Capítulo Doce

Gracias a sus acciones y a las recompensas acumuladas, Quinto Cornelio sentó, sin darse cuenta, el precedente para las futuras operaciones en Hispania. Quienes lo vieron desfilar por la Vía Triumphalis observaban no sólo el acontecimiento, sino también los medios por los que se había llegado a él, mientras pocos percibían que el otro resultado de esta victoria en particular era la forma en que se había debilitado a su enemigo más persistente. Lo que había sucedido con los mordascios y los avericios podía haber unido a las tribus de una manera que hasta entonces se había demostrado imposible, pero no se podía pasar por alto el papel de Breno en ambos acontecimientos y su hipocresía causaba resentimiento.

Aunque temían abrir una amplia brecha con el caudillo de los duncanes, muchos de los que se hubieran unido a él en el caso de que eligiese atacar a Roma, ahora se echaron atrás. Si había sacrificado a una tribu por su amistad con Roma y a otra por su enemistad, sería capaz de cualquier forma de traición. Una diplomacia cuidadosa podría haberse aprovechado de esto, pero la visión de Quinto Cornelio, pintado de rojo y coronado con laurel, actuó como un narcótico sobre las ambiciones humanas, asegurando así que el hombre que iba a reemplazarlo, Pomponio Vitelo Tubero, no sintiese deseos siquiera de tener en cuenta la paz.

Nada más llegar, su primera acción fue convocar a sus oficiales a una conferencia; esto incluía a Áquila Terencio, primus pilatus de la Decimoctava Legión, de quien Quinto se había olvidado. Su consejo, dado que andaban cortos de caballería, fue desplegarse a la defensiva a lo largo de la frontera y dejar que cualquier revuelta de las tribus se desinflase por sí misma. Al mismo tiempo, todo el ejército debería entrenarse en tácticas de asedio, después sitiar la mayor fortaleza más cercana, Pallentia, y ofrecer a sus habitantes un correcto acuerdo de paz. Si no era aceptado, habría que someter la fortaleza, arrasarla hasta sus cimientos y darlo a conocer como un ejemplo del poderío romano. Fuera cual fuese el resultado, la pérdida de ese bastión les proporcionaría un trampolín para saltar a las siguientes fortalezas de las colinas, que, al ser menos formidables, probablemente se rendirían antes de afrontar un asedio. Una vez que suficientes tribus juraran la paz, se olvidarían de Breno, que estaría demasiado lejos como para causar ningún problema.

Aquello enfureció a su nuevo comandante, que sabía, como todo el mundo, que no había gloria en la idea de una paz justa y que no tenían tiempo para llevar a cabo un asedio en una fortaleza tan impresionante en el curso de su año consular; el hecho de que Áquila nombrara aquellos dos problemas mientras que el resto de los presentes empleaba eufemismos condujo a una acalorada discusión. Lo que sucedió en la tienda provocó un intento decidido de degradarle, intento que fue frustrado por los tribunos de su legión, todos ellos bien conscientes de la posición que tenían entre los hombres. Pomponio respondió embarcando a los reticentes tribunos de vuelta a Roma y reemplazándolos por otros que él mismo nombró. Así que Áquila se vio otra vez como soldado raso, sirviendo en un manípulo de legionarios descontentos, bajo las órdenes de un centurión que se preguntaba si sobreviviría a su primera batalla por lo muy odiado que era; toda una cohorte controlada por un joven oficial que no tenía ninguna experiencia en el arte de la guerra.

Quinto Cornelio había sido un buen soldado; Pomponio no lo era. El consejo que le había dado Áquila predispuso aún más al senador a conseguir resultados inmediatos, así que con una preparación mínima hizo que todas sus tropas marcharan internándose en las colinas. El paisaje ofrecía pocos lugares en los que un ejército tan numeroso pudiera desplegar toda su fuerza. Pomponio, sin la protección de la caballería completa, se encontró con que les atacaban a diario desde distintas direcciones. Dondequiera que concentrara sus fuerzas, esa era la posición que sus enemigos evitaban. Tras encontrar un punto débil, como un flanco sin tropas para la acción en cualquier lado, lo machacaban sin piedad, infligiendo bajas fuera de toda proporción con el número de hombres que constituía su fuerza.

