Calpurnia, la hija de Demetrio, era una delicia; esbelta y grácil, era de la misma edad que Áquila. La había visto aquel primer día en la panadería, cubierta de harina y de sudor, lo que, por cierto, no le hacía justicia, aunque su sonrisa nunca cambiaba. Limpia, con su cabello negro bien peinado, Calpurnia era una chica diferente. Tenía un temperamento alegre que parecía estar en guerra con su tristeza interior, y en la casa había tensión, algo evidente por el modo abrupto en que acababan las conversaciones entre su madre y ella cuando su nuevo «pariente» aparecía. Trataba a su padre con cierta reserva y, por lo general, intentaba estar en cualquier otra parte cuando él andaba cerca.
En la familia de los Terencios, sólo ella dio la bienvenida sin avaricia a Áquila, y hacía todo lo que podía por cuidar de que estuviera cómodo sin esperar nada a cambio: lavaba y remendaba sus ropas e incluso lustró con cera de abeja su maltrecho peto de cuero, dejándolo en un estado que parecía medianamente respetable. El amuleto la intrigaba, pero para Áquila nunca había sido fácil hacer especulaciones sobre su nacimiento y el ceño con que recibió la primera pregunta de ella fue suficiente para asegurar su futuro silencio sobre aquel asunto.
Pero ella lo buscaba, se hacía la encontradiza cuando él estaba en casa. Como es típico en un joven de su edad, Áquila no se daba cuenta de lo mucho que ella lo admiraba; no se daba cuenta de que era muy diferente, más alto, e incluso con el tono dorado de su piel era muy distinto de todos los otros jóvenes que ella conocía. Cuando estaba sola, de noche, rezaba para que Áquila fuera a rescatarla, y cuanto más conjuraba ella la imagen de él en su mente, más soñadores se volvían sus pensamientos. Para Calpurnia él era como el hijo de un dios, puesto en la tierra para enmendar los errores de la humanidad, y estaban solos en casa el día que ella se lo contó. Aquello hizo reír a Áquila, que fue capaz de apuntar que aquella idea no era tan solo un mito romano, sino que también existía en las religiones griega y celta. Eso la intrigó aún más, así que él se vio obligado a contarle cómo era que él sabía cosas semejantes.
Por necesidad, puso especial cuidado en sus descripciones: en la de Gadoric, que le había enseñado las creencias de la religión celta, y que los dioses vivían en los árboles y en la tierra; el mismo hombre que le había enseñado a cazar solo para comer, nunca como una simple demostración de destreza. La convicción religiosa más respetada por los celtas era que el guerrero que moría en batalla iba a sentarse con los dioses en un lugar especial, donde los relatos de sus heroicas hazañas se convertían en materia de leyenda. Algo que Gadoric, por cierto, había conseguido; si bien no se la describió a Calpurnia, mientras hablaba tenía en mente la imagen de la muerte de su amigo, la de su carga contra un frente de caballería romana sin tener esperanza de sobrevivir, lanzando los gritos de guerra que había aprendido de niño.
Cuando hablaba de los griegos, lo hacía incluso con mayor prudencia. No podía mencionar Sicilia ni lo que hacía allí bajo la tutela de Didio Flaco, pero de boca de muchos miembros del ejército de esclavos había oído hablar de las deidades que adoraban, muy parecidas a los dioses romanos, pero con nombres diferentes, así como acerca del panteón de héroes cuyas hazañas se contaban una y otra vez para inspirar a los pusilánimes, a los temerosos y a la mayoría de todos aquellos lo bastante valientes como para desear emularlos. Pero estaba la otra cara de las creencias griegas; ningún hombre debía buscar demasiado y, desde luego, ningún simple mortal debía retar la supremacía de los dioses, pues eso conducía al pecado de hybris, transgresión por la cual un hombre sería humillado o incluso destruido.
