Karim arrancó el cordón que prohibía el paso y se arrodilló cerca de la puerta del panteón, todavía entornada. Se calzó los guantes, deslizó los dedos en la grieta y tiró con violencia. La pared se apartó. Sin vacilar, el poli encendió su linterna y se coló en el sepulcro. Encorvado bajo el nicho, descendió los peldaños. El haz de luz rebotó contra una superficie de agua negra: un verdadero estanque. La lluvia se había filtrado por la puerta y llenado la tumba hasta media altura.
Se dijo: «No hay otra elección». Contuvo la respiración y entró en el agua. Sosteniendo la linterna con la mano izquierda, avanzó iniciando algunas brazadas. La luz halógena cortaba la oscuridad. A medida que Karim se internaba en el panteón, los gorgoteos de la lluvia descendían hasta las tumbas y los olores de moho y turba se intensificaban. Con el rostro vuelto hacia el techo, el poli escupía y chapoteaba, acorralado entre el agua y la bóveda.
De improviso, se golpeó la cabeza con el ataúd. Gritó, presa de pánico, y luego dio media vuelta, moderando sus movimientos, esforzándose en calmarse. Miró entonces la pequeña sepultura, que se bamboleaba en el agua como un esquife.
Se repitió: «No hay otra elección». Rodeó el féretro, nadando, observando cada uno de sus ángulos. Varios tornillos sellaban la tapa y se fijó, con la linterna entre los dientes, en un detalle que no había tenido tiempo de ver aquella misma mañana, cuando le había sorprendido el guarda. Alrededor de los tornillos, la madera clara se retorcía en pequeñas astillas más oscuras; la pintura había saltado. Alguien -quizás- había abierto este ataúd. «No hay otra elección». Karim se sacó de la chaqueta una pinza plegable cuyos dos extremos juntos formaban un destornillador afilado, y con él atacó las junturas de la tapa.
Progresivamente, la pared de madera cedió. Por fin saltó la última fijación. Golpeándose la cabeza contra la bóveda -el agua seguía subiendo, cubriéndole los hombros-, Karim logró apartar la tapa. Se secó los ojos con el reverso de la manga y escudriñó el fondo del ataúd, preparado para contener la respiración.
Fue inútil: le pareció que él mismo había muerto.
El ataúd no contenía el esqueleto de un niño. Aún menos el vacío de una superchería, o las trazas de una profanación. Su lecho estaba cubierto por una capa de huesos minúsculos, puntiagudos y blanquecinos. Algo como un santuario de roedores. Miles de esqueletos resecos. Hocicos gredosos, puntiagudos como puñales. Cajas torácicas, cerradas como zarpas. Una infinidad de varillas, tan tenues como cerillas, correspondientes a fémures, tibias, húmeros en miniatura.
Con los músculos temblorosos, siempre apoyado en el reborde, Karim alargó la mano hacia el osario. Las miríadas de esqueletos, refractando la luz de la linterna, parecían brillar con reflejos prehistóricos.
Fue entonces cuando una voz se elevó a sus espaldas, cortando el martilleo de la lluvia:
– No deberías haber vuelto, Karim.
El poli no tuvo que volverse para saber quién hablaba. Cerró los puños y bajó la cabeza hasta rozar el osario. Murmuró:
– Crozier, no me diga que trabaja en esto…
La voz continuó:
– Nunca habría debido dejarte esta investigación.
Karim dirigió una breve ojeada al hueco del panteón: la silueta de Henri Crozier se recortaba con gran nitidez. Sostenía una Manhurin, modelo MR 73… la misma arma que Niémans. Seis balas en el tambor. Cargadores rápidos en los bolsillos. Unos segundos para sacar los cartuchos y reemplazarlos, sin ningún riesgo de entorpecimiento. Toda una escuela. El teniente repitió:
– ¿Qué diablos hace usted en este antro?
El hombre no contestó. Karim continuó, levantando los codos empapados:
– ¿Puedo al menos salir de esta mierda?
Crozier esbozó un gesto con el arma.
– Ven hacia mí. Pero despacio. Muy despacio.
Karim se deslizó por el agua y llegó a los escalones, abandonando el ataúd profanado. Su linterna, que había vuelto a ponerse entre los dientes, lanzaba rayos de luz inestable contra el techo de piedra. Destellos que daban vueltas, como relámpagos de locura.
