El instituto para ciegos era un edificio claro, no una sombra como las casas de Guernon, sino un edificio resplandeciente bajo la lluvia, al pie del macizo de Sept-Laux. Niémans se encaminó hacia el portal.
Eran las dos de la madrugada. Ninguna luz estaba encendida. El comisario de policía llamó al timbre mientras contemplaba largos prados en declive alrededor de la construcción. Advirtió las células fotoeléctricas, fijadas sobre pequeños bornes en el límite del recinto. Hilos invisibles formaban, pues, una red de alarmas, sin duda menos en atención a los ladrones que para prevenir a los ciegos cuando se alejaban del redil.
Niémans volvió a llamar.
Por fin le abrió un guardián pasmado que escuchó sus explicaciones sin que ningún fulgor le aclarase los párpados. De todos modos, el hombre hizo entrar al policía en una gran sala y se fue a despertar al director.
El comisario esperó. Sólo la lámpara del vestíbulo iluminaba la habitación. Cuatro paredes de cemento blanco, un suelo desnudo, también blanco. Al fondo, una escalinata que ascendía en forma de pirámide a lo largo de una barandilla de madera clara y sin pulir. Unas lámparas integradas al techo de lona tirante. Ventanales sin sistema de abertura que descubrían las montañas del exterior. Todo el conjunto evocaba un sanatorio de una nueva época, limpia y vivificante, diseñado por arquitectos de temperamento caprichoso.
Niémans se fijó en nuevos apliques fotoeléctricos: los invidentes, pues, se desplazaban siempre en un espacio cuadriculado. En cada pared se dibujaban en este instante las infinitas miríadas del aguacero que resbalaban por los cristales. Por el aire se paseaban los olores de masilla y cemento: el lugar, apenas seco, carecía singularmente de calor.
Dio algunos pasos. Le intrigó un detalle; una parte del espacio estaba ocupada por caballetes en los cuales se desplegaban dibujos como señales enigmáticas. De lejos, esos esbozos parecían ecuaciones de un matemático. De cerca, se reconocían unas efigies finas y primitivas, coronadas por rostros atormentados. Asombró al policía descubrir un taller de dibujo en un centro para niños invidentes. Experimentó sobre todo un alivio profundo; casi podía sentir distenderse las fibras de su piel: desde que estaba en esa casa no había oído un ladrido ni un estremecimiento animal. ¿Podía ser que no hubiese ningún perro en un centro para ciegos?
De repente, oyó unos pasos sobre el mármol. El policía comprendió la razón de la desnudez de los suelos: era una arquitectura sonora para seres que utilizaban cada ruido como punto de referencia. Se volvió y descubrió a un hombre vigoroso, con barba blanca. Una especie de patriarca, de mejillas arreboladas y ojos velados por el sueño, que llevaba un cárdigan de color arena. El oficial de policía sintió inmediatamente una intuición positiva con respecto al hombre: podía confiar en él.
– Soy el doctor Champelaz, director del instituto -declaró el corpulento anciano en voz baja-. ¿Qué diablos puede usted querer a estas horas?
Niémans le alargó su carné con las bandas tricolores.
– Comisario principal Pierre Niémans. Vengo a verle sobre el tema de los asesinatos de Guernon.
– ¿Otra vez?
– Sí, otra vez. Precisamente deseo interrogarle sobre la primera visita, la del teniente Éric Joisneau. Creo que usted le dio informaciones capitales para la investigación.
Champelaz parecía inquieto. Los reflejos de la lluvia serpenteaban, en minúsculos cordajes, sobre sus cabellos inmaculados. El hombre observaba las esposas y el arma fijos al cinturón. Levantó la cabeza.
– Bueno… sencillamente, respondí a sus preguntas.
– Sus respuestas le condujeron a casa de Edmond Chernecé.
– Sí, claro. ¿Y qué?
– Pues que ahora los dos hombres están muertos.
– ¿Muertos? ¿Cómo puede ser? No es posible… Este…
– Lo lamento mucho pero no tengo tiempo de explicárselo. Le propongo que repita con detalle sus palabras. Sin saberlo, usted posee informaciones muy importantes sobre nuestro caso.
– Pero, ¿qué quiere…?
El hombre calló de repente. Se frotó las manos con un gesto brusco, mezcla de frío y aprensión.
– Bueno… Mejor será que acabe de despertarme, ¿no cree?
– Creo que sí.
– ¿Quiere un café?
Niémans asintió. Adaptó su paso al del patriarca en un pasillo abierto por ventanas altas. Los relámpagos proyectaban bruscos espacios de luz tras los cuales volvía a imponerse la penumbra, sólo rayada por los hilos de lluvia.
El comisario tenía la impresión de avanzar por un bosque de lianas fosforescentes. En las paredes, frente a las ventanas, observó más dibujos. Montañas de formas caóticas. Ríos trazados al pastel. Animales gigantescos, de gruesas escamas y vértebras en número excesivo, que parecían provenir de una edad de piedra, de desmesura, una edad en que el hombre se volvía pequeño.
– Creía que su centro sólo se ocupaba de niños ciegos.
El director dio media vuelta y se acercó.
– No exclusivamente. Tratamos toda clase de afecciones oculares.
– ¿Por ejemplo?
– Retinitis pigmentaria. Daltonismo…
El hombre señaló con sus robustos dedos una de las imágenes.
– Estos dibujos son extraños. Nuestros niños no ven la realidad como usted y yo, ni siquiera sus propios dibujos. La verdad, su verdad, no está en el paisaje real ni sobre el papel. Está en su espíritu. Sólo ellos saben lo que han querido expresar, y nosotros sólo podemos entrever eso, a través de sus esbozos, con nuestra visión ordinaria. Es inquietante, ¿verdad?
Niémans inició un gesto vago. No podía apartar los ojos de esos bosquejos singulares. Contornos polvorientos, como aplastados por la materia. Colores vivos, tajantes, acentuados. Como un campo de batalla de trazos y tonalidades, pero que parecía desprender cierta dulzura, una melancolía de antiguas canciones infantiles.
El hombre le dio una amistosa palmada en la espalda.
– Venga. El café le sentará bien. Parece inquieto.
