Las imágenes de la fotógrafa alemana habían tomado cuerpo.
Los atletas de sienes afeitadas corrían en el estadio del Berlín de la preguerra. Ligeros. Poderosos. Hieráticos. Su carrera había adoptado la cadencia de una vieja película parpadeante, de grano mineral, pigmentada como la superficie de una tumba. Veía correr a los hombres. Oía sus talones sobre la pista. Presentía su aliento, ronco, latiendo a destiempo de cada uno de sus pasos.
Sin embargo, unos detalles turbios se inmiscuían. Los rostros eran demasiado sombríos, demasiado cerrados. Las mandíbulas demasiado fuertes, demasiado prominentes. ¿Qué escondían esas miradas? Cuando un clamor grave e histérico se elevaba desde las graderías, los atletas exhibían de improviso sus órbitas arrancadas, sus ojos sin globos, que no les impedían ver, ni siquiera correr. Al revés, en el fondo de aquellas llagas vivas parecía agitarse un nuevo hormigueo… chasquidos de lengua… fulgores animales…
Niémans se despertó, cubierto de un sudor helado. La luz blanca del ordenador le deslumbró enseguida, como en un simulacro de interrogatorio. Se rehízo discretamente y escondió la cabeza entre los hombros. Echó una mirada circular a su alrededor: nadie le había visto adormilarse ni cómo el terror le había robado en un momento sus sueños, tomando la forma de las fotografías vistas en casa de Sophie Caillois. Las imágenes de aquella realizadora nazi cuyo nombre había olvidado.
Las nueve de la noche.
Sólo había dormido cuarenta y cinco minutos. Después de su visita al almacén, Niémans había enviado enseguida sus hallazgos (el pequeño cuaderno, el entramado de metal y las partículas de polvo blanquecino) al ingeniero de Grenoble Patrick Astier, a través de Marc Costes, que seguía esperando la llegada al hospital del cadáver de los hielos.
Después, Niémans había ido allí, a la biblioteca de la universidad, para iniciar, por si acaso, una indagación sobre los vocablos «ríos» y «púrpura». Primero observó los mapas, en busca de una red hidrográfica que llevara este nombre. Después consultó el índice informático, buscando un libro, un catálogo, un documento que pudiera contener estos términos. Pero no encontró nada y, durante la lectura, se durmió. Tras casi cuarenta horas sin dormir, los nervios le habían fallado, como a un títere al que hubiesen cortado los hilos.
El comisario lanzó otra ojeada hacia la gran sala de lectura. Ante las mesas y en los compartimientos acristalados, una decena de policías de paisano llevaba a cabo sus indagaciones, descifrando los libros que trataban del mal, la pureza o los ojos… Dos de ellos elaboraban la lista de los estudiantes que habían consultado con frecuencia algunos de estos libros supuestamente sospechosos. Otro seguía leyendo la tesis de Rémy Caillois.
Pero Niémans ya no creía en la pista literaria, como tampoco esos policías que ahora esperaban el relevo. Desde hacía dos horas, todo el mundo sabía que el SRPJ de Grenoble había vuelto a tomar las riendas de la investigación, habida cuenta de los pobres resultados de la asociación Niémans/Barnes/Vermont.
En efecto, la investigación no había progresado ni un ápice, pese a la multiplicación de las fuerzas en activo. Para ayudar a los equipos del capitán Vermont a dividir en zonas los terrenos de la punta del Muret y después el flanco oeste de la montaña de Belledonne, habían sido requeridos trescientos militares acantonados en la base de Romans. Habían llegado en camiones alrededor de las siete de la tarde e iniciado enseguida el trabajo de rastrillado nocturno, bajo las órdenes de Vermont. Aparte de estos soldados, el capitán había movilizado asimismo a dos compañías de CRS con base en Valence.
Ya habían sido exploradas más de trescientas hectáreas. De momento, ese registro sistemático no había dado ningún resultado… ni lo daría, Niémans estaba seguro. Si el asesino hubiera dejado otros indicios, ya habrían sido descubiertos. No obstante, el comisario permanecía en contacto radiado con Vermont y él mismo había trazado sobre un mapa del IGN los puntos cruciales de la investigación: los lugares donde descubrieron el primero y segundo cuerpo, el emplazamiento de la facultad, del almacén de Sertys, la situación de cada refugio…
La vigilancia de la red de carreteras también se había intensificado. De ocho controles había pasado a veinticuatro. Ahora cubría una superficie muy amplia alrededor de Guernon. Todos los pueblos grandes y pequeños, las entradas y salidas de la autopista, las carreteras nacionales y departamentales estaban vigiladas.
En cuanto al papeleo, la actividad también se incrementaba, bajo la responsabilidad del capitán Barnes. Las opciones de búsqueda se prolongaban. Los faxes no cesaban de caer: testimonios, respuestas a los cuestionarios, comentarios… Otros formularios partían en dirección a las estaciones de esquí de los alrededores. Se cruzaban mensajes y circulares, y la centralita de la brigada había sido equipada con varios faxes nuevos.
Se dedicaban asimismo, desde primeras horas de la tarde, a interrogar a todos aquellos que durante las últimas semanas habían estado en contacto con la primera víctima. Otro equipo seguía interrogando a los mejores alpinistas de la región, sobre todo a los que ya habían recorrido el glaciar de Vallernes. Hombres salvajes que no vivían en Guernon, sino en los pueblos de las alturas, encaramados al flanco rocoso suspendido sobre la ciudad universitaria. La brigada ya no daba más de sí.
Otro equipo, perteneciente esta vez a las filas de Vermont, reconstruía minuciosamente el eventual itinerario de Rémy Caillois en su última expedición, mientras otros ya se dedicaban al itinerario de la segunda víctima, así como al del homicida, hasta la cumbre del glaciar. Los trazados se numeraban, memorizaban y comparaban por ordenador.
En el centro de esta fiebre, de este rumor de guerra, Niémans se obstinaba en el aspecto íntimo. Estaba más persuadido que nunca de que encontraría al asesino al descubrir su móvil. Y su móvil era, tal vez, la venganza. Pero debía tomar precauciones extremas con esta hipótesis. Ni las autoridades ni el gran público apreciaban la paradoja en materia criminal. Oficialmente, un asesino mataba a personas inocentes. Ahora bien, Niémans intentaba demostrar ahora que estas víctimas eran también culpables.
¿Cómo avanzar por este terreno? Caillois y Sertys habían echado el cerrojo de su existencia sobre sus secretos. Sophie Caillois no diría una palabra, y seguirle los pasos no había dado hasta ahora ningún resultado. En cuanto a la madre de Sertys o a los colegas del auxiliar de enfermería, ya interrogados, sólo conocían la imagen convencional de Philippe Sertys. Su madre no estaba siquiera al corriente de la existencia del almacén, que no obstante había pertenecido a su marido, René Sertys.
¿Entonces?
Entonces Niémans sólo pensaba, en aquel instante, en otro misterio, que empezaba a desbancar a todos los demás en su conciencia. Conectó su teléfono y volvió a llamar a Barnes:
– ¿Algo nuevo sobre Joisneau?
El joven teniente, el policía impecable que ardía en deseos de adquirir la sabiduría del «maestro», aún no había reaparecido.
– No -dijo guturalmente Barnes-. He enviado a uno de mis chicos al instituto de los ciegos, para saber adónde puede haber ido después.
– ¿Y qué?
