Cuando volvió a la questura, Brunetti descubrió que los agentes Alvise y Riverre habían ido al apartamento del maestro, examinado sus efectos personales y separado varios documentos que en aquel momento eran traducidos al italiano. El comisario llamó al laboratorio, que aún no tenía los resultados del análisis de las huellas dactilares, pero ya había podido confirmar lo evidente: que el veneno estaba en el café. Miotti no estaba; probablemente, seguía en el teatro. Brunetti, sin nada que hacer y sabiendo que antes o después tendría que hablar con ella, llamó por teléfono a la viuda, para preguntar si podía recibirle aquella tarde. Tras una vacilación debida a una desgana perfectamente comprensible, ella le dijo que fuera a las cuatro. El comisario registró el cajón de arriba de su escritorio y encontró medio paquete de bussolai, las rosquillas saladas venecianas que tanto le gustaban, y se las comió mientras leía las notas que había tomado del informe de la policía alemana.
Media hora antes de su cita con la signora Wellauer, el comisario salió del despacho y se encaminó lentamente hacia la piazza San Marco. Por el camino, fue parándose a mirar escaparates, cuyo contenido cambiaba con una rapidez que le llenaba de asombro cada vez que tenía que ir al centro. Parecía que los establecimientos que abastecían a la población local -farmacias, zapaterías y tiendas de alimentación- desaparecían inexorablemente y eran sustituidos por boutiques coquetonas y comercios de souvenirs para turistas, llenos de góndolas de luminiscente plástico de Taiwan y máscaras de cartón piedra hechas en Hong Kong. Los comerciantes de la ciudad preferían satisfacer los deseos de los transeúntes antes que las necesidades de sus habitantes. Se preguntó cuánto faltaría para que toda la ciudad se convirtiera en una especie de museo viviente, un lugar apto sólo para ser visitado y no para ser habitado.
Como para estimular sus reflexiones, por su lado pasó un grupo de turistas de temporada baja que seguían al paraguas que enarbolaba el guía. Con el agua a la izquierda, Brunetti bordeó la piazza, asombrado ante la cantidad de gente que parecía más interesada por las palomas que por la basílica.
Pasado el campo San Moisé, cruzó el puente, torció a la derecha, otra vez a la derecha y entró en un callejón que terminaba en una gran puerta de madera.
Oprimió el timbre y una voz incorpórea y mecánica le preguntó quién era. Dio su nombre y, al cabo de unos segundos, oyó percutir el mecanismo que abría el cerrojo de la puerta. Entró en un vestíbulo restaurado, en el que las vigas del techo habían sido raídas hasta dejar al descubierto la madera original y cubiertas de barniz brillante. El suelo era de losas de mármol con incrustaciones que formaban un dibujo geométrico de olas y remolinos. Por su leve ondulación, dedujo, con ojo de veneciano, que era el pavimento original del edificio, quizá de principios del siglo XV.
Empezó a subir la escalera, de huella ancha. En cada rellano había una puerta metálica; que la puerta fuera una denotaba riqueza y que fuera metálica, afán de protegerla. Los nombres grabados en las placas le indicaban que debía seguir ascendiendo. La escalera terminaba en el quinto piso, delante de otra puerta metálica. Tocó el timbre y, a los pocos momentos, le saludaba la mujer con la que había hablado en el teatro la noche antes, la viuda del maestro.
El comisario estrechó la mano que ella le tendía, murmuró: «Permesso» y entró.
Si la mujer había dormido aquella noche, su semblante no lo demostraba. No estaba maquillada, y en la palidez de la cara se marcaban oscuras ojeras. Pero, a pesar de la fatiga, se apreciaba la estructura de una gran belleza que se conservaría hasta una edad avanzada, gracias a los altos pómulos; y a la nariz, que le daba un perfil que la gente siempre se volvería a mirar.
– Soy el comisario Brunetti. Anoche hablamos.
– Sí, ya recuerdo -respondió la mujer-. Por aquí, tenga la bondad. -Lo llevó por un pasillo hasta un estudio grande, con chimenea de rincón en la que ardía un fuego pequeño. Delante de la chimenea, dos sillones separados por una mesita. Ella le señaló uno de los sillones y se sentó en el otro. En la mesa, un cigarrillo encendido descansaba en un cenicero lleno. Detrás de la mujer había un ventanal por el que se veían los tejados ocre de la ciudad. Colgaban de las paredes muestras de lo que los hijos del comisario se empeñaban en llamar pintura «auténtica».
