En el barco, de regreso a la isla principal, Brunetti pensaba en quién podría contarle qué había ocurrido entre la cantante y Wellauer. Y entre Wellauer y la hermana de la cantante. La única persona que se le ocurría era Michele Narasconi, un amigo que vivía en Roma y que se ganaba la vida escribiendo para las revistas. El padre de Michele, ahora retirado, hacía lo mismo, pero con mucho más éxito. Durante dos décadas fue el primer reportero de chismes de Italia, nación que exigía un caudal continuo de esta clase de información. Durante muchos años, el padre tuvo su columna semanal en Gente y en Oggi, y millones de lectores recurrían a él para mantenerse al día -la exactitud no era indispensable- de los escándalos de los Saboya, los artistas de teatro y de cine y la legión de reyes y reyezuelos que se empeñaban en emigrar a Italia antes o después de abdicar. Aunque Brunetti no sabía qué buscaba con exactitud, no le cabía la menor duda de que el padre de Michele era la persona que podría proporcionárselo.
Cuando llegó al despacho hizo la llamada. Hacía tanto tiempo que no hablaba con Michele que tuvo que pedir el número a Información Interurbana. Mientras sonaba el teléfono, pensó en la manera de pedir lo que necesitaba sin ofender a su amigo.
– Pronto. Narasconi -dijo una voz femenina.
– Ciao, Roberta. Soy Guido.
– Guido, qué alegría oírte. ¿Cómo estás? ¿Y Paola? ¿Y los niños?
– Todos bien, Roberta. ¿Está Michele?
– Sí. Ahora mismo le llamo. -Oyó el golpe seco del teléfono en la mesa, la voz de Roberta que llamaba a su marido, portazos, pasos y la voz de Michele que decía:
– Ciao, Guido. ¿Cómo estás y qué quieres de mí? -La risa que acompañó a la pregunta borraba toda posibilidad de malicia.
Brunetti decidió que era inútil malgastar tiempo y energía en rodeos.
– Michele, esta vez necesito la memoria de tu padre. Es un asunto muy viejo para ti. ¿Cómo se encuentra?
– Sigue trabajando. La RAl le ha pedido que escriba un programa sobre los primeros tiempos de la televisión. Si lo hace, ya te avisaré para que lo veas. ¿Qué quieres saber? -Michele, periodista por instinto además de profesión, no perdía el tiempo.
– Me gustaría saber si recuerda a una cantante de ópera llamada Clemenza Santina. Actuaba antes de la guerra.
Michele gruñó levemente.
– El nombre me suena, pero no sabría decirte por qué. Si es algo de la época de la guerra, papá lo recordará.
– Tenía dos hermanas. Las tres cantaban -explicó Brunetti.
– Sí; ya recuerdo. Las Tres Ces, las Bellas Ces o algo por el estilo. ¿Qué quieres saber?
– Todo. Todo lo que él recuerde.
– ¿Tiene que ver con Wellauer? -preguntó Michele, guiado por un olfato infalible.
– Sí.
Michele silbó larga y elocuentemente.
– ¿Te han dado el caso?
– Sí.
Otro silbido.
– No te arriendo la ganancia, Guido. La prensa te comerá vivo como no encuentres pronto al que lo hizo. Un escándalo para la República. Un crimen contra el Arte. Etcétera.
Brunetti, que ya había soportado esta clase de titulares durante tres días, dijo escuetamente:
– Ya lo sé.
La reacción de Michele fue inmediata.
– Lo siento, Guido. Lo siento. ¿Qué quieres que pregunte a papá?
– Si se hablaba de Wellauer y las hermanas.
– ¿Las habladurías de costumbre?
– Sí, cualquier clase de chismes. Por aquel entonces él estaba casado. No sé si esto puede ser importante.
– ¿Estaba casado con la que se suicidó? -Así pues, también Michele había leído los periódicos.
– No; ésa fue la segunda. Entonces aún estaba casado con la primera. Y no me vendría mal todo lo que pudiera recordar tu padre acerca de ella. Pero aquello ocurrió poco antes de la guerra, en el treinta y ocho o el treinta y nueve.
