VIII

41

El cementerio de Guernon no se parecía al de Sarzac. Las estelas de mármol blanco se elevaban como pequeños témpanos simétricos sobre el césped oscuro. Las cruces se ponían de puntillas, como siluetas curiosas. Sólo las hojas muertas dejaban allí algunas notas irregulares, toques amarillos sobre la esmeralda de la hierba. Karim Abdouf recorría cada hilera, metódica y pacientemente, leyendo los nombres, los epitafios grabados en el mármol, la piedra o el hierro.

De momento, aún no había descubierto la tumba de Sylvain Hérault.

Mientras caminaba, reflexionaba sobre su investigación y el giro brutal de estas últimas horas. Había venido a este pueblo lo más aprisa posible, sin vacilar en «secuestrar» por ello un soberbio Audi. Pensaba entonces detener a un profanador de sepulturas y se había encontrado metido de lleno en un caso de asesinatos en serie. Ahora que había leído y aprendido de memoria el expediente completo de la investigación de Niémans, se esforzaba en convencerse del carácter encadenado de su propia investigación. El robo con escalo en la escuela y la violación del panteón de Sarzac habían revelado el destino trágico de una familia. Y ese destino se abría ahora sobre una serie de crímenes en Guernon. El personaje de Sertys interpretaba el papel de eje entre los dos casos y Karim estaba decidido a seguir su propio camino hasta descubrir otros puntos de contacto, otros vínculos.

Pero aquella espiral vertiginosa no era lo que más le fascinaba, sino el hecho de encontrarse ahora al lado de Pierre Niémans, el comisario que tanto le había marcado en los seminarios de Cannes-Écluse. El poli de los reflejos de espejos y las teorías atómicas. Un hombre de acción, violento, colérico, consagrado a su trabajo. Un investigador brillante que se había reservado el papel de fiera en el mundo de los inspectores, pero que al final había sido arrinconado a causa de su carácter incontrolable y de sus accesos de violencia psicótica. Karim no dejaba de pensar en esta nueva asociación. Estaba orgulloso, desde luego. Y excitado. Pero también le turbaba haber pensado en ese individuo precisamente aquel mismo día, unas horas antes de conocerle.

Karim recorrió la última avenida del cementerio. Nada sobre Sylvain Hérault. Sólo le faltaba visitar un edificio con aires de capilla, sostenido por dos columnas ruinosas: el crematorio. Tras varios pasos rápidos, el teniente llegó al edificio. No dejar ningún cabo suelto, nunca. Un pasillo de luz tamizada se abrió ante él, perforado por pequeños nichos con nombres y fechas grabados. Se encaminó hacia la sala de las cenizas, lanzando breves miradas a izquierda y derecha. Pequeñas puertas parecidas a buzones estaban escalonadas, con diferentes escrituras y motivos. A veces, un ramillete marchito dibujaba una nota de color en el hueco de un nicho. Después continuaba la monocorde letanía. En el fondo, un muro de mármol tallado exhibía el texto de una plegaria.

Karim se acercó más. Un viento húmedo, incierto, como distraído, silbaba entre las paredes. Finas columnas de yeso se entrelazaban con las piernas del poli, mezclándose con los pétalos secos.

Fue entonces cuando la percibió.

La placa funeraria. Se aproximó y leyó: Sylvain Hérault. Nacido en febrero de 1951. Muerto en agosto de 1980. Karim no se esperaba que el padre de Judith hubiera sido incinerado. Esta técnica no cuadraba con las convicciones religiosas de Fabienne.

Pero no fue esto lo que le dejó más estupefacto. Fueron las flores, rojas, vivas, hinchadas de savia y de rocío, colocadas en el fondo del tragaluz. Karim palpó los pétalos: el ramillete era muy fresco; había sido depositado aquel mismo día. El policía dio media vuelta, detuvo su gesto y chasqueó los dedos.

Las pistas se encadenaban.

Abdouf salió del cementerio y dio la vuelta al muro del recinto en busca de una casa, de una barraca ocupada por algún guarda. Descubrió un pequeño pabellón destartalado, contiguo al santuario por el lado izquierdo. Una ventana brillaba con luz débil.

Abrió el portal sin el menor ruido y penetró en un jardín cuyas alturas estaban coronadas por una reja, como una jaula gigante. En alguna parte resonaban unos arrullos. ¿A qué se debería ahora este capricho?

Karim dio varios pasos; los arrullos se acentuaron, unos aleteos rompieron el silencio como ligeros cortapapeles. El poli entornó los ojos hacia un muro de nichos que le recordó el crematorio. Palomas. Centenares de palomas grises que dormitaban en pequeñas arcadas verdeoscuras. El policía subió los tres escalones y llamó al timbre de la puerta, que se abrió enseguida.

– ¿Qué quieres, cerdo?

El hombre sostenía una escopeta de aire comprimido y le apuntaba.

– Soy de la policía -dijo Karim con voz tranquila-. Permítame enseñarle el carné y…

– ¿Y qué más, moraco? Y yo el Espíritu Santo. ¡No te muevas!

El poli bajó de espaldas los escalones. El insulto le había electrizado. Con algo menos podía sentir ganas de matar.

– ¡No te muevas, he dicho! -gritó el sepulturero, apuntando con la escopeta a la cara del poli.

De las comisuras de los labios le brotaba una saliva espumosa.

Karim volvió a retroceder, lentamente. El hombre temblaba. Bajó a su vez un peldaño. Blandía su arma como un campesino bravucón amenazando a un vampiro en una película de serie B. Unas palomas aleteaban detrás de ellos como si hubieran percibido la tensión en el aire.

– Voy a destrozarte la cara, voy a…

– Eso me sorprendería, abuelo. Tu arma está descargada.

El baboso rió con sarcasmo.

– ¿Ah, sí? Esta noche está cargada, cara culo.

– Puede ser, pero no has corrido el cerrojo.

El hombre lanzó una breve mirada a su fusil. Karim aprovechó para saltar los dos escalones y apartar el cañón engrasado con la mano izquierda mientras desenfundaba su Glock con la derecha. Empujó al hombre contra el marco de la puerta y le aplastó la muñeca contra un mueble.

El sepulturero chilló y soltó la escopeta. Cuando levantó la vista, fue para descubrir el orificio negro de la automática apuntando a pocos centímetros de su frente.

– Escúchame, idiota -murmuró Karim-. Necesito información. Tú respondes a mis preguntas, yo me largo, y lo dejamos estar. Si haces el tonto, la cosa se complicará. Se complicará mucho. Sobre todo para ti. ¿Vale?

El guarda asintió, con los ojos fuera de las órbitas. Toda la agresividad había desaparecido de su rostro, para dar paso a un rojo subido. Era el «rojo del pánico» que Karim conocía muy bien. Apretó aún más la garganta arrugada.