– ¿Desea beber algo, dottor Brunetti? ¿O prefiere una taza de té? -Pronunciaba las frases en italiano como si las hubiera aprendido de memoria de una gramática, pero lo que a él le llamó la atención fue que conociera el tratamiento que tenía que darle.
– Le ruego que no se moleste, signora -respondió con no menor cortesía.
– Esta mañana han estado aquí dos de sus policías y se han llevado varias cosas. -Era evidente que su italiano no le permitía detallar los papeles retirados.
– ¿Prefiere que hablemos en inglés? -preguntó él en esta lengua.
– Oh, sí -dijo ella, sonriendo por primera vez y haciéndole entrever lo que podía ser su belleza-. Será mucho más fácil para mí. -Su expresión se suavizó y desaparecieron algunas señales de crispación. Hasta su cuerpo pareció relajarse con la supresión de la dificultad del idioma-. He venido a Venecia pocas veces, y me avergüenzo de lo mal que hablo el italiano.
En otras circunstancias, él hubiera tenido que protestar y elogiar su dominio de la lengua. Pero ahora dijo:
– Signora, me doy cuenta de lo duro que esto ha de resultarle, y deseo expresar mi condolencia a usted y a su familia. -¿Por qué las palabras con las que nos enfrentamos a la muerte parecen siempre tan pobres y tan falsas?-. Era un gran músico y su desaparición es una gran pérdida para el mundo de la música. Pero mucho mayor para usted. -Envarado y artificial, pero no sabía hacerlo mejor.
Observó que había varios telegramas al lado del cenicero, unos abiertos y otros, no. La mujer habría estado oyendo las mismas palabras durante todo el día, pero no lo dejó traslucir y dijo sencillamente: «Gracias.» Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del jersey, cogió uno y se lo llevó a los labios, entonces vio el que humeaba en el cenicero, arrojó el cigarrillo nuevo y el paquete a la mesa y tomó el del cenicero, aspiró profundamente el humo, lo retuvo durante mucho tiempo y lo exhaló con evidente desgana.
– Sí, en el mundo de la música se le llorará -dijo y, sin darle tiempo de percatarse de lo extraño de estas palabras, agregó-: Y aquí también. Aunque sólo había hecho un milímetro de ceniza, sacudió el cigarrillo y después se inclinó y frotó sus bordes contra el cenicero, como si fuera un lápiz al que quisiera afilar la punta.
El comisario sacó la libreta del bolsillo y la abrió por la página en la que había anotado una lista de los libros que quería leer. La noche antes, había observado que esta mujer era casi una belleza, y que, desde ciertos ángulos y a determinadas luces, podía llegar a serlo. A pesar del cansancio que hoy le velaba la cara aún era evidente esa belleza. Tenía ojos azules, muy separados y pelo rubio natural, que ahora llevaba recogido en un sencillo moño en la nuca.
– ¿Ya saben qué lo mató? -preguntó.
– Esta mañana he hablado con el forense. Cianuro de potasio. Estaba en el café.
– Entonces, por lo menos, fue rápido.
– Sí -dijo él-. Prácticamente instantáneo. -Anotó algo en la libreta y preguntó-: ¿Conoce usted ese veneno?
Ella le lanzó una mirada rápida antes de contestar:
– Lo mismo que cualquier médico.
El comisario volvió la hoja.
– Dice el forense que no es fácil procurarse cianuro -mintió.
En vista de que ella no decía nada, preguntó:
– ¿Cómo vio a su esposo anoche, signora? ¿Había algo extraño o peculiar en su comportamiento?
Frotando todavía la punta del cigarrillo contra el borde del cenicero, ella respondió:
– No; me pareció que estaba igual que siempre.
– ¿Y cómo es igual que siempre, si me permite la pregunta?
– Un poco tenso, ensimismado. No le gustaba hablar antes de una función, ni durante los entreactos. No quería que nada lo distrajera.
Esto parecía normal.
– ¿No lo vio anoche más nervioso de lo habitual?
Ella reflexionó un momento.
– Creo que no. A eso de las siete, salimos para el teatro. Fuimos andando. Está muy cerca. -Él asintió-. Yo me fui a mi butaca, a pesar de que era temprano. Los acomodadores me conocen de verme en los ensayos y me dejaron entrar. Helmut subió al camerino a cambiarse y a repasar la partitura.
