Capítulo Dos

Servio Cepio tuvo el buen talante de admitir que él no era un soldado, lo que no le granjeó más que gratitud de aquellos jóvenes oficiales que había heredado al asumir el mando en Hispania. Más de un cónsul de servicio, recién llegado de Roma, compartía aquel defecto, pero no lo veía; con sólo doce meses de servicio, estaban impacientes por poner a sus tropas en acción y los elegidos por aquellos mismos cónsules eran los cuestores y los legados, puesto que eran oficiales veteranos, y era extraño que alguien buscara poner freno a sus ambiciones. En el pasado, había sido inevitable que esto supusiera el sacrificio de bastantes vidas -romanas, de auxiliares y de nativos reclutados a la fuerza- por el simple propósito de la reputación senatorial. Pequeño de complexión y de rasgos astutos, Servio era lo que parecía, un intrigante nato, un hombre que había trepado hasta destacar gracias a su servil adhesión a la causa de los privilegios senatoriales, como exponía Lucio Falerio Nerva.

Fuese guerrero o no, sus cohortes estarían obligadas a luchar en más de una escaramuza, pues la frontera nunca estaba realmente en paz, aunque él hacía todo lo que podía por mantener el conflicto dentro de unos límites. Esta sensible aproximación no tenía nada que ver con la modestia. Servio Cepio ansiaba el éxito militar con tanto apasionamiento como cualquiera de sus iguales. Era aquello a lo que se enfrentaba, sumado a lo que tenía a su disposición, lo que inducía su precaución; eso y las instrucciones de Lucio Falerio que había traído consigo.

Su mentor se había equivocado al juzgar al principal caudillo celtíbero. Desde luego que Lucio veía a Breno como una plaga, pero una que podría ser contenida como lo había sido durante la primera campaña comandada por Aulo Cornelio. Dejemos que se esconda en el interior con sus fantasías sobre la destrucción de Roma y que se ponga a la cabeza de alguna gran confederación celta. Aquello podría haber sucedido antes, pero Lucio Falerio insistía en que Roma era ya demasiado grande para ocuparse de semejante nadería, aparte de la naturaleza fragmentaria de la bestia que Breno intentaba reunir. Dos celtas nunca se ponían de acuerdo sobre nada; puede que hubiera millones, pero Roma era homogénea y ellos tendían a la dispersión.

Pero ahora, ante la presencia física de Breno, parecía más peligroso de lo que aparentaba en el estudio de Lucio. Derrotado muchos años antes por Aulo Cornelio, se había retirado a lamerse las heridas, pero había regresado para vengarse tras tomar el poder en la tribu de los duncanes y hacerse con el fuerte de Numancia, en las colinas. Su usurpación había sido sangrienta; tras casarse con Cara, la hija favorita del viejo caudillo, Breno, que antes había sido un druida obligado al celibato, rompió su voto. Pero también rompió mediante amenazas, espada y asesinatos secretos la resistencia de cualquiera que se interpusiera en su camino. Después había atacado a las tribus vecinas, recuperando las tierras que estas habían robado, con el paso de los años, a un caudillo anciano y más interesado en el vino y la fornicación que en la defensa de su patrimonio.

Su siguiente victoria fue convertir una fortaleza natural favorecida por el terreno -altos despeñaderos, declives naturales, una fértil meseta y constante suministro de agua-, un lugar en el que se había dejado que las murallas construidas llegasen casi a la ruina, en el bastión más sobrecogedor de toda la península Ibérica. Numancia proporcionaba seguridad en una tierra conflictiva, por lo que la gente de paso se había asentado allí en multitud, transformando aquel fuerte sobre la colina en una bulliciosa ciudad; no sólo se había convertido en un lugar que defender, sino también en una base desde la que atacar Roma. Año tras año, Breno se iba haciendo más fuerte, con más hombres con los que llevar a cabo su intentona y menos vecinos con capacidad para hacer frente a sus deseos. Cuando los caudillos lo intentaban, Breno sobornaba a sus guerreros más jóvenes, insistiendo en su visión, animándolos para que atacaran las provincias costeras de Roma, con el objeto de mantener la frontera en llamas.

