Capítulo Veinte

– Creo que Fabio ha disfrutado más que yo -dijo Áquila-. Pensaban que él también era general y le entretuvieron como si lo fuera. Hablaba sobre Fabio para tender un cortina de humo; había decidido evitar el tema de lo que le había sucedido en el campamento de los bregones, dado que tenía mucho sobre lo que reflexionar, y nada de aquello era asunto de su general o de Cholón, el griego. Su situación, como enviado de Tito, le había impedido hacer preguntas y mostrar curiosidad por lo que estaba sucediendo habría puesto en peligro toda perspectiva de tregua. La altura y el color de Áquila habían llamado la atención toda su vida, al igual que el amuleto que llevaba colgado del cuello, pero ambas cosas habían afectado demasiado a Masugori y a sus sacerdotes y habían contribuido, de alguna manera, a su decisión final de dejar a Numancia y a Breno solos frente a su destino.

Tomó el amuleto en su mano; quizá, como insistía Fúlmina, tuviera algún poder mágico. Aunque él lo veía como su talismán de la suerte, la perspectiva siempre le había inquietado y no tenía ningún deseo de que fuera más que eso, especialmente si no era capaz de entender su significado. De repente se dio cuenta de que los dos hombres estaban esperándole para que se explicara y concentró otra vez sus pensamientos en Fabio.

– No os sorprendáis si se comporta como un patricio de ahora en adelante.

– ¿Se ha enterado de algo útil? -preguntó Tito, un poco seco por lo que consideraba una frivolidad en una situación que exigía que su enviado fuese serio.

– Me ha informado de que, aunque las mujeres de los bregones son feas a los trece, están bien a los quince, si bien la bebida que destilan allí, un fuerte aguardiente de grano, obstaculiza seriamente en la capacidad de un hombre para demostrar su teoría.

– Supongo que deberíamos estar agradecidos de que haya vuelto -A Tito le gustaba Fabio, porque el soldado insistía en que ningún ciudadano romano tenía que ser demasiado cortés con otro, derecho que ejercía tanto si hablaba con un cónsul como con un cuestor. Cholón frunció el ceño con severidad, pues otra de las máximas de Fabio era que los romanos debían ser maleducados con los griegos-. Pero me interesa menos a qué se ha dedicado él, Áquila, que lo que has hecho tú.

– Te lo he contado. Ya tienes tu tregua.

– Bien, y todo lo que yo he hecho ha sido repetirte nuestro agradecimiento. Has tenido un éxito que supera mis más altas esperanzas, pero aún no entiendo muy bien cómo te las arreglaste.

Áquila mintió con mucha labia.

– Fue demasiado fácil, mi general. Sólo puedo pensar que les dije lo que querían oír. -Después calló, con la esperanza de que el gesto de su rostro los disuadiría de seguir preguntando.

– ¿Mantendrán su palabra? -preguntó Cholón.

– Yo diría que sí -replicó Áquila-. Pero por naturaleza no soy un hombre inclinado a confiar demasiado en nadie.

– Tienes razón, nunca se puede confiar totalmente en los celtíberos -dijo Cholón tajante.

– No estaba hablando sólo de ellos -replicó Áquila con frialdad, todavía convencido de que la idea de enviarlo sólo había sido producto de la mente del griego-. Me refiero a todo el mundo.

– Cholón está escribiendo una sección de su historia sobre el caudillo de los duncanes -dijo Tito mientras el griego se ruborizaba avergonzado-. Como sabes, toda mi vida me he sentido interesado por ese hombre.

– ¿Por Breno? -preguntó Cholón, mirando a Áquila-. ¿Y dices que el suyo no es un nombre corriente entre los celtíberos?

Los ojos de Áquila relampaguearon de ira. Masugori le había contado que se parecía mucho a Breno, igual que le había contado de dónde había venido.

– ¿Eso he dicho yo?

Tito levantó las manos, algo alarmado, para detener al griego.

– No, Cholón, fui yo quien te contó eso. Cuéntame qué has descubierto que no supiéramos ya.