– Perdón, signora, pero creo recordar haber leído en algún periódico que su esposo era famoso por dirigir sin partitura.
Ella sonrió.
– Oh, sí, dirigía sin partitura, pero la tenía en el camerino, y la repasaba antes de la función y en los entreactos.
– ¿Por eso no quería ver a nadie durante los entreactos?
– Sí.
– Usted me dijo que anoche subió a la zona de bastidores para hablar con él. -Como ella no decía nada él insistió-: ¿Era eso normal?
– No, como le decía, no le gustaba hablar con nadie durante la representación. Decía que le distraía. Pero anoche me pidió que subiera después del segundo acto.
– ¿Había alguien con ustedes cuando se lo pidió?
Ella dijo entonces con tono áspero:
– ¿Quiere decir si tengo un testigo? -Él asintió-. No, dottor Brunetti, no tengo testigos. Pero me sorprendió.
– ¿Por qué?
– Porque Helmut no solía… no sé cómo expresarlo… salirse de la rutina. Por eso me sorprendió que me pidiera que fuera a verle durante la función.
– ¿Pero fue?
– Sí; fui.
– ¿Por qué quería verla?
– No lo sé. Encontré a unos amigos en el salón de descanso y me paré a hablar con ellos unos minutos. Había olvidado que, durante la representación, no se puede llegar a los bastidores desde la platea sino que hay que subir a los palcos. Así que cuando por fin llegué al camerino, ya sonaba el segundo aviso que anunciaba el fin del descanso.
– ¿Y habló con él?
Ella tardó en contestar.
– Sí, pero no pude decir más que hola y preguntar qué quería, porque entonces oímos… -Se interrumpió y apagó el cigarrillo, tomándose mucho tiempo y removiendo el cenicero con la colilla apagada. Por fin, la soltó y siguió hablando, pero con voz distinta-. Oímos el segundo aviso. No había tiempo de hablar. Le dije que le vería después de la función y volví a mi butaca. Llegué cuando se apagaban las luces. Esperé que subiera el telón y que siguiera la representación, pero usted ya sabe… ya sabe lo que ocurrió.
– ¿Hasta entonces no sospechó que podía haber ocurrido algo?
Ella alargó la mano hacia el paquete y sacó otro cigarrillo. Brunetti le dio fuego con el encendedor que estaba encima de la mesa.
– Gracias -dijo ella, volviendo la cara para expulsar el humo.
– ¿Hasta entonces no sospechó que ocurriera nada malo? -repitió.
– No.
– ¿Había cambiado su marido en las últimas semanas? -Ella no respondía, y él insistió-: ¿Estaba nervioso, irritable?
– Ya había entendido la pregunta -dijo ella secamente, luego le miró, nerviosa, y agregó-: Perdone.
Brunetti pensó que sería preferible callar a darse por enterado de su disculpa.
La mujer meditó un momento y respondió:
– No; estaba como de costumbre. Siempre le había gustado La Traviata, y adoraba esta ciudad.
– ¿Fueron bien los ensayos? ¿Hubo algún problema?
– Me parece que no le entiendo.
– ¿Tuvo dificultades su esposo con alguna persona que interviniera en la función?
– Que yo sepa, no -respondió ella al cabo de un momento.
Brunetti decidió que había llegado el momento de llevar sus preguntas a una esfera más personal. Pasó unas hojas de la libreta, miró sus anotaciones y preguntó:
– ¿Quién vive en esta casa, signora?
Si el brusco cambio de tema la había sorprendido, no lo exteriorizó:
– Mi marido y yo, y una criada.
– ¿Cuánto hace que trabaja para ustedes la criada?
– Ha trabajado para Helmut unos veinte años, creo. Yo la conocí cuando vine a Venecia por primera vez.
– ¿Y eso cuándo fue?
– Hace dos años.
– ¿Sí? -la animó él.
– Ella vive todo el año en el apartamento, aunque nosotros no estemos. No estuviéramos -rectificó inmediatamente.
– ¿Cómo se llama?
– Hilda Breddes.
– ¿No es italiana?
– No; belga.
Él tomó nota.
– ¿Cuánto tiempo llevaban casados usted y el maestro?
– Dos años. Nos conocimos en Berlín, donde yo trabajaba.
