Capítulo Veintiuno

Marcelo estaba cansado y le dolían todos los huesos por las batallas y la falta de sueño. Los lusitanos habían tomado todo menos la última empalizada de madera que señalaba el límite de su fortín. La mayoría de sus provisiones habían sido embarcadas durante la noche, entre asaltos, igual que había embarcado la mayoría de los hombres supervivientes tras el último ataque, así que ya sólo era la retaguardia la que necesitaba subir a bordo antes de que quemara aquellas cabañas y barracas. Miraba con gravedad la salida del sol, a sabiendas de que sus enemigos volverían a atacar con el sol a sus espaldas, como hacían siempre, pero esta vez sólo tenían que escalar un muro para entrar y masacrar a la guarnición. Los matarían a todos, y con dolor, pues a los lusitanos los guiaba una casi desesperada determinación, que parecía ajena a cualquier miedo a morir. Les había hecho frente durante tres semanas, lo que, dadas las probabilidades, era un logro notable, si bien le estaban expulsando de su base para que no pudiera alejar la melancolía que le llenaba el corazón. Si establecía otra, también le arrancarían de ella, y todo porque les había arrebatado los símbolos tribales de su religión, algo por cuya recuperación sus jefes y chamanes parecían dispuestos a pagar cualquier precio.

¿Debería esperar, contrarrestar el primer ataque y después retirarse a sus barcos, o tan sólo estaba afrontando bajas en nombre de su honor? Suficientes hombres habían muerto para mantener este fuerte en pie, así que realmente era el momento de marcharse, antes de que el sol saliese lo justo para hacer que sus atacantes fuesen casi invisibles a contraluz. Marcelo dio las órdenes y los últimos de sus hombres salieron de los muros y corrieron en tropel hacia los botes. Él esperó hasta que el último hombre del registro estuvo a bordo, esperó hasta oír el primero de los gritos de guerra que indicaban un nuevo ataque y después dio la orden a los de las antorchas de que lo incendiaran todo.

Su fortín ardió alegremente, enviando una nube de humo al aire de la tranquila mañana, que se arremolinaba alrededor de los pocos guerreros que ahora estaban quietos y silenciosos en la playa, mirando cómo se alejaban despacio de la bahía. Ni gritos ni imprecaciones salían de sus gargantas; tan sólo les clavaron una mirada fija y dura antes de que sonaran los cuernos y se volvieran para dejar la playa.

– Podríamos desembarcar en otro sitio -dijo Regimus, intentando en vano animarlo.

– No sin más hombres -replicó Marcelo.

Sus pérdidas alcanzaban a la mitad de la fuerza con la que había salido de Portus Albus, y no tenía sentido intentar lo que podría ser un desembarco complicado con lo que dejaba atrás. No disponía, desde luego, de soldados suficientes ni de tiempo para construir el tipo de defensas que había levantado en esa orilla, ni siquiera aunque pudiera desembarcar sin oposición, y la idea de poder regresar al sur y conseguir refuerzos no era viable, pues la provincia de Hispania Ulterior no podría proporcionárselos sin quedar desnuda de toda posibilidad de defensa. Tendría que ir al sur, pero sólo para advertirles de que atendieran sus puestos de avanzada, antes de dirigirse hacia Cartago Nova. Si Tito aún estaba asediando Numancia, allí tendría problemas para reunir más soldados, aunque eso indicaría el éxito del cónsul, pero hasta ese pensamiento le provocó más desconsuelo. Había fracasado, pues aunque había escapado, los lusitanos eran libres para ir hacia el este y caer sobre la retaguardia de la fuerza de asedio.

El grito del vigía hizo que se diera la vuelta y corriera desde la popa a la proa. Todos los que no estaban ocupados forzaban la vista hacia la hilera de barcos que bloqueaba la salida de la bahía. En los bajíos, los bancos de arena gemelos que estrechaban la entrada por ambos lados estaban llenos de hombres, que esperaban en silencio a sus presas, pues la marea estaba baja y gran parte de los bancos de arena quedaban al aire. Marcelo maldijo en voz baja, después ordenó que bajaran los remos para poder examinar la situación. Se habían enterado de que había elegido este día para marcharse; de hecho, si hubiese esperado ese asalto en vez de embarcar con la salida del sol, se habría dado cuenta de qué pocos hombres le salían al paso.

