romana que lo llevaría hacia el norte. Obligado por la pobreza a caminar y a cazar su comida, tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre los últimos acontecimientos de su vida: la experiencia de Sicilia, a donde llegó como un niño y de donde salió como un hombre; su participación en la reciente revuelta de esclavos: el dilema de un romano en lucha contra los suyos; la forma en que su viejo amigo y mentor había sido sacrificado por los hombres en los que él se había tomado su sangrienta revancha la noche anterior. Estos habían traicionado la revuelta que encabezaban y abandonaron su ejército de esclavos a la venganza romana, y los esclavos maltratados, hombres, mujeres y niños, fueron devueltos en manada al agotador trabajo en las granjas de las que habían salido. Era duro verlos como lo que habían sido hacía poco, un poderoso ejército tan grande como para hacer temblar a Roma.

El cuarteto de griegos traidores, antaño esclavos, había estado solazándose en su lujosa villa de lo alto de la colina, bajo protección de los guardias locales, ahora con esclavos propios que los atendían. La larga escalera que él había construido para entrar y salir de la villa se había hecho pedazos; las tiras de corteza empleadas para atar los travesaños al largo poste central se habían convertido en yesca; los listones de madera que había tallado de ramas de árboles, en leña para mantenerlo caliente el resto de la noche. Nadie le había visto entrar ni salir y había matado, rápido y en absoluto silencio, a tres de los renegados; primero al cabecilla, cortándole la lengua, pues esa había sido el arma que había elegido para inspirar y, después, traicionar. De los otros, dos eran unos don nadies, perritos falderos de su jefe, pero el cuarto, llamado Penteo, merecía un trato especial.

Había estado presente en la muerte de Gadoric, el guerrero celta al que Áquila veía como padre putativo, que había muerto como habría deseado, cargando contra sus enemigos romanos en un combate que no podía ganar: el camino al paraíso para alguien de su religión. Fue una triple venganza; Penteo también había asesinado a Didio Flaco, el ex centurión que había llevado a Áquila por primera vez a Sicilia, y a Foebe, la chica con la que había tenido una relación, que se había consumido entre las llamas del caserío de Flaco.

Penteo murió muy despacio y con la lujosa ropa que llevaba al ser arrastrado fuera de la cama embutida en la boca. Id cuchillo del chico se había cebado sin descanso en su cuerpo, regodeándose en aquellos ojos llenos de dolor. Al final, Áquila le había rebanado manos y pies mientras aún vivía, haciéndole a Penteo lo que él le había hecho a Flaco. Se deshizo del cuerpo roto como había hecho con los otros, llevándolos hasta las altas terrazas y arrojándolos al barranco y a las rápidas aguas del río que corría abajo. Antes de eso, y empleando la sangre brillante y roja de aquellos, había dibujado en cada una de las paredes la imagen que lo distinguía, igual a la del talismán de oro que llevaba al cuello, la silueta de un águila al vuelo.

A veces, al mismo tiempo que caminaba, se preguntaba si tenía algún futuro, pero al tomar aquel objeto en la mano, se sentía invadido por una extraña sensación. Le habían dicho que aquello era su destino, pero, ¿serían ciertas las predicciones? Ahora sólo tenía un lugar al que ir y quizá la respuesta que buscaba se encontrara allí, en el centro de su mundo: la ciudad de Roma.

Le resultó imposible pasar de largo por el único lugar al que una vez había llamado hogar; allí no quedaba nada en pie, pero era el lugar donde antes había estado la cabaña de sus padres adoptivos. La familiaridad quedaba atenuada por la extraña sensación de que todo parecía más pequeño que en sus recuerdos; el arroyo en el que había aprendido a nadar, que desembocaba en el río Liris, los árboles de los bosques cercanos, incluso la distancia entre la choza y la bulliciosa Vía Apia, a media legua. Sólo las montañas del este parecían las mismas; se alzaban a distintas alturas, cubiertas de densos bosques, y la más alta de todas era aquel volcán extinto de extraña silueta con la cima en forma de copa votiva.

Allí parado, Áquila casi podía oír la voz de Fúlmina reprendiendo con frecuencia a su marido Clodio. Fue ella quien hizo las profecías de grandeza, con una fe que él nunca había podido compartir; ¿cómo iba a poder cumplir él, hijo de unos simples campesinos, lo que ella había predicho? No había sabido la verdad hasta el día que ella murió; le habían llevado allí siendo un recién nacido que había sido abandonado, el día del festival de la diosa Lupercalia, en los bosques cercanos para que muriera.

