Marcelo tenía dos problemas a los que prestar atención, que nada tenían que ver con los cofres llenos de documentos que había en la bodega; primero, tenía que decidir qué hacer con sus venideros esponsales, y en segundo lugar, había recibido su convocatoria para incorporarse a las legiones nada más llegar a casa, aunque la muerte de su padre le excusaba de un inmediato cumplimiento en ambos casos. Como único heredero de Lucio, tenía que supervisarlo todo; Tito Cornelio, mentor suyo en Sicilia, ahora cuestor, y más experimentado en estos asuntos, le ayudó a hacer los preparativos. La muerte de alguien tan poderoso como Lucio Falerio era el momento para uno de los mayores espectáculos de Roma, un funeral patricio, y Marcelo tenía que solicitar la asistencia de hombres famosos, gente con una posición lo bastante importante como para honrar una ocasión semejante y para que hicieran luto por la familia.
Accedieron enseguida, aunque Tito declinó ir en primera fila. Aconsejó a Marcelo que sería más sabio por su parte pedirle a su hermano mayor Quinto, a punto de ser elegido como el siguiente cónsul júnior, que aceptara un papel tan prestigioso.
Se arregló el catafalco, que llevaban levantado los esclavos más imponentes de las granjas de los Falerios. A continuación, venía Marcelo a pie, y detrás de él iba Quinto con su toga bordeada de púrpura, conduciendo su propio carro y llevando la máscara mortuoria del más famoso antepasado de Lucio, Máximo Falerio, administrador y soldado romano que había ayudado a conquistar a los celtas del valle del Po.
Le seguían ex cónsules, generales, pretores, gobernadores y hombres de prestigio, todos portando diferentes máscaras mortuorias de la familia, todos guiando carros adornados con sus propios galardones por servicios al Estado. Aun así, esta era una celebración triste, es más, una celebración profundamente religiosa en la que el culto a la familia se celebraba en su máxima expresión. Los estantes de la capilla estaban desnudos, pues todo invitado importante, al aceptar asistir, había asumido el papel de un Falerio. Aquel día, el genio familiar de su casa imperaba en Roma.
Salieron de la casa, bajaron la colina Palatina y atravesaron el atestado aunque silencioso mercado. Cuando llegaron al estrado de delante del foro, los representantes de todos los ancestros de Lucio cambiaron sus carros por sillas. El gentío que había seguido a la procesión se reunió ahora ante el estrado para oír el discurso funeral pronunciado por el heredero de los Falerios. Marcelo habló de cosas que se perdían en las brumas del tiempo, de hazañas llevadas a cabo por gigantes de leyenda que tenían relación con su casa. Todo antepasado de importancia fue venerado, y sus hazañas y cargos catalogados. La multitud permanecía en silencio; ni siquiera los enemigos de Lucio se habrían atrevido a murmurar una palabra en el funeral de aquel gran hombre. Transportaron el cuerpo, seguidos ahora por la procesión a pie, al Campo de Marte, en medio del cual se había levantado la pira, con madera seca por el viento y el sol para que así ardiera con altas llamas, llevando el espíritu de Lucio hacia los cielos, donde aquellos dioses que él proclamaba de su árbol familiar seguramente se encargarían de él. Marcelo mantenía la antorcha en la mano y, de cara a la multitud, pronunció el discurso de despedida.
– Hay quienes veían a mi padre como un hombre severo, inflexible y estricto. Era tan duro conmigo como lo era consigo mismo. Yo no me salvé, y Roma puede dar gracias al mismo Jove porque tampoco se salvó mi padre. Nunca se puso por encima de las necesidades de la República a la que servía, al ver que, en nuestro sistema de gobierno, Roma había alcanzado el dominio en un mundo peligroso. Él tuvo una inquietud permanente, que esta ciudad y sus ciudadanos nunca cayeran bajo el yugo de algún poder extranjero y que no sucumbieran a las ambiciones de ningún hombre que buscara el poder supremo. Trabajó para asegurarse de que el Senado permaneciera como lugar de debate y como gran iniciador de la legislación, y para que allí ningún hombre fuese otra cosa que uno más entre iguales.
»A ojos de mi padre, ningún romano de buena cuna tenía ningún derecho para evitar el servicio al Estado, que era una obligación y debería ser considerado un placer. Yo, Marcelo Falerio, reafirmo un juramento que le hice a mi padre, que, en todo, mi interés principal será la seguridad de Roma y de las leyes que tan buen servicio prestan a sus ciudadanos. Ningún hombre, mientras yo viva, aspirará o alcanzará un estatus mayor que el de ciudadano de la República romana. Mientras tenga fuerzas para alzar el brazo con el que manejo mi espada, ningún otro poder se impondrá sobre nuestro mundo».
Para más de un oyente, la perorata de Marcelo en el Campo de Marte había sido de una grave imperfección y ni de cerca todo lo florido que era de esperar -defectuoso en su retórica.