Entraron en una vasta cocina cuyo mobiliario y utensilios eran todos de acero inoxidable. Las paredes brillantes recordaron a Niémans las paredes de los depósitos de cadáveres o las cámaras mortuorias.
El director ya servía dos tazas procedentes de una cafetera rutilante, con un globo de cristal que siempre se mantenía caliente. El hombre alargó una taza al policía y se sentó ante una de las mesas de acero. Niémans pensó otra vez en los cadáveres a los que se había practicado la autopsia, con el rostro de Caillois, de Sertys. Órbitas vacías, parduscas, como agujeros negros.
Champelaz dijo en un tono incrédulo:
– No consigo creer lo que me dice. Esos dos hombres, ¿muertos…? Pero, ¿cómo?
Pierre Niémans eludió la pregunta.
– ¿Qué le dijo usted a Joisneau?
El médico se encogió de hombros mientras removía el café de la taza.
– Me interrogó sobre las afecciones que tratamos aquí. Le expliqué que casi siempre se trataba de enfermedades hereditarias, y que la mayoría de mis pacientes provenían de familias de Guernon.
– ¿Le hizo preguntas más concretas?
– Sí. Me preguntó cómo se podían contraer estas afecciones. Le expliqué brevemente el sistema de los genes recesivos.
– Le escucho.
El director suspiró y luego dijo, sin irritación:
– Es muy sencillo. Ciertos genes son portadores de enfermedades. Son genes deficientes, faltas de ortografía del organismo, que poseemos todos pero que no bastan, por suerte, para provocar la enfermedad. En cambio, si dos padres son portadores del mismo gen, las cosas se ponen feas. La afección puede declararse en sus hijos. Los genes se fusionan y transmiten la enfermedad, como dos conexiones, macho y hembra, que hicieran pasar la corriente, ¿comprende? Por esto se dice que la consanguinidad altera la sangre. Es una manera de hablar para expresar que dos progenitores de sangre afín tienen más posibilidades de transmitir a sus hijos una afección que comparten de una forma latente.
Chernecé ya le había comentado estos fenómenos. Niémans continuó:
– ¿Están las enfermedades hereditarias en Guernon vinculadas a cierta consanguinidad?
– Sin duda alguna. Muchos niños tratados en mi instituto, externos o internos, vienen de esta localidad. Pertenecen sobre todo a familias de profesores e investigadores de la universidad, que constituyen una sociedad muy selecta y, por ello, muy aislada.
– Por favor, sea más preciso.
Champelaz cruzó los brazos, como tomando aliento:
– En Guernon existe una tradición universitaria muy antigua. La facultad data, según creo, del siglo XVIII. Fue creada en asociación con los suizos. A la sazón, sólo constaba de los edificios del hospital… Para resumir, desde hace más de tres siglos, los profesores e investigadores del campus viven juntos y se casan entre ellos. Han dado origen a linajes de intelectuales muy dotados, pero hoy en día empobrecidos, agotados genéticamente. Guernon era ya un pueblo solitario, como todas las comunidades perdidas en el fondo de los valles. Pero la universidad ha creado una especie de aislamiento dentro del aislamiento, ¿comprende? Un verdadero microcosmos.
– ¿Es suficiente este aislamiento para explicar esta prevalencia en las enfermedades genéticas?
– Creo que sí.
Niémans no veía cómo podían integrarse estas informaciones en su investigación.
– ¿Qué más le dijo usted a Joisneau?
Champelaz miró de soslayo al comisario y luego declaró, en el mismo tono grave:
– También le hablé de un hecho particular. Un detalle extraño.
– Cuénteme.
– Desde hace más o menos una generación, en el seno de estas familias de sangre empobrecida han aparecido niños muy diferentes. Niños brillantes, pero que además poseen un vigor físico inexplicable. La mayoría de ellos ganan todas las competiciones deportivas y alcanzan fácilmente en cada prueba las mejores marcas.
Niémans recordó los retratos en la antesala del rector, aquellos jóvenes campeones sonrientes que se llevaban todas las copas, todas las medallas. Evocó también las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín, el pesado texto de Caillois sobre la nostalgia de Olimpia. ¿Podía ser que estos elementos tejieran una verdad específica?
El policía observó, haciéndose el cándido:
– Todos estos niños deberían estar enfermos, ¿no es eso?
– No de forma tan sistemática, pero digamos que, lógicamente, estos chicos compartirían una debilidad de constitución, ciertas taras recurrentes, como los niños del instituto, por ejemplo. Y ése no es el caso, al contrario. Parece ser que estos pequeños superdotados han acaparado bruscamente todas las cualidades físicas de la comunidad y dejado a los otros las debilidades genéticas. -Champelaz lanzó una mirada crispada a Niémans-. ¿No se bebe el café?
Niémans se acordó de la taza que tenía en la mano. Bebió un sorbo candente; pero apenas percibió la sensación. Como si su cuerpo fuera sólo una máquina atenta al menor signo, la menor parcela de luz. Preguntó:
– Usted debe de haber estudiado más de cerca este fenómeno, ¿verdad?
– Hace unos dos años desarrollé mi pequeña investigación. Primero comprobé si esos campeones habían salido en efecto de las mismas familias, de las mismas comunidades. Acudí al registro civil, al ayuntamiento. Todos esos niños pertenecen a los mismos linajes.
»A continuación me remonté de modo más concreto a su árbol genealógico. Verifiqué su historial médico, fui a la maternidad. Consulté incluso los historiales de sus padres, de sus abuelos, en busca de signos, indicios particulares. No encontré nada determinante. Al contrario, algunos de sus antepasados eran portadores de taras hereditarias, como en las otras familias a quienes trato… Era decididamente extraño.
Niémans anotó estas informaciones casi al detalle: presentía otra vez, sin explicárselo aún, que estos datos le aproximaban a un aspecto esencial del caso.