Y también había heroínas, pues si bien Zeus era de sexo masculino, había bastantes diosas tan poderosas como para hacer que una mujer se sintiera igual que un hombre. Calpurnia quedó muy desconcertada por aquellos cuentos griegos e hizo que Áquila se los contara una y otra vez. Para una chica que casi no había salido de las calles romanas y que pocas veces había visitado un templo, las historias que él había aprendido de los esclavos rebeldes dieron a sus enormes ojos castaños una embarazosa luz de adoración a los héroes, hasta que, al final, después de que ella insistiera con gentileza en que aquello era un adorno apropiado para una chica, le convenció para que le dejara colgárselo al cuello. Calpurnia se lo puso con mucho cuidado y sintió un ligero estremecimiento cuando el metal tocó su suave piel aceitunada.
– Me siento impía -dijo, y se lo quitó de inmediato-. ¿Esta águila tiene algún significado? Lo he notado cuando tocó mi piel. -La muchacha pudo ver que hacía que él se sintiera incómodo y cambió de tema-. Nunca te adoptaron legalmente, ¿verdad, Áquila?
– Nunca.
Ella le dedicó una deslumbrante sonrisa.
– Entonces no somos parientes en realidad, ¿no?
– ¿Y eso te complace?
– Claro que sí. Los familiares que me han dado nuestros dioses romanos no me inspiran el amor a la familia.
– Me preocupa Fabio. Algún día se meterá en problemas de verdad.
Ella rio.
– Fabio dará un pasito hacia un lado y entonces algún tipo inocente que esté de paso se encontrará con que lo acusan de algo de lo que él no tiene ni idea.
Se sentaron en silencio y ella tomó el águila dorada entre sus dedos.
– Siento que hay algo oscuro en ti, Áquila, secretos que no le contarías a nadie.
Aquello hizo que fuera más reservado.
– No se me ocurre qué puede ser.
– Tienes un aura alrededor.
– Sólo cuando el sol está a mi espalda -rio Áquila. Su frivolidad no gustó a Calpurnia.
– Quizá no puedes confiar en mí porque no somos familia.
– Confío en ti más que en cualquiera de esta casa, Calpurnia, y tú lo sabes.
Ella dejó caer la cabeza y musitó.
– Eso no me deja en muy buena posición.
Áquila se acercó y levantó la barbilla de ella.
– No era esa mi intención.
El rostro de ella, vuelto ya hacia arriba, se iluminó de nuevo con aquella brillante sonrisa y le puso la cadena del amuleto al cuello.
– Soy demasiado cotilla para mi propio bien.
– Tonterías. Dices que el amuleto significa algo. ¿Por qué debería «significar» algo? Estaba enrollado alrededor de mi pie cuando Clodio, tu abuelo, me encontró. Lo único que significa es que uno de mis verdaderos padres quiso que yo viviera, aunque no me quería lo bastante, según parece, como para querer encontrarme.
Calpurnia percibió la amargura de aquel último arrebato y volvió a tocar el amuleto.
– Es muy valioso.
Por primera vez, Áquila puso en palabras algo que hasta entonces sólo había sido un pensamiento.
– Quizá habría sido mejor que Fúlmina no lo hubiera guardado para mí. No me lo dio así como lo ves. Hizo una cubierta de cuero para ocultarlo y me hizo prometer que no lo descubriría hasta que sintiera que ningún hombre podía hacerme daño.
– ¿Y cómo supiste que era el momento?
Áquila estaba pensando en el día que había descosido el amuleto de Fúlmina; el mismo día que había arrojado una lanza a un matón cejijunto llamado Toger, uno de los miembros de la banda de rufianes que había reclutado Didio Flaco para que le ayudaran a hacer dinero en las granjas que iba a dirigir para Casio Barbino. No se había enfrentado a Toger por lo que había intentado hacerle de noche en su catre, sino porque el ex gladiador había matado a aquello que Áquila más amaba: Minca, el perro que había heredado de Gadoric. Toger, luchador entrenado, se había burlado ante la sola idea de que lo amenazara un simple chaval. Murió con la lanza de Áquila en su garganta, chorreando sangre sobre la dura tierra apisonada que había a sus pies.
– Lo supe -replicó, pero no reveló lo que estaba pensando-. Podría haberlo dejado allí y así puede que la gente hubiera dejado de preguntarme.