Habían sentido lo mismo cuando habló desde el estrado, pero tendría que ser un despiadado miserable quien, mirando a un joven tan agraciado y noble en el momento en que bajaba la antorcha a la pira funeral de su padre, no soltara una lágrima. Hombres que habían maldecido a Lucio Falerio Nerva toda su vida, lloraron sin parar, conmovidos bien por la ceremonia, bien por ser conscientes de repente de su propia mortalidad.
El mensaje que le esperaba cuando volvió a casa hizo que Marcelo maldijera con ganas. Los Trebonios habían vuelto y se disculpaban por haber perdido la ocasión de presentar sus respetos en el funeral. Tenía unas ganas horribles de ver a Valeria, pero le había pedido a Quinto Cornelio que lo visitara para discutir las últimas voluntades de su padre. El deseo era una cosa, pero no podía insultar a un hombre que estaba a punto de ser cónsul estando ausente cuando él llegara, aunque tampoco podía dejar pasar aquella oportunidad. Envió a un esclavo para que vigilara el camino hacia el foro, con instrucciones para que le diera el aviso, y después corrió a casa de los Trebonios. El tiempo que tardaron en completar los intercambios de cortesía con sus padres fue en extremo mortificante, pero ineludible.
Nervioso, Marcelo no captó la mirada de ilusión en sus ojos, pues la atracción que sentía por su hija no era un secreto en la casa. Ahora que su padre se había ido, quizá Marcelo ejerciera su derecho, como un espíritu libre, para cambiar de opinión y casarse con su hija. Malinterpretaron también su impaciencia, pues no sabían nada de la inminente visita que esperaba, y la achacaron a un deseo que apenas podía controlar. Cuando al fin dejaron solos a los dos jóvenes, tras pedir al hermano de ella y amigo de Marcelo, Cayo, que se quedara por el bien de la propiedad, los padres de Valeria estaban felices. Se sentían razonablemente seguros de que su deseo estaba a punto de cumplirse; que un Falerio aceptaría una alianza con los Trebonios, lo que elevaría enormemente el prestigio de su familia.
– Me quedaré tan lejos como me sea posible -dijo Cayo con malicia-. Acabo de terminar una gran comida. Si tengo que escuchar vuestro intercambio de dulces chorraditas, temo que me pondré enfermo.
Marcelo estaba demasiado ocupado como para oír su sarcasmo. Sus ojos estaban fijos en Valeria, que se había vestido para la ocasión, con su cabello castaño cuidadosamente trenzado sobre su precioso rostro. Sus ojos verdes, grandes y atentos, y su nariz respingona añadían algo a aquella sonrisa ligeramente burlona que siempre lo encandilaba. Podía acordarse del primer día que la había visto como una mujer floreciente en vez de como a aquella molesta peste de cría, la había olido, había visto la forma de su cuerpo a través de su vestido y había perdido la voluntad de discutir con ella.
– Si nos sentamos aquí -dijo ella indicando un banco que había junto al muro del jardín-, Cayo no podrá vernos.
Marcelo no tenía ni idea de que estaba conteniendo el aliento, pero así era, y se le escapó en una ráfaga. El sonido hizo que ella sonriera traviesa.
– Suenas como si no me necesitaras para…
Él no la dejó terminar.
– Yo te necesito, Valeria.
A ella le molestó la interrupción, pues estaba a punto de decir algo para escandalizarlo. Con tantos hermanos, y al ser una persona curiosa, la forma y la naturaleza del cuerpo de los hombres no eran un misterio para ella, y con Marcelo, tan recto y mojigato, habría sido maravilloso decir algo realmente vulgar.
– Valeria, no tengo mucho tiempo -jadeó él mientras tomaba su mano.
Los verdes ojos de ella se abrieron mucho al oír aquello.
– ¿Qué quieres decir?
Marcelo veía desde muy cerca el rostro de ella, que se iba enfadando mientras él se explicaba, lo que hizo que él soltara las palabras de una forma que las hacía sonar peores de lo que eran en realidad. Y la maldijo en secreto. Estaba claro que Valeria no era consciente del honor que él le estaba otorgando al estar allí en primer lugar. Estaba animándose para protestar cuando ella lo sorprendió volviendo a sonreír de golpe.
– No te preocupes. Tu esclavo aún no ha venido a avisarte. Así que sentémonos un momento.
Él dejó que ella lo llevara hasta el banco, con una única mirada por encima del hombro hacia la puerta, y se sentó. Ella se acercó a él, de forma que él podía sentir el muslo de ella presionando contra su pierna, y se lanzó a contar una anécdota sobre su estancia en el campo, que Marcelo apenas oyó por lo arrebatado que se sentía a causa de su cercanía, y por la manera en que cada movimiento de ella se comunicaba a través del fino tejido de sus ropas.
