Desde hacía casi dos horas, Karim circulaba con un nudo en la garganta.
Pensaba en el rostro. El rostro del niño. A veces lo imaginaba como una especie de monstruo. Una cara perfectamente lisa, sin nariz ni pómulos, horadada por dos globos blancos y brillantes. Otras veces lo consideraba, por el contrario, un chiquillo corriente, de facciones suaves, apagadas, anodinas. Un niño tan corriente que se perdía en todas las memorias. En otras ocasiones, Karim veía rasgos imposibles. Rasgos ondulantes, inestables, que reflejaban el rostro de quien los miraba. Facciones centelleantes que devolvían la imagen de cada rostro, traicionando el secreto de las almas bajo la hipocresía de las sonrisas. El poli se estremeció. Estaba definitivamente torturado por esa certidumbre: la clave de la verdad era ese rostro. Exclusivamente. Irreversiblemente.
Había escogido la autopista de Agen, en dirección a Toulouse. Después había bordeado el Canal du Midi y pasado Carcassone y Narbonne. Su coche era un desastre. Una especie de tos de cilindros y piezas restallantes montados todos juntos. El poli no rebasaba jamás los ciento treinta kilómetros por hora, incluso con el viento a favor. No dejaba de meditar. Ahora circulaba en dirección a Sète por la orilla del mar y se acercaba al convento de Saint Jean-de-la-Croix. El paisaje grisáceo y borroso del litoral le prestaba una calma difusa. Pisando a fondo el freno, consideró los elementos racionales de que disponía.
Las visitas al fotógrafo y al sacerdote habían alterado la perspectiva de su investigación. Karim comprendió de repente que los documentos desaparecidos de la escuela Jean-Jaurès podían haber sido robados mucho antes del atraco de la noche anterior. Por la carretera volvió a llamar a la directora. A la pregunta: «¿Es posible que todos estos documentos desaparecieran en 1982 y que nadie se haya dado cuenta durante todos estos años?», la directora contestó: «Sí». A la pregunta: «Es posible que esta desaparición no se haya descubierto hasta hoy a causa del robo con escalo?», respondió: «Sí». A la pregunta: «¿Ha oído hablar de una religiosa que intentó conseguir las fotografías escolares de aquella época?», contestó: «No».
Y no obstante… Antes de marcharse, Karim había hecho una última comprobación en Sarzac. Gracias a los registros civiles -fechas de nacimiento y señas de residencias-, había contactado por teléfono con varios antiguos alumnos de las dos clases fatídicas: CM1 y CM2, 1981 y 1982. Ninguno de ellos poseía ya los retratos escolares. A veces se había declarado un incendio en la habitación que contenía los negativos. Otras, había tenido lugar un hurto: los ladrones no habían robado nada, sólo algunas fotografías. En otras ocasiones, pero más raramente, se recordaba a la hermana: había ido a buscar las fotos. Era de noche y nadie habría podido reconocerla. Todos estos sucesos databan del mismo y breve período: julio de 1982. Un mes antes de la muerte del pequeño Jude.
Alrededor de las cinco y media de la tarde, cuando bordeaba la cuenca del Thau, Karim vio una cabina telefónica y marcó el número de Crozier. Ahora avanzaba al margen de las normas. Oscuramente, esta sensación le gustaba. Largaba las amarras. El comisario gritó:
– Espero que estés de camino, Karim. Dijimos a las seis.
– Comisario, sigo una pista.
– ¿Qué pista?
– Déjeme avanzar. Cada paso confirma mi intuición. ¿Tiene elementos nuevos relativos al cementerio?
– ¿Te lo montas solito y encima quieres que yo…?
– Respóndame. ¿Han encontrado el coche?
Crozier suspiró.
– Hemos identificado a los propietarios de siete Lada, dos Trabant y un Skoda en los departamentos de Lot, Lotet-Garonne, Dordogne, Aveyron y Vaucluse. Ninguno de ellos es nuestro coche.
– ¿Ha comprobado ya qué hicieron los conductores a esa hora?
– No, pero hemos encontrado partículas de neumáticos cerca del cementerio. Se trata de neumáticos de carbono, de muy mala calidad. El propietario de nuestro cacharro circula con los neumáticos de origen. Todos los coches que hemos visto llevan Michelin o Goodyear. Es lo primero que cambian los compradores de este tipo de vehículos. Seguimos buscando. En otros departamentos.
– ¿Eso es todo?
– Todo por el momento. Es tu turno. Te escucho.
– Yo avanzo al revés.
– ¿Cómo, al revés?
– Cuanto menos encuentro, más seguro estoy de que sigo el buen camino. Los robos de esta noche disimulan un asunto mucho más grave, comisario.
– ¿De qué índole?
– No lo sé. Algo que concierne a un niño. Su secuestro o su asesinato. No lo sé. Volveré a llamarle.
Karim colgó sin dar tiempo al comisario de formular otra pregunta.
En las inmediaciones de Sète, cruzó un pequeño pueblo frente al mar. Las aguas del golfo de León se mezclaban allí con la tierra en una inmensa marisma indistinta, bordeada de cañas. El policía aminoró la marcha al enfilar un puerto extraño donde no se veía ningún barco y sólo largas redes de pesca negruzcas se elevaban entre las casas de postigos cerrados.
Todo estaba desierto.
Un olor denso llenaba la atmósfera, pero no un olor marítimo, sino más bien de un abono cargado de ácidos y excrementos.
Karim Abdouf se acercaba a su destino. Unos carteles indicaban la dirección del convento. El sol poniente alumbraba charcos salinos, afilados como cuchillos, en la superficie de las ciénagas. Al cabo de cinco kilómetros, el poli se fijó en otro panel que anunciaba un camino asfaltado que subía hacia la derecha. Siguió conduciendo y tomó otras curvas, otros virajes, bordeados de cañas y juncos despeinados.
Por fin aparecieron los edificios del claustro. Karim se quedó estupefacto. Entre las dunas oscuras y las malas hierbas se elevaban dos iglesias, ambas monumentales. Una de ellas mostraba torres finamente cinceladas que se terminaban en cúpulas estriadas parecidas a pasteles colosales. La otra era roja y maciza, tejida con pequeñas piedras y coronada por una gran torre de tejado plano como una rueda. Dos verdaderas basílicas que hacían pensar bajo el aire marino en ruinas olvidadas. El policía no podía explicarse su presencia en un lugar tan desierto, tan desolado.
Al acercarse, descubrió un tercer edificio que conectaba las iglesias. Una construcción de un solo piso y ventanas en hilera, estrechas y frías. El propio monasterio, sin duda, que parecía abrazar sus piedras como para evitar todo contacto con los edificios sagrados.
Karim aparcó. Pensó que nunca se había visto tan de cerca con la religión, ni con tanta frecuencia en tan poco tiempo. Esta reflexión suscitó en él un razonamiento que ya había oído. Cuando estaba en la escuela de inspectores, en Cannes-Écluse, a veces iban comisarios a contar sus experiencias. Uno de ellos había marcado profundamente a Karim. Un individuo alto, peinado a cepillo, que llevaba pequeñas gafas de montura metálica. Sus charlas le habían fascinado. El hombre explicaba que el crimen se reflejaba siempre en los espíritus de los testigos y familiares. Que había que considerarlos como espejos, que el asesino se ocultaba en uno de sus ángulos muertos.
El hombre tenía aires de loco, pero subyugó a los asistentes. También habló de estructuras atómicas. Según él, cuando ciertos elementos y detalles, incluso anodinos, reaparecían con regularidad en una investigación, era preciso retenerlos siempre porque era seguro que disimulaban un significado profundo. Cada crimen era un núcleo atómico y los elementos recurrentes eran sus electrones, que oscilaban en torno a él y dibujaban una verdad subliminal. Karim sonrió. El inspector con gafas de metal tenía razón. Esta observación podía aplicarse a su propia investigación. La religión se había convertido en un elemento recurrente. Desde aquella mañana se dibujaba allí, sin duda, una verdad que necesitaba descubrir.