– Y yo pensaba que habían abandonado la idea de combatir con barcos -dijo Regimus, que estaba de pie a su lado.

– No, amigo mío. Han estado esperando para esto. En este espacio reducido y con bajamar, perderemos gran parte de nuestra ventaja.

– ¿Vamos a luchar? -preguntó el mayor de los dos.

– ¡Desde luego que no nos vamos a rendir! -le espetó Marcelo-. Que los hombres coman, Regimus, y convoca a los capitanes a bordo. Creo que vamos a tener un día muy largo.


– Intentarán llevarnos a aguas poco profundas -dijo Marcelo, mientras todos los demás capitanes señalaban sus copias de la carta de navegación, ya que sabían lo que quería decir. Una vez que hubieran encallado, estarían a merced de los lusitanos en la orilla-. Debemos intentar evitarlo prolongando la batalla. El tiempo estará de nuestra parte si podemos contenerlos. Recordad la marea. Ahora está subiendo, y una vez que esté alta la entrada será mucho más profunda y no tendrán barcos suficientes para bloquear nuestra escapada.

– ¿Iremos a toda marcha durante todo el camino a Portus Albus? -preguntó uno de los hombres.

– No. Una vez que estemos fuera de la bahía, y si nos siguen, hundiremos todos los barcos de los lusitanos que hayan sobrevivido a la batalla, lo que será mucho más fácil en cuanto estemos en mar abierto. No pueden hacer nada contra un quinquerreme a toda velocidad y lo saben tan bien como nosotros.

Era evidente que nadie le creía, sospechaban que iban a morir en aquella bahía.

– Tenemos tres horas hasta que la marea suba del todo -dijo Regimus, con una voz que no respondía a la pregunta de si pensaba que era demasiado tiempo o demasiado poco.

Marcelo habló de nuevo, repitiendo las órdenes que ya había dado.

– Una vez que emprendamos la maniobra principal y les hagamos algo de daño, retrocederemos. Manteneos en movimiento, embestid si es necesario, pero sólo con la fuerza suficiente para apartarlos. No os quedéis empotrados en su maderámen y proteged vuestros remos. Si se hacen con ellos, estáis muertos. Usad bien vuestras cartas de navegación. Dejad que nos persigan por toda la bahía si es lo que quieren, pero sobrevivid para salir a mar abierto.

Los capitanes volvieron a sus propios barcos y de cada cubierta subía el humo de sus calderos con carbón, al tiempo que mantenían a mano los cubos de cuero, listos para usar en caso de incendio, pues los romanos tenían la intención de atacar a sus enemigos con flechas en llamas y sin duda los lusitanos responderían de la misma manera. Los quinquerremes reemprendieron la marcha en cuanto hubieron sopesado a sus enemigos, y sus remos golpeaban el agua con ritmo seguro. Marcelo sabía que todas las apuestas estaban contra ellos en unas aguas tan limitadas, puesto que el enemigo buscaría la manera de enfrentar varios de sus barcos contra cada uno de los suyos.

Al principio no harían intentos de abordaje o de embestida, al ser barcos demasiado ligeros tanto en construcción como en tripulación, pero si conseguían inmovilizar uno de sus quinquerremes lo suficiente como para que varios pudieran atacarlo a la vez, tendrían una oportunidad de hacerle encallar en aquellos bancos de arena plagados de guerreros. Sus galeras más pequeñas ya se estaban acercando sin, al parecer, un plan definido, pero todos sospechaban que ya habían decidido sus objetivos y que, en cuanto estuviesen más cerca, se separarían en grupos. Esperarían que los barcos romanos permanecieran juntos, tal como estaban ahora, confiando en el apoyo mutuo para anular su superioridad numérica. Pero Marcelo quería sorprenderles.

El cuerno sonó y cada barco adoptó un rumbo distinto. Unos fueron hacia la izquierda, otros, a la derecha. Algunos bogaron más deprisa, otros desarmaron los remos y después viraron en redondo para volver por donde habían venido. Los que seguían avanzando se desplegaron en abanico hacia la orilla de cada lado, forzando así a su enemigo a dividirse, lo que dio la impresión de que si habían llegado a tener un plan, lo habían abandonado para ir a por las naves más cercanas. En cuanto escogieron sus presas, Marcelo les mostró por qué se habían equivocado, pues los cuernos sonaron otra vez y los barcos que habían dado la vuelta en dirección al arruinado fortín viraron en redondo y sus remos, golpeando el agua a ritmo creciente, los impulsaron hacia el frente. Los otros quinquerremes hicieron lo mismo y su velocidad hizo que adelantaran por el exterior a sus atacantes. Entonces, viraron con los remos y los barcos lusitanos, pese a su gran superioridad numérica, se encontraron asediados por todas partes.