– Sylvain Hérault. Agosto de 1980. Incinerado. Habla.

– ¿Hérault? -balbució el sepulturero-. No lo conozco.

Karim lo atrajo hacia sí y le empujó de nuevo contra la arista de la pared. El guarda hizo una mueca. La sangre salpicó la piedra. El pánico había contagiado a los nichos. Las palomas volaban ahora en todas direcciones, prisioneras de las rejas. El poli susurró:

– Sylvain Hérault. Su mujer era muy alta. Morena. De pelo rizado. Con gafas. Y muy guapa. Como su hijita. Reflexiona.

El baboso meneó la cabeza con pequeños movimientos nerviosos.

– Está bien, me acuerdo… fue un entierro muy extraño… No había nadie.

– ¿Cómo es eso: nadie?

– Tal como te digo: ni siquiera vino la buena mujer. Me pagó por anticipado, por la incineración, y después no la he visto más. Quemé el cuerpo. Estaba… Estaba yo solo.

– ¿De qué murió el hombre?

– Un… un accidente… un accidente de coche.

El beur recordó la autopista y las atroces fotografías del cuerpo del niño. La violencia de la carretera: un nuevo leitmotiv, un nuevo elemento recurrente. Abdouf soltó a su presa. Las palomas se arremolinaban, rasgándose contra las mallas del tejado.

– Quiero detalles. ¿Qué sabes al respecto?

– Lo… lo atropelló un mal conductor, en la departamental que conduce al Belledonne. Iba en bicicleta… Se dirigía al trabajo… El conductor debía de llevar una buena cogorza… Yo…

– ¿No hubo una investigación?

– No lo sé… En cualquier caso, nunca se supo quién fue… Encontraron el cuerpo en la carretera, despachurrado.

El desconcierto dominaba a Karim.

– Dices que iba al trabajo; ¿qué clase de trabajo?

– Trabajaba en los pueblos de las alturas. Era cristalero…

– ¿Qué es eso?

– Los tipos que van a buscar cristales preciosos en las cumbres… Parece ser que era el mejor, pero corría muchos riesgos…

Karim cambió de tema:

– ¿Por qué no fue nadie de Guernon al entierro?

El hombre se frotó el cuello, quemado como el de un ahorcado. Lanzaba miradas de pasmo hacia sus palomas heridas.

– Eran nuevos… Venían de otro pueblo… Taverlay… En las montañas… A nadie se le habría ocurrido ir a ese entierro. ¡No había nadie, ya te lo he dicho!

Karim formuló la última pregunta:

– Hay un ramillete de flores ante la urna: ¿quién viene a traerlas?

El guarda miró al techo con ojos acosados. Un ave moribunda cayó sobre sus hombros. Contuvo un grito y después balbució:

– Siempre hay flores…

– ¿Quién viene a ponerlas? -repitió Karim-. ¿Es una mujer muy alta? ¿Una mujer con una melena negra? ¿Es la propia Fabienne Hérault?

El viejo negó enérgicamente.

– Entonces, ¿quién?

El baboso vaciló, como si temiera pronunciar las palabras que temblaban en sus labios con un hilo de saliva. Las plumas flotaban como una nieve gris. Murmuró al final:

– Es Sophie… Sophie Caillois.

El poli se quedó anonadado. De improviso, un nuevo vínculo se tendía ante él entre los dos casos. Un maldito torniquete que le apretaba hasta hacerle estallar su excitado corazón. Preguntó, a pocos milímetros del hombre:

– ¿Quién?

– Sí… -hipó-. La… la mujer de Rémy Caillois. Viene cada semana. En ocasiones, incluso varias veces. Cuando me enteré del asesinato por la radio, quise ir a comunicarlo a los gendarmes… Se lo juro… Quería informarles… Es posible que esto tenga alguna relación con el crimen… Yo…

Karim dejó al viejo con sus rejas y sus aves. Empujó el portal de hierro y corrió hacia su coche. El corazón le latía como un gong.

42

Karim condujo hasta el edificio central de la universidad. Vio enseguida al policía que vigilaba la entrada principal. Sin duda el oficial encargado de vigilar a Sophie Caillois. Prosiguió su ruta, impasible, dio la vuelta al edificio y descubrió una entrada lateral: dos puertas de cristal oscuro bajo un tejadillo de cemento agrietado, más o menos adornado con un toldo de plástico. El poli detuvo el coche a cien metros de allí y consultó el plano de la universidad que había ido a buscar al CG de Niémans, un plano rotulado que indicaba el apartamento de los Caillois: el número 34.

Salió bajo la lluvia y caminó hacia las puertas. Se puso las manos en las sienes y se aplastó contra el cristal para mirar el interior. Las puertas estaban cerradas y unidas con un antirrobo de moto, un viejo modelo en forma de arco. La lluvia arreciaba y golpeaba el toldo con un ritmo atronador. Un ruido semejante hacía olvidar todo miramiento relativo a la entrada ilegal. Karim retrocedió y rompió el cristal de un patadón.

Se precipitó hacia un pasillo estrecho y luego descubrió un vestíbulo inmenso y sombrío. Echó una ojeada a través de los cristales y vio todavía al vigilante, que tiritaba fuera. Se deslizó por el hueco de la escalera, a la derecha, y subió los peldaños de cuatro en cuatro. Las luces de emergencia le permitían orientarse sin encender las luces de neón. Karim se esforzaba en no hacer resonar ni los peldaños suspendidos ni las láminas de metal verticales que se levantaban en el hueco de la escalera.

En el octavo piso, ocupado por los cuartos de los internos, reinaba el silencio. Karim enfiló el pasillo, siempre guiado por el plano anotado de Niémans. Siguió avanzando mientras intentaba distinguir los nombres garabateados encima de los timbres. Percibía bajo sus pasos la insensibilidad de las planchas de linóleo.

Incluso a esa hora de la mañana habría sido de esperar oír música, una radio, cualquier cosa que evocara las soledades confinadas de los internos. Pero no, nada. Quizá los estudiantes se encerraban en sus cuartos aterrados ante la idea de que el asesino fuera a arrancarles los ojos. Karim siguió caminando y por fin encontró la puerta que buscaba. Dudó en llamar al timbre y finalmente llamó a la puerta de madera con un golpe ligero.

Ninguna respuesta.

Llamó de nuevo, siempre con suavidad. Nadie contestó. Ningún ruido en el interior. Ninguna agitación. Era extraño: la presencia del vigilante, abajo, inducía a pensar que Sophie Caillois estaba en su casa.

Movido por un reflejo, Karim desenfundó su Glock y escudriñó las cerraduras. El cerrojo no estaba echado. El poli se puso los guantes de látex y sacó un abanico de varillas de polímero. Deslizó una de ellas bajo el pestillo de la cerradura principal, ejerciendo al mismo tiempo presión contra la puerta mientras la empujaba hacia arriba. Se abrió a los pocos segundos. Karim entró, sin hacer más ruido que un soplo.