Se encaminó hacia un pequeño porche de piedra y llamó al timbre. Al cabo de unos segundos, en el umbral apareció una sonrisa. Era una sonrisa antigua, bordeada de blanco y negro. Antes de que Karim pudiese abrir los labios, la hermana se apartó y le ordenó:
– Entre, hijo mío.
El poli entró en un vestíbulo muy sobrio. Sólo una cruz de madera se perfiló en una de las paredes blancas, encima de un cuadro de reflejos oscuros. A la derecha, en un pasillo, Abdouf distinguió la claridad gris de algunas puertas abiertas. Por un hueco más cercano vio hileras de sillas barnizadas y un suelo revestido de linóleo claro. El aspecto desnudo e impecable de un lugar de oración.
– Sígame -dijo la religiosa-. Íbamos a comer.
– ¿A estas horas? -se asombró Karim.
La hermana ahogó una breve risa. Tenía la malicia de una adolescente.
– ¿No conoce usted el horario de las carmelitas? Cada día debemos volver a nuestras oraciones a las seis de la tarde.
Karim siguió a la silueta. Sus sombras se reflejaban en el linóleo como sobre las aguas de un lago. Accedieron a una gran sala donde una treintena de hermanas cenaba, conversando bajo una luz cruda. Los rostros y los velos tenían una sequedad ligeramente acartonada, una sequedad de hostia. Dirigieron al policía algunas miradas, algunas sonrisas, pero no se interrumpió ninguna conversación. Karim captó varias lenguas diferentes: francés, inglés y también una lengua eslava, quizá polaco. Por consejo de la hermana, se sentó en el extremo de la mesa, ante un plato hondo lleno de una sopa con grumos ocres.
– Coma, hijo mío. Un muchacho tan alto como usted…
Otra vez «hijo mío»… Pero Karim no tenía valor para reprender a la hermana. Bajó los ojos hacia su plato y se dijo que no había comido desde la víspera. Consumió la sopa en pocas cucharadas y luego devoró varias rebanadas de pan con queso. Cada alimento tenía el gusto íntimo y singular de los platos confeccionados en casa con los medios disponibles. Se sirvió agua de una jarra de acero inoxidable y luego alzó la mirada: la hermana le observaba, cambiando algunos comentarios con sus compañeras.
Murmuró:
– Hablábamos de su peinado…
– ¿Sí?
La hermana emitió una risita.
– ¿Cómo se hace esas trenzas?
– Es natural -respondió-. Los cabellos rizados se disponen naturalmente en trenzas si se dejan crecer. En Jamaica las llaman dreadlocks. Los hombres no se cortan nunca el pelo y tampoco se afeitan. Es contrario a su religión, como los rabinos. Cuando los dreadlocks son lo bastante largos, los llenan de tierra para que sean más pesados y…
Aquí Karim se interrumpió. El objeto de su visita acababa de volver con fuerza a su memoria. Entreabrió los labios para explicar su investigación, pero fue la hermana quien preguntó en un tono grave:
– ¿Qué quiere, hijo mío? ¿Por qué lleva una pistola bajo la chaqueta?
– Soy de la policía. Tengo que ver a la hermana Andrée. Es urgente.
Las religiosas seguían conversando, pero el teniente comprendió que habían oído su solicitud. La monja dijo:
– Vamos a llamarla. -Hizo un discreto signo a una de sus vecinas y luego se dirigió a Karim-. Venga conmigo.
El poli se inclinó frente a las mesas, en señal de despedida y de gratitud. Un salteador de caminos saludando a quienes le habían ofrecido su hospitalidad. Enfilaron de nuevo el brillante pasillo. Sus pasos no hacían el menor ruido. De repente, la religiosa se volvió.
– Le han prevenido, ¿verdad?
– ¿De qué?
– Usted podrá hablarle, pero no podrá verla. Podrá escucharla, pero no acercarse a ella.
Karim examinó los bordes del velo, arqueados como una bóveda de sombra. Pensó en una nave, en una cúpula iluminada de azul, en campanas rasgando el cielo de Roma, esa clase de clisés que cruzan la mente cuando se quiere dar un rostro al Dios de los católicos.
– Las tinieblas -murmuró la mujer-. La hermana Andrée ha hecho voto de tinieblas. Hace catorce años que no la hemos visto. A estas alturas, ya debe de ser ciega.
Fuera, los últimos rayos del sol desaparecían tras los macizos edificios. Fríos colores se abatían sobre el patio desierto. Se encaminaron hacia la iglesia de altas torres. En el flanco derecho del edificio descubrieron otra pequeña puerta de madera. La religiosa rebuscó entre los pliegues de su hábito. Karim oyó un tintineo de llaves, raspaduras contra la piedra.
La hermana le abandonó ante la puerta entornada.
La oscuridad parecía habitada, poblada de olores húmedos, de cirios vacilantes, de piedras usadas. Karim dio algunos pasos y levantó la mirada. No distinguía las alturas de la bóveda. Los raros reflejos de los vitrales ya estaban roídos por el crepúsculo, las llamas de los cirios parecían prisioneras del frío, de la aplastante inmensidad de la iglesia.
Pasó junto a una pila de agua bendita en forma de concha, junto a los confesonarios y anduvo a lo largo de las alcobas que parecían ocultar objetos secretos del culto. Se fijó en otro candelabro negruzco con una gran cantidad de cirios que ardían en charcos de cera.
Estos lugares despertaban en él sordas reminiscencias. A pesar de sus orígenes, a pesar del color de su piel, su subconsciente estaba impregnado del credo católico. Recordaba fríos miércoles en el hogar donde las sesiones de tarde de la tele eran siempre precedidas por los cursos de catecismo. El martirio del Camino de la Cruz. La benevolencia de Cristo. La multiplicación de los panes. Todas aquellas tonterías… Karim sintió surgir en su interior una oleada de nostalgia y una extraña ternura hacia sus educadores; se reprochó tener aquellos sentimientos. El beur no quería tener recuerdos ni debilidades respecto a su pasado. Era un hijo del presente. Un ser del instante. Era así, al menos, como le gustaba considerarse.
Pasó de largo más bóvedas. Detrás de los entramados de madera, en el fondo de los nichos, discernía tapices oscuros, grabados blancuzcos, cuadros tejidos con oro. Un olor a polvo envolvía cada uno de sus pasos. De repente, un ruido grave le hizo volver la cabeza. Necesitó varios segundos para distinguir una sombra en la sombra… y soltar la culata de su Glock, que había agarrado instintivamente.
En el hueco de una alcoba, la hermana Andrée permanecía completamente inmóvil.
Inclinaba el rostro y su velo disimulaba por completo sus rasgos. Karim comprendió que no vería esa cara y tuvo una iluminación. La hermana y el muchachito compartían tal vez un signo, una marca en su rostro, que revelaría un vínculo de parentesco. La hermana y el niño quizá fueran madre e hijo. Este pensamiento le atenazó el espíritu como un torno, hasta el punto de no oír las primeras palabras de la mujer.
– ¿Qué ha dicho? -susurró.
– Le he preguntado qué quería.
La voz era grave, pero dulce. Las cuerdas de un arco velando el timbre de un violín.
– Hermana, pertenezco a la policía. He venido a hablar de Jude.
El velo oscuro no se movió.
– Hace catorce años -prosiguió Karim-, en un pueblo llamado Sarzac, usted robó o destruyó todas las fotografías de un niño, Jude Itero. En Cahors, sobornó a un fotógrafo. Engañó a unos niños. Provocó incendios, cometió robos. Todo esto para borrar un rostro de varias fotos. ¿Por qué?