El teniente alcanzó la escalera y se encaramó por los peldaños. A medida que saltaba, Crozier retrocedía hacia el exterior sin dejar de apuntarle. La lluvia crepitaba a ráfagas. El árabe se enderezó, mojado hasta los huesos, ante el comisario. Preguntó otra vez:
– ¿Cuál es su papel en todo esto? ¿Qué sabe exactamente?
Crozier habló por fin:
– Fue en 1980. Cuando llegó, me fijé enseguida en ella. Es mi pueblo, pequeño. Es mi territorio. Y entonces, yo era casi el único poli de Sarzac. Esta buena mujer, demasiado bella, demasiado alta, que venía para el puesto de profesora… Adiviné enseguida que escondía algo…
El beur murmuró:
– «Crozier, el ojo de Sarzac.»
– Sí. Hice mi pequeña investigación. Descubrí que tenía a su cargo una criatura… Conseguí ganar su confianza y me lo contó todo. Decía que los diablos querían matar a su hija.
– Todo esto ya lo sé.
– Lo que no sabes, es que decidí proteger a esa familia. Les tramité documentos falsos y…
Karim tuvo la sensación de contemplar el precipicio.
– ¿Quiénes eran los diablos?
– Un día vinieron dos hombres. Buscaban, según ellos, viejos libros escolares en las escuelas. Llegaron de Guernon, el pueblo de donde procedía también Fabienne. Pronto comprendí que los diablos eran ellos…
– ¿Sus nombres?
– Caillois y Sertys.
– No me tome el pelo: ¡en aquella época, Rémy Caillois y Philippe Sertys tenían unos doce años!
– No se llamaban así. Eran Étienne Caillois y René Sertys. Debían de rozar la cuarentena. Unos tipos huesudos, con ojos de fanáticos.
Un regusto ácido quemó la garganta de Karim. ¿Cómo no se le había ocurrido? La «falta» de los ríos de color púrpura se remontaba a varias generaciones. Antes de Rémy Caillois estaba Étienne Caillois. Antes de Philippe Sertys estaba René Sertys. Karim susurró:
– ¿Y después?
– Jugué al poli inquisidor. Control de identidad y todo. Pero no había nada que reprocharles. Más legal que ellos sólo es el código civil. Se marcharon sin haber podido descubrir a Fabienne y su hija. Por lo menos, eso es lo que yo creía.
»Pero Fabienne, cuando supo que esos tipos merodeaban por Sarzac, quiso huir enseguida. Por segunda vez, no formulé ninguna pregunta. Destruí los documentos, arranqué las páginas de los cuadernos, lo borré todo… Fabienne había cambiado la identidad de su hija, pero…
Karim le interrumpió. Una cortina de lluvia se erizaba entre los hombres.
– Sertys hijo volvió la noche del domingo: ¿tiene idea de qué buscaba en este panteón?
– No.
Abdouf señaló la entrada del panteón.
– Ese jodido ataúd está lleno de huesos de roedores. Un truco de pesadilla. ¿Qué significa?
– No lo sé. No deberías haber abierto ese ataúd. No respetas a los muertos…
– ¿Qué muerto? ¿Dónde está el cuerpo de Judith Hérault? ¿Está realmente muerta?
– Muerta y enterrada, pequeño. Yo fui quien se ocupó de los funerales.
El beur se estremeció.
– ¿Y es usted quien cuida de la tumba?
– Sí, soy yo. Por la noche.
Karim gritó bruscamente, acercándose al cañón del arma:
– ¿Dónde está ella? ¿Dónde está ahora Fabienne Hérault?
– No hay que hacerle daño.
– Comisario, este asunto va mucho más allá de una profanación de cementerio. Se trata de asesinatos.
– Ya lo sé.
– ¿Lo sabe?
– Ha salido en todas las cadenas de la tele. En las últimas ediciones.
– Entonces sabe que se trata de una jodida serie de crímenes, con mutilaciones, puestas en escena macabras y todo lo demás… Crozier ¡dígame dónde puedo encontrar a Fabienne Hérault!
Los rasgos de Crozier estaban ahogados en la sombra, como un rostro fraudulento. Aún mantenía el arma apuntada contra el torso del árabe.
– No hay que hacerle daño.
– Crozier, nadie le hará daño. Fabienne Hérault es hoy la única persona que puede decirme algo sobre este jodido asunto. Todo acusa a su hija, ¿comprende? ¡Todo acusa a Judith Hérault, que debería reposar en esta tumba!