Cholón se estiró para agarrar su tableta de cera.

– Para mí también sería una ayuda. Cuanto más completa sea mi historia, más servirá de guía a otros. Los romanos deben aprender a firmar la paz tanto como a hacer la guerra.

– Parece que tu legado Marcelo Falerio lo está haciendo bien -dijo Áquila, desesperado por cambiar de tema-. Aún no hemos visto ni un pelo de los lusitanos.

El legatus en cuestión era a menudo presa de dudas, pues, al estar la mayor parte del tiempo sólo, pensando en el gran número de sus enemigos, así como en la fuerza limitada que tenía a su disposición, podía imaginar con facilidad que los obligaban a volver al mar. Cuando habían desembarcado la primera vez, él no tenía ni idea de la magnitud de la tarea a la que se enfrentaba. Como la agrupación tribal más numerosa de la península Ibérica y con una identidad bien diferenciada de la mayoría de sus vecinos celtíberos, los lusitanos se vanagloriaban de tener un mando único, que podía poner en el campo de batalla guerreros en tanta cantidad que nunca podrían ser derrotados. El hecho de que él hubiese resistido hasta ahora demostraba tanto su determinación como su inventiva.

Por lo común eran las tribus las que evitaban entrar en batallas campales con las fuerzas romanas; aquí en el oeste era Marcelo Falerio quien lo hacía, con el pequeño consuelo de que con su presencia les impedía interferir en las operaciones de Tito alrededor de Numancia. Esos eran los espectros de las horas oscuras de la noche; por la mañana, su naturaleza concienzuda le forzaba a enfocar las cosas de una manera más positiva y dejaba a un lado los pensamientos que consideraba indignos de un hombre de su raza. No le importaba que otros consiguieran triunfos, recibieran el agradecimiento del Senado y cabalgaran coronados por el Camino Sagrado. Él estaba cumpliendo su deber y eso era suficiente.

Marcelo había construido su fortín costa arriba, donde sus barcos podían permanecer anclados con cierta seguridad en una ensenada con forma de cuerno, protegidos por dos largos bancos de arena visibles con marea baja, ya que la costa abierta era mortal cuando hacía un tiempo de perros. Este era su campamento base, desde el que salían para entrar en una guerra de escaramuzas e incursiones, usando la capacidad de marcha de sus hombres, en combinación con el poder y la movilidad de sus barcos, para burlar a los lusitanos, con el objetivo de usar su territorio contra ellos y que no fuera al revés. Dos cosas eran primordiales: nunca debía permitirles que unieran una fuerza para enfrentarse a él y nunca podía arriesgarse a una derrota en el mar. Por suerte, los barcos lusitanos parecían poco dispuestos a medirse con los pesados quinquerremes, especialmente en aguas profundas.

El lugar que estaba usando ahora como base presentaba una posición fuertemente fortificada por su fortín, construido con mucho ingenio, y las características defensivas naturales de la costa, que potenciaban dos pequeños baluartes en la boca de la ensenada. Con abruptos acantilados a ambos lados, estaba a salvo de cualquier maniobra por los flancos, mientras que el gran entrante de agua se estrechaba hasta una entrada en la que dos bancos de arena mantenían apartados el mal tiempo y a cualquiera que quisiese atacarle desde el mar. Por el lado de tierra, la forma del barranco de paredes escarpadas, mejoradas con terraplenes, conducía a los atacantes a un angosto acceso que anulaba su superioridad numérica; pero, esa misma red defensiva también lo encerraba a él, obligándole a emprender un viaje cada vez que quería organizar un ataque.

Eran los barcos los que le permitían mantener a sus enemigos elucubrando. Regimus había topografiado la orilla, navegando con él, y ahora conocía cada bahía y lugar de desembarco en cien leguas de costa, así como cualquier peligro que podrían tener que afrontar, para que los lusitanos, al no saber nunca dónde sería el siguiente ataque, se vieran forzados a desperdigarse para contenerle. Si Marcelo tenía una auténtica preocupación, una que sobreviviese durante las horas del día, era que la guerra era cuestión de suerte y que algún día su suerte, que se había mantenido hasta ahora, pudiera acabarse.