La hermana permaneció inmóvil. Su velo formaba un arco sobre la nada.
– Obedecía órdenes -pronunció ella por fin.
– ¿Órdenes? ¿De quién?
– De la madre del niño.
Karim sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Sabía que la mujer decía la verdad. En un segundo, el poli renunció a su hipótesis hermana/madre/hijo.
La religiosa abrió la barrera de madera que la separaba de Karim. Pasó por delante de él y fue con paso firme hacia las sillas de enea. Se arrodilló al lado de una columna, en un reclinatorio, e inclinó la nuca. Karim fue a la hilera superior y se sentó frente a ella. Le asaltaron olores de paja trenzada, ceniza e incienso.
– La escucho -dijo, escrutando la mancha de sombra en el lugar del rostro.
– Vino a verme una tarde de domingo, en el mes de junio del 82.
– ¿Usted la conocía?
– No. Nos conocimos aquí mismo. No vi sus facciones. No me dio su nombre ni ningún otro dato. Sólo me dijo que me necesitaba. Para una misión particular… Quería que destruyera las fotografías escolares de su hijo. Quería borrar toda huella de su rostro.
– ¿Por qué quería anularlo?
– Estaba loca.
– Se lo ruego. Encuentre otra explicación.
– Decía que a su hijo lo perseguían los diablos.
– ¿Diablos?
– Así fue como se expresó. Dijo que buscaban su cara…
– ¿No le dio otra explicación?
– No. Dijo que su hijo estaba maldito. Que su cara era una prueba, un cuerpo del delito, que reflejaba el maleficio de los diablos. Dijo también que ella y su hijo habían ganado dos años a la maldición, pero que la desgracia acababa de atraparlos, que los diablos merodeaban de nuevo. Sus palabras no tenían ningún sentido. Una loca. Era una loca.
Karim captaba cada palabra de la hermana Andrée. No comprendía el significado de esta historia, pero estaba clara una verdad: los dos años de tregua eran los pasados en Sarzac, en el más estricto anonimato. ¿De dónde venían, pues, esta madre y su hijo?
– Si seres amenazadores perseguían realmente al pequeño Jude, ¿por qué confiar una misión secreta a una religiosa de la cual se acordaría todo el mundo?
La mujer no contestó.
– Se lo ruego, hermana -murmuró Karim.
– Dijo que lo había intentado todo para esconder a su hijo, pero que los diablos eran mucho más fuertes. Dijo que sólo le quedaba el remedio de exorcizar el rostro.
– ¿Qué?
– Según ella, tenía que ser yo quien obtuviera esas fotos y después las quemara. Esta misión tendría valor de exorcismo. De este modo yo liberaría el rostro de su hijo.
– Hermana, no comprendo nada.
– Ya le he dicho que esa mujer estaba loca.
– Pero, ¿por qué usted? ¡Es increíble, su convento está a más de doscientos kilómetros de Sarzac!
La hermana guardó silencio y después:
– Me había buscado. Me escogió.
– ¿Qué quiere decir?
– No siempre he sido carmelita. Antes de que la vocación naciera en mí, era una madre de familia. Tuve que abandonar a mi marido y a mi hijo. La mujer pensaba que, por este motivo, yo sería sensible a su petición. Y estaba en lo cierto.
Karim seguía escudriñando el refugio de sombra. Insistió:
– No me lo dice todo. Si pensaba que esa mujer estaba loca, ¿por qué obedecerla? ¿Por qué recorrer centenares de kilómetros por unas fotografías? ¿Por qué mentir, robar, destruir?
– Por el niño. Pese a la demencia de esa mujer, pese a sus palabras absurdas, yo… yo sentía que el niño estaba en peligro. Y que la única manera de ayudarle era obedecer las órdenes de su madre. Aunque sólo fuera para calmar su furia.
Abdouf tragó saliva. El hormigueo le volvió con fuerza. Se acercó y habló con la voz más calmada:
– Hábleme de la madre. ¿Qué aspecto tenía, físicamente?
– Era muy alta, muy robusta. Medía por lo menos un metro ochenta. Tenía los hombros anchos. No llegué a verle la cara pero recuerdo que lucía una cabellera negra y ondulada que la rodeaba como una aureola. Llevaba gafas, con grandes monturas. Iba siempre vestida de negro. Una especie de jerséis de algodón o de lana…
– ¿Y el padre de Jude? ¿No le habló nunca de él?
– No, nunca.
Karim agarró la madera del reclinatorio y se inclinó aún más hacia delante. Instintivamente, la mujer retrocedió:
– ¿Cuántas veces vino? -continuó.
– Cuatro o cinco. Siempre en domingo. Por la mañana. Me dio una lista de nombres y direcciones, el fotógrafo, las familias que podían poseer las fotos. Durante la semana, me las arreglaba para recuperar las imágenes. Visité a las familias. Mentí. Robé. Soborné al fotógrafo con el dinero que ella me había dado…
– ¿Se quedaba después con las fotos?
– No. Ya se lo he dicho: quería que fuese yo quien las quemara… Cuando venía, tachaba sencillamente los nombres de la lista… Cuando todos estuvieron tachados, sen… sentí que se había serenado. Desapareció para siempre. Por mi parte, me sumergí en las tinieblas. Elegí la oscuridad, el aislamiento. Sólo la mirada de Dios me resulta tolerable. Desde aquella época, no pasa un día sin que ruegue por el muchachito. Yo…
Se detuvo en seco, como comprendiendo de repente una verdad implícita.
– ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué esta investigación? Señor, Jude no estará…
Karim se levantó. Los olores del incienso le quemaban la garganta. Se dio cuenta de que respiraba sonoramente, con la boca abierta. Tragó saliva y lanzó una mirada de soslayo a la hermana Andrée.
– Hizo lo que debía -le dijo con voz sorda-, pero no sirvió de nada. Un mes después, el niño estaba muerto. No sé cómo murió. No sé por qué. Pero la mujer estaba menos loca de lo que usted cree. Y anoche profanaron la tumba de Jude, en Sarzac. Ahora estoy casi seguro de que los culpables de este acto son los diablos a quienes temía entonces. Esa mujer vivía una pesadilla, hermana. Y esa pesadilla acaba de despertarse.
La hermana gimió, con la cabeza baja. Su velo dibujaba vertientes de seda blanca y negra. Karim continuó con voz cada vez más fuerte. Su timbre ronco se elevaba en la iglesia y ya no sabía a quién hablaba: a ella, a sí mismo o a Jude.
– Soy un poli sin experiencia, hermana. Soy un granuja y camino en solitario. Pero en cierto sentido, los cerdos de anoche no podían haber dado con nadie más adecuado. -Agarró de nuevo el reclinatorio-. Porque he hecho una promesa al niño, ¿entiende? Porque vengo de ninguna parte y nada ni nadie podrá detenerme. Tengo mi propia bandera, ¿entiende? ¡Mi propia bandera!
El policía se inclinó. Oyó crujir las articulaciones de sus dedos.
– Ahora es el momento de cavilar, hermana. Encuentre algo, lo que sea, para ponerme sobre la pista. Debo seguir las huellas de la madre de Jude.
Siempre inclinada, la religiosa negaba con la cabeza.
– Yo no sé nada.
– ¡Reflexione! ¿Dónde podría encontrar a esa mujer? Después de Sarzac, ¿adonde fue? Y antes de eso, ¿de dónde vino? ¡Deme un detalle, un indicio que me permita continuar la investigación!
La hermana Andrée reprimió los sollozos.
– Yo… yo creo que venía con él.
– ¿Con él?
– Con el niño.
– ¿Lo vio usted?
– No. Le dejaba en el pueblo, cerca de la estación, en un parque de atracciones. La feria todavía existe, pero nunca he tenido el valor de ir a ver a los feriantes, yo… Es posible que alguno de ellos se acuerde del pequeño… Es todo lo que sé…
– Gracias, hermana.