Inspeccionó cada habitación del apartamento. Nadie. Un sexto sentido le decía que la mujer se había largado. Sin retorno. Prosiguió el registro de una forma más meticulosa. Se fijó en las imágenes extrañas de las paredes: atletas con cabezas rapadas, en blanco y negro, suspendidos de anillas o corriendo en un estadio. Buscó en los muebles, en los cajones. Nada. Sophie Caillois no había dejado ningún mensaje, ningún detalle que revelara su marcha, pero Karim intuía que había hecho las maletas. Y él no podía abandonar aquel apartamento. Un detalle, cuya naturaleza aún no percibía, le impedía irse. El policía se volvió, dio vueltas y más vueltas para descubrir el pequeño grano de arena que obstaculizaba la lógica del instante.

Por fin lo encontró.

Flotaba un fuerte olor a cola. Cola de empapelado, apenas seca. Karim se precipitó a lo largo de las paredes a fin de observarlas una por una. ¿Habrían cambiado los Caillois simplemente de decoración unos días antes de que irrumpiera en sus vidas la violencia? ¿Sería una simple casualidad? Karim rechazó la idea: en este caso no había casualidades ni el menor elemento que no perteneciera a la pesadilla general.

Por un impulso, apartó algunos muebles y despegó un primer panel. Nada. Karim se detuvo: estaba fuera de su jurisdicción, no tenía ninguna orden y causaba daños en el apartamento de una mujer que iba a convertirse en sospechosa principal. Dudó un segundo, tragó saliva y luego despegó otra tira de papel. Nada. Karim dio media vuelta y deslizó los dedos bajo otra zona de papel pintado. Tiró de él y descubrió una gran superficie de la capa precedente.

Escrito en la pared, pudo leer el final de una inscripción de color pardo. La única palabra que descifró fue: púrpura. Arrancó enseguida el papel contiguo a la palabra en la parte izquierda. El mensaje apareció entero, bajo los regueros de cola.

Subiré a la fuente

de los ríos de color púrpura


Judith


La caligrafía era la de un niño y la tinta utilizada era sangre. La inscripción estaba grabada en el yeso, como tallada con un cuchillo. El asesinato de Rémy Caillois. Los «ríos de púrpura». Judith. Ya no se trataba de vínculos, de relaciones, de ecos. A partir de ahora, los dos casos eran uno solo.

De improviso, un ligero temblor resonó a sus espaldas. Con un gesto reflejo, Karim se volvió. Ya agarraba su Glock con los dos puños. Sólo tuvo tiempo de percibir una sombra que desaparecía por la puerta entornada. Gritó y se precipitó afuera.

La silueta acababa de desvanecerse en el recodo del pasillo. Los ruidos de pasos apresurados ya habían hecho cundir el pánico en el largo corredor que parecía al acecho de la menor señal de peligro para animarse. Las puertas se abrían subrepticiamente para dar paso a miradas de pasmo.

El poli alcanzó corriendo el primer recodo y rebotó con un golpe de hombros. Enfiló la nueva línea recta. Ya oía las resonancias graves de la escalera suspendida.

Saltó el hueco. Las láminas de metal vibraban en toda su longitud a medida que la sombra bajaba los peldaños de granito. Karim le seguía los talones. Sus suelas de crampones sólo se posaban una vez por tramo.

Los pisos se sucedían. Karim ganaba terreno. Se hallaba ya a sólo un suspiro de su presa. Ahora descendían el mismo piso, por los dos lados de la pared de lamas verticales. El poli divisó al trasluz a su izquierda la espalda negra y brillante de un impermeable. Alargó la mano a través de la simetría metálica y agarró la manga de la sombra por el hombro. Pero no lo bastante fuerte. El brazo se dobló en ángulo recto, pillado por el torno de láminas. La silueta se escapó. Karim reanudó la carrera. Había perdido unos segundos.

Llegó al inmenso vestíbulo. Totalmente desierto. Totalmente silencioso. Karim vio fuera al vigilante, que no se había movido. Se abalanzó hacia la puerta lateral por la cual había entrado. Nadie. Una cortina de lluvia le bloqueaba todo el horizonte hacia el exterior.

Karim profirió un juramento. Pasó por delante del cristal roto y escrutó el campus, enturbiado por el gris tornasolado de la llovizna. Ni una presencia, ni un coche. Sólo el ruido del toldo, que chapoteaba con furor. Karim bajó el arma y giró los talones, crispado en una última esperanza: tal vez la sombra estaba aún en el interior.

De repente, una fuerte oleada le catapultó contra los batientes acristalados. Por un breve instante, no supo qué le ocurría y soltó el arma. Un flujo helado lo sumergió. Acurrucado en el suelo, Karim proyectó una mirada hacia arriba y comprendió que el toldo del tejadillo acababa de ceder, sobrecargado por el peso del temporal.

Creyó que era un accidente.

No obstante, detrás de la tela de plástico, todavía suspendida del tejado por dos hilos delgados, apareció la sombra, negra y reflectante. Impermeable negro, piernas enfundadas en unos leotardos, el rostro tapado por un pasamontañas y cubierto éste por un casco de ciclista, reluciente como la cabeza de un abejorro vitrificado, sostenía con ambas manos la Glock de Karim, apuntando directamente a su rostro.

El poli, ante la amenaza, abrió la boca pero no emitió ninguna palabra.

De improviso, la sombra apretó el gatillo y vació el cargador con un multiplicado estruendo de cristales. Karim se encogió, protegiéndose la cara con las manos. Gritó con voz crispada mientras el estrépito de las detonaciones se mezclaba al del cristal hecho añicos y de la lluvia circundante.

Maquinalmente, Karim contó las dieciséis balas y encontró la fuerza suficiente para levantar los ojos cuando los últimos casquillos rebotaban contra el suelo. Tuvo el tiempo justo de ver una mano desnuda soltar el arma y desaparecer tras la cortina de lluvia. Era una mano mate, nudosa como una liana, con arañazos, tiritas y uñas muy cortas.

Una mano de mujer.

El poli miró unos instantes su Glock que humeaba todavía por la cámara de la culata. Después fijó la vista en la culata cuadriculada por rombos minúsculos. Aún le resonaba la cabeza por las múltiples detonaciones. Las ventanas de su nariz respiraban el olor violento de la cordita. Unos segundos más tarde, el policía que vigilaba la entrada principal llegó por fin, con el arma en la mano.

Pero Karim no oyó sus requerimientos ni sus gritos de pánico. En aquel apocalipsis asimilaba ahora dos verdades.

Una: la asesina le había dejado con vida.

Dos: él tenía sus huellas dactilares.

