IV

17

La una. Karim Abdouf entró en la oficina de Henri Crozier y puso su informe delante de él. El hombre, concentrado en una carta que estaba escribiendo, no echó ni una mirada al fajo de papeles y preguntó:

– ¿Qué hay?

– Los skins no han dado el golpe, pero han visto dos siluetas saliendo del panteón. Esta misma noche.

– ¿Te han dado su descripción?

– No. Estaba demasiado oscuro.

Crozier se dignó levantar la vista.

– Puede que mientan.

– No mienten. Y no son ellos quienes han profanado la tumba.

Karim se calló. El silencio se prolongó entre los dos hombres. El teniente prosiguió:

– Usted tenía un testigo, comisario. -Señaló con el índice al hombre sentado-. Tenía un testigo y no me lo dijo. Le advirtieron que los skins merodeaban cerca del cementerio aquella noche y usted concluyó que eran ellos los culpables. Pero la realidad es más compleja. Y si usted me hubiera dejado interrogar a su testigo, yo…

Crozier levantó la mano con lentitud, en señal de apaciguamiento.

– Cálmate, pequeño. La gente de aquí se confía a los antiguos. A los de su pueblo. A ti nunca te habrían dicho ni la décima parte de lo que han venido a contarme a mí de forma espontánea. ¿Es esto todo lo que te han dicho los rapados?

Karim contempló los carteles a la mayor gloria de los «agentes de la paz». Sobre uno de los muebles de hierro brillaban las copas ganadas por Crozier en diversos campeonatos de tiro.

– Los skins también han visto un cacharro blanco salir de aquella esquina alrededor de las dos de la madrugada. Circulaba por la D143.

– ¿Qué clase de cacharro?

– Un Lada. U otra marca del Este. Hay que poner a alguien sobre esa pista. Los cacharros de este tipo no deben de abundar en la región y…

– ¿Por qué no tú?

– Comisario, sabe lo que quiero. He interrogado a los skins. Ahora quiero registrar el panteón en profundidad.

– El guarda me ha dicho que ya habías entrado en el interior.

Karim pasó por alto la observación.

– ¿Cómo va la investigación en el cementerio?

– Estamos a cero. Ninguna huella digital. Ningún indicio. Vamos a peinar los alrededores. Si se trata de vándalos, han tomado muchas precauciones.

– No son vándalos. Son profesionales. En cualquier caso, individuos que sabían lo que buscaban. Ese panteón alberga un secreto y ellos han venido a descubrirlo. ¿Ha prevenido a la familia? ¿Qué dicen los padres? ¿Aprobarían que nosotros…?

Karim se interrumpió. La expresión iluminada de Crozier expresaba inquietud. El teniente puso las dos manos sobre la mesa y esperó la respuesta del comisario. Este murmuró:

– No hemos encontrado a la familia. No hay nadie con ese nombre en el pueblo. Ni en los municipios del departamento.

– Las exequias datan de 1982, tiene que haber documentos, papeles.

– De momento, no tenemos nada.

– ¿El certificado de defunción?

– Tampoco hay certificado de defunción. En Sarzac no.

El rostro de Karim se animó. Dio media vuelta y caminó dos pasos.

– Hay un problema con esa sepultura, con ese niño. Estoy seguro. Y este problema está relacionado con el robo de la escuela primaria.

– Karim, tienes demasiada imaginación. Existen mil maneras de explicar este misterio. El pequeño Jude pudo morir en un accidente de coche. Quizá fue hospitalizado en una ciudad próxima y enterrado aquí porque era la solución más práctica. Quizá su madre aún vive aquí, pero no tiene el mismo nombre. Quizás…

– He hablado con el guarda del cementerio. El panteón está perfectamente cuidado pero no ha visto nunca a nadie que vaya a visitarlo.

Crozier no respondió. Abrió un cajón de hierro y sacó una botella de alcohol que despedía reflejos dorados. De un solo gesto, se sirvió un vasito, no más alto que un pulgar.

– Si no encontramos a esa familia -continuó Karim-, ¿podemos conseguir autorización para entrar en el panteón?

– No.

– Entonces, permítame buscar a sus padres.

– ¿Y el coche blanco? ¿La búsqueda de indicios en torno al cementerio?

– Pronto llegarán refuerzos. La gente del SRPJ lo hará muy bien. Deme unas horas, comisario. Para llevar a cabo esta parte de la investigación. A solas.

Crozier alzó el vaso delante de Karim.

– ¿Quieres uno?

Karim negó con la cabeza. Crozier apuró el vaso y se relamió.

– Tienes hasta las seis de la tarde, incluyendo la redacción del informe.

El joven magrebí salió, muy ofendido.

18

Karim telefoneó de nuevo a la directora de la escuela Jean-Jaurès, para saber si había averiguado algo sobre Jude Itero en la delegación. La mujer había realizado la gestión pero sin ningún resultado: ni una mención, ni una ficha. Ni la sombra de una presencia en los archivos de todo el departamento.

– Quizá sea una pista falsa -aventuró-. El niño que busca tal vez no ha vivido nunca en nuestra región.

Karim colgó y consultó el reloj. Las dos. Se dio dos horas para visitar los archivos de las otras escuelas y verificar la composición de las clases que correspondían a la edad del niño.