A Servio, su propia naturaleza taimada le permitía ver nítidamente las tentaciones que el hombre ofrecía con una clara intención, y la conclusión más evidente era que la paciencia, como política, podría demostrarse impracticable. Breno era listo, un hombre que ponía ante los codiciosos ojos de los romanos la zanahoria de la oportunidad, la tentadora perspectiva de una victoria lo bastante grande como para que el ganador consiguiese un triunfo que igualara cualquiera de los anteriores. Numancia, su fortaleza sobre la colina, podía ser casi impenetrable, pero había otras menos formidables y, por tanto, más tentadoras -Pallentia, en medio del camino a Numancia entre la llanura costera y el profundo interior, era una de ellas. Breno dejaba que se supiera que un ataque a esta fortaleza le haría salir a defenderla, creando así la perspectiva de que, en campo abierto, podría ser derrotado por la superior disciplina romana. Había un error obvio en este sueño de gloria: podría ser Breno quien ganara, lo que dejaría toda Hispania a su merced. ¿Qué haría entonces?

Servio Cepio, que no estaba preparado para arriesgarse a una derrota, a una posible muerte y, como poco, a la deshonra segura, había hecho suya la idea de Lucio de que, si otros métodos fallaban, habría que asesinar a Breno y lo preferible era que lo hiciera alguien que no pudiera hacerse cargo de su sucesión. Esto conduciría a la ruptura de la confederación de tribus que Breno ya dominaba y, a su vez, haría que estas volvieran a guerrear unas con otras en vez de hacerlo contra Roma, lo que traería la paz a la frontera. Que se pelearan lo que quisieran por sus montañas y valles.

Una de las bazas vitales para un buen intrigante es la capacidad de escuchar, pues solo al hacerlo puede encontrar la debilidad de su oponente. Servio escuchó a los centuriones que habían estado destinados en Hispania durante años, e hizo igual con aquellos celtas que buscaban protección y paz con Roma. El gobernador era paciente con aquellos caudillos protegidos y conseguía sacar perlas de información de entre la fanfarronería endémica de aquellos celtas, pero sobre todo cortejaba a los griegos, quienes, puesto que eran comerciantes, por necesidad habían de tener una visión más amplia. Los dos que ahora estaban sentados con él tenían mucho que contar.

Como raza, los romanos tenían un agudo e inmediato sentido de su propia historia; para ellos, Aníbal, el general cartaginés que había aniquilado dos ejércitos romanos y arrasado toda Italia, no era un recuerdo del pasado, sino de ayer. El saqueo de Roma a manos de tribus celtas, bajo las órdenes de otro Breno, unos doscientos años antes de la invasión de Aníbal, parecía haber ocurrido la semana anterior. Aquellos comerciantes griegos lo sabían, y obtenían cierto placer al asegurar que la amenaza que representaba Breno parecía real.

Tras sus palabras cargadas de fatalidad, Servio Cepio notó las insinuaciones de avaricia que buscaba. Necesitaba el conocimiento de aquellos hombres que recorrían con regularidad el camino entre Emphorae y Numancia, hombres que podían proporcionarle una imagen de la vida en la fortaleza; que podían describir al detalle los hábitos y las esperanzas de aquellos que destacaban, quizá los guerreros que en el presente estaban a la sombra de Breno. Pero no hablarían a cambio de nada, y él era reacio a ofrecer abiertamente un soborno, porque con oro de por medio ellos le contarían lo que él quisiera oír. Necesitaba tentarlos para que hablaran y si fuera posible, hacerlo sin pagarles ni un as de cobre.

– Ningún romano puede acercarse a Numancia con la esperanza de conservar su cabeza -dijo-, pero deseamos poner fin a esta agitación constante, así que debo encontrar una manera de aproximarme a Breno. Si puedo entablar un diálogo, quién sabe qué podría surgir de ahí.

– La paz -replicó sentencioso uno de los griegos-, y de las bendiciones que conlleva llegaría la prosperidad.

Servio lo miró a los ojos.

– Quienes consigan algo podrían exigir su propia recompensa.