– Es mejor llevarlo puesto.
Calpurnia dijo esto totalmente convencida, y después se ruborizó por su impetuosidad.
– ¿De verdad? Tu abuela tenía sueños de los que me habló justo antes de morir.
– ¿Qué tipo de sueños?
Él se sentía reacio incluso a responder una pregunta como aquella, pero como había dicho que confiaba en ella ahora no podía detenerse, si bien al relatar el asunto intentó hacer que sonara como una especie de broma.
– Me vio montado a caballo y aclamado por una multitud, como si estuviera celebrando un triunfo. Es probable que fuera el festival de las Saturnalia y que yo fuera el tonto de la ciudad. Había una vieja adivina a la que ella también solía consultar, una bruja apestosa llamada Drisia. Siempre andaba gritándome que viniera a Roma. Pero yo no creía a ninguna de ellas.
Áquila rio sin ganas, aunque Calpurnia no parecía estar de humor para tanta jovialidad. Le explicó los sueños de Fúlmina al completo, mientras observaba a la chica, que daba vueltas al amuleto entre sus dedos. Todo el rato que estuvo él hablando, la expresión de ella fue volviéndose profundamente triste.
– Entonces, te irás de aquí -dijo ella cuando él terminó.
– ¿Qué?
– ¿Puedo pedirte un favor? ¿Me permites ponérmelo una vez más?
Áquila fue a coger la cadena, pero Calpurnia detuvo su mano.
– No, ahora no.
– ¿Por qué estás triste, Calpurnia?
Hubo una débil insinuación de sollozo en su voz, aunque ella intentaba ser graciosa. Pero Áquila no pudo ver sus ojos, porque ella estaba inclinada hacia delante.
– Nunca dejes que Fabio le ponga las manos encima.
– Sólo estaba haciéndole un favor a un amigo -dijo Fabio.
Áquila se sentó en su catre, lo bastante despierto como para ver, al mortecino brillo de la linterna, que el sayo de su «sobrino» estaba cubierto de sangre. La historia salió a trompicones; ya le había hablado a Áquila de algunas de las bandas criminales más duras de Roma, y la más dura de todas la dirigía un hombre llamado Cómodo.
– Primero el material era de Donato, pero esos cabrones se lo quitaron. Él sabía que estaba en el almacén de Cómodo que está junto a los muelles y se propuso recuperarlo. Le dije que yo vigilaría por él.
– Seguro que supondrían quién lo hizo, ¿no?
– Nunca pensaron que Donato tuviese agallas y él ya tenía comprador, así que el material ya habría volado para el amanecer. -No había salido según lo previsto, pues el almacén estaba mejor vigilado de lo que Donato había pensado-. Tuve que dejarlo en un portal a unos cien pasos del almacén. Le habían clavado un cuchillo en las tripas. Lo alejé de los muelles, pero ya no podía cargar más con él.
Áquila miró la sangre en el sayo de Fabio; no le hizo falta preguntar si Donato estaba malherido.
– Puede que ya esté muerto.
– ¿Y si no lo está? -protestó Fabio al tiempo que sacudía a su «tío»-. No puedo abandonarlo así como así.
Áquila movió la cabeza despacio, pero ya estaba de pie y vistiéndose mientras lo hacía.
– Debería dejar que afrontaras tu destino.
– Si lo encuentran y hacen que cante, les hablará de mí. Entonces mi vida no valdrá mucho.
Aquello fue el ruego final, un tirón a los sentimientos de Áquila; Fabio regresaría a por él de todas formas.
– Coge alguna cosa para vendarlo.
– ¿Por qué llevas la espada? -preguntó Fabio mientras Áquila se colocaba el cinto.
– Quizá si tu amigo o tú hubieseis aprendido a utilizarla, ahora no tendrías tantos problemas.
Para cuando salieron a la calle por la panadería, había cogido además un cuchillo y su lanza. Los hornos ya estaban encendidos, llenos de hogazas de pan, y la gran mesa estaba cubierta de masa y harina.
– ¿Dónde está Demetrio? -preguntó Áquila y se detuvo.