Karim se fue a paso de carrera. En la vasta explanada, su calzado guarnecido de hierro rechinó como sobre pedernal. Se paró en seco bajo el aire gélido, tieso como un pararrayos, y escrutó el cielo. Sus labios murmuraron en un ataque de angustia:
– ¡Joder!, pero ¿dónde estoy ahora…? ¿Dónde?
El parque de atracciones se extendía en el crepúsculo a lo largo de una vía férrea a la salida del pueblo desierto. Las barracas escupían sus fulgores y su música al vacío. No había un solo curioso ni una sola familia que fueran allí a pasar el rato una tarde de lunes. A lo lejos, el mar oscuro entreabría sus mandíbulas blanquecinas a golpes de agitadas olas.
Karim se aproximó. Una gran noria giraba lenta. Sus radios estaban adornados de pequeños farolillos, la mitad de los cuales se encendía alternativamente, como tremolando bajo el efecto de un cortocircuito. Unos coches de choque caracoleaban a ciegas, y las atracciones funcionaban bajo toldos azotados por el viento: tómbolas, puestos ambulantes, espectáculos penosos… Entre la iglesia y esta feria, Abdouf no habría sabido decir qué le deprimía más.
Sin convicción, empezó a interrogar a los feriantes. Evocó a un muchachito llamado Jude Itero, murmuró la fecha: julio del 82. La mayor parte del tiempo, las caras no parpadearon más que unas momias arrugadas. A veces sólo obtenía gruñidos negativos. Otras, observaciones incrédulas: «¿Hace catorce años? ¿Y qué más?». Karim sentía un creciente desánimo. ¿Quién habría podido acordarse? ¿Cuántos domingos habría venido Jude aquí? ¿Tres, cuatro, cinco como máximo?
Por pura perseverancia, el inmigrante magrebí dio la vuelta completa al parque, convenciéndose de que el chico se habría apasionado tal vez por una u otra atracción, o simpatizado con un feriante…
No obstante, terminó la vuelta a la pista sin ningún resultado. Escrutó la orilla del mar. Las olas seguían enroscando sus lenguas de espuma en torno a los pilotes del malecón. El poli pensó en un mar de alquitrán. Le parecía haber llegado a una tierra de nadie donde ya no quedaba nada por encontrar. Le vino a la mente un recuerdo de infancia: la isla mágica de Pinocho, donde los niños vagos caían en la trampa, captados por atracciones fabulosas, antes de ser transformados en asnos.
¿En qué se habría transformado Jude?
El poli ya se disponía a volver al coche cuando se fijó en un pequeño circo, al borde de un terreno difuso.
Se dijo que no debía dejar ningún cabo suelto en su investigación. Se puso de nuevo en marcha, con los hombros cansados, y llegó a la carpa de lona. No se trataba realmente de un circo, más bien de una tienda precaria que debía albergar un puñado de atracciones de feria. Encima del destartalado pórtico, una banderola de plástico anunciaba con letras entorchadas «Los Braseros». Todo un programa. Con dos dedos, el poli levantó la lona que hacía las veces de puerta.
Se inmovilizó ante el espectáculo cegador que le esperaba en el interior. Llamas. Unos rugidos sordos. Olores de gasolina, traídos por las corrientes de aire. Por un breve instante, el teniente pensó en una máquina acelerada, hecha de fuego y de músculos, de llamaradas y de bustos humanos. Después comprendió que contemplaba, simplemente, bajo lámparas anémicas, una especie de ballet de comefuegos. Hombres con el torso desnudo, brillantes de sudor y gasolina, expectoraban su saliva inflamable sobre antorchas irascibles. Los hombres se desplazaban en círculo, formando una ronda maléfica. Nuevo trago de gasolina. Más llamas. Algunos de los hombres se agachaban y otros saltaban por encima de su espinazo, vomitando todavía su sortilegio deslumbrante.
El policía pensó en los diablos que perseguían a la madre de Jude. Todo, en esta larga pesadilla, mantenía una paridad de atmósferas, una misma inquietud venenosa. «Cada crimen es un núcleo atómico», decía el poli de cabellos a cepillo.
Karim se sentó en las graderías de madera y observó unos instantes a los aprendices de dragones. Sintió que debía quedarse allí, interrogar a esos hombres. ¿Por qué?, no lo sabía. Al final, uno de los Braseros se dignó fijarse en él. Dejó de trabajar y se le acercó, sosteniendo todavía su espetón negruzco que aún vomitaba algunas pavesas. No debía de llegar a los treinta años, pero sus facciones parecían haber sido surcadas por años de doble longitud. Años de cárcel, sin duda alguna. Greñas morenas, piel morena, pupilas oscuras. Y el aire lancinante del individuo siempre anticipado a un mal golpe.
– ¿Eres de los nuestros? -preguntó.
– ¿De los vuestros?
– Sí. ¿Eres extranjero? ¿Buscas trabajo?
Karim juntó las manos, palma contra palma.
– No, soy poli.
– ¿Poli?
El comefuegos se acercó y plantó un tacón en la grada inferior justo debajo de Karim.
– Tío, no tienes cara de poli.
El poli árabe podía oler el torso candente del hombre. Dijo:
– Todo depende de la idea que uno tenga de ser poli.
– ¿Qué quieres? Al menos no eres de la territorial, ¿verdad?
Karim no contestó. Echó una mirada a la carpa de lona remendada, a los saltimbanquis en el centro de la pista, y luego se hizo la reflexión de que en 1982 ese tipo debía de tener unos quince años. ¿Habría una mínima posibilidad de que se hubiese cruzado con Jude? Ninguna. Pero un impulso le empujó.
– ¿Hace catorce años estabas ya en este rincón?
– Es posible, sí. El circo es de mis viejos.
Karim pronunció de un tirón:
– Sigo la pista de un niño pequeño que quizá vino por aquí en aquella época. En julio del 82, para ser exactos. Varios domingos seguidos. Busco a gente que se acuerde de él.
El comefuegos escudriñó la verdad en los ojos de Karim.
– Tío, no hablarás en serio, ¿verdad?
– ¿No lo parece?
– ¿Cómo se llamaba tu niño?
– Jude. Jude Itero.
– ¿Crees de veras que alguien puede acordarse de un chaval que tal vez estuvo en nuestro circo hace catorce años?
Karim se levantó y se fue de las gradas.
– Olvídalo.
El hombre le tiró bruscamente de la chaqueta.
– Jude vino varias veces. Se quedaba plantado delante de nosotros mientras ensayábamos. Estaba como hipnotizado. Un verdadero chaval de piedra.
– ¿Qué?
El hombre subió una grada y se colocó al nivel de Karim. El poli olió su aliento cargado de gasolina. El comefuegos continuó:
– Tío, era un verano tórrido. Como para fundir los raíles. Jude apareció cuatro domingos seguidos. Teníamos casi la misma edad. Jugábamos juntos. Le enseñé a vomitar el fuego. Historias de críos. Sin más.
Karim miró fijamente al joven Brasero.
– ¿Y te acuerdas de ese chico, catorce años después?
– Es justo lo que esperabas, ¿no?
El poli levantó el tono:
– Te pregunto cómo puedes acordarte de eso.
El tipo saltó al suelo de tierra batida, juntó los tacones y luego se llevó el espetón muy cerca de los labios. Salpicó la antorcha con unas gotas de saliva mezclada con fuel. Brotó una lluvia de chispas.
– Tío, es que Jude tenía algo especial.
Karim se estremeció:
– ¿En la cara? ¿Tenía algo en la cara?
– No, en la cara no.
– Entonces, ¿qué?
El joven escupió otra vez unas pavesas y se echó a reír:
– Tío, Jude era una niña.