– Si el soldado romano sueña con algo, es con esto -dijo Marcelo. La trémula antorcha, que brillaba en las superficies de oro y plata, y titilaba en las piedras preciosas, parecía aumentar el tamaño del tesoro. Regimus, a quien le picaba la nariz por el polvo que se había levantado de las envolturas, estornudaba ruidoso.

– No me extraña que se rebelen y luchen -dijo mientras se sonaba la nariz.

– ¡Vigila esto, Regimus!

Marcelo dio la vuelta y salió de la cabaña para ver que se habían quitado de en medio los cuerpos de los guerreros lusitanos y que sus hombres estaban ahora en pie, susurrando con excitación, porque sabían todos que este campamento que acababan de tomar era diferente.

– ¿Alguna señal de mujeres y niños? -preguntó Marcelo.

Todas las respuestas fueron negativas, lo que sólo confirmaba su sospecha inicial de que se trataba de una especie de lugar sagrado. Había un círculo de inmensas piedras puestas en pie, como centinelas a la luz de la luna, alrededor de una roca plana alzada, de siete lados, que sólo podía ser un altar. Además de eso, las cabañas eran de construcción más sólida que aquellas que se encontraban normalmente en los asentamientos lusitanos, aunque aquello no era nada comparado con el tesoro de objetos de oro y plata que acababa de desvelar. Los que estaban montados en largas varas de madera sin duda habían sido diseñados para que se mantuvieran levantados en los agujeros hechos en cada esquina del altar, pero había muchos más objetos, todos ellos con la intrincada artesanía de los metales preciosos por la que son famosas las naciones celtas. Esas piedras formaban algún tipo de templo y el tesoro era para ser usado en cualquiera que fuese el tipo de rituales que tenían lugar aquí.

¿Lo estaba imaginando o realmente el aire nocturno parecía aquí más frío que en ninguna otra parte, como si los espíritus de los muertos estuviesen en su residencia? Él era romano y, por tradición, respetaba tanto a los dioses de otros como a los suyos propios, así la sensación que causaba el lugar le afectó profundamente. En tiempos de paz, no le hubiera resultado inimaginable verse rindiendo culto aquí, sacrificando algún animal como ofrenda para una deidad extranjera, que, en el fondo, sería lo mismo que un dios romano, pero con un nombre diferente.

Todos sus instintos le decían que dejara todo como estaba y volviese a sus barcos a toda prisa, porque no podía estar seguro de que sus hombres hubiesen matado a todos los guardias y alguno podría haber escapado. Lo inquietante de esa idea era que sus hombres sabían del hallazgo, pues uno de entre sus filas había sido el que lo había descubierto primero. Provocaría una revuelta si sugiriese que dejaran atrás un tesoro como ese, y, ¿qué dirían en Roma cuando oyesen que había tenido una fortuna en sus propias manos, las posesiones de un enemigo de la República, y simplemente la había dejado para que este se volviera a apoderar de ella?

En vano trató de encontrar una explicación satisfactoria, aunque con sólo estar aquí resultaba evidente. Había combatido durante su campaña de una forma mesurada, haciendo lo justo para hostigar a su enemigo y mantenerlo ocupado sin ni siquiera molestar tanto a los lusitanos como para que su eliminación fuese un asunto de suma importancia para la supervivencia de la tribu. El hecho de que esta estrategia se la hubiese impuesto la limitación de recursos no alteraba nada en absoluto, pero el saqueo de este lugar sagrado podría cambiarlo todo. Nada los enfurecería más que el hecho de que sus objetos sagrados cayesen en manos de un enemigo y reunirían todas sus fuerzas para atacarle con el único objetivo de recuperarlos. Aun así, marcharse sin el tesoro sería enviarles una señal aún menos aceptable, que implicaría que Roma tenía miedo del poder de los dioses lusitanos, tanto miedo como para que las legiones se viesen obligadas a huir sin tocar nada tras haber matado a los guerreros encargados de custodiarlo.