En menos de una hora y quince minutos terminó el recorrido de los grupos escolares sin haber encontrado la pista de Jude Itero. Volvió otra vez a la escuela Jean-Jaurès. Mientras hojeaba todos estos archivos había tenido una idea. La mujer de ojos grandes le recibió con inquietud.

– He seguido trabajando para usted, teniente.

– La escucho.

– He buscado los nombres y señas de los maestros que ejercían aquí en la época que le interesa.

– ¿Y bien?

– Nos persigue la mala suerte. La antigua directora se ha jubilado.

– El pequeño Jude tenía nueve y diez años en los cursos del 81 y 82. ¿Podemos encontrar a las maestras de esas clases?

La mujer consultó sus notas.

– En efecto. Con tanta mayor facilidad cuanto que el CM1 del 81 y el CM2 del 82 fueron tutelados por la misma maestra. Es muy frecuente que una profesora «salte» durante algunos años de una clase a otra…

– ¿Dónde está ahora?

– Lo ignoro. Dejó la escuela al término del año escolar 81-82.

Karim gruñó. La directora le respondió adoptando una expresión grave.

– Yo también he reflexionado. Hay una cosa que no hemos tenido en cuenta.

– ¿Qué?

– Las fotografías escolares. Guardamos un ejemplar de cada foto, ¿sabe usted? Para todas las clases.

El teniente se mordió el labio: ¿cómo no lo había pensado? La directora continuó:

– He ido a consultar nuestros archivos fotográficos. Los negativos del CM1 y del CM2 que le interesan también han sido robados. Es increíble…

La revelación se diluyó en la conciencia del policía como una capa de luz. Pensó en el cuadro oval clavado en la estela del panteón. Comprendió que habían «borrado» al muchachito, quitando su nombre, robando su cara. La mujer intervino:

– ¿Por qué sonríe?

Karim replicó:

– Discúlpeme. Estaba esperando esto hace demasiado tiempo. Tengo un caso, ¿comprende? -El teniente hizo una pausa y se concentró-. A mí también se me ha ocurrido una idea. ¿Guardan los cuadernos de texto de los años precedentes?

– ¿Los cuadernos de texto?

– En mi época, cada clase poseía una especie de registro cotidiano en el que se consignaban a la vez los ausentes y los deberes para el día siguiente…

– Aquí hacemos lo mismo.

– ¿Los guardan?

– Sí. Pero estos cuadernos no contienen las listas de los alumnos.

– Ya lo sé, sólo el nombre de los ausentes.

El rostro de la mujer se iluminó. Sus ojos brillaron como espejos.

– ¿Y usted espera que el pequeño Jude haya estado ausente algún día?

– Espero sobre todo que los intrusos no hayan tenido la misma idea que yo.

La directora abrió de nuevo la vitrina que contenía los archivos. Karim pasó el dedo por los lomos verde oscuro y sacó los cuadernos correspondientes a los años cruciales. Fue una decepción: el nombre de Jude Itero no apareció ni una sola vez.

Decididamente, seguía una pista falsa: pese a su convicción, nada indicaba que el niño hubiera estudiado aquí. No obstante, Karim pasó y repasó las páginas, en busca de un detalle que le confirmara que iba por el buen camino, a pesar de todo.

El signo le saltó a la cara a través de la escritura redonda e infantil que había numerado las páginas del cuaderno, a la derecha de la parte superior. Faltaban páginas. El poli abrió del todo el cuaderno y descubrió junto a los hilos de la encuadernación una significativa pelusa de papel. Habían arrancado las páginas del 8 al 15 de junio de 1982 del álbum del CM2. Estas fechas parecían tenazas que apretasen un jirón de la nada. Karim tuvo la impresión de que «veía» el nombre del pequeño, escrito con la misma caligrafía redonda, en esas páginas arrancadas…

El teniente murmuró a la mujer:

– Encuéntreme una guía telefónica.

Unos minutos más tarde, Karim llamaba a todos los médicos de Sarzac, con esta certidumbre latiéndole en la sangre: Jude Itero se había ausentado del 8 al 15 de junio de 1982. Seguramente enfermo.

Interrogó a cada doctor, les pidió que consultaran su fichero, deletreando, cada vez, el nombre del niño. Ninguno de ellos recordaba ese nombre. El poli renegó. Probó en los municipios vecinos: Cailhac, Thiermons, Valúe. Fue en Cambuse, una ciudad situada a treinta kilómetros de allí, donde un médico respondió en tono neutro:

– Jude Itero. Sí, claro. Me acuerdo muy bien.

Karim no daba crédito a sus oídos.

– Catorce años después, ¿le recuerda bien?

– Pase por mi consulta. Se lo explicaré.

19

El doctor Stéphane Macé era una versión actualizada y elegante del médico de pueblo. De facciones anchas y largas manos pálidas, vestía un traje caro: era un ejemplo perfecto de médico alerta y comprensivo, burgués y refinado. De entrada, Karim detestó a ese matasanos de maneras afables. A veces le asustaban estos bloques de furor que se desprendían de él como icebergs en un mar de Bering personal.