– ¿No se vio envuelta también en un asunto político? Insultó a Hitler o algo por el estilo.
– A Mussolini. Estuvo durante toda la guerra bajo arresto domiciliario. Si hubiera insultado a Hitler, la hubieran matado. Quiero saber qué relación tenía con Wellauer. Y, si es posible, también la hermana.
– ¿Te urge, Guido?
– Me urge.
– Está bien. He visto a papá esta mañana, pero puedo volver a verlo esta noche. Estará encantado. Le hará sentirse importante que le pidan que recuerde. Ya sabes cómo le gusta hablar del pasado.
– Sí. Creo que él es la única persona que puede ayudarme, Michele.
Su amigo se rió. Un halago siempre es eficaz, sea o no verdad.
– Así se lo diré, Guido. -Luego, ya sin la risa, preguntó-: ¿Qué hay de Wellauer? -Era lo más que Michele se permitiría, pero no dejaba de ser una pregunta directa.
– Nada todavía. Había más de mil personas en el teatro aquella noche.
– ¿Alguna relación con la Santina?
– No lo sé, Michele. Ni lo sabré hasta que me entere de lo que recuerda tu padre.
– Bien. Te llamaré esta misma noche, después de hablar con él. Probablemente, será muy tarde. ¿No importa la hora?
– No. Si no estoy yo, estará Paola. Gracias, Michele.
– No hay de qué, Guido. Además, papá estará orgulloso de que te hayas acordado de él.
– Es el único que puede ayudarme.
– Así se lo diré.
Ninguno de los dos dijo que tendrían que verse pronto; ninguno podía permitirse recorrer medio país para ver a un viejo amigo. Pero se despidieron afectuosamente.
Después de hablar con Michele, el comisario vio que ya era la hora de salir hacia el apartamento de los Wellauer para su segunda visita a la viuda. Dejó un mensaje para Miotti en el que le decía que ya no volvería al despacho aquella tarde y escribió una nota que entregó a una de las secretarias, para que la dejara en el escritorio de Patta a las ocho de la mañana siguiente.
Llegó al apartamento del maestro con varios minutos de retraso. Esta vez. le abrió la criada, la mujer que estaba sentada en el segundo banco durante el funeral. Él se presentó, le dio el abrigo y le dijo que le gustaría hablar con ella un momento antes de marcharse. La mujer asintió, dijo tan sólo: «Sí» y lo llevó a la misma habitación en la que había hablado con la viuda dos días antes.
Ella se levantó, fue a su encuentro y le dio la mano. 170
Aquellos dos días no habían sido clementes con ella, pensó Brunetti, observando las profundas ojeras y la piel reseca. Ella volvió a sentarse en el mismo sitio. El comisario advirtió que no tenía nada al alcance de la mano, ni libro, ni revista, ni labor. Al parecer, sólo estaba allí esperando, a él o al futuro. Nada más sentarse, la mujer encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete.
– Perdone, había olvidado que no fuma -dijo en inglés. Él se instaló en el mismo sillón de la última vez, pero hoy no se molestó en sacar la libretita.
– Debo hacerle varias preguntas, signora -dijo. Ella permaneció imperturbable y él prosiguió-: Son preguntas delicadas y preferiría no tener que hacerlas, especialmente, en estos momentos.
– Pero quiere las respuestas.
– Sí.
– Entonces no tendrá más remedio que preguntar, dottor Brunetti. -Era una simple afirmación hecha sin beligerancia, por lo que él no creyó necesario decir nada-. ¿Por qué debe hacer esas preguntas?
– Porque podrían ayudarme a descubrir al responsable de la muerte de su marido.
– ¿Importa eso?
– ¿Si importa qué, signora?
– Quién lo matara.
– ¿A usted no le importa?
– No. En absoluto. Está muerto y no es posible devolverle la vida. ¿Qué puede importarme quién lo hiciera y por qué?
– ¿No quiere venganza? -preguntó él antes de recordar que aquella mujer no era italiana.
Ella levantó la cabeza y le miró a través del humo del cigarrillo.
– Claro que sí, comisario. Siempre he creído en la venganza. La gente debe pagar el mal que hace.