– Es cuestión de disciplina -había dicho Marcelo a los capitanes una y otra vez-. Sabemos que podemos seguir un plan y ceñirnos a él, y si nuestro enemigo no puede, entonces nos abriremos camino para salir de esta trampa.

Nada hubiera demostrado mejor que tenía razón. Una vez que abandonaron su intención inicial, los lusitanos carecían de un mando central o de una estrategia global que les permitiera maniobrar sus barcos en conjunto. Todos eran individuos y actuaban como tales, y tras elegir sus objetivos habían ido a por ellos, pero Marcelo había dividido su flota de forma que los barcos estuvieran en posiciones totalmente distintas, haciendo que sus oponentes se embistieran entre ellos y los remos amigos en un intento de ir en pos de sus blancos personales -y todo mientras sus enemigos se les echaban encima con pesados quinquerremes que podían aplastar dos de aquellas débiles embarcaciones a la vez.

El pánico se sumó a la confusión cuando algunos de los capitanes lusitanos intentaron huir, pero el ataque de los romanos era un farol. No tenían ninguna intención de quedar trabados en un barullo; Marcelo quería espacio abierto para luchar y lo más lejos a lo que estuvo dispuesto a llegar fue a una parada brusca, con una veloz arriada de las velas ondeantes, y después los remos volvieron a ponerse en marcha para salir de peligro. Los romanos dispararon sus flechas a la vez, enviando cientos de señales en llamas a la flota lusitana para mantenerlos ocupados, y después viraron en redondo, alejándose deprisa para que sus enemigos no pudieran devolverles la cortesía.

– Ahora, Regimus, veamos lo buenas que son tus cartas de navegación -dijo Marcelo, dirigiéndose al capitán de su barco.

La flecha le alcanzó en lo alto de su hombro derecho y el fuego de la punta se apagó con un siseo mientras entraba en su carne. Regimus soltó el timón y saltó adelante cuando Marcelo cayó, y con un rápido movimiento arrancó la flecha de la paletilla de su comandante, ignorando el dolor que debió de haberle causado. Pidió un cubo de agua de mar y vertió todo su contenido por la espalda del legado.

– Ayúdame a levantarme -dijo Marcelo al tiempo que intentaba ponerse de rodillas.

– Quédate ahí echado, Marcelo Falerio.

– ¡Maldita sea, hombre, ayúdame! ¿Quieres que todo el mundo piense que he muerto?

Regimus obedeció mientras otros se acercaban a ayudar, sólo para que los alejaran de allí. Una vez que estuvo en pie rechazó incluso la ayuda de Regimus. El rostro de su líder estaba blanco, pero sólo quienes estaban más cerca de él pudieron verlo, igual que sólo ellos pudieron ver la forma en que se tambaleaba, luchando por mantener el equilibrio en la agitada cubierta. Regimus volvió a adelantarse para asegurarse de que no caía.

– Déjame -susurró Marcelo medio encorvado, con sus puños cerrados con determinación.

Se estiró en toda su altura, y el dolor que le produjo aquella simple acción se reflejó en su rostro; después, muy despacio, con pasos decididos, anduvo todo el recorrido hasta el mástil y se apoyó en él para recuperar algo de fuerza antes de abrirse camino hasta la proa. En todos los barcos le habían visto caer y la mayoría había desarmado sus remos. Si su líder hubiera estado muerto, los ánimos les habrían abandonado.

Marcelo los había traído hasta aquí, cuando la mayoría habría dicho que era imposible, habían establecido una base en tierra contra todo pronóstico y habían atacado el interior con parecida impunidad, y eso fue antes de que encontrara el templo lusitano y consiguiera suficiente botín como para que todos ellos vivieran cómodamente por el resto de sus vidas. Se habría enfurecido de haber sabido cuánto lo admiraban, les habría recordado con frialdad que él no era más que un sirviente de la República y que cualquiera de su clase, con tropas leales y esforzados marinos, podría haber conseguido exactamente lo mismo.