43

– ¿Qué hacía en casa de Sophie Caillois? Está usted fuera de su jurisdicción, ha infringido las leyes más elementales, podríamos…

Karim observaba al capitán Vermont iracundo: el cráneo desnudo y el rostro escarlata. Asintió lentamente y se esforzó en mostrar una expresión contrita.

– Ya se lo he explicado todo al capitán Barnes. Los asesinatos de Guernon conciernen a un caso que estoy investigando… Un caso ocurrido en mi municipio, Sarzac, departamento del Lot.

– Primera noticia. Pero eso no explica su presencia en casa de un testigo importante ni el allanamiento de domicilio. -Había convenido con el comisario Niémans que…

– Olvídese de Niémans. Ha sido apartado del caso. -Vermont lanzó un exhorto por encima de la mesa-. Los muchachos del SRPJ acaban de llegar.

– ¿De veras?

– El comisario Niémans está bajo vigilancia. La noche pasada golpeó a un hooligan inglés a la salida de un partido en el Parque de los Príncipes. El asunto se ha complicado. Ha sido llamado a París.

Karim comprendió ahora por qué Niémans investigaba en este pueblo. Sin duda el poli de hierro había querido poner tierra de por medio después de ese enésimo tropezón, tan propio de su estilo. Pero él no le veía volviendo a París aquella noche. No le veía abandonando el caso… y menos aún para rendir cuentas al IGS o al Palais-Bourbon. Pierre Niémans desenmascararía primero al asesino y su móvil. Y Karim estaría a su lado. No obstante, simuló seguir al gendarme en su terreno:

– ¿Los muchachos del SRPJ ya han tomado las riendas de la investigación?

– Todavía no -respondió Vermont-. Debemos ponerles al corriente.

– Se diría que no van a echar de menos a Niémans.

– Se equivoca. Es un enfermo, pero al menos conoce el mundo del crimen. Lo transpira, incluso. Con los polis de Grenoble, tendremos que empezar de cero. ¿Y para llegar adónde, le pregunto?

Karim plantó los dos puños sobre la mesa y se inclinó hacia el capitán.

– Llame al comisario Henri Crozier, del puesto de policía de Sarzac. Verifique mis informaciones. Con o sin jurisdicción, mi investigación está vinculada a los crímenes de Guernon. Una de las víctimas, Philippe Sertys, profanó el cementerio de mi pueblo anoche, justo antes de morir.

Vermont hizo una mueca de escepticismo.

– Redacte un informe. Víctimas que profanan un cementerio. Polis que vienen de todas partes. Si cree que esta historia no es ya bastante complicada…

– Yo…

– El asesino ha atacado otra vez.

Karim dio media vuelta: Niémans estaba en el umbral. Tenía la cara lívida y las facciones tensas. El árabe pensó en las esculturas de los mausoleos que había cruzado estas últimas horas.

– Edmond Chernecé -continuó Niémans-, oftalmólogo de Annecy. -Se acercó a la mesa y miró fijamente a Karim y después a Vermont-. Estrangulación por cable. Sin ojos. Sin manos. La serie no se detiene.

Vermont empujó el asiento contra el muro. Al cabo de varios segundos, masculló en tono plañidero:

– Se le había dicho. Todo el mundo se lo había dicho…

– ¿Qué? ¿Qué me habían dicho? -gritó Niémans.

– Es un asesino en serie. Un criminal psicópata. ¡A la americana! Hay que emplear los métodos de allí. Llamar a especialistas. Trazar un perfil psicológico… No sé… Incluso yo, un gendarme de provincias…

Niémans vociferó:

– ¡Es una serie, pero no un asesino en serie! No es un demente. Lleva a cabo una venganza. Tiene un móvil racional que concierne a sus víctimas. ¡Existe un vínculo entre esos tres hombres que hoy explica su desaparición! Joder. Es eso lo que debemos descubrir.

Vermont calló y esbozó un gesto de cansancio. Karim aprovechó el silencio:

– Comisario, déjeme…

– No es el momento.

Niémans se enderezó y alisó con un ademán nervioso los faldones de su abrigo. Esta coquetería no cuadraba con su cabeza de poli cuadriculado. Karim insistió:

– Sophie Caillois ha hecho el equipaje.

Los ojos enmarcados por los círculos de cristal se volvieron hacia él.

– ¿Cómo? Habíamos apostado un hombre…

– No ha visto nada. Y en mi opinión, ya está lejos.

Niémans observaba a Karim. Como a un animal inusitado, genéticamente improbable.

– ¿Qué quiere decir este nuevo desastre? -inquirió-. ¿Por qué tenía que huir?

– Porque usted tenía razón desde el principio. -Karim se dirigía al comisario, pero miraba a Vermont-. Las víctimas comparten un secreto. Y ese secreto está relacionado con los asesinatos. Sophie Caillois ha huido porque conoce ese vínculo. Y porque es, tal vez, la próxima víctima del asesino.

– Cojones…

Niémans se ajustó de nuevo las gafas. Pareció reflexionar unos minutos y después, esquivando el mentón como un boxeador, animó a Karim a proseguir.

– Tengo novedades, comisario. He descubierto en casa de los Caillois una inscripción grabada en una de las paredes. Una inscripción firmada «Judith» y que habla de «ríos de color púrpura». Usted buscaba un punto común entre las víctimas. Le propongo al menos uno, entre Caillois y Sertys: Judith. Mi pequeña, mi cara borrada. Sertys profanó su sepultura. Y Caillois recibió un mensaje firmado con su nombre.

El comisario se dirigió hacia la puerta.

– Ven conmigo.

Vermont se levantó, encolerizado.

– ¡Eso es, lárguense! ¡Sigan con sus misterios!

Niémans ya empujaba a Karim hacia el exterior. La voz del capitán chillaba:

– ¡Ya no forma usted parte de la investigación, Niémans! ¡Está relevado! ¿Lo comprende? Ya no tiene ningún peso… ¡Ninguno! ¡Es usted un soplo, una corriente de aire! Váyase a escuchar los delirios de este advenedizo… Un ilegal y un golfo… ¡Vaya equipo! Yo…

Niémans acababa de entrar en una oficina vacía, a varias puertas de allí. Empujó a Karim, encendió la luz y cerró la puerta, cortando en seco el discurso del gendarme. Agarró una silla y se la ofreció. Su voz murmuró simplemente:

– Te escucho.

44

Karim no se sentó y empezó en un tono frenético:

– La inscripción de la pared decía concretamente: «Subiré a la fuente de los ríos de color púrpura». Con sangre en lugar de tinta. Y una hoja en lugar de buril. Una visión para hacerte temblar el resto de tus noches. Con tanta mayor razón cuanto que el mensaje está firmado «Judith». Sin duda alguna: «Judith Hérault». El nombre de una muerta, comisario. Desaparecida en 1982.

– No entiendo nada.