Lentamente, la verdad adquiría consistencia.
Según el comefuegos, el niño que había visto varias veces era una niña disfrazada con todo cuidado de chico. Los cabellos muy cortos, la ropa apropiada, los modales de un muchachito. El hombre fue categórico: «No me dijo nunca que era una niña… Era su secreto, ¿entiendes? Sinceramente, yo pensé enseguida que había gato encerrado. En primer lugar era muy bonita. Una preciosidad. Y lo mismo podía decirse de la voz. Y de las formas. Debía de tener diez o doce años. Eso ya empezaba a verse. Y había más. Llevaba algo en los ojos que le cambiaba el color del iris. Tenía los ojos negros, pero era un negro de tinta, un negro artificial. Aun siendo un niño, me di cuenta. Y siempre se quejaba de que le dolían los ojos. Unos dolores, decía, que le llegaban hasta el fondo de la cabeza…».
Karim iba juntando los elementos. La madre de Jude temía más que a nada a los diablos que querían destruir a su hija. Sin duda por esa razón abandonó un primer pueblo para ir a Sarzac. Allí (y Karim habría debido pensarlo), había adoptado una nueva identidad, cambiado el nombre e incluso transformado a la niña, cambiando su sexo. De este modo no habría ninguna posibilidad de que alguien la encontrara o la reconociera. Sin embargo, dos años después, los diablos habían reaparecido en el segundo pueblo, en Sarzac. Todavía buscaban a la niña y estaban a punto de descubrirla.
De descubrirla.
El pánico dominó a la madre. Destruyó todos los documentos, todos los registros, todas las fichas que llevaban el nombre, incluso falso, de su hija. Y sobre todo las fotos, porque una cosa era segura: los diablos, aunque no poseyeran su nuevo nombre, conocían su rostro. Era precisamente ese rostro lo que buscaban: la prueba, el cuerpo del delito. Por esa razón se concentrarían, en primer lugar, en las fotos de la clase, a fin de descubrir este rostro acosado. Pero, ¿de dónde venían esos perseguidores? ¿Y quiénes eran?
Karim interrogó al joven Brasero:
– ¿La niña no te habló nunca de diablos?
El joven feriante seguía manipulando su antorcha.
– ¿De diablos? No. Los diablos… -señaló a sus colegas con una risa burlona-… éramos más bien nosotros. Y Jude no hablaba mucho. Ya lo he dicho: éramos unos críos. Sólo le enseñé a vomitar fuego…
– ¿Esto le interesaba?
– Más aún: la fascinaba. Decía que quería aprender… para defenderse. Y también defender a su mamá… Era una niña… realmente extraña.
– ¿No dijo nada acerca de su madre?
– No. Ni siquiera llegué a verla nunca… Jude se quedaba una o dos horas conmigo y más de una vez desapareció… a lo Cenicienta. Se eclipsó así, varias veces, y un día no volvió más…
– ¿No recuerdas nada? ¿Un detalle que pudiera ayudarme, un hecho singular?
– No.
– Su nombre de pila, por ejemplo… ¿Nunca te dijo cómo se llamaba… de verdad?
– No. Pero ahora que lo pienso, había una cosa que la fastidiaba…
– ¿Qué?
– Al principio yo la llamé «Jioude», con acento inglés, como en la canción de los Beatles. Pero eso la enfurecía. Quería que la llamara Ju-de, con acento francés. Aún me parece estar viendo su boquita: «Ju-de».
El feriante esbozó una sonrisa que venía de lejos; algo pareció cristalizar en sus pupilas. Karim presintió que el dragón debió de querer locamente a la niña. El hombre preguntó a su vez:
– ¿Llevas una investigación? ¿Por qué? ¿Qué pasa con ella? No sé qué edad debe de tener ahora…
Karim ya no escuchaba. Pensaba en la pequeña Jude, que había seguido dos años de escolaridad bajo una identidad falsa. ¿Cómo pudo la madre falsificar los documentos de identidad de su hija cuando la matriculó en la escuela? ¿Cómo pudo haberla hecho pasar por un muchachito a la vista de todos, en especial de una profesora que trataba a la niña todos los días?
De pronto, el poli tuvo una idea: Alzó los ojos y preguntó al hombre antorcha:
– ¿Hay un teléfono aquí?
– ¿Por quién nos tomas? ¿Por mendigos? Sígueme.
Abdouf fue tras él.
El feriante abandonó a Karim en una pequeña chabola de madera pintada, al final de la pista de arena. Había un teléfono sobre una mesita. El poli marcó el número de la directora de la escuela Jean-Jaurès. El viento soplaba con furia bajo la carpa. Veía a los comefuegos a lo lejos. Sonaron tres timbrazos y entonces contestó una voz masculina.
– Querría hablar con la señora directora -explicó Karim, dominando su excitación.
– ¿De parte de quién?
– Del teniente Karim Abdouf.
Unos segundos después, la voz sin aliento de la mujer resonó en el auricular. El policía empezó sin preámbulo:
– ¿Se acuerda de la profesora de quien me habló usted, que abandonó Sarzac a fines del año 82?
– Claro que sí.
– Me dijo que ella tuteló la CM1 en el 81 y la CM2 en el 82.
– Exactamente.
– De hecho, siguió a Jude Itero de una clase a otra, ¿no?
– Sí. Podría ser así, pero ya se lo dije: es frecuente que una profesora…
– ¿Cómo se llamaba?
– Espere, consultaré mis notas…
La directora revolvió sus papeles.
– Fabienne Pascaud.
Evidentemente, este nombre no dijo nada a Karim. Y no tenía ningún punto en común, ninguna resonancia con el seudónimo de la niña. El poli se rompía la cabeza con cada información. Preguntó:
– ¿Tiene usted su nombre de soltera?
– Ése es su nombre de soltera.
– ¿No estaba casada?
– Era viuda. En todo caso, es lo que veo en su ficha. Es extraño. Al parecer recuperó su primer apellido.
– ¿Cuál era su nombre de casada?
– Espere… Aquí está: Hérault. H.é.r.a.u.l.t.
Otro callejón sin salida. Karim se equivocaba de pista.
– Bueno. Muchas gracias…
Fue un relámpago. Un fulgor. Si estaba en lo cierto, si esa mujer era realmente la madre de Jude, el apellido de la niña debía de ser inicialmente Hérault. Y su nombre de pila…
Karim oyó de nuevo la observación del feriante acerca de la pronunciación del nombre de pila de la niña. Ésta tenía un gran empeño en que se pronunciara tal como se escribía, a la francesa. ¿Por qué? ¿No sería porque le recordaba su verdadero nombre de pila? ¿Su nombre de niña?
Karim susurró al auricular:
– Espere un minuto.
Se arrodilló y escribió en la arena, con mano nerviosa, los dos nombres en letras mayúsculas, uno debajo del otro:
Fabienne Hérault
Jude Itero
Había la misma consonancia, la misma tonalidad en las dos últimas sílabas. Reflexionó unos instantes y luego borró con la mano lo que acababa de escribir en el polvo. Entonces escribió, separando las sílabas:
Ju-dI-te-ro
Y después:
Judith Hérault
Le faltó poco para exhalar un rugido de triunfo. Jude Itero se llamaba en realidad Judith Hérault. El muchachito era una niña. Y la madre era sin duda la profesora. Había recuperado su nombre de soltera para confundir mejor las pistas, y adaptado el nombre de pila de su hija al género masculino, sin duda para no desorientar más a la niña o evitar que cometiera errores con su nueva identidad.
Karim cerró los puños. Estaba seguro de que las cosas eran así. La mujer había podido trapichear con la identidad de su hija en la escuela porque ella estaba en el mismo lugar. Esta hipótesis lo explicaba todo: la facilidad con que la mujer había engañado a todo el mundo en Sarzac, la discreción con que había manipulado los documentos oficiales. Con voz temblorosa, preguntó a la directora:
– ¿Me podría conseguir en la delegación informaciones más precisas sobre esta profesora?