Valeria estaba decepcionada; había descrito dos veces y gráficamente las dimensiones de los genitales del caballo, empleando sus manos para hacerlo, además de hacer una cruda alusión a su forma de montar una yegua. Puede que, al fin y al cabo, Marcelo no fuera tan mojigato, pensamiento que hizo que fuera más descarada, más vulgar; pasara lo que pasara, debía mantenerlo allí, hacer que se saltara su cita con Quinto Cornelio. Así que, en el acto de describir su sobresalto al ver cómo cubría un toro a una vaca, Valeria dejó que su mano se posara en el regazo de Marcelo.
Al notar señales de su erección, la chica se permitió mantener su mano provocativamente cerca. Sintió también una oleada de poder, pues era evidente que Marcelo estaba a punto de reventar, y tan enamorado por su proximidad que apenas había oído una sola palabra de lo que ella había dicho. Ella apartó su mano y la colocó con la otra en su regazo, a la manera de una doncella, pero se pasó la lengua por el labio inferior antes de hablar.
– ¿Qué te gustaría hacer ahora, Marcelo?
El esclavo, que entró precipitadamente y llamó a su amo, estropeó todo el efecto de aquella deliciosa provocación.
– Los lictores están a punto de llegar, amo.
Ella borró su sonrisa y sintió la tentación de gritarle «Maldito cretino, tu amo también». Pero Marcelo ya estaba de pie, intentando colocar su toga para que cubriera el llamativo bulto de su entrepierna.
– Tengo que irme.
– ¿Cómo puedes dejarme así?
En comparación con cómo se sentía él, Valeria parecía la frialdad en persona, por lo que aquella queja tenía cierta cualidad teatral.
– No tengo elección, ya te lo dije.
Ella agarró su mano para detenerlo.
– Dime que me quieres, Marcelo.
– Te quiero, Valeria, pero tengo que irme ahora.
– Quédate, por favor.
– No puedo, ya lo sabes.
– ¿Cómo puedes decir que me amas y después abandonarme por un viejo cabrón?
– Puedo pasar por aquí después.
Los ojos verdes relumbraron por primera vez desde que él había llegado, mostrando aquel gesto de altivo desdén que él tanto temía, y su voz, al pronunciar aquella sola palabra como un latigazo, fue suficiente para llamar la atención de Cayo, que había estado evitando la escena a propósito.
– ¡No!
– Valeria -suplicó él.
– Si te vas ahora, Marcelo, no vuelvas. ¡Nunca!
– Amo -lo llamó el esclavo con creciente urgencia.
Marcelo tuvo que despegar los ojos de ella, lo cual, al estar Valeria aferrada a él, fue casi tan difícil como soltar su mano. Al final tuvo que tirar con fuerza para liberarse. Salió corriendo por la puerta, pegado a los talones de su esclavo.
– Bueno, hermana, ¿ya has arruinado las esperanzas que tiene padre en una alianza con los Falerios? -Valeria fingió no tener ni idea de a qué se refería. Cayo, que la conocía mejor que nadie, hizo una imitación muy acertada de su voz-. Si te vas ahora, Marcelo, no vuelvas. ¡Nunca!
– Volverá, hermano, y espero que a padre le guste tenerlo como yerno. Yo desde luego no creo que vaya a sacar mucho placer teniéndolo como marido.
Cayo bostezó.
– Creo que me voy a un burdel. Estaría bien tener compañía femenina decente.
Le encantó que Valeria le sacara la lengua, igual que acostumbraba hacer cuando era una niña pequeña.
– Tienes que entender, Marcelo, que no puedo acceder a lo que me pides. -Quinto devolvió el rollo al joven como si sólo con sujetar en su mano una petición para conceder pequeños derechos a los esclavos sicilianos pudiera contaminarlo-. Sería un suicidio político en estos tiempos que corren.
Marcelo cogió el papiro y le dio la vuelta para señalar el sello de padre al pie del documento.
– Debes hacerlo, Quinto Cornelio. Fue certificado por mi padre. En cualquier caso, es una solicitud póstuma para el Senado.
Quinto quería levantarse y salir. En su mente, aquel muchacho tenía la misma expresión de desprecio arrogante que solía mostrar su padre. Era difícil engañar a alguien con la gravitas de su edad y su largo servicio al Estado, intolerable que lo hiciera alguien tan joven, y habría estado bien decírselo a la cara, decirle que el hombre que acababan de enterrar era un gusano, tan pervertido por el poder que incluso espiaba a aquellos a los que llamaba amigos, decirle que había sorprendido al esclavo nubio Thoas mientras registraba su estudio. Como había ocurrido justo después del atentado contra la vida de Lucio, uno que casi había conseguido deshacerse del viejo chivo, Quinto no se arriesgó. Apuñaló a Thoas, pero lo había hecho con demasiada fuerza, sin dar tiempo a aquel hombre para que le contara todo antes de morir. Pero las últimas palabras del esclavo agonizante nombraban a Lucio como el hombre para el que trabajaba y, con esa información, Marcelo dejaría de ser tan engreído.
Sin embargo, al ser un político, pasó aquello por alto, y mantuvo sus emociones bajo control sin esfuerzo.