– Yo tampoco -murmuró Karim-. Pero puedo imaginar algunos hechos que han marcado este fin de semana.

Niémans permanecía en pie. Meneó lentamente la cabeza. El beur continuó:

– Son éstos. El asesino elimina primero a Rémy Caillois, digamos, durante el día del sábado. Mutila el cuerpo y luego lo incrusta en la pared de piedra. No tengo la menor idea del porqué de todo este teatro. Pero a partir del día siguiente se aposta en algún lugar del campus. Vigila los actos y gestos de Sophie Caillois. Al principio, la joven no se mueve, pero después acaba por salir digamos que a mediodía. Tal vez se va a buscar a Caillois a las montañas, no lo sé. Durante este tiempo, el asesino entra en su casa y firma su crimen en la pared: «Subiré a la fuente de los ríos de color púrpura».

– Continúa.

– Más tarde, Sophie Caillois vuelve a su casa y descubre la inscripción. Capta el significado de las palabras. Comprende que el pasado se está despertando y que sin duda han matado a su marido. Dominada por el pánico, viola el secreto y telefonea a Philippe Sertys, que es o ha sido cómplice de su marido.

– Pero, ¿de dónde sacas todo esto?

Karim se inclinó y dijo en voz baja:

– Mi idea es que Caillois, Sertys y su mujer son amigos de infancia y cometieron un acto culpable cuando eran niños. Un acto que tiene cierta relación con los términos «ríos de color púrpura» y la familia de Judith.

– Karim, ya te lo he dicho: en los años ochenta, Caillois y Sertys tenían diez o doce años, ¿cómo puedes imaginar…?

– Déjeme acabar. Philippe Sertys llega a casa de los Caillois. Descubre a su vez la inscripción. Él también capta la alusión a los «ríos de color púrpura» y empieza a asustarse en serio. Pero se previene contra lo más urgente: disimular la inscripción, que hace referencia a algo, un secreto que es preciso ocultar a toda costa. Estoy seguro de esto: a pesar de la muerte de Caillois, a pesar de la amenaza de un asesino que firma su crimen como «Judith», Sertys y Sophie Caillois sólo piensan en estos momentos en borrar la marca de su propia culpabilidad. El auxiliar de enfermería va entonces a buscar rollos de papel pintado que pega sobre el mensaje. Por eso huele a cola en todo el apartamento.

La mirada de Niémans brilló. Karim comprendió que el poli también había notado ese detalle, sin duda durante el interrogatorio de la mujer. Prosiguió:

– Esperan durante todo el domingo. O intentan otra búsqueda, no lo sé. Al final, al atardecer, Sophie Caillois se decide a avisar a los gendarmes. En el mismo momento se descubre el cadáver en el precipicio.

– ¿Tienes la continuación?

– Aquella noche, Sertys corre en la oscuridad hacia Sarzac.

– ¿Por qué?

– Porque el asesinato de Rémy Caillois está firmado por Judith, muerta y enterrada desde hace quince años en Sarzac. Y Sertys lo sabe.

– Es muy rebuscado.

– Tal vez. Pero la noche anterior Sertys estaba en mi pueblo, con un cómplice que podía ser nuestra tercera víctima: Edmond Chernecé. Registraron los archivos de la escuela. Fueron al cementerio y abrieron el panteón de Judith. Cuando uno busca a un muerto, ¿adónde va? A su tumba.

– Continúa.

– Ignoro qué encuentran Sertys y el otro en Sarzac. Ignoro si abren el ataúd. No he podido investigar mucho en el registro del panteón. Pero presiento que no descubren nada que les satisfaga plenamente. Entonces regresan a Guernon con el miedo en el cuerpo. Por Dios, ¿puede imaginárselo? Está en circulación un fantasma decidido a eliminar a todos los que le han hecho daño…

– No tienes ninguna prueba de lo que estás contando.

Karim eludió la observación.

– Estamos en el amanecer del lunes, Niémans. A su vuelta, Sertys es sorprendido por el fantasma. Es el segundo asesinato. Nada de tortura, nada de suplicio. Ahora el espectro ya sabe lo que quería saber. Sólo falta llevar a cabo su venganza. Sube al teleférico con el cuerpo a cuestas hasta las montañas. Todo está premeditado. Ha dejado un mensaje en su primera víctima. Debe dejar otro en el cuerpo de la segunda. Y ya no se detendrá más. Su tesis de la venganza es correcta, Niémans.

El comisario se sentó, con la espalda dolorida. Estaba empapado de sudor.

– ¿La venganza de quién? ¿Y quién es el asesino?

– Judith Hérault. O mejor: alguien que ha adoptado el papel de Judith.

El comisario guardó silencio con la cabeza gacha. Karim se acercó todavía más.

– He vuelto a la sepultura de Sylvain Hérault, Niémans, al crematorio del cementerio. Sobre la muerte propiamente dicha, no he encontrado nada de particular. Hérault murió aplastado por un mal conductor. Tal vez se podría rascar algo más a este respecto, aún no lo sé… Pero esta noche ha sido la propia sepultura la que me ha ofrecido un nuevo elemento. Ante el tragaluz había un ramillete de flores frescas. Me he informado: ¿sabe quién va a depositar allí flores cada semana desde hace años? Sophie Caillois.

Niémans meneó la cabeza, como presa de un vértigo.

– ¿Qué vas a decirme ahora como explicación?

– A mi juicio, son remordimientos.

El comisario no se tomó la molestia de contestar. Abdouf se irguió y gritó:

– ¡Todo encaja, por el amor de Dios! No consigo imaginarme a Sophie Caillois en la piel de una verdadera culpable. Pero compartía un secreto con su marido y siempre le apoyó, por amor, por miedo o por cualquier otra razón. No obstante, a escondidas, deposita desde hace años ramos de flores ante la urna de Sylvain Hérault, por respeto a esa familia perseguida por su amigo.

Karim se arrodilló a un paso del comisario principal.

– Niémans -ordenó-, reflexione. El cuerpo de su marido acaba de ser descubierto. Este asesinato firmado «Judith» constituye la venganza evidente de una niña del pasado. Y a pesar de todo eso, la mujer va hoy a depositar flores sobre la tumba de su padre. Estos asesinatos no engendran el odio en el corazón de Sophie Caillois. Refuerzan sus recuerdos. Y sus pesares. Joder, Niémans, estoy seguro de tener razón. Antes de volatilizarse, esta muchacha ha querido rendir un último homenaje a los Hérault.

El poli de cabellos a cepillo no respondió. Sus facciones se habían acentuado hasta el punto de lanzar sombras profundas como grietas. Los segundos se prolongaron. Por fin Karim se levantó y prosiguió con voz ronca:

– Niémans, he leído atentamente su informe de la investigación. En él hay otros indicios, otros detalles que apuntan a Judith Hérault.

El comisario suspiró.

– Te escucho. No sé qué gano con ello, pero te escucho.

