XII

57

Las seis de la mañana. El paisaje era negro, borroso… irreal. La lluvia había vuelto a arreciar como para bruñir otra vez la montaña antes del nacimiento del día. Unas columnas traslúcidas perforaban las tinieblas como si fueran taladros de cristal.

Bajo las frondas de una inmensa conífera, Karim Abdouf y Pierre Niémans estaban frente a frente, uno apoyado en el Audi y el otro en el árbol. Permanecían inmóviles, concentrados, a punto de estallar por la tensión. El poli beur observaba al comisario, que recuperaba progresivamente las fuerzas, o más bien los nervios, bajo el efecto de las anfetaminas. Acababa de explicar el ataque asesino del 4x4. Pero Abdouf le acuciaba ahora a revelarle toda la verdad.

Bajo los frisos del chaparrón. Pierre Niémans empezó:

– Ayer tarde fui al instituto de los ciegos.

– Tras la pista de Éric Joisneau, ya lo sé. ¿Qué encontró allí?

– Champelaz, el director, me explicó que trataba a niños aquejados de afecciones hereditarias. Niños siempre salidos de las mismas familias, las de la élite de la universidad. Champelaz comentó así este fenómeno: a causa del aislamiento, esta comunidad intelectual debilitó su propia sangre y provocó un empobrecimiento genético. Los niños que nacen ahora están destinados a ser muy brillantes, muy cultivados, pero sus cuerpos se han agotado, tarado. En el curso de las generaciones, la sangre de la facultad se ha corrompido.

– ¿Cuál es la relación con la investigación?

– A priori, ninguna. Joisneau había ido allí por lo de las afecciones oculares, enfermedades que podían tener una relación con la mutilación de los ojos. Pero no era eso. No era eso en absoluto.

»Durante mi visita, Champelaz me indicó que esa comunidad agotada genera, desde hace unos veinte años, estudiantes de un gran vigor físico. Niños inteligentes, pero también capaces de arramblar con todas las medallas de los campeonatos deportivos. Ahora bien, este detalle no encaja. ¿Cómo la misma cofradía puede producir niños tarados y a la vez superhombres excepcionales?

»Champelaz investigó el origen de esos niños superdotados. Consultó su historial médico en la maternidad. Indagó su origen a través de los archivos. Consultó incluso las fichas de nacimiento de los padres, de los abuelos, en busca de signos, de particularidades genéticas. Pero no encontró nada. Absolutamente nada.

– ¿Y entonces?

– Esta historia resurgió el verano pasado. En el mes de julio, un estudio banal en los archivos del hospital permitió encontrar viejos documentos, olvidados en los sótanos de la antigua biblioteca. ¿De qué se trataba? De fichas de nacimiento que concernían justamente a los padres o abuelos de los muchachos superdotados.

– Lo cual significaba…

– Que estas fichas habían sido hechas por duplicado. O, más probablemente, que los documentos consultados por Champelaz en los historiales de origen eran falsificaciones y que las fichas auténticas eran las que se acababan de descubrir escondidas en las cajas personales del bibliotecario jefe de la facultad: Étienne Caillois, el padre de Rémy.

– Mierda.

– Así es. Por lógica, Champelaz habría debido entonces comparar las fichas que había consultado con las que acababan de ser halladas. Pero no lo hizo. Por falta de tiempo. Por dejadez. Por miedo también. De descubrir una verdad terrible sobre la comunidad de Guernon. Yo lo he hecho.

– ¿Qué ha descubierto?

– Las fichas oficiales eran falsas. Étienne Caillois había imitado la escritura y cambiado cada vez un detalle en relación con el original.

– ¿Qué detalle?

– Siempre el mismo: el peso del niño, el peso a su nacimiento. A fin de que la cifra correspondiera a las otras páginas del historial, aquellas donde las enfermeras habían anotado el resultado de los pesos de los días siguientes.

– No lo comprendo.

Niémans se inclinó; habló en un tono sordo:

– Sígueme bien, Karim. Étienne Caillois falsificaba las primeras fichas para disimular un hecho inexplicable: en estos documentos, el peso del recién nacido no correspondía nunca con su peso de la mañana siguiente. Los niños ganaban o perdían varios centenares de gramos en una sola noche.

»Fui a la maternidad y me informé por boca de un especialista en obstetricia. Me enteré de que era imposible que los bebés evolucionaran con tanta rapidez. Entonces comprendí la evidencia: no era el peso lo que cambiaba en una noche, sino el niño. Es esta verdad asombrosa lo que Caillois padre trataba de disimular. Él, o más bien su cómplice, Sertys padre, enfermero de noche en el CHRU de Guernon, cambiaba los niños en la sala de la maternidad.

– Pero… ¿por qué motivo?

Niémans hizo una mueca que suplió a una sonrisa. El aguacero, transportado por el viento, le picoteaba la cara como un látigo de clavos. Su voz se gastaba por la dureza de sus certidumbres.

– Para regenerar una comunidad agotada, para insuflar sangre nueva, potente, vigorosa, en las filas de los intelectuales. La técnica de los Caillois y de los Sertys era sencilla: reemplazaban a ciertos bebés, salidos de familias universitarias, por niños de las montañas, seleccionados de acuerdo con el perfil físico de sus padres. De esta manera, cuerpos sanos y animosos se integraban de golpe en la sociedad intelectual de Guernon. La sangre nueva se diluía en la sangre vieja, en el único lugar donde universitarios inaccesibles cruzaban su camino con oscuros aldeanos: la maternidad. Una maternidad por la que pasaban todos los bebés de la región y que permitía ese tráfico.

»Ese era el sentido de las misteriosas palabras del cuaderno de Sertys: "Somos los amos de los ríos de color púrpura". Estos términos no designaban un libro o un sistema hidrográfico, sino la sangre de los habitantes de Guernon. Las venas de los niños del valle. Los Caillois y los Sertys dominan, de padre a hijo, la sangre de su pueblo. Practican la manipulación genética más sencilla que existe: la permuta de los bebés.

»Entonces adiviné que los Caillois y los Sertys perseguían un objetivo más preciso: no sólo querían regenerar la sangre preciosa de los profesores, sino también crear seres perfectos, superhombres. Seres tan bellos como los que sudaban en las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín. Seres más inteligentes que los investigadores más célebres de Guernon.