Se sentó en un lado del sillón sin quitarse la cazadora de cuero. Una mesa de madera barnizada se extendía entre ellos. Objetos artísticos, vagamente preciosos, un ordenador, un vademécum… La consulta del médico era sobria, estricta, de calidad.

– Cuénteme, doctor -ordenó Karim sin preámbulos.

– Tal vez usted podría decirme dónde se encuadra su investigación…

– No. -Karim atenuó su brutalidad con una sonrisa-. Lo lamento. Pero no.

El médico golpeteó con los dedos el reborde de su mesa y después se levantó. Era evidente que ese árabe de casquete colorado le sorprendía. Por teléfono no lo había imaginado así.

– Fue en junio del 82. Una llamada como otra cualquiera. Para un niño… una fiebre alta. Era mi primera ronda. Tenía veintiocho años.

– ¿Por eso recuerda tan bien esa visita?

El médico sonrió. Una sonrisa grande como una hamaca que acabó de exasperar a Karim.

– No. Ya verá… Había recibido la llamada desde una centralita telefónica y anotado las señas sin saber adónde iba. De hecho se trataba de una casa pequeña, perdida en una llanura pedregosa, a quince kilómetros de aquí… Tengo la dirección… Ya se la daré.

El teniente asintió en silencio.

– En suma -prosiguió el médico-, descubrí una choza de piedra completamente aislada. El calor era terrible, los insectos chirriaban en los arbustos áridos… Cuando la mujer me abrió, noté enseguida una impresión curiosa. Como si la mujer no estuviera en su lugar en este decorado de campesinos…

– ¿Porqué?

– Lo ignoro. Un piano brillaba en la habitación principal y

– ¿Es que los campesinos no pueden amar la música?

– No he dicho eso…

El médico se interrumpió.

– Se diría que no le resulto muy simpático…

Karim levantó la mirada.

– ¿Qué importancia tiene?

El médico asintió con aire de entendido, afable como antes. La sonrisa no abandonó sus labios, pero ahora sus ojos expresaban temor. Acababa de fijarse en la culata cuadriculada de la Glock 21, embutida en la funda de velero. Y tal vez restos de sangre seca en la manga de cuero de Karim. Volvió a pasear arriba y abajo, cada vez más incómodo.

– Entré en el dormitorio del niño y las cosas empezaron a ser francamente extrañas.

– ¿Por qué?

El médico se encogió de hombros.

– El dormitorio estaba vacío. Ni un juguete, ni un dibujo, nada.

– ¿Cómo era el pequeño? ¿Qué cara tenía?

– No lo sé.

– ¿No lo sabe?

– No. Esto era lo más extraño. La mujer me había acogido en la oscuridad. Todos los postigos estaban cerrados. No había ni un solo rastro de luz en toda la casa. Al entrar, pensé que la mujer buscaba simplemente la sombra, la frescura, pero unas sábanas recubrían también todos los muebles. Era… muy misterioso.

– ¿Qué le dijo ella?

– Que su hijo estaba enfermo. Que la luz le hería los ojos.

– ¿Y pudo usted auscultarle… normalmente?

– Sí. En la penumbra.

– ¿Qué tenía?

– Unas simples anginas. Por otra parte, recuerdo…

El médico se inclinó y se llevó el índice a los labios, un gesto seco, doctoral, acompasado, concebido sin duda para impresionar a la clientela. Pero a Karim no le impresionó.

– En aquel instante preciso lo comprendí… Cuando saqué el lápiz-linterna para iluminar la garganta del pequeño, la mujer me agarró la muñeca… El gesto fue muy violento… No quería que viera la cara de su hijo.

Karim reflexionó. Le temblaba una pierna. Volvió a pensar en el cuadro vacío, clavado sobre la tumba. En el robo de las fotos.

– Al hablar de violencia, ¿qué quiere decir?

– Debería más bien hablar de fuerza. La mujer tenía una fuerza… anormal. Hay que añadir que debía medir más de un metro ochenta. Una verdadera giganta.

– ¿Le vio la cara?

– No. Le repito que todo sucedió en una semioscuridad.

– ¿Y después?

– Escribí la receta y me fui.

– ¿Cómo se comportaba la mujer? Con su hijo, quiero decir.

– Parecía a la vez muy atenta y distante. Cuanto más lo pienso… nada cuadraba en esa visita…

– ¿No los volvió a ver nunca más?

El médico seguía paseando por la habitación. Lanzó una ojeada grave a Karim. Toda la jovialidad había desaparecido de su rostro. El policía comprendió de repente por qué Macé se acordaba tan bien de esa visita. Dos meses más tarde, el pequeño Jude había muerto. Y el médico debía saberlo.

– Hubo vacaciones -continuó- y… al final… volví a la casa a principios de septiembre. La familia ya no estaba allí. Me enteré de su marcha por un vecino.

– ¿Marcha? ¿Nadie le dijo que el niño había muerto?

El médico negó con la cabeza.

– No. Los vecinos no sabían nada. Lo supe más tarde, por casualidad.

– ¿Cómo?

– En el cementerio de Sarzac, al asistir a unas exequias.

– ¿Otro de sus pacientes?

– Se está poniendo desagradable, inspector, yo…

Karim se levantó. El médico retrocedió un paso.