Le vitorearon, tanto en su barco como en todos los demás, mientras recorría tambaleándose la cubierta. Los remos volvieron a golpear el agua cuando levantó su brazo en un saludo triunfal, y volvió a recorrer el barco para tomar posición junto al timón. Sólo los que estaban cerca vieron su agonía, porque el brazo que había levantado era el del mismo hombro que había recibido la flecha.


En mar abierto podrían haber rebasado, a fuerza de remos o con maniobras, a su enemigo, pero en estas aguas cerradas el número era importante. Sólo una galera encalló, un tributo a las cartas de navegación que Regimus había confeccionado, aunque él mismo las habría quemado todas con tal de evitar la masacre que hubo a continuación. Cientos de lusitanos que estaban en tierra vadearon hasta llegar al barco. Ningún alarde de heroísmo habría podido salvar a la tripulación, y cualquier galera que acudiera a su rescate sólo sufriría el mismo destino. Dos de los quinquerremes de Marcelo había embestido barcos lusitanos, y estos habían quedado clavados en un abrazo que sólo podía terminar en muerte, mientras que otros estaban incendiados de proa a popa y sus hombres saltaban al agua para salvarse de las llamas. Otras dos naves, en la desesperación, habían remado directas hacia los barcos que aún guardaban la entrada a la bahía. Ahora estaban rodeadas de pequeñas galeras, como las avispas revolotean alrededor de una copa de vino vacía, y vendían sus vidas al más alto precio que pudieran conseguir, puesto que rendirse significaba una muerte peor que una lanza o una espada clavada en las tripas.

El barco de Marcelo, con los otros seis que aún sobrevivían de su flota, usaba cada truco que sabían para evitar los enfrentamientos directos, arreglándoselas para hacer encallar a algunos de sus enemigos, que no conocían esta bahía, aunque no tardaron en hacerlo, gracias a la cantidad de guerreros de que disponían para que les ayudaran a volver a flote. Todo fuego que empezaba a bordo de los quinquerremes restantes ellos lo apagaban antes de que se hiciera más serio, mientras remaban en círculos tan cerrados que sus atacantes chocaban, luchando todo el tiempo contra los abordajes sin permitir que les arrebataran un remo ni una sola vez. La marea iba subiendo sin parar, abriendo el cuello de embudo al final de la bahía, hasta que por fin las naves romanas que quedaban pudieron acometerla a una.

Aquellos barcos, aún en fila, que se habían ceñido a sus órdenes y no se habían enfrentado a ellos eran demasiado pocos y los quinquerremes pasaron entre ellos como el alambre con el que el esclavo corta el queso. Marcelo, que mantenía los ojos bien cerrados y estaba atado a un costado del barco para mantenerse erguido, notó cómo subía y bajaba la proa cuando alcanzaron aguas más profundas y se las arregló para sonreír antes de desvanecerse. Regimus cortó el cabo e hizo que lo llevaran abajo; después, enfilando su proa hacia el sur, dio la señal a lo que quedaba de la flota para navegar a toda prisa hacia casa.


En cuanto el cirujano dijo que la herida se estaba curando, esta dejó de existir para el legado. Ningún ruego habría convencido a Marcelo de que cualquier otro podría llevar el mensaje a Tito; era su responsabilidad personal. Al menos viajó por mar hasta Cartago Nova, y con buen tiempo, que era mucho menos fatigoso que un viaje por tierra, y eso mismo funcionó en cierta medida para devolverle la salud. Sufrió una leve recaída cuando fue trasladado a un carro, y tuvo que soportar la indignidad de hacer parte de su trayecto en litera, aunque se aseguró de tener un caballo a mano, pues había decidido que no iba a llegar al campamento de Tito, frente a Numancia, como un inválido.

Presentó su informe sólo ante su mentor, con esmero y sin omisiones, detallando sus pérdidas en hombres y barcos, y terminó, con rostro entristecido, disculpándose por haber fracasado.

– Pero si no has fracasado, Marcelo -dijo Tito.

– Si llegan los lusitanos…

Su general le interrumpió.

– Llegarán demasiado tarde. Hemos debilitado tanto las defensas de Numancia que fácilmente podríamos desplegar un ejército en el campo contra ellos.