Ahora Champelaz daba vueltas por la habitación, provocando frías ondulaciones en el acero inoxidable de la cocina. Prosiguió:
– Interrogué asimismo a los médicos, los especialistas de obstetricia del CHRU, y entonces me enteré de otro hecho que acabó de asombrarme. Parece ser que desde hace unos cincuenta años, las familias de los aldeanos que viven en las alturas, alrededor del valle, tienen una tasa de mortalidad infantil anormal. Una mortalidad súbita, al poco del nacimiento. Ahora bien, estos niños son precisamente, por tradición, muy vigorosos. Asistimos a una especie de inversión, ¿comprende? Niños depauperados de la universidad se han convertido, como por arte de magia, en muy robustos, mientras que la progenie de los campesinos se está debilitando…
»He estudiado también los historiales de estos niños de criadores o de cristaleros, víctimas de muerte súbita. No he obtenido ningún resultado. He hablado de ello con el personal del hospital y con ciertos investigadores del CHRU, especialistas en genética. Nadie puede explicar estos fenómenos. Por mi parte, he acabado abandonando, con una impresión de malestar. ¿Cómo decirlo? Ocurre como si estos niños de la universidad hubiesen robado la energía vital de sus pequeños vecinos de la maternidad.
– Por Dios, ¿qué quiere decir?
Champelaz retrocedió inmediatamente sobre este terreno para él inconcebible.
– Olvide lo que acabo de decirle: no es muy científico. Y totalmente irracional.
Quizá sería irracional, pero Niémans ya tenía una certeza: el misterio de los niños superdotados no podía ser una casualidad. Se trataba de uno de los hilos de la pesadilla. Preguntó con voz átona:
– ¿Esto es todo?
El médico titubeó. El comisario repitió, en un tono más fuerte:
– ¿Es realmente todo?
– No -se sobresaltó Champelaz-. Hay otra cosa. Este verano, la historia ha conocido un extraño progreso, anodino e inquietante a la vez… En el pasado mes de julio, el hospital de Guernon fue objeto de una renovación general, que implicó la informatización de sus archivos.
«Vinieron especialistas a visitar los sótanos, que rebosan de viejos expedientes polvorientos, a fin de evaluar el trabajo de recogida de datos. Derivado de ello, se realizaron indagaciones en otros subterráneos del hospital: los sótanos de la antigua universidad, sobre todo de la biblioteca, antes de los años setenta.
Niémans se puso rígido. Champelaz continuó su exposición:
– Durante estas actuaciones, los expertos hicieron un curioso descubrimiento. Encontraron fichas de nacimiento, las primeras páginas de los historiales internos de los lactantes a lo largo de unos cincuenta años. Estas páginas estaban separadas, sin el resto de los historiales, como si… como si las hubieran arrancado.
– ¿Dónde fueron descubiertos esos papeles? Quiero decir: ¿dónde exactamente?
Champelaz cruzó de nuevo la cocina. Se esforzaba por conservar una actitud indiferente, pero la angustia le traspasaba la voz:
– Es esto lo verdaderamente extraño… Estas fichas estaban guardadas en los casilleros personales de un solo hombre, un empleado de la biblioteca.
Niémans sintió acelerarse la sangre por sus venas.
– ¿El nombre del empleado?
Champelaz lanzó al comisario una mirada temerosa. Sus labios temblaron.
– Caillois. Étienne Caillois.
– ¿El padre de Rémy?
– Exactamente.
El policía se enderezó.
– ¿Y es ahora cuando lo dice? ¿Con el cuerpo que han descubierto ayer?
El director le hizo frente.
– No me gusta su tono, comisario. No me confunda con sus sospechosos, por favor. Y además, le he hablado de un detalle administrativo, de una nadería. ¿Cómo quiere ver en esto una relación con los asesinatos de Guernon?
– Soy yo quien decide la relación entre los elementos.
– Está bien. Pero, de todos modos, ya le había dicho todo esto a su teniente. Así que cálmese. Además, no le revelo nada secreto. Cualquier persona del pueblo podría contarle esta historia. Es de conocimiento público. Incluso se ha hablado de ello en la prensa regional.
En este preciso momento, a Niémans no le habría gustado mirarse a un espejo. Sabía que su expresión era tan dura, tan tensa, que ni el propio espejo le habría reconocido. El policía se pasó la manga por la frente y dijo con más calma:
– Discúlpeme. Este caso es una verdadera mierda. El asesino ya ha atacado tres veces y continuará atacando. Cada minuto, cada información cuenta. Esas fichas antiguas, ¿dónde están ahora?
El director arqueó las cejas, se distendió ligeramente y se apoyó de nuevo en la mesa de acero inoxidable.
– Han sido devueltas a los sótanos del hospital. Mientras la informatización no esté terminada, los archivos se conservan al completo.
– Y supongo que entre las fichas habrá las que conciernen a los pequeños superdotados, ¿verdad?
– No a ellos directamente; datan de antes de los años setenta. Pero ciertas fichas son las de sus padres o sus abuelos. Este detalle es el que me inquietó. Porque yo mismo había consultado ya las fichas cuando investigaba. Y entonces no faltaban en los historiales oficiales, ¿comprende?
– ¿Caillois habría robado simplemente unas copias?
Champelaz se puso a caminar otra vez. La singularidad de su historia parecía electrificarlo.
– Copias… u originales. Caillois pudo reemplazar las auténticas fichas de nacimiento por otras falsas. Por tanto, las verdaderas, las originales, serían las que se descubrieron en los casilleros.
– Nadie me ha hablado de este asunto. ¿Los gendarmes no han llevado a cabo una investigación?
– No. Fue una anécdota. Un detalle administrativo. Además el sospechoso, Étienne Caillois, había muerto hacía tres años. De hecho, yo soy el único que parece haberse interesado por esta historia.
– Precisamente. ¿No ha sentido la tentación de ir a consultar esas nuevas fichas? ¿De compararlas con las que había consultado en los historiales oficiales?
Champelaz se esforzó en sonreír.
– Sí. Pero al final me faltó tiempo. Usted no parece comprender de qué clase de documentos se trata. Algunas columnas fotocopiadas en un volante, indicando el peso, la talla o el grupo sanguíneo del recién nacido… Además, esas informaciones son registradas al día siguiente mismo en la tarjeta de salud del niño. Esas fichas sólo constituyen un primer eslabón en el historial del lactante.