Clodio, que de vez en cuando se emborrachaba y siempre estaba en la afilada punta de la lengua de su mujer, estaba durmiendo la borrachera. Lo despertó el llanto del bebé hambriento y él se lo llevó a casa, a su mujer, pues sabía que así atenuaría su enfado. En su tobillo estaba el amuleto que ahora llevaba colgado al cuello, un recordatorio de que al menos uno de sus verdaderos padres quería que viviese. De haberlo vendido, podrían haber vivido con cierto desahogo y Clodio habría evitado tener que servir, y al final morir, en las legiones; pero también le recordaba que ellos nunca hablaron del poder que sintió Fúlmina ni de los sueños que habían surgido con solo tocar el amuleto.

Al deambular por la región surgieron otros recuerdos, como el del día que conoció a Gadoric, un esclavo que se hacía pasar por pastor corto de entendederas; o el perro Minca, muerto ya hacía tiempo, grande y fiero para el extraño, pero manso como un cordero para su amigo. La choza del pastor aún estaba en pie, ocupada ahora por otro, justo al borde del campo donde el celta le había enseñado a luchar con una espada de madera, a disparar flechas sin punta y, mas que nada, a usar la lanza que todavía llevaba, que Gadoric había robado a los guardias de su amo, Casio Barbino, aquel senador obeso.

La tierra por la que caminaba pertenecía a Casio Barbino; Sosia, la muchacha esclava con la que había disfrutado un tierno romance de infancia, había pertenecido a Barbino. Didio Flaco, el ex centurión que se lo había llevado a Sicilia, trabajaba para Barbino. Áquila había vivido con Flaco y su guardia de rufianes en las granjas que el gordo senador tenía en Sicilia y por eso había presenciado, sin quererlo, el cruel trato que recibían los esclavos en nombre del beneficio. Aquel hombre había cobrado gran importancia en su vida y allí estaba él ahora, en los bosques donde se encontraba la cisterna que alimentaba fuentes y baños de la villa de Barbino, al borde de las lágrimas al contemplar la vida sin todas las personas que poblaban sus recuerdos.

Sintió la tentación de visitar la granja de Dabo, donde fue a vivir tras la muerte de Fúlmina, pero no era un lugar de grato recuerdo. Había odiado a Dabo por la manera en que había engañado al alegre y corto Clodio para que lo sustituyera cuando lo convocaron para un segundo periodo en las legiones y que así él pudiera quedarse en casa y enriquecerse. ¿Viviría aún aquel viejo cabrón de Dabo o estaría su granja en manos de sus hijos, Anio y Rufurio, aquellos chicos con los que solía pelearse todo el rato?

Al reconocerlo, los viejos vecinos le contaron, sin un asomo de pena, que Piscio había muerto: Anio Dabo, su hijo mayor y matón de nacimiento, era dueño de la granja, ahora una finca de ganado, mientras que Rufurio, que al menos había intentado ser simpático con el huérfano Áquila, no tenía nada y ya no andaba por los alrededores. Le contaron también que había una herencia esperándole en Aprilium, donación de un general llamado Aulo Cornelio Macedónico, que había muerto comandando una cohorte de la Décima Legión en el paso de Thralaxas, en Illyricum, una ayuda económica para los familiares de sus legionarios caídos, uno de los cuales era Clodio.

Tras demostrar su identidad con los sacerdotes del templo, y como ya no quedaba nada para él en el lugar en que había crecido, volvió a la Vía Apia y siguió su camino hacia el norte.


En la Colina Palatina, Marcelo Falerio regresaba a una casa que, sin su padre, parecía vacía. Desde que tenía memoria, el espacioso atrio había estado lleno de solicitantes en busca de los favores del político más poderoso de Roma, el líder de los optimates: ahora tenía un aire deprimente. Los esclavos de la familia, que normalmente se ocupaban de atender a los solicitantes, ahora estaban ociosos en sus aposentos por el luto, y no cabía duda de que alguno estaría rezando a sus dioses para que en el testamento de su difunto amo se le concediese la libertad. Resultaba exasperante que hubiera muerto en la cumbre de su carrera, tras haber sofocado una revuelta de esclavos en Sicilia sin combatirla con legiones, como era la norma, sino mediante la pura astucia.

Además de eso, en lugar de llenar las cunetas de las carreteras de rebeldes crucificados, los había devuelto al trabajo en las granjas de las que habían escapado, ahorrando así una fortuna a sus amos, sus compañeros en el Senado, y asegurando también la nueva cosecha a la ciudad. De haber regresado con vida, habría sido vitoreado como un general victorioso por haber derrotado a un enemigo, el hambre, al que Roma temía más que a ningún otro. En vez de esto, había muerto en un charco de sangre que parecía manar de todos los orificios de su cuerpo, mientras su hijo, entre lágrimas, sujetaba una mano que poco a poco rendía sus fuerzas.