El capitán articuló en voz baja:
– Joisneau ha abandonado el instituto más o menos a las cinco. Al parecer ha salido hacia Annecy, para visitar a un oftalmólogo. Un profesor de la Facultad de Guernon que se ocupa de los pacientes del instituto.
– ¿Le ha llamado?
– Desde luego. Hemos intentado llamar a sus números profesionales y personales. Ninguno responde.
– ¿Tiene las señas?
Barnes dictó a Niémans un solo nombre de calle: el médico vivía en una casa donde también tenía su consulta.
– Iré y volveré enseguida -decidió Niémans.
– Pero… ¿por qué? Joisneau acabará por…
– Me siento responsable.
– ¿Responsable?
– Si el chico ha hecho una tontería, si ha corrido un riesgo inútil, estoy seguro de que ha sido para deslumbrarme, para farolear, ¿me comprende?
El gendarme replicó, en tono tranquilizador:
– Joisneau reaparecerá. Es joven. Ha debido de montarse una película con una pista engañosa.
– Estoy de acuerdo. Pero quizás esté en peligro. Sin saberlo.
– ¿En… peligro?
Niémans no respondió. Reinó el silencio durante unos segundos. Barnes no parecía comprender el sentido de las palabras del comisario. Añadió de repente:
– Ah, sí, lo olvidaba: Joisneau también ha llamado al hospital. Quería pasar por los archivos.
– ¿Los archivos?
– Inmensas galerías subterráneas bajo el CHRU, que contienen toda la historia de la región a través de sus nacimientos, sus enfermedades y sus defunciones.
El policía sintió que la angustia hacía presa en él: el pequeño rubiales seguía, pues, una pista en solitario. Una pista que tenía su origen en el instituto, que le había conducido hasta el oftalmólogo y después a los archivos del centro hospitalario. Terminó:
– ¿Pero no le ha visto nadie en el hospital?
Barnes respondió con una negativa. Niémans colgó. Enseguida sonó otra llamada. Ya no era cuestión de mensajes radiados, de nombre en código, de precauciones. Todos los investigadores trabajaban ahora con urgencia. La voz de Costes vibró:
– Acaban de entregarme el cuerpo.
– ¿Es Sertys?
– Es él, sin duda.
El comisario respiró. Todos los elementos cosechados desde hacía tres horas sobre Philippe Sertys encajaban bien en el marco de la investigación. Y ya podía lanzar a un equipo oficial a un registro minucioso del almacén. Costes prosiguió:
– Hay una jodida diferencia con las primeras mutilaciones.
– ¿Cuál?
– El asesino le ha extirpado los ojos, pero también las manos. Y ha seccionado las dos muñecas. Usted no lo vio a causa de la posición fetal del cuerpo: los muñones estaban metidos entre las rodillas.
Los ojos. Las manos. Niémans discernía un vínculo oculto entre esos elementos anatómicos. Pero no habría sabido decir en qué lógica infernal se integraban esas dos mutilaciones.
– ¿Esto es todo?
– De momento, sí. Ahora empiezo la autopsia.
– ¿Cuánto tiempo emplearás?
– Dos horas, como mínimo.
– Empieza por las órbitas y llámame en cuanto obtengas algo. Estoy seguro de que hay un indicio para nosotros.
– Tengo la impresión de ser un mensajero del infierno, comisario.
Niémans atravesó la sala de la biblioteca. Cerca de la puerta se fijó en el fornido policía inclinado sobre la tesis de Rémy Caillois. Se permitió un pequeño rodeo y se sentó frente a él, en uno de los compartimientos acristalados de lectura.
– ¿Cómo va eso?
El OPJ levantó la vista.
– Apechugando.
El comisario sonrió, indicando el grueso documento.
– ¿Nada nuevo?
El policía se encogió de hombros.
– Todo sobre Grecia, las Olimpíadas, las pruebas deportivas y esa clase de cosas: carrera, jabalina, pancracio… Caillois habla del carácter sagrado de la prueba física, del récord, ¿sabe? -El oficial frunció los labios en señal de incredulidad-. Una especie de… de comunión con fuerzas superiores. Según él, un récord físico estaba considerado en aquella época como una auténtica pasarela para comunicar con los dioses… Por ejemplo, el athlon, el atleta original, al rebasar sus propios límites podía desencadenar las fuerzas de la tierra… la fertilidad, la fecundidad. Fíjese, cuando vemos el frenesí de ciertos partidos de fútbol, cómo el deporte desencadena fuerzas sorprendentes y…
– ¿Qué más has observado?
– Según Caillois, los atletas de la antigüedad eran también poetas, músicos, filósofos. El bibliotecario insistía muchísimo sobre esto. Da la sensación de añorar el tiempo en que el espíritu y el cuerpo estaban unidos, soldados en el interior del mismo ser humano. Es el sentido de su título: La nostalgia de Olimpia. La nostalgia de la época de los hombres superiores, a la vez cerebrales y poderosos, espirituales y deportivos. Caillois compara aquella época exigente con nuestro siglo actual, en que los intelectuales no levantan pesos y los atletas no tienen nada en la cabeza. Ve en ello el signo de una decadencia, de una división entre el espíritu y el cuerpo.
Niémans volvió a ver de repente a los atletas de su pesadilla. Los ciegos de la realidad mineral. Sophie Caillois le había explicado que, según su marido, los deportistas de Berlín habían renovado esta comunión profunda entre el físico y el pensamiento.
El policía pensó también en los campeones de la universidad: estos hijos de profesores de quienes le había hablado Joisneau, que obtenían los mejores resultados en todas las disciplinas, incluso deportivas. A su manera, estos superdotados se acercaban a la idea del atleta perfecto. Cuando Niémans había contemplado las fotografías de las medallas de la facultad en la antesala del despacho del rector, había sorprendido en esos rostros una inquietante fuerza juvenil. Como la encarnación de una fuerza, pero también de un espíritu aparte. ¿De una filosofía? Sonrió al joven policía que le observaba con aire de preocupación.
– Me parece que no lo has entendido nada mal -concluyó.
– Navego a tientas. Comprendo más o menos una frase de cada dos. -El hombre se dio dos golpecitos en la punta de la nariz-. Pero me fío de mi olfato. Reconozco de lejos a los fachas.
– ¿Tú crees que Caillois era un fascista?
– No sabría decirlo exactamente… Esto se me antoja más complejo… No obstante, su mito del superhombre, del atleta de espíritu puro, me recuerda los eternos delirios de raza superior y ese rollo…
Niémans vio otra vez las imágenes de las Olimpíadas de Berlín en el pasillo del apartamento de los Caillois. Existía un secreto detrás de esas imágenes y detrás de los recuerdos deportivos de Guernon. Tal vez todo ello formaba parte de un conjunto, pero ¿cuál?
– ¿No hay alusiones a unos ríos? -preguntó por fin-. ¿Ríos de color púrpura?
– ¿Qué?
Pierre Niémans se levantó.
– Olvídalo.
El OPJ siguió con la mirada al hombre alto con abrigo azul y dijo:
– Francamente, comisario, podría haber preguntado a un estudiante, a un tipo más cualificado que yo para…
– Quiero la mirada de un profesional. Quiero una lectura que entre en el marco de la investigación.
El oficial hizo una nueva mueca circunspecta.
– ¿Cree de verdad que todo este bla-bla puede tener algo que ver con el asunto?
Niémans se agarró al borde del cristal y se inclinó por encima.