»Comprendí que esos chiflados querían unir los cerebros de Guernon y los cuerpos de los pueblos de la montaña, aunar las capacidades cerebrales de los profesores y las aptitudes físicas de los autóctonos: cristaleros o criadores. Si estaba en lo cierto, habían consolidado su sistema hasta el punto de organizar no sólo los nacimientos, sino también las uniones y los matrimonios entre los niños elegidos.

Karim asimilaba una por una estas informaciones, que parecían encontrar resonancias en el fondo de su silencio. El soliloquio enfebrecido de Niémans continuó:

– ¿Cómo organizar estos encuentros? ¿Cómo programar estos matrimonios? He reflexionado sobre los empleos de los Caillois y los Sertys, sobre el escaso poder que les conferían sus trabajos. Sabía que a través de sus papeles oscuros y modestos habían podido lograr su gran proyecto. Recuerda esas frases grabadas en el cuaderno: «Somos los amos. Somos los esclavos. Estamos por doquier, no estamos en ninguna parte». Estos términos dan a entender que, pese a su posición humilde, e incluso gracias a ella, estos hombres habían dominado el destino de toda una región. Eran sirvientes. Pero también eran amos.

»De este modo, los Sertys sólo eran enfermeros auxiliares oscuros, pero incidían en la existencia de los niños de la región, cambiando a los bebés. Y los Caillois, gracias a su trabajo, organizaban la segunda parte del programa: el matrimonio. ¿Pero cómo? ¿Cómo conseguían organizar esas uniones?

»Me acordé de los registros personales de los Caillois en la biblioteca. Había verificado en su interior los libros consultados. También habíamos estudiado los nombres de los chicos que habían leído esos libros. Sólo había una cosa que no habíamos examinado: los emplazamientos de los lectores, las pequeñas cabinas acristaladas donde leían los chicos. He irrumpido en la biblioteca y comparado las listas de estos lugares con las fichas de nacimiento falsificadas. Esto se remontaba a los años, treinta, cuarenta, cincuenta, pero todo encajaba, incluso el nombre.

»Los niños intercambiados siempre eran colocados, durante sus estudios, en la sala de lectura, frente a la misma persona: una persona del sexo opuesto, salida de las familias más brillantes del campus. Entonces lo comprobé en la alcaldía. No salía bien todas las veces, pero la mayor parte de estas parejas, que se habían conocido en la biblioteca, detrás de los cristales de las cabinas, se habían casado posteriormente.

»Así pues, había acertado. Los "amos", después de cambiar las identidades, organizaban con esmero los encuentros. Colocaban frente a los niños cambiados -los niños de la montaña- a los muchachos de espíritu notable, progenitura real de los profesores. Así conseguían una fusión superior, uniendo los "niños-cuerpo" con los "niños-cerebro". Y el proceso funcionó, Karim. Los campeones de la facultad no son otros que los hijos de esas parejas programadas.

Abdouf no hizo ningún comentario. Sus pensamientos parecían cristalizar, tan penetrantes como las espinas de alerce que se mezclaban con la lluvia.

Niémans prosiguió:

– He integrado estos elementos y poco a poco he reconstruido el rompecabezas. He comprendido que en este instante caminaba, precisamente, sobre la pista del asesino, que la anécdota de las fichas reencontradas que había sido objeto de artículos en los periódicos regionales había prendido fuego en su cerebro. Como yo, debió de comparar los dos grupos de documentos. Seguramente ya abrigaba una duda sobre los orígenes de los «campeones» de Guernon. Seguramente, él mismo es unos de esos campeones. Una de las criaturas de los chiflados.

»Entonces adivinó el principio de la conspiración. Siguió el hilo del ladrón de fichas, Rémy Caillois, y descubrió los vínculos secretos existentes entre él, Sertys y Chernecé… En mi opinión, este último era un eslabón añadido, un médico chalado que, mientras cuidaba a niños ciegos, había descubierto la verdad y preferido unirse a los manipuladores en lugar de denunciarlos. En suma, nuestro asesino los ha localizado y optado por sacrificarlos. Torturó a la primera víctima, Rémy Caillois, y conoció toda la historia. Después se ha contentado con mutilar y matar a los otros dos cómplices.

Karim se enderezó. Todo el torso le trepidaba dentro de la chaqueta de cuero.

– ¿Simplemente porque cambiaron los bebés?, ¿y favorecieron unos matrimonios?

– Hay un último hecho que ignoras: los montañeses de los pueblos circundantes registran una gran mortalidad entre sus recién nacidos. Un fenómeno inexplicable, tanto más cuanto que se trata de familias de buena salud. Ahora adivino la razón de esta mortalidad. Los Sertys no sólo intercambiaban los bebés, sino que asfixiaban a los recién nacidos que hacían pasar por hijos de los montañeses, en realidad hijos de intelectuales de menos envergadura. De esta manera se aseguraban de que las parejas de las alturas, privadas de progenitura, engendrarían nuevos bebés y les procurarían más sangre nueva para inyectar en el valle, entre las filas de los intelectuales. Esos hombres eran fanáticos, Karim. Enfermos, homicidas, de padres a hijos, dispuestos a todo para dar origen a su raza superior.

Karim murmuró, con voz ahogada:

– Si los asesinatos responden a una venganza, ¿por qué mutilaciones tan precisas?

– Poseen un valor simbólico. Pretenden borrar la identidad biológica de las víctimas, destruir las señales de su origen profundo. Del mismo modo, los cuerpos han sido puestos en escena de manera que se descubra primero su reflejo, y no el cuerpo en sí. Otra forma de desmaterializar a las víctimas, de desencarnarlas. Caillois, Sertys, Chernecé eran ladrones de identidad. Han pagado allí por donde han atacado. Es una especie de ley del talión.

Abdouf se levantó y se acercó a Niémans. El viento cargado de lluvia azotaba sus rostros fantasmales. La condensación formaba una bruma blanquecina en torno a su cabeza, cráneo de cabellos a cepillo y huesudo para Niémans, largas trenzas entorchadas y empapadas para Abdouf.

