Al amanecer del mismo día, a doscientos cincuenta kilómetros de allí, en pleno oeste, el teniente de policía Karim Abdouf terminaba la lectura de una tesis de criminología sobre la utilización de las huellas genéticas en los casos de violación y asesinato. El tocho de seiscientas páginas le había mantenido despierto prácticamente toda la noche. Ahora tenía la vista fija en las cifras del despertador de cuarzo que sonaba. Las 07.00.
Karim suspiró, cargó con la tesis hasta el otro extremo de la habitación y se fue a la cocina a prepararse un té negro. Volvió al salón -que era también su comedor y su dormitorio- y escrutó las tinieblas a través del ventanal. Con la frente contra el vaso, calculó sus posibilidades de realizar un día una investigación genética en el poblacho infame adonde había sido trasladado. Eran nulas.
El joven beur [3] observaba los faroles que clavaban todavía las alas pardas de la noche. Un nudo de amargura le bloqueaba la garganta. Incluso en el punto culminante de sus actividades criminales, siempre había sabido evitar la prisión. Y ahora, con veintinueve años, convertido en poli, le encerraban en una prisión aún más abominable: un pequeño pueblo de provincias, sumido en el tedio, en el corazón de un lecho de rocalla. Una prisión sin muros ni barrotes. Una prisión psicológica que le consumía a fuego lento.
Karim se puso a soñar. Se vio metiendo en chirona a asesinos en serie gracias a los análisis del ADN y a programas especializados, como en las películas norteamericanas. Se imaginó a la cabeza de un equipo de científicos, estudiando la cartografía genética de los criminales. A fuerza de investigaciones, de estadísticas, los especialistas aislaban una especie de falla en alguna parte de la cadena cromosómica e identificaban esa fisura como la clave misma del impulso criminal. En una determinada época ya se había hablado de un doble cromosoma Y que caracterizaría a los homicidas, pero esta pista había resultado ser falsa. Sin embargo, en el sueño de Karim se había puesto en evidencia una nueva «falta de ortografía» en el conjunto de letras del ciclo genético. Y era el propio Karim quien permitía este descubrimiento, gracias a sus incesantes arrestos. De pronto, el joven poli no pudo reprimir un escalofrío.
Sabía que si existía esta «falla», corría igualmente por sus venas.
Para Karim, la palabra «huérfano» no había significado nunca nada. Sólo podía echarse de menos lo que se había conocido y el magrebí no había vivido nunca nada que se pareciera, de cerca o de lejos, a una vida de familia. Sus primeros recuerdos consistían en un rincón de linóleo y una televisión en blanco y negro en el hogar de la calle Maurice-Thorez, en Nanterre. Karim había crecido en el centro de un barrio sin gracia ni color. Unos pabellones lindantes con torres, terrenos vagos que se convertían progresivamente en barrios. Y también recordaba el juego del escondite en las obras, que poco a poco iban ganando terreno a la grama de su infancia.
Karim era un chico olvidado. O encontrado. Todo dependía del punto de vista. En cualquier caso, no había conocido nunca a sus padres y nada en la educación que le habían dispensado después venía a recordarle sus orígenes. No hablaba muy bien el árabe y sólo poseía vagas nociones del islam. El adolescente se había librado con rapidez de sus tutores, los educadores del hogar cuya buena voluntad y sencillez le daban ganas de vomitar… y se entregó a la ciudad.
Entonces descubrió Nanterre, un territorio sin límites, estriado de amplias avenidas puntuadas de barrios colosales, de fábricas, de edificios administrativos, donde caminaban transeúntes inquietos, andrajosos, vestidos con pingos mugrientos y familiares de mañanas sombrías. Pero la miseria sólo escandalizaba a los ricos. Y Karim no se percataba de la pobreza que lo ensuciaba todo en esa ciudad, desde el material más ínfimo hasta los profundos surcos de los rostros.
Guardaba, por el contrario, recuerdos emocionados de su adolescencia. El tiempo de lo punk, del No Future. Trece años. Los primeros colegas. Las primeras chavalas. Paradójicamente, Karim encontró, en la soledad y el tormento de la pubertad, razones para amar y compartir. Después de su infancia huérfana, el período de malestar adolescente fue para él como una segunda oportunidad de reencontrarse con el mundo exterior donde pudo abrirse a los demás. Hoy Karim recordaba todavía aquella época con una nitidez cristalina. Las largas horas en las cervecerías, abriéndose paso a codazos hasta las máquinas pinball, riendo con los colegas. Las ensoñaciones infinitas, pensando con un nudo en la garganta en alguna preciosidad entrevista en los escalones del instituto.
Pero los extrarradios también ocultaban su juego. Abdouf había sabido siempre que Nanterre era triste, sin horizonte. Descubrió que la ciudad era además violenta y mortal.
Un viernes por la noche apareció una pandilla en la cafetería de la piscina, que entonces hacía horario nocturno. Sin una palabra, rompieron la cara del patrón a puntapiés y botellazos. Una vieja historia de acceso denegado, de cervezas no pagadas, ya no se sabía. Nadie se había movido. Pero los gritos ahogados del hombre bajo el mostrador se inscribieron con líneas de resonancia en los nervios de Karim. Aquella noche se lo explicaron. Nombres, lugares, rumores. El árabe entrevió entonces otro mundo cuya existencia no sospechaba. Un mundo poblado de seres violentos, de barrios inaccesibles, de tipos asesinos. En otra ocasión, justo antes de un concierto en la calle de la Ancienne-Mairie, una pelea se convirtió en una matanza. Los clanes se habían desenfrenado una vez más. Karim vio tipos con la cara destrozada rodando por el asfalto, muchachas con los cabellos empapados de sangre protegiéndose bajo los coches.
El inmigrante crecía y ya no reconocía su ciudad. Se levantaba un mar de fondo. Se hablaba con admiración de Víctor, un camerunés que se chutaba en los tejados de los barrios. De Marcel, un granuja sifilítico, con una peca azul tatuada en la frente, a lo indio, condenado varias veces por violencia contra los polis. De Jamel, de Saïd, que habían atracado la caja de ahorros. A veces Karim los veía a la salida de la escuela. Le impresionaba su altivez, su nobleza. No eran seres vulgares, incultos y groseros, sino individuos con clase, elegantes, de mirada inquieta y gestos estudiados.
Escogió su bando. Empezó por robar radios de coche, después automóviles, y consiguió una independencia financiera. Frecuentó al Negro opiómano, a los «hermanos» ladrones, y sobre todo a Marcel. Un individuo errante, terrible, brutal, que se drogaba de la mañana a la noche pero que también poseía una mirada, una distancia frente al arrabal que fascinaba a Karim. Marcel, con el pelo al rape y oxigenado, llevaba chalecos de piel y escuchaba las Rapsodias húngaras de Liszt. Vivía en casas «okupas» y leía a Blaise Cendrars. Llamaba a Nanterre «el pulpo» y se inventaba, Karim lo sabía, toda una red de coartadas y análisis para explicar su decadencia futura, ineluctable. Paradójicamente, este ser de los arrabales demostraba a Karim que existía otra vida más allá de la periferia.
Entonces el inmigrante se juró acceder a ella.
Sin abandonar sus robos, trabajó como un forzado en el instituto, cosa que nadie comprendió. Se matriculó en el curso de boxeo tailandés, para protegerse de sí mismo y de los demás, porque a veces le asaltaban accesos de furor incontrolables. A partir de entonces su destino fue una cuerda tensa sobre la cual caminaba en equilibrio. A su alrededor los fangos negros de la delincuencia y de la droga lo absorbían todo. Karim tenía diecisiete años. De nuevo, la soledad. El silencio a su alrededor cuando cruzaba la sala de la asociación o cuando tomaba café en el bar del instituto junto a las máquinas pinball. Nadie osaba meterse con él. En esa época ya había sido seleccionado para los campeonatos regionales de boxeo tailandés. Todos sabían que Karim Abdouf era capaz de romperles la nariz de un golpe de talón sin apartar las manos del mostrador de cinc. También se murmuraban otras historias: reyertas, trapicheos, movidas increíbles.