– En un caso, cada elemento desempeña un papel. No hay casualidades ni detalles inútiles. Todo funciona como una estructura atómica, ¿comprendes? Continúa tu lectura.
Niémans abandonó al hombre con una expresión de intensa duda.
Fuera, en el campus, vislumbró los relampagueos lejanos de los proyectores de equipos de televisión. Entrecerró los ojos y distinguió la delgada silueta de Vincent Luyse, el rector, que de pie en los escalones del edificio, balbucía una declaración de circunstancias. Se fijó también en los logos característicos de las cadenas de televisión regionales, nacionales e incluso de la Suiza de lengua francesa… Los periodistas se abrían paso a codazos, las preguntas llovían. El proceso había comenzado: los focos de los medios de comunicación convergían en Guernon. La noticia de los asesinatos iba a propagarse por toda Francia y el pánico iba a concentrarse en la pequeña localidad.
Y sólo era el principio.
Ya en ruta, Niémans llamó a Antoine Rheims.
– ¿Hay novedades del inglés?
– Estoy en el hospital. Aún no ha recobrado el conocimiento. Los médicos son muy pesimistas. La embajada del Reino Unido ha enviado una escuadra de abogados. Vienen directamente de Londres. Los periodistas también están aquí. Imagínate lo peor y te quedarás corto.
La conexión por satélite era perfecta. La voz de Rheims, cristalina.
Niémans imaginó al director en la Ìle de la Cité y volvió a verse a sí mismo en los hospitales, interrogando a prostitutas víctimas de sus chulos, con facciones tumefactas, cejas desgarradas a golpes de sortija. Vio también las caras ensangrentadas de los sospechosos a quienes él mismo había sacudido. Vio las manos atadas a la cama mientras un montón de burdeles luminiscentes parpadeaban y oscilaban en la palidez sepulcral de la habitación.
Vio el atrio de Notre-Dame, cuando salía del hospital, agotado, a las tres de la madrugada, en el claro vacío de la noche. Pierre Niémans era un guerrero. Y sus recuerdos brillaban con un resplandor metálico, de tahalí, de los fuegos del campo de batalla. Experimentó un brutal ataque de melancolía por aquella existencia singular, que muy pocos hombres habrían querido pero que para él constituía su única razón de ser sobre la Tierra.
– ¿Y tu investigación? -inquirió Rheims.
El tono era menos agresivo que el de la primera andanada: la solidaridad entre colegas, los años compartidos, el buen fluido del ayer recobraba la ventaja.
– Ahora tenemos dos asesinatos. Y ni la sombra de un indicio. Pero yo sigo mi camino. Y sé que es el acertado.
Rheims no añadió nada, sólo silencio. Niémans lo sintió como un voto de confianza. El policía de gafas metálicas preguntó:
– ¿Y para mí?
– ¿Cómo que para ti?
– Quiero decir, ¿en el cuartel no hay un procedimiento abierto en relación al hooligan?
Rheims soltó una risa lúgubre.
– ¿Te refieres al IGS? Hace demasiado tiempo que lo esperan. Pueden esperar un poco más.
– ¿Esperar a qué?
– A que muera el rosbif. Para inculparte de homicidio.
Niémans llegó a Annecy alrededor de las once de la noche. Eligió arterias largas y claras, bajo las frondas de los árboles. El follaje, embellecido por las luces de los faroles, proyectaba reflejos tornasolados. Al fondo de cada avenida, Niémans distinguía pequeños monumentos, como surgidos de pozos de luz: quioscos, fuentes, estatuas. Minúsculas, a varios centenares de metros, estas construcciones parecían figurillas de cajas de música, estatuillas de radiador de coche. Como si la ciudad, al filo de sus plazas y plazoletas, albergara sus tesoros en joyeros de piedra, de mármol y de hojas.
Pasó a lo largo de los canales de Annecy, que exhibían falsos aires de Ámsterdam abriéndose a lo lejos sobre el lago. Al policía le costaba convencerse de que sólo estaba a varias decenas de kilómetros de Guernon, de sus cuerpos, de su salvaje asesino. Llegó al barrio residencial de la ciudad. Avenida Ormes. Bulevar Vauvert. Callejón Hautes-Brises. Nombres que debían resonar para los habitantes de Annecy como sueños de piedra blanca, signos de poderío.
Estacionó la berlina a la entrada del callejón que hacía bajada. Las altas viviendas estaban apretadas unas contra otras, preciosas y abrumadoras a la vez, entrecortadas por jardines disimulados tras las tapias cubiertas de cardenillo. El número que buscaba correspondía a un hotelito de piedra tallada que ostentaba una marquesina oblonga. El policía pulsó dos veces un timbre en forma de rombo cuyo botón imitaba una pupila. Debajo, la placa de mármol negro indicaba: «Dr. Edmond Chernecé. Oftalmología. Cirugía ocular».
No hubo respuesta. Niémans bajó los ojos. La cerradura no era un problema, ya metidos en harina. Manipuló con destreza el pestillo y los pasadores y penetró en un pasillo embaldosado de mármol. Unos paneles con flechas indicaban la dirección de la sala de espera, a lo largo del pasillo y a la izquierda, pero el policía se fijó en una puerta tapizada de cuero a su derecha.
La consulta. Hizo girar el pomo y descubrió una habitación larga, de hecho una vasta galería cuyo tejado y paredes estaban enteramente hechos con ladrillos de cristal. Un gorgoteo de agua resonaba en alguna parte de la oscuridad.
Niémans necesitó pocos segundos para distinguir, en el fondo de la sala, una silueta que estaba de pie frente a un fregadero.
– ¿Doctor Chernecé?
El hombre le miró. Niémans se acercó a él. El primer detalle que percibió con precisión fueron las manos, bronceadas y brillantes bajo el chorro de agua. Viejas raíces, salpicadas de manchas marrones, con venas que subían como redes hacia unas muñecas poderosas.
– ¿Quién es usted?
La voz era grave, serena. De baja estatura, pero corpulento, el hombre aparentaba más de sesenta años. Los cabellos blancos brotaban en vigorosos mechones de la frente alta y morena, marcada a su vez por manchas oscuras. Un perfil de acantilado, un torso de dolmen: el hombre parecía un monolito. Una roca misteriosa, tanto más extraña cuanto que el médico vestía solamente una camiseta y un calzoncillo blancos.
– Pierre Niémans, comisario de policía. He llamado pero nadie me ha abierto.
– ¿Cómo ha entrado?
Niémans movió los dedos como un mago de circo.
– Con los medios de que dispongo.
El hombre sonrió con elegancia, sin molestarse por los modales poco delicados del policía. Cerró el largo grifo con el codo y cruzó la sala transparente con los antebrazos levantados, en busca de una toalla. Instrumentos binoculares, microscopios, ilustraciones anatómicas que exhibían globos oculares, ojos desollados, aparecieron en la sombra. En un tono neutro, Chernecé dijo:
– Esta tarde ya ha venido un policía. ¿Qué quiere usted?
Niémans se hallaba a pocos metros de distancia del médico. Comprendió que ahora sólo contemplaba el rasgo fundamental del hombre, el que le habría caracterizado entre miles de otros: los ojos. Chernecé poseía una mirada incolora: iris grises que le prestaban una vigilancia de serpiente. Pupilas parecidas a acuarios minúsculos por donde podían pasar criaturas asesinas, con un caparazón de escamas de hierro. Niémans contestó:
– He venido a formularle algunas preguntas respecto a él.
El hombre sonrió con indulgencia.