Siempre estaba despierto cuando el pan de la mañana estaba hecho. Fabio le dedicó una mirada rara y le indicó que tenían que darse prisa. Encontraron a Donato aún con vida, pero con dolores insoportables, en el portal en el que Fabio lo había dejado. Áquila lo examinó rápidamente, pero la oscuridad hacía imposible cualquier estimación acertada.
– Aquí no podemos hacer nada. Tenemos que llevarlo a algún lugar iluminado.
– Será mejor que no lo llevemos a su casa. Su mujer es peor que Cómodo.
– A la panadería -dijo Áquila al colocarse la lanza a la espalda.
Donato se quejó del dolor cuando lo levantaron, pero no gritó. Fabio escogió el recorrido, ciñéndose a las callejuelas, y avanzaron trastabillando, pues Donato no era ligero y sus pies no podían mantenerlo erguido. Demetrio aún estaba ausente de la panadería, aunque por el aspecto de las hogazas que se refrescaban en los estantes, había estado allí y se había marchado. Áquila dejó sus armas a un lado, tumbaron a Donato en una de las mesas y empezaron a quitarle la túnica.
– ¡Fabio Terencio! Nunca lo hubiera imaginado -dijo una voz desde la entrada.
Sólo por la expresión de miedo en el rostro de Fabio, Áquila supuso que sería Cómodo. Era una auténtica mala bestia, con la nariz rota y las mejillas surcadas de cicatrices, y blandía una espada en una mano y una maza en la otra. Los dos hombres que estaban detrás de él, armados también con mazas, parecían igual de siniestros, y la forma de las estrechas frentes que tenían le recordó a aquel tipo llamado Toger, el primer hombre que Áquila había matado.
– Nos preguntábamos quién estaría con él.
– ¿Nos habéis seguido?
– ¿Quién es ese? -dijo el visitante.
– ¿Quién lo pregunta? -dijo Áquila, acercándose poco a poco a su lanza.
– Es el hermano de Cómodo, Escapio -dijo Fabio con prisa-. Este es un amigo del campo. Le pedí que viniera y me ayudara a traer a Donato. No tiene nada que ver con la incursión en el almacén.
El hombre miró a Áquila de arriba abajo, sorprendido por su altura, la espada y el color de su larga melena. Después sus ojos se posaron en el amuleto, abriéndose codiciosos cuando se dio cuenta de que era de oro.
– Ah, ¿sí?
Ahora la lanza estaba en alto, lo que hizo que Escapio diese un paso atrás. Entró Demetrio con la cara roja y sudando, como si no se hubiese apartado una pulgada de delante de su horno. Lo vio todo y su voz sonó culpable en vez de sorprendida.
– ¿Qué pasa aquí?
– Nada, Demetrio -replicó Áquila con una voz carente de emociones-. Estos hombres ya se iban.
Escapio miró la lanza y después los brillantes ojos azules de aquel extraño, y se dio cuenta de que ser hermano de uno de los hombres más aterradores de Roma no significaba nada, pues no había rastro de temor en ellos. Sabía que moriría si empezaba a hacer algo justo en ese momento, así que sonrió, con la seguridad que da saber que el tiempo estaba de su parte. No hubo amenaza cuando se acercó a la mesa más cercana, donde cogió una gruesa hogaza y la olfateó con ostentación; después sonrió a Áquila y a Fabio.
– Os veremos en otro momento -después miró a Donato, que yacía estirado sobre la otra mesa-. Pero no creo que a él volvamos a verlo. -Tanto Fabio como Áquila miraron al mismo tiempo. Fabio, que tenía menos experiencia, no estaba seguro, pero Áquila sí. Donato estaba muerto. Escapio sonrió abiertamente y se dio la vuelta para salir-. Tendríais que haberlo dejado donde estaba.
– ¿Qué habéis hecho? -escupió Demetrio, rompiendo el silencio que siguió a la marcha de aquel trío.
– Yo no he hecho nada -dijo Fabio enfadado, haciendo una interpretación muy libre de la verdad.
– No me fastidies, cabrón inútil. Los que son como Escapio no entran aquí sin una razón -Demetrio dio un codazo al hombre muerto que había sobre su mesa-. ¿Y este quién es?