– ¿Y no es eso lo mismo que la venganza?
– Eso puede juzgarlo usted mejor que yo, dottor Brunetti. -Ella volvió la cara hacia otro lado.
Sin darse cuenta, él habló entonces con impaciencia:
– Me gustaría hacerle varias preguntas y quiero respuestas sinceras.
– Pregunte y le daré respuestas.
– He dicho respuestas sinceras.
– De acuerdo. Respuestas sinceras.
– Me gustaría saber cuál era la opinión de su marido respecto a ciertas clases de conducta sexual.
La pregunta la sobresaltó visiblemente.
– ¿A qué se refiere?
– Tengo entendido que su marido no transigía con la homosexualidad.
El comisario advirtió que ésta no era la pregunta que ella esperaba.
– Es verdad.
– ¿Tiene usted idea de por qué?
Ella aplastó el cigarrillo, se recostó en el respaldo del sillón y cruzó los brazos.
– ¿Qué es esto, psicología? Ahora me sugerirá que, en el fondo, Helmut era homosexual y durante todos estos años disimuló su inclinación, por el clásico procedimiento de aborrecer ostensiblemente la homosexualidad. -Brunetti había visto muchos casos de ésos, pero no creía que éste fuera uno de ellos, por lo que no dijo nada. Ella desdeñó la idea con una risa forzada-. Créame, comisario, él no era lo que usted imagina.
Brunetti se dijo que pocas personas lo eran. Calló, intrigado por oír qué diría ella ahora.
– No le niego que detestaba a los homosexuales. Eso lo sabía cualquiera que hubiera trabajado con él. Pero su aversión no era un medio para reprimir esa inclinación. Yo he estado casada con él dos años, y puedo asegurarle que mi marido no tenía nada de homosexual. Creo que los odiaba porque ofendían la idea que él tenía del orden universal, un ideal platónico del comportamiento humano. -Brunetti había oído razones más extravagantes.
– ¿Abarcaba su aversión a las lesbianas?
– Sí; pero le molestaban más los hombres, quizá porque su actitud suele ser más ostentosa. Creo que las lesbianas le inspiraban una cierta lascivia. Lo mismo que a muchos hombres. Pero nunca hablamos del tema.
Durante su carrera, Brunetti había hablado con muchas viudas, había interrogado a bastantes de ellas, pero muy pocas hablaban del marido con tanta objetividad como ésta. Se preguntó si la razón era el carácter de la mujer en sí o la personalidad del hombre al que no parecía llorar.
– ¿Había hombres, gays, de los que hablara con especial hostilidad?
– No -respondió ella sin vacilar-. Dependía de con quién trabajara.
– ¿Permitía que sus prejuicios le influyeran en el plano profesional?
– Eso sería imposible en este medio. Hay demasiados. A Helmut no le gustaban, pero trabajaba con ellos cuando era preciso.
– ¿Y cuando trabajaba con ellos, los trataba de modo diferente a los demás?
– Comisario, no intentará construir la hipótesis de que un homosexual asesinó a Helmut a causa de una palabra cruel o un contrato rescindido.
– Muchos han muerto por menos.
– No vale la pena ni hablar de eso -dijo ella secamente-. ¿Desea preguntar algo más?
El comisario vacilaba, porque la pregunta que tenía que hacer ahora le ofendía a él mismo. Se dijo que era como un sacerdote, como un médico, que lo que la gente le contaba no iba más allá, pero comprendía que no era verdad, sabía que no respetaría una confidencia si ello le permitía descubrir al culpable que buscaba.
– La siguiente pregunta no es de carácter general y no se refiere a sus opiniones. -Hizo una pausa, con la esperanza de que ella comprendiera y brindara voluntariamente alguna información. No fue así-. Me refiero en concreto a sus relaciones con su marido. ¿Alguna peculiaridad?
Observó cómo la mujer reprimía el impulso de levantarse; pero se limitó a pasarse varias veces la yema del dedo corazón por el labio inferior, con el codo apoyado en el brazo del sillón.