– Qué original. ¿Es que ahora los policías investigan a los otros policías?
– ¿A qué hora ha venido?
– Yo diría que hacia las seis de la tarde.
– ¿Tan tarde? ¿Se acuerda de sus preguntas?
– Por supuesto. Me ha interrogado sobre los internos de un instituto situado cerca de Guernon. Un instituto que acoge a niños que sufren problemas oculares, a los que asisto con regularidad.
– ¿Qué le ha preguntado?
Chernecé abrió un armario de paredes de caoba. Cogió una camisa clara, de pliegues amplios, y se deslizó en su interior con algunos gestos ligeros.
– Quería conocer el origen de las afecciones infantiles. Le he explicado que se trataba de enfermedades hereditarias. También deseaba saber si era posible imaginar una causa ajena a estas dolencias, como un envenenamiento o un error de prescripción.
– ¿Qué le ha contestado usted?
– Que era absurdo. Las afecciones genéticas están relacionadas con el aislamiento de esta ciudad, con cierta consanguinidad en las uniones. Los cónyuges están demasiado emparentados, las enfermedades se repiten, las transmite la sangre. Este tipo de fenómeno es conocido en las comunidades aisladas. La región del lago Saint-Jean, en Quebec, por ejemplo, o las comunidades amish en Estados Unidos. También es el caso de Guernon. La gente de este valle no tiene tendencia a emigrar… ¿Por qué buscar otra explicación a tales fenómenos?
Sin la menor incomodidad por la presencia de Niémans, el médico se ponía ahora unos pantalones azul marino. Una tela ligeramente tornasolada. Chernecé era de una elegancia, de un refinamiento raros. El policía continuó:
– ¿Le ha formulado otras preguntas?
– También me ha hablado de trasplantes.
– ¿De trasplantes?
El hombre se abrochaba la camisa.
– Trasplantes oculares, sí. No he comprendido nada de estas preguntas.
– ¿No le ha explicado el contexto del interrogatorio?
– No, Pero le he contestado de buena gana. Quería saber si puede existir un interés en extraer los ojos con vistas a un trasplante de córnea, por ejemplo.
Así pues, Joisneau había pensado en la pista quirúrgica.
– ¿Y qué?
Chernecé se detuvo y se pasó el dorso de la mano por el mentón, para comprobar la dureza de su barba incipiente. Las sombras de los árboles bailaban a través de las paredes de cristal.
– Le he explicado que semejantes operaciones no tienen razón de ser. Hoy en día es muy fácil encontrar córneas de otras personas. Y con los materiales artificiales se han realizado grandes progresos. En cuanto a las retinas, no siempre se sabe conservarlas: en fin, que nada de trasplantes… -El médico emitió una leve sonrisa sarcástica-. Verá, esas historias de tráfico de órganos son más bien fantasías populares.
– ¿ Le ha hecho más preguntas?
– No. Parecía decepcionado.
– ¿Le ha aconsejado acudir a otra parte? ¿Le ha dado otra dirección?
Chernecé emitió una risa afable.
– Vaya, se diría que ha perdido usted a su colega.
– Respóndame. ¿Puede deducir el lugar adonde se ha dirigido después de su visita? ¿Le ha dicho adonde pensaba ir después?
– No. En absoluto. -Su rostro se cerró-. No obstante, me gustaría saber por qué ha venido.
Niémans se sacó del abrigo las fotografías del cadáver de Caillois y las colocó sobre la mesa.
– Se trata de esto.
Chernecé se caló las gafas, encendió una pequeña lámpara sobre un trípode y observó las fotografías. Los párpados abiertos. Las órbitas mutiladas.
– Señor… -murmuró.
Parecía horrorizado, y al mismo tiempo fascinado por lo que veía. Niémans descubrió una colección de estiletes cromados, agrupados en un portaplumas chino, en un extremo de la mesa. Decidió pasar a una nueva serie de preguntas: puesto a interrogar a un especialista, valía más hacerle preguntas de especialista.
– Tengo dos víctimas en este estado. ¿Cree que semejante mutilación puede haber sido realizada por un profesional?
Chernecé alzó la cara. Tenía las facciones moteadas de gotitas de sudor. Guardó silencio durante largos segundos y después inquirió:
– Dios mío, ¿qué quiere decir?
– Hablo de la extirpación de los ojos. Tengo planos de detalle. -Niémans le tendió los negativos ampliados de las llagas oculares-. ¿Reconoce usted aquí los cortes que podría haber hecho un hombre de la profesión? ¿Cortes específicos? El asesino extrajo los ojos protegiendo esmeradamente los párpados: ¿es una práctica corriente? ¿Exige conocimientos anatómicos especializados?
Chernecé escrutó de nuevo las imágenes.
– ¿Quién ha podido cometer un acto así? ¿Qué clase de… monstruo puede ser? ¿Dónde ha ocurrido esto?
– En los alrededores de Guernon. Doctor, responda a mi pregunta: en su opinión, ¿ha sido un profesional quien ha practicado esta operación?
El oftalmólogo se enderezó.
– Lo siento. No… no puedo decirle nada.
– ¿Qué técnica ha utilizado, a su juicio?
El médico se aproximó a los negativos.
– Creo que deslizó una hoja por debajo de los ojos… cortando los nervios ópticos y los músculos oculomotores, aprovechando la flexibilidad del párpado. Creo que después dio la vuelta al ojo, haciendo palanca con la superficie plana de la hoja. Como con una moneda, ¿comprende?
Niémans se guardó en el bolsillo las fotografías. El médico de cutis bronceado seguía sus menores gestos con la mirada, como si viera todavía las imágenes a través de los tejidos del abrigo. Tenía manchas de sudor en la camisa y en los pliegues del torso.
– Me gustaría formularle una pregunta de orden general -murmuró Niémans-. Tómese tiempo para reflexionar antes de contestarme.
El médico retrocedió. La galería parecía habitada por los reflejos danzantes de los árboles. Indicó al policía que prosiguiera.
– ¿Qué punto en común ve usted entre los ojos y las manos de un hombre? ¿Qué vínculo puede imaginar entre estas dos partes del cuerpo humano?
El oftalmólogo esbozó unos pasos. Recuperaba la calma, su dominio de hombre de ciencia.
– El punto en común es evidente -dijo al fin-. El ojo y la mano constituyen las partes únicas de nuestro cuerpo.
Niémans se estremeció. Desde la revelación de Costes, «sentía» esto, sin poder precisarlo con claridad en su mente. Ahora le tocó el turno de transpirar.
– ¿Qué quiere decir?
– Nuestros iris son únicos. Los millares de fibrillas que los componen constituyen un dibujo que nos es propio. Una marca biológica, cincelada por nuestros genes. El iris constituye una marca tan significativa como las huellas digitales.
»Tal es el punto en común entre los ojos y las manos: son las únicas partes de nuestro cuerpo que llevan una firma biológica. Una firma biométrica, dicen los especialistas. Prive a un cuerpo de sus ojos y de sus manos, y destruirá sus firmas externas. ¿Y quién es un hombre que muere sin estos signos? Nadie. Un muerto anónimo, que ha perdido su identidad profunda. Su alma, tal vez. ¿Quién sabe? En cierto sentido, no se puede imaginar un fin más terrible. Una fosa común de la carne.
Los mosaicos de cristal lanzaban destellos a las pupilas incoloras de Chernecé, reforzando aún más su aspecto traslúcido. La sala entera parecía ahora un iris de cristal. Las ilustraciones anatómicas, la silueta al trasluz, las zarpas de los árboles: cada elemento bailaba como en el fondo de un espejo.