El estudio en el que trabajaba tenía el mismo ambiente desnudo, y Marcelo se sentó en la silla curul preguntándose cuál sería su siguiente paso. La presencia de su padre en su vida, así como en las vidas de muchos otros, había sido tan autoritaria, que la ausencia de su aura era casi palpable. Cualquiera que contase para algo en Roma asistiría a las ceremonias que señalaban su fallecimiento, aunque pocos lo harían movidos por amor hacia él. Es más, algunos de los que decían estar afligidos se presentarían sin duda para asegurarse de que su muerte no era una artimaña para pillarlos desprevenidos: Lucio Falerio Nerva había sido el azote de aquellos que, gozando de una buena posición, habían caído por debajo de lo que él consideraba las normas de comportamiento de la clase patricia. Había sido más temido que amado, y el único principio por el que se había guiado habían sido las necesidades de la República a la que tan desinteresadamente servía; de hecho, había dedicado toda su vida a Roma y a la protección de sus lejanas fronteras. El joven podía oír ahora el eco de voz que le reprendía.

– ¡Roma primero y siempre, Marcelo! Júrame que siempre pondrás a Roma por delante de todo.

– Sí, padre -dijo él en voz alta, esperando que el espíritu paterno lo oyese.

Levantó el trozo de papiro en el que había dibujado una imagen de los muros de aquella villa de Beneventum que habían recibido como regalo los cuatro cabecillas de la revuelta de esclavos sicilianos, hombres a los que Lucio había corrompido y sobornado para que traicionaran a su gente ante la perspectiva de una vida de lujo y comodidad. No habían tenido tiempo de disfrutar del engaño: alguien se había vengado y los había matado del modo más sanguinario, y había dejado en las paredes de cada habitación aquel perfil, el dibujo de un águila al vuelo, sólo que el color rojo del original había sido de sangre, no de tinta.

¿Por qué la mera visión de aquella imagen había aterrorizado a su padre? Al verlo, había pedido su litera en un evidente ataque de pánico e hizo un esfuerzo por volver a Roma, quizá en busca de la intercesión de Júpiter Máximo. Había sido en vano: Lucio Falerio, senador superior de Roma, murió como un cualquiera en la Vía Apia, a varias leguas de la ciudad a la que reverenciaba, ignorado, al igual que su hijo bañado en lágrimas, por quienes pasaban por allí, por los ciudadanos para quienes había trabajado tanto y tan duramente.

Dejaba un legado poderoso. No era una gran riqueza; Lucio había dedicado demasiado tiempo al cuidado de Roma y su Imperio como para amasar una fortuna, aunque el muchacho quedaba en una situación cómoda y tenía la perspectiva de un matrimonio que le aportaría una sólida dote. La verdadera herencia era política; como hijo de un hombre tan influyente -con una lista de protegidos demasiado larga como para contarlos-, podía esperar heredar algo de su autoridad. No toda, pues era demasiado joven para eso, pero la suficiente como para dejar su huella en el mundo. Y este era el momento de averiguar cuál era su poder.

Antes de que partieran en aquel fatídico viaje a Sicilia, Lucio había guardado en arcas bajo llave muchos de sus rollos más confidenciales, para que fueran depositados en la bodega. En aquellos recipientes de madera estaba todo lo que necesitaba Marcelo para asumir su posición en el mundo. Bajó con una lámpara por los escalones de piedra desgastada en lugar de subir los cofres al estudio de su padre. Aquello hizo que se detuviera: tuvo que recordarse que ahora el estudio era suyo; él era el cabeza de familia. Había pasado un momento incómodo en el foro, adonde había acudido a anunciar su pérdida, cuando Apio Claudio, el hombre más rico de Roma, le había recordado las obligaciones que tenía con su hija.

Aquello, más que nada, sirvió para que Marcelo se diese cuenta de que ahora era dueño de su propio destino. También subrayaba su potencial; Apio Claudio aún consideraba deseable aquel compromiso. Pero, dado que sus preferencias estaban en otra parte, ¿lo consideraba él de la misma manera? Desde que vistió su toga de adulto se había sentido atraído por Valeria Trebonia, pero toda la familia de los Trebonios estaba fuera de Roma, por lo que aún no había resuelto aquel asunto. Una vez había sugerido a su padre que debería casarse con Valeria, sólo para que su idea fuese puesta en ridículo. Para un Falerio, que podía seguir el rastro del nombre de su familia hasta antes de los reyes Tarquinios, los Trebonios eran unos arribistas que acababan de ascender hacía muy poco y eran indignos de merecer tal unión.