– Traed cuerdas y palas -gritó-. ¡Deprisa!

El elevado círculo de piedras se mantenía en su sitio por su propio peso, que con el paso del tiempo había hecho que se hundiera en el suelo, así que hizo que la mitad de sus hombres cavaran por un lado de la base mientras los otros formaban una pirámide humana, para que uno de ellos pudiese llegar tan alto como para atar cuerdas alrededor de las partes más altas. A Regimus se le asignó la tarea de preparar el tesoro; el camino de regreso a la playa era demasiado escabroso para los carros, así que a cada hombre se le daría lo que pudiera cargar, aunque Marcelo sospechaba que nunca llegaría el tesoro completo. Alguna porción sería birlada, pero ese era el precio que tendría que pagar.

Los zapadores terminaron su tarea, tras extraer la tierra hasta llegar a la base de las piedras, que descansaban sobre un lecho de roca. Una de ellas cayó por sí misma, sin avisar, y casi aplasta a los zapadores; y mientras continuaban los trabajos, se ofrecía más de una oración, en silencio, a los dioses romanos, pues esto se veía como una manifestación de la ira de los dioses celtas. Las demás fueron derribadas, hasta que todas las piedras yacían con descuido sobre la espesa hierba.

Después se pusieron en fila y llenaron sus morrales con el botín. Algunos habían atado sus capas y se las habían colgado por encima de los hombros. Marcelo observaba, apreciando a la luz de las antorchas la delicadeza artesanal que se había invertido en la confección de aquellos objetos. También veía la desnuda codicia en los ojos de sus hombres y se le ocurrió que, con objetos tan valiosos encima, alguno de ellos podía intentar desertar.

– Volvamos a la playa sin hacer ni una parada. Los que estén heridos se quedan aquí.

– ¿Y qué se hace con las cosas que lleve encima? -preguntó una voz desde la oscuridad.

– Habrá que dejarlas con él. Podríais tomaros el tiempo justo para sacarlo de su miseria y decir una oración por él. Después de lo que hemos hecho esta noche, no me gustaría que nadie cayera en manos de hombres que saben que hemos saqueado su templo sagrado: acabaría sobre ese altar, bien despierto, mientras le cortan el corazón lentamente.

El cielo se había teñido de gris y el sol estaba a punto de salir, así que ya llevaban allí demasiado tiempo, y hacía rato que se les había pasado la hora de marcharse, así que salieron a paso ligero, formando una sola columna de legionarios cargados. Marcelo se había detenido a hacer recuento de sus hombres, contándolos según pasaban corriendo por su lado, cuando vio que les perseguían. El destello del sol naciente, que relumbraba en puntas metálicas de lanzas, llamó su atención e hizo que mirar con más esfuerzo hacia las crestas que rodeaban por ambos lados el largo y ancho valle. El movimiento de las diminutas figuras se hizo evidente, pues cabalgaban a paso firme en sus pequeños ponis y superarían con facilidad a sus legionarios, que ya tenían los pies destrozados. Intentó calcular lo lejos que habían llegado, cuáles eran sus oportunidades de alcanzar la playa antes de que aquellos jinetes dieran con ellos; también si sería mejor detenerse y luchar.

Su mente tomó una decisión por lo que vio después: unos lusitanos a pie, tantos que no podía contarlos, bajaban de una de las crestas y corrían para atraparlos. Estaban a una buena distancia, pero aquellos jinetes habían sido enviados para cortarles la ruta de escape, para que así, una vez juntos, pudieran aplastar su pequeña fuerza. Marcelo tiró la mayoría de las cosas que cargaba, quedándose sólo con sus armas y unos objetos preciosos que había arrancado de las varas de madera. Fue adelantando a la columna, diciendo a sus hombres que hicieran los mismo que él, que se bebieran su agua y arrojaran lo que no pudieran consumir, que tiraran sus sacos de polenta, la sal y el pan y que corrieran, cada uno a su propio ritmo. Siguió mirando atrás, seguro de que los que iban a pie no estaban ganando terreno, pero los jinetes ya estaban cerca, mientras que ellos estaban aún a gran distancia de la playa y la seguridad de su barco.