Avanzar ya era bastante malo, pero una vez que el cónsul se dio cuenta de su error e intentó la retirada, las cosas sólo cambiaron a peor. La moral de las legiones sufría por la sensación de derrota, la disciplina empezaba a resquebrajarse y los hombres de las tribus, encendidos por la idea de sus logros, llamaron a otros para que se les unieran en la expulsión de los romanos de su tierra. En realidad, Pomponio nunca se vio superado en número, pero el terreno favorecía a los celtíberos. En lugar de retirarse en orden, el general se vio obligado a emprender una serie de marchas forzadas para poner una distancia segura entre él y sus enemigos, lo que le permitía levantar campamentos que fueran seguros contra los ataques. El ejército estaba a sólo dos días de la base cuando Pomponio, espoleado por la baja estima que tenía entre sus oficiales, ordenó una salida precipitada al amanecer para sorprender a sus enemigos.

Con la intención de probar su propia bravura, dirigió él mismo la operación, asumiendo por primera vez una posición destacada a la cabeza de su legión consular, la Vigésima, pero al reunir a sus tropas había subestimado a su enemigo. Estos ya conocían la diferencia entre los cuernos que sonaban para levantar un campamento y esos mismos instrumentos usados para dar comienzo a un ataque. Bastantes de ellos mantuvieron su posición para dar al general la impresión de que su táctica había tenido éxito, pero cuando escaparon en desorden, Pomponio ordenó una persecución que rompió la cohesión de sus hombres. Pensaba estar persiguiendo a un enemigo derrotado hasta que el ataque de los celtíberos los sorprendió en un orden disperso sobre un escabroso y accidentado terreno. Las tropas más disciplinadas formaron una hilera que habría resistido, pero dos cohortes sucumbieron ante un sólo hombre, pues fueron sorprendidos en una ladera plagada de rocas.

El mensaje que llegó de regreso al campamento era claro. El cuestor de Pomponio había tenido el buen sentido de preparar una legión, manteniéndola lista para cubrir la retirada de su comandante, una posibilidad que había contemplado desde el principio en caso de que el ataque inicial vacilara. Esta, la Decimoctava Legión, ya estaba lista para salir al rescate del cónsul bajo el mando de un legado. Así que Áquila se encontró corriendo a toda prisa, con Fabio jadeando detrás, hacia una batalla que para él no tendría que haberse entablado en primer lugar. No podían contar con el factor sorpresa, dado su paso y el ángulo de su aproximación, así que la única estrategia que les quedaba era el mero peso de su número.

El legado no hizo ningún intento de poner en orden la dilatada fuerza que ahora comandaba; su objetivo era llegar junto a Pomponio a la mayor velocidad, hacer formar a los restos de aquella legión con la suya y retirarse. Se trataba de una idea sensata que fracasó por el orgullo de su general, pues Pomponio no toleró la retirada, ya que la consideraba un simple preludio de la derrota. Empleó los refuerzos para cubrir sus propias maniobras e inició una marcha por el flanco con parte de la Vigésima, ideada para aislar a su enemigo de sus tierras tribales y aplastarlos entre las dos divisiones romanas.

Pero aquellos guerreros tenían en su poder las colinas circundantes, el terreno elevado; pudieron ver la maniobra de Pomponio en cuanto este la dispuso y, al ir a caballo, pudieron moverse a mayor velocidad que él. Así, en vez de atacar a una sección débil de las defensas de su oponente, se vio frente a todas sus fuerzas, con el grueso de la Decimoctava demasiado lejos como para ayudar, al tiempo que sus propios flancos eran amenazados por una masa de jinetes. Los celtas seguían adelante con su ataque sin detenerse -por una vez sus acciones estaban coordinadas de un modo que era inusual. Los flancos de la legión empezaron a desmoronarse hacia el centro.