El comisario tuvo una iluminación: pensó en las manos de Caillois, cuyos dedos no llevaban huellas dactilares y que el asesino no había cortado. Sin duda alguna, el asesino se había desinteresado de esas manos precisamente porque eran anónimas.
El asesino robaba las firmas biológicas de sus víctimas.
– Por mi parte -continuó el médico-, pienso incluso que los ojos permiten una identificación todavía más precisa que las huellas digitales. Sus especialistas de la policía deberían tenerlo en cuenta.
– ¿Por qué lo dice?
Chernecé sonrió en la oscuridad. Había recuperado su maestría de profesor.
– Algunos científicos piensan que se puede leer en el fondo del iris no sólo el estado de salud de un hombre sino también toda su historia. Esas pequeñas lentejuelas que brillan en torno a nuestra pupila llevan su propia génesis… ¿No ha oído hablar nunca de los iridólogos?
De una forma inexplicable, Niémans sintió la convicción de que esas palabras aportaban una iluminación transversal a toda la investigación. Aún no veía adónde llevaban, pero presentía que el asesino compartía las convicciones del oftalmólogo. Chernecé prosiguió:
– Es una disciplina que nació a finales del siglo pasado. Un domador de águilas alemán constató un fenómeno singular. Una de sus rapaces se había roto la pata. Entonces el hombre se dio cuenta de que su iris llevaba una marca nueva. Una señal dorada. Como si el accidente hubiese repercutido en el ojo del ave. Estos ecos físicos existen, señor. Estoy seguro. ¿Quién sabe? ¿Y si su asesino hubiera querido borrar, al extraer los ojos de su víctima, la huella de un suceso que se podía leer en el fondo de sus iris?
Niémans retrocedió, haciendo que la sombra del médico se alargase a medida que él se alejaba. Formuló su última pregunta:
– ¿Por qué no contestó al teléfono esta tarde?
– Porque he desconectado la línea -sonrió el médico-. No visito los lunes. Quería consagrar la tarde y la velada a ordenar mi consulta…
Chernecé volvió al armario y sacó una chaqueta. Se la puso con un solo gesto, amplio, preciso. El conjunto era azul oscuro, aéreo y rectilíneo. Agregó, como comprendiendo al final la razón de la visita de Niémans:
– ¿Ha intentado ponerse en contacto conmigo? Lo lamento. Habría podido decirle todo esto por teléfono. Siento mucho haberle hecho perder el tiempo.
El hombre no pensaba ni una palabra de lo que decía. Respiraba egoísmo e indiferencia por todos los poros de su frente bronceada. Incluso ya debía de haber olvidado las órbitas vacías de Rémy Caillois.
Niémans miró los grabados de globos desollados, de vasos sanguíneos que bailaban en el blanco de los ojos, como turnándose con las sombras de los árboles a través de los gruesos cristales del techo y las paredes.
– No he perdido el tiempo -murmuró.
Fuera, una nueva sorpresa esperaba al comisario Niémans. Un hombre parecía aguardar armado de paciencia y apoyado en su berlina, a contraluz de un farol. Era tan alto como él, de tipo magrebí, y llevaba largas trenzas de rasta, un casquete colorado y una perilla de Lucifer.
Un policía con experiencia sabe reconocer a un hombre peligroso cuando se cruza con él. Y este tipo alto y flaco, pese a su postura flemática, pertenecía a esa categoría. Le recordaba a los traficantes que había perseguido tan a menudo bajo el tejido de las noches parisinas. Niémans habría incluso jurado que llevaba un arma de fuego en alguna parte. Se acercó, con la mano cerrada sobre su MR 73, y no creyó lo que estaba viendo: el árabe le sonreía.
– ¿Comisario Niémans? -preguntó cuando el policía estuvo sólo a unos metros.
El beur deslizó la mano bajo la chaqueta. Niémans desenfundó al instante y apuntó.
– ¡No te muevas!
El hombre con cara de esfinge sonrió -mezcla de seguridad e ironía-, henchido de un poderío que Niémans había visto raramente, incluso en los sospechosos más ladinos.
El magrebí dijo con voz tranquila:
– Calma, comisario. Me llamo Karim Abdouf. Soy teniente de policía. El capitán Barnes me ha dicho que le encontraría aquí.
En un segundo, el árabe completó su ademán e hizo aletear a la luz su carné tricolor. Niémans enfundó de nuevo el arma con vacilación, examinando la facha sorprendente del joven inmigrante. Ahora distinguió el centelleo de varios pendientes bajo las trenzas.
– ¿No eres de la brigada de Annecy? -preguntó, incrédulo.
– No. Vengo de Sarzac. En el Lot.
– No lo conozco.
Karim se guardó la tarjeta.
– Estamos muy pocos en el secreto.
Niémans sonrió y escrutó de nuevo al larguirucho.
– ¿Qué clase de poli eres, pues?
La esfinge asestó un papirotazo a la antena de la berlina.
– Soy el poli que le hace falta, comisario.
Los dos policías tomaron un café en un pequeño bar de carretera en la N56, ya en el camino de regreso. A lo lejos se distinguían las luces de un control de gendarmes y los reflejos de los automóviles que aminoraban la marcha ante los cordones y balizas giroscópicas.
Niémans escuchaba con atención las explicaciones precipitadas de Abdouf, el poli surgido de la nada y cuya improbable investigación parecía directamente relacionada con los asesinatos de Guernon. Sin embargo, la historia del árabe era incomprensible. Hablaba de una madre misteriosa y de su huida, de una niña transformada en niño, de diablos que intentaban destruir el rostro del muchachito, considerándolo un peligroso cuerpo del delito… Todo esto semejaba un largo delirio, salvo que, en este caos de informaciones, el teniente de Sarzac le aportaba la prueba material de que Philippe Sertys había profanado, en la noche del domingo al lunes, el cementerio de un pueblo del departamento del Lot.
Y esa información era crucial.
Philippe Sertys era, sin duda, un profanador de tumbas. Naturalmente, había que comparar las partículas descubiertas cerca del cementerio de Sarzac con los neumáticos del Lada. Pero si estas huellas confirmaban la sospecha del inmigrante, entonces, por primera vez, Niémans tendría una prueba concreta de la culpabilidad de su víctima.
En cambio, el comisario no veía cómo encuadrar en su propia investigación los otros elementos suministrados por Karim Abdouf: ese cuento de hadas sobre una niña y su madre perseguidas por «diablos». Niémans preguntó a Karim:
– ¿Cuál es tu conclusión?
El joven árabe manoseaba nerviosamente un terrón de azúcar.
– Creo que los diablos se despertaron la otra noche, por una razón que ignoro, y que Sertys ha vuelto para verificar, en la escuela y en el cementerio de mi pueblo, un elemento que tiene relación con la huida de 1982.
– ¿Sertys sería uno de tus diablos?
– Exactamente.
– Es absurdo -replicó Niémans-. En 1982, Philippe Sertys tenía doce años. ¿De verdad ves a un niño aterrorizando a una madre de familia y persiguiéndola a través de toda Francia?
Karim Abdouf frunció el ceño.
– Ya lo sé. Aún no encaja todo.