– Desde aquella época -dijo el poli-, se pregunta si aquel día no se le escaparon los signos de una afección, de una enfermedad más grave. Desde entonces vive con este remordimiento latente. Debe de haber llevado su propia investigación. ¿Sabe cómo murió el chico?

El médico deslizó un índice dentro del cuello de su camisa y lo abrió. El sudor perlaba sus sienes.

– No. Es cierto, yo… yo realicé una investigación, pero no encontré nada. Me puse en contacto con colegas, hospitales… Nada. Esta historia me obsesionaba, ¿comprende?

Karim dio media vuelta.

– Y aún le obsesiona.

– ¿Qué?

El médico estaba blanco como una venda.

– Lo sabrá muy pronto -replicó Karim.

– Por Dios, pero ¿qué le he hecho yo?

– Nada. Pero he pasado mi juventud robando coches de los individuos de su clase…

– Pero, ¿de dónde sale usted? ¿Quién es? Ni siquiera me ha enseñado documentos oficiales, yo…

Karim esbozó una sonrisa.

– Tranquilícese, estaba bromeando.

Se deslizó hacia el pasillo. La sala de espera estaba llena a rebosar. El médico le alcanzó.

– Espere -jadeó-. ¿Hay un elemento que conozca y que yo ignoro? Quiero decir, sobre la causa de la muerte…

– Por desgracia, no.

El poli giró la manilla. El médico aplastó la mano contra la puerta. Su traje temblaba como un velamen.

– ¿Qué sucede? ¿Por qué esta investigación, tanto tiempo después?

– Esta noche han visitado el panteón del chiquillo. Y han robado en su escuela.

– ¿Quién… quién lo ha hecho, en su opinión?

El teniente declaró:

– No lo sé. Pero hay algo seguro: los delitos de esta noche son los árboles que esconden el bosque.

20

Circuló mucho rato por carreteras absolutamente desiertas. En esta región, las nacionales se parecían a las regionales, y las regionales a caminos vecinales. Bajo el cielo azul y lanudo se extendían campos sin cultivos ni ganado. A veces, picos rocosos se levantaban en el paisaje y miraban de arriba abajo pequeños valles plateados, tan acogedores como trampas para lobos. Atravesar este departamento significaba retroceder en el tiempo. Un tiempo en que la agricultura aún no existía.

Karim había salido en principio a visitar la pequeña casa de la familia de Jude, de la cual Macé le había facilitado las señas. La choza ya no existía. En su lugar, un montón de ruinas y rocas sobresalía un poco en un lecho de hierbas grises. El poli podría haberse dirigido entonces al catastro para buscar el nombre del propietario, pero había preferido ir hasta Cahors, con la intención de interrogar a Jean-Pierre Cau, el fotógrafo titular de la escuela Jean-Jaurès, el que había hecho las fotos escolares desaparecidas.

Esperaba examinar en casa de Cau los negativos de las fotos de clase que le interesaban. Entre las caras anónimas estaría por fuerza la del niño, y Karim sentía ahora una necesidad acuciante de ver esa cara, aunque no hubiese ninguna razón para que la reconociera. Esperaba en secreto captar un estremecimiento, un signo, por leve que fuera, en el instante de descubrir los clisés.

Alrededor de las tres de la tarde aparcó el coche a la entrada del barrio peatonal de Cahors. Soportales de piedra, balcones de hierro forjado y gárgolas. Toda la belleza altiva de un núcleo histórico, algo para asquear a Karim, el niño de los suburbios.

Caminó a lo largo de los muros y encontró al fin la tienducha de Jean-Pierre Cau, especialista en bodas y bautizos.

El fotógrafo estaba en el primer piso, en su estudio. Karim subió un tramo de escalera. La habitación estaba vacía y sumida en la penumbra. El policía sólo pudo entrever grandes cuadros colgados en la pared donde sonreían parejas endomingadas. La felicidad reglamentaria en papel brillante.

Karim lamentó enseguida la oleada de desprecio que le invadía. ¿Quién era él para juzgar a esa gente? ¿Qué podía ofrecer él al lugar, el poli exiliado que nunca había sabido leer bajo las pestañas de las muchachas y había transformado todo el amor que llevaba dentro en un núcleo fosilizado, al abrigo de las miradas y de cualquier calor? Para él, los sentimientos implicaban una humildad, una vulnerabilidad que siempre había rechazado, como un lagarto orgulloso. Pero, sobre el terreno, siempre había pecado de una altivez excesiva, y ahora, en su caracola de soledad, se resecaba a ojos vistas.

– ¿Va a casarse?

Karim se volvió hacia la voz.

Jean-Pierre Cau era gris y estaba picado de viruelas como una piedra pómez. Llevaba largas patillas desgreñadas que parecían agitarse de impaciencia, en contraste con sus ojos velados y fatigados. El hombre encendió la luz.

– No, no va a casarse -agregó, mirando con desprecio a Karim.

La voz era gutural, como la de un fumador empedernido. Cau se acercó. Detrás de las gafas, bajo los párpados marchitos, la mirada oscilaba entre el cansancio y la desconfianza. Karim sonrió. No tenía orden ni ninguna autoridad en este municipio. Debía ser amable.