– Entiendo que se refiere a mis relaciones sexuales con mi marido. -Él asintió-. Y supongo que ahora yo podría indignarme y preguntarle qué entiende usted, en este día y hora, por «peculiaridad». Pero sólo le responderé que no, que nuestras relaciones sexuales no tenían nada de «peculiar» y eso es todo lo que pienso decir.
Ella había contestado la pregunta. Si ahora él conocía o no la verdad era otra cuestión que prefería dejar para más adelante.
– ¿Sabe si tenía diferencias con alguno de los cantantes de la obra? ¿O con alguna otra persona que interviniera en ella?
– No más de las habituales. El director artístico es un homosexual notorio, y lo mismo se rumorea de la soprano.
– ¿Conoce a alguno de ellos?
– Con Santore no he cruzado más que algún que otro saludo en los ensayos. A Flavia la conozco, pero sólo de hablar con ella en las fiestas.
– ¿Qué opina de ella?
– Que es una soberbia cantante. Y lo mismo pensaba Helmut -respondió evasivamente.
– ¿Y en el aspecto personal?
– Creo que es muy agradable. Quizá a veces le falte un poco de sentido del humor, pero es una persona en cantadora. Y posee una inteligencia sorprendente, a diferencia de la mayoría de cantantes. -Era evidente que seguía eludiendo dar las respuestas que él esperaba y que no se las daría hasta que le preguntara directamente.
– ¿Y los rumores?
– Nunca me han parecido dignos de ser tomados en consideración.
– ¿Y su marido?
– Me parece que él los creía. No; eso no es exacto: me consta que los creía. Una noche dijo algo al respecto. Ahora no recuerdo cuáles fueron sus palabras exactamente, pero dejó muy claro que él creía esos rumores.
– ¿Pero ello no bastó para convencerla?
– Comisario -dijo la mujer con exagerada paciencia-, todavía no estoy segura de si ha entendido usted lo que le he dicho. No se trata de si Helmut pudo o no convencerme de que los rumores eran ciertos sino de que no pudo convencerme de que importaran. Por eso los había olvidado hasta que usted los ha mencionado.
Él se reservó su aprobación y preguntó:
– ¿Y de Santore? ¿Dijo su marido algo de él?
– Nada que yo recuerde. -Encendió otro cigarrillo-. Teníamos opiniones distintas sobre esa cuestión. A mí me irritaban sus prejuicios, él lo sabía y, de mutuo acuerdo, evitábamos hablar del tema. Helmut era lo bastante profesional como para dejar de lado sus sentimientos personales. Era una de las cosas que me gustaban de él.
– ¿Le era usted fiel, signora?
Era evidente que ella esperaba la pregunta.
– Creo que sí -dijo después de un largo silencio.
– Lo siento, pero no sé cómo interpretar su respuesta -dijo Brunetti.
– Depende de lo que entienda usted por «fiel».
«Sí, supongo», pensó él. Pero también suponía que el significado de la palabra era lo bastante claro, incluso en Italia. De repente, se sintió muy cansado de la conversación.
– ¿Mantuvo usted relaciones sexuales con otra persona mientras estuvo casada con él?
La respuesta fue inmediata:
– No.
Él, comprendiendo qué era lo que ahora se esperaba de él, preguntó:
– ¿Por qué ha dicho antes que sólo lo creía?
– Porque ya estaba cansada de preguntas previsibles.
– Y yo, de respuestas imprevisibles -replicó él con sequedad.
– Es lógico. -Ella le sonrió, ofreciendo una tregua. Como no se había preocupado de escenificar el número de la libretita, ahora no pudo marcar el final de la entrevista por el procedimiento de guardársela en el bolsillo. Se levantó y dijo:
– Una cosa más.
– ¿Sí?
– Ayer por la mañana le devolvieron los papeles de su marido. Me gustaría que me autorizara a examinarlos.
– ¿No pudo examinarlos mientras los tenían ustedes? -preguntó ella sin molestarse en disimular la irritación.
– Hubo una confusión en la questura. Los pasaron a los traductores y luego los devolvieron antes de que yo pudiera verlos. Le ruego disculpe las molestias, pero me gustaría repasarlos. También me gustaría hablar con la criada. Hablé con ella un momento al llegar, pero tengo que hacerle varias preguntas.