Niémans sonrió y pidió otro café. Todavía ignoraba si debía creer todas las palabras de Karim Abdouf. También ignoraba si podía confiar en un rasta de un metro ochenta y cinco que llevaba una mata de pelo rizado y una pistola automática no reglamentaria y conducía, por lo visto, un Audi robado. Pero su historia no era menos loca que su propia hipótesis: la culpabilidad de las víctimas. Y este joven moro tenía una rabia, un entusiasmo jodidamente contagiosos.
Al final optó por la confianza. Le dio la llave de su despacho en la universidad, donde Karim podría consultar el expediente, y luego le explicó la fase secreta de su investigación.
Con voz suave, el comisario expresó sus convicciones: las víctimas eran culpables, el asesino llevaba a cabo una o varias venganzas. Resumió los tenues indicios que corroboraban esta hipótesis. La esquizofrenia y la brutalidad de Rémy Caillois. El almacén aislado y el cuaderno de Philippe Sertys. Niémans habló también de los «ríos de color púrpura», sin poder explicar esos extraños términos, y después resumió la situación presente: la espera de los resultados de la segunda autopsia, el cuerpo que tal vez contuviera un nuevo mensaje.
Y también la vaga esperanza de que todos los sedales lanzados en la región facilitaran una indicación decisiva. Y al final, en un tono más bajo, habló de Éric Joisneau y de sus inquietudes.
Abdouf formuló preguntas precisas sobre la desaparición del teniente, que parecía interesarle en sumo grado. Niémans preguntó a su vez:
– ¿Tienes una idea sobre este punto?
El joven policía sonrió con gesto de cansancio.
– La misma que usted, comisario. Creo que su muchacho ha tenido un problema. Ha puesto las manos en algo importante y ha querido dar el golpe en solitario para darse importancia delante de usted. Supongo que ha descubierto algo capital, que al final le ha explotado en la cara. Espero equivocarme, pero su Joisneau ha descubierto, quizá, la identidad del asesino y esto, quizá, le ha costado la vida.
Hizo una pausa. Niémans observaba los resplandores del lejano control de carretera. Sin confesárselo, compartía esa certidumbre desde su despertar en la biblioteca. Karim continuó:
– No me considere un cínico, comisario. Desde esta mañana voy de pesadilla en pesadilla. Ahora me encuentro aquí, en Guernon, ante un asesino que arranca los ojos de sus víctimas. Ante usted. Pierre Niémans, a la cabeza del reparto, uno de los grandes nombres de la policía francesa, que está tan perdido como yo en este pueblo… Y entonces decido ya no asombrarme de nada. Para mí, estos asesinatos están en relación directa con mi propia investigación y, créame, estoy dispuesto a ir hasta el final.
Los dos policías salieron.
Eran las once de la noche. Una lluvia fina llenaba la atmósfera. A lo lejos, los controles de los gendarmes seguían afrontando la llovizna. Unos automovilistas esperaban pacientemente para pasar. Algunos se asomaban a las ventanillas entreabiertas y observaban con mirada circunspecta los fusiles ametralladores que relucían bajo el chubasco.
Por reflejo, el comisario echó una ojeada al receptor de radiomensajes. Había recibido una llamada de Costes. El policía telefoneó enseguida al médico.
– ¿Qué hay? ¿Has terminado la autopsia?
– No del todo, pero me gustaría enseñarle algo. Aquí, en el hospital.
– ¿No puedes decírmelo por teléfono?
– No. Y espero de un momento a otro los resultados de otros análisis. Venga. Cuando llegue, ya estaré listo.
Niémans colgó.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Karim.
– Tal vez. Tengo que ir a ver al forense. ¿Y tú?
– He venido aquí para interrogar a Philippe Sertys. Sertys ha muerto. Paso a la etapa siguiente.
– ¿Que es…?
– Descubrir las circunstancias de la muerte del padre de Judith. Desapareció aquí, en Guernon, y estoy casi seguro de que mis diablos tuvieron algo que ver en el asunto.
– ¿En qué piensas? ¿En un asesinato?
– ¿Por qué no?
Niémans, dubitativo, movió la cabeza.
– He peinado los archivos de las gendarmerías y comisarías de toda la región en un período de veinticinco años. No hay ni la sombra de un hecho de esa índole. Y lo repito una vez más: Sertys era un niño cuando…
– Ya lo veré. De todos modos, estoy seguro de encontrar un vínculo entre esta muerte y el nombre de una u otra de sus víctimas.
– ¿Por dónde empezarás?
– Por el cementerio. -Karim sonrió-. Se ha convertido en mi especialidad. Una verdadera segunda naturaleza. Quiero cerciorarme de que Sylvain Hérault está bien enterrado en Guernon. Ya me he puesto en contacto con Taverlay y he encontrado la pista del nacimiento de Judith Hérault, hija única de Fabienne y Sylvain Hérault, en 1972, nacida aquí mismo, en el CHRU de Guernon. Ya tenemos la partida de nacimiento. Falta la partida de defunción.
Niémans le dio los números de su teléfono móvil y de su servicio de radiomensajes.
– Para las informaciones confidenciales, utiliza el pager.
Karim Abdouf se guardó el papelito en el bolsillo y declaró, en un tono entre doctoral e irónico:
– «En una investigación, cada hecho, cada testigo es un espejo en el que se refleja una de las verdades del crimen…»
– ¿Qué?
– Asistí a una de sus conferencias, comisario, cuando estaba en la escuela de inspectores.
– ¿Y qué?
Karim se subió el cuello de la chaqueta.
– Pues que, en materia de espejos, nuestras dos investigaciones están así.
Levantó las dos palmas y las orientó lentamente una enfrente de la otra.
– Se reflejan mutuamente, ¿entiende? Y estoy seguro de que en uno de sus jodidos ángulos muertos nos espera el asesino.
– Y yo, ¿cómo podré reunirme contigo?
– Seré yo quien se ponga en contacto con usted. Había pedido un teléfono móvil, pero el presupuesto de Sarzac para el 97 no lo permite.
El joven policía se inclinó en un saludo al estilo árabe y desapareció, furtivo como una hoja afilada.
Niémans se dirigió a su coche. Lanzó una última mirada al Audi rutilante que arrancaba bajo una niebla de agua. Se sintió de repente más viejo, más gastado, como embotado por la noche, los años, la incertidumbre. Un regusto de vacuidad le rondaba la garganta. Pero también se sentía más fuerte: ahora tenía un aliado.
Y un aliado de excepción.
Los cristales lanzaban destellos irisados de color rosa azul, verde, amarillo. Prismas multicolores. Luces quebradas, en forma de caleidoscopio, bajo la transparencia de las laminillas. Niémans levantó la vista del microscopio e interrogó a Costes:
– ¿Qué es esto?
El médico respondió en tono incrédulo:
– Cristal, comisario. Esta vez el asesino ha colocado partículas de cristal.
– ¿En qué parte del cuerpo?
– También en el fondo de las órbitas. En el interior de los párpados. Como pequeñas lágrimas petrificadas, adheridas a los tejidos.
Los dos hombres se hallaban en el depósito de cadáveres del hospital. El joven médico llevaba la bata ensangrentada. Era la primera vez que Niémans le veía vestido así, de pie en su pedestal de baldosas blancas. La vestimenta y el lugar le prestaban una especie de autoridad glacial. El médico forense sonrió detrás de sus gafas.
– El agua, el hielo, el cristal. El parentesco de los materiales es evidente.
– Aún sé observar las evidencias -gruñó Niémans al acercarse al cuerpo que presidía el centro de la sala bajo una sábana-. ¿Qué significa esto? Quiero decir, ¿hacia qué tipo de lugar nos conduce? ¿Tienen estos residuos de cristal alguna particularidad?