– Por favor, no creas que lo ignoro, Marcelo. Pero tu padre era, por encima de todo, un realista. Puede que hiciera promesas relativas a los esclavos sicilianos, pero dudo de que tu padre las considerara vinculantes.
También Marcelo luchaba por controlar su enojo; ese hombre no sería nunca tan poderoso como pronto iba a serlo él sin su padre, que lo había acogido bajo su ala y lo había elevado hasta ocupar el puesto que ahora disfrutaba. Abandonado a sus propios recursos, Quinto habría sido sólo un senador entre muchos y el trato había sido simple: Quinto Cornelio tendría el apoyo de todos los clientes de los Falerios y se haría cargo de los asuntos hasta que Marcelo pudiera encargarse y asumiera el liderazgo de la facción de los optimates. Que aquel hombre no acatara a su mentor ante el primer obstáculo real le enfurecía.
Tuvo menos éxito que su visitante en enmascarar sus sentimientos y su manera de hablar traicionó cómo se sentía.
– ¿Estás diciendo que te falta la voluntad de usar lo único que él te confirió, su poder político?
Quinto se puso blanco, aunque de algún modo mantuvo el aire de calma necesario; algo bastante excepcional, pues su único deseo era darle un puntapié a aquel joven advenedizo.
– Dudo mucho que tu padre quisiera exponer esto ante el Senado. Sus fuerzas debían de estar bastante minadas por la enfermedad para que siquiera se planteara algo así.
– Si las condiciones de los esclavos sicilianos no mejoran, tendremos otra revuelta sangrienta.
El hombre maduro sonrió y decidió que necesitaba ser conciliador. Aún no tenía poder absoluto en el Senado; Lucio le había dejado bastante poder, pero no tan formidable como el que era necesario. Insultar a un patricio, aunque fuese a uno apenas adulto, era un lujo que no se podía permitir.
– Imagino que ya están bastante escarmentados por lo que ocurrió. Desde luego parece que han vuelto a sus tareas sin la más mínima queja. Intuyo que, por ahora, con los capataces haciéndose cargo de nuevo, les habrán sacado a golpes cualquier idea de rebelión.
Marcelo tuvo que controlarse para no decirle lo importantes que era Sicilia y el cereal que crecía allí para la seguridad de Roma, Quinto sabía tan bien como él que mantener la distribución del subsidio en grano, que evitaba que la chusma romana provocara disturbios, dependía de un suministro continuo. Tampoco tenía ningún sentido incidir en que aquella táctica de su padre, la de sobornar a los cabecillas del ejército de esclavos en vez de enfrentarse a todos ellos, se basaba en un solo hecho: nada pondría más en peligro el transporte de cereal que un conflicto prolongado con gran cantidad de esclavos muertos al final.
– Han vuelto a las granjas en paz por las promesas que hizo mi padre sobre sus futuros derechos, y yo apuntaría a que fueron las palizas que sufrieron lo que en primer lugar hizo que se rebelaran. Recuerda, por favor, Quinto Cornelio, que yo estuve allí y que vi lo que vi. Si dudas de mí, pregunta a tu hermano. Como recordarás, Tito también estuvo allí.
– Tengo mis propias fuentes a quienes he consultado, y me han dicho que las cosas están arregladas. Los esclavos están acobardados.
– Supongo que el tipo de información que tienes te llega de gente como Casio Barbino, cuyo único principio rector es el beneficio. Me sorprende que le des crédito, pues conozco a ese hombre igual que tú.
Quinto reventó por fin, desgarrando su superficial capa de diplomacia. Pronto iba a ser elegido cónsul, no era un don nadie como para que aquel crío le diese lecciones.
– No vuelvas a insultar a Casio Barbino delante de mí, Marcelo Falerio, y muestra el respeto apropiado a mi dignidad. Lucio ha muerto y su espíritu no tiene influencia en el Senado. Pero yo, y quienes comparten mis puntos de vista, sí la tenemos.
Se levantó con la intención de intimidar al muchacho mirándolo desde arriba, pero Marcelo se anticipó al senador levantándose también, y, al ser mucho más alto, dio un vuelco a la situación, de forma que el tono de amonestación de Quinto perdió parte de su efecto al ser pronunciado mirando hacia arriba.
– Debes abrir tu camino en el mundo, Marcelo. Yo tengo la obligación de ayudarte por las promesas que le hice a tu padre, pero el juramento más importante que hice en su presencia fue mantener el poder y la majestad de Roma. No me presentes rollos para mejorar la vida de los esclavos ni me exijas leyes que podrían fracturar la frágil estructura que mantiene unido todo el Estado.
– Me preocupo por el honor de mi padre.
– ¿Y el de Roma?
– Aquí también está en juego el honor de Roma.
Quinto rio al oír aquello.
– ¿Honor? Roma tiene poder, Marcelo. Estamos absueltos de la necesidad de honor. Seguramente tu padre te lo enseñó.
Marcelo se enderezó totalmente, como si se pusiera firme. Bastante malo era que su padre hubiera muerto antes de poder completar el trabajo de su vida, pero que se prescindiera de aquello, su último acto de comisionado senatorial, como si fuera obra de un liberto cualquiera, era intolerable.