– Los papeles están en el despacho de Helmut. Segunda puerta a la izquierda. -No se dio por enterada de la solicitud referente a la criada, se quedó sentada y no le tendió la mano. Le siguió con la mirada mientras él salía de la habitación y volvió a su actitud de espera del futuro.
Brunetti se alejó por el pasillo hasta la segunda puerta. Lo primero que vio al entrar en el despacho fue el abultado sobre de la questura encima de la mesa, sin abrir. El comisario se sentó y lo atrajo hacia sí. Fue entonces cuando miró por la ventana y reparó en los tejados de la ciudad, que parecían alejarse flotando en el aire. A lo lejos, se veía el esbelto campanario de San Marcos y, muy cerca, a la izquierda, la adusta fachada del teatro de la ópera. No sin esfuerzo, apartó la mirada de la ventana y abrió el sobre.
Puso a un lado los documentos cuya traducción había leído. Se referían a contratos, compromisos y grabaciones y no le habían parecido importantes.
Sacó del sobre tres fotografías. Como era de esperar, el informe que había leído no las mencionaba, probablemente porque no había nada escrito en ellas. La primera era de Wellauer y su viuda, a orillas de un lago. Aparecían en ella bronceados y sanos. Costaba trabajo creer que aquel hombre tuviera más de setenta años cuando se hizo la foto, porque no aparentaba muchos más que el propio Brunetti. La segunda foto era de una jovencita al lado de un caballo de aspecto dócil y fornido. La niña tenía una mano levantada hacia la brida y un pie en el aire, entre el suelo y el estribo, y la cabeza vuelta en un ángulo forzado, evidentemente sorprendida por el fotógrafo, que la habría llamado cuando se disponía a montar. Era alta, esbelta y rubia como su madre, a juzgar por las largas trenzas que asomaban bajo el casco. Desprevenida, sin tiempo para sonreír, tenía una expresión curiosamente sombría.
La tercera foto era de los tres. La niña, casi tan alta como su madre pero desgarbada incluso en actitud de reposo, estaba en el centro y los dos mayores, un poco rezagados y enlazados por la cintura. La niña parecía más joven que en la otra foto. Los tres lanzaban a la cámara sonrisas preparadas.
Dentro del sobre no había ya nada más que una agenda de piel, con el año en cifras doradas. La hojeó. El nombre de los días estaba en alemán y en muchas páginas había anotaciones hechas en la enrevesada letra que el comisario recordaba haber visto en la partitura de La Traviata. La mayoría de las entradas correspondían a nombres de ciudades, óperas o programas de conciertos, en abreviaturas fáciles de descifrar: «Salz-D.G.»; «Viena-Ballo»; «Bonn-Moz 40»; «Lond-Cosi.» Otras parecían de carácter personal o, por lo menos, no relacionadas con la música: «Von S-17.00 h.» «Erich amp; H-8»; «D amp;G té-Demel-4.»
Empezando por la fecha de la muerte del maestro, Brunetti fue pasando páginas hasta tres meses atrás. El programa hubiera agotado a un hombre treinta años más joven que Wellauer, y se hacía más compacto a medida que se retrocedía en el tiempo. Intrigado por este aumento gradual en la actividad, abrió la agenda por el mes de agosto y leyó hacia adelante. Ahora observó el proceso a la inversa, una progresiva disminución en el número de cenas, tés y almuerzos. Sacó una hoja de papel de un cajón e hizo un rápido desglose de las anotaciones: compromisos personales a la derecha y profesionales a la izquierda. En agosto y septiembre, salvo durante un período de dos semanas en el que no había casi nada escrito, cada día había algún compromiso. En octubre, éstos empezaban a disminuir y, a últimos de mes, prácticamente no había compromisos sociales. También los profesionales se habían espaciado, pasando de dos a la semana como mínimo a uno o dos en varias semanas.
Brunetti pasó al año siguiente, que Wellauer ya no vería y, a últimos de enero, encontró: «Lond-Cosi.» Le llamó la atención un signo minúsculo que distinguió al lado del nombre de la ópera. ¿Era un interrogante o un simple acento mal hecho?