La mayoría de estos rumores eran falsos, pero aseguraban una relativa tranquilidad a Karim. El joven alumno de instituto aprobó el bachillerato con una nota de «bien». Recibió las felicitaciones del director y comprendió, con sorpresa, que el hombre autoritario también tenía miedo de él. El árabe se matriculó en la Facultad de Derecho. Siempre en Nanterre. En ese momento robaba dos coches por mes. Conocía varios talleres, y los alternaba. Era sin duda el único inmigrante de la ciudad que no había sido nunca arrestado, ni siquiera molestado por la poli. Y aún no había probado ni una sola dosis de droga, de ningún tipo.
A los veintiún años, Karim obtuvo su título de Derecho. ¿Qué hacer ahora? Ningún abogado aceptaría como pasante a un joven moro de un metro ochenta y cinco, delgado como un huso y que llevaba perilla, trenzas de rasta y una fila de pendientes. De una u otra forma, Karim acabaría en el paro y volvería al punto de partida. Antes morir. ¿Seguir robando coches? Lo que más le gustaba a Karim eran las horas secretas de la noche, el silencio de los aparcamientos, las llamaradas de adrenalina que le asaltaban cuando inutilizaba los sistemas de seguridad de los BMW. Sabía que nunca podría renunciar a esta existencia oculta, aguda, tejida de riesgos y de misterio. Sabía también que un día u otro la suerte acabaría por cambiar.
Entonces tuvo una revelación: se convertiría en poli. Evolucionaría en el mismo universo oculto, pero al abrigo de leyes que despreciaba, a la sombra de un país sobre el que escupía con todas sus fuerzas. Desde sus años más jóvenes, Karim había retenido la lección: no tenía origen, ni patria, ni familia. Sus leyes eran sus propias leyes, su país era su propio espacio vital.
A su regreso del ejército, se matriculó en la escuela superior de inspectores de la policía nacional de Cannes-Écluse, cerca de Montereau, en régimen de interno. Por primera vez abandonaba su feudo de Nanterre. Sus resultados fueron inmediatamente excepcionales. Karim poseía aptitudes intelectuales superiores a la media y, sobre todo, conocía como nadie el comportamiento de los delincuentes, las leyes de las bandas, de la zona. Se convirtió asimismo en tirador de primera clase y su dominio del combate sin armas se incrementó. Era maestro en el arte del boxeo tailandés, quintaesencia del combate cuerpo a cuerpo que incluía lo más peligroso de las artes marciales y de los deportes de lucha de toda índole. En las filas de los aprendices de poli se le detestaba por instinto. Era árabe. Era orgulloso. Sabía luchar y se expresaba mejor que la mayoría de sus colegas, perdedores indecisos inscritos en las filas de la policía para escapar del paro.
Al cabo de un año, Karim terminó su formación con cursillos en el seno de varias comisarías parisienses. Siempre la misma zona, la misma miseria, pero esta vez en París. El joven aprendiz se instaló en un cuarto del barrio de las Abadesas. Confusamente, comprendió que estaba salvado.
Sin embargo, no había quemado los puentes con sus orígenes. Volvía a Nanterre con regularidad y pedía noticias. El desastre estaba en marcha. Habían encontrado a Víctor sobre el tejado de un inmueble de dieciocho pisos, acurrucado como un fetiche de marabú, con una jeringa plantada en el escroto. Sobredosis. Hassan, un batería cabila, rubio e inmenso, se había saltado los sesos con un fusil de caza. Los «hermanos ladrones» estaban encarcelados en Fleury-Mérogis. Y Marcel había caído definitivamente en la heroína.
Karim veía ir a la deriva a sus amigos y veía surgir con terror el último mar de fondo. El sida aceleraba ahora el proceso de destrucción. Los hospitales, antes llenos de obreros agotados, de viejos enfermos, se poblaban ahora de muchachos condenados de encías negras, piel manchada, órganos roídos. Así vio desaparecer a la mayor parte de sus colegas. Vio el mal ganar en potencia, en extensión, y aliarse después con la hepatitis C para diezmar las filas de su generación. Karim retrocedió, con el miedo en las tripas.
Su ciudad se moría.
En junio de 1992 obtuvo su título. Con las felicitaciones del jurado, unos horteras con anillos de sello que sólo le inspiraban piedad y condescendencia. Pero había que celebrarlo. El magrebí compró champán y se dirigió a Fontenelles, el barrio de Marcel. Aún hoy recordaba el menor detalle de aquella tarde. Llamó a su puerta. Nadie. Interrogó a los chiquillos de abajo y después recorrió los rellanos del inmueble, los terrenos de footing, los vertederos de papeles viejos… Nadie. Corrió así hasta la noche. En vano. A las diez Karim fue al hospital de la Maison de Nanterre, servicio de serología… Hacía dos años que Marcel era seropositivo. Atravesó las tempestades de éter, afrontó los rostros enfermos, interrogó a los médicos. Vio la muerte en activo, contempló los progresos atroces de la infección.
Pero no encontró a Marcel.
Cinco días después se enteró de que habían encontrado el cuerpo de su amigo en el fondo de un sótano, con las manos quemadas, la cara llena de cortes, las uñas retorcidas con un taladro. Marcel había sido torturado hasta la muerte, antes de ser rematado con un tiro de escopeta en la garganta. Karim no se extrañó de la noticia. Su amigo consumía demasiado y adulteraba las dosis que vendía. Su comercio se había convertido en una carrera contra la muerte. Por casualidad, el policía recibió el mismo día su placa de inspector, tricolor y resplandeciente. Vio una señal en esta coincidencia. Se retiró a la sombra y sonrió al pensar en los asesinos de Marcel. Aquellos cerdos no podían prever que Marcel tenía un amigo policía. Tampoco podían prever que ese poli no vacilaría en matarlos en nombre de un pasado superado y de la convicción profunda de que, mierda, no, la vida no podía ser tan asquerosa.
Karim inició la búsqueda.
En pocos días obtuvo el nombre de los matones. Los habían visto con Marcel poco antes del presunto momento del asesinato. Thierry Kalder, Éric Masuro, Antonio Donato. El joven magrebí sufrió un desengaño: se trataba de tres drogadictos de poca monta que sin duda habían querido arrancar a Marcel el lugar donde escondía su droga. Karim se informó con más precisión: ni Kalder ni Masuro habían podido torturar a Marcel. No eran lo bastante drogatas. Donato era el culpable. Extorsiones y violencias a muchachos. Proxenetismo de menores alrededor de los astilleros. Drogado hasta la médula.
Karim decidió que su sacrificio bastaría como venganza.
Tenía que actuar aprisa: los polis de Nanterre que le habían facilitado estos datos buscaban también a los hijos de puta. Karim se lanzó a las calles. Era de Nanterre, conocía los barrios, hablaba la lengua de los chicos. En un solo día localizó a los tres drogadictos. Estaban instalados en un inmueble ruinoso, cerca de uno de los puentes de autopista de la Universidad de Nanterre. Un lugar que esperaba su destrucción vibrando bajo el fragor de los coches que pasaban a varios metros de las ventanas.
Se dirigió a mediodía al inmueble en ruinas, haciendo caso omiso del estruendo de la autopista y el sol abrasador de junio. Unos niños jugaban en el polvo. Miraron fijamente al individuo alto con aires de rasta que entraba en el edificio devastado.
Karim cruzó el vestíbulo de buzones destrozados, subió la escalera de cuatro en cuatro y percibió, a través del ruido de los coches, el ritmo significativo de la música rap. Sonrió al reconocer A Tribe Called Quest, un álbum que él ya escuchaba hacía varios meses. Hundió la puerta de un puntapié y dijo simplemente: «Policía». Una descarga de adrenalina afluyó a sus venas. Era la primera vez que ejercía de poli sin miedo.