– Como bien dice, excelencia, no será un romano y tampoco, me temo, se podría encargar la tarea a un celta.

– Breno sospecha de los de su propia raza -dijo el segundo comerciante griego-. Un hombre con semejante poder tiene que sospechar de todo el mundo.

– Naturalmente.

Ante tal reconocimiento, los dos comerciantes se animaron; Breno los había tratado bien y tenían buenas razones para creer que volverían a ser bienvenidos en Numancia, y así lo dijeron. Sin rubor, propusieron servir de enviados, sin olvidarse de añadir que carecían de los fondos para hacer un viaje, con motivo de esa misión, por sí solos.

– Un enviado mío no podría viajar de ninguna manera que hiciera quedar mal a la República -dijo Servio con franqueza, mientras su corazón entraba en calor por el brillo de la avaricia que esto produjo-. Aun así me pregunto si es dinero bien gastado. Todo lo que me habéis contado me hace dudar de si daría la bienvenida a mis intentos de acercamiento. -El resultado de este cubo de agua fría y realidad casi levantó una carcajada por el dramatismo con el que aquellas dos caras se alargaron; les había permitido vislumbrar una riqueza considerable y, después, la había retirado con elegancia-. Esto es lo que me preocupa: que sin que sea culpa de nadie, se usen las palabras que matarán cualquier esperanza de diálogo antes de que este empiece.

– Cierto es que esto requiere destreza, excelencia.

– También requiere conocimiento. Puede que en Numancia haya otros, gente a la que os podáis acercar en un principio, que tenga la clave de su manera de pensar. Gente cercana a Breno que quizá podría convencerlo de que escuchase.

Hablaron ilusionados, sin darse cuenta de que mientras buscaban impresionar a aquel cónsul romano, se habían alejado de su verdadero propósito. En cualquier situación en la que existe poder, bien lo sabía Servio, siempre habría alguien que quisiera usurparlo y la primera acción de esta persona sería hablar con otros, aludiendo a los pequeños puntos en que aquellos estaban en desacuerdo con su líder. Cuando se despidió de ellos, ya tenía los nombres de al menos diez guerreros, unos, miembros del cuerpo de guardia personal de Breno, otros, primos de su mujer, que encajaban en aquella categoría. Uno de ellos podía estar preparado para traicionarlo a cambio de la oportunidad de incrementar sus posibilidades de gobernar a los duncanes.

Poco dado a jugárselo todo a una misma carta, Servio leía con avidez, absorbiendo la masa de información ya reunida, que iba desde los viejos informes de Aulo a los más recientes de Tito Cornelio. Sabía más de Breno que cualquier otro romano, por lo que, de ser un mero nombre, aquel hombre empezaba a tomar la forma apropiada. Vertebraba todo aquello su idea obsesiva sobre la destrucción del Imperio Romano, para reemplazarlo, no cabía duda, por uno celta con él a la cabeza, y físicamente parecía tener la estatura para conseguir lo que ambicionaba.

Al parecer, Breno había envejecido bien estos últimos diecisiete años. Sacaba más de una cabeza a sus compañeros celtas; su cabello, que llevaba largo, era ahora plateado, con algunos matices de oro en las puntas. Pese a todo su poder y prestigio, vestía con sencillez; los ornatos exteriores correspondientes a su elevado estatus no significaban nada para él, aunque ningún informe dejaba de mencionar su único adorno, un talismán de oro que llevaba al cuello con la figura de un águila al vuelo. Muchos se dirigían a él como si ya fuera un rey y existían bastantes razones que potenciaban tal consideración, de las que el tamaño de su familia no era la menos importante. Demasiado poderoso como para que lo limitaran las convenciones, había tomado varias concubinas, si bien aún reconocía a Cara como su esposa. Dada su propia potencia, y la de sus mujeres, su familia más cercana había aumentado hasta el punto de que contaba con veintiséis miembros en su familia. A un observador externo le habría parecido que Breno ya no podía esperar nada más, pero a cualquiera que estuviese lo bastante cerca de él enseguida le parecía un hombre profundamente frustrado. Con el tiempo y el éxito, el peso de su frustración había crecido, en lugar de disminuir, hasta el punto de que el simple nombre de «Roma» era suficiente, en apariencia, para sumirlo en una ira creciente.