– Niémans, es usted un poli genial.

– No, Karim. Porque ahora tengo el móvil del asesino, pero todavía no su identidad.

El árabe soltó una risa seca y helada.

– Yo conozco su identidad.

– ¿Qué?

– Ahora todo encaja. Recuerde mi propia investigación: esos diablos que querían destruir el rostro de Judith porque constituía una prueba, una prueba convincente. Los diablos no eran otros que Etienne Caillois y René Sertys, los padres de las víctimas, y sé por qué debían borrar totalmente el rostro de Judith. Porque este rostro podía revelar su conspiración, desvelar la naturaleza de los ríos de color púrpura y el principio del intercambio de bebés.

Ahora le tocó el turno a Niémans de quedarse estupefacto.

– ¿Por qué?

– Porque Judith Hérault tenía una hermana gemela, que habían intercambiado.

58

Esta vez fue Karim quien habló. En tono grave y voz neutra, bajo la lluvia que ahora parecía retroceder frente a los albores del día. Sus tirabuzones se perfilaban como tentáculos de un pulpo sobre la corola del alba.

– Usted dice que los conspiradores seleccionaban a los niños que retenían, estudiando el perfil de sus padres. Buscaban sin duda los seres más fuertes, los más ágiles de las laderas. Buscaban a las fieras de las cumbres, a los leopardos de las nieves. Entonces no podían haber pasado por alto a Fabienne y Sylvain Hérault, una joven pareja que vivía en Taverlay, en las alturas del Pelvoux, a mil ochocientos metros de altitud.

»Ella, un metro ochenta, colosal, magnífica. Una institutriz aplicada. Una pianista virtuosa. Silenciosa y grácil, fuerte y poética. Palabra de honor: Fabienne ya era por sí misma una verdadera criatura ambivalente.

»Tengo mucha menos información sobre el marido, Sylvain. Vivía exclusivamente en el éter de las cimas, arrancando cristales raros de las rocas. Un verdadero gigante, también él, que no vacilaba en agarrarse a las montañas más abruptas, más inaccesibles.

»Comisario, si los conspiradores hubieran tenido que robar un solo niño en toda la región, tenía que ser el muchacho de esa pareja espectacular, cuyos genes contenían los secretos diáfanos de las altas cumbres.

»Estoy seguro de que esperaban con avidez el nacimiento del bebé, como si fueran vampiros genéticos. Por fin llegó el 22 de mayo de 1972, la noche fatídica. Los Hérault entran en el CHRU de Guernon; la mujer alta y bella está a punto de dar a luz. Al término de sólo siete meses de gestación. El bebé será prematuro pero, según las comadronas, no hay nada insuperable.

»Sin embargo, los acontecimientos no se desarrollan según lo previsto. El niño está mal colocado. Interviene un especialista en obstetricia. Los bip-bip de los aparatos de vigilancia dan vueltas vertiginosas. Son las dos de la madrugada del 23 de mayo. Pronto, el médico y la comadrona saben la verdad. Fabienne Hérault está a punto de dar a luz no a un niño, sino a dos, dos gemelos homocigóticos, comprimidos en el útero como dos almendras siamesas.

»Anestesian a Fabienne. El médico practica una cesárea y logra extraer a las criaturas. Dos niñas minúsculas, encerradas en su identidad como una palabra de hombre en su juramento. Sufren dificultades respiratorias. Las toma a su cargo un enfermero que debe ponerlas en una incubadora con la máxima urgencia. Niémans, veo como si hubiera estado allí esos guantes de látex que cogen a las niñas. Mierda. Porque esas manos son las de René Sertys, el padre de Philippe.

»El tipo está totalmente desorientado. Su misión de esa noche era cambiar a la niña de los Hérault, pero no podía prever que serían dos. ¿Qué hacer? El cerdo tiene sudores fríos mientras lava a las dos niñas prematuras… auténticas obras maestras, compendios perfectos de sangre nueva para la población nueva de Guernon. Al final, Sertys coloca a las niñas en una incubadora y decide cambiar una sola. Nadie ha distinguido su rostro con claridad. Nadie ha podido ver en el desorden escarlata del quirófano si las dos niñas se parecen o no. Entonces Sertys intenta el golpe. Saca a una de las gemelas de la incubadora y la cambia por una niña salida de una familia de profesores, cuyo aspecto corresponde más o menos al de las niñas Hérault: la misma talla, el mismo grupo sanguíneo, el mismo peso aproximado.

»Una certeza le roe ya el estómago: tiene que matar a la niña sustituida. Tiene que matarla porque no puede dejar vivir a una gemela falsa que no tendrá absolutamente nada en común con su hermana. Asfixia, pues, a la recién nacida y luego llama a grandes gritos a pediatras y enfermeras. Interpreta su papel: el pánico, el remordimiento. No comprende qué ha podido pasar, realmente no lo sabe… Ni el ginecólogo ni el pediatra emiten una opinión clara. Es otra de esas muertes súbitas como las que afligen misteriosamente a las familias de montañeses desde hace cincuenta años. El personal médico se consuela pensando que una de las niñas ha sobrevivido. René Sertys lo celebra: la otra pequeña Hérault ya está integrada en el clan de Guernon a través de su nueva familia de adopción.

»Todo esto, Niémans, lo imagino gracias a sus descubrimientos. Porque la mujer que me ha hablado esta noche, Fabienne Hérault, lo ignora todo, incluso hoy, sobre el complot de los chiflados. Y aquella noche no ve nada, no oye nada; está bajo los efectos de la anestesia.

«Cuando se despierta, a la mañana siguiente, le explican que ha dado a luz dos hijas pero que sólo ha sobrevivido una de ellas. ¿Puede uno llorar a un ser cuya existencia no sospechaba siquiera? Fabienne acepta la noticia con resignación; ella y su marido están completamente desorientados. Al cabo de una semana, la mujer es autorizada para abandonar el hospital y llevarse a su hijita, que ya es una fuerza de la naturaleza. Desde alguna parte de la clínica. René Sertys observa al matrimonio que se aleja. Llevan en brazos a la doble de una niña cambiada, pero sabe que esta pareja poco sociable, que vive a cincuenta kilómetros de allí, no tendrá nunca ningún motivo para regresar a Guernon. Sertys, al dejar con vida a esa segunda niña, ha corrido un riesgo, pero el riesgo es mínimo. Piensa entonces que el rostro de la gemela no volverá jamás para traicionar su conspiración.