Áquila se lo explicó intentando quitar importancia al papel de Fabio y dársela a su valor a la hora de ir al rescate de su maltrecho amigo, pero aquello no estaba surtiendo efecto en el padre, cuyo rostro se volvía más gris con cada palabra.
– Quiero que te largues de esta casa -dijo señalando a Fabio en cuanto Áquila terminó de hablar.
– ¡Qué!
– Ya me has oído. ¿Qué crees que van a hacer Cómodo y su banda? ¿Olvidarte? Si te quedas aquí, también se desquitarán conmigo. No me he pasado todos estos años levantando un negocio para ver cómo arde por tu culpa -avanzó golpeando con un dedo el pecho de su hijo-. Tú no vales nada, ¿me oyes?
Fabio apoyó una mano en la dilatada barriga de su padre y lo empujó hacia atrás.
– Si yo no valgo nada, es porque me viene de ti. No entres aquí haciéndote el beato conmigo, no después de lo que has estado haciendo.
– ¡Cállate! -soltó Demetrio al mismo tiempo que lanzaba una mirada preocupada a Áquila.
– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó Fabio con sarcasmo-. No te creerás que es un secreto, ¿verdad? Venga, Áquila, pregúntale qué ha estado haciendo. -Fabio parecía un hombre que acabara de conseguir una ventaja, mientras que Demetrio levantaba sus gordas manos implorando a su hijo que se callara. Confundido, Áquila miraba del uno al otro-. Pregúntale por qué una hija de la edad y el aspecto de Calpurnia no está casada.
Demetrio volvió sus aterrorizados ojos hacia Áquila.
– La necesito para que ayude a mi mujer en la panadería.
– ¿Y por la noche, papá? ¿Para qué la necesitas por la noche?
Áquila bajó la lanza, de forma que su punta quedó cerca de la enorme panza de Demetrio. El hombre empezó a temblar y Fabio dio en el blanco con su última pulla.
– Has arruinado su vida, gordo seboso. No le darán una dote y sin eso ella no puede encontrar un marido decente. Aunque no es que fueran a quererla muchos después de lo que le has hecho.
– ¡Lárgate! -gritó Demetrio, pero aquellas palabras ya no tenían fuerza.
Ella sollozaba en sus brazos mientras él la sostenía con suavidad, dejando que su dolor se derramara. El sol ya había salido y podían oír el ruido de los primeros clientes que subía desde la panadería. La presión de los brazos de ella, que rodeaban a Áquila, parecía incrementarse con cada nueva revelación. Había estado ocurriendo desde que era una niña y al principio era como un juego, solo la tocaba, pero había ido aumentando según la salud de su madre se deterioraba, y como cualquier niño del mundo, ella era propiedad de su padre.
– ¿Quieres que te saque de aquí? -preguntó Áquila.
Entonces ella levantó la mirada hacia él, a través de unos ojos empapados en lágrimas, pero logró sonreír y su mano subió hasta el águila que él llevaba al cuello.
– Tú tienes un destino, Áquila, recuérdalo.
– Todo lo que tengo son sueños y profecías. He visto a gente cegada por eso mismo y morir por su causa. Para mí no tiene ninguna importancia.
– Pero sí que la tiene. Fúlmina lo sabía, y creo que yo también, puede que haya heredado su don. Tú no estás hecho para una vida en los callejones de Roma.
– Por lo que he oído de ese Cómodo, no estoy destinado a vivir.
Ella apretó sus brazos y lo sacudió.
– Entonces sal de Roma.
Áquila sonrió, pensando que si Calpurnia tenía ese don de la segunda visión, aquello iba totalmente en contra del consejo que le había dado Drisia.
– ¿Y adónde voy a ir? Además, apenas llevo aquí dos meses.
Calpurnia lo miró de cerca, entrecerrando ligeramente sus ojos húmedos.
– Ya te habías hecho a la idea de marcharte, ¿verdad?
Él le dio un golpecito en la nariz que hizo que sonriera de aquella forma que a él tanto le gustaba.