Pero eso era algo para pensar más tarde; ahora era el momento de examinar su herencia. Después de todo un reloj de arena, se sentó entre rollos preguntándose cómo había vivido todos esos años con su padre sin llegar a conocerlo de verdad. Cada rollo le hacía sentir vergüenza; contenían datos personales, ninguno de ellos favorecedor, de toda las personas a las que Lucio había llamado amigos y protegidos. Detalles sobre escándalos financieros y sexuales, qué esposa se había entregado a unas relaciones adúlteras, con los nombres de los hombres implicados, a menudo más de uno, senadores y caballeros que habían robado con descaro al erario público, que habían acaparado productos escasos o que se habían dedicado a una rapacidad denunciable mientras gobernaban las provincias del Imperio.

En uno había un poema y, marcados en una esquina, aparecían los nombres de Sibila y Aulo, que debía de referirse a un oráculo y a Aulo Cornelio, amigo de infancia de su padre, mientras que el resto tenía montones de notas garabateadas. No sacó ningún sentido de su lectura.


Uno someterá a un poderoso enemigo, el otro luchará para salvar el prestigio de Roma.

Ninguno alcanzará su objetivo.

Mirad hacia arriba si os atrevéis, aunque lo que teméis no puede volar.

Ambos os enfrentaréis a ello antes de morir.


Había un sorprendente número de rollos relacionados con la familia de los Cornelios que Marcelo desplegó a su pesar. No podía creer que, guardados bajo llave, contuvieran elogios del amigo de toda la vida de su padre. Para él, Aulo Cornelio había sido la misma encarnación de la virtud romana, un general victorioso no una sino dos veces; un soldado entre soldados reverenciado por los hombres a los que comandaba; alto, apuesto, de noble frente, fue la personificación del imperium romano. Unido a su padre por un juramento de sangre hecho en su juventud, Aulo y Lucio habían sido como hermanos, hasta que sucedió algo que arruinó su mutua amistad. Marcelo entendió ahora cómo y cuándo se había fracturado aquel profundo compañerismo.

No podía ser sólo el hecho de que Aulo no hubiese asistido al nacimiento de Marcelo -que, por cierto, era un grave incumplimiento de sus obligaciones, pero, ¿tan grave como para amenazar la amistad de toda una vida?-. Al leer, la razón de aquella ausencia le sobresaltó. Durante una campaña militar en Hispania para luchar contra un caudillo rebelde llamado Breno, la segunda esposa de Aulo, veinte años mas joven que él, había sido capturada por los celtíberos. Tras dos estaciones de dura lucha, la habían recuperado y cuando la descubrieron, se encontraron con que estaba encinta. Aulo no había asistido a su nacimiento porque estaba pendiente del nacimiento del bastardo de su mujer, hecho que había desenterrado un espía nubio, un esclavo que Lucio había colocado en casa de su viejo amigo.

Había bastantes indicios para pensar que el niño había sido abandonado, cosa perfectamente natural, si bien otros maridos patricios habrían matado a sus propias esposas antes que arriesgarse a caer en la deshonra. Más interesante era la información que había facilitado el esclavo, que indicaba que la dama Claudia se atormentaba por la localización de aquel niño abandonado y que, de hecho, lo andaba buscando como si tuviese la esperanza de encontrarlo con vida, un extraño comportamiento cuando cualquier persona sensata habría hecho lo que hubiera podido para dejar atrás un acontecimiento tan deshonroso.

Marcelo apenas conocía a Claudia Cornelia y al principio se preguntó cómo era que su infamia, aquellas pruebas de su falta, encajaba en aquellas arcas. Entonces cayó en la cuenta; habría sido un arma para utilizar contra Aulo, e incluso aunque Claudia sólo fuera la madrastra de Quinto Cornelio, aquello serviría como instrumento para avergonzar al hijo mayor de la familia de los Cornelios, un hombre al que Lucio estaba preparando para que alcanzase una posición de poder, y al que había designado para que mantuviera las cosas en orden hasta que Marcelo pudiese hacerse cargo. Cualquier alejamiento de su obligación haría que el rollo saliese a la luz, lo que arruinaría el nombre de la familia en un mundo en el que se consideraba que nada era más importante.