Niémans pensó en Joisneau, que quería visitar los archivos del hospital. Estas fichas, incluso insignificantes, le interesaban en grado sumo. El comisario cambió bruscamente de tema:
– ¿Qué relación hay entre Chernecé y todo este asunto? ¿Por qué Joisneau fue directamente a su casa al salir de aquí?
El malestar del director reapareció enseguida.
– Edmond Chernecé es… en fin, era el médico oficial del instituto. Conocía a fondo las afecciones genéticas de nuestros pensionistas. Tenía, pues, motivos para asombrarse de que otros niños, primos en primer o segundo grado de sus jóvenes pacientes, fueran tan distintos. Además, la genética era su pasión. Pensaba que algunos hechos genéticos podían ser percibidos a través de la pupila de los seres humanos. En ciertos aspectos, era un médico muy especial…
El policía recordó al hombre de la frente manchada. «Especial»: el término le cuadraba a la perfección. Niémans recordó también el cuerpo de Joisneau, devorado por los torrentes ácidos. Prosiguió:
– ¿No le pidió usted su opinión médica?
Champelaz se retorció de una forma extraña, como si le picara el jersey.
– No. No… no me atreví. Usted no conoce nuestro pueblo. Chernecé pertenecía a la crema de la universidad, ¿comprende? Era uno de los oftalmólogos más reputados de la región. Un gran profesor. Mientras que yo sólo soy el guardián de estos muros…
– ¿Cree que Chernecé consultó los mismos documentos que usted: las fichas oficiales del nacimiento?
– Sí.
– ¿Cree que pudo consultarlos, incluso antes que usted?
– Tal vez sí.
El director bajó la vista. Sus facciones estaban escarlatas, inundadas de sudor. Niémans insistió:
– ¿Cree que pudo descubrir que esas fichas estaban falsificadas?
– ¡No… no lo sé! No comprendo nada de lo que me dice.
Niémans no insistió. Acababa de comprender otro aspecto de la historia: Champelaz no había vuelto a examinar las fichas robadas por Caillois porque tenía miedo de descubrir una información sobre los profesores de la universidad. Profesores que reinaban como amos sobre el pueblo y que tenían en sus manos la suerte de hombres como él.
El comisario se levantó:
– ¿Qué más le dijo a Joisneau?
– Nada. Le conté exactamente lo que acabo de decirle.
– Reflexione.
– Es todo. Se lo aseguro.
Niémans se plantó delante del médico.
– ¿No le dice nada el nombre de Judith Hérault?
– No.
– ¿Y el de Philippe Sertys?
– ¿Es el nombre de la segunda víctima?
– ¿No lo había oído nunca antes?
– No.
– ¿Despierta en usted algún recuerdo la expresión «ríos de color púrpura»?
– No. En realidad yo…
– Gracias, doctor.
Niémans saludó al médico aturdido y dio media vuelta. Ya franqueaba el umbral de la puerta cuando le lanzó por encima del hombro:
– Un último detalle, doctor: no he visto ni oído a un solo perro aquí. ¿Es que no hay ninguno?
Champelaz le dirigió una mirada extraviada.
– ¿Ningún… perro?
– Sí. Perros para ciegos.
El hombre comprendió y encontró fuerzas para sonreír.
– Los perros son útiles a los ciegos que viven solos y no se benefician de ninguna ayuda exterior. Nuestro centro está equipado con sistemas domóticos muy elaborados. Nuestros pacientes son prevenidos ante el menor obstáculo, orientados, guiados… No necesitamos perros.
Fuera, Niémans se volvió hacia el edificio claro que destellaba bajo la lluvia. Desde la mañana había evitado este instituto por culpa de unos perros que no existían. Había enviado allí a Joisneau por puro temor, acosado por espectros que sólo ladraban en su cerebro.
Abrió la puerta del coche y escupió hacia fuera.
Eran sus propios fantasmas los que habían acabado con la vida del joven teniente.
Niémans descendía de las alturas vertiginosas de Sept-Laux. La lluvia arreciaba. En sus faros, el asfalto estallaba en un vapor cristalino. De vez en cuando, un charco de cieno salpicaba bajo sus ruedas con un fragor de catarata. Niémans, agarrado al volante, intentaba dominar el vehículo, que resbalaba hacia el borde del precipicio.
De pronto, el pager resonó en su bolsillo. Con una mano, el oficial pulsó la pantalla: un mensaje de Antoine Rheims desde París. Con el mismo gesto, Niémans agarró el teléfono y solicitó el número ya memorizado en el aparato. En cuanto reconoció su voz, Rheims anunció:
– El inglés ha muerto, Pierre.
Totalmente inmerso en su investigación, Niémans se concentró intentando medir las consecuencias de esta noticia. Pero no lo consiguió. El director continuó:
– ¿Dónde estás?
– En los alrededores de Guernon.
– Te encuentras bajo arresto. En teoría, deberías entregar el arma y no hacer más gastos.
– ¿En teoría?
– He hablado con Terpentes. Vuestro caso se ha estancado y ya empieza a augurar un desastre. Todos los medios de comunicación están en el pueblo. Mañana por la mañana Guernon será el rincón más célebre de Francia. -Rheims hizo una pausa-. Y todo el mundo te busca.
Niémans guardó silencio. Escrutaba la carretera, que seguía dando vueltas, como horadando los torbellinos de lluvia que parecían virar en dirección contraria. Curva tras curva. Recta tras recta. Fue Rheims quien prosiguió:
– Pierre, ¿estás a punto de detener al asesino?
– No lo sé. Pero le sigo los pasos, estoy seguro.
– Entonces saldaremos las cuentas más tarde. No he hablado contigo. No se te puede encontrar, estás inaccesible. Dispones de una hora o dos para resolver todo este jodido asunto. Después ya no podré hacer nada por ti. Excepto encontrarte un abogado.
Niémans farfulló unas frases y desconectó el teléfono.
Fue en ese momento cuando el coche surgió ante sus faros, saltando a su derecha. El policía tardó un segundo de más en reaccionar. El vehículo chocó de pleno contra su costado derecho. El volante se le escapó de las manos. La berlina se estrelló contra la roca del precipicio. El poli gritó e intentó enderezar la dirección. Un instante después logró dominar de nuevo el vehículo, lanzando una mirada nerviosa hacia el otro coche. Un 4X4 oscuro, con los faros apagados, que se disponía a embestir nuevamente.