– Eres demasiado lista.
De pronto ella le besó, pillándolo desprevenido, y después, tras colgar los brazos de su cuello y con ojos suplicantes, habló.
– Una vez, Áquila. Sólo una vez.
Él sabía a qué se refería y negó con la cabeza.
– Me haría feliz. No pediré nada más, lo prometo.
Áquila se movió, incómodo, para intentar ocultarse el hecho de que aunque su mente lo consideraba una mala idea, no sucedía lo mismo con su cuerpo.
– No puedo conseguir nada más, lo sé. Te he contado cómo he sufrido. Puede que ahora, que ya es público, mi padre me dé una dote y yo encuentre un marido, pero una vez, Áquila, sólo una vez, sería tan bonito tener dentro de mí a alguien a quien amo.
Sus besos borraron la poca resistencia que ponía él, sin que ella tuviera necesidad de hacer mucho esfuerzo cuando hizo que su conquista se tumbara en la cama.
– Ve a ver a Cómodo.
– ¿Y qué le digo? -preguntó Demetrio. Estaba claro que tenía miedo de Áquila, pues su carnosa papada temblaba incluso cuando sólo estaba escuchando.
– Le dirás que Fabio y yo hemos dejado tu casa.
Sus ojillos brillaban cuando Fabio interrumpió.
– ¿Adónde vamos a ir?
– Cuando me inscribiste con tu tribu para que pudiera votar, ¿qué clase me asignaste?
– La cuarta clase, como Fabio, aunque no es que él la merezca. Por sí mismo nunca hubiera sido apto para votar.
– ¡Bien! -dijo Áquila, a quien no le interesaba nada más que la primera parte de lo que había dicho Demetrio. Se volvió hacia Fabio-. Tú y yo marchamos a alistarnos en las legiones, «sobrino».
Fabio dio un respingo.
– Eso nunca.
– Gracias a la previsión de tu padre, nos obligarán a alistarnos como hastarii, y nosotros tendremos que aportar nuestro propio equipamiento.
– Vete tú -replicó Fabio con un gesto desdeñoso-. Yo me quedaré aquí.
– Estarás muerto en una semana. Cómodo se encargará de eso.
Fabio empalideció, pero entonces habló Demetrio.
– Aún no me has dicho lo que se supone que tengo que decirle a ese ladrón asaltador.
– Le vas a decir que os deje en paz a tu familia y a ti.
– No me va a hacer caso.
– Lo hará, porque se lo dirás la próxima semana; yo mismo le enviaré un mensaje, uno que le quitará cualquier deseo de venganza que le quede contra ti, contra Fabio o contra mí. Si en siete días no está satisfecho y dispuesto a declararlo así en público, entonces podrá hacer lo que desee. Es decir, si está preparado para asumir las consecuencias.
Demetrio frunció el ceño.
– Pareces muy seguro de ti mismo.
– Tienes dos opciones, Demetrio. O esperas aquí a que Cómodo y su hermano te hagan una visita, o vas a verlo y le das mi mensaje. -El viejo asintió, consciente de que no tenía elección-. La otra cosa que tienes que hacer es cavar debajo de las tablas de tu suelo y sacar algo de ese dinero que tienes ahí escondido.
El obeso panadero estaba demasiado asustado para preguntar a Áquila cómo era que sabía aquello.
– ¿Por qué?
– Para pagar nuestro equipo, Demetrio. No querrás que nadie de tu familia se presente a servir en las legiones sin vestir apropiadamente.
Demetrio resopló enfadado como si estuviera a punto de explotar a modo de protesta, pero vio el gesto de los ojos de Áquila y las palabras se le atragantaron. El joven caminó hacia él, cerniéndose sobre aquel hombre gordo.
– Ponle otra mano encima a Calpurnia y yo mismo te castraré en persona. Haré que te comas tus pelotas, ¿entiendes?
Aquel rostro fofo se contrajo en una mueca de absoluto terror y sus manos fueron a cubrir, involuntariamente, la parte superior de sus gruesos muslos.
– Quiero que tengas esa oportunidad, Calpurnia.