Tito miró a su joven protegido, con líneas de fatiga claramente visibles en su rostro. Necesitaba descansar, pero era joven y se recuperaría.

– A pesar de lo que dices, Marcelo, has triunfado más allá de mis mayores esperanzas. Lo que es realmente milagroso es que estés aquí para ver la caída de Numancia.


Áquila había dejado a Tito con Marcelo Falerio, tras haber escuchado cómo un hombre bastante descontento había repetido su informe ante los oficiales reunidos y, aunque le costara reconocerlo, lo que había oído sobre las hazañas del legado le había impresionado -y no sólo porque la idea de combatir a bordo de un barco resultara insoportable a alguien que aborrecía los vaivenes del mar. Sonrió al darse cuenta de golpe de que estaba vigilando un rápido y caudaloso río, de pie en la oscuridad, mientras escuchaba el sonido del agua que corría.

No había luna y las nubes cubrían el cielo, así que si alguno de los sitiados pobladores de Numancia pretendía escapar, estas eran las condiciones perfectas. Si no habían visto sus botes, se iban a llevar una horrible sorpresa; si los habían visto, habrían decidido no escapar, así que no se perdía nada. Sabía que en la colina fortificada morían de hambre, pues hacía casi un año que no entraba comida allí, así que la mayoría del populacho estaría demasiado débil como para moverse. Sólo los mejores, los guerreros, tendrían energías para intentar escapar, y quizá dejaran detrás a los demás para que se rindieran.

Los botes se habían construido río arriba para que no los vieran; de fondo plano y anchos, servían de poco uso en aguas rápidas, pero atadas juntas formaban un puente de verdad. Se habían colocado tablas de un bote al otro, y situada sobre esta plataforma había una hilera de soldados, armas en mano, preparados para arponear a los numantinos como si fueran peces. Tenían antorchas a mano, listas para ser encendidas, para que los soldados pudiesen ver a las víctimas de su ejecución, mientras que detrás de ellos había un haz de gruesos troncos encadenados entre sí, que actuaban como segunda línea de defensa.

Las nubes se abrieron de repente, convirtiendo aquella negrura estigia en un pálido azul y el río, que reflejaba la luz, se volvió una franja de plata. Un enorme tronco, afilado en un extremo, oscuro y amenazador, bajaba muy deprisa, propulsado por las barcas que llevaba atadas a ambos lados. Golpeó el puente de Áquila con un tremendo crujido y el sonido de madera astillada invadió el aire, coronado por los gritos de los hombres que cayeron al río. El tronco se abrió paso a través de la fila de botes, que fueron empujados por la fuerza de la corriente a las orillas del río, antes de casi llegar a detenerse en medio del cauce, mientras la mitad de los remeros de las barcas intentaba ponerlo de nuevo en movimiento, al tiempo que los demás daban feroces lanzadas a los hombres de Áquila, que se debatían en las aguas.

Su voz se elevó por encima de los lamentos y los gritos de batalla, y se metió en el río sin esperar a saber si sus hombres le obedecerían. La lanza que tenía en la mano quedó abandonada mientras él intentaba llegar al centro del río, luchando por librarse de su coraza, pues no era lugar para que luchara un hombre pesadamente cargado; necesitaba una espada afilada, un cuchillo y libertad para poder nadar.

Áquila se lanzó hacia una de las barcas, nadando con torpeza para mantener su espada por encima del agua. Un lancero lo vio venir y dio una lanzada con toda la fuerza que pudo reunir. No era necesario matar; una buena herida sería suficiente y el río se encargaría del resto. Áquila inhaló una gran cantidad de aire y se sumergió, intentando llegar lo bastante hondo como para evitar las puntas de las lanzas. Su mano tocó la quilla de la barca y la usó para meterse debajo de esta hasta que sus dedos sintieron el extremo del vasto tronco.

En completa oscuridad el tacto lo era todo. Sus pulmones estaban a punto de estallar y él se movía avanzando con las manos, mientras intentaba encontrar el final. Tuvo suerte y el tocón de una rama aserrada le sirvió de asidero mientras el tronco se iba lentamente. Se agarró, tirando de sí hacia arriba, y el movimiento del agua le ayudó a elevar su cuerpo mientras él tiraba, aterrizando después boca abajo sobre la parte de arriba del tronco. Los hombres de las barcas estaban demasiado ocupados en otros menesteres, bien remando, bien matando romanos, como para verlo detrás de ellos.