»Se equivoca.

»Ocho años más tarde, la escuela de Taverlay, donde Fabienne es profesora, cierra sus puertas. Ahora bien, la mujer ha sido trasladada -será el único peligro de toda la historia- al propio Guernon, a la prestigiosa escuela Lamartine, la institución escolar reservada a los hijos de los profesores de la facultad.

»Así es como Fabienne descubre un hecho alucinante, imposible. En la clase de CE2, a la que asiste Judith, hay otra Judith. Una niña que es la réplica exacta de su hija. Pasada la primera sorpresa -el fotógrafo de la escuela tiene tiempo de realizar un retrato de la clase donde son visibles las dos-, Fabienne analiza la situación. Sólo hay una explicación posible. Esta niña idéntica, este doble, no es otro que la hermana gemela de Judith, que ha sobrevivido al parto y ha sido, por una razón misteriosa, intercambiada por otro bebé.

»La profesora va a la maternidad y explica su caso. Es acogida con frialdad y suspicacia. Fabienne es una mujer de carácter, no de la clase que se deja intimidar por cualquiera. Insulta a los médicos, los trata de ladrones de niños y promete volver. Sin duda alguna, René Sertys asiste a la escena y capta el peligro. Pero Fabienne ya está lejos: ha decidido visitar a la familia de los profesores, los presuntos padres de su segunda hija, los usurpadores. Parte en bicicleta, con Judith, en dirección al campus.

»Pero de repente surge el terror. Cuando anochece, un automóvil intenta atropellarlas. Fabienne y su hija ruedan por la carretera, hasta el borde del precipicio. La profesora, disimulada en un barranco, con su hija en los brazos, vislumbra a los asesinos. Unos hombres, salidos de un vehículo, empuñando un fusil. Escondida, asustada, Fabienne no lo comprende. ¿Por qué este súbito estallido de violencia?

»Los pistoleros acaban por marcharse, pensando sin duda que las dos mujeres han muerto en el fondo del precipicio. La misma noche, Fabienne se reúne con su marido en Taverlay, donde él todavía reside durante la semana. Le explica toda la historia. Concluye que es absolutamente necesario prevenir a los gendarmes. Sylvain no comparte la decisión de su esposa. Quiere saldar él mismo sus cuentas con los malhechores que han intentado matar a su mujer y a su hija.

»Se apodera de un fusil, monta en su bicicleta y baja otra vez al valle. Allí encuentra a los pistoleros mucho antes de lo que habría deseado. Porque los asesinos siguen merodeando, se cruzan con él en una carretera departamental y le embisten con su cacharro. Lo atropellan varias veces y luego huyen. Mientras tanto, Fabienne se ha refugiado en la iglesia de Taverlay. Espera a Sylvain durante toda la noche. Al amanecer le dicen que su marido ha muerto bajo las ruedas de un conductor desconocido. La profesora comprende entonces que sus hijas han sido víctimas de una manipulación y que los hombres que han eliminado a su marido la matarán si no huye inmediatamente.

»Para ella y su hija, la fuga ha comenzado.

»Ya conoce la continuación. La huida de la mujer y su hijita a Sarzac, a más de trescientos kilómetros de Guernon. Su nueva carrera, cuando Étienne Caillois y René Sertys vuelven a encontrar su pista, los esfuerzos de Fabienne para exorcizar el rostro de su hija, persuadida de que es víctima de una maldición, y después el accidente de coche que costará finalmente la vida a Judith.

»Desde esta época, la madre vive en la oración. Siempre había oscilado entre varias hipótesis. Pero la principal era que los padres adoptivos de su segunda hija, personalidades poderosas y diabólicas de la facultad, habían tramado toda esta historia para reemplazar a su hija muerta y estaban dispuestos a eliminarlas, a ella y a Judith, simplemente para no perturbar su propia realidad. La mujer no captó nunca la verdad: la naturaleza de la manipulación real. Ni la de los conspiradores, que buscaron a las dos mujeres por toda Francia, temiendo que revelasen su terrible maquinación y que el rostro de la niña sirviera como cuerpo del delito.

»Ahora, Niémans, nuestras dos investigaciones se juntan como los dos raíles de la muerte. Su hipótesis corrobora la mía. Sí: el asesino repasó este verano las fichas robadas. Sí: siguió a Caillois, y después a Sertys y Chernecé. Sí: descubrió la manipulación y decidió vengarse de la manera más sangrienta. Y este asesino no es otro que la hermana gemela de Judith.

»Una gemela homocigótica que actúa como lo habría hecho Judith, porque ahora conoce la verdad sobre su propio origen. Por eso utiliza una cuerda de piano, para recordar los talentos de su verdadera madre. Por eso sacrifica a los manipuladores en las alturas rocosas, allí mismo donde su propio padre arrancaba los cristales. Por eso sus huellas digitales han podido confundirse con las de la propia Judith… Buscamos a su hermana de sangre, Niémans.

– ¿Quién es? -estalló Niémans-. ¿Bajo qué nombre ha crecido?

– No lo sé. La madre se ha negado a dármelo. Pero poseo su rostro.

– ¿Su rostro?

– La fotografía de Judith a la edad de once años. El rostro de la asesina, ya que son perfectamente idénticas. Creo que con este retrato podremos…

Niémans temblaba.

– Enséñamelo. Deprisa.

Karim sacó la fotografía y se la alargó.

– Es ella la que mata, comisario. Venga a su hermana desaparecida. Venga a su padre asesinado. Venga a los bebés asfixiados, a las familias manipuladas, a todas esas generaciones engañadas desde… Niémans, ¿se encuentra mal?

La foto tremolaba entre los dedos del comisario, que observaba la cara de la niña y apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar. De pronto, Karim comprendió y se inclinó hacia él. Le agarró por el hombro.

– Dios mío, ¿la conoce? ¿Es eso, la conoce?