Los tres individuos se quedaron estupefactos. El apartamento estaba lleno de escombros, los tabiques habían sido arrancados, las tuberías sobresalían por todas partes, un televisor ocupaba el centro de un colchón reventado. Un modelo Sony último grito, sin duda robado la noche anterior. En la pantalla, una película porno desplegaba sus carnes macilentas. El ventilador zumbaba en un rincón, agitando el polvo del yeso.
Karim sintió su cuerpo desdoblarse y flotar en la habitación. Vio por el rabillo del ojo radios de coche amontonados al fondo. Vio los saquitos de polvo rotos sobre una caja de cartón puesta boca abajo. Vio una escopeta de aire comprimido entre las cajas de cartuchos. Reconoció enseguida a Donato gracias a la foto antropométrica que llevaba en el bolsillo, una figura pálida de ojos claros, huesos prominentes y cicatrices. Después los otros dos, acurrucados en su esfuerzo por salir de sus sueños químicos. Karim aún no había desenfundado el arma.
– Kalder, Masuro, desapareced.
Los dos hombres se estremecieron al oír su nombre. Titubearon, se lanzaron una mirada prolongada y se escurrieron hacia la puerta. Quedaba Donato, temblando como un ala de insecto. De repente se arrojó sobre el fusil. Karim le aplastó la mano en el momento en que aferraba la culata y le propinó un puntapié en la cara -llevaba zapatos con puntas de hierro- sin soltar su otro talón. La articulación del brazo crujió. Donato profirió un grito ronco. El poli agarró al hombre y lo acorraló contra un colchón viejo. El ritmo sordo de A Tribe Called Quest continuaba.
Karim desenfundó su automática, que llevaba en una funda con cierre de velero, a la izquierda, y metió su mano armada en una bolsa de plástico transparente, un polímero ignífugo, que había llevado consigo. Apretó los dedos sobre la culata cuadriculada. El individuo levantó la vista.
– ¿Qué… qué haces, cabrón?
Karim hizo subir una bala al cañón y sonrió.
– Los casquillos, tío. ¿No lo has visto nunca en los telefilmes? Es esencial no dejar los casquillos…
– Pero, ¿qué quieres? ¿Eres un poli? ¿Estás seguro de ser un poli?
Karim marcó la cadencia con la cabeza y por fin dijo:
– Vengo de parte de Marcel.
– ¿Quién?
El poli leyó incomprensión en la mirada del individuo. Vio que el espagueti no recordaba al hombre que había torturado hasta la muerte. Vio que en la memoria del drogadicto, Marcel no existía ni había existido nunca.
– Pídele perdón.
– ¿Qué… qué?
La luz del sol goteaba por la cara reluciente de Donato. Karim apuntó el arma envuelta en plástico.
– ¡Pide perdón a Marcel!
El hombre supo que iba a morir y chilló:
– ¡Perdón! ¡Perdón, Marcel! ¡Mierda! ¡Te pido perdón, Marcel! Yo…
Karim le disparó dos veces a la cara.
Recuperó las balas en las fibras calcinadas del colchón, se metió los casquillos ardientes en el bolsillo y salió sin volverse.
Presentía que los otros dos tipos iban a presentarse con refuerzos. Esperó unos minutos en el vestíbulo de entrada y entonces vio a Kalder y Masuro llegar a paso de carga, acompañados de otros tres zombis. Entraron en el edificio por las puertas bamboleantes. Antes de que pudieran reaccionar Karim apareció frente a ellos y acorraló a Kalder contra los buzones. Blandió su arma y gritó:
– Si hablas, estás muerto. Si me buscas, estás muerto. Si me matas, es cadena perpetua. ¡Soy poli, cabrón de mierda! Poli, ¿has comprendido?
Tiró al hombre al suelo de un empujón y salió al sol, aplastando cascos de cristal bajo sus pasos.
Fue así como Karim dijo adiós a Nanterre, la ciudad que se lo había enseñado todo.
Unas semanas más tarde el joven inmigrante telefoneó a la comisaría de la plaza de la Boule a propósito de la investigación. Le explicaron lo que ya sabía. Habían matado a Donato, a priori con dos balas de calibre 9 mm parabellum, pero no se habían encontrado ni las balas ni los casquillos. En cuanto a los dos comparsas, habían desaparecido. Caso archivado. Para los polis. Para Karim.
El árabe había pedido entrar en la BRI, Quai des Orfévres, especializada en vigilancia, delitos flagrantes y asaltos. Pero sus resultados actuaron contra él. Le propusieron a cambio la Sexta División -la brigada antiterrorista-, a fin de infiltrarse en los integristas islámicos de los barrios calientes. Los polis árabes eran demasiado raros para no aprovecharse de uno. Se negó. No era cuestión de jugar a los polis, ni siquiera con asesinos fanáticos. Karim quería recorrer el reino de la noche, perseguir a los asesinos, enfrentarse a ellos en su propio terreno y surcar ese mundo paralelo al cual pertenecía. No apreciaron su negativa. Unos meses después, Karim Abdouf, número uno de su promoción en la escuela de policía de Cannes-Écluse, homicida desconocido de un drogadicto psicópata, fue trasladado a Sarzac, en el departamento del Lot.
El Lot. Una región donde los trenes ya no se detenían. Una región donde los pueblos fantasma surgían tras un recodo de la carretera, como flores de piedra. Un país de cavernas donde incluso el turismo estaba destinado a los trogloditas: gargantas, precipicios, pinturas rupestres… La región era un insulto a la identidad de Karim. Él era un árabe, un hombre de las calles, y nada podía estar más lejos de él que este maldito pueblo provinciano.
A partir de entonces dio comienzo una cotidianidad lastimosa. Karim tuvo que afrontar jornadas mortales, marcadas por misiones irrisorias. Hacer el parte de un accidente de carretera, detener a un ladrón en un centro comercial, pillar a un carterista en los lugares turísticos…
El joven inmigrante empezó entonces a vivir sus sueños. Se procuró las biografías de los grandes polis. Iba siempre que podía a las bibliotecas de Figeac o de Cahors para coleccionar artículos de prensa sobre investigaciones, sucesos, cualquier cosa que le recordara su verdadera profesión de policía. Se procuró asimismo viejos best-séllers, memorias de gángsters… Se suscribió a las revistas de profesionales de la policía, a revistas especializadas en armas, en balística, en nuevas tecnologías. Todo un mundo de papel en el cual Karim se sumergió poco a poco.
Vivía solo, dormía solo, trabajaba solo. En la comisaría, sin duda una de las más pequeñas de Francia, era temido y detestado a la vez. Sus colegas le llamaban Cleopatra a causa de sus trenzas. Le creían integrista porque no bebía alcohol. Le atribuían costumbres extrañas porque siempre rechazaba, durante las patrullas nocturnas, el desvío obligado a casa de Sylvie.
Aislado en su soledad, Karim contaba los días, las horas, los segundos, y podía pasar fines de semana enteros sin abrir la boca.
Esta mañana de lunes salía de una de estas curas de silencio vividas casi totalmente en su estudio, con excepción del entrenamiento en el bosque, donde repetía incansablemente los gestos y los movimientos asesinos del boxeo tailandés antes de quemar algunos cargadores contra los árboles centenarios.
Llamaron a la puerta. Por reflejo, Karim miró su reloj de pulsera. 07.45. Fue a abrir.
Era Sélier, uno de los polis de guardia. Tenía una expresión glauca, entre la inquietud y el sueño. Karim no le invitó a una taza de té. Ni siquiera a tomar asiento. Preguntó:
– ¿Qué pasa?
El hombre abrió la boca pero no dijo nada. Un sudor graso le pegaba los cabellos bajo la gorra. Al final balbució:
– Es… la escuela. La escuela pequeña.
– ¿Qué?
– La escuela Jean-Jaurès. Han entrado en ella… esta noche.