Durante unos segundos más hicieron frente al aguacero y después, lentamente, Crozier bajó el arma. El magrebí sabía que si debía cerrar la boca una vez en su vida, era en aquel momento. Por fin, la voz del comisario se elevó:
– Fabienne vive a veinte kilómetros de aquí, en la colina Herzine. Voy contigo. Si le haces daño, te mataré.
Karim sonrió y retrocedió. Entonces se giró bruscamente y lanzó un golpe de talón a la garganta del comisario. Crozier se vio propulsado contra las estelas de mármol.
El árabe se inclinó enseguida sobre el viejo inanimado. Le cerró la capucha y lo arrastró al abrigo de una tumba de granito. Mentalmente, le pidió perdón.
Pero tenía que seguir siendo libre de sus actos.
– Caliente, Abdouf. Caliente, caliente.
La voz de Patrick Astier atravesó una tempestad de interferencias. El teléfono móvil había sonado cuando Karim cruzaba una verdadera estepa, mineral y gris. El poli había saltado y evitado por los pelos salirse de la carretera. Astier continuó en tono febril:
– Tus dos misiones eran dos bombas de relojería. Y me han explotado en plena jeta.
Karim sintió que los nervios se le tensaban bajo la piel.
– Te escucho -dijo, aparcando al borde de la carretera, con los faros apagados.
– Primero, el accidente de Sylvain Hérault. He encontrado el expediente. Y obtenido confirmación de tus propias informaciones. Sylvain Hérault murió circulando en bicicleta por la D17, bajo las ruedas de un cacharro que nunca fue identificado. Caso triste, caso cerrado. Los gendarmes de la época llevaron a cabo una investigación rutinaria. Ningún testigo. Nada que pudiera motivar otra interpretación,…
El tono de voz exigía una pregunta. Dócil, Karim dio la réplica:
– ¿Pero?
– Pero -prosiguió el químico-, desde aquella época lejana hemos dado pasos de gigante en materia de tratamiento de imágenes…
Karim ya veía perfilarse un nuevo discurso tecnológico. Intervino:
– ¡Por piedad, Astier, ve derecho al grano!
– Vale. En el expediente he encontrado fotos. Clisés en blanco y negro tomados por el fotógrafo de un periodicucho local. En ellos se ven las huellas de neumáticos de bicicleta, entrecruzadas con huellas del cacharro. Todo es tan minúsculo y vago que uno se pregunta por qué se han tomado la molestia de conservar esos clisés.
– ¿Y qué más?
El científico guardó silencio, cuidando el efecto:
– Pues que en el campus de Grenoble poseemos un instituto de óptica de enormes prestaciones.
– Joder, Astier, vas a…
– Espera. Esos tíos son capaces de tratar las imágenes hasta un grado que no puedes imaginarte. Amplían, contrastan, borran las interferencias, cambian las tramas… En suma, pueden poner en evidencia detalles invisibles a simple vista. Conozco bien a esos ingenieros. Me he dicho que quizá merecía la pena despertarlos y ponerlos a trabajar sobre el expediente. He usado el CMM a modo de escáner y les he enviado las fotografías. Incluso recién desvelados, esos tíos son geniales. Han tratado inmediatamente las imágenes y…
– ¿Y qué?
Nuevo silencio, nuevo golpe de efecto de Astier:
– Sus resultados cuentan una historia muy distinta de la del informe de gendarmería. Han ampliado las trazas de los neumáticos de la bicicleta y del coche. Han podido, por contraste, estudiar con exactitud el sentido de los dibujos sobre el asfalto. Su primera conclusión es que Hérault no iba a su trabajo, hacia las montañas, como indica el expediente. La dirección de las espigas es la opuesta: Hérault circulaba hacia la facultad. Lo he verificado sobre un plano.
– Pero, ¿qué había dicho su mujer, Fabienne?
– Fabienne Hérault mintió. He leído su declaración: confirma simplemente la suposición de los gendarmes, que el cristalero se dirigía al pico de Belledonne. Es completamente falso.
Karim apretó las mandíbulas. Una nueva mentira, un nuevo misterio. Astier continuó:
– Y esto no es todo. Los ópticos también se han concentrado en las huellas de los neumáticos del cacharro. -El ingeniero hizo una pausa y prosiguió-: Se inscriben en los dos sentidos, Abdouf. El conductor pasó una vez sobre el cuerpo y luego retrocedió y atropello por segunda vez a la víctima. Es un jodido asesinato. Tan frío como la serpiente en su huevo.