– Me avergüenza haber oído a uno de los magistrados más destacados de Roma pronunciar semejantes palabras.
Quinto, pensando que, a pesar de su altura, era sólo un beatito de mierda, ignoró la alabanza.
– Eres joven. Es justo que tengas ideales elevados. Yo también mantenía los mismos principios a tu edad, pero ahora soy más viejo y más sabio, igual que lo era tu padre. Él no dejó que el honor lo detuviera cuando necesitó proteger la República.
Marcelo iba a hablar, pero Quinto le interrumpió, señalando hacia el montón de rollos que sujetaba uno de los lictores.
– Mira eso, Marcelo. Cada uno de esos rollos es una petición del gobernador de Hispania Citerior, Servio Cepio, que solicita legiones para sofocar una nueva revuelta. Yo ayudé a que lo nombraran. Servio es inteligente. Arregló algo que pocos de sus predecesores consiguieron, al llevar algo de orden a la frontera de Hispania. Parece que sólo hace días que buscaba establecer una paz más permanente, pero ahora todo ha cambiado. Aquello está otra vez en llamas, si cabe, es peor que antes, y este es sólo un problema entre los muchos a los que me tengo que enfrentar en mi año como cónsul.
Quinto se detuvo; parecía preocupado, como si el peso de todas aquellas responsabilidades fuese una carga demasiado pesada de sobrellevar, pero se recuperó y clavó en Marcelo una mirada dura implacable.
– Cuando tus asuntos en Roma estén solucionados, tendrás que asumir tus obligaciones. Yo tengo honor suficiente como para acordarme de las mías, como para recordar los votos que hice en esta misma habitación. Necesitas un puesto militar por el que puedas avanzar en tu carrera. Pronto obtendrás tu equipo, que te identificará como uno de mis tribunos. Marcharemos a Hispania en cuestión de días. Cuando hayas celebrado el banquete funeral, recibas el contenido del testamento de tu padre y pongas en orden los asuntos de la casa de los Falerios, únete a nosotros.
– ¿Y qué hay del acuerdo con los esclavos sicilianos?
– Venzamos primero en el campo de batalla, Marcelo -apuntó hacia el rollo, aún abierto en la mano del joven, con el sello de Lucio al final, el acuerdo que había hecho para mejorar la parte de los esclavos a cambio de su rendición pasiva-. Entonces podremos volver, tan poderosos que nadie se atreverá a bloquear ninguna moción que hagamos en el Senado, ni siquiera una tan descabellada como esa.
Aquella última y descuidada apreciación lo traicionó: Quinto no haría nada. El cónsul aspirante marchó y Marcelo se quedó con sus últimas palabras, pronunciadas en aquel tono burlón, acompañadas por el tipo de puñetazo de broma que un adulto utiliza para impresionar a un niño.
– Iremos a la guerra y les demostraremos de qué estamos hechos, ¿eh?
Mientras caminaba por la calle, Quinto pensaba que un joven impetuoso como Marcelo podía ponerlo en algunas situaciones peligrosas, pero sin duda el muchacho ansiaba el éxito. Como su general al mando y patrocinador, sentía que debía hacer todo lo que pudiera para ayudarle. Si Marcelo triunfaba, estaría agradecido, y si sufría una muerte gloriosa, él, Quinto Cornelio, se ahorraría una futura molestia.
Marcelo lo vio marcharse, y, por primera vez, fue consciente de lo desnudo que le había dejado la muerte de su padre. La discusión que acababa de tener con Valeria era una bendición, y fue en ese momento cuando decidió seguir adelante con su matrimonio con la chica de la familia de los Claudios. Necesitaría su dote en el futuro si es que tenía alguna esperanza de levantarse contra hombres como Quinto. Ella tendría que esperar un poco, hasta que él volviera de su primera campaña, pero tranquilizaría a su padre este mismo día. La segunda decisión que tomó fue igual de importante: abandonó todo pensamiento de quemar los documentos que estaban en la bodega.
– ¿Estás seguro de que esta es la lista Correcta, Quinto? -preguntó Claudia levantando hacia él el rollo que acababa de leer.
– ¿A qué te refieres?
– Si estuviéramos en un establo, diría que has reunido, para mi instrucción, todos los jamelgos decrépitos y sementales desquiciados de Italia.
En realidad, para sus propósitos, la lista era perfecta. Lo último que quería era un marido fiel y lleno de ardor: quería a alguien sumiso, manejable y preferiblemente estúpido. No sería difícil, en su opinión, encontrar a una criatura semejante en el Senado. Como su lista, aquello estaba lleno de ellas.
– He cumplido tus deseos, mi dama.
Ella estuvo a punto de reír. Quinto estaba tan serio y estirado, siempre afectando su postura con su nueva toga consular, mientras jugueteaba con la franja de color púrpura oscuro que recorría el borde; pero ella evitó caer en la tentación.