Niémans dejó caer la fotografía en el barro. Parecía ir a la deriva hacia los confines de la demencia pura. Su voz resonó, igual que una cuerda rota:

– Viva. Debemos capturarla viva.

59

Los dos polis caminaron bajo la lluvia. Ya no hablaban, respiraban apenas. Franquearon varios controles policiales; los centinelas del amanecer les lanzaban miradas suspicaces. Ninguno de los dos expresó la idea de formar un destacamento en este momento. Niémans estaba fuera de servicio, Karim no se encontraba en su territorio. Y no obstante, era su investigación. Suya, exclusivamente suya.

Se acercaron al campus. Pisaron las avenidas de asfalto, las superficies de hierba brillante, y entonces se detuvieron y subieron al último piso del edificio principal. De una sola carrera llegaron hasta el final del pasillo y llamaron a la puerta, pegados a cada lado del marco. No hubo respuesta. Hicieron saltar los cerrojos y entraron en el apartamento.

Niémans apuntaba su fusil Remington, cargado, que había recuperado en el puesto central. Karim empuñaba su Glock, que cruzaba contra su muñeca, con la linterna. Convergencia de haces, muerte y luz.

Nadie.

Iniciaban un registro rápido cuando sonó el busca de Niémans. Debía llamar a Marc Costes con urgencia. El comisario telefoneó inmediatamente. Sus manos seguían temblando, furiosos dolores le roían el vientre. Resonó la voz del joven médico:

– Niémans, estoy con Barnes. Justo para decirle que hemos encontrado a Sophie Caillois.

– ¿Viva?

– Viva, sí. Huía hacia Suiza con el tren de…

– ¿Ha declarado algo?

– Dice que es la próxima víctima. Y que conoce al asesino.

– ¿Ha dado su nombre?

– Sólo quiere hablar con usted, comisario.

– Mantenedla bajo una fuerte vigilancia. Que nadie le hable. Ni se le acerque. Estaré en el puesto dentro de una hora.

– ¿Dentro de una hora? Usted sigue una pista…

– Hasta luego.

– ¡Espere! ¿Está Abdouf con usted?

Niémans lanzó el móvil al joven teniente y continuó el apresurado registro. Karim se concentró en la voz del médico:

– Tengo la tonalidad de la cuerda de piano -dijo el médico forense.

– ¿Si bemol?

– ¿Cómo lo sabes?

Karim no respondió y colgó. Miró a Niémans, que le observaba desde detrás de las gafas salpicadas de lluvia.

– No encontraremos nada aquí -dijo este último, yendo hacia la puerta-. Corramos al gimnasio. Es su guarida.

La puerta del gimnasio, un edificio aislado en un extremo del campus, no resistió ni un segundo. Los dos hombres entraron y se desplegaron en círculo. Karim seguía empuñando la Glock por encima del haz de su linterna. Niémans también había fijado la linterna a su fusil, en el eje exacto del cañón.

Nadie.

Cruzaron las alfombras del suelo, pasaron bajo las barras paralelas, escrutaron las alturas negras donde se balanceaban aros y cuerdas de nudos. El silencio era un caparazón taciturno. Olía a sudor rancio y caucho viejo. La sombra, cuajada de formas simétricas, módulos de madera, articulaciones de metal. Niémans tropezó con un trampolín y Karim se volvió al instante. Tensión. Mirada fugaz. Cada policía podía sentir la angustia del otro. Chispas como si se frotara sílex. Niémans musitó:

– Es aquí. Estoy seguro de que es aquí.

Karim siguió buscando con los ojos y luego enfocó las canalizaciones de la calefacción y avanzó junto a los tubos fijados en la pared, escuchando el continuo sonido sibilante de la caldera. Saltó sobre las pesas, las pelotas de cuero y llegó a un amasijo de barras engrasadas, apoyadas oblicuamente contra las alfombras de espuma colocadas a lo largo de la pared. Sin tomarse la molestia de ser discreto, hizo caer las barras y arrancó las alfombras. La «barrera» disimulaba la puerta de la habitación de la caldera.

Disparó una sola bala al orificio dentado que servía de cerradura. La puerta saltó de sus goznes, salpicando astillas y filamentos de hierro. El poli la derribó a patadas.

En el interior, oscuridad.

Asomó la cabeza y la sacó enseguida, lívido. Los dos hombres entraron esta vez en un solo movimiento.

El olor ácido les saltó a la cara. Sangre.

Sangre en las paredes, en los tubos de fundición, en los discos de bronce posados en el suelo. Sangre por el suelo, absorbida por puñados de talco, convertida en charcos granulosos y negruzcos. Sangre en las paredes abombadas de la caldera.

Los dos hombres no tenían ganas de vomitar; su espíritu estaba como separado del cuerpo, suspendido en una especie de espanto alucinado. Se acercaron, barriendo el menor detalle con la linterna. Enmarañadas en torno a los tubos, brillaban cuerdas de piano. En el suelo había bidones de gasolina, tapados con trapos sanguinolentos. Unas barras de pesas exhibían filamentos de carne seca, costras marrones. Cutters rayados estaban aglutinados en los charcos petrificados de hemoglobina.

A medida que avanzaban por el pequeño cuarto, los haces de luz de las linternas temblequeaban, traicionando el miedo que agitaba sus miembros. Niémans se fijó en unos objetos coloreados bajo un banco. Se arrodilló. Neveras portátiles. Atrajo una hacia él y la abrió. Sin pronunciar una palabra, iluminó el fondo para Karim.

Ojos.

Gelatinosos y blanquecinos, destellando un rocío cristalizado, en un nido de hielo.

Niémans tiraba ya de otra nevera, que esta vez contenía manos crispadas, de reflejos azulados. Las uñas estaban manchadas de sangre, las muñecas marcadas por cortes. El comisario retrocedió. Karim encogió los hombros y gimió.

Los dos sabían que ya no se hallaban en un cuarto de calderas. Acababan de penetrar en el cerebro de la asesina. En su antro soberano, allí donde había juzgado oportuno sacrificar a los asesinos de bebés.

La voz de Karim, de pronto demasiado aguda, murmuró:

– Se ha largado. Lejos de Guernon.