– ¿Esta tarde?
– Esta tarde, sí.
– Bueno… Sí, conozco a algunas personas. Es posible. ¿Qué quiere saber?
– Quiero saber dónde se instaló Fabienne Hérault después de su marcha de Sarzac. También quiero saber dónde enseñó antes de su llegada a su pueblo. Procure encontrar asimismo a personas que la hayan conocido. ¿Tiene usted un teléfono móvil?
La mujer asintió y dio su número. Parecía ligeramente extrañada. Karim inquirió:
– ¿Cuánto tiempo necesita para ir usted misma a la delegación y obtener la información?
– Alrededor de dos horas.
– Llévese su móvil. La llamaré dentro de dos horas.
Karim salió de la chabola y saludó con la mano a los Braseros, que habían reanudado su danza del fuego.
Tenía que matar dos horas.
Karim se ajustó la gorra y se dirigió a su break. Barría la sombra un viento cargado de miasmas marinos que parecían agrietar la tierra y el asfalto. Tenía que matar dos horas. Se dijo que tal vez esta región no se lo había dado todo.
Intentó imaginar a Fabienne y Judith Hérault, los dos seres solitarios que iban allí cada domingo de verano. Imaginó la escena con precisión, repasando cada aspecto, cada detalle que tal vez pudiera indicarle un camino. Distinguía a la madre y su hija, a la luz de la mañana, caminando con toda discreción en una región donde nadie las conocía. La mujer, decidida, obsesionada por el rostro de la hija. Y ella, la niña andrógina, encerrada con doble llave dentro de su miedo.
Abdouf no habría sabido decir por qué, pero imaginaba a esa extraña pareja sumida en la misma angustia. Las veía cogidas de la mano, andando en silencio… ¿Cómo venían aquí? ¿En tren? ¿Por carretera?
El teniente decidió visitar todas las estaciones ferroviarias de los alrededores, las gasolineras de la autopista, las gendarmerías, en busca de una huella, un indicio, un recuerdo…
Tenía que matar dos horas: eso o nada.
Arrancó bajo el cielo que ya enrojecía con las últimas brasas del sol poniente. Las noches de octubre ya se acurrucaban en su oscuridad precoz.
Karim encontró una cabina telefónica y llamó primero al SRPJ de Rodez, en busca de un coche matriculado a nombre de Fabienne Pascaud o de Fabienne Hérault en el departamento de Lot en 1982. En vano. No había matrícula con ese nombre. Subió de nuevo al coche y dirigió sus indagaciones hacia las estaciones cercanas, sin abandonar totalmente la posibilidad de que tuviera un coche.
Visitó cuatro estaciones de tren. Para obtener cuatro resultados nulos. Abdouf tragaba kilómetros, en círculos concéntricos, en torno al convento y el parque de atracciones. En el halo de sus faros sólo percibía altas figuras fantasmagóricas: árboles, rocas, túneles… Se sentía bien. La adrenalina le calentaba los miembros y la excitación mantenía despiertas todas sus facultades. El beur reconocía las sensaciones que amaba, las de la noche, del miedo. Estas sensaciones descubiertas en el centro de los aparcamientos, cuando limaba sus primeras llaves detrás de los postes. Karim no temía las tinieblas: eran su mundo, su abrigo, sus aguas profundas. En ellas se sentía sereno, tenso como un arma, poderoso como un depredador.
En la quinta estación, el poli sólo encontró una zona de carga, atestada de viejos vagones y turbinas azuladas. Se marchó al instante, pero se detuvo en seco casi enseguida. Se hallaba en un puente, encima de la autopista, la salida de Sète-Oeste. Escrutó la pequeña zona de peaje, a trescientos metros de allí. Su instinto le ordenó hacer una verificación.
No dejar ningún cabo suelto, nunca.
Tomó la vía de acceso y torció enseguida hacia la derecha para franquear una hilera de alheñas. Allí había varios edificios prefabricados: las oficinas de la estación de servicio de la autopista. Ninguna luz. No obstante, cerca de los garajes contiguos a la edificación, el teniente vio a un hombre. Se detuvo otra vez, aparcó el coche y fue directamente hacia la silueta, atareada al pie de un camión muy alto.
El viento acre arreciaba. Todo estaba seco, mate, polvoriento, envuelto en un aliento salino. El poli caminó junto a unas señales de carreteras, excavadoras, toldos de plástico. Golpeó el volquete del camión -un convoy de sal- y produjo un ruido metálico.
El hombre se sobresaltó; su pasamontañas sólo abría un espacio para los ojos. Frunció las cejas grisáceas.
– ¿Qué pasa? ¿Quién es usted?
– El Diablo.
– ¿Cómo?
Karim sonrió, apoyándose en el volquete.
– Bromeo. Es la policía, abuelo. Necesito información.
– ¿Información? No habrá nadie hasta mañana por la mañana. Yo…
– Las áreas de servicio de las autopistas funcionan veinticuatro horas al día.
– El cobrador está en la cabina y yo trabajo aquí…
– Es lo que he dicho. Tú y yo vamos a entrar en la oficina. Tú beberás un café negro mientras yo echo una ojeada al PCI
– ¿El… PCI? Pero… ¿qué busca?
– Ya te lo explicaré todo cuando entremos en calor.
Las oficinas eran a semejanza del conjunto: demasiado exiguas y provisionales. Paredes estrechas, puertas huecas, mesas de formica. Todo estaba apagado, todo estaba muerto, salvo un ordenador que vibraba en la penumbra. El PCI, la central de información que funcionaba a lo largo de todo el año y aseguraba cualquier información sobre la red de carreteras de la región. Cada accidente, cada avería, cada desplazamiento de los agentes de carretera estaban consignados en esta memoria.
El viejo quiso manipular él mismo el ordenador. Se levantó el pasamontañas. Karim murmuró a su oído:
– Julio del 82. Te toca jugar a ti. Quiero saberlo todo. Los accidentes, las reparaciones, el número de usuarios. La menor anécdota. Todo.
El viejo se quitó los guantes y se sopló los dedos para calentarlos. Tecleó unos segundos. Apareció una lista correspondiente al mes de julio del 82. Cifras, datos, reparaciones. Nada que revelara algún detalle.
– ¿Puedes realizar una búsqueda por nombre? -preguntó Karim, inclinado sobre el hombre.
– Deletrea.
– Tengo varios: Jude Itero, Judith Hérault, Fabienne Pascaud, Fabienne Hérault.
– ¿Todos son tan raros? -refunfuñó el operario, introduciendo los nombres.
Pero al cabo de unos segundos parpadeó una respuesta. Karim se acercó.
– ¿Qué pasa?
– El PCI tiene algo, tiene uno de los nombres. Pero no en julio del 82.
– Continúa la búsqueda.
El hombre tecleó unas órdenes. Las informaciones aparecieron en la pantalla oscura en letras fluorescentes. El poli sintió que su cuerpo se petrificaba. La fecha le saltó a los ojos: 14 de agosto de 1982. El día inscrito sobre la tumba de Jude. Y era ese nombre el que abría el expediente: Jude Itero.
– No recordaba el nombre -murmuró el anciano-, pero sí el accidente. Una desgracia atroz, cerca de Héron-Cendré. El coche derrapó. Cruzó el seto central y se estrelló contra la esquina de un muro antirruidos, justo enfrente. Encontraron a la madre y el hijo atrapados entre la chatarra. Pero sólo el muchacho murió. Iba delante. La madre se salvó, simples contusiones. Había un chorro de sangre que atravesaba las dos direcciones. Dos veces tres carriles, ¿te imaginas?