¿Así que era un poderoso caudillo que preocupaba a sus vecinos y que estaba a la cabeza de un enorme y variado grupo familiar? Se hacía más poderoso cada año, por lo que podía volverse incontrolable, una amenaza para la República, tan peligroso como sugerían sus ideas. En el presente, Servio no tenía ni la fuerza para atacarlo ni la intención de hacerlo, y puesto que tenía instrucciones claras sobre el procedimiento adecuado que debía seguir, nada le tentaba para dirigirse a Roma señalando los peligros y exigiendo legiones de refuerzo. Nada cambió al llegar la noticia de la muerte de Lucio Falerio; había que hacer un intento de neutralizar a aquel enemigo bárbaro.

La información que sacó de los comerciantes griegos le proporcionaba una buena oportunidad, un celta llamado Luekon que había insinuado cierta envidia hacia Breno, por parte de quienes estaban a su alrededor, y con la ambición necesaria. Pariente lejano de Cara, Luekon podía moverse con libertad dentro de la órbita que dominaba Breno, pero primero se requerirían sus servicios para que actuara como mensajero, porque había una segunda posibilidad. El primer encargo de Luekon sería contactar con Masugori, el cabecilla más cercano a Breno. Este gobernaba a los bregones y era una gran promesa, pues había firmado un verdadero tratado de paz con Aulo Cornelio Macedónico y lo había respetado todos aquellos años, sin alinearse con Breno ni tomar las armas contra Roma. Sin embargo, debía de ser vulnerable al constante aumento de poder de su vecino; ¿se daba cuenta Masugori de que llegaría un momento en que la incapacidad para enfrentarse a Breno podía significar su aniquilación? Quizá se le pudiera convencer de que actuara desinteresadamente.

Lo que no sabía Servio era que Breno había convocado una reunión tribal, algo que hacía a menudo con la intención de intimidar a los otros caudillos. Ninguno de los jefes faltaría a su convocatoria por temor a ofenderle, y eso condujo a Masugori a Numancia con la esperanza de que las circunstancias necesarias para lo que tenía que fomentar fuesen las más propicias.


– ¡Aníbal nunca hubiera podido invadir Italia sin los celtas! Digo verdad en esto, por el alma del gran dios Dagda.

Masugori asintió como si escuchara aquellas palabras por primera vez, aunque era la centésima, pero sabía que no debía interrumpir. Viathros, jefe supremo de los lusitanos, la numerosa tribu de la costa oeste, estaba demasiado borracho como para escuchar, y menos aún para responder -no es que necesitara estar sobrio, pues Masugori había oído aquel discurso una docena de veces. Breno, que también había bebido en abundancia, dio una palmada en la mesa que hizo que platos y jarras saltaran mientras él se dirigía a los hombres allí reunidos, todos ellos jefes. Como siempre, ahora el tema era cómo derrotar a los romanos.

– Se decían a sí mismos cartagineses. ¿Sabéis cuántos de aquellos hombres eran en realidad de África?

Una palabra debió de penetrar el estupor de Viathros.

– Los elefantes eran de África.

Si su intención había sido hacer un chiste, tendría que haber sabido que Breno nunca había tenido demasiado sentido del humor y su ilimitada autoridad en nada había servido para mejorarlo.

– Eso es todo. Toda su caballería era celta y también la mayoría de sus soldados de a pie. Nunca se habría acercado a los Alpes si las tribus de orillas del Mar de en Medio se hubieran opuesto, ni habría atravesado las montañas si los boyos no lo hubieran guiado.

Masugori optó por hacer una pequeña travesura, pues conocía bien los puntos flacos de la personalidad de Breno.

– Los volcas tectósages se pusieron del lado de los romanos, ¿no es así?

Cuando el caudillo de los duncanes respondió, en las murallas exteriores se pudo oír un grito atronador, así como la mitad del despotrique que vino a continuación. Era la ya vieja letanía sobre la hipocresía latina, con sus tácticas de divide y vencerás que reducirían a los celtas a la esclavitud si seguían permitiendo que las emplearan.