Karim sonrió. La semana empezaba a toda velocidad. Jóvenes gamberros del pueblo vecino habían destrozado la escuela primaria por el mero placer de arrasar el mundo.
– ¿Han armado mucho escándalo? -preguntó Karim mientras se vestía.
El policía de uniforme hizo una mueca al ver la ropa que se ponía Karim. Camiseta, vaqueros, sudadera con capucha y cazadora de cuero marrón, un modelo de los años cincuenta. Balbució:
– No, de eso se trata. Es una buena faena.
Karim se anudó los cordones de las botas montantes.
– ¿Una buena faena? ¿Qué quieres decir?
– No es obra de los jóvenes… Han entrado en la escuela con ganzúas. Y han tomado muchísimas precauciones. Ha sido precisamente la directora quien ha observado algunos detalles extraños, si no…
El moro se levantó.
– ¿Qué han robado?
Sélier silbó y se pasó el índice por debajo del cuello:
– Esto es todavía más extraño. No han robado nada.
– ¿En serio?
– En serio. Sólo han entrado en una sala y después… parece ser que se han marchado…
Durante un breve instante, Karim se observó reflejado en los cristales. Las trenzas le caían al sesgo a ambos lados de las sienes, el rostro estrecho y oscuro se alargaba en una barba de chivo. Se ajustó el bonete tejido con los colores jamaicanos y sonrió a su imagen. Un Diablo. Un Diablo surgido del Caribe. Se volvió hacia Sélier.
– ¿Y por qué vienes a buscarme a mí?
– Crozier aún no ha vuelto del fin de semana. Entonces Dussard y yo hemos pensado que… en fin, que tú… Es preciso que lo veas, Karim, yo…
– Está bien. Vamos.
El sol salía sobre Sarzac. Un sol de octubre, tibio y pálido como una mala convalecencia. Karim seguía al coche patrulla en su viejo Peugeot. Atravesaron el pueblo muerto que aún exhibía a esa hora los fulgores blanquecinos de los fuegos fatuos.
Sarzac no era un pueblo antiguo ni una ciudad moderna. Se extendía por una larga planicie donde desperdigaba sus inmuebles o caserones entre dos edades, sin ningún signo particular. Sólo el centro de la localidad presentaba un ligero carácter propio: un pequeño tranvía lo atravesaba de parte a parte, a lo largo de viejas calles empedradas. Cada vez que pasaba por allí, Karim pensaba en Suiza o Italia, sin saber demasiado por qué. No conocía ninguno de los dos países.
La escuela Jean-Jaurés estaba situada en el extremo este, en el núcleo de los barrios pobres, cerca de la zona industrial de la ciudad. Karim llegó a un conjunto de edificios azules y marrones, todos de aspecto miserable, que le recordaban los barrios de su infancia. La escuela se levantaba al final de una rampa de hormigón que dominaba una carretera de asfalto llena de fisuras.
En la escalinata les esperaba una mujer, oculta bajo un cárdigan oscuro. La directora. Karim la saludó y se presentó. La mujer le saludó con una sonrisa sincera y eso le sorprendió. En general solía despertar desconfianza. Karim agradeció mentalmente a la mujer su espontaneidad y la examinó en pocos segundos. Su rostro era liso como un estanque, con grandes ojos verdes flotando encima como dos nenúfares.
Sin comentarios, la directora le pidió que la siguiera. El edificio seudomoderno parecía no haber sido terminado nunca. O bien hallarse en un estado de restauración indefinida. Los pasillos, muy bajos de techo, estaban hechos con paneles de poliestireno, algunos de ellos mal ajustados. La mayoría habían sido recubiertos de dibujos infantiles, esbozados sobre papel o pintados directamente sobre la pared. Pequeñas perchas se alineaban a la altura de los alumnos. Todo estaba desordenado. Karim tenía la sensación de moverse en una caja de zapatos que hubieran aplastado con el pie.
La directora se detuvo ante una puerta entornada. Murmuró con voz misteriosa:
– Es la única sala donde han entrado.
Empujó la puerta con precaución. Entraron en una oficina que se parecía más a una sala de espera. Armarios de vitrina albergaban numerosos registros y libros escolares. Una cafetera remataba un pequeño frigorífico. Un escritorio de madera de roble de imitación estaba sepultado bajo plantas verdes que se bañaban en platos llenos de agua. Toda la habitación olía a tierra empapada.
– Como ve -dijo la mujer señalando una de las vitrinas-, han abierto este armario. Son nuestros archivos. Pero a primera vista no han robado nada. Ni siquiera han tocado nada.
Karim se arrodilló y observó la cerradura de la vitrina. Diez años de robos con violencia y robos de coches le habían forjado una sólida experiencia en estos delitos. No cabía duda de que el intruso que había manipulado esta cerradura era un experto. Karim estaba estupefacto: ¿por qué un profesional habría ido a robar a una escuela primaria de Sarzac? Cogió uno de los registros y lo hojeó brevemente. Listas de nombres, comentarios de profesores, cartas administrativas… Cada volumen correspondía a un año distinto. El teniente se irguió.
– ¿Nadie ha oído nada?
– Verá, la escuela no está realmente vigilada -respondió la mujer-. Hay una portera pero, francamente…
Karim seguía observando el armario acristalado, forzado con suavidad.
– ¿Cree que el robo se ha producido en la noche del sábado o del domingo?
– Vaya usted a saber. Durante el fin de semana nuestra pequeña escuela es un auténtico cementerio. No hay nada que robar aquí.
– Muy bien -concluyó-. Será preciso que pase por la comisaría central para prestar declaración.
– Es usted un infiltrado, ¿verdad?
– ¿Cómo dice?
La directora observaba a Karim con atención. Explicó:
– Quiero decir: su vestimenta, su aspecto… Se mezcla con las bandas de las ciudades y…
Karim se echó a reír.
– Las bandas no vienen por aquí.
La directora hizo caso omiso de la observación y continuó, en un tono de experta:
– Sé cómo funciona lo suyo. He visto un documental sobre el tema. Los tipos como usted llevan chaquetas reversibles, marcadas con las siglas de la policía nacional y…
– Señora… -interrumpió Karim-. Verdaderamente, usted sobrestima su pequeña ciudad.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. La directora le alcanzó:
– ¿No busca indicios? ¿Huellas?
Karim replicó:
– Creo que, habida cuenta de la gravedad del asunto, nos contentaremos con tomar su declaración y dar una pequeña vuelta por el barrio.
La mujer pareció decepcionada. Miró de nuevo con atención a Karim.
– No es usted de la región, ¿verdad?
– No.
– ¿Qué ha hecho para estar aquí?
– Es una larga historia. Uno de estos días, es posible que vuelva para contársela.
Fuera, Karim se reunió con los policías de uniforme, que fumaban con el puño cerrado con miradas de colegiales cogidos in fraganti. Sélier salió del furgón.
– Teniente, caramba, hay una nueva historia.
– ¿Qué?
– Otro robo. Desde que estoy aquí, nunca…
– ¿Dónde?
Sélier vaciló y miró a sus colegas. Su aliento raspaba bajo su bigote.
– Yo… En el cementerio. Han entrado en un panteón.
Las tumbas y las cruces diseminadas por una ligera pendiente variaban entre los tonos grises y verdes como brillantes cinceladuras de liquen bajo el sol. Detrás de la verja, el joven árabe respiró el perfume del rocío y de las flores mustias.
– Esperadme aquí -masculló a sus colegas.
Karim se puso unos guantes de látex diciéndose que Sarzac se acordaría mucho tiempo de semejante lunes.
Esta vez pasó por su estudio para recoger su equipo «científico»: una caja que contenía polvos de aluminio y granito, adhesivos y ninhidrina para descubrir las huellas digitales, así como elastómero para sacar un molde de posibles huellas de pasos… Había decidido descubrir el menor indicio con precaución.