– Estoy esperando los resultados de Astier. Ha ido al laboratorio para realizar un estudio detenido y determinar el origen exacto de este cristal. También volverá con los análisis del polvo y las astillas descubiertos por usted en el almacén. Ya tiene la respuesta para la tinta del cuaderno, y es más bien decepcionante. Se trata ni más ni menos que de tinta corriente. Nada más. En cuanto a las páginas de números, mientras carezcamos de otros elementos… Sólo hemos comprobado la escritura de las cifras: es sin duda de Sertys.
Niémans se pasó la mano a contrapelo de su mata cortada a cepillo; casi había olvidado los indicios del almacén. Se hizo el silencio. El policía alzó la mirada y percibió en el rostro de Costes un fulgor de inteligencia, como si brillara en sus pupilas una ecuación matemática resuelta. El comisario preguntó, irritado:
– ¿Qué hay?
– Nada. Solamente… agua, hielo y cristal. Siempre cristales.
– Te he dicho que sabía constatar las…
– … pero que corresponden a temperaturas diferentes.
– No lo entiendo.
Costes juntó las manos.
– Las estructuras de estos materiales se sitúan a grados diferentes en una escala de temperatura, comisario. El frío del hielo. La temperatura ambiente del agua. El estado candente de la arena para que se convierta en vidrio.
Niémans desestimó esta constatación con un gesto de cólera.
– ¿Y qué? ¿Qué nos aporta esto sobre los asesinatos?
Costes hundió los hombros, como si se retirase de nuevo a su concha de timidez.
– Nada. Sólo era una observación…
– Mejor será que me hables de las mutilaciones del cuerpo.
– Aparte de la mutilación de las manos, el cuerpo es idéntico al de Caillois. Descontando las marcas de tortura.
– ¿Sertys no ha sido torturado?
– No. Por lo visto, el asesino ya sabía lo que quería saber. Ha ido directamente al grano. Mutilación de los ojos y de las manos. Estrangulación. Pero los sufrimientos han debido de ser increíbles. Porque el asesino ha empezado probablemente por las mutilaciones. Ha seccionado las manos, extirpado los ojos y sólo entonces rematado a su presa.
– ¿Y la técnica de la estrangulación?
– La misma, comisario. Ha utilizado un hilo metálico. Con el que antes ha maniatado a su víctima. Como la primera vez. Los cortes en los miembros son idénticos.
– ¿Y las manos? ¿Cómo ha cortado las muñecas?
– Difícil de decir. Tengo la impresión de que ha utilizado otra vez el cable. Como un hilo de alambre para cortar la mantequilla, ¿sabe?, con el cual habría rodeado las muñecas y apretado con una fuerza prodigiosa. Buscamos a un coloso, comisario. Una fuerza de la naturaleza.
Niémans reflexionó. A pesar de que estos elementos aportaban una precisión relativa, no lograba visualizar al asesino. Ni siquiera una silueta. Algo se lo impedía. Pensaba más bien en el homicida en términos de entidad, de fuerza, de energía global.
– ¿La hora del crimen? -interrogó.
– Olvídelo. Con el frío de los hielos, no hay modo de sacar la menor conclusión a ese respecto.
La puerta del depósito se abrió de repente. Apareció un hombre alto y flaco de rostro anémico, nariz chata y mirada muy clara. Tenía los ojos desorbitados, inmensos como unos arco iris. Costes hizo las presentaciones. Se trataba de Patrick Astier. El químico habló inmediatamente, depositando sobre la colchoneta una pequeña bolsa de plástico:
– Tengo la composición del vidrio. Arena de Fontainebleau, sosa, plomo, potasa, bórax. Según el reparto de estos componentes, se puede deducir su origen. Es el que se emplea para hacer pavimentos. Ya sabe, como los de las piscinas. O de las casetas de los años treinta. El homicida nos guía hacia un lugar de esta índole, tapizado con baldosas y…
Niémans se había dado la vuelta. Como ante un relámpago cegador acababa de recordar el techo y las paredes del gabinete del oftalmólogo. Juró mentalmente. No podía ser una coincidencia: Edmond Chernecé era la tercera víctima.
Marc Costes interpeló al policía cuando éste ya abría la puerta:
– Pero, ¿adónde va?
Niémans contestó por encima del hombro:
– Es posible que sepa dónde va a atacar el asesino. Si ya no es demasiado tarde.
El policía ya salía cuando Astier lo alcanzó en el pasillo. Lo cogió por la manga.
– Comisario, también tengo la composición del polvo del almacén…
Pierre Niémans escrutó al químico a través de sus gafas perladas por la condensación.
– ¿Qué?
– Ya sabe, los restos que ha recogido en el almacén.
– ¿Y bien?
– Se trata de huesos, comisario. Huesos de animales.
– ¿Qué animales?
– Ratas, a priori. Parece una tontería, pero creo que su víctima, Sertys, criaba simplemente roedores y…
Otro estremecimiento. Una fiebre nueva.
– Más tarde -murmuró Niémans-. Más tarde. Volveré.
Niémans conducía a manotazos mientras circulaba por la nacional a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.
Si el doctor Edmond Chernecé era la siguiente víctima, significaba que era el tercer culpable.
Después de Rémy Caillois. Después de Philippe Sertys.
Y si Chernecé era culpable, significaba que el asesino del joven Éric Joisneau era él.
Maldito hijo de puta. El comisario se mordió los labios para no gritar. Rumió sobre sus propios errores desde el principio. Hizo balance de su propia incompetencia. No había querido ir al instituto de los ciegos a causa de aquella estupidez de los perros. Y allí había perdido su primera pista de verdad.
Y a partir de allí había ido a la deriva.
Mientras él avanzaba como un cangrejo en su investigación y jugaba a ser aprendiz de alpinista en los glaciares o interrogaba a la madre de Sertys, Éric Joisneau se había precipitado al instituto y descubierto un hecho importante. Un hecho que lo había llevado directamente a casa de Chernecé. Pero el joven teniente progresaba ahora a una velocidad que le superaba. El muchacho no había sabido evaluar las implicaciones de sus descubrimientos. Había confiado demasiado en el médico y le había interrogado sobre un aspecto crucial de la investigación, sobre una verdad peligrosa para el oftalmólogo. Por eso, sin duda, Chernecé lo había eliminado.
En el cerebro de Niémans se insinuaba, se forjaba una nueva certeza, clamorosa y terrorífica, de la cual no poseía ni una prueba, sólo su propio instinto: Caillois, Sertys y Chernecé habían tramado algo juntos. Compartían una culpa común.
Y mortal.
Nosotros somos los amos, nosotros
somos los esclavos, estamos por
doquier, no estamos en ninguna parte.
Somos los agrimensores.
Dominamos los ríos de color púrpura.
¿Era posible que ese nosotros se refiriese a estos tres hombres? ¿Era posible que Caillois, Sertys y Chernecé fueran los amos de los «ríos de color púrpura»? ¿Que hubieran dirigido una conspiración contra todo el pueblo y que ese complot fuera el móvil de los asesinatos?
Esta vez la puerta estaba entornada. Niémans torció enseguida hacia la derecha y entró en la galería de cristal. La penumbra. El silencio. Los instrumentos de óptica, parecidos a siluetas arrogantes. El policía desenfundó y dio la vuelta a la habitación con el arma en la mano. Nadie. Sólo las líneas de los árboles seguían bailando por el suelo, filtrándose a través de los ladrillos traslúcidos.