– No -replicó Niémans, levantándose-. Le falta Sophie Caillois. Es la última de la lista. Caillois acaba de llegar al puesto central. Estoy seguro de que va a enterarse, o de que ya lo sabe, e irá hacia allí.

– ¿Con los controles de carretera? Ya no podrá dar un paso más sin ser descubierta y…

Karim se detuvo en seco. Los dos hombres se miraron, con las caras iluminadas desde abajo por las linternas. Sus labios murmuraron al unísono:

– El río.


Todo se desarrolló en las inmediaciones del campus. Allí mismo, donde se había encontrado el cuerpo de Caillois. Allí donde el río se amansaba en un pequeño lago antes de reemprender su curso hacia el pueblo.

Los dos policías llegaron a toda velocidad, derrapando en los declives de césped. Tomaron aquel cuya última curva daba acceso a la orilla. De improviso, cuando Karim seguía el largo muro de piedra, vieron en el fulgor de los faros una silueta vestida con un impermeable negro, con reflejos tornasolados, rematado por una pequeña mochila. El rostro se volvió y se petrificó en el resplandor blanquecino. Karim reconoció el casco y el pasamontañas. La mujer desató una embarcación roja, ya hinchada en forma de salchicha, y la acercó tirando de la cuerda, como habría hecho con una montura indisciplinada.

Niémans murmuró:

– No dispares. No te acerques. La arrestaré yo solo.

Antes de que Karim pudiera contestar el comisario se había apeado y salvado los últimos metros de la pendiente. El joven teniente frenó a tope, cerró el contacto y fijó la mirada. A la claridad de los faros, vio al poli correr a zancadas, gritando:

– ¡Fanny!

La mujer puso un pie en el esquife. Niémans la atrapó por el cuello del impermeable y la atrajo hacia sí en un solo movimiento. Karim estaba petrificado, como hipnotizado por aquellas dos siluetas mezcladas en un ballet incomprensible.

Los vio enlazarse; por lo menos, es lo que le pareció.

Vio a la mujer echar la cabeza hacia atrás y arquearse exageradamente. Vio a Niémans ponerse tieso, encorvarse y desenfundar. Un chorro de sangre salió de sus labios y Karim comprendió que la mujer acababa de abrirle las entrañas de un navajazo. Percibió el ruido de las detonaciones ahogadas, la MR 73 de Niémans que aniquilaba a su presa, mientras los dos seres aún se mantenían abrazados en un beso mortal.

– ¡No!

El grito de Karim se ahogó en su garganta. Corrió empuñando el arma hacia la pareja que se tambaleaba a la orilla del lago. Quiso gritar otra vez. Quiso acelerar, remontar el tiempo. Pero no pudo impedir lo inevitable: Pierre Niémans y la mujer cayeron en las rumorosas aguas grises.

Cuando llegó a la orilla del lago sólo pudo vislumbrar a los dos cuerpos arrastrados por la débil corriente hacia la lejanía. Formas flexibles, sueltas, los cadáveres abrazados pasaron pronto de largo las rocas y desaparecieron en el río que se perdía hacia el pueblo.

El joven policía permaneció inmóvil, despavorido, escudriñando el curso del agua, escuchando el burbujeo de la espuma que murmuraba detrás de las rocas, más allá del lago. Pero sintió de repente, como una pesadilla que no acabaría jamás, la hoja de un bisturí que le pinchaba la garganta y estaba a punto de cortarle la carne.

Una mano furtiva le pasó por debajo del brazo y se apoderó de su Glock, que se había deslizado en el cinturón.

– Estoy contenta de volver a verte, Karim.

La voz era dulce. La dulzura de pequeñas piedras puestas en círculo sobre una sepultura. Lentamente, Karim se volvió. En el aire átono reconoció enseguida el rostro ovalado, el cutis oscuro, los ojos claros, enturbiados por las lágrimas.

Sabía que estaba ante Judith Hérault, el doble perfecto de la mujer a quien Niémans había llamado «Fanny». La niña que tanto había buscado.

La niña convertida en mujer.

Y aunque pareciera imposible, muy viva.

60

– Éramos dos, Karim. Siempre fuimos dos.

El poli tuvo que intentarlo varias veces antes de poder hablar. Murmuró al fin:

– Cuéntame, Judith. Cuéntamelo todo. Si debo morir, quiero saberlo.

La joven no dejaba de llorar, rodeando con las dos manos la Glock de Karim. Llevaba un impermeable negro, un traje de buceo y un casco oscuro, vitrificado y provisto de rendijas, como una mano de laca puesta sobre su cabellera ondeante.

Levantó súbitamente la voz, con precipitación:

– En Sarzac, cuando mamá comprendió que los diablos habían vuelto a encontrarnos, comprendió también que nunca lograríamos escapar de ellos… Que los diablos nos irían siempre a la zaga y que acabarían matándome… Entonces tuvo una idea genial… Se dijo que el único escondite adonde nunca irían a buscarme era a la sombra de mi hermana gemela, Fanny Ferreira… En el mismo centro de su vida… Se dijo que mi hermana y yo debíamos vivir una sola existencia, pero a dúo, sin que nadie lo supiera.

– ¿Los otros padres estaban… conchabados?

Judith, entre sus lágrimas, estalló en una risa ligera.

– Pues claro que no, tonto… Fanny y yo habíamos tenido tiempo de conocernos en la pequeña escuela Lamartine… Ya no queríamos separarnos… Pero luego mi hermanita estuvo de acuerdo… Viviríamos las dos la vida de una sola, en el secreto más absoluto. Sin embargo, primero teníamos que deshacernos de los asesinos, para siempre. Era preciso persuadirles de que yo había muerto. Mamá lo dispuso todo para hacerles creer que intentábamos huir de Sarzac… cuando en realidad no hacía otra cosa que guiarlos hacia su trampa: el accidente de automóvil…

Karim comprendió que la trampa también había funcionado para él catorce años más tarde. Sus aspiraciones de ser un poli brillante se habían venido abajo. Si había podido remontar en pocas horas la pista de Fabienne y de Judith era, simplemente, porque había seguido un camino señalado. Un camino que ya había servido para engañar a Caillois y Sertys padres en 1982.