Fue entonces cuando llegó el princeps de la antigua legión de Quinto; los mejores y más experimentados hombres del ejército de Pomponio atravesaron limpiamente a sus oponentes, un muro irresistible de escudos que cubría, no sólo sus costados, sino también sus cabezas. Con una disciplina nacida de más de un combate, mantuvieron su formación contra todos los que llegaban. Su primus pilatus, al frente de la fila, fue uno de los primeros en morir y el joven tribuno designado por Pomponio perdió el control y se encontró a la retaguardia del destacamento. Por eso, cuando el princeps de aquella legión se abrió paso para rescatar a su general, el hombre que estaba a su cabeza no era otro que su antiguo centurión sénior, Áquila Terencio.

– Extended las filas -gritó-. Rodead a los hombres de la Vigésima con dos de los nuestros por cada uno de ellos.

– ¿Quién es el que está dando órdenes? -gritó Pomponio. Se acercó a Áquila dando zancadas, con la decoración de oro de su armadura relumbrando al sol. En la mano llevaba el haz atado de su fasces, símbolo de su imperium-. Aquí soy yo el que da las órdenes.

– ¿Y también quieres morir aquí? -gritó Áquila. Movió el brazo y sus hombres, que se habían detenido ante el grito del cónsul, se movieron deprisa para obedecerle.

– ¡Tú!

– Sí, mi general -Áquila le dedicó el saludo reglamentario, aunque para él no era un hombre que lo mereciera-. Si no se retiran de esta posición moriremos todos y aunque respeto esa cosa que llevas en la mano tanto como cualquiera, no estoy dispuesto a derramar mi sangre para que así puedas llevarla con orgullo.

Ahora Pomponio estaba muy cerca, con su cara enrojecida y sudorosa aproximándose a la de su insolente subordinado.

– Harás lo que yo diga.

Áquila desenvainó su espada y se la tendió, con la empuñadura por delante, al general.

– Si ya has decidido, déjate caer sobre esto, pero yo voy a sacar a mis hombres de aquí, y algo me dice que tu legión querrá seguirnos.

En el rostro del cónsul se hizo evidente su confusión, por lo que Áquila bajó la voz. Incluso aunque la muerte de ese hombre no le afectaría en absoluto, sabía que si quería sobrevivir, había que mantener la dignidad del general y él no tenía tiempo para sutilezas, puesto que sus hombres se estaban acercando en grupo.

– Eres tan tozudo como una mula. No tenemos más opción que retirarnos, así que, ¿por qué no das la orden? Haz que parezca idea tuya.

– Yo…

– ¿Quieres muerte o deshonor para tu familia?

Aquello hizo que su rostro empalideciera. Se dio la vuelta justo cuando sus hombres llegaron.

– Formad con el princeps de la Decimoctava. Vamos a luchar para abrirnos camino de vuelta hasta el cuerpo principal.

Entonces Pomponio se detuvo, como si en su mente no pudiera concebir lo que ocurriría después.

– Después nos retiraremos en orden -dijo Áquila.

Los hombres del general, al ver a un recluta dirigiéndose a un general, lo miraron extrañados, mientras Pomponio repetía sus palabras.


Pomponio ni se planteó regresar a Roma con sólo una marcha infructuosa y pérdidas innecesarias en su cuenta. Tuvo la gentileza de no intervenir cuando la Decimoctava mantuvo su elección, que devolvió a Áquila a su antiguo puesto de centurión sénior, pero esa legión no fue incluida en su siguiente movimiento. Se quedaron en Emphorae mientras el cónsul, con escasez de tiempo y sin un verdadero enemigo que combatir, hizo marchar al resto de ejército contra los escordiscos, una tribu aliada que llevaba una década en paz con Roma.