Niémans retrocedió. El robusto vehículo se encabritó a su vez y giró hacia la izquierda, forzando al policía a frenar en seco. El policía aceleró de nuevo. El 4X4 se hallaba ahora delante de él y circulaba a toda velocidad, impidiéndole sistemáticamente adelantar. Costras de barro recubrían su matrícula. Con la mente en blanco, el policía intentó acelerar y adelantar al 4X4 por el exterior. En vano. El bloque negro devoraba todo el espacio, golpeando el costado izquierdo de la berlina cuando se acercaba, acorralando a Niémans hacia la muerte del precipicio.
¿Qué se proponía ese chiflado? Niémans aminoró la marcha de improviso, poniendo varias decenas de metros entre él y el vehículo asesino. Inmediatamente, el 4X4 hizo otro tanto, forzando a la berlina a aproximarse. Pero el oficial de policía aprovechó este cambio de táctica. Aceleró bruscamente y esta vez se deslizó por la derecha. Consiguió adelantar por los pelos.
El comisario dobló la velocidad, con el tacón sobre el acelerador. Vio en el espejo retrovisor cómo el vehículo todo terreno se disolvía en las tinieblas. Sin reflexionar, mantuvo la delantera y recorrió varios kilómetros.
Volvía a estar solo en la carretera.
Ahora seguía a toda velocidad el trazado del asfalto, sinuoso, confuso, atravesando las agujas de lluvia, horadando bóvedas de coníferas. ¿Qué había sucedido? ¿Quién le había atacado? ¿Y por qué? ¿Qué sabía ahora que pudiera costarle la vida? El asalto había sido tan rápido que el policía ni siquiera había logrado distinguir la silueta que iba al volante del vehículo.
Al final de una curva, Niémans divisó la carretera suspendida de la Jasse: seis kilómetros de puente de hormigón, en equilibrio sobre pilotes de más de cien metros de altura. No se hallaba, pues, a más de diez kilómetros de Guernon, el redil.
El policía aceleró otra vez.
Ya se internaba en la pasarela cuando un fulgor blanco le cegó, inundando súbitamente su cristal posterior. Unos faros largos. El 4X4 estaba de nuevo sobre su parachoques. Niémans bajó el retrovisor que le deslumbraba y fijó la vista en la carretera de hormigón, suspendida en la noche. Pensó con claridad: «No puedo morir. Así no». Y pisó a fondo el pedal del acelerador.
Los faros seguían estando detrás de él. Encorvado sobre el volante, miraba exclusivamente los raíles de seguridad que brillaban bajo sus propios faros, abrazando la carretera en una especie de beso salvaje, de halo susurrante que estallaba entre los vapores del agua.
Metros ganados al tiempo.
Segundos robados a la tierra.
Niémans tuvo una idea extraña, una especie de convicción inexplicable: mientras circulara por ese puente, mientras volara en medio de la tormenta, no le ocurriría nada. Estaba vivo. Era ligero. Invulnerable.
El impacto le bloqueó la respiración.
La cabeza, como lanzada por una honda, chocó contra el parabrisas. El retrovisor voló en mil pedazos. Su mango desgarró como un gancho la sien de Niémans. El poli se arqueó, gruñendo, con las manos entrelazadas sobre la cabeza. Sintió que su coche salía despedido hacia la izquierda, después hacia la derecha, daba otra vuelta… La sangre le inundaba la mitad de la cara.
Un nuevo sobresalto y de pronto el bofetón acerado de la lluvia. La frescura sin límites de la noche.
Hubo un silencio. Negrura. Unos segundos.
Cuando Niémans abrió los ojos, no podía creer lo que veía: el cielo y relámpagos, del revés. Volaba, solo, bajo el viento y la lluvia.
AI chocar contra el parapeto, su coche lo había expulsado y catapultado al vacío, por encima del puente. Estaba zambulléndose lentamente, en silencio, agitando suavemente los brazos y las piernas, interrogándose, de un modo absurdo, sobre la última sensación que le provocaría la muerte.
Un desencadenamiento de dolores le respondió al instante. Látigos de agujas. Ramas crujientes. Y su carne estallando en mil chispas de dolor a través de los abetos y los alerces…
Hubo dos choques, casi simultáneos.
Primero su propio contacto con el suelo, amortiguado por las ramas innumerables de los árboles. Después un estrépito de apocalipsis. Un impacto tremendo. Como si una enorme tapadera se hubiese abatido de repente sobre su cuerpo. El instante explotó en un caos de sensaciones contradictorias. Mordiscos de frío. Quemaduras de vapor. Agua. Piedra. Tinieblas.
Pasó un tiempo. Un eclipse.
Niémans volvió a abrir los ojos. Detrás de sus párpados le acogieron otros párpados, los de la oscuridad, los del bosque. Poco a poco, como una resaca de ultratumba, recobró la lucidez. Sacó progresivamente esta conclusión del fondo de su espíritu: vivo, estaba vivo.
Reunió varios jirones de conciencia y reconstruyó lo sucedido.
Había caído a través de los árboles y, por casualidad, había ido a parar a un tramo de desagüe lleno de agua de lluvia al pie de uno de los pilotes. Con el mismo ímpetu, siguiendo exactamente la misma trayectoria, su propio coche había volcado en la pasarela y caído como un enorme tanque de asalto justo encima de él. Sin acertarle: el chasis de la berlina, demasiado grande, había quedado bloqueado en los rebordes de la canalización.
Un milagro.
Niémans cerró los ojos. Múltiples heridas torturaban su cuerpo, pero una sensación más ardiente -una fluidez de fuego- palpitaba en la zona de su sien derecha. El oficial adivinó que el mango del retrovisor le había rasgado la carne en profundidad, encima de la oreja. En cambio, presentía que su cuerpo había sufrido relativamente poco en la caída.
Con el mentón pegado al torso, miró hacia arriba y vio la rejilla del radiador humeante de su coche. Estaba aprisionado bajo un techo de chapa, todavía candente, en el hueco de un sarcófago de cemento. Movió la cabeza de derecha a izquierda y se dio cuenta de que un trozo de parachoques le retenía en el conducto.