Volvió a la vivienda propiamente dicha. Echó una ojeada a la sala de espera sumida en la sombra y entonces cruzó un vestíbulo de mármol donde había un paragüero con bastones de pomo de asta o de marfil. Descubrió un salón atestado de muebles macizos y pesados cortinajes y luego antiguos dormitorios presididos por camas de madera barnizada. Nadie. Ningún indicio de lucha. Ningún indicio de huida.
Niémans, sin soltar su MR 73, fue hacia la escalera y subió al piso superior. Entró en un pequeño despacho que olía a cera y a puros. Descubrió maletas de cuero blando y candados dorados colocadas sobre un gastado kilim.
El policía siguió avanzando. El lugar apestaba a amenaza y muerte. Por una ventana ovalada divisó las altas copas de los árboles, todavía sacudidas por el viento furioso. Reflexionó y comprendió que ese tragaluz daba al tejado de la galería, el tejado de cuadrados de cristal. Abrió brutalmente la ventana y fijó la mirada en la techumbre transparente.
La sangre se le heló en las venas. A lo largo de los cuadrados pigmentados de lluvia destacaba el reflejo del cuerpo de Chernecé, como arrugado por los relieves del cristal. Con los brazos abiertos y los pies juntos, en una postura de crucifixión. Un mártir se reflejaba en un lago de aguada verdosa.
Niémans, con un grito ahogado en la garganta, observó de nuevo esa imagen y dedujo el lugar exacto donde se hallaba el cuerpo. Captó súbitamente el juego de óptica y asomó la cabeza por la ventana. Se volvió hacia lo alto de la fachada. El cuerpo estaba suspendido justo encima del tragaluz.
Bajo el viento húmedo, Edmond Chernecé estaba fijo contra la pared, como un frontispicio del terror.
El oficial de policía volvió al interior, salió del pequeño despacho, enfiló una segunda escalera de estrechos peldaños de madera, tropezó y accedió a la buhardilla. Otra ventana, otro marco, y el policía llegó al canalón del tejado, donde contempló lo más cerca posible el cadáver del difunto Edmond Chernecé.
El cadáver ya no tenía ojos. Las órbitas desgarradas estaban abiertas al viento lluvioso. Los dos brazos estaban muy abiertos y ya no exhibían más que muñones ensangrentados. El cadáver mantenía esta postura mediante un apretado dédalo de cables brillantes y retorcidos que cortaban las carnes espesas y bronceadas. Niémans, con las sienes azotadas por el chubasco, hizo la cuenta.
Rémy Caillois.
Philippe Sertys.
Edmond Chernecé.
Sus certidumbres volvían a raudales. No, los asesinatos no habían sido perpetrados por un homosexual perturbado en busca de un físico o de un rostro. No, no se trataba de un asesino en serie que sacrificaba a víctimas inocentes al azar de sus furores. Se trataba de un asesino racional, de un ladrón de identidad profunda, de marcas biológicas, que actuaba bajo la influencia de un móvil preciso: la venganza.
Dejándose resbalar, Niémans se deslizó de nuevo hacia la buhardilla. Sólo el latido de su sangre resonaba en la casa del muerto. Sabía que no había terminado su búsqueda. Conocía la última conclusión de esa pesadilla: el cuerpo de Joisneau estaba allí, en alguna parte de la casa.
Unas horas antes de que lo mataran, el propio Chernecé había matado.
Niémans inspeccionó cada habitación, cada mueble, cada hueco. Volvió a la cocina, al salón, a los dormitorios. Cavó en el jardín, vació una cabaña bajo los árboles. Después descubrió en la planta baja, en el hueco de la escalera, una puerta tapizada de papel pintado. Arrancó bruscamente la chapa de sus goznes. El sótano.
Bajó corriendo la escalera mientras reconstruía con precisión los sucesos: si él había sorprendido al médico en camiseta y calzoncillos a las once de la noche, era porque el doctor salía de su sangrienta operación: el asesinato de Joisneau. Por ese motivo había desconectado el teléfono. Por ese motivo ordenaba cuidadosamente su gabinete, donde debía de haber apuñalado al joven teniente con uno de los estiletes cromados que el comisario había visto en el portaplumas chino. Por ese mismo motivo se ponía otro traje y preparaba sus maletas.
Estúpido y ciego, Niémans había interrogado a un verdugo al final de su macabra tarea.
En el sótano, el policía descubrió unos arcos y entramados de metal cubiertos por un tejido de telarañas que sostenían centenares de botellas de vino. Culos oscuros, cera roja, etiquetas ocres. El poli registró cada recoveco del sótano, desplazó toneles, tiró de las mallas de hierro, provocando el desmoronamiento de las botellas. Los charcos de vino exhalaban efluvios embriagadores.
Bañado en sudor, gritando y escupiendo, Niémans descubrió por fin una fosa, tapada con dos chapas de hierro inclinadas. Hizo saltar el candado y abrió las puertas.
En el fondo de la trampa yacía el cuerpo de Joisneau, medio sumergido en líquidos negros y corrosivos. Las botellas de plástico verde de salfumán flotaban a su alrededor. Las miasmas químicas habían iniciado su aterradora destrucción, absorbiendo el gas del cuerpo, mordiendo su carne y metamorfoseándola en lentas fumarolas, aniquilando progresivamente la entidad física que había sido Éric Joisneau, teniente del SRPJ de Grenoble. Los ojos abiertos del muchacho, que parecían fijos en el comisario, brillaban en el fondo de esa tumba atroz.
Niémans retrocedió y profirió un grito frenético. Sintió que las costillas se le levantaban y separaban como las varillas de un paraguas. Vomitó sus tripas, su rabia, sus remordimientos, agarrándose a los portabotellas entre una cascada de tintineos y chorros de vino.
No supo con exactitud cuánto tiempo pasó así. En los efluvios del alcohol. En las lentas volutas de los ácidos. Pero pronto se elevó en el fondo de su espíritu, lentamente, como una marea negra y venenosa, una verdad última que no tenía nada que ver con la ejecución de Joisneau, pero que proyectaba una luz nueva sobre la serie de asesinatos de Guernon.
Marc Costes había puesto en evidencia el parentesco entre los tres materiales que marcaban cada uno de los tres crímenes: el agua, el hielo, el cristal. Niémans comprendió ahora que no era esto lo importante. Lo importante era el contexto del descubrimiento de los cuerpos.
Rémy Caillois había sido descubierto a través de su reflejo en el río.
Philippe Sertys a través de su reflejo en el glaciar.
Edmond Chernecé a través de su reflejo sobre el tejado de cristal.
El asesino ponía en escena sus asesinatos de modo que se descubriera antes el reflejo del cuerpo que el cuerpo real.
¿Qué significaba eso?
¿Por qué el asesino se tomaba tantas molestias para organizar esa multiplicación de las apariencias?
Niémans no habría sabido explicar las motivaciones de esta estrategia, pero presentía un vínculo entre estos dobles, estos reflejos, y el robo de las manos y los ojos, que privaba al cuerpo de toda identidad profunda, de todo carácter único. Presentía en ello los dos movimientos convergentes de una misma sentencia, proclamada sin apelación por un tribunal: la destrucción total del SER de los condenados.
¿Qué habían hecho, pues, estos hombres para ser reducidos al estado de reflejos, para que su carne fuese privada de toda marca distintiva?