El caudillo de los bregones apartó la vista para impedir que Breno viera ningún rastro de hipocresía en sus ojos. Aquel hombre se había formado como druida y quizá mantuviera aún el poder de leer las mentes de los hombres. Luekon, mensajero del gobernador de la provincia de Hispania Citerior, Servio Cepio intuía que las cosas irían mejor para los bregones con la muerte de Breno. Masugori no ignoraba el peligro, aunque había sobrevivido manteniéndose al margen. Puede que llegara un momento en que tuviera que elegir un bando, pero no era ahora. Así que, pese a lo tentadora que era su propuesta, había despedido al mensajero de Cepio después de unas someras muestras de hospitalidad. Poco importaba aquello; si Breno oía hablar siquiera del propósito de la misión de Luekon, vería traición en el simple hecho de recibirlo.

Justo ahora tenía poco que temer, pues Breno estaba demasiado ocupado menoscabando la reputación de Aníbal. El cartaginés había permanecido durante diecisiete años en Italia.

Había derrotado a los romanos en el lago Trasimeno y en Cannas, y después había deambulado por la península en vez de atacar la ciudad, para ver cómo su hermano Asdrúbal, que había acudido en su ayuda, era aplastado en Metauro. Los celtas que le ayudaron murieron por miles a causa de su incapacidad para emprender acciones decisivas, o bien fueron evacuados al norte de África, para morir en una tierra extraña durante la batalla de Zama. Y, por supuesto, las consecuencias estaban claras. Masugori sabía lo que venía a continuación: en este punto, Breno siempre agarraba aquella maldita águila que llevaba al cuello, como si estuviera pronunciando una profecía. La historia lo probaba; sólo un líder celta, con un buen número de guerreros detrás, podía hacerlo mejor que Aníbal y tener verdadero éxito en la destrucción de Roma.

Las palabras esperadas no salieron a la luz, porque en ese momento entró Galina y una mirada suya era suficiente para detener aquella verborrea. Masugori observó sus movimientos, levantando rápidamente los ojos de sus sinuosas caderas para ver la mirada de divertida tolerancia que asomaba en los ojos de ella, y se preguntó, no por primera vez, si una mujer así podría templar las ambiciones de su vecino y evitarle a él la necesidad de sucumbir a Breno o de ir a la guerra con él.


Para Breno era más difícil tratar con Galina que con sus otras mujeres y no era a causa de su juventud y belleza, aunque ambos atributos los poseía en abundancia. Su color era poco común, pues sugería que la fuerza de la sangre en sus venas era diferente: con su piel aceitunada, sus ojos oscuros y su cabello negro, a Breno le recordaba a la dama Claudia, la mujer romana que había capturado después de su primera batalla contra Aulo, la primera persona que le había hecho romper su voto de castidad. Cara, rolliza, maternal y fecunda, hacía la vista gorda, por no mencionar una auténtica permisividad, con todas las otras concubinas, pero odiaba con saña a esta última adquisición y no perdía la oportunidad de escupirle y llamarle lagarta, bastarda romana y bruja.

Aquella muchacha mostraba una seguridad que intrigaba a Breno; no era como las otras, pues ni sus riquezas ni su evidente autoridad tenían efecto sobre ella. Se dirigía a él como a un igual, y en aquellas ocasiones en que había intentado frenar a la muchacha para recordarle su propia posición, Galina simplemente anunciaba su marcha y se alejaba de él. Poder y riqueza no corrompen más que la relación de un hombre con las mujeres; él nunca sabía con seguridad si una demostración de afecto la provocaba el amor, el miedo o la avidez. Breno aún no había reconocido el problema, pues toda su vida había estado convencido de que no necesitaba nada de nadie, pero, aunque no le gustara reconocerlo, era humano. Siempre se las arreglaba para atraer a la joven Galina de vuelta a la cama sin perder su prestigio.

– Si vuelves a mencionar Roma una vez más, me iré -él rio, tanto por lo que ella había dicho, como por el hecho de que se hubiera atrevido a decirlo, pero la posición física también contribuía. La cabeza de ella reposaba sobre el estómago desnudo de él y ella había hablado dirigiéndose a su erección, tirando después de ella con energía y dándole un mordisquito, a modo de aviso para que desistiera-. Ya es bastante malo sin que haya visitantes cotorreando sobre ello.