– ¿Cómo fue?
– Él dirigía Tristan. Yo subí a la zona de bastidores con unos amigos que también eran amigos de él. Después de la función, nos fuimos a cenar todos juntos.
– ¿Cuánto tardaron en casarse?
– Unos seis meses. -Ella se afanaba otra vez en afilar el cigarrillo.
– Dice usted que trabajaba en Berlín, pero es húngara. -Ella no respondió y él insistió-: ¿No es verdad?
– Sí; soy húngara por nacimiento, pero súbdita alemana. Mi primer marido, como usted ya debe de saber, era alemán, y yo adquirí su nacionalidad cuando nos trasladamos a Alemania, después de la boda.
Aplastó el cigarrillo y miró a Brunetti, como indicando que en adelante dedicaría toda la atención a contestar sus preguntas, cosa que sorprendió al comisario, ya que ésas eran cuestiones de dominio público. Todas sus respuestas acerca de sus matrimonios se ajustaban a la verdad; lo sabía, porque Paola, adicta incorregible a las revistas del corazón, le había puesto en antecedentes aquella mañana.
– ¿No es insólito? -preguntó.
– ¿Insólito, el qué?
– Que fuera usted autorizada a trasladarse a Alemania y adoptar la nacionalidad alemana.
Ella sonrió, pero a él no le pareció ésta una sonrisa divertida.
– No tan insólito como parecen pensar ustedes, en occidente. -¿Era desdén?-. Yo era una mujer casada, casada con un alemán. Su trabajo en Hungría había terminado y él regresaba a su país. Yo solicité permiso para ir con mi marido y me fue concedido. Tampoco bajo el régimen anterior éramos salvajes. Para los húngaros, la familia es muy importante. -Por su forma de decirlo, Brunetti dedujo que debía de creer que para los italianos era de importancia mínima.
– ¿Es el padre de su hija?
La pregunta la sorprendió claramente.
– ¿Quién?
– Su primer marido.
– Sí. -Ella alargó la mano hacia los cigarrillos.
– ¿Vive todavía en Alemania? -preguntó Brunetti mientras le daba fuego, a pesar de que sabía que daba clases en la Universidad de Heidelberg.
– Así es.
– ¿Es cierto que, antes de casarse con el maestro, era usted médico?
– Comisario -empezó ella con una voz tensa en la que vibraba una irritación mal disimulada-, yo sigo siendo médico y siempre lo seré. En este momento no ejerzo, pero no por ello dejo de ser médico.
– Mis disculpas, doctora -dijo Brunetti, lamentando sinceramente su estupidez. Cambió de tema rápidamente-: ¿Su hija vive aquí con usted?
Él vio el maquinal movimiento de la mano hacia el paquete de cigarrillos y observó cómo la mujer rectificaba y tomaba el que ardía en el cenicero.
– No; vive en Munich, con sus abuelos. Sería muy difícil para ella asistir a una escuela extranjera, y decidimos que estudiara en Munich.
– ¿Con los padres de su primer marido?
– Sí.
– ¿Cuántos años tiene su hija?
– Trece.
Los mismos que tenía Chiara, la hija del comisario, quien comprendió lo duro que sería obligarla a ir al colegio en un país extranjero.
– ¿Piensa volver a ejercer la medicina?
Ella tardó en responder.
– No lo sé. Quizá. Me gusta curar a la gente. Pero aun es pronto para pensar en eso.
Brunetti inclinó la cabeza en muda señal de aprobación.
– Si me permite, signora, y me disculpa, desearía preguntar si tiene alguna idea de las disposiciones financieras adoptadas por su esposo.
– ¿Quiere decir qué va a pasar con el dinero? -Una formulación extraordinariamente escueta y directa.
– Sí.
Ella respondió con rapidez:
– Sólo sé lo que me dijo Helmut. No teníamos un pacto formal por escrito como los que hoy suelen firmar las parejas al casarse. -Había en su tono cierto desdén-. Creo que cinco personas heredarán sus bienes.
– ¿Y son?
– Los hijos que tuvo en sus matrimonios anteriores. Tuvo uno con su primera esposa y tres con la segunda. Y yo.
– ¿Y su hija?
– No -respondió ella inmediatamente-. Sólo sus hijos biológicos.
A Brunetti le pareció natural que un hombre quisiera dejar su dinero a los hijos engendrados por él.