Siguió las avenidas de grava que conducían al panteón profanado, cuyo emplazamiento le habían descrito. Por un breve instante había temido una verdadera profanación, del estilo de las que ocurrían en Francia desde hacía varios años, según una moda macabra. Cráneos de muertos y fiambres mutilados. Pero no: allí estaba todo en perfecto orden. Los profanadores no habían tocado nada, excepto el panteón. Karim se acercó al bloque de granito: un monumento en forma de capilla.
La puerta sólo estaba entornada. Se arrodilló y observó la cerradura. Como en la pequeña escuela, los ladrones habían hecho gala de un esmero particular. El policía acarició la arista de la pared y decidió que también se trataba de profesionales. ¿Los mismos?
Abrió más la puerta e intentó imaginar la escena. ¿Por qué los intrusos habían tomado tantas precauciones para abrir una sepultura y se habían ido sin volverla a cerrar? El teniente accionó varias veces el panel de piedra y comprendió: bajo la arista se había deslizado un poco de grava, haciendo mover el marco. Imposible ahora echar el cerrojo al panteón. Estos pequeños fragmentos minerales eran lo que revelaba el paso de los profanadores.
El poli escrutó después el sistema de clavijas de piedra que componía la cerradura. Una estructura sin duda habitual en esta clase de construcción, pero que sólo los especialistas podían conocer. El policía reprimió un escalofrío: ¿especialistas? Karim se preguntó otra vez si era realmente el mismo equipo el que había entrado en la escuela primaria y el cementerio. ¿Cuál podía ser la relación entre los dos hechos?
La estela le facilitó un principio de respuesta. La inscripción funeraria indicaba: «Jude Itero. 23 mayo 1972-14 agosto 1982». Karim reflexionó. Tal vez aquel niño había cursado sus estudios en la escuela Jean-Jaurès. Miró de nuevo la placa funeraria: ningún epitafio, ninguna oración. Sólo un pequeño marco ovalado, en plata vieja, clavado sobre el mármol. Pero en el interior no había ningún retrato.
– Es un nombre de niña, ¿no?
Karim se volvió: Sélier estaba allí de pie, con sus zapatones y su aire pasmado. El teniente contestó con desdén:
– No, es masculino.
– ¿Pero es inglés?
– No, judío.
Sélier se secó la frente.
– Vaya, ¿es una profanación como la de Carpentras? ¿Una historia de la extrema derecha?
Karim se enderezó y se frotó las manos enguantadas.
– No, no lo creo. Anda, ve a esperarme en el portal, con los otros.
Sélier se fue refunfuñando, con la gorra levantada. Karim le miró alejarse y luego observó otra vez la puerta entreabierta.
Se decidió por una pequeña zambullida bajo tierra. Avanzó, encorvado bajo el nicho, encendiendo la linterna. Bajó los escalones mientras el polvo crujía bajo sus pasos. Tenía la sensación de violar un tabú ancestral. Pensó que carecía de toda convicción religiosa y al instante se felicitó por ello. El haz halógeno ya cortaba la oscuridad. Karim avanzó un poco más y después se paró en seco. El pequeño ataúd de madera clara, colocado sobre dos caballetes, se recortaba en el rayo de la linterna.
Con la garganta seca, Karim se acercó y examinó el ataúd. Medía alrededor de un metro sesenta. Sus esquinas estaban coronadas por entorchados y arabescos de plata. El conjunto parecía en buen estado, pese a las humedades. Palpó las junturas, pensando que sin guantes nunca se habría atrevido a tocar el féretro. Se reprochó sentir semejante temor. A primera vista, la tapa no había sido abierta. Sostuvo la linterna entre los dientes para realizar un examen más profundo de los tornillos. Pero una voz resonó más arriba:
– ¿Qué diablos hace aquí?
Karim se sobresaltó. Abrió la boca y se le cayó la linterna, que rodó bajo la madera del ataúd. Las tinieblas se abatieron sobre él cuando se volvió. Un hombre se asomaba -hombros bajos y gorra plana- por la abertura. El moro buscó a tientas la linterna por el suelo. Murmuró:
– Policía. Soy teniente de policía.
El hombre de arriba no dijo nada, pero luego gruñó de repente:
– No tiene derecho a estar aquí.
El policía alumbró el suelo y volvió hacia los escalones. Miró con fijeza al tipo gordo y ceñudo, encuadrado por la cortina de claridad. Sin duda el guarda del cementerio. Karim sabía que estaba cometiendo una infracción. Incluso en un caso semejante, hacía falta una autorización escrita, firmada por la familia, o una orden específica para penetrar en una sepultura. Subió los peldaños y dijo:
– Apártese. Ya subo.
El hombre se hizo a un lado. Karim bebió la luz como un elixir de vida. Presentó su carné tricolor y declaró:
– Karim Abdouf. Comisaría de Sarzac. ¿Es usted quien ha descubierto la profanación?
El hombre guardó silencio. Escrutaba al árabe con sus pupilas incoloras: burbujas de aire en agua gris.
– No tiene derecho a estar aquí.
Karim asintió distraídamente. El aire matinal barrió su malestar.
– Vamos, amigo. No discuta. Los polis siempre tienen razón.
El anciano frunció los labios erizados de pelos de barba. Apestaba a alcohol y a barro húmedo. Karim continuó:
– Está bien. Dígame lo que sepa. ¿A qué hora ha descubierto esto?
El viejo suspiró.
– He venido a las seis. Tenemos un entierro esta mañana.
– ¿Cuándo fue la última vez que pasó por aquí?
– El viernes.
– ¿De manera que han podido abrir el panteón en cualquier momento durante este fin de semana?
– Sí. Aunque me inclino a creer que ha sido esta misma noche.
– ¿Por qué?
– Porque llovió el domingo por la tarde y no hay restos de humedad en el panteón… De modo que la puerta aún debía de estar cerrada.
Karim interrogó:
– ¿Vive usted cerca de aquí?
– Nadie vive cerca de aquí.
El árabe lanzó una mirada en derredor del pequeño cementerio, que respiraba calma y serenidad.
– ¿Han venido alguna vez vagabundos por estos parajes? -inquirió.
– No.
– ¿Nunca se ven visitantes sospechosos? ¿Vandalismo? ¿Ceremonias ocultas?
– No.
– Hábleme de esta tumba.
El guardián escupió a la grava.
– No hay nada que decir.
– Un panteón para un niño solo. Es extraño, ¿no?
– Sí, es extraño.
– ¿Conoce a los padres?
– No. No los he visto nunca.
– ¿No estaba usted aquí en 1982?
– No. Y el tipo que me precedió está muerto -dijo el hombre con una sonrisita sarcástica-. Es natural que también nos ocurra a nosotros…
– El panteón parece cuidado.
– No he dicho que no venga nadie. He dicho que no los conozco. Tengo experiencia. Sé con qué rapidez se gastan las piedras. Sé cuánto duran las flores, aunque sean de plástico. Sé cómo vienen las zarzas, las malas hierbas, todas esas porquerías. Puedo decir que vienen a menudo a cuidar este panteón. Pero nunca he visto a nadie.
Karim volvió a reflexionar. Se arrodilló de nuevo y observó el pequeño marco en forma de camafeo. Entonces se dirigió al guarda sin levantar la vista:
– Tengo la impresión de que los saqueadores han robado el retrato del muchacho.
– ¡Ah! Puede ser, sí.
– ¿Recuerda su cara? ¿La cara del niño?
– No.
Karim se enderezó y concluyó, quitándose los guantes:
– Un equipo científico vendrá más tarde para tomar las huellas y los posibles indicios. Anule la ceremonia de esta mañana. Diga que están de obras, que ha habido un escape de agua o algo parecido. No quiero que nadie se persone aquí el día de hoy, ¿entendido? Y sobre todo, ningún periodista.
El viejo asintió mientras Karim ya caminaba hacia el portal.
A lo lejos, una campana desgarradora daba las nueve.