– Luekon ha vivido entre ellos. Conoce a los romanos y sus maneras. Lo que me cuenta sobre ellos me ayuda a tratarlos.

Ella se subió encima de él de golpe, sentándose a horcajadas sobre su cuerpo, y la ansiedad que a él le gustaba se hacía evidente en sus ojos.

– Conozco las maneras romanas. Puede incluso que tenga sangre romana y quiero que me hagas, al menos diez veces, lo que ellos les hacen siempre a sus cautivas.

Luekon oyó el grito enérgico cuando Breno respondió a la deliciosa vulgaridad de Galina. También lo oyeron dos de los sobrinos del caudillo.

– Ahora podemos estar seguros. Esa puta lo mantendrá ocupado toda la noche -dijo Minoveros, el mayor. Al ser el hijo del hermano de Cara, tenía el mando del cuerpo de guardia personal del caudillo.

– Se dice que Breno puede ver a través de las paredes -dijo Luekon, hombre cauto y con un sano temor por la brujería.

El sobrino más joven, Ambon, habló con un deje de clara envidia en su voz. Luekon sabía que aquel joven se había fijado en Galina, y que quería llevársela cuando su tío estuviera muerto.

– Pues justo ahora no puede ver más allá de la punta de su polla.

Aquellos eran los dos nombres más destacados que los comerciantes griegos habían dado a Servio Cepio. Luekon había venido a verlos para persuadirlos de que asesinaran a Breno, con la promesa de una recompensa tan grande como para tentar a los dioses. Las leyes celtas de hospitalidad le daban la libertad y el tiempo para apartarlos de su primaria lealtad, y fue algo más sencillo de lo que Servio Cepio podía haber esperado. Emparentados los dos con la esposa de Breno, podrían atraer a Cara a la conspiración, junto con todos sus familiares, y todo a causa de la voluptuosa criatura que justo ahora acababa de hacer reír a Breno.

– No debe ocurrir nada mientras yo esté aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Minoveros.

– Porque nada bueno resultaría de vuestros actos. Vengo de territorio romano, y si se viese que hay manos romanas en esto, seríais unos parias entre las otras tribus.

– Odian a Breno tanto como nosotros. Yo digo que lo hagamos delante de sus mismas narices.

Luekon resopló con sorna; intentar matar a Breno en una reunión tribal era una locura.

– Lo respetan como hombre que mantiene la paz en nuestras tierras. Puede que les hable por encima del hombro, pero no ha tomado ni una sola brizna de hierba de la que no pueda decir que pertenece por derecho a los duncanes, además de que tiene el poder de someterlos a todos, excepto a los lusitanos. ¿Cómo crees que se sentirían si vieran ese poder en manos de otros, hombres en los que no pueden confiar porque han aceptado oro romano para matar a su líder?

– No es una idea que nos quite el sueño -replicó Ambon.

– Tampoco debería preocupar a Roma -añadió Minoveros-. Diles que daremos el poder a uno de los hijos de Breno y que gobernaremos por medio de él.

– ¿Crees que eso engañará a los bregones o a los lusitanos? ¿Un crío como caudillo? No dirán nada mientras sean invitados. Puede que incluso sonrían y den su aprobación a vuestros actos, pero esos caudillos con todos sus guerreros estarán fuera de vuestras murallas en un mes. -Los dos jóvenes intercambiaron miradas pensativas-. ¿Y qué pasará si perdéis? Ni siquiera Numancia puede salir indemne del poder combinado de todas las tribus.

Si bien aquel argumento carecía de cierto grado de lógica, al menos había conseguido preocupar a aquellos dos atolondrados. A Roma le convenía que las tribus lucharan entre ellas en lugar de asaltar la frontera, y él era de la opinión de que aquello ocurriría en cuanto Breno se hubiera ido, pero aquella reunión tribal, organizada antes de que él llegara, le había cogido por sorpresa. Algunos de aquellos jefes que estaban de visita lo reconocerían, e incluso podrían adivinar cuáles eran sus intenciones. Mientras pudiera estar fuera de Numancia antes de que los asesinos actuasen le daba igual. Luekon sabía que las conspiraciones nunca eran tan fáciles como sonaban, que solían salir mal y volverse contra aquellos que las habían instigado.