– Me llamo Karim Abdouf -declaró-. Soy teniente de policía. Necesito algunas informaciones para una investigación…

– ¿Es usted de Cahors? -preguntó el fotógrafo, más intrigado que inquieto.

– De Sarzac.

– ¿Tiene un carné o algo parecido?

Karim metió la mano bajo su chaqueta y le alargó el carné oficial. El fotógrafo lo observó durante varios segundos. El magrebí suspiró. Sabía que el hombre no había visto nunca tan de cerca un carné de policía pero esto no le impidió jugar a los detectives. Cau se lo devolvió con una sonrisa forzada. Unos pliegues le cruzaban la frente.

– ¿Qué quiere de mí?

– Busco unas fotos de clase.

– ¿De qué escuela?

– Jean-Jaurès, de Sarzac. Busco los retratos de las clases de CM1 de 1981 y de CM2 de 1982, así como las listas de los nombres de los alumnos, si figuran, por casualidad, junto con las fotos. ¿Guarda usted este tipo de documentos?

El hombre sonrió de nuevo.

– Lo guardo todo.

– ¿Puedo echar una ojeada? -preguntó el policía en el tono más dulce que pudo sacar del fondo de su garganta.

Cau señaló la habitación contigua: un rayo de luz se recortó en la penumbra.

– Ningún problema. Sígame.

La segunda sala era aún más vasta que el estudio. Un aparato negro y alambicado, un lío de ópticas y estructuras graduables, estaba fijo sobre un largo mostrador. En las paredes se extendían grandes clisés de bautizos. Todo en blanco. Sonrisas, recién nacidos.

Karim siguió al fotógrafo hasta los archivadores. El hombre se inclinó para leer las etiquetas de encima de los tiradores metálicos, y después abrió un pesado cajón. Cotejó unos fajos de sobres hechos con resistente papel de embalaje.

– Jean-Jaurès. Aquí están.

Cau sacó un sobre que contenía varias carpetas de clisés, semitransparentes. Les pasó revista y volvió a hojearlos. Los pliegues de su frente se multiplicaron.

– ¿Ha dicho CM1 del 81 y CM2 del 82?

– Exacto.

Los párpados fatigados se levantaron de nuevo.

– Es extraño… No están.

Karim se estremeció. ¿Podía ser que los ladrones hubieran tenido la misma idea que él?

– Al llegar esta mañana… ¿no ha notado nada?

– ¿Qué quiere decir?

– Algo como un robo con escalo.

Cau se echó a reír indicando los sensores infrarrojos de las cuatro esquinas del estudio.

– Quienes penetren aquí, lo tienen crudo, créame. He invertido en seguridad…

Karim esbozó una ligera sonrisa y declaró:

– Comprobémoslo, de todos modos. Conozco a unos cuantos individuos para quienes su sistema no sería más molesto que un felpudo. Conserva los negativos, ¿no?

Cau cambió de expresión.

– ¿Mis negativos? ¿Por qué?

– Quizás ha conservado los que me interesan…

– No. Lo siento, es confidencial…

El poli observaba una vena que latía en la garganta del fotógrafo. Era el momento de cambiar de tono.

– Tus negativos, abuelo. O me pondré nervioso.

El hombre clavó la mirada en la de Karim, vaciló y después asintió, y caminó hacia atrás. Llegaron a otro mueble de hierro, cerrado esta vez por una cerradura de muelle. Cau lo abrió y luego tiró de uno de los cajones. Le temblaban las manos. El teniente apoyó un codo y se quedó frente al fotógrafo. A medida que pasaban los minutos, sentía crecer cada vez más en este hombre una inquietud y una angustia inexplicables. Como si Cau, mientras buscaba, se fuese acordando de un hecho en particular, de un detalle que ahora le envenenaba el ánimo.

El fotógrafo metió de nuevo la mano entre los sobres. Pasaron unos segundos. Por fin levantó la vista. Los tics le contraían el rostro.

– Yo… No, de verdad. Ya no los tengo.

Karim tiró violentamente del cajón hacía él. El fotógrafo gritó, con las dos manos aprisionadas en la trampa de chatarra. Otro día ya sería amable. Agarró al hombre por la garganta y lo levantó del suelo. Su voz conservaba la calma:

– Sé razonable, Cau. ¿Han entrado para robarte o no?

– N… No… Lo juro…

– Entonces, ¿qué has hecho con esas jodidas imágenes?

Cau balbució:

– Las… las vendí…

Lleno de estupor, Karim le soltó. El hombre gemía, frotándose las muñecas. El poli murmuró guturalmente:

– ¿Vendidas? Pero… ¿cuándo?

El hombre contestó:

– Dios mío… Es una vieja historia. Tengo derecho a hacer lo que quiera con mis…

– ¿Cuándo las vendiste?

– Ya no me acuerdo… Hace unos quince años…

La mente de Karim iba de estupor en estupor. Empujó más al fotógrafo contra el mueble. Carpetas de papel transparente volaron a su alrededor.

– Empieza por el principio, abuelo. Porque todo esto no está demasiado claro.

Cau gesticuló:

– Fue un atardecer de verano… Vino una mujer… Quería las fotos… Las mismas que usted… Ahora me acuerdo…

Estos nuevos datos trastornaron totalmente las convicciones de Karim. Desde 1982, «alguien» buscaba las fotografías del pequeño Jude.