Incendió su campamento, mató a sus guerreros, saqueó sus tesoros y su ganado, y esclavizó a mujeres y niños. Después, envió una petición a Roma para que le concediesen un triunfo. Dejó atrás una tierra en completa revuelta, pues toda tribu de la frontera que había jurado mantener la paz por su propia supervivencia, atacaba las posiciones romanas que tenía más cerca. Incluso los bregones y los lusitanos, aunque se mantenían al margen de la participación a escala total, enviaron hombres desde el interior para ayudar. Ya no era un alzamiento tribal lo que la legión tenía que confrontar. Ahora era una guerra en toda regla.


Mientras miraba el paisaje cubierto de nieve del exterior, que se extendía con su blancura fantasmal bajo un sombrío cielo gris, Marcelo añoraba una luz decente. No sólo luz, sino espacio, pues allí en el norte, en la provincia de la Galia Cisalpina, las casas se construían de manera muy diferente a como eran en Roma. Las ventanas eran pequeñas y con postigos, los muros, gruesos y una inmensa chimenea dominaba cada habitación. La villa no tenía atrio, un espacio abierto a los benignos elementos donde un patricio pudiera recibir a sus invitados; en su lugar había un patio de tierra que o bien estaba congelado en esta época del año, o bien estaba cubierto de barro, si es que se había descongelado.

Más allá estaba la ciudad de Mediolaudum, la posición más alejada del poder romano en Italia, levantada al sur de los altísimos Alpes, que se alzaban como una muralla defensiva a la cabeza de la República. Desde luego se trataba de una muralla en la que ya se habían abierto brechas, y era necesaria la vigilancia. Las tribus celtas locales, los boyos y los helvecios, odiaban a Roma con pasión, pero, en lo alto de sus bastiones de montaña, se mantenían apartados. De vez en cuando había ataques, cuando se robaba ganado, pero no había nada que justificase una persecución, e incluso aunque quisiera, Marcelo no contaba con tropas con las que conseguir nada. Hasta los boyos y los helvecios evitaban los problemas en invierno, retirándose al norte, al este y al oeste en busca de pastos de invierno, al tiempo que dejaban que los romanos llevaran su organización agrícola al pie de las colinas.

El tiempo llevaba una semana así, con sólo alguna ventisca de vez en cuando para romper la monotonía, lo que hacía que su ánimo decayera aún más que el nombramiento que le había traído a esta parte de Italia. Aquellos que estaban bajo su mando, los oficiales locales, aseguraban a su nuevo pretor provincial que cuando el sol apareciese se asombraría de la belleza del paisaje. Incluso aunque estuviera bloqueado por la nieve, encontraría agradable el calor del día, y, ¿qué podía ser más grato en una noche de helada que un hogar encendido? Los buenos modales, así como la prudencia, le impedían contarles que a él le habían apartado. Quinto le había camelado con elocuencia acerca de la necesidad de que perfeccionara sus destrezas como magistrado, insistiendo en que Marcelo era demasiado joven para cualquier cargo en la misma Roma; su mentor también parecía haber decidido mantenerlo alejado de cualquier tipo de guerra. Las excusas que le dio por aquello fueron tan manidas como las que había empleado para enviarlo aquí: la necesidad de protegerlo del peligro para que la República pudiera tener asegurados sus servicios en el futuro.

Y fue así como se vio en su primer tribunal, juzgando disputas tan tediosas como para hacerle difícil permanecer despierto. En esta parte del mundo no había ninguno de los escándalos que hacían que la abogacía en Roma fuese una ocupación excitante; los abogados locales que había conocido eran una panda de cretinos, más inclinados a cerrar un caso por pura incapacidad que con elocuencia, y los propios casos, como pudo examinar en los registros del tribunal, parecían igual de prosaicos.

Su cupo diario eran arbitrajes sobre lindes de tierras, persecución de quienes no habían podido pagar sus impuestos e interminables litigios sobre herencias, pero lo que en verdad lo mortificaba era su incapacidad a la hora de rechazar la oferta de Quinto Cornelio. De haberlo hecho, habría liberado a su patrón de cualquier obligación con él, camino que Quinto hubiera emprendido con alegría. La sibila a la que había consultado días antes de que Lucio muriese le había dicho que heredaría de su padre; puede que algún día llegara a creer en ello, como Lucio, pero justo ahora, con su actual ánimo melancólico, era un concepto difícil de tragar.