Karim no lograba dominar sus temblores. Así había acabado la huida de Fabienne y Judith Hérault. A ciento treinta kilómetros por hora contra un muro antirruido. Así de absurdo. Y así de sencillo. El poli reprimió un grito de cólera. No podía convencerse de que toda la aventura, todas las precauciones de la mujer se hubieran malogrado en un simple patinazo.
Y no obstante, lo sabía desde el principio: Judith había muerto en agosto de 1982, como lo atestiguaba su tumba. Ahora no hacía más que descubrir las circunstancias de aquella desaparición. Las lágrimas le quemaron los párpados como si acabara de conocer la muerte de un ser querido. De un ser a quien quería, desde hacía sólo unas horas, pero con el furor de un torrente. Más allá de las palabras y de los años. Más allá del espacio y del tiempo.
– Continúa -ordenó-. ¿Cómo estaba el cuerpo del niño?
– Se… se hallaba totalmente incrustado en la rejilla del radiador. Un conglomerado de carne y de chapa. Maldita sea. Tardaron más de seis horas en… En fin… Jamás lo olvidaré… Su rostro estaba… en fin, ya no había rostro, ni cabeza, ni nada.
– ¿Y la madre?
– ¿La madre? Yo no sé si era la madre. En cualquier caso, no tenía el mismo nombre que…
– Ya lo sé. ¿Estaba herida?
– No. Salió bien parada. Hematomas, arañazos… Poca cosa. Y es porque el coche dio una vuelta de campana, ¿comprendes? Y el muro dio de lleno contra el lado del pasajero. Es el choque clásico…
– Descríbemela.
– ¿A quién?
– A la mujer.
– No podría olvidarla. Una giganta. Una morena de cara ancha. Y gafas grandes. Toda de negro y pliegues vaporosos. Realmente extraña. No lloraba. Parecía muy fría. Tal vez fuera el estado de shock, no sé…
– ¿Cómo era la cara?
– Bonita.
– Pero, ¿cómo?
– Mofletuda, ya no la recuerdo bien… Un cutis muy claro, casi transparente…
Abdouf cambió de dirección.
– Para cada accidente, ustedes conservan un informe, ¿no? Una descripción, con el certificado de defunción y todo lo demás, ¿verdad?
El viejo hirsuto miró a Karim. Sus pupilas brillaban como granos de café.
– ¿Qué buscas exactamente, jefe?
– Enséñame el expediente.
El hombre se secó las manos con el anorak y abrió un armario cuyas puertas eran una especie de persianas. Karim le vio leer los nombres de los accidentados, murmurando las sílabas.
– Jude Itero. Aquí está, es éste. Te prevengo, es…
Karim se lo cogió de las manos y hojeó las diferentes páginas. Testimonios, certificados, atestados, actas de seguros. Todas las circunstancias. Fabienne Pascaud conducía un coche de alquiler que había contratado en Sarzac. Las señas de residencia eran las mismas que le había dado el doctor Macé: las ruinas aisladas en el valle de rocalla. Nada nuevo por ese lado. Lo asombroso era que la madre había declarado la muerte de su hijo bajo el nombre de Jude Itero, de sexo masculino.
– No comprendo -dijo el policía-. ¿El hijo era un varón?
– Pues claro… -El viejo miró el expediente por encima del brazo de Karim-. Es lo que ella dijo, en todo caso…
– ¿No recuerdas si hubo un problema en este aspecto?
– ¿Un problema? ¿Qué quieres decir?
El poli se esforzó en dominar la voz:
– Escucha, te pregunto simplemente si era posible identificar el sexo del niño.
– ¡Yo no soy médico! Pero, francamente, creo que no. Más que un cuerpo eran fragmentos… Carne en el parachoques… -Se pasó la mano por la cara-. No se puede describir, jefe… En los veinticinco años que vivo aquí, he visto muchos accidentes… Siempre es algo espantoso… -Agitó las manos levantadas, imitando capas de bruma-. ¡Como una especie de guerra subterránea, sabes, que surgiera de vez en cuando con una violencia terrible!
Karim comprendió que el estado del cuerpo había permitido a la mujer llevar su mentira hasta más allá de la tumba. Pero, ¿por qué? ¿Seguía temiendo una amenaza? ¿Incluso ahora que su hija estaba muerta?
El teniente hojeó de nuevo el expediente y descubrió fotografías del siniestro. Sangre. Chapa retorcida. Trozos de carne, miembros diseminados, desprendidos de la carrocería. Pasó rápidamente. No tenía ánimos para aquello. Después llegó al certificado de defunción, la descripción del médico, y obtuvo confirmación de que las características del cuerpo pertenecían al orden de lo abstracto.
Karim se apoyó en la pared, presa de vértigo. Después examinó el reloj. Había matado dos horas.
Pero esas horas le habían matado a él.
Con un esfuerzo, echó una última mirada a las páginas. Unas huellas digitales estaban impresas con tinta azul en una ficha de cartón. Las observó unos segundos y preguntó:
– ¿Estas son sus huellas?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Estas huellas son las del niño?
– No entiendo tus preguntas. Pues claro que lo son… Fui yo quien aguantó el entintador. Los restos del cuerpo estaban en la funda. El médico apoyó la pequeña mano. Una mano ensangrentada. Joder. Todos tenían prisa por acabar. Escucha, todavía hoy viene a atormentarme por las noches, así que…
Karim se guardó el expediente bajo la chaqueta de cuero.
– De acuerdo. Me quedo con los documentos.
– Eso, quédatelos. Y vete con viento fresco.
El teniente salió con esfuerzo de la oficina. Estaba estupefacto. Bajo sus párpados bailaban unas estrellas. El viejo le gritó desde los escalones de la construcción.
– Cuídate.
Karim se volvió. El hombre le observaba bajo el viento salino, reteniendo con el hombro la puerta acristalada. El cristal doblaba su silueta con un reflejo dorado.
– ¿Qué? -repitió el poli.
– He dicho: cuídate. Y ve siempre solo.
Karim intentó sonreír.
– ¿Por qué?
El hombre se bajó el pasamontañas.
– Porque lo sé, lo huelo: caminas entre los muertos.
– La de cosas que me hace usted hacer, teniente… Me he reunido con una colega de la delegación…
La voz de la mujer vibraba de alegre excitación. Karim se había detenido en otra cabina para llamar al teléfono móvil de la directora. Ésta continuó:
– El guardián ha sido muy amable…
– ¿Qué han encontrado?
– El expediente completo de Fabienne Hérault, nacida Pascaud. Pero es otro callejón sin salida. Después de sus dos años en Sarzac, la mujer desapareció. Parece ser que dejó la enseñanza.
– ¿No hay ninguna manera de saber dónde se instaló después?
– Ninguna, no. Por lo visto ya había terminado aquel año su contrato con la Educación Nacional y no renovó sus compromisos. Eso es todo. La delegación no ha tenido nunca más contacto con ella.
Karim se hallaba al pie de un barrio residencial en las afueras de Sète. A través del cristal de la cabina observaba los coches estacionados, cuyas carrocerías rutilantes brillaban bajo los faroles. La información de la mujer no le sorprendía. Fabienne Pascaud había cerrado la puerta a sus espaldas. A su misterio. A su tragedia. A sus diablos.
– ¿Y de dónde venía esta mujer, antes de Sarzac?
– De Guernon, una ciudad universitaria en el Isère, encima de Grenoble. En esta ciudad enseñó sólo unos pocos meses. Antes de eso era responsable de una pequeña escuela primaria en Taverlay, un pueblo situado en las alturas del Pelvoux, una montaña de ese lugar.
– ¿Ha obtenido informaciones personales?
Ella contestó en un tono mecánico:
– Fabienne Pascaud nace en 1945 en Corivier, en un valle del Isère. Se casa con Sylvain Hérault en 1970 y obtiene el mismo año un primer premio del conservatorio de piano de Grenoble. Pudo llegar a profesora y…
– Continúe, por favor.