Judith continuó, como si hubiera leído en sus pensamientos:

– Mamá os engañó a todos. ¡A todos! Nunca fue una fanática de la religión… Jamás creyó en los diablos… Nunca quiso exorcizar mi rostro. Si escogió a una monja para recuperar las fotos, fue para que encontraran antes su pista, ¿comprendes? Fingía borrar nuestras huellas pero, en realidad, creaba un surco profundo, evidente, para que los asesinos nos siguieran hasta nuestra puesta en escena final… Por eso también involucró en el golpe a Crozier, que era tan discreto como un acorazado en un jardín inglés…

Karim vio de nuevo cada indicio, cada detalle que le había permitido remontar la pista de las dos mujeres. El médico destrozado por los remordimientos, el fotógrafo corrupto, el sacerdote borrachín, la monja, el comefuegos, el viejo de la autopista… Todos aquellos personajes eran las «piedrecitas» de Fabienne Hérault. La senda que debía llevar a Caillois y Sertys padres al falso accidente.

Y que habían guiado a Karim, en pocas horas, hasta la estación de servicio de la autopista, punto final del destino de Judith.

Karim intentó rebelarse contra la manipulación:

– Caillois y Sertys no siguieron vuestras huellas. Nadie me ha hablado de ellos durante mi investigación.

– ¡Eran más discretos que tú! Pero siguieron nuestra pista. Y de buena nos libramos, créeme. Porque, cuando montamos el accidente, Caillois y Sertys nos habían localizado y se disponían a matarnos.

– ¡El accidente! ¿Cómo lo hicisteis?

– Mamá tardó más de un mes en prepararlo. Sobre todo lo de estrellar el coche contra el muro y salir indemne…

– Pero… ¿el… el cuerpo? ¿Quién era?

Judith emitió una pequeña risa sardónica. Karim pensó en las barras de hierro ensangrentadas, en los bidones de gasolina, en los charcos de hemoglobina. Comprendió que Fanny sólo debió de apoyar a su hermana en la venganza, pero que el verdadero verdugo fue ella, Judith. Una demente. Una loca de atar que también debía de haber intentado matar a Niémans en el puente de cemento.

– Mamá leía todos los diarios de la región: los sucesos, los accidentes, las notas necrológicas… Indagaba en los hospitales, los cementerios. Necesitaba un cuerpo que correspondiera a mi estatura y a mi edad. La semana anterior al accidente exhumó a un niño enterrado a ciento cincuenta kilómetros de nuestra casa. Un niño pequeño. Era perfecto. Mamá ya había decidido declarar oficialmente mi muerte con el nombre de «Jude», para poner fin a su estrategia de la mentira. Y de todos modos, iba a destrozar completamente el cuerpo. El niño sería irreconocible. Incluso su sexo.

Prorrumpió en una risa absurda, ahogada por sollozos, y luego continuó:

– Karim, es preciso que lo sepas… Del viernes al domingo vivimos con el cuerpo en la casa. Un muchachito muerto en un accidente de bicicleta, ya bastante estropeado. Lo metimos en una bañera llena de hielo. Y esperamos.

Una pregunta cruzó la mente de Karim.

– ¿Os ayudó Crozier?

– En todo. El estaba poseído por la belleza de mamá. Y presentía que todo ese truco macabro era por nuestro bien. Entonces esperamos durante dos días. En nuestra casita de piedra. Mamá tocaba el piano. Tocaba, tocaba… Siempre la sonata de Chopin. Como para borrar la pesadilla…

»Yo empezaba a perder la cabeza a causa de ese cuerpo que se pudría en la bañera. Las lentes de contacto me hacían daño en los ojos. Las teclas del piano se me hundían en la cabeza como clavos. Me estallaba el cerebro, Karim… Tenía miedo, tanto miedo… Y después, vino la última prueba…

– ¿La… última prueba?

Judith, resplandeciente de bucles y de frescura, tendió brutalmente el índice con un gesto obsceno. Un índice coronado por una venda.

– La prueba de la falange. Tú tienes que saber esto, pequeño poli: para obtener las huellas digitales, los policías utilizan siempre el índice de la mano derecha. Mamá seccionó mi falange y la montó sobre el dedo del cadáver ayudándose con un eje metálico, hundiéndolo en la carne. Era sólo una cicatriz más en una mano cubierta de sangre y herida por todas partes. Mamá la había cortado expresamente… Sabía que este detalle pasaría desapercibido entre el conjunto de heridas… Y esa prueba de las huellas era capital, Karim. No para los polis, el testimonio de mamá era prueba suficiente. Pero sí para los otros, los diablos, que quizá poseían mis huellas o las de Fanny, y que iban a comparar con sus propias fichas… Mamá me anestesió y operó con un cuchillo afilado. Yo… no sentí nada…

El policía tuvo una inspiración. La mano vendada que sostenía su Glock, bajo la lluvia.

– Aquella noche, ¿eras tú?

– Sí, pequeña esfinge -rió ella-. Había venido para sacrificar a Sophie Caillois, esa putilla, locamente enamorada de su tipo y que nunca se atrevió a denunciarlo a él y a los demás. Debí matarte… -Unas lágrimas salpicaron sus párpados-. Si lo hubiera hecho, Fanny aún estaría viva… Pero no pude, no pude…

Judith hizo una pausa, parpadeando bajo su casco de ciclista. Después continuó su precipitado cuchicheo:

– Enseguida, después del accidente, me reuní con Fanny en Guernon. Había pedido permiso a sus padres para vivir en régimen de internado, en el último piso de la escuela Lamartine… Sólo teníamos once años, pero pudimos vivir juntas desde el principio… Yo vivía en la buhardilla. Ya era una superdotada en alpinismo… Me reunía con mi hermana por las viguetas, por las ventanas… Una verdadera araña… Y nunca me vio nadie…

»Pasaron los años. Nos sustituíamos en todas las situaciones, en la clase, en familia, con los compañeros, las compañeras. Compartíamos la comida, nos cambiábamos los días. Vivíamos exactamente la misma vida, pero alternándonos. Fanny era la intelectual: ella me inició en los libros, en las ciencias, en la geología. Yo le enseñaba alpinismo, la montaña, los ríos. Entre las dos componíamos un personaje increíble… Una especie de dragón con dos cabezas.