Se alejó de la rendija de la ventana cuando su físico entró en la habitación. El hombre caminó hasta el fuego, acercando las manos a los troncos en llamas, y después se las frotó vigorosamente antes de mirar de frente al pretor. Tenía una sonrisa de oreja a oreja, lo que hizo que la pregunta que hizo Marcelo pareciese superficial.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Definitivamente está encinta, excelencia. Los dioses y los vientos del oeste os han sido propicios.

Marcelo tuvo que morderse la lengua. ¿De verdad creían aún, en esta parte del mundo olvidada por los dioses, que era necesario un viento benigno para asegurarse un embarazo? Se preguntó qué habría dicho el viejo doctor de su padre, Epidauriano, al encarar unas creencias tan primitivas.

– ¿Y la salud de mi esposa?

– Excelente -replicó el doctor, que volvía a frotarse las manos ante el fuego como para enfatizar su opinión-. Aunque la dama Claudianilla es de complexión menuda. El nacimiento en sí podría ser difícil.

La concepción había estado lejos de ser difícil. Después de su noche de bodas, él se las había arreglado para evitar, con bastante éxito, la unión sexual con su joven esposa. En aquellas ocasiones en que había compartido el lecho con ella, él simplemente había hecho los movimientos, dejándola a ella tan falta de placer como lo estaba él mismo. Sosia era aún la compañera de sus horas oscuras, tanto física como metafóricamente. Mansa y sumisa, y del todo carente de experiencia, Claudianilla aceptaba aquello como la norma, pero alguien, probablemente su madre, o quizá sus amigas mayores, la habían instruido sobre la verdadera naturaleza de los asuntos conyugales. Al mismo tiempo, alguien de dentro de su casa había informado a la nueva ama de los deberes que desempeñaba la esclava griega.

Marcelo montó en cólera cuando se mencionaron ambas cosas, y prohibió a su esposa volver a aludir a ellas, pero ella había mostrado cierta astucia, así como determinación, al oponerse a aquel mandato. En cuestión de días, Marcelo recibió la visita del padre de ella, que le dejó claro que la enorme dote que había aportado al joven no se le proporcionaba como decoración. La pareja se había casado de acuerdo con las estrictas reglas patricias. Apio Claudio esperaba que su yerno se comportara como un miembro de su clase, en vez de como un nuevo rico, y se deshiciera de su esclava. Después debería limitarse a honrar a su esposa con lo que le debía.

Marcelo no estaba en posición de discutir. En teoría, un hombre era dueño de su esposa y podía hacer con ella lo que quisiera. Pero esto, como la mayoría de las leyes antiguas, era más cuestión de forma que de fondo, y su suegro le aclaró que si fallaba a Claudianilla, entonces no sería capaz de mantener sus quejas sobre su comportamiento dentro de los límites de la familia. Para cualquier patricio con ambiciones, una acusación de semejante calibre era demasiado letal como para ignorarla. Sosia salió de su casa en el Palatino y fue enviada a la finca que poseía cerca de la ciudad. Marcelo se decantó por la abstinencia, en parte por despecho, en parte por ira, pero entonces Valeria no participaba de la ecuación.

Dejar encinta a Claudianilla sólo le supuso un encuentro con Valeria y lo más molesto que sucedió, cuando trató a su esposa de la misma manera en que abusaba de Sosia, fue cómo lo recibió ella, pues obtuvo placer de su forma de hacer el amor, que era justo lo contrario de lo que él deseaba. Aquello había sucedido hacía cosa de semanas, y durante el viaje al norte ella empezó a sentirse enferma. A continuación, llegó la repentina aparición de un apetito del todo saludable, señal segura de que estaba embarazada. Muy en su interior, su marido sospechaba que ella había concebido aquella misma noche, lo que no hacía nada por animarle.

– Dime, doctor, ¿has oído alguna vez una profecía sibilina?

– Nunca soñé siquiera que algo así fuese posible para la gente como yo, excelencia.