Masugori era uno de los que conocían a Luekon; este había llegado allí desde su propio campamento, tras hacerle llegar las zalamerías de Servio Cepio, pero evitaron cualquier señal de reconocimiento para que Breno no fuera consciente de que se conocían. La precaución hizo que esperaran hasta que aquel estuvo totalmente ocupado saludando a otro caudillo recién llegado, antes de hablar entre ellos. Masugori arrinconó a Luekon con la intención de determinar qué estaba haciendo en Numancia.

– Yo podría hacerte la misma pregunta, Masugori.

– Estoy aquí porque me han invitado.

Luekon hizo chasquear sus dedos.

– ¿Quieres decir que te lo han ordenado?

El caudillo de los bregones, a quien el otro sacaba una buena cabeza, desenvainó su espada.

– Ten cuidado con lo que dices. Recuerda que en Numancia no eres mi invitado.

– No estoy sometido a ti. Roma te ofreció una oportunidad de actuar y tú la rechazaste. Ahora la tarea recae sobre otros.

Masugori rio y envainó su espada.

– ¿Aquí? Tú estás loco. Breno tiene ojos hasta en el cogote. Si yo fuera tú, me apartaría de esto mientras aún me quedase piel sobre los huesos.

– Quién hubiera imaginado que seguiría tus consejos. Hoy mismo me largo de aquí.

Se habían asegurado de que Breno estuviera entretenido, pero a ninguno de ellos se le ocurrió vigilar a Galina, que fue testigo de su intercambio. También estaba presente cuando llegó Masugori y había visto que se presentaban como si fueran extraños, y aquello había despertado su curiosidad. ¿Cómo era posible que aquellos dos, que en apariencia no se conocían, estuvieran ahora enzarzados en una conversación tan seria? Como siempre que veía algo que pudiese afectar a su futuro, se lo contó a Breno.


En cuanto Luekon salió por la puerta principal, lo agarraron y lo llevaron en volandas de vuelta al amplio espacio delante del templo de madera que se alzaba en el mismo centro de Numancia.

– ¿Es esta la forma en que un invitado corresponde a su anfitrión? -dijo Breno-. ¿Marchándose sin despedirse?

– ¿Marchándome?

Fue una afirmación estúpida, porque los guardias habían traído sus caballos con ellos y los paquetes del lomo del segundo animal mostraban muy a las claras cuál era su intención.

– ¡Masugori! -El caudillo de los bregones dio un leve respingo cuando Breno pronunció su nombre, pero se volvió hacia él, decidido a conservar su dignidad-. ¿Conoces a este hombre?

– Sí.

– ¿De qué?

– Vino a verme a petición de los romanos, para sembrar cizaña entre nosotros.

La voz de Breno sonó grave y convincente.

– ¿Y lo dejaste con vida?

– Era mi invitado.

El caudillo de los duncanes asintió. Para un celta, aquello no requería más explicaciones. La integridad de un invitado era inviolable.

– Aun así no elegiste contarme que esta víbora estaba aquí.

Masugori sabía que estaba en peligro, sabía que Breno era voluble y cruel. Tenía su propio poder, al igual que su tribu, pero no era el suficiente como para enfrentarse a aquel hombre.

– Es por mí por lo que se marchaba, Breno. Sospecho que vino a malmeter. Le dije que estaba perdiendo el tiempo.

Breno se había dado cuenta del movimiento del gentío, debido en parte al temor, en parte como preludio a la acción, pues incluso alguien con cerebro de mosquito sabría que su líder no iba a dejar así aquel asunto. Si Luekon no tenía nada que decir, Breno se lo sacaría. Se acercó mucho al caudillo de los bregones, cerniéndose sobre él mientras sus ojos azules perforaban el alma del otro hombre.

– Pareces muy seguro, Masugori.