»A veces mamá venía a vernos a la montaña. Nos traía provisiones. No nos hablaba nunca de nuestros orígenes, ni de los dos años vividos en Sarzac. Pensaba que esta impostura era para nosotras la única forma de vivir felices. Pero yo no había olvidado el pasado. Llevaba siempre conmigo una cuerda de piano. Y escuchaba siempre la sonata en si bemol. La sonata del pequeño cadáver en la bañera… A veces era presa de furores salvajes… Sólo apretando la cuerda de piano, me hacía profundos cortes en los dedos. Entonces me acordaba de todo. De mi miedo, en Sarzac, cuando interpretaba el papel de muchachito, de los domingos, cerca de Sète, cuando aprendí a escupir fuego, de la última noche, cuando me cortaron el dedo.

»Mamá nunca quiso darme el nombre de los asesinos, aquellos malvados que nos perseguían y que habían atropellado a mi padre. Yo le daba miedo, incluso a ella… Creo que había comprendido que un día u otro mataría a aquellos asesinos… Mi venganza sólo esperaba una pequeña chispa… Sólo lamento que esta historia de las fichas haya aparecido tan tarde, cuando los viejos Sertys y Caillois ya estaban muertos…

Judith se calló y apretó más firmemente su arma. Karim permaneció silencioso, y este silencio fue una interrogación. De repente, la joven gritó:

– ¿Qué más quieres que te diga? ¿Que Caillois lo confesó todo, suplicándonos? ¿Que la chaladura ya se remontaba a generaciones? ¿Que ellos mismos continuaban cambiando los bebés? ¿Que planeaban casarnos, a mí y a Fanny con uno de esa raza fina y podrida de la facultad? Éramos sus criaturas, Karim…

Judith se inclinó.

– Eran dementes… Tarados sin remedio que creían actuar por el bien de la humanidad, creando un tronco genético perfecto… Caillois se tomaba por Dios, con su pueblo en marcha… Sertys criaba ratas por millares en el almacén… Ratas que representaban la población de Guernon… Cada roedor llevaba el nombre de una familia, ¿te dice algo esto? ¿Comprendes hasta qué punto estaban chalados, esos cerdos? Y Chernecé completó el cuadro… Decía que los iris del pueblo superior brillarían con un fulgor particular, y que él sería el centinela absoluto en el umbral del mundo, el que enarbolaría ante la humanidad esas antorchas en forma de pupilas…

Judith puso una rodilla en el suelo, con la Glock apuntando siempre a Karim, y bajó la voz.

– Con Fanny les jodimos a los retoños, créeme. Primero sacrificamos al pequeño Caillois, el primer día. Nos hacía falta una venganza a la altura de su conspiración… Fanny tuvo la idea de las mutilaciones biológicas… Dijo que debíamos destruirlos a fondo, como ellos habían destruido la identidad de los niños de Guernon… Dijo también que era preciso hacer estallar sus cuerpos en varios reflejos, como se rompería una garrafa, en mil fragmentos… Yo tuve la idea de los lugares: el agua, el hielo, el cristal. Y fui yo quien hizo el trabajo sucio… Quien hizo hablar al primer cerdo, a golpes de barra, de fuego, de cutter…

»Después incrustamos el cuerpo en la roca y nos fuimos al almacén de Sertys a hacer toda la chapuza… Luego grabamos un mensaje en casa del bibliotecario… Un mensaje firmado "Judith", para dar miedo a esos canallas y hacerles comprender que el fantasma estaba de vuelta… Fanny y yo sabíamos que los otros conspiradores se presentarían de nuevo en Sarzac para verificar lo que creían saber desde 1982: que yo estaba muerta y enterrada en ese poblacho de mierda… Entonces fuimos allí y vaciamos mi ataúd… Lo llenamos con los huesos de los roedores que habíamos encontrado en el almacén; Sertys los guardaba etiquetados, ese cerdo de carroñero fetichista…

Judith se echó a reír y gritó de nuevo:

– ¡Me imagino su jeta cuando abrieron la caja! -Pero enseguida recuperó la seriedad-. Era preciso que lo supieran, Karim… Era preciso que comprendieran que la hora de la venganza había sonado, que iban a reventar… Que iban a pagar por todo el mal que habían hecho a nuestro pueblo, a nuestra familia, a nosotras, las dos hermanas, y a mí, a mí, a mí…

Su voz se extinguió. El día proyectaba resplandores de nácar.

Karim murmuró:

– ¿Y ahora? ¿Qué harás?

– Reunirme con mamá.

El poli pensó en la mujer colosal rodeada de sus fundas y sus telas multicolores. Pensó en Crozier, el hombre solitario, que debía encontrarse con ella al caer la noche. Aquellos dos acabarían en chirona, tarde o temprano.

– Tengo que arrestarte, Judith.

La joven rió burlonamente.

– ¿Arrestarme? ¡Pero si soy yo quién tiene tu arma, pequeña esfinge! Si te mueves, te mato.

Karim se acercó e intentó sonreír.

– Todo ha terminado, Judith. Vamos a cuidarte, vamos a…

Cuando la joven apretó el gatillo, Karim ya había desenfundado la Beretta que llevaba siempre en la espalda, la Beretta que le había permitido vencer a los skins, el arma del último recurso.

Sus balas se cruzaron y dos detonaciones resonaron al alba. Karim salió indemne pero Judith retrocedió con gracia. Como llevada por una danza, titubeó unos segundos mientras el torso ya se cubría de rojo.

La joven soltó el arma automática, esbozó varios pasos y cayó al vacío. Karim creyó ver pasar por su cara una sonrisa.

Gritó de repente y se precipitó al borde de las rocas para divisar el cuerpo de Judith, la niña a quien había querido -ahora lo sabía- más que a nada en el mundo, durante veinticuatro horas.

Distinguió la silueta ensangrentada que bajaba por el río. Vio alejarse el cuerpo, alcanzar los de Fanny Ferreira y Pierre Niémans.

A lo lejos, rasgando el lecho de las montañas, se elevaba un sol incandescente.

Karim no hizo caso de él.

No veía qué clase de sol podía iluminar las tinieblas que aprisionaban su corazón.

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