Con un esfuerzo desesperado, el policía hizo un movimiento lateral. Los dolores que hormigueaban a lo largo de su cuerpo trabajaban ahora a su favor: se anulaban mutuamente, sumiendo su carne en una especie de indiferencia mortificada.
Logró deslizarse bajo el parachoques y salir de su ataúd. Una vez liberados los brazos, se llevó enseguida la mano a la sien y sintió un flujo espeso que fluía de la carne abierta. Gimió al notar el dulce calor de la sangre fluyendo entre sus dedos doloridos. Pensó en un pico de pájaro cazado con liga, vomitando fuel, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se enderezó, apoyando un brazo en el reborde del conducto y rodó por el suelo mientras a través de su conciencia vacilante le atenazaba otro pensamiento.
El asesino volvería. Para rematarlo.
Agarrándose a la carrocería, consiguió ponerse de pie. De un puñetazo, abrió el maletero abollado y cogió su escopeta de aire comprimido, así como un puñado de cartuchos desperdigados en el interior. Sujetando el arma bajo el brazo izquierdo -mantenía esta mano sobre la herida-, consiguió cargar con la mano derecha la cámara del fusil. Realizaba estas maniobras a tientas, sin ver prácticamente nada: había perdido las gafas y la noche era de una profundidad tenebrosa.
Con el rostro embadurnado de sangre y lodo y todo el cuerpo dolorido, el comisario se volvió y barrió el espacio con su arma. Ningún ruido. Ningún movimiento. Le asaltó un vértigo. Se deslizó a lo largo del coche y al final cayó de nuevo en el tramo de cemento. Esta vez sintió la mordedura del agua fría y se despertó. Ya se tambaleaba contra las paredes de cemento, en dirección a un río.
Después de todo, ¿por qué no?
Apretó el fusil contra su torso y se dejó llevar hacia aguas más amplias, como un faraón en ruta hacia el río de los muertos.
Niémans flotó mucho rato al hilo de la corriente. Con los ojos abiertos, percibía, a través de los huecos entre el follaje, los retazos mates del cielo sin estrellas. A izquierda y derecha veía desmoronamientos de arcilla roja, acumulaciones de ramas y raíces que formaban un manglar inextricable.
Pronto el arroyo creció, ganó en fuerza y en rumores. El hombre se dejaba llevar con la cabeza echada hacia atrás. El agua helada provocaba una vasoconstricción en su sien, impidiendo que perdiera demasiada sangre. Ahora esperaba que, siguiendo los meandros, el curso del agua le llevase hacia Guernon y su universidad.
No tardó en comprender que su esperanza era vana. Aquel río era un callejón sin salida: no descendía hacia el campus. El afluente describía eses cada vez más cerradas en el interior mismo del bosque, y perdía de nuevo su fuerza y su ímpetu.
La corriente se inmovilizó.
Niémans nadó hasta la orilla y salió, jadeando, de las olas. El agua estaba tan cargada de partículas, era tan pesada por los limos, que no desprendía ningún reflejo. Se dejó caer contra la tierra empapada, tapizada de hojas muertas. Las ventanillas de la nariz se le llenaron de restos fétidos, ese olor característico, ligeramente ahumado, de la tierra íntima, mezclada con fibras y ramillas, humus e insectos.
Se volvió de espaldas y lanzó una mirada hacia las frondas del bosque. No eran bosques tupidos, inextricables, sino al contrario, sotos ralos, espaciados, donde reinaba una especie de vacuidad, de libertad vegetal. No obstante, la oscuridad era tan profunda que resultaba imposible percibir siquiera las masas negras de las montañas por encima de su cabeza. Y no sabía cuánto tiempo había ido a la deriva, ni en qué dirección.
A pesar del dolor, a pesar del frío, se arrastró, encorvado, y se apoyó contra un tronco. Hizo un esfuerzo para reflexionar. Intentó acordarse del mapa de la región donde había señalado los lugares destacados de la investigación. Pensó especialmente en la posición de la Universidad de Guernon, situada al norte de Sept-Laux.
El norte.
En ausencia de toda información sobre su propia posición, ¿cómo encontrar el norte? No disponía de brújula ni de ningún instrumento magnético. De día habría podido orientarse por el sol, pero ¿y de noche?
Siguió reflexionando. Con la sangre que volvía a fluirle del cráneo y el frío que ya le entumecía los miembros, tenía pocas horas por delante.
De improviso, tuvo una revelación. Incluso en este instante, en mitad de la noche, podía descifrar la orientación del sol. Gracias a las plantas. El comisario no sabía nada del reino vegetal, pero sabía lo que sabe todo el mundo: ciertas especies de musgos y líquenes, necesitadas de humedad, sólo crecen a la sombra y huyen de toda exposición al sol. Estas plantas oscuras debían de crecer pues exclusivamente en la sombra, al pie de los árboles.
Niémans se arrodilló mientras buscaba en su abrigo empapado el estuche duro donde siempre llevaba un par de gafas de recambio. Intactas. A través de los nuevos cristales, discernió con precisión su entorno inmediato.
Se puso a buscar al pie de las coníferas, a lo largo del declive. Al cabo de pocos minutos, con los dedos helados y ennegrecidos por la tierra, comprendió que había acertado. Cerca de los troncos, bosquecillos de esmeralda, bolas de frescura, se mantenían siempre en la misma orientación. El policía palpó las cúpulas minúsculas, las superficies fibrosas, las texturas suaves… toda una jungla en miniatura le indicaba ahora el norte.
Niémans se levantó con dificultad y siguió el camino de los musgos.
Vacilaba, aplastando las glebas, sintiendo latir su corazón hasta el ahogo. Esquivaba los charcos, las cortezas, las ramas. Sus pies pisaban entramados, santuarios de sílex, agujeros espinosos, erizados de hierbas ligeras: él seguía siempre los líquenes. Otras veces se hundía en ciénagas crujientes de hielo, que practicaban surcos salobres en las faldas de las laderas. A pesar del cansancio, a pesar de las heridas, ganaba rapidez y sacaba fuerzas de los perfumes turbulentos del aire. Tenía la sensación de caminar por el aliento mismo de la llovizna, que acababa de remitir para tomar un respiro.