Karim ya no escuchaba. El tañido de su corazón golpeaba lentamente su pecho. Por fin discernía el móvil de una venganza para los Hérault. Más allá de la huida de las dos mujeres, más allá de aquella existencia de miedo y persecución, que había provocado indirectamente la muerte de Judith, hubo un asesinato. El de Sylvain Hérault. Los diablos habían eliminado primero al «hombre fuerte» de la familia, y después perseguido a las mujeres.
Fabienne Hérault. Judith Hérault. Los pensamientos de Abdouf rebotaban.
– ¿Y el hospital? -preguntó.
– Es la bomba número dos. He consultado el registro de nacimientos de 1972. La página del 23 de mayo está arrancada.
Karim sentía crecer en su interior una sensación de déjà-vu, la resaca de otra vida que se hubiera concentrado en pocas horas.
– Pero eso no es lo más extraño -continuó Astier-. También he consultado los archivos, allí donde se hallan depositados los historiales médicos de los niños. Un verdadero laberinto, inundado además. Esta vez he encontrado el historial de Judith. Sin dificultad. ¿Entiendes lo que esto significa, no? Todo indica que aquella noche ocurrió algo más, un hecho que fue consignado en el registro general, pero no en el historial personal de la niña. Arrancaron esa página para borrar ese hecho misterioso, no para ocultar el nacimiento de tu niña. He interrogado a varias enfermeras al respecto, pero todas tenían ganas de irse a dormir y eran demasiado jóvenes para las historias del tío Astier…
Karim lo sabía: el técnico se hacía el fanfarrón para burlar su miedo. Karim lo percibía, incluso a través de las lejanas interferencias. Le dio las gracias y colgó.
Ya contemplaba el macizo cubierto de hierba de la colina Herzine, que se dibujaba a cuatrocientos metros de distancia.
En aquella ladera de sombra le esperaba la verdad.
La casa de Fabienne Hérault.
La cumbre de una colina. Paredes de piedra. Ventanas ciegas.
Cuando cesó la lluvia, unas nubes pálidas se deslizaron por el cielo denso. Capas de bruma revoloteaban lentamente a lo largo de las pendientes verde esmeralda. En derredor continuaba el horizonte desértico. Un túmulo de piedras. Nada ni nadie a más de veinte kilómetros a la redonda.
Karim aparcó el coche y subió el prado en declive. La vivienda le recordaba la casa que la mujer había ocupado cerca de Sarzac; sus grandes piedras le daban el aire de un santuario celta. Se fijó en una inmensa antena junto a la barraca. Desenfundó el arma. Y se acordó de que ya tenía una bala en el cañón. Saberlo le serenó.
Antes de encaminarse hacia la puerta, se dirigió al garaje, que albergaba un break Volvo cubierto por una funda clara. El cerrojo no estaba echado. Abrió el capó y destruyó la caja de fusibles con varios gestos expertos. Si las cosas iban mal, Fabienne Hérault, ocurriera lo que ocurriese, no podría huir.
El policía caminó hasta el portal y llamó con varios golpes sordos. Se apartó del umbral, empuñando el arma.
Tras unos segundos furtivos, la puerta se abrió. Sin un clic. Sin deslizamiento de pestillo. Fabienne Hérault ya no vivía en la desconfianza.
Karim cruzó rápidamente el umbral, ocultando su arma.
Descubrió una silueta alta como él, cuya mirada desafiaba la suya. Hombros arqueados, una cara diáfana y muy regular, aureolada por una cabellera castaña y rizada, casi crespa. Unas gafas casi tan gruesas como bambúes. Karim no habría sabido describir aquel rostro, dulcemente soñador, casi ausente.
Dominó su voz:
– Teniente Karim Abdouf. Policía.
Ninguna señal de asombro por parte de la mujer. Miraba a Karim por encima de sus gafas, haciendo oscilar ligeramente la cabeza. Después bajó la vista hacia la mano que disimulaba la Glock. Abdouf creyó ver a través de los cristales un fulgor de malicia.
– ¿Qué quiere? -preguntó con voz cálida.
Karim permaneció inmóvil, petrificado en el silencio del campo nocturno.