Su padre le había dicho que lo que encontraría no sería de su agrado y, como siempre, Lucio había acertado, pero, ¿qué tenía que hacer? Podía llamar a aquellas personas para que fueran a verlo, de una en una, y entregarles los rollos que les pertenecían, pero entonces sabrían que los había leído. Sería sólo cuestión de tiempo que la ciudad se llenara de cotilleos, lo que dañaría la reputación de su padre y, por asociación, la suya. Lo mejor sería quemar todo el lote, idea que le parecía larga y penosa, pues sabía que hacerlo con prisas sería un error. Era evidente que algunos de los crímenes allí consignados merecían castigo. Y si no podía quemarlos todos, ¿cuáles debería conservar?

Marcelo volvió a colocar cuidadosamente los rollos en su sitio. El último fajo que tuvo en la mano se refería al gobernador de Illyricum, Vegecio Flámino, que acababa de regresar, con una lista de pruebas que Aulo Cornelio, a la cabeza de una comisión senatorial, había reunido contra él durante la reciente rebelión. Había incluso una narración real de la campaña: el número de muertos, no todos ellos combatientes enemigos, que impugnaban el triunfo de Flámino; su rapacidad venal como gobernador y, al final, un informe de un centurión retirado, llamado Didio Flaco, que relataba cómo había abandonado Vegecio, aun sabiendo que estaban aislados, a Aulo y a los hombres que este comandaba para dejarlos morir en el paso de Thralaxas. Había material suficiente no sólo para imputar a aquel hombre, sino para verlo linchado y arrojado desde la Roca Tarpeya.

Guardó el último rollo y volvió a cerrar el col re de madera antes de regresar al estudio, para encontrar allí al administrador de su padre, que esperaba con los últimos informes llegados de las fronteras y le preguntó qué debería hacer con ellos ahora que Lucio había muerto. Esa correspondencia no era para sus jóvenes ojos; en realidad, se trataba de comunicados consulares que llegaban a su padre porque era tan poderoso como para ascender o derribar a aquellos que los habían escrito. A pesar de todo, Marcelo les echó un vistazo; la mitad de ellos daban noticias de que había más problemas en la frontera que Roma compartía con el Imperio de Partía.

Había un poco de cada provincia y potencial punto de conflicto, y Marcelo sabía que en los estantes que llenaban las paredes del estudio se acumulaban años de correspondencia relacionada con todo asunto de importancia para el Imperio. Las luchas fratricidas en África, los sobornos necesarios para mantener a raya a varias tribus al norte de la Galia Cisalpina y un informe positivo de Illyricum, hace muy poco sede de una revuelta. Se detuvo al llegar a un despacho del cónsul sénior en Hispania, Servio Cepio. Después de leerlo, Marcelo decidió que le disgustaba su contenido. Como el cofre de la bodega, contenía pruebas de que su padre no sólo había aprobado, sino también animado el asesinato. Daba igual que fuera un bárbaro llamado Breno el que había sido señalado para morir. Para él, Roma debía combatir a semejantes personas, no intentar engatusar a celtas renegados para que las asesinaran.

Había otro rollo acerca del tal Breno en los cofres de abajo, viejos informes de Aulo Cornelio, el hombre que lo había combatido en primer lugar, así como del hijo pequeño de Aulo, Tito, escritos muchos años después. Describían a un hombre de gran estatura y cabello dorado, un chamán druídico de las nebulosas tierras del norte, sencillo en su vestimenta, pero de personalidad dominante. Había una sola cosa que realmente lo distinguía, un adorno que llevaba en el cuello, de oro, con forma de águila al vuelo. Por un momento la mente de Marcelo voló a aquella imagen que tanto había aterrorizado a su padre, que había servido para él como una especie de heraldo de la muerte. La idea de que estuviesen conectadas era demasiado extravagante: el dueño de aquella baratija estaba en Hispania, mientras que su padre estaba entonces cerca de Neápolis. De Breno decían que era un poderoso chamán, no que tuviese poder a tanta distancia.

Le dijo a un esclavo que enviara esos rollos al foro y, ya solo, pensó en visitar el altar de la familia para decir unas oraciones por el alma de su padre, lo que le recordó que tenía que encargar una máscara mortuoria para colocarla con todas las de sus otros antepasados. Pero se sentía solo; quería estar a gusto, así que antes de ir a rezar, Marcelo fue a visitar el cuarto del mejor regalo que le había hecho nunca su padre, la esclava Sosia, que se parecía tanto a Valeria Trebonia que podrían ser gemelas.

Y a diferencia de Valeria, Sosia era de su propiedad, por lo que podía hacer con ella lo que quisiera.

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