Por fin, apareció una carretera.
El asfalto reluciente, el camino de la salvación. Niémans examinó otra vez los bulbos frioleros al borde de la grava, para definir la dirección adecuada. Pero súbitamente, un coche patrulla de la gendarmería surgió de una curva con los faros por delante.
El vehículo se detuvo al momento. Saltaron unos hombres para ayudar a Niémans, que desfallecía, aún agarrado a su fusil.
El policía exangüe sintió la fuerza de los gendarmes. Oyó murmullos, gritos, crujidos de impermeables. Los faros bailaban, oblicuos. En la camioneta, uno de los hombres gritó al conductor:
– ¡Al hospital, date prisa!
Niémans, semiinconsciente, balbució:
– No. A la universidad.
– ¿Qué? Está gravemente herido y…
– A la universidad. Tengo… tengo una cita.
La puerta se abrió ante una sonrisa.
Pierre Niémans bajó los ojos. Vislumbró los puños fuertes y morenos de la mujer. Examinó un poco más arriba, las mallas tupidas del ancho jersey, y subió hasta el cuello, cerca de la nuca, donde los cabellos eran tan finos bajo el volumen del moño que sólo dibujaban un halo, una niebla. Pensó en la magia de esa piel, tan bella, tan lisa, que transformaba cada materia y cada vestido en un privilegio. Fanny bostezó:
– Llega con retraso, comisario.
Niémans intentó sonreír.
– ¿Usted… no dormía?
La joven negó con la cabeza y se apartó. Él avanzó hacia la luz. El rostro de Fanny se paralizó: acababa de ver las facciones ensangrentadas del policía. Retrocedió, abarcó de un solo vistazo la silueta desfigurada. El abrigo azul empapado. La corbata rota. La ropa calcinada.
– ¿Qué le ha sucedido? ¿Un accidente?
Niémans asintió con un breve movimiento de cabeza… Echó una mirada en derredor de la habitación principal del apartamento. A través de la fiebre, a través de las sacudidas de sus arterias, se sintió feliz de descubrir ese lugar. Paredes inmaculadas, colores suaves. Un escritorio oculto bajo un ordenador, libros, papeles. Piedras y cristales en los estantes. Material de alpinismo, trajes fluorescentes amontonados. Un apartamento de mujer joven. A la vez sedentaria y deportiva, hogareña y aficionada a las aventuras. En un instante, toda la expedición a los glaciares le volvió a la mente. Un recuerdo en forma de fragmento de escarcha.
Niémans se desplomó en una silla. Fuera volvía a llover. Se oía el martilleo de las gotas en alguna parte bajo el tejado, y también los ruidos acolchados de los vecinos. Una puerta que chirriaba. Pasos. Una noche en el mundo de los estudiantes, inquietos y confinados.
Fanny quitó el abrigo al oficial y examinó con atención la llaga abierta en su sien. No pareció sentir la menor repulsión ante la sangre coagulada, ante las carnes levantadas, de un color pardo. Incluso silbó entre dientes:
– Está gravemente herido. Espero que la arteria temporal no esté dañada. Es difícil de saber, el cráneo todavía sangra y… ¿Cómo ha ocurrido?
– He sufrido un accidente -respondió lacónicamente Niémans-. Un accidente de coche.
– Es preciso que le lleve al hospital.
– Ni hablar. Debo continuar la investigación.
Fanny desapareció en otra habitación y volvió con los brazos cargados de compresas, medicamentos, bolsas al vacío que contenían agujas y suero. Abrió varios sobres a breves dentelladas. Después clavó una aguja en una jeringa de plástico. Niémans alzó un ojo hacia la ampolla. Fanny aspiró su contenido levantando el émbolo de la jeringa. Él se contrajo y agarró el envase del producto.
– ¿Qué es esto?
– Un anestésico. Le calmará. No tenga miedo.
Niémans le asió la muñeca.
– Espere.
El policía leyó las indicaciones del producto. Xilocaína. Un anestésico con adrenalina que sin duda permitiría reducir sus dolores sin hacerle perder el conocimiento. En signo de asentimiento, Niémans dejó caer el brazo.
– No tenga miedo -murmuró Fanny-. Esto también reducirá la hemorragia.
Con la cabeza baja, Niémans no podía ver los gestos de la mujer pero le pareció que le pinchaba repetidamente en los bordes de la llaga. En pocos segundos, el sufrimiento empezó a remitir.
– ¿Tiene material de sutura? -masculló él.
– Claro que no. Tiene que ir al hospital. No tardará en sangrar de nuevo y…
– Póngame un apósito. Cualquier cosa. Debo continuar la investigación, conservar la mente clara.
Fanny se encogió de hombros y humedeció varias compresas con un aerosol. Niémans echó una mirada en su dirección. Sus muslos prestaban tirantez a los vaqueros, sus curvas resaltaban como líneas de fuerza que provocaban en él una sorda excitación, incluso en el estado en que se encontraba.
Se interrogó sobre los contrastes de la joven. ¿Cómo podía ser a la vez tan diáfana y tan concreta? ¿Tan dulce y tan brutal? ¿Tan próxima y tan lejana? Veía la misma contradicción en su mirada: destello agresivo de los ojos, infinita dulzura de las cejas. Preguntó, respirando el olor acre de los productos antisépticos:
– ¿Vive sola aquí?
Fanny limpiaba la llaga con pequeños golpes enérgicos. El policía apenas sentía el picor bajo el efecto creciente del analgésico. Ella volvió a sonreír:
– Usted no deja escapar ni una.
– Dis… discúlpeme… ¿Soy indiscreto?
Fanny se concentraba en su trabajo, muy cerca de él. Le murmuró al oído:
– Vivo sola. No tengo novio, si se refiere a eso.
– Yo… Pero… ¿por qué en la facultad?
– Estoy cerca de las clases, de la biblioteca…
Niémans volvió la cabeza. Ella se la puso enseguida en la misma orientación, con un gruñido. El policía dijo, con la cara inclinada:
– Es verdad, ahora me acuerdo… La diplomada más joven de Francia. Hija y nieta de profesores eméritos. De modo que usted pertenece a esos niños que…
Fanny le cortó en seco:
– ¿Qué niños?