Ella acercó su cuerpo desnudo al de él, empujando con su pelvis. El águila se deslizó desde su cuello hasta rozarle el pecho.
– Otra vez, Áquila, por favor.
Él rio.
– Dijiste que sólo una, y eso fue hace dos días.
La vibración de las palabras de ella cosquilleó en su cuello.
– Eso fue antes de saber que podía ser tan agradable. Y no quiero tu dinero.
Él se incorporó apoyándose en los codos.
– Si Demetrio te da una dote, puede que lo haga a condición de que te cases con alguien que él elija. Si te la doy yo, entonces serás tú quien decida.
Ella quedó en silencio, con la cabeza en la articulación del brazo de Áquila, y él se dio cuenta de que estaba llorando.
– Ojalá los dioses me sean propicios.
– Mereces que lo sean. Usa el dinero para encontrar un sitio donde vivir. Sal de aquí. Cuando yo no esté, ¿cómo podré estar seguro de que Demetrio mantendrá las manos en su sitio?
La rueda del carro de Cómodo se salió de su eje el primer día, dejándolo tirado en la calle. A la mañana siguiente aún le dolían las magulladuras cuando, al despertar, se encontró con el frío cadáver de Donato en su cama. Aquel día, mientras caminaba por las calles para ir a decirle a Demetrio que era hombre muerto, todo un andamiaje de madera se derrumbó. Cómodo sabía mejor que nadie que aquel grito, que había salido de ninguna parte, le había salvado la vida al darle el tiempo justo para meterse en una entrada. Gritó y maldijo a sus hombres, en especial a su hermano, por su incapacidad para protegerlo, pero se mantuvo alejado de la panadería. Lo que al final acabó por convencerle fueron las tres flechas que llegaron al día siguiente. Entraron por la ventana abierta de su almacén; una se clavó cerca de su brazo derecho y otra, cerca del izquierdo, mientras que la tercera se hincó con un ruido sordo en su escritorio, justo delante de él. Fue en persona a ver a Demetrio, juró por todos los dioses que no se vengaría e incluso le pagó el pan.
– Me está divirtiendo esto -dijo Fabio mientras veía a Cómodo volver a su casa, rodeado de guardaespaldas y lanzando miradas a todos los edificios de alrededor.
– Pues creo que ya se ha terminado -replicó Áquila.
La mirada de venganza había abandonado el rostro de Cómodo para ser reemplazada por una de miedo, mientras el cabecilla de la banda movía la cabeza de un lado a otro, en busca de sus invisibles atacantes. Demetrio, que con desgana les había dado el dinero que necesitaban para comprar sus equipos, confirmó que Calpurnia se iba a alojar con la viuda de Donato y aquello fue su última parada antes de alistarse. Ella era valiente; sin llorar ni rasgarse las vestiduras, incluso dio un beso en su fofa mejilla a Fabio.
– Estoy deseando que llegue el día en que celebres tu triunfo, Áquila.
Él quiso llevarle la contraria, decirle que era un simple mortal y aclararle que los legionarios no eran premiados con triunfos, pero la mirada de ella hizo que lo descartara, así que se agachó y la besó con cariño.
– Cuídate, Calpurnia. -Entonces miró a Fabio y le dio una palmada a su aflojado vientre-. Vámonos, «sobrino». Es hora de que te quitemos algo de ese peso de más.
Su «sobrino» insistió en hacer una última incursión por las casas de los ricos en la colina Palatina, convencido de que los dioses no dejarían que se fuera a la guerra con las manos vacías, y tenía razón. Dieron con un vinatero que estaba entregando unas vasijas de vino en la villa de los Cornelios, un hombre tan incauto como para dejar su carro sin vigilancia mientras él llevaba las vasijas de arcilla a la parte de atrás de la casa. No apartó los ojos de sus posesiones por más de un par de segundos, pero fue tiempo suficiente para Fabio. Lo sorprendió, por supuesto, lo que provocó cierto revuelo y también un griterío.
– ¿Casarte de nuevo? -preguntó Quinto Cornelio, ignorando el ruido de los gritos que de pronto habían estallado justo fuera de las cocinas.