Antes de ir a la comisaría a redactar su informe, Karim optó por un nuevo desvío hacia la institución escolar. El sol proyectaba ahora rayos de cobre contra las aristas de las casas. El poli se dijo una vez más que el día iba a ser espléndido y ese pensamiento banal le provocó una náusea.
Cuando llegó a la escuela, interrogó a la directora:
– ¿Estudió aquí en los años ochenta un niño llamado Jude Itero?
La mujer se mostró melindrosa, jugando con las mangas anchas de su cárdigan:
– ¿Ya tiene una pista, inspector?
– Por favor, respóndame.
– Bueno… habría que buscarlo en nuestros archivos.
– Pues, vamos. Enseguida.
La directora llevó de nuevo a Karim a la pequeña oficina de plantas verdes.
– ¿Los años ochenta, ha dicho? -preguntó, pasando un dedo por los registros amontonados detrás del cristal.
– 1982, 1981 y así sucesivamente -respondió Karim.
De pronto percibió un titubeo en la mujer.
– ¿Qué pasa?
– Es extraño. No me he percatado esta mañana…I
– ¿Qué?
– Los registros… Los del 81 y 82… Han desaparecido.
Karim apartó a la mujer y examinó el canto de los libros marrones, colocados en vertical. Cada libro llevaba la mención de un año. 1979, 1980… En efecto, faltaban los dos siguientes.
– ¿Qué hay exactamente en estos libracos? -preguntó Karim, hojeando uno de los ejemplares.
– La composición de las clases. Las observaciones de los maestros. Son los diarios de la escuela…
Cogió el registro de 1980 y consultó la composición de las clases.
– Si el niño tenía ocho años en 1980, ¿en qué clase debía estar?
– En el curso elemental 2. O incluso en el curso mediano I.
Karim leyó las listas correspondientes: no había ningún Jude Itero.
– ¿Hay otros documentos en la escuela relativos a las clases de los años 81 y 82?
La directora reflexionó.
– Bueno… Habría que ver arriba… Los registros del refectorio, por ejemplo. O los informes de las visitas médicas. Todo está guardado en el desván, sígame. Nadie va nunca allí arriba.
Subieron de cuatro en cuatro la escalera cubierta de linóleo. La mujer parecía muy alterada. Enfilaron un pasillo estrecho y llegaron a una puerta de hierro ante la cual la directora se quedó sobrecogida.
– Es… es increíble -dijo-. Esta puerta también ha sido forzada…
Karim observó la cerradura. Abierta, pero siempre con precaución. El policía dio unos pasos hacia el interior. Era una espaciosa buhardilla sin ventana, con excepción de un tragaluz enrejado. Sobre unas estructuras de hierro descansaban montones de papeles e historiales. El olor de papel seco y polvoriento impresionó a Karim.
– ¿Dónde están los expedientes del 81 y 82? -preguntó.
Sin contestar, la directora se dirigió hacia una arcada y se atareó con los gruesos fajos de papel y los registros apretados. La operación sólo duró unos minutos, pero la mujer fue categórica.
– También han desaparecido.
Karim sintió hormiguear sus miembros. La escuela. El cementerio. Los años 81-82. El nombre de un muchachito: Jude Itero. Esos elementos formaban un conjunto.
– ¿Estaba ya en esta escuela en 1981?
La mujer hizo un mohín de coquetería.
– Vamos, inspector -murmuró-, yo aún era estudiante…
– ¿No pasó nada de particular en esta escuela en aquella época? ¿Algo grave de lo cual habría oído hablar?
– No. ¿Qué quiere decir?
– La muerte de un alumno.
– No. Nunca he oído hablar de una historia así. Pero podría informarme.
– ¿Dónde?
– En la delegación de nuestra región. Podría…
– ¿Le sería posible averiguar además si un niño llamado Jude Itero estudiaba en su escuela durante esos dos años?
La respiración de la directora era entrecortada.
– Pues, claro… No hay problema, inspector. Voy a…
– Dese prisa. Pasaré de nuevo dentro de un rato.
Karim bajó apresuradamente la escalera, pero se detuvo a medio camino y se volvió.
– Sólo una cosa para su cultura policial. Hoy en día los polis ya no decimos «inspector», sino «teniente». Como los americanos.
La directora abrió sus grandes ojos a la sombra que desaparecía.
Entre todos los polis del puesto, el jefe Crozier era el que Karim menos detestaba. No porque fuera su superior jerárquico, sino porque poseía una vasta experiencia y daba a menudo pruebas de una auténtica intuición policial.
Oriundo del Lot, antiguo militar, Henri Crozier, cincuenta y cuatro años, pertenecía a la policía francesa desde hacía una veintena de años. De nariz aplastada, mechones engominados, como peinados con rastrillo, reflejaba rigor y dureza, pero su humor podía también aflorar con una bondad desconcertante. Crozier era un individuo solitario. No tenía esposa ni hijos e imaginarlo en el centro de un hogar era una idea de ciencia ficción. Esa soledad le acercaba a Karim, pero era su único punto en común. Aparte de esto, el jefe tenía todos los rasgos del poli de pocas entendederas. La clase de sabueso que habría querido reencarnarse en un pastor alemán.
Karim llamó y entró en la oficina. Archivos metálicos. Olor de tabaco perfumado. Pósters a la gloria de la policía francesa, siluetas inmóviles y mal fotografiadas. El árabe sufrió otra náusea.
– ¿Qué es este follón? -preguntó Crozier sentado detrás de su mesa.
– Un robo y una profanación. Hechos con discreción, con esmero. Y muy extraños.
Crozier hizo una mueca:
– ¿Qué han robado?
– En la escuela, unos registros. En el cementerio, no lo sé. Habría que practicar un registro minucioso en el interior del panteón donde…
– ¿Crees que hay relación entre los dos golpes?
– ¿Cómo no creerlo? Dos robos en el mismo fin de semana en Sarzac. Para disparar las estadísticas.
– ¿Pero has descubierto alguna relación entre los dos casos?
Crozier rascó el fondo de una pipa negruzca. Karim sonrió para sí: la caricatura del comisario en las series negras de los años cincuenta.
– Es posible que tengan una relación, sí -murmuró-. Una relación tenue, pero…
– Te escucho.
– El panteón profanado es el de un niño de nombre original, Jude Itero. Desaparecido a la edad de diez años, en 1982. ¿Tal vez usted lo recordará?
– No. Continúa.
– Pues bien, los registros que han birlado los ladrones son de los años 81 y 82. He pensado que tal vez el pequeño Jude había estudiado en esa escuela y que se trataba precisamente de los años que…
– ¿Tienes elementos en que apoyar esta hipótesis?
– No.
– ¿Y has indagado en las otras escuelas?
– Todavía no.
Crozier sopló su pipa a la manera de Popeye. Karim se le acercó y le habló en su tono más suave:
– Déjeme llevar esta investigación, comisario. Presiento algo oscuro en ese asunto. Una relación entre estos elementos. Parece increíble, pero tengo la impresión de que el golpe es obra de profesionales. Buscaban algo. Encontremos primero a los padres del muchacho y después llevaré a cabo un registro minucioso del panteón. ¿De acuerdo?
El comisario, con los ojos bajos, llenaba ahora con aplicación su pipa oscura. Masculló:
– Es un golpe de los skins.
– ¿Cómo?
Crozier levantó los ojos hacia Karim.
– Te lo digo yo: lo del cementerio es un golpe de los cabezas rapadas.
– ¿Qué cabezas rapadas?
El comisario soltó una carcajada y se cruzó de brazos.
– Como ves, aún te falta aprender mucho sobre nuestra pequeña región. Son una treintena. Viven en un almacén abandonado, cerca de Caylus. Un antiguo almacén de agua mineral. A veinte kilómetros de aquí.
Abdouf reflexionó mientras observaba a Crozier. El sol brillaba sobre sus cabellos engrasados.
– Creo que se equivoca.
– Sélier me ha dicho que la tumba era judía.