– Entonces tenemos que invitarlos a cenar, para que pueda examinarlos.
– No hay tiempo para eso, Claudia. Marcho hacia el norte esta semana y de veras pienso que te resultará difícil invitar a nadie a casa si no hay hombres por aquí. Causaría un escándalo.
«¡Zorro astuto! -pensó ella-, ya ha elegido a alguien». Pero no hubo señal de ese pensamiento en su respuesta, sino más bien una fingida ansiedad.
– ¿Hacia el norte? Pensé que zarpabas hacia Hispania, y al menos no antes de un mes.
Quinto echó un poco hacia atrás su cabeza, como si fuese a ser esculpido en un busto de mármol.
– Hay problemas en todas las fronteras. Marchamos a Massilia para hacer una demostración de fuerza a las tribus de la Galia Cisalpina, a modo de recordatorio de que deben permanecer en su lado de la frontera.
– Entonces, ¿tendré que esperar hasta que regreses, Quinto? -preguntó Claudia con voz sumisa.
– ¡No! -contestó él de golpe, en una reacción demasiado rápida que intentó disimular con una sonrisa encantadora; todo lo que consiguió con aquello fue parecer un ladrón-. Depende de ti, por supuesto, pero me dio la impresión de que era un asunto de cierta urgencia.
Claudia puso tanta sensualidad y anhelo en su réplica como le fue posible, haciendo que su hijastro se ruborizara.
– Oh, lo es, Quinto. No tienes ni idea de cuánto añoro que un hombre se ocupe de mí.
– Sí, bueno, lo que tú digas -tartamudeó él mientras buscaba la tranquilidad del borde de su toga.
– Entonces quizá deberíamos revisar la lista y ver quién consideras tú que sería apropiado.
Aquello devolvió la confianza a Quinto; de hecho, apenas pudo contener su impaciencia.
– Hay uno o dos de los que pienso que serían muy apropiados.
Los pensamientos silenciados de Claudia estaban de nuevo en conflicto con la sonrisa de su rostro. «Quieres decir que podrías hacer de ellos lo que quisieras. Y eso me conviene, cerdo, porque si ellos se arrodillan ante ti, es muy probable que también lo hagan ante mí».
– Necesito algo de acción.
Tito sonrió a su madrastra, muy divertido por las palabras de Cholón así como por su lánguido movimiento de brazo.
– Una campaña en Sicilia, sin derramamiento de sangre, y te has convertido en un guerrero.
– No me veo armado -replicó Cholón sin captar gran parte de la ironía-, pero estar en un peligro así, rodeado por la amenaza de una guerra inminente, me entusiasma.
– Debería escribir una comedia sobre eso, Cholón -dijo Claudia-. Al fin y al cabo, no lo ha hecho nadie.
El griego se levantó de golpe.
– ¡Has tenido una idea brillante!
– Interesante, Cholón, no brillante -dijo Tito.
Claudia lo miró con una seriedad medio burlona.
– ¿No eres capaz de ver a tu madrastra como brillante?
– Radiante, en todo caso, Claudia -replicó Tito con galantería.
– No una obra -dijo Cholón, aún perdido en su ensueño-. Algo más sustancial. -Sus dos comensales parecían divertidos-. Las obras son efímeras, no están hechas para durar.
– Dudo de que Eurípides estuviera de acuerdo -le reprendió Claudia con una sonrisa.
– Él se ceñía a las verdades eternas y mis antepasados griegos acabaron, entre ellos, con todas ellas. Quedan pocas cosas serias sobre las que escribir, especialmente para el teatro, pero, ¿qué tal una historia?
Tito miró a Claudia con perplejidad antes de replicar.
– ¿Una historia?
Cholón estaba tan entusiasmado que pasó por alto la respuesta sarcástica habitual, que normalmente habría continuado con Tito repitiendo lo que acababa de decir.
– Desde luego, el relato verdadero de una campaña real, como Heródoto y Ptolomeo. Quiénes lucharon y por qué, y el número de tropas involucradas, sin ninguna de esas exageraciones que plagan las obras de gente como Homero.
– ¿Hay algún escritor griego al que admires? -preguntó Claudia, que era distinta de muchas maneras, y no menos en esto, pues para una mujer de su clase, había leído bastante.
– Por supuesto que los hay -replicó Cholón con un gesto insolente, pero no los nombró-. Y tú te vas a una campaña, Tito, ¿no es así?
– Para hacer lo que sugieres sería mejor hacerlo al lado de un general.
– Lo que tú serás en tres años.
Tito se encogió de hombros.
– Eso depende de los dioses, y, por supuesto, de mi hermano. A Quinto no pareció alegrarle mucho que yo fuera magistrado. No sé si me respaldaría para el consulado.
– La muerte de Lucio Falerio no te ha ayudado -dijo Claudia.
El griego interrumpió, a punto de resoplar de indignación.