Áquila alzó su espada en el aire, pero no atacó a los de las barcas, pues no era necesario. La hoja describió un arco relampagueante al descender, tajando las sogas que mantenían las barcas unidas al tronco, y en cuanto este estuvo suelto, giró, arrojándolo de vuelta al río. Otra vez bajo el agua, nadó corriente abajo con los dedos estirados de nuevo para alcanzar una de las barcas. Lo que palpó fue una pierna, que golpeó con furia cuando él clavó sus dedos en ella para llegar a la superficie, donde se encontró mirando de frente un par de ojos salvajes y aterrorizados. Aquel tipo parecía estar atado a algún tipo de flotador, que le dificultó los movimientos cuando intentó golpearle con un arma, más con la intención de apartarlo que de herirlo. El golpe de respuesta, con el que Áquila intentó llegar a su pecho, fue débil, por el obstáculo de estar bajo el agua, pero golpeó algo y su adversario, que parecía ignorarlo por el pánico, movía sus brazos y sus piernas como un animal mientras se hundía lentamente bajo la superficie.

Alrededor de Áquila había otros que cabeceaban en el agua con sus armas en mano mientras se aferraban a los flotadores de tripa de oveja que tenían delante. Dio varias estocadas enérgicas y oyó los gritos de los hombres de las barcas cuando hizo que volcaran, lo que fue fácil ahora que ya no estaban atadas. El agua que le rodeaba estaba llena de guturales gritos celtas, no de hombres luchando, sino de hombres que morían ahogados. Sólo cuando regresó a la orilla, empapado hasta los hueso y helado, oyó que otra partida de celtas había asaltado la muralla del perímetro; un buen número de ellos había pasado por encima, habían robado caballos romanos y habían conseguido escapar. Las noticias, después de lo que sus hombres y él habían sufrido en el agua, hicieron que montara en cólera.


Marcelo se despertó fresco, sin saber que había dormido pese a todas las alarmas e incursiones de la noche anterior. Su temor del día anterior, el de ser acusado de fracaso, se evaporó mientras recordaba las cálidas palabras de Tito. Los gemelos Calvinos lo visitaron temprano, igual que Cayo Trebonio, aunque nada le había hecho sentir más seguro que la visita del mismísimo Tito Cornelio. Los cuidados del general y el hecho de que le reiterara su satisfacción reconfortaron a Marcelo de una manera que apenas creía que fuera posible. Esto había ocurrido, claro está, antes de que oyese el nuevo rango de Áquila Terencio.

– ¡Cuestor! -gritó.

– Cálmate, Marcelo -dijo Cneo-. El nombramiento ha resultado un gran éxito.

– Tito ha dejado que le ciegue ese paleto. ¡Qué imbécil!

– Yo que tú tendría cuidado de no decir eso muy alto, Marcelo Falerio. -Áquila estaba en la puerta, y su silueta se recortaba contra el sol de la mañana-. Puedes decir lo que quieras sobre mí, aunque si vas demasiado lejos nos veremos las caras con las espadas en la mano, pero no aguantaré ni te permitiré que insultes así a nuestro oficial al mando.

Marcelo dejó que su enfado se le escapara por la boca. También ignoró la mano que Cneo le puso en su brazo bueno.

– ¿Cómo te atreves a exigirme buen comportamiento?

Al estar a contraluz, Marcelo no podía ver si estaba sonriendo, pero lo cierto fue que, para un hombre algo afiebrado, que aún sufría los efectos de una herida, sus palabras sonaron a sarcasmo.

– No tengo elección, Marcelo Falerio. Es mi deber como tu oficial superior.

Después se marchó y Marcelo, demasiado sorprendido por el nombramiento como para entender todas las implicaciones de lo que le habían contado, se sentó de golpe al darse cuenta de que aquel hombre al que consideraba un advenedizo podía darle órdenes.

– Debo ver a Tito. Tiene que hacer algo con esto. Roma está llena de hombres, buenos soldados de buena familia que darían su brazo derecho por semejante nombramiento. ¿Cómo se permite concedérselo a un hombre tan grosero? Lo más cerca que debería estar de la nobleza sería limpiando las letrinas de los oficiales.

– Eso es indigno -dijo Publio con frialdad.