Claudia pensó que él arqueaba las cejas de forma bastante exagerada. Así era Quinto, siempre se comportaba como si parte de su personalidad estuviera observando sus acciones desde fuera de su cuerpo. Habían estado en desacuerdo incluso desde el día en que ella se había casado con su padre, no sólo porque él estimaba a su madre, que había fallecido, sino también porque ella era más joven que su futuro hijastro en el momento de la boda. Quinto nunca pudo aceptar que Claudia había amado a su padre, así como admiraba al general más famoso del mundo romano, tras su conquista de Macedonia, y uno de los hombres más ricos de Roma. Los veinte años de diferencia tampoco influyeron en su relación, que había cambiado después de que ella fuera hecha prisionera por los celtíberos.
Fue Quinto quien la encontró, y era una de las pocas personas que conocían su secreto. Pero no iba a decir nada; el buen nombre de los Cornelios y sus ambiciones políticas significaban demasiado para él. Ella no dudaba de que su decisión de volver a casarse le había sorprendido. Por encima de todo, él tenía el aspecto de alguien que anticipa el placer que podría obtener en el caso de que le diera una respuesta negativa. ¡Era el momento para quitarle esa idea de la cabeza!
– Soy consciente de que, en realidad, no necesito tu permiso.
– Oh, yo creo que sí, Claudia. Yo soy el cabeza de familia de los Cornelios.
– De la que tu padre tuvo a bien darme independencia.
Quinto se irritó.
– Mientras estés viviendo bajo este techo…
Claudia lo cortó en tono desabrido.
– Puedo irme hoy mismo si lo deseas, hijastro, y comprarme mi propia casa.
– ¡No te dejaré hacerlo, Claudia!
– Sí que lo harás -dijo ella en voz baja.
Aquellas cejas volvieron a dispararse; no estaba acostumbrado a semejante tono de voz por parte de su madrastra.
– No lo creo.
– ¿Ni siquiera si pudieras influir en la elección de mi marido?
No tenía ningún otro sitio al que dirigir su rostro, pues ya estaba sobresaltado y sorprendido, y parecía no haber oído las palabras de Claudia. Pero ella conocía demasiado bien a su hijastro; no era estúpido, a pesar de sus defectos manifiestos. Habría sopesado todas las posibilidades relativas a su beneficio personal en un instante. Después de todo, tras la muerte de Lucio Falerio Nerva él era el líder titular de los optimates, la facción que había encabezado Lucio, aunque carecía de la autoridad de su predecesor. Su control del poder era vacilante y en su mente veía su posición peligrosamente vulnerable.
– Soy tan consciente como tú de mis responsabilidades con la familia.
Quinto respondió a aquella afirmación con una sonrisa sarcástica.
– Entonces esta es una conversación precipitada y fuera de lugar, mi dama.
Claudia pasó por alto el insulto; su objetivo era demasiado importante para eso.
– Puedes preparar una lista de candidatos, Quinto, con hombres que sean adecuados para una alianza con los Cornelios. No dejaré que tú escojas, pero sí elegiré marido de entre los nombres que tú me des.
– Me resulta difícil de creer.
– ¿Por qué? Quiero casarme otra vez, y si es posible, sin chismorreos.
– Que yo podría causar, por cierto -dijo Quinto con frialdad.
– Entonces que sea una persona que te ofrezca algo a cambio, como un mayor apoyo vocal en el Senado.
Se miraron fijamente a los ojos durante lo que pareció una era, mientras Quinto repasaba en su mente ventajas e inconvenientes. Al fin aceptó de golpe.
– Bien, de acuerdo, pero con una condición.
El corazón de Claudia palpitaba desbocado; temía que él hubiese adivinado sus motivos y que la obligara a hacer un juramento que los imposibilitaría.
– ¿Cuál es?
– Que hagas un testamento que, a tu muerte, devuelva todo el dinero que te dejó mí padre a las arcas de la familia de los Cornelios.
Claudia sintió, y oyó, cómo escapaba de su cuerpo el aliento que había estado reteniendo.
– ¡De acuerdo!