Corriendo al lado de Regimus, vio que jadeaba con dificultad, pues sus piernas estaban más acostumbradas a la cubierta de un barco que a este esfuerzo en tierra firme, mientras su mente repasaba varias alternativas. Los jinetes le adelantarían, de eso no tenía dudas, y tendrían que pasar a través de ellos o se enfrentarían a una muerte horrenda, muy posiblemente, como ya había dicho antes, atados al altar sacrificial. Podían dispersarse en pequeños grupos e intentar escapar por el terreno más escabroso de las colinas salpicadas de peñascos, pero entonces los guerreros que venían tras ellos contarían con la ventaja del terreno llano, que les daría mucha más velocidad.

Para cuando aquellos pensamientos se habían concretado, los jinetes ya estaban junto a ellos y vio que los primeros de cada lado tiraban de las cabezas de sus ponis y descendían de las crestas, seguidos en fila de a uno por los demás. Desde esos lugares aventajados habrían elegido el lugar para detener a los romanos y darían por sentado que, según su propia experiencia, los legionarios formarían un frente defensivo para enfrentarse a la caballería, igual que él sabía que a la larga eso convendría a sus propósitos.

– ¡Falange! -gritó a Regimus.

El hombre lo miró enloquecido, como si no tuviese ni idea de lo que le estaba diciendo su jefe, hasta que Marcelo lo agarró del brazo haciendo que fuese más despacio y, al mismo tiempo, levantó su otra mano para detener a los demás. Era muy probable que fuese una idea desquiciada, pues la jabalinas romanas no eran nada en comparación con los temibles dardos de la infantería de Alejandro el Macedonio, pero tenía la única virtud como táctica de que los lusitanos no se lo esperarían y, posiblemente confundidos, se detendrían antes de decidir cargar contra un sólido triángulo de lanzas.

No había tiempo para la elegancia, ni siquiera para aspirar a la perfección, e hizo lo mejor que pudo para explicar a sus hombres la teoría de esta extraña maniobra al mismo tiempo que ponía a cada uno en su sitio, mientras les decía que cubrieran sus cabezas con los escudos y apuntaran sus lanzas con el mismo ángulo hacia el hombre que tenían enfrente. Entonces, elevando su voz hasta el tono de mando más alto, les ordenó que se movieran y se colocó él en la punta del triángulo para marcar el paso. Los jinetes se habían repartido por el ancho fondo del valle, más numerosos en el medio de lo que lo eran en los flancos. Marcelo, con su lanza proyectada hacia delante, giró un poco hacia la derecha mientras se acercaban a la distancia de lanzamiento, alejándose así de la mayor concentración de enemigos.

El sudor le entraba en los ojos, dificultando la visión completa, pero sentía que su estrategia les había confundido. Los hombres del centro, al ver que giraba para flanquearlos, no esperaron a averiguar qué sucedería después, sino que cargaron contra aquella formación erizada de lanzas. Marcelo volvió a torcer para encararlos, apuntando hacia el hueco, que quedaba en ángulo, abierto entre quienes habían cargado y los otros que, a su flanco derecho, mantenían la posición. Mientras los jinetes viraban a galope para atacar, fue como si, ante el choque de dos fuerzas irresistibles, los romanos, todos a una, supiesen que morirían todos si llegaban a quedarse parados. Los jinetes lusitanos de la primera línea de carga fueron empujados contra las lanzas romanas por los que venían detrás y por un momento, breve, pero aterrador, Marcelo pensó que habían contrarrestado su movimiento de avance.