– Menos seguro de lo que lo estaba entonces, Breno.

Breno se inclinó hacia delante y desenvainó la espada de Masugori.

– Llevar armas en mis tierras es un privilegio que sólo se permite a amigos y guardias.

Se dio la vuelta y barrió con sus ojos a la multitud antes de caminar hacia Luekon, que parecía hundirse mientras Breno se acercaba. Incapaz de mirarlo a los ojos, miraba en su lugar el águila de oro que llevaba al cuello, mientras Breno le quitaba su arma. El amuleto parecía burlarse de él, y sus alas extendidas aludían a una libertad que él sabía que ya había perdido.

– Mírame -dijo Breno en voz baja. El otro movió su cabeza a ambos lados, pero Breno puso una espada bajo su barbilla y empujó para que Luekon no tuviera elección. Sus ojos azules eran como hielo y su voz atronó cuando Breno habló a su víctima-. Eres un espía, un traidor a tu raza, Luekon, y me vas a contar para qué has venido. Un hombre como tú no viaja tan lejos, a menos que venga a ver a alguien…

La voz siguió y siguió, y al mismo tiempo Luekon sentía que el poder se escapaba de sus miembros. Minoveros y Ambon se habían colocado al frente de la multitud y sus manos se acercaban a sus espadas. Asumieron que Breno no podía verlos, pero subestimaron sus poderes; podía sentirlos.

– Nombres, Luekon.

– Mino…

A punto de ser descubiertos, los dos sobrinos saltaron hacia delante cuando Breno empujó con fuerza la propia espada de Luekon en sus tripas, que no ofrecieron resistencia, y entonces golpeó el arma de Ambon con la espada de Masugori, de manera tan enérgica que el joven la soltó. Minoveros alzó la suya para atacar justo cuando una lanza pasó como un rayo junto a su supuesta víctima y se clavó en su pecho. Breno no miró para ver quién había salvado su vida, pues tenía a Ambon a su merced, con la punta de su espada en la garganta del guardia. Luekon, aún en estado catatónico, seguía tambaleándose, como si no fuera consciente de la herida abierta de su estómago. Breno se volvió hacia él y mantuvo su mirada, hablándole de nuevo en voz baja para volver a imponerle su hechizo. Cuando le hizo una pregunta, su víctima respondió sin dudar y toda la historia se derramó por un espacio lleno de gente en el que hasta el más leve suspiro podía oírse. Finalmente, Breno se dio la vuelta y clavó una mirada fija en Cara.

– Es mentira, esposo, es todo mentira -gritó.

Con frialdad, le ordenó que reuniera a sus hijos y se fueran al templo, y después dio las mismas órdenes a todas sus concubinas, excepto a Galina, que no tenía hijos. Cuando hubieron obedecido, Breno cogió una falcata de uno de los guardias que quedaban. Era un arma enorme, de gruesa hoja curva con un filo cortante en ella, diseñada para segar una cabeza o una extremidad de un solo golpe. Entró en el templo y cerró la gran puerta de madera. Los alaridos comenzaron casi de inmediato, pero no hubo gritos de dolor. En poco tiempo los gritos se apagaron para ser reemplazados por un silencio inquietante; entonces se abrió la puerta y Breno salió cubierto de sangre de la cabeza a los pies.

Recorrió de un vistazo al silencioso gentío.

– Querían sustituirme por un hijo mío. Ahora ya no hay hijos míos ni madres para criarlos.

Caminó hacia Galina y se detuvo ante ella.

– ¿Quién arrojó la lanza?

Ella señaló a Masugori, que estaba inmóvil como una roca, sobrecogido hasta el tuétano por la barbaridad de lo que Breno había hecho, y como poco esperaba sufrir el mismo destino que su familia. Breno dio una vuelta para mirar a los conspiradores. Ambon estaba intacto, Luekon, malherido y Minoveros, a punto de morir por el lanzazo que había recibido en el pecho. Con tres rápidos golpes de la poderosa falcata seccionó sus cabezas, con grandes chorros de sangre manando de sus troncos. Levantó la cabeza de Luekon por la larga cabellera negra.

– Esta habrá que enviarla a Roma.

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