– Estoy de acuerdo en que no puedes contar con él, pero tú tampoco te haces muchos favores, Tito. Por ejemplo, podías cultivar la relación con personas importantes en lugar de tratarlos con desdén, que, debo decirlo, es tu manera habitual de tratarlas.
– Te lo prometo, Cholón. Si me dan el mando, puedes venir conmigo.
– Bien -replicó el griego ilusionado-, pero me perdonarás si tomo algunas precauciones, sólo en caso de que no las tomes tú.
– En tal caso, mi dama, ¿estás de acuerdo en casarte con Lucio Sextio Paulo?
La impaciencia de Quinto la crispaba. Él nunca se habría atrevido a tratar así a otro hombre por escasa que fuera su inteligencia, pero su hijastro sufría el mismo prejuicio natural que la mayoría de los hombres: daba por sentado que todas las mujeres eran estúpidas. En el caso de su tonta esposa tenía razón, lo que hacía la condición final que ella pretendía conseguir mucho más placentera, pero primero tenía que parecer reacia, una pobre mujer que necesitaba que la convencieran.
– ¿No es mucho mayor que yo?
Resultaba delicioso ver lo sorprendido que estaba.
– No esperarías un marido más joven que tú, Claudia. Sería de lo más impropio.
Ella bajó su mirada con sumisión.
– Por supuesto, qué tonta.
– Además, es un hombre de buena planta. Con gran dignidad. ¿Cuántos hombres pueden presumir de un perfil tan noble? Todos esos cabellos grises hacen que destaque entre la masa y es rico, mi dama, así que no te faltará nada.
«También es tan inocente como un cachorrillo y tan necio y pomposo como tú», pensó ella, pero sonrió de nuevo cuando se expresó en voz alta.
– ¿Crees que estará de acuerdo?
– Querida Claudia, te subestimas. Aún eres una mujer muy atractiva. Sextio se sentirá halagado.
– No estés tan seguro.
Aquello aguijoneó a Quinto; ella podía ver su mente trabajando a toda prisa para contestar a aquella objeción, pero no podía decirle que Lucio Sextio Paulo haría exactamente lo que Quinto Cornelio, el recién elegido cónsul, le dijera.
– Tengo que hacer una confesión -dijo él suavemente-, puesto que la sola idea que habías tenido me preocupaba. No podía enfrentarme a que te arriesgaras a un rechazo, así que me tomé la libertad de sondear a Sextio Paulo por adelantado.
– ¡Me avergüenzas, Quinto! -gritó ella mientras sus manos tapaban su boca.
– ¿Yo? -Estaba confundido. Al no haber hecho nada semejante, se preguntaba cuál hubiera sido el resultado si lo hubiera hecho-. No era mi intención.
– Bien, pues ahora no tengo elección. Tú me obligas.
– Me disculpo muy sinceramente -replicó Quinto enseguida, intentando mantener su victoria fuera de su tono de voz.
La voz de Claudia cambió completamente y su tono tímido dejó paso a su verdadero timbre, fuerte y directo.
– Y como has hecho esto, Quinto, tengo que exigirte una condición más antes de que sigamos adelante.
– ¿Qué?
Ella le miró directamente a los ojos, sin desviarse lo más mínimo por el obvio enojo de Quinto.
– Quiero que jures, ante testigos, que harás todo lo que puedas para ayudar a que Tito llegue al consulado.
– ¿Tito?
Ella no pudo evitar ser sarcástica.
– Puede que lo recuerdes. Es tu hermano.
– ¡Sé quién es! -gritó Quinto-. ¿Te lo propuso él?
– ¿Me creerías si te digo que no?
– Acepto.
Lo dijo tan rápido que la sorprendió con la guardia baja, pero la mirada de sus ojos fue suficiente para decirle a Claudia que no tenía intención de cumplir. Una vez que hubiera pasado la boda, renegaría, sin importarle a quién había hecho un juramento y no pensaba que ella tenía poder para obligarle. Era el momento de desengañar a su hijastro de esa idea.
– Me complace, Quinto, y sé que mantendrás tu palabra. Al fin y al cabo eres una de las pocas personas con vida que se da cuenta del daño que yo, de recibir una provocación más allá de toda resistencia, puedo infligir al nombre de los Cornelios -él se puso pálido y ella pudo ver que estaba a punto de estallar-. Creo que sería una buena idea ir a por Lucio Sextio Paulo, ¿no te parece?
– No hay nada que puedas hacer -dijo Cholón encogiéndose de hombros-, si Quinto no lleva ese documento ante el Senado.
– Cholón está en lo cierto, Marcelo.
– Deberías atender a tus invitados y apartar el asunto de tu mente.
Marcelo suspiró. Si ellos dos decían que aquello era un caso perdido, debía de serlo.
– Como tu hermano está ausente, Tito, ¿me harías el honor de sentarte a mi mano derecha?
– El honor es mío -replicó Tito con una leve inclinación de cabeza.
Al igual que su joven anfitrión, sabía el gran insulto que había sufrido el muchacho. Quinto, que se habría arrastrado para acudir junto a Lucio cuando aún estaba vivo, ahora, alegando exceso de trabajo, rechazaba una invitación a la primera cena que Marcelo celebraba como anfitrión.