El teniente magrebí se puso a andar arriba y abajo de la habitación como una fiera enjaulada.

– En su expediente consta que sólo tiene una certeza sobre el asesino: sus aptitudes de alpinista. Pues bien, ¿cuál era la profesión de Sylvain Hérault? Cristalero. Escalaba las cumbres para arrancar cristales a la piedra. Era un alpinista de excepción. Pasó toda su vida en la ladera de los precipicios, a lo largo de los glaciares. Allí mismo, donde usted encontró los dos primeros cuerpos.

– Como varios centenares de alpinistas veteranos de la región. ¿Es eso todo?

– No. También está el fuego.

– ¿El fuego?

– Me he fijado en un detalle del primer informe de la autopsia. Una observación extraña que me da vueltas en la cabeza desde que la he leído. El cuerpo de Rémy Caillois tenía trazas de quemaduras. Costes ha notado que el asesino había pulverizado gasolina en las llagas de la víctima. Habla de un aerosol comercializado, de un Kárcher.

– ¿Y bien?

– Pues que existe otra explicación. El asesino podría ser un comefuegos que hubiese pulverizado gasolina con su propia boca.

– No te sigo.

– Porque ignora un detalle particular: Judith Hérault sabía escupir fuego. Es increíble, pero es verdad. Conocí al extranjero que le enseñó esta técnica varias semanas antes de su muerte. Una técnica que la fascinaba. Decía que quería usarla como un arma, para proteger a su «mamá».

Niémans se frotaba la nuca.

– ¡Por Dios, Karim, Judith está muerta!

– Hay un último signo, comisario. Más vago todavía, pero que podría encontrar un lugar en este ovillo. En el primer informe de la autopsia, en relación a la técnica de estrangulación, el médico forense escribió: «Hilo metálico. Como un cable de freno o una cuerda de piano». ¿Han matado a Sertys de la misma manera?

El comisario asintió. Karim dijo a continuación:

– Puede no significar nada, pero Fabienne Hérault era pianista. Una virtuosa. Imagine por un instante que sea una cuerda de piano lo que ha matado a las tres víctimas, ¿no se podría ver en ello un vínculo simbólico? ¿Un hilo tendido hacia el pasado?

Pierre Niémans se levantó, esta vez gritando:

– ¿Adonde quieres ir a parar Karim? ¿Qué buscamos? ¿Un fantasma?

Karim se encogió dentro de su chaqueta de cuero, como un chiquillo confuso.

– No lo sé.

Niémans se puso a andar a su vez y preguntó:

– ¿Has pensado en la madre?

– Sí, claro -contestó Karim-. Pero no es ella. -Bajó el tono de voz-. Y otra cosa, comisario. Le he guardado lo mejor para el final. Cuando estaba en casa de los Caillois, el fantasma me ha sorprendido. Un fantasma al que he perseguido pero que se me ha escapado.

– ¿Qué?

Karim esbozó una sonrisa contrita.

– Estoy avergonzado.

– ¿Qué aspecto tenía él? -preguntó enseguida Niémans.

– Qué aspecto tenía ella: era una mujer. He visto sus manos. He oído su respiración. No cabe la menor duda al respecto. Mide alrededor de un metro setenta. Me ha parecido bastante alta y fuerte, pero no es la madre de Judith. La madre es un coloso. Mide más de un metro ochenta y tiene los hombros de un descargador. Varios testimonios coinciden en este punto.

– Entonces, ¿quién?

– No lo sé. Llevaba un impermeable negro, un casco de ciclista, un pasamontañas. Es todo lo que puedo decir.

Niémans se levantó.

– Hay que difundir su descripción.

Karim le agarró del brazo.

– ¿Qué descripción? ¿Un ciclista en la noche? -Karim sonrió-. Tengo algo mejor que eso.

Se sacó del bolsillo la Glock empaquetada en un sobre transparente:

– Sus huellas están aquí.

– ¿Ha empuñado tu pistola?

– Incluso ha vaciado el cargador sobre mi cabeza. Es una asesina original, comisario. Asume una venganza de psicópata pero estoy seguro de que no quiere hacer ningún daño a nadie aparte de sus presas.

Niémans abrió la puerta con violencia.

– Sube al primero. Los muchachos del SRPJ han traído un comparador de huellas. Un CMM flamante, conectado directamente a MORPHO. Pero no saben hacerlo funcionar. Un tipo de la policía científica les ayuda: Patrick Astier. Sube a verle, debe de estar acompañado del médico forense. Esos dos muchachos están conmigo. Te los llevas aparte, se lo explicas y comparas tus huellas con las fichas dactilares de MORPHO.

– ¿Y si las huellas no nos dicen nada?

– Entonces busca a la madre. Su testimonio es capital.

– Hace más de veinte horas que busco a esa buena mujer, Niémans. Se esconde. Y se esconde bien.

– Vuelve a estudiar toda la investigación. Tal vez has pasado por alto algún indicio.

Karim se electrizó:

– No he pasado por alto absolutamente nada.

– Sí, tú mismo me lo has dicho. En tu pueblo, la tumba de la niña está perfectamente bien cuidada. De modo que alguien viene a ocuparse de ella regularmente. ¿Quién? No es Sophie Caillois. Entonces, responde a esta pregunta y encontrarás a la madre.

– He interrogado al guarda. No ha vista nunca…

– Tal vez no viene en persona. Tal vez lo ha delegado en una sociedad de pompas fúnebres, qué sé yo. Encuéntrala, Karim. De todos modos tienes que volver allí para abrir el ataúd.

El poli árabe se estremeció.

– Abrir el…

– Hemos de saber qué buscaban los profanadores. O qué han encontrado. También descubrirás en el féretro las señas del enterrador. -Niémans le lanzó un guiño macabro-. Un ataúd es como un jersey: la marca está en el interior.

Karim tragó saliva. Ante la idea de volver al cementerio de Sarzac, de ir allí de noche para penetrar de nuevo en el panteón, el miedo le debilitaba los miembros. Pero Niémans recapituló, con una voz sin piedad:

– Primero las huellas. Después el cementerio. Tenemos tiempo hasta el amanecer para terminar este asunto. Tú y yo, Karim. Y nadie más. Luego tendremos que volver al redil y dar cuenta de todo.

El otro se levantó el cuello.

– ¿Y usted?

– ¿Yo? Regreso a la fuente de los ríos de color púrpura, hacia la pista de mi pequeño poli, Éric Joisneau. Sólo él había descubierto parte de la verdad.

– ¿Había?

El rostro de Niémans se desencajó.