– ¿Te habló de Jude? ¿Jude Itero? ¿Te dio este nombre?

– No. Sólo me cogió las fotos y los negativos.

– ¿Te entregó dinero?

El hombre asintió.

– ¿Cuánto?

– Veinte mil francos… Una fortuna para la época… por unos negativos de niños…

– ¿Por qué quería esas fotos?

– No lo sé. No discutí.

– Debiste mirarlas… ¿Había en ellas un niño con algo particular en la cara? ¿Algo que hubiesen querido ocultar?

– No. No vi nada… No lo sé… No lo recuerdo.

– ¿Y la mujer? ¿Cómo era? ¿Era una mujer alta y bien plantada? ¿Era su madre?

De pronto el viejo se inmovilizó y después prorrumpió en una carcajada. Una gran carcajada grave que rascó las miasmas del fondo. Hizo rechinar los dientes:

– Imposible.

Karim agarró al hombre con los dos puños, propulsándolo por encima del mueble.

– ¿Por qué?

Cau puso los ojos en blanco bajo los párpados arrugados.

– Era una monja. ¡Una jodida monja!

21

Había tres iglesias en Sarzac. Una estaba en obras, otra bajo la tutela de un viejo sacerdote moribundo, y la tercera al cuidado de un cura joven sobre el cual corrían los rumores más oscuros. Se murmuraba que bebía en compañía de su madre, en el secreto de la rectoría. El teniente, que detestaba en general a todos los habitantes de Sarzac y más aún su pasión por los chismes, debía admitir, sin embargo, que esta vez tenían razón; él mismo había sido requerido un día como refuerzo para separar a la madre y el hijo al final de una pelea apocalíptica.

Karim había elegido a este sacerdote para obtener sus informaciones.

Se detuvo en seco ante la rectoría. Una casa de cemento sin gracia, de un solo piso, lindaba con una iglesia moderna de vitrales asimétricos. La pequeña placa decía: «Mi parroquia». Espinos y ortigas se disputaban el paso de la puerta. Tocó el timbre. Pasaron dos minutos. Karim oyó gritos ahogados. Juró en su interior; no tenía necesidad de cosas así.

Por fin abrieron.

Karim tuvo la impresión de contemplar un naufragio. A mediodía, el sacerdote ya apestaba a alcohol. Su rostro de vaca flaca estaba devorado por una barba irregular y unos cabellos hirsutos, como velados de cenizas. Sus ojos tenían el color de la nicotina. El cuello de la chaqueta estaba apolillado. Relucían manchas en la pechera. Como sacerdote, este hombre estaba acabado, quemado. Su destino religioso no duraría más de lo que duran las hojas de incienso mientras queman su obsesivo perfume.

– ¿Qué quiere, hijo mío?

La voz era rasposa, pero firme.

– Soy Karim Abdouf, teniente de policía. Ya nos conocemos.

El hombre se ajustó el cuello grisáceo.

– Ah, sí. Me parece… -Lanzó miradas temerosas de derecha a izquierda-. ¿Le han llamado los vecinos?

Karim sonrió.

– No. Necesito su ayuda. Para una investigación.

– ¡Ah! Está bien. Entre.

El poli entró en la casa y sintió enseguida que las suelas le resbalaban. Bajó los ojos: unos regueros brillantes manchaban el linóleo.

– Es mi madre -murmuró el sacerdote-. Ya no hace nada. Lo ensucia todo con sus mermeladas. -Se frotó los cabellos, descompuesto-. Es una locura, no come nada más.

La decoración era caótica. Jirones de papel adhesivo, pegados de través, imitaban la madera, la cerámica, la tela. El policía vislumbró por el resquicio de una puerta rectángulos de espuma amarilla, cortados con un instrumento afilado, almohadones sueltos, que esbozaban la caricatura de un salón. Un fárrago de utensilios de jardinería estaban dispersos por el suelo. Enfrente, otra habitación contenía una mesa de fórmica, llena de platos sucios, y una cama sin hacer.

El sacerdote torció hacia el salón. Tropezó y se enderezó. Karim dijo:

– Sírvase un trago. Ganaremos tiempo.

El sacerdote se volvió con una mirada hostil.

– Usted no se ha mirado, hijo mío. Tiembla de pies a cabeza.

Karim tragó saliva. Continuaba en estado de shock. Desde la violenta sesión en casa del fotógrafo, no había reflexionado ni visto las cosas con perspectiva. Sólo notaba un zumbido en la cabeza y sentía martillazos en el pecho. Maquinalmente, se pasó por la cara la manga de la chaqueta, como un niño mocoso.

El sacerdote se llenó un vaso de alcohol.

– ¿Le sirvo algo? -inquirió con una sonrisa desagradable.

– No bebo.

El hombre de negro bebió un sorbo. La sangre afluyó a su rostro descarnado. Sus ojos febriles llamearon como el azufre. Esbozó una sonrisa burlona.

– El islam, ¿eh?

– No. Mantengo la mente clara, para mi trabajo. Eso es todo.

El religioso blandió su vaso.

– Por su trabajo, entonces.