Marcelo se volvió para volver a mirar al exterior por la ventana. Con la disminución de la luz, el paisaje era aún más gris y amenazador.

– Créeme, no se parecen tanto a lo que se cacarea por ahí.


Fue más duro estar melancólico el día que nació su hijo. Ya no había nieve en ningún sitio, excepto en los picos más altos, y el sol brillaba sobre prados verdes y floridos. El cielo era de un azul de tan asombrosa claridad que hacía daño en los ojos y la pequeña Claudianilla, tan menuda de complexión, dio a luz con una tranquilidad que habría avergonzado a una bruta pescadera. Todo el mundo acudió a casa del pretor para cumplir con el ritual de sacrificio y reconocimiento. Se dieron cuenta de que Marcelo Falerio ya no era como el hielo que los rodeaba en invierno; hoy estaba a punto de sonreír mientras levantaba el penacho de cabello negro por encima del altar que sujetaba las máscaras de la familia, traídas especialmente desde Roma. Llamó al niño Lucio en honor a su padre y juró que, al igual que su padre, él criaría a su hijo para que fuera un auténtico romano.

El banquete que hubo a continuación fue un gran acontecimiento para quienes estaban por los alrededores. La mayoría nunca había visto a un noble patricio; para ellos, tener a uno sirviéndoles como pretor era señal de una gran fortuna. Él era, para ellos, una criatura tan extraña como los peludos gigantes que se decía, poblaban las montañas, y Marcelo, que sentía todo un respeto innato por su clase que acompañó su nacimiento, no se mantenía al margen. Todos sabían que era severo y estricto en el desempeño de sus obligaciones, pero el día del nacimiento vieron la verdadera cara de la nobleza; vieron a un hombre contento con su posición en la vida, que no veía necesario ser condescendiente con quienes habían nacido en un linaje menos eminente.

Para ellos, la dama Claudianilla, noble también, fue encantadora. Cada invitado, como marcaba la costumbre local, había aportado regalos en forma de comida para la celebración. Ella lo agradeció probando todos sus ofrecimientos, entre risas y elogios mientras aceptaba todos los brindis por su fecundidad. Aún se comentaba aquello cuando descubrieron lo fecunda que era en realidad; antes de que las primeras nieves volvieran a bajar de las montañas para cubrir las tierras del valle o para blanquear los negros tejados de Mediolaudum, Claudianilla volvió a quedar encinta.

El nacimiento del primer hijo transformó a Marcelo. Siempre diligente en los deberes relativos a su oficio, ahora lo era aún más, dispuesto a que su área de la Galia Cisalpina fuese la mejor administrada de la región. Si en un principio se mostraba reacio a explorar el alcance de sus responsabilidades, ahora instituyó un tribunal móvil, que llevaba la justicia a los límites del poder romano. Conoció a los caudillos celtas y parlamentó con ellos, repitiendo el juramento de su predecesor acerca de que los movimientos demasiado entusiastas no quedarían sin castigo, y mientras atravesaba la tierra que aquellos controlaban, estudiaba el terreno, que al aportar tanto beneficio a sus habitantes, parecía imposible de conquistar. Para quienes trabajaban con el pretor, era evidente que su actitud hacia el cargo había cambiado, y asentían sabiamente, mientras opinaban favorablemente sobre los efectos de la paternidad.

La noche del nacimiento, cuando caminaba bajo el cielo lleno de estrellas, Marcelo sintió por primera vez esa sensación de inmortalidad que supone el regalo de un niño para cualquier padre primerizo. Fue un momento crucial en el que sintió que comprendía a su propio padre. Allí y en ese momento se liberó del letargo que le había afectado desde su llegada al norte; era joven, tenía tiempo, así como ahora tenía responsabilidad. Quinto Cornelio no tendría éxito; fuera como fuese, Marcelo regresaría al centro de todo para asumir el lugar que, por derecho, le correspondía en la ciudad de Roma, y para ganarse y mantener el poder que había decidido que, algún día, recayera sobre su hijo.

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