– ¿Tiene idea de la cuantía de la herencia? -Las viudas, generalmente, estaban enteradas de esto pero solían decir que no lo sabían.
– Creo que es mucho dinero. Pero su agente o su apoderado podrán darle más detalles que yo. -Curiosamente, al comisario le pareció que ella no lo sabía. Y lo más curioso era que no parecía interesarle.
Las señales de fatiga que había observado en ella al entrar se habían acentuado durante la conversación. Sus hombros estaban más caídos y el rictus de su boca era más profundo.
– Sólo un par de preguntas más -dijo él.
– ¿Quiere beber algo? -Resultaba evidente que su cortesía era meramente un formulismo.
– No, muchas gracias. Le hago las preguntas y me marcho.
Ella movió la cabeza de arriba abajo con cansancio, como si supiera que en realidad éstas eran las preguntas que había venido a hacerle.
– Signora, desearía que habláramos de su relación con su esposo. -Observó cómo ella se retraía, y apuntó-: La diferencia de edad era considerable.
– Sí.
Él guardó silencio, esperando. Finalmente ella dijo con una naturalidad que encontró admirable:
– Helmut tenía treinta y siete años más que yo. -Entonces era varios años mayor de lo que él había calculado, aproximadamente de la edad de Paola, y Wellauer tenía sólo ocho años menos que el abuelo de Brunetti. Le pareció extraña la idea, y trató de no demostrarlo. ¿Qué vida era la de esta mujer, con un marido casi dos generaciones mayor que ella? Vio que ella se revolvía, incómoda, bajo su intensa mirada y desvió los ojos durante un momento, como pensando en la manera de formular su siguiente pregunta:
– ¿Esa diferencia de edad era causa de alguna dificultad? -Qué transparente era la nube de eufemismos que rodeaba siempre estos matrimonios. Aunque cortés, en el fondo, la pregunta era una impertinencia, y estaba avergonzado.
El silencio fue ahora muy largo, y Brunetti no supo si traducía repugnancia ante su curiosidad o irritación por el artificio del planteamiento. Con súbito cansancio, ella dijo:
– La diferencia de edad hacía que tuviéramos distintos conceptos de la vida, pero me casé con él porque estaba enamorada. -El instinto le dijo a Brunetti que lo que acababa de oír era la verdad, pero se daba cuenta de que ella había hablado sólo en singular. Por delicadeza, se abstuvo de pedir que subsanara la omisión.
En señal de que había terminado, Brunetti cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.
– Gracias, signora. Ha sido muy amable al recibirme en estos momentos. -Se interrumpió, para no volver a caer en el eufemismo o el tópico-. ¿Ha hecho los preparativos para el funeral?
– Mañana. A las diez. En San Moisé. Helmut adoraba esta ciudad y siempre deseó tener el privilegio de ser enterrado aquí.
Por lo poco que Brunetti había leído u oído contar del director, imaginaba que, para el muerto, un privilegio era algo que sólo él podía otorgar, pero quizá Venecia poseía la majestad suficiente como para erigirse en la excepción.
– Espero que no tenga inconveniente en que yo asista.
– Claro que no.
– Tengo una última pregunta, también dolorosa. ¿Conoce a alguien que pudiera desear causar daño a su esposo? Alguien con quien hubiera discutido, a quien tuviera razones para temer.
Su sonrisa fue leve, pero fue una sonrisa.
– ¿Quiere decir si sé de alguien que deseara su muerte?
Brunetti asintió.
– Su carrera ha sido muy larga, y estoy segura de que él habrá ofendido a mucha gente. Algunos lo detestaban, seguro. Pero no puedo pensar en nadie capaz de hacer una cosa así. -Distraídamente, pasó el dedo por el brazo del sillón-. Y nadie que ame la música puede haberlo hecho.
Él se levantó y le tendió la mano.
– Gracias, signora, por su tiempo y su paciencia. -Ella se levantó y le estrechó la mano-. Le ruego que no se moleste -dijo él, dando a entender que ya encontraría la salida por sí mismo. Ella rechazó la sugerencia con un movimiento de cabeza y lo llevó por el pasillo. En la puerta, volvieron a estrecharse la mano, sin decir nada. Él salió insatisfecho, sin saber si la única razón de su desasosiego eran las fórmulas de cortesía y las banalidades que había dicho o algo que no había sabido captar, por torpe.