– Quizá sería mejor que te volvieras al mar -añadió Cneo, entristecido.


No se trataba de envidia, aunque tuvo bastantes problemas al intentar convencer a sus amigos de que era eso. Ellos no alcanzaban a ver lo que él veía, que era el mismo problema que Tito había identificado, quien se lo confirmó a Marcelo durante una entrevista privada. Resultó duro para el joven, que se vio obligado a reprender a un general y cónsul al que admiraba, y sólo para recibir una reprimenda por su temeridad. Marcelo recorrió todo el perímetro de las murallas de Tito, dando vueltas al problema en su mente, y la conclusión a la que llegó le hizo sentir aún más incómodo. Un hombre que había sido cuestor durante una campaña victoriosa, un hombre que podía atribuirse algún mérito por ese triunfo y que estaba a punto de hacerse con una buena porción de riqueza no iba a desaparecer de la faz de la tierra. De hecho, si fuese ambicioso, iría a Roma para ser homenajeado con un grado de honor que sólo sería ligeramente menor que el que se le otorgara a Tito. Semejante aclamación no era para un hombre como Áquila Terencio.

Si, los hombres emergían de la oscuridad para hacerse senadores, hombres nuevos, pero podían hablar griego y escribían en latín. Hombres cultos, que habían estudiado retórica y sabían como presentar un alegato en los tribunales, que habían nacido de padres que eran propietarios de una casa decente, que tenían esclavos y habían acumulado riqueza. No provenían de granjas del campo más profundo y desde luego no llegaban armados de ideas radicales que cuestionaban los cimientos del Estado. Incluso sus amigos de buenas familias patricias parecían haber caído bajo su hechizo y adoptaban cualquier tontería que él decidiera soltar. Todos ellos decían que era un brillante soldado; Marcelo también lo pudo ver, pero también observó la forma en que los hombres de las legiones se sentía con respecto a Áquila Terencio. Creían que era inmortal y nadie merecía aquello, que al ir, de hecho, mucho más allá de la admiración por algo, él sentía instintivamente que era peligroso.

Interrogó a sus amigos con cautela, para asegurarse de que lo que había oído acerca de las creencias de este hombre no eran simples caprichos expresados para impresionar. Ellos parecían enorgullecerse al contarle que su modelo de conducta creía en todo aquello contra lo que su padre había luchado durante años. Lo cierto era que, aunque eran toscos esbozos, era fácil imaginar a Áquila Terencio, con ese pasado campesino, apoyando la reforma de la tierra, al igual que no cabía duda en absoluto de que sostenía que los aliados de Roma eran maltratados, consideraba unos sinvergüenzas a los senadores y afirmaba, en público, que aquellos que morían de hambre en las calles de Roma deberían tomar lo que quisieran de sus avariciosos superiores por la fuerza.

Al concluir sus preguntas estaba incluso más inquieto que al salir a pasear. Su padre le había dejado un legado y le había obligado a un voto: Roma primero y siempre, y no permitir nunca que gobierne la chusma o que los tontos aúpen a un hombre por encima del Senado. Tenía que asegurarse de que el tipo de adulación con el que Áquila era tratado en Hispania no se trasladase a las calles de Roma, donde la turba, al tener un héroe de sus propias filas, podría ser un instrumento de inestabilidad. En verdad era poco probable que una ciudad estado como Roma se conmocionara y posiblemente aquel tipo desaparecería en la oscuridad tras la primera euforia de la fama. La República podría dar buen uso a sus virtudes como soldado siempre que él conociese y respetase su lugar; y mientras se mantuviera alejado de la política. No es que Marcelo tuviera buena opinión de él en este aspecto; Áquila no estaba preparado para esa vida, ni siquiera aunque Cholón hubiese empezado a enseñarle a leer y a hacer cuentas.

El griego que hablaba era tan irrisorio como siempre, y su latín no era mucho mejor, así que la primera vez que se dirigiese a otra cosa que no fuese una panda de soldados embrutecidos, sería ridiculizado en la tribuna. Lo único que se precisaba para mantenerlo bajo control era un ojo vigilante. Sus amigos se reirían por esa necesidad, pero la precaución era una de las cosas que había aprendido del mejor cerebro que nunca había conocido, el de su propio padre, Lucio Falerio Nerva. Eso y la necesidad de plantearse los asuntos públicos a muy largo plazo.

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