– Lo mató Chernecé, antes de que lo matara nuestro asesino… o asesina. Encontré su cuerpo en una fosa química, en el fondo del sótano del médico. Chernecé, Caillois y Sertys eran basura, Karim. Ahora tengo esa certeza. Y creo que Joisneau había descubierto una pista que iba en ese sentido. Eso le costó la vida. Descubre la identidad del asesino. Yo descubriré su móvil. Descubre quién se esconde detrás del cadáver de Judith. Yo descubriré el significado de los ríos de color púrpura.

Los dos hombres se precipitaron hacia el pasillo, sin dirigir una sola mirada a los otros gendarmes.

45

– Colgados, muchachos. Estamos colgados.

– De todos modos, no tenemos ni la sombra de una huella, así que…

En el umbral de una habitación pequeña del primer piso, varios polis miraban fijamente, con aire desanimado, un ordenador rematado por una lupa móvil y conectado a un escáner por una red de cables.

En el interior del recinto, sentado ante la pantalla y con los ojos abiertos de par en par, un rubio muy alto se esforzaba en ajustar los parámetros de un programa. Karim se informó: era Patrick Astier en persona. A su lado, de pie, estaba Marc Costes, un tipo moreno, encorvado, apagado tras unas grandes gafas.

Los polis salían del lugar abriéndose paso a codazos y farfullando algunas reflexiones filosóficas sobre la falta de fiabilidad de las nuevas tecnologías. No dirigieron ni una sola mirada a Karim.

Este se acercó y se presentó raudo a Costes y Astier. Tras unas pocas palabras, los tres interlocutores comprendieron que estaban en la misma longitud de onda. Jóvenes y apasionados, daban la espalda a su propio miedo para concentrarse en la investigación. Cuando el poli árabe les hubo explicado con precisión el asunto que le traía, Astier no pudo reprimir su excitación. Exclamó:

– Mierda. Las huellas del asesino, ¡bingo! Vamos a someterlas enseguida al CMM.

Karim se sorprendió:

– ¿Funciona?

El ingeniero sonrió. Una fina grieta en la porcelana del rostro.

– Claro que funciona. -Señaló a los OPJ, ya ocupados en otra parte-. Son ellos los que no funcionan demasiado bien…

Con algunos gestos rápidos, Astier abrió uno de los maletines niquelados que Karim había visto al entrar en un rincón de la habitación. Equipos de toma de huellas latentes y vaciados de rastros. El ingeniero sacó un pincel magnético. Se puso los guantes de látex y mojó el instrumento imantado en un contenedor de polvo de óxido de hierro. Enseguida, las ínfimas partículas se agruparon en una pequeña bola rosa en el extremo de la punta magnética.

Astier cogió la Glock y rozó la culata con el pincel. Pegó luego sobre el arma una película adhesiva que encoló a su vez a un soporte de cartón. Entonces aparecieron las crestas digitales plateadas, brillantes bajo la película traslúcida.

– Soberbias -murmuró Astier.

Deslizó la ficha dactilar en el escáner y luego se sentó de nuevo ante la pantalla. Apartó la lupa rectangular y pulsó con rapidez sobre el teclado. Casi al instante, las tramas digitales aparecieron en el monitor. Astier comentó:

– Las huellas son de excelente calidad. Tenemos veintiún puntos que numerar: el máximo…

Signos de un rojo granate, unidos entre sí por líneas oblicuas, iban apareciendo en sobreimpresión en las crestas digitales, coincidiendo con pequeños bips sonoros. Astier prosiguió, como para sus adentros:

– Veamos lo que nos dice MORPHO.

Era la primera vez que Karim contemplaba el sistema en acción. En un tono doctoral, Astier aportaba sus comentarios: MORPHO era un inmenso registro informático que conservaba las huellas de los criminales de la mayoría de países europeos. Por módem, el programa era capaz de comparar cualquier huella nueva casi en tiempo real. Los discos duros zumbaban.

Por fin el ordenador entregó su respuesta: negativa. Las huellas de la «sombra» no correspondían a ningún surco del fichero de los delincuentes comunes. Karim se enderezó y suspiró. Ya esperaba esta conclusión: el sospechoso no pertenecía a la corporación de criminales ordinarios.

De pronto, el poli tuvo otra idea. Un comodín. Se sacó de la chaqueta de cuero la ficha acartonada que llevaba las huellas dactilares de Judith Hérault, tomadas justo después de su accidente de coche, catorce años atrás. Se dirigió a Astier:

– ¿Puedes pasar también estas huellas por el escáner y compararlas?

Astier dio media vuelta sobre su asiento y cogió la ficha.

– Ningún problema.

El ingeniero se mantenía tan tieso que parecía haberse tragado un fluorescente. Echó una breve ojeada a los nuevos dermatoglifos. Reflexionó unos segundos y luego alzó los ojos azules hacia Karim.

– ¿De dónde has sacado estas huellas?

– De una gasolinera de autopista. Son las de una niña, muerta en un accidente de coche en 1982. Nunca se sabe. Un parecido o…

El científico le interrumpió:

– Me asombraría mucho que estuviera muerta.

– ¿Qué?

Astier deslizó la ficha bajo la pantalla lupa. Los surcos cincelados aparecieron en transparencia, irisados y ampliados a una escala exponencial.

– No necesito analizar estas huellas para decirte que son las mismas de la culata de tu arma. Las mismas crestas subdigitales transversales. El mismo torbellino, justo debajo de las crestas.

Karim estaba atónito. Patrick Astier acercó la lupa móvil a la pantalla del ordenador, a fin de que los dos dermatoglifos estuvieran de lado.

– Las mismas huellas -repitió-, a dos edades diferentes. Tu ficha lleva las del niño, la culata, las del adulto.

Karim miraba fijamente las dos imágenes y se persuadía de lo imposible.

Judith Hérault había muerto en 1982, entre la chatarra de un coche destrozado.

Judith Hérault, vestida con un impermeable y un casco de ciclista, acababa de vaciar un cargador de Glock sobre su cabeza.

Judith Hérault estaba a la vez muerta y viva.

46

Ya era hora de tomar contacto con los viejos hermanos del pasado. Fabrice Mosset. Virtuoso de la policía científica de París. Especialista en dactiloscopia a quien Karim había conocido en un caso complicado durante su estancia en el comisariado del distrito XIV, avenida del Maine. Un superdotado que pretendía saber reconocer a gemelos sólo observando sus huellas digitales. Un método que, según él, era tan fiable como el de las huellas genéticas.

– ¿Mosset? Soy Abdouf. Karim Abdouf.

– ¿Cómo estás? ¿Todavía en tu agujero?

La voz era cantarina. A años luz de la pesadilla.

– Todavía -murmuró Karim-. Salvo que ahora viajo, de agujero en agujero.

El técnico se echó a reír.

– ¿Como los topos?

– Como los topos. Mosset, te planteo un problema, al parecer insoluble. Tú me das tu opinión no oficial. Y al momento, ¿vale?

– ¿Estás metido en una investigación? No hay problema. Te escucho.