Karim vislumbró en el pasillo a la madre, que iba y venía. Andaba encorvada, casi doblada, y apretaba contra sí un tarro de mermelada. Pensó en el panteón abierto, en los skins, en la hermana que compraba fotografías escolares, y ahora estos dos monigotes de feria. Había abierto una caja de Pandora que parecía guardar en su interior pesadillas sin fin.

El sacerdote sorprendió su mirada:

– No haga caso, hijo mío, no es nada. -Se sentó sobre uno de los colchones de espuma-. Le escucho.

Karim levantó una mano con suavidad.

– Sólo una cosa. Le ruego que no vuelva a llamarme «hijo mío».

– Tiene razón -replicó el hombre en tono de burla-. Deformación profesional.

El sacerdote bebió un trago con gesto irónico. Había recuperado la actitud desilusionada.

– ¿En qué clase de investigación trabaja?

Karim comprendió con satisfacción que el párroco aún no había sido informado de la profanación en el cementerio. Por lo visto Crozier había conseguido evitar la menor filtración.

– Lo lamento, pero no puedo decirle nada. Sepa solamente que busco un convento. En los alrededores de Sarzac y Cahors. O incluso en otra parte de la región. Cuento con usted para ayudarme a encontrarlo.

– ¿Conoce la congregación?

– No.

El hombre se sirvió un segundo vaso. Reflejos espesos daban vueltas en su interior.

– Hay varios por aquí. -Rió de nuevo con sarcasmo-. La región debe de prestarse al recogimiento…

– ¿Cuántos hay?

– Sólo en el departamento, por lo menos una docena.

Karim hizo un breve cálculo mental. Visitar esos conventos, sin duda dispersos por toda la región, le costaría un día entero, como mínimo. Y ya eran más de las cuatro. Sólo disponía de dos horas. Una situación sin salida.

El sacerdote se había levantado y buscaba algo en un armario empotrado. «Ah, aquí está.» Hojeó una especie de anuario con hojas de papel biblia. La madre entró en la habitación y fue dando saltitos hasta la botella. Se sirvió un vaso sin mirar ni una sola vez a Karim. Sólo tenía ojos para su hijo. Ojos penetrantes, ojos de pájaro, surcados por el odio. El sacerdote ordenó, sin dejar de leer el anuario:

– Déjanos, mamá.

La mujer no contestó. Sostenía el vaso con las dos manos. Los nudillos eran como huesecillos. Miró fijamente a Karim. Elevó la voz, un poco agria.

– ¿Quién es usted?

– Déjanos. -El sacerdote se volvió hacia Karim-. Ya está. He marcado las páginas de diez conventos, si desea anotárselas… Pero están muy alejados unos de otros…

Karim escrutó las páginas. Conocía vagamente los nombres de los pueblos indicados. Sacó su cuaderno y los anotó con precisión.

– ¿Quién es usted? -prosiguió la madre.

– ¡Vuelve a tu habitación, mamá! -gritó el sacerdote.

Se acercó a Karim.

– ¿Qué busca, exactamente? Quizá podría ayudarle…

Karim enderezó su sombrero de fieltro y miró con fijeza al religioso.

– Busco a una hermana. Una hermana que se interesa por las fotografías.

– ¿Qué clase de fotografías?

Fue fulgurante, pero Karim captó un destello en la mirada del sacerdote.

– ¿Ha oído hablar ya de una historia de este tipo?

El hombre se rascó la cabeza:

– Yo… no.

Karim preguntó:

– ¿Qué edad tiene?

– ¿Yo? Pues… veinticinco años.

La madre se sirvió otro vaso y aguzó los oídos. Karim continuó:

– ¿Ha nacido en Sarzac?

– Sí.

– ¿Y ha ido a la escuela aquí?

El sacerdote levantó un hombro.

– Sí, hasta el segundo ciclo. Después, fui al…

– ¿A qué escuela? ¿Jean-Jaurès?

– Sí, pero…

La relación se le ocurrió enseguida.

– Vino aquí.

– ¿Cómo?

– La hermana. La hermana que busco… Vino a comprarle sus fotos de clase. Increíble. Ha recuperado todos los retratos escolares que aún podían quedar en los hogares. ¿Iba usted a la misma clase que Jude Itero? ¿Le dice algo este nombre?

El sacerdote había palidecido mucho.

– Yo… no comprendo nada de lo que me cuenta.

La voz de la madre volvió a oírse:

– ¿Qué es esta historia?

Karim se pasó las manos por la cara, como si volviera una página sobre sus propias facciones.

– Empiezo por el principio. Si siguió normalmente los estudios, debía de estar en la CM2 del 82, ¿no?

– ¡Pero de esto hace casi quince años!

– Y en la CM1 de 1981.

El sacerdote se puso rígido y bajó los hombros. Sus dedos se crisparon sobre el respaldo de una silla. A pesar de su juventud, sus manos se parecían a las de su madre. Ya viejas y nudosas, con venas azuladas.

– Sí, las… las fechas podrían coincidir…

– De modo que usted estaba en la clase de un muchachito llamado Itero. Jude Itero. No es un nombre corriente. Reflexione. Es muy importante para mí.

– No, francamente, yo…

Karim avanzó un paso.