– ¡En absoluto! Le he dicho simplemente que Jude era un nombre de origen judío. Esto no significa nada. El panteón no tiene ningún símbolo hebreo y los judíos prefieren ser inhumados allí donde está enterrada su familia. Comisario, este niño murió a la edad de diez años. En las tumbas hebreas hay siempre en estos casos un dibujo, un motivo que ilustra este destino interrumpido. Como un pilar incompleto o un árbol derribado. Esa sepultura es una sepultura cristiana.
– Un verdadero especialista. ¿Cómo sabes todo esto?
– Lo he leído.
Crozier repitió, imperturbable:
– Es un golpe de los skins.
– Es absurdo. No se trata de un acto racista. Ni siquiera es vandalismo. Los ladrones buscaban otra cosa…
– Karim -interrumpió Crozier en un tono amistoso en el que flotaba una ligera tensión-, siempre aprecio tus juicios y tus consejos. Pero aún soy yo quien manda. Confía en el viejo zorro. Hay que ahondar en la pista de los cabezas rapadas. Creo que una pequeña visita por tu parte nos permitiría saber a qué atenernos.
Karim se puso rígido y tragó saliva.
– ¿Solo?
– No me digas que temes a un par de jóvenes con el pelo muy corto.
Karim no respondió. A Crozier le gustaba este tipo de pruebas. A su juicio, eran a la vez una cabronada y una muestra de afecto. El teniente agarró los bordes de la mesa escritorio. Si Crozier quería jugar le haría jugar a fondo:
– Le propongo un trato, comisario.
– Adelante.
– Yo interrogo a los skins en solitario. Les sacudo un poco y redacto un informe antes de la una. A cambio, usted me obtiene la autorización de entrar en el panteón y de practicar un registro en toda regla. También quiero interrogar a los padres del pequeño. Hoy.
– ¿Y si son los skins los que han dado el golpe?
– No son los skins.
Crozier encendió la pipa. Su tabaco chisporroteó como un manojo de alfalfa.
– De acuerdo -murmuró Crozier.
– Después de lo de Caylus, ¿llevaré yo la investigación?
– Sólo si tengo tu informe antes de la una del mediodía. De todos modos, los del SRPJ se nos echarán encima muy pronto.
El joven policía se dirigió hacia la puerta. Tenía ya los dedos en la manilla cuando el comisario le recordó:
– Ya verás, estoy seguro de que a los skins les encantará tu estilo.
Karim dio un portazo bajo la risa del viejo veterano.
Un buen poli estaba obligado a conocer a fondo al enemigo. Todas sus caras, todos sus aspectos. Y Karim era insuperable en el tema de los skins. Desde la época de Nanterre se había enfrentado a ellos varias veces en luchas sin cuartel. En la escuela de inspectores les había dedicado un informe exhaustivo. Mientras conducía a toda velocidad en dirección a Caylus, el árabe pasó revista a sus conocimientos. Para él, un modo de evaluar sus posibilidades frente a los cerdos.
Rememoró sobre todo los uniformes de las dos tendencias. No todos los skins eran de extrema derecha. También estaban los Red Skins, de extrema izquierda. Multirraciales, superentrenados, con un código de honor, eran tan peligrosos como los neonazis, si no más. Pero frente a ellos, Karim tenía alguna posibilidad de salir indemne. Recapituló brevemente los atributos de cada uno. Los fachas llevaban su bomber, la cazadora del ejército del aire inglés, del derecho: del lado verde brillante. Los Reds, por el contrario, la llevaban del revés, del lado naranja refulgente. Los fachas ataban sus zapatos de descargador de muelle con cordones blancos o rojos. Los rojos, con amarillos.
Alrededor de las once, Karim se detuvo ante el edificio abandonado «Las aguas del valle». El almacén, con sus altas paredes de plástico ondulado, se confundía con el puro azul del cielo. Un DS negro estaba aparcado ante la puerta. Tras realizar algunos preparativos, Karim se apeó de un salto. La escoria debía de estar en el interior durmiendo la curda de cerveza.
Caminó hasta el almacén, esforzándose en respirar con lentitud, midiendo su realidad inmediata. Cazadoras verdes y cordones blancos o rojos: los fachas. Cazadora anaranjada y cordones amarillos: los rojos.
Sólo tenía una posibilidad de salir indemne.
Inspiró hondo e hizo deslizar la puerta por su raíl. No tuvo necesidad de mirar los cordones para saber dónde acababa de entrar. En las paredes había cruces gamadas, pintadas a pistola de color rojo. Siglas nazis bordeaban imágenes de campos de concentración y ampliaciones de argelinos torturados. Debajo, una horda de cabezas rapadas con cazadoras verdes le observaba. Las chapas de hierro de sus Doc Martins relucían en la sombra. Extrema derecha, tendencia dura. Karim sabía que todos esos individuos llevaban tatuadas dentro del labio inferior las letras SKIN.
Karim se concentró, adoptó la posición de lince y buscó sus armas con la mirada. Conocía el arsenal de esta clase de tarados: puños americanos, bates de béisbol y pistolas de balines. Los cerdos debían ocultar además en alguna parte escopetas de aire comprimido, cargadas de balas de caucho.
Lo que divisó le pareció mucho peor.
Unas birds, skins femeninas, exhibiendo cabezas rapadas o bien trencillas que les caían sobre la frente y largas mechas que se derramaban por las mejillas. Aves bien gordas, saturadas de alcohol, sin duda más violentas que sus parejas. Karim tragó saliva. Comprendió que no tenía que vérselas con un grupo de parados ociosos sino con una verdadera banda, sin duda escondidos allí en espera de un encargo violento. Vio disminuir a gran velocidad sus posibilidades de salir airoso del trance.
Una de las mujeres bebió un trago y abrió mucho la boca para eructar. A la salud de Karim. Las otras explotaron de risa. Todos eran de la talla del policía.
El árabe se concentró para hablar con voz alta y firme:
– Vale, tíos. Soy policía. He venido a haceros algunas preguntas.
Los tipos se acercaron. Poli o no poli, Karim era ante todo un moraco. ¿Y qué valía el pellejo de un moraco en un almacén repleto de semejantes fantoches? ¿Incluso a los ojos de un Crozier y de los otros policías? El joven teniente se estremeció. Durante una décima de segundo sintió que el universo se desplomaba bajo sus pies. Le dominó la sensación de tener contra él a toda una ciudad, a todo el país, a todo el mundo, quizás.
Karim desenfundó y blandió su automática hacia el techo. El gesto inmovilizó a los asaltantes.
– Repito: soy un poli y quiero jugar limpio.
Lentamente, depositó su arma sobre un barril oxidado. Los cabezas rapadas le observaban.
– Dejo la pistola aquí. Que nadie la toque mientras hablamos.
La automática de Karim era una Glock 21, uno de esos nuevos modelos de polímero ultraligero en un 70%. Quince balas en la culata y una en el cañón y visor fosforescente. Sabía que aquellos tipos no habían visto nunca una igual. Ya los tenía.
– ¿Quién es el jefe?
El silencio fue la única respuesta. Karim dio unos pasos y repitió:
– El jefe, amigo. No perdamos más tiempo.
El más alto se acercó, con todo el cuerpo dispuesto a saltar en una explosión de violencia. Tenía el acento áspero de la región.
– ¿Qué quieres de nosotros, rata?
– Olvidaré que me has llamado así, tío. Y hablaremos un momento.
El skin se acercaba, meneando la cabeza. Era más alto y más ancho que Karim. Pensó en sus trenzas y en el inconveniente que representaban: su peinado de rasta ofrecía un asidero ideal en caso de enfrentamiento. El skin seguía avanzando y meneando la cabeza. Con las manos abiertas como pulpos de metal. Karim no cedió ni un milímetro. Echó una ojeada a la derecha: los otros ya se aproximaban a su arma.
– Vamos a ver, moro de mierda, ¿qué vas a…?