– Entrar, para empezar.
La mujer sonrió y retrocedió.
Los postigos estaban cerrados, la mayoría de muebles revestidos de fundas multicolores. Un televisor mostraba su pantalla negra y un piano sus teclas lacadas. Karim vio una partitura abierta en el piano: una sonata en si bemol menor de Federico Chopin. Todo estaba sumergido en la penumbra vacilante de decenas de velas.
Sorprendiendo las miradas del policía, Fabienne Hérault murmuró:
– Me he sustraído al mundo y al tiempo. Esta casa es a imagen mía.
Karim pensó en la hermana Andrée, en su retiro de tinieblas.
– ¿Y la antena que hay fuera?
– Tengo que conservar un contacto. Debo saber cuándo resplandecerá la verdad.
– Está muy cerca de estallar, señora.
La mujer asintió, sin cambiar de expresión. El policía no se esperaba aquello: esa calma, esas sonrisas, esa voz reconfortante. Le apuntó con el arma, y sintió vergüenza por amenazar a aquella mujer.
– Señora -murmuró-, tengo muy poco tiempo. Debo ver fotos de Judith, su hija.
– Fotos de…
– Por favor. Hace veinte horas que le sigo la pista. Más de veinte horas que sigo su historia, que intento comprender. Por qué ha organizado este complot, por qué ha intentado borrar el rostro de su hija.
»De momento, sólo conozco dos hechos. Judith no era deforme, como temí al principio. Por el contrario, creo que era bella y encantadora. El otro hecho es que su rostro revelaba, no obstante, las claves de una pesadilla.
»Una pesadilla que la obligó a huir hace mucho tiempo, y que acaba de despertarse como un volcán maléfico. Así que enséñeme esas fotos y cuénteme toda la historia. Quiero oír las fechas, los detalles, las explicaciones, todo. ¡Quiero comprender cómo y por qué una niña muerta hace catorce años está perpetrando una matanza en una ciudad universitaria al pie de los Alpes!
La mujer permaneció inmóvil unos segundos y entonces enfiló un pasillo con sus pasos de giganta. Karim la siguió, pisándole los talones, crispado con su arma. Lanzando miradas a derecha e izquierda. Otras habitaciones, otras sábanas, otros colores. La casa vacilaba entre las mortajas y el carnaval.
En el fondo de un cuarto pequeño, Fabienne Hérault abrió un armario y sacó una caja metálica. Karim le agarró la mano, le impidió el gesto y abrió él mismo la caja.
Fotografías. Sólo fotografías.
La mujer, después de haber interrogado a Karim con la mirada, barajó esas superficies brillantes como si metiera la mano en agua pura. Al final, alargó una imagen al policía.
El sonrió, contra su voluntad.
Le miraba una niña de piel mate y rostro ovalado, enmarcado por bucles oscuros y cortos. Unos ojos altos y claros dominaban este triángulo de belleza desde las órbitas sombreadas, dibujadas por largas pestañas, un poco demasiado espesas. Este ligero toque masculino replicaba al brillo, casi demasiado violento, de los ojos azules.
Karim contempló la imagen. Le pareció conocer aquel rostro desde hacía mucho tiempo. Desde siempre.
Pero el milagro no se produjo. El poli había esperado que esas facciones le revelarían, de un modo u otro, el camino de la luz. Fabienne musitó, con su voz cálida:
– Esta fotografía se tomó varios días antes de su muerte. En Sarzac. Llevaba el pelo corto, nosotros…
Karim levantó la mirada.
– Esto no aclara nada. Esta imagen, esta cara deberían darme un indicio, una explicación. Y sólo veo a una niña muy guapa.
– Porque esta fotografía está incompleta.
Se estremeció. La mujer le alargaba ahora otro clisé.
– Aquí tiene la última fotografía escolar de Guernon, École Lamartine, CE2. Justo antes de que partiéramos hacia Sarzac.
El poli observó las caras sonrientes de los niños. Encontró la de Judith y luego comprendió la asombrosa verdad. Se lo había esperado. Era la única explicación posible. Sin embargo, no lo comprendía. Murmuró.
– ¿Judith no era hija única?
– Sí y no.
– ¿Sí y no? ¿Qué… qué me dice? Explíquemelo.
– No puedo explicarle nada, joven. Sólo puedo contarle cómo lo inexplicable destrozó mi vida.