Pero los legionarios, con la única orden de que se acercaran al soldado que estaba delante y que continuaran con el avance a toda costa, se las arreglaron para mantener la velocidad. En esto les ayudaron los caballos lusitanos, que tendían a alejarse de la inquebrantable fila de lanzas. Los que estaban en los flancos cargaron ahora para cerrar el hueco, pero por delante Marcelo podía ver el destello plateado del mar en el lugar en que el valle llegaba a la playa. Tenía la esperanza de que sus barcos quedaran ocultos por debajo de la elevación de terreno. Si los corvii estaban extendidos y podían seguir avanzando, sus tropas tendrían una oportunidad; si las tripulaciones habían decidido alejarse como medida de seguridad, entonces sus hombres y él estaban condenados.

La falange improvisada ya no era un triángulo, sino más bien un barullo de hombres que daban lanzadas y corrían al mismo tiempo, donde cada uno intentaba esquivar el ataque de los jinetes. Los lusitanos esgrimían sus grandes espadas, seccionando brazos que aún sujetaban lanzas con la mano, lanzando estocadas bajo los escudos para decapitar a quienes habían bajado la guardia. Los hombres se tambaleaban y caían, y las pilas de cuerpos enseguida eran rodeadas por guerreros que, entre alaridos, les daban lanzadas sin remordimiento, pero a la cabeza de aquella masa ellos se abrían camino, aunque la tierra bajo sus pies se lo ponía más difícil al ir volviéndose arena fina.

Marcelo, que iba a la cabeza, con el sudor goteando de su frente, veía cómo cambiaba la mezcla, perdiendo el color de tierra quemada, hasta que sus pies, como lastrados por pesadas rocas, se levantaban y caían sobre la pegajosa arena fina de la dorada playa. Al levantar la mirada vio sus barcos, con los puentes tendidos, y a los hombres que manejaban los remos, que corrían a sus puestos. Los marinos que habían quedado guardando los barcos estaban armados y descendieron a toda prisa por el corvus, formando una «V» defensiva para proteger a sus perseguidos compañeros.

Marcelo, tan consciente de su deber como del nudo de terror de su estómago, se apartó hacia un lado, mientras alentaba con voz ronca a sus hombres para que subieran por la rampa. Apenas podía respirar por el calor y el peso de su casco, así que se lo quitó de la cabeza y lo arrojó al barco, sintiendo de inmediato el agradable viento en su rostro sudoroso. Su espada estaba desenvainada y con ella golpeaba la espalda de aquellos hombres que mostraban la más mínima intención de demorarse.

Los jinetes lusitanos, varios de ellos con cabezas romanas empaladas en sus lanzas, había formado para cargar contra la endeble hilera de marinos. Marcelo gritó una orden, temiendo que no le cundiera la voz y sus instrucciones se perdieran, pero un marino que estaba a su lado, más listo que sus compañeros, dio las órdenes con una voz fresca e intacta justo cuando los lusitanos cargaban. Desde la fila de la playa hasta todos los hombres de a bordo que pudieron encontrar un espacio, un muro de jabalinas cayó sobre los jinetes a la carga. Los animales cayeron arrojando a sus jinetes sobre la arena. Los que iban detrás no lo hicieron mucho mejor, pues sus patas delanteras quedaron atrapadas por los caballos que había delante, que se esforzaban por levantarse en aquel terreno incómodo y movedizo.

Marcelo ordenó a sus hombres que subieran por las rampas enseguida y esperó a que todos estuvieran a bordo antes de subir él lentamente. Dio las órdenes para que se izara el corvus y para que los hombres empujaran el barco con sus pértigas, y se sintió aliviado cuando los remos bajaron y los barcos empezaron a moverse hasta que se alejaron de la playa. Una gran formación de infantería lusitana, que lanzaba gritos por la marcha de los romanos, subió al risco que formaba la barrera entre el valle y la playa.

– Traed esas pértigas -ordenó Marcelo a los hombres que antes las habían empleado para sacarlos de la playa.

Pidió también unos cabos y ordenó que ataran a las pértigas los objetos que habían sacado de aquel bosquecillo, aquellos símbolos sagrados. Un tremendo alarido, más parecido a un lamento colectivo, llenó el aire cuando los lusitanos vieron los antiguos tótems de su fe brillando y relumbrando en manos de sus enemigos.

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