– Tengo unas huellas digitales idénticas. Por un lado, las de una niña muerta hace catorce años. Por el otro, las de una sospechosa desconocida, que datan de hoy mismo. ¿Qué me dices?

– ¿Estás seguro de que la niña murió?

– Segurísimo. He interrogado al hombre que tuvo en sus brazos el cadáver encima del entintador.

– Entonces te digo: error de protocolo. Tú o tus colegas habéis hecho una manipulación falsa en la toma de huellas en el lugar del crimen. Es imposible que dos personas distintas posean las mismas huellas digitales. Im-po-si-ble.

– ¿No puede tratarse de miembros de una misma familia? ¿De gemelos? Me acuerdo de tu programa y…

– Sólo las huellas de mellizos homocigóticos muestran puntos de semejanza. Y las leyes genéticas son infinitamente complejas: existen miles de parámetros que influyen en el dibujo final de los surcos dactilares. Haría falta un cúmulo de casualidades para que los dibujos se parezcan hasta el punto de…

Karim le interrumpió:

– ¿Tienes fax en tu casa?

– No estoy en mi casa. Todavía estoy en el laboratorio -suspiró-. No hay piedad para los científicos.

– ¿Puedo enviarte mis fichas?

– No te diré nada nuevo.

El teniente guardó silencio. Mosset volvió a suspirar:

– Vale. Me apostaré al lado del fax. Llámame enseguida.

Karim salió de la pequeña oficina donde se había aislado, envió sus dos faxes, volvió a su rincón y pulsó la tecla bis de su teléfono. Unos gendarmes iban y venían. En medio del barullo, nadie le prestaba atención.

– Impresionante -murmuró Mosset-. ¿Estás seguro de que la primera ficha lleva las huellas de una difunta?

Karim volvió a mirar las fotografías en blanco y negro del accidente. Los frágiles miembros de la niña emergiendo del caos de la carrocería arrugada. Vio de nuevo la cara del viejo agente de tráfico que había conservado la ficha dactilar.

– Seguro -replicó.

– Tiene que haber un error en las identidades, en las tomas de huellas. Esto sucede a menudo, nosotros…

– No pareces entenderlo -murmuró Karim-. Importa poco la identidad inscrita en la ficha. Importan poco los nombres y las escrituras. Lo que quiero decir es que la mano de la niña accidentada lleva los mismos surcos que la mano que ha empuñado el arma esta noche. Eso es todo. Dios mío, me importa un bledo su identidad. ¡Se trata simplemente de la misma mano!

Hubo un silencio. Un suspenso en la noche eléctrica, y entonces Mosset soltó una carcajada.

– Tu caso es imposible. Es todo lo que puedo decirte.

– Te he conocido más inspirado. Tiene que haber una solución.

– Siempre hay una solución. Los dos lo sabemos. Y estoy seguro de que vas a encontrarla. Llámame otra vez cuando el asunto se haya aclarado. Me encantan las historias que acaban bien. Con una explicación racional.

Karim lo prometió y colgó. Un engranaje maquinaba bajo su cráneo.


En los pasillos de la brigada se cruzó de nuevo con Marc Costes y Patrick Astier. El médico forense llevaba una cartera de cuero con muescas cuadradas y presentaba un rostro lívido.

– Me voy al CHRU de Annecy -explicó, lanzando una mirada incrédula a su compañero-. Acabamos… acabamos de saber que hay dos cuerpos. Mierda. El policía también está muerto… Éric Joisneau… Esto ya no es una investigación. Es una masacre.

– Estoy al corriente. ¿Cuánto tiempo tardarás?

– Por lo menos hasta la madrugada. Pero otro forense ya está allí. El caso se amplía.

Karim miraba al doctor de rasgos afilados, a la vez juveniles y huidizos. El hombre tenía miedo, pero Abdouf sentía que su propia presencia le inspiraba confianza.

– Costes, he pensado una cosa… Querría pedirte una opinión.

– Te escucho.

– En tu primer informe hablas, en relación a los hilos metálicos empleados por el asesino, de un cable de freno o de una cuerda de piano. En tu opinión, ¿es el mismo cable con el que mató a Sertys?

– El mismo, sí. La misma fibra. El mismo grosor.

– Si se tratara de una cuerda de piano, ¿podrías deducir la nota?

– ¿La nota?

– Sí. La nota musical. Midiendo el diámetro de una cuerda, ¿puedes deducir la nota exacta a la que corresponde en la escala de las octavas?

Costes sonrió, incrédulo.

– Ya veo lo que quieres decir. Quieres que yo…

– Tú o un ayudante. Pero esta tonalidad me interesa.

– ¿Estás sobre una pista?

– No lo sé.

El médico forense manoseó sus gafas.

– ¿Dónde puedo encontrarte? ¿Tienes un móvil?

– No.

– Sí.

Astier plantó en la mano de Karim un teléfono móvil, un modelo minúsculo, negro y cromado. El árabe no comprendía nada. El ingeniero sonrió.

– Tengo dos. Creo que lo necesitarás en las próximas horas.

Se intercambiaron los números. Marc Costes desapareció. Karim se volvió hacia Astier.

– Y tú, ¿qué vas a hacer?

– Poca cosa. -Abrió las manazas vacías-. Ya no tengo nada que meter en mis máquinas.

Súbitamente, Karim propuso al ingeniero ayudarle en su propia investigación y realizar dos misiones para él.

– ¿Dos misiones? -repitió Astier entusiasmado-. Todas las que quieras.

– La primera es ir a consultar los registros de nacimientos en el CHRU de Guernon.

– ¿Para descubrir qué?

– En la fecha del 23 mayo de 1972 encontrarás el nombre de Judith Hérault. Mira si tenía una hermana o un hermano gemelo.

– ¿Es la niña de las huellas?

Karim asintió. Astier preguntó entonces:

– ¿Piensas en otro niño que tuviera las mismas huellas?

El poli asintió, incómodo.

– Ya lo sé. Esto no se aguanta en pie. Pero hazlo.

– ¿Y la otra misión?

– El padre de la niña murió en un accidente de coche.

– ¿El también?

– Sí, él también. Salvo que iba en bicicleta y yo te hablo de una colisión. En agosto del 80. El nombre es Sylvain Hérault. Mira aquí, en la brigada. Estoy seguro de que encontrarás el expediente.

– ¿Y qué he de buscar?

– Las circunstancias exactas del accidente. El individuo fue atropellado por un conductor que se volatilizó. Estudia cada detalle. Puede haber algo descabellado.

– ¿Del tipo accidente voluntario?

– De ese tipo, sí.

Karim giró sobre sus talones. Astier le llamó:

– ¿Y tú? ¿Adónde vas?

Dio media vuelta, ligero, liberado, casi irónico ante el terror de los instantes inminentes.

– ¿Yo? Vuelvo a la casilla de salida.

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