– En 1972 entra en la escuela normal. Dos años más tarde se integra en la escuela primaria de Taverlay, siempre en el Isère. Allí enseña durante seis años. En 1980, la escuela de Taverlay cierra sus puertas: una carretera nueva permite a los niños asistir a una escuela más grande en un pueblo vecino, incluso en invierno. Entonces Fabienne es trasladada a Guernon. Un golpe de suerte: está a cincuenta kilómetros de Taverlay. Y es una pequeña ciudad famosa en el mundo de la enseñanza. Una ciudad universitaria, muy agradable, muy intelectual.
– Usted me dijo que era viuda: ¿sabe cuándo murió su marido?
– ¡A eso voy, joven, a eso voy! En 1980, cuando llega a Guernon, Fabienne da el apellido de su esposo: no parece haber ningún problema a este respecto. En cambio, seis meses después, en Sarzac, se presenta como viuda. Así pues, el hombre ha desaparecido durante el período de Guernon.
– ¿Hay algo sobre él en su expediente? ¿Su edad? ¿Su profesión?
– Es una delegación de la Educación Nacional. No una agencia de detectives.
Karim suspiró.
– Continúe.
– Poco tiempo después de su llegada a Guernon, pide un traslado. No importa adónde, siempre que sea lejos de este pueblo. Extraño, ¿no? Obtiene enseguida un puesto en Sarzac. Nada sorprendente: nadie quiere venir a nuestra bella región… Allí vuelve a adoptar su nombre de soltera. Se diría que quiso hacer borrón y cuenta nueva.
– No me habla de su hijo.
– En efecto, tenía un hijo, nacido en 1972. Una niña.
– ¿Está escrito así?
– Pues, sí…
– ¿Qué nombre figura?
– Judith Hérault. Pero ya no se hace ninguna mención de ella en Sarzac.
Cada información confirmaba con exactitud la historia que sospechaba Karim. Éste prosiguió:
– ¿Ha podido ponerse en contacto con gente que la haya conocido en Sarzac?
– Sí, he hablado con la directora de la época: Mathilde Sarman. Se acuerda muy bien de Fabienne. Una mujer extraña, al parecer. Misteriosa. Reservada. Muy bella. Y muy fuerte. Un metro ochenta. Unos hombros así de anchos… Tocaba a menudo el piano. Una virtuosa. Le repito lo que me han dicho…
– ¿Fabienne Pascaud vivía sola en Sarzac?
– Según Mathilde, sí, vivía sola. En un valle aislado, a diez kilómetros del pueblo.
– ¿Y nadie sabe por qué se marchó bruscamente de Sarzac?
– No, nadie.
– ¿Ni de Guernon, dos años antes?
– No. Tal vez habría que remontarse a entonces… -La mujer titubeó, y luego se atrevió a preguntar-: Sin embargo, teniente… podría por lo menos explicarme la relación entre esta investigación y el robo en mi escuela, yo…
– Más tarde. ¿Vuelve ahora a su casa?
– Bueno… sí, claro…
– Traiga consigo todo lo que concierne a Fabienne Pascaud y espere mi llamada.
– Yo… Está bien. De acuerdo. ¿Cuándo piensa llamarme?
– No lo sé. Pronto. Entonces se lo explicaré todo.
Karim colgó y examinó de nuevo los coches del aparcamiento. Había Audis, BMW, Mercedes, brillantes, rápidos… y rebosantes de alarmas. Miró el reloj: eran más de las ocho, hora ya de afrontar a la vieja fiera. El teniente marcó el número directo de Henri Crozier. Al instante se oyó vociferar:
– Cabronazo de mierda, ¿Dónde estás?
– Prosigo mi investigación.
– Espero que ya estés en camino de la comisaría.
– No. Tengo que hacer un último rodeo. A la montaña.
– ¿A la montaña?
– Sí, a una pequeña ciudad universitaria, cerca de Grenoble. A Guernon.
Hubo un silencio y luego Crozier continuó:
– Espero que tengas una buena razón para…
– La mejor, comisario. Mi pista se remonta a esa ciudad. En ella pienso descubrir las huellas de los profanadores.
Crozier no añadió nada. El aplomo de Karim parecía dejarle sin aliento. Aprovechando la ventaja, el teniente atacó:
– ¿Hay novedades sobre el vehículo?
El comisario vaciló. Karim elevó el tono:
– ¿Tenéis novedades, sí o no?
– Hemos localizado el vehículo y a su propietario.
– ¿Cómo?
– Un testigo, en la D143. Un campesino que iba a su casa con el tractor. Ha visto pasar un Lada blanco hacia las dos de la madrugada. Ha tenido el tiempo justo de aprender de memoria el número del departamento. Lo hemos verificado: un Lada acaba de matricularse allí. En el control técnico, aún llevaba sus neumáticos eslavos. Es nuestro automóvil. Una certidumbre digamos del ochenta por ciento.
Karim reflexionó. Esta información le parecía sospechosa, aparecía en un momento demasiado preciso.
– ¿Por qué ha hablado el testigo?
Crozier soltó una risa burlona.
– Porque Sarzac está que arde. Los muchachos del SRPJ han llegado con su discreción habitual. Actúan estilo Carpentras, como si se tratase de una profanación en toda regla. -Crozier echó pestes de ellos-. Los medios de comunicación también están allí. Es una mierda.
Karim apretó las mandíbulas.
– Deme el nombre del pueblo, rápido.
– A mí no se me habla de este modo, Karim. Yo…
– El nombre, comisario. ¿No comprende que es mi investigación? ¿Que soy el único que conoce las raíces de este follón?
Crozier trató de guardar silencio, sin duda para recuperar el dominio de sí mismo. Cuando habló, su voz era impasible:
– Karim, nadie me ha hablado así durante toda mi carrera. O sea que quiero aclarar esto de «tu» investigación. Y ahora mismo. Si no, te pego al culo un aviso de búsqueda.
El timbre de la voz indicaba que ya no se podía negociar. Karim resumió en pocas palabras los resultados de sus indagaciones. Contó la historia de Fabienne y de Judith Hérault, las simuladoras fugitivas. Describió su absurda carrera, su cambio de identidad, el accidente de coche que había costado la vida de la niña. Crozier concluyó, perplejo:
– Tu caso es una novela.
– La muerte es una novela, comisario.
– Sí… Con todo, no veo la relación entre tu historia y nuestro asunto…
– Le diré lo que pienso, comisario. Fabienne Hérault no estaba loca. Unos hombres la perseguían realmente. Y creo que son los mismos hombres que han vuelto esta noche a Sarzac.
– ¿Cómo?
Karim inspiró en profundidad.
– Creo que han vuelto a comprobar algo. Algo que ya sabían, pero que un suceso repentino ha puesto de nuevo sobre el tapete, en otra parte.
– ¿Dónde vas a buscar todo esto? Y en primer lugar, ¿quiénes serían estos hombres?
– Ni idea. Pero en mi opinión, los diablos han vuelto, comisario.
– Esto es pura conjetura.
– Tal vez, pero los hechos están aquí: hay un robo con escalo en la escuela Jean-Jaurès y violan la sepultura de Jude Itero. Así que, por favor, deme el nombre del profanador y de su pueblo, comisario. Quiero saber si se trata de Guernon. Para mí, la clave de la pesadilla esta allí y…
– Toma nota. El nombre es: Philippe Sertys, calle Maurice-Blasch, 7.
La voz de Karim vibró:
– ¿Qué pueblo, comisario? ¿Guernon?
Crozier hizo una pausa.
– Guernon, sí. No sé por qué milagro has llegado hasta allí, pero, es increíble, eres tú quien tiene la pista más caliente.