Justo ahora él se distrajo de la conversación cuando Marcelo llamó la atención del padre de Valeria, que antes casi había salido de la casa hecho una furia, y sólo sus amigos habían podido contenerlo al recordarle el daño que provocaría a su familia insultando a su anfitrión. Marcelo había sido un tanto ingenuo cuando el hombre le había mencionado el matrimonio con su hija, pues le había quitado la idea de la cabeza con un tono de voz que sonó lleno de orgullo, aunque en realidad era dolor. «Sinceramente, había razonado el joven, me he dado cuenta de que tu herencia no es el lecho de rosas que parecía al principio». ¡Y aun así tenía que encararse con Valeria!
– Es extraño, pero Marcelo me recuerda un poco a tu padre -dijo Cholón mientras caminaban de vuelta a sus respectivos hogares-. Tú también, claro.
– Me lo preguntó todo sobre él cuando nos conocimos. Me dijo que mi padre fue el romano más noble que había conocido nunca.
– ¡El muchacho tenía razón en eso! -dijo el griego enorgulleciéndose.
Tito le puso una mano en el hombro.
– Me pregunto si la nobleza es una ventaja en estos tiempos.
Cholón se detuvo cuando estaban cruzando el foro romano, justo delante de la curia hostilia, hogar del Senado, y miró directamente a Tito.
– Creo que el difunto Lucio Falerio tenía razón. ¡Sois muy afortunados vosotros los romanos! ¿Cuántas veces te has detenido al borde del desastre para darte cuenta de que el único hombre capaz de salvarte está a tu lado, esperando sólo que lo llames? Ningún otro estado ha tenido tan buena fortuna.
– Ten cuidado, Cholón, o dirás que los romanos estamos haciendo bien alguna cosa.
– Por mucho que me duela admitirlo, Tito, creo que es así. -Señaló el edificio que tenía detrás-. Hay más corrupción y sobornos en ese edificio que en cualquier otro lugar del mundo, aunque el mismo sistema que los produce, produce a la gente que se parece a Marcelo y a ti.
– Estoy de acuerdo respecto a Marcelo -dijo Tito enseguida.
Cholón sonrió y sus dientes relumbraron blancos como la nieve a la luz de las antorchas que había en los muros del foro.
– Tu padre tampoco soportaba los elogios, pero ahí estaba, como Marcelo y tú, para asumir el mando si la República flaqueaba. Esa es vuestra fuerza romana. Habéis creado un sistema que fomenta la corrupción, que enriquece a los hombres más allá de todo sueño de avaricia, si bien cuando hay demasiada podredumbre para mantenerla, cuando el tejido se rasga, recae en manos de hombres de honor, hombres que no se ensuciarían las manos con un soborno.
Tito le dio un golpecito en el pecho.
– Como todos los griegos, eres un idealista incurable. Algún día los dioses decidirán que ya han tenido bastante de nosotros, los romanos. Algún día esos hombres honorables se echarán a perder.
– Entonces, que se preparen los dioses -dijo Cholón, que probablemente había bebido más de lo que era bueno para él.
– ¿No estamos demasiado cerca de un templo para semejante impiedad?
Cholón volvió a sonreír.
– ¿Qué tiene que temer un griego de un templo romano? En el fondo no sois más que bárbaros.
– Desde luego, deseo que seas feliz -dijo Tito, aunque su rostro no hacía más que traicionar sus verdaderos sentimientos hacia alguien como Sextio Paulo.
– Y yo también -añadió Cholón.
– ¿Creéis que he hecho una mala elección? -preguntó Claudia. Ambos dieron una respuesta negativa al mismo tiempo, pero de forma algo azorada-. Bien. Entonces me gustaría que me entregaras tú, Tito. No podría soportar que fuera Quinto quien tuviese el honor.
El ambiente de felicitación no duró un segundo después de que salieran de los aposentos de Claudia.
– ¡Ese hombre es un bufón!
Cholón miró a Tito, que estaba más confuso que enojado.
– Me temo que es culpa mía. Fui yo quien se lo sugirió en primer lugar.
– ¡Sextio Paulo!
Aquello enfadó a Cholón, que sabía que el novio era un recipiente vacío, un don nadie atractivo y sin carácter, pero con dinero, además de un pederasta, por si fuera poco.
– ¿Me tomas por un idiota o qué?
– Empiezo a preguntarme si Claudia ha perdido el juicio.
El griego emitió un pequeño pero potente gemido.
– Una sola noche con Sextio la convencería de que es justamente lo que ha hecho.
Tito se encogió de hombros.
– Al fin y al cabo, es su vida.
Cholón miró a los cielos, como si buscara apoyo.
– Esperemos que no nos invite a cenar con él demasiado a menudo.
– Afortunado Quinto -dijo Tito en son de queja-. De repente un año de dura campaña en Hispania suena muy tentador.