El cabezazo salió como un obús. La nariz del skin se empotró en su rostro. El hombre se dobló, Karim giró sobre sí mismo y le soltó un golpe de talón en la glotis. El gamberro voló del suelo y cayó dos metros más allá, arqueado por el dolor.
Uno de los skins se abalanzó sobre la pistola y aplastó el gatillo. Sólo un clic. Intentó armar la culata pero el cargador estaba vacío. Karim desenfundó una segunda pistola automática, una Beretta que llevaba en la espalda. Apuntó a los cabezas rapadas con las dos manos, inmovilizando a su víctima bajo el tacón, y gritó:
– ¿Creíais de verdad que iba a dejar una pistola cargada a tarados de vuestra especie?
Los skins estaban petrificados. El hombre gemía en el suelo, asfixiado:
– Maricón… «limpio», ¿eh?…
Karim le asestó un puntapié en la entrepierna. El tipo dio un alarido. El poli se arrodilló y le torció la oreja. Los cartílagos crujieron bajo sus dedos.
– ¿Limpio? ¿Con mierda como vosotros? -Karim prorrumpió en una risa nerviosa-. No me jodas… ¡Poneos de espaldas! ¡Las manos contra la pared, cabrones! ¡Vosotras también, zorras!
El poli disparó contra los tubos de neón. Surgió un fulgor azulado, la rampa de chapa rebotó contra el techo antes de desprenderse y aplastarse contra el suelo en una explosión de pavesas. Los camorristas corrieron en todas direcciones. Daban pena. Karim chilló hasta cascarse las cuerdas vocales:
– ¡Vaciaros los bolsillos! ¡Un gesto y os hago saltar las rótulas!
Los latidos del corazón de Karim parecían nublarle la vista. Plantó el cañón contra las costillas del jefe y preguntó en voz más baja:
– ¿Con qué os drogáis?
El hombre escupía sangre.
– ¿Qué tomáis para destrozaros?
– ¿Qu… qué?
Karim hundió más el cañón.
– Anfetas… speed… cola…
– ¿Qué cola?
– La di… la disoplastina…
– ¿La cola del caucho?
El cabeza rapada asintió sin comprender.
– ¿Dónde está? -continuó Karim.
El cabeza rapada miró con sus ojos inyectados hacia el techo.
– En el cubo de la basura, al lado del frigorífico…
– Si te mueves, te mato. -Karim caminó hacia atrás, barriendo el local con la mirada y apuntando a la vez con su arma al skin herido y a las siluetas inmóviles que le daban la espalda. Dio media vuelta a la bolsa: miles de píldoras se diseminaron por el suelo, así como los tubos de cola. Recogió los tubos, los abrió y cruzó la sala. Dibujó serpentinas viscosas por el suelo, justo detrás de los skins arrinconados. A su paso les fue asestando puntapiés a las piernas y a los riñones, mientras mandaba a buena distancia sus cuchillos y otros utensilios.
– Volveos.
Los cabezas rapadas arrastraron las Doc Martins.
– Vais a arrodillaros, tíos. Vosotras también, pavas. Y poned las manos sobre la cola.
Todas las manos se apretaron contra la disoplastina, que se coló entre los dedos cerrados. A la tercera tracción, las palmas quedaron pegadas definitivamente. Los skins se dejaron caer de bruces contra el suelo, torciéndose las muñecas al aplastarlas sobre el asfalto.
Karim se reunió con su primer adversario. Se sentó con las piernas cruzadas, en posición de loto, e inspiró profundamente para calmarse. Su voz se sosegó:
– ¿Dónde estabais ayer por la noche?
– No… no fuimos nosotros.
Karim aguzó el oído. Había humillado a los skins a fuerza de bravatas y ahora los interrogaba por guardar las formas. Estaba seguro de que esos descerebrados no tenían nada que ver con la profanación del cementerio. Sin embargo, este skin parecía saber algo. El moro se inclinó:
– ¿De qué hablas?
El cabeza rapada se apoyó sobre un codo.
– El cementerio… No hemos sido nosotros.
– ¿Cómo es que estás al corriente?
– Hemos… hemos pasado por allí…
En la mente de Karim surgió una idea. Crozier tenía un testigo. Alguien le había prevenido esta mañana: los skins habían sido vistos rondando el cementerio. Y el comisario le había mandado allí sin decirle nada. Karim le ajustaría las cuentas más tarde.
– Cuéntamelo.
– Pasábamos por allí…
– ¿A qué hora?
– No sé… A eso de las dos…
– ¿Por qué?
– No lo sé… Queríamos armar jaleo… íbamos a las casas de los obreros para darle una lección a algún moreno…
Karim se estremeció.
– ¿Y qué más?
– Pasamos cerca del cementerio… La verja estaba abierta… vimos unas sombras… unos gamberros que salían del panteón…
– ¿Cuántos eran?
– D… dos, creo…
– ¿Podrías describirlos?
El herido rió con sarcasmo.
– Tío, estábamos ciegos…
Karim le dio un manotazo en la oreja triturada. El skin ahogó un grito que acabó en un silbido de serpiente.
– ¿Podrías dar sus señas?
– ¡No! Estaba muy oscuro…
Karim reflexionó. Le volvió a la cabeza una certidumbre a propósito de los ladrones: eran profesionales.
– ¿Y después?
– Joder… Eso nos acobardó… pusimos pies en polvorosa… Pensamos que iban a echarnos la culpa… por lo de Carpentras…
– ¿Esto es todo? ¿No visteis nada más? ¿Ningún detalle?
– No… nada… A las dos de la madrugada, en ese poblacho… no se ve nada…
Karim se imaginó la soledad de la carretera estrecha, con un único farol como una zarpa blanca encima de la noche, rodeado por luciérnagas. Y la banda de cabezas rapadas dándose codazos, drogados hasta las orejas, gritando himnos nazis. Repitió:
– Reflexiona un poco más.
– Un… un poco más tarde… Creo que vimos un cacharro del Este, un Lada o algo parecido, que venía a toda velocidad en dirección contraria… Venía del cementerio… Por la D143…
– ¿De qué color?
– Bl… Blanco…
– ¿Nada de particular?
– Es… estaba cubierto de barro…
– ¿Has tomado nota de la matrícula?
– Capullo… No somos polis, cara culo…
Karim le propinó un golpe de tacón en el bazo. El hombre se retorció, emitiendo un gorgoteo sanguinolento. El teniente se enderezó y se sacudió el polvo de los vaqueros. Ya no había nada más que sonsacar. Oyó gemir a los otros a sus espaldas. Sin duda tenían quemaduras de tercer o cuarto grado en las manos. Karim concluyó:
– Irás amablemente a la comisaría de Sarzac. Hoy. A firmar tu declaración. Di que vas de mi parte, así recibirás un trato de favor.
El skin asintió con la cabeza palpitante y después alzó unos ojos de animal abatido.
– ¿Por qué… por qué… haces esto, tío?
– Para que te acuerdes -murmuró Karim-. Un poli siempre es un problema. Pero un poli moro es un maldito problema. Intenta darle una lección a un moreno y tendrás un problema.
Karim le asestó un último puntapié. A fondo.
El árabe salió andando hacia atrás y recuperó su Glock 21 al pasar.
Karim arrancó en tromba y se detuvo varios kilómetros más allá, en la linde de un bosque, para dejar que la tranquilidad volviera a sus venas y reflexionar. Así pues, la profanación había tenido lugar antes de las dos de la madrugada. Los saqueadores eran dos y conducían -tal vez- un cacharro del Este. Echó una mirada al reloj: tenía el tiempo justo de consignarlo todo por escrito. La investigación podía empezar en serio. Había que dar una orden de búsqueda, solicitar la documentación del automóvil, interrogar a la gente que vivía a lo largo de la D143…
Pero ya tenía la cabeza en otro sitio. Se había librado de su misión. Ahora Crozier le iba a dar carta blanca. Ahora podría llevar la investigación a su manera: huronear por ejemplo, acerca de un niño desaparecido en 1982.