– En cambio se acuerda de una monja que buscaba fotos escolares, ¿verdad?

– Yo…

La madre no se perdía una palabra.

– Pequeño canalla, ¿es cierto lo que cuenta este moraco? -preguntó.

Dio media vuelta y fue dando saltitos hasta la puerta. Karim aprovechó para agarrar los hombros del sacerdote y musitarle al oído:

– Dígamelo. Maldita sea, ¡acláremelo!

El sacerdote se desplomó en una esquina del colchón de espuma.

– Nunca he comprendido lo que ocurrió aquella tarde…

Karim se arrodilló. El sacerdote articuló con voz sorda:

– Vino… una tarde de verano.

– ¿En julio de 1982?

Asintió con la cabeza.

– Llamó a nuestra puerta… Hacía un calor… terrible… Como si las últimas horas del día cocieran las piedras… Ya no sé por qué, pero estaba solo… Le abrí… Señor… ¿Se da cuenta? Tenía apenas diez años y esa monja se me apareció en la penumbra, con su velo blanco y negro…

– ¿Qué le dijo?

– Al principio me habló de la escuela, de mis notas en clase, de mis asignaturas preferidas. Tenía una voz muy dulce… Después me pidió ver a mis camaradas… -El sacerdote se enjugó el rostro, surcado de sudor-. Yo… yo le traje mi foto de clase… aquella en que aparecíamos todos… Estaba muy orgulloso de presentarle a mis compañeros, ¿sabe? Entonces comprendí que buscaba algo. Observó largo rato la imagen y me preguntó si podía quedársela. Como recuerdo, dijo…

– ¿Le pidió otras fotos?

El sacerdote meneó la cabeza y entonces su voz se amortiguó:

– También quería el retrato de la CM1 del año anterior.

Karim lo sabía: aunque interrogara a cada padre y madre de un alumno de esas dos clases, ninguno de ellos poseería ya la fotografía de esos grupos. Pero, ¿por qué una religiosa intentaba hacerse con esas fotos? Karim tuvo la impresión de que una muralla de piedra se levantaba a su alrededor, circundada de oscuridad.

La madre reapareció en el marco de la puerta. Apretaba contra su pecho una caja de zapatos.

– Pequeño canalla. Diste nuestras fotografías. Tus fotos de clase. Cuando eras tan mono, tan encantador…

– ¡Cállate, mamá! -El sacerdote clavó su mirada en la de Karim-. Ya tenía la vocación, ¿comprende? Me sentí como hipnotizado por aquella mujer de gran estatura…

– ¿Alta? ¿Era alta?

– No… No lo sé… Yo tenía diez años… Pero me parece verla aún, con su capa negra… Hablaba con una voz tan sosegada… Quería esas fotos. Se las di sin vacilar. Ella me bendijo y desapareció. Creí que era un signo…

– ¡Cerdo!

Karim lanzó una mirada a la anciana madre, que gritaba amenazas. Se volvió hacia el hijo y comprendió que el sacerdote iba a encerrarse en sus recuerdos. Adoptó un tono más conciliador:

– ¿Le dijo por qué quería aquella imagen?

– No.

– ¿Le habló de Jude?

– No.

– ¿Le dio dinero?

El sacerdote hizo una mueca.

– ¡Claro que no! Me pidió las dos fotos, ¡eso es todo! Señor… Yo… yo creía que esa visita era un signo, ¿comprende? ¡Un reconocimiento divino!

Sollozaba.

– Aún no sabía que era un inútil. Un alcohólico. Un tarado. Impregnado de alcohol. El hijo de esta… ¿Cómo dar lo que uno mismo ignora? -Ahora imploraba a Karim, agarrado a su chaqueta de cuero-. ¿Cómo aportar la luz cuando se está sumergido en tinieblas? ¿Cómo? ¿Cómo?

Su madre soltó la caja y unas fotos se dispersaron por el suelo. Se abalanzó sobre él, con las zarpas por delante. Le acribilló a golpes la espalda, los hombros.

– ¡Cerdo, cerdo, cerdo!

Karim retrocedió, aterrado. Toda la habitación palpitaba. Comprendió que debía marcharse. De lo contrario, él mismo saldría mal parado. Pero aún no poseía todas las respuestas. Rechazó a la mujer y se inclinó a la altura del sacerdote.

– Dentro de pocos segundos habré salido. Todo habrá terminado. Ha vuelto a ver a la hermana, ¿verdad?

El hombre asintió, sacudido por los sollozos.

– ¿Cómo se llama?

El sacerdote aspiró por la nariz. Su madre iba arriba y abajo, gruñendo palabras ininteligibles.

– ¿Cómo se llama?

– Hermana Andrée.

– ¿Qué convento?

– Saint-Jean-de-la-Croix. Las carmelitas.

– ¿Dónde está?

El hombre hundió la cabeza entre los brazos. Karim le levantó por los hombros.

– ¿Dónde está?

– Entre… entre Sète y el cabo de Agde, muy cerca del mar. Voy a verla a veces, cuando me asalta la duda. Para mí es un recuerdo, ¿comprende? Una ayuda… Yo…

La puerta ya batía al viento. El poli corría hacia su coche.

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