Niémans se volvió ligeramente:
– No… Quiero decir… los superdotados del campus, que también son campeones…
El rostro de la joven se endureció. Su voz reveló una desconfianza brutal:
– ¿Qué busca usted?
El policía no contestó, a pesar de su furioso deseo de interrogar a Fanny sobre sus orígenes. Pero, ¿se pregunta a una mujer de dónde ha sacado su fuerza genética, dónde se encuentra la fuente de sus cromosomas? Fue su interlocutora quien continuó:
– Comisario, no sé por qué, en su estado, se ha empeñado en venir a mi casa. Pero si tiene preguntas concretas, formúlelas.
El tono de la orden era mordaz. Niémans ya no sentía ningún dolor pero habría preferido la mordedura de la herida a la de esta voz. Sonrió, confuso:
– Sólo quería hablarle de la revista de la facultad, para la que escribe…
– ¿Tempo?
– Sí, ésa.
– ¿Y bien?
Niémans hizo una pausa. Fanny puso las compresas en una de las bolsas plastificadas y colocó una venda en torno a la cabeza de Niémans. El policía prosiguió, sintiendo aumentar la presión alrededor de su cráneo:
– Me preguntaba si usted había redactado un artículo sobre un hecho extraño, ocurrido en los sótanos del hospital el pasado julio…
– ¿Qué hecho?
– Se encontraron unas fichas de nacimiento en los casilleros de Etienne Caillois, el padre de Rémy.
Fanny adoptó un tono indiferente.
– Ah, esa historia…
– ¿Redactó usted un artículo?
– Algunas líneas, creo, sí.
– ¿Por qué no me ha hablado de ello?
– ¿Quiere decir… que podría haber una relación entre esta historia y los asesinatos?
Niémans levantó la voz, enderezando la cabeza:
– ¿Por qué no me ha hablado de ese hurto?
Fanny puntuó su respuesta con un vago movimiento de hombros; todavía estaba colocando el vendaje sobre las sienes del policía.
– Nada prueba que fuera realmente un hurto… Con esos archivos en pleno desorden, todo se puede perder y recuperar. ¿Tan importante es?
– ¿Vio personalmente esas fichas?
– Sí, fui a los archivos donde están almacenadas las cajas de cartón.
– ¿No observó nada curioso en esos documentos? -inquirió el comisario.
– ¿Qué, por ejemplo?
– No sé. ¿No los comparó con los historiales originales?
Fanny retrocedió. La venda ya estaba puesta.
– Eran sólo hojas sueltas, garabateadas por enfermeras. Nada del otro jueves.
– ¿Cuántas había?
– Varios centenares. No veo por qué usted…
– En su artículo, ¿citaba los nombres de las fichas, de las familias implicadas?
– Sólo redacté unas líneas, ya se lo he dicho.
– ¿Puedo ver su artículo?
– No los guardo nunca.
Permanecía con los brazos cruzados, rígida, inclinada. Niémans prosiguió:
– ¿Cree que ciertas personas han podido ir a consultar esas fichas? ¿Personas susceptibles de encontrar su nombre o el de sus padres en esos documentos?
– Ya le he dicho que no cité ningún nombre.
– ¿Lo cree posible? ¿Que alguna persona haya bajado allí?
– No lo creo, no. Ahora todo está bajo llave… Pero, ¿qué importancia, qué relación tiene esto con su investigación?
Niémans no contestó enseguida. Evitando mirar a Fanny, atacó con una nueva pregunta, que se parecía más bien a un golpe bajo:
– ¿Y usted consultó esas fichas con detalle?
El silencio por toda respuesta. El policía levantó los ojos: Fanny no había cambiado de lugar, pero le pareció de repente muy lejana. Al final, respondió.
– Ya le he dicho que sí. ¿Qué quiere saber?
Niémans vaciló un instante, y luego:
– Quiero saber si encontró en esas fichas el nombre de sus padres. O de sus abuelos.
– No, no encontré nada. ¿Por qué esa pregunta?
El comisario se levantó sin contestar. Ahora estaban ambos de pie, enemigos, como dos polos invertidos. Niémans vislumbró su cabeza vendada en un espejo del extremo de la habitación. Se volvió hacia la joven y murmuró, en tono contrito:
– Gracias. Y discúlpeme por mis preguntas.
Agarró su abrigo y articuló:
– Por increíble que pueda parecer, pienso que esas fichas han costado la vida a uno de los policías que trabajaban en esta investigación. Un joven teniente que debutaba con este caso. Quería estudiar esos papeles. Y creo que lo han matado para impedírselo.
– Es ridículo.
– Ya lo veremos. Iré a los archivos a comparar las fichas y los historiales.
Se ponía el abrigo empapado cuando la joven le detuvo:
– ¡No irá a ponerse otra vez esos horribles andrajos! Espere.
Fanny salió y reapareció a los pocos segundos con los brazos cargados con una sudadera, un jersey, una chaqueta forrada de fibra polar y unas polainas impermeables.
– Esto no es de su talla -precisó-, pero al menos está seco y caliente. Y, sobre todo, póngase esto…
Con un solo gesto le encajó sobre el cráneo vendado una capucha de poliéster, cuyos bordes levantó por encima de las orejas. Niémans, sorprendido al principio, puso enseguida unos ojos cómicos. Prorrumpieron en una carcajada, al unísono.
Por un breve instante, su complicidad volvió, como arrancada al tejido de las tinieblas. Pero el policía dijo con voz grave:
– Debo partir. Continuar la investigación. Ir a los archivos.
Niémans no tuvo tiempo de reaccionar. Fanny, con un solo gesto, le enlazó y le besó. Se quedó bruscamente rígido. Un calor le inundó de nuevo. No sabía si eran las fiebres que volvían a atacarle o la dulzura de esa pequeña lengua que se insinuaba entre sus labios, irradiándole como una brasa. Cerró los ojos y murmuró:
– La investigación. Debo continuar la investigación.
Pero ya tenía los dos hombros pegados al suelo.