En otra hoja de papel, hizo una segunda lista, ésta de las citas personales, empezando por octubre. En el día 6 se leía: «Erich amp; H-21 h.» Como ya estaba familiarizado con los nombres, le encontró sentido. El día 7: «Erich-8 h.» El 15: «Petra amp; Nikolai-20 h.» Nada más hasta el 27, en el que había escrito: «Erich-8 h.» Parecía muy temprano para citarse con un amigo. La última anotación estaba hecha dos días antes de salir para Venecia: «Erich-9 h.»
Esto era todo, salvo en la página del 30 de noviembre: «A Venecia.»
Brunetti cerró la agenda y la metió en el sobre, con las fotos y documentos. Dobló las hojas de papel con sus notas y volvió a la habitación en la que había dejado a la signora Wellauer. Ella seguía en el mismo sitio, sentada delante de la chimenea, fumando.
– ¿Ha terminado? -preguntó al verle entrar.
– Sí. -Todavía con las hojas de papel en la mano, él dijo-: En la agenda de su marido he observado que durante los dos últimos meses disminuyó mucho su actividad. ¿Existía alguna razón en particular?
Ella reflexionó antes de contestar:
– Helmut decía que estaba fatigado, que no tenía la energía de antes. Veíamos a algunos amigos, pero, como usted ha observado, no tantos como antes. Aunque no todo lo que hacíamos está anotado en la agenda.
– Eso no lo sabía. Pero este cambio me parece muy interesante. Usted no lo mencionó cuando le pregunté.
– Por si no lo recuerda, comisario, usted me preguntó por mis relaciones sexuales con mi marido. Desgraciadamente, no están anotadas en la agenda.
– Aparece con frecuencia el nombre de «Erich».
– ¿Y por qué supone que eso puede ser importante?
– No he dicho que fuera importante: sólo que el nombre aparece con regularidad durante los últimos meses de vida de su marido. Unas veces, seguido de la inicial H y otras veces, solo.
– Como ya le he dicho, no todas nuestras citas están en la agenda.
– Pero éstas eran lo bastante importantes como para que su marido las anotara. ¿Puede decirme quién es ese Erich?
– Erich. Erich y Hedwig Steinbrunner. Los más antiguos amigos de Helmut.
– Y de usted, ¿no?
– También son amigos míos, pero Helmut los conocía desde hacía más de cuarenta años, y yo sólo desde hace dos, por lo que es lógico que los considere más amigos de Helmut que míos.
– Entiendo. ¿Podría darme su dirección?
– Comisario, no sé qué importancia pueda tener esto.
– Ya le he explicado por qué me parece importante. Si no quiere usted darme la dirección, estoy seguro de que otros amigos de su marido me la darán.
Ella soltó rápidamente una dirección y explicó que estaba en Berlín, luego se interrumpió mientras él sacaba el bolígrafo y lo apoyaba en el papel que aún tenía en la mano. Cuando lo vio preparado, repitió las señas despacio, deletreando cada palabra, incluso Strasse, lo que pareció a Brunetti una alusión excesiva a su estupidez.
– ¿Es todo? -preguntó cuando él acabó de escribir.
– Sí, signora. Muchas gracias. ¿Puedo hablar ahora con la criada?
– No veo la necesidad.
Él, como si no la hubiera oído, preguntó:
– ¿Está en el apartamento?
Sin contestar a esto, la signora Wellauer se levantó y se acercó a un cordón que colgaba de la pared, tiró de él y, se situó delante de la ventana, de cara a los tejados de la ciudad.
Poco después, se abrió la puerta y entró la criada. Brunetti esperó a que la signora Wellauer dijera algo, pero ella permanecía rígida y muda delante de la ventana, dándoles la espalda. Brunetti no tuvo entonces más remedio que tomar la iniciativa, y dijo a la criada, de modo que ambas mujeres pudieran oírle:
– Signora Breddes, me gustaría hablar con usted unos minutos, si no tiene inconveniente.
La mujer asintió, pero no dijo nada.
– Quizá podríamos ir al estudio del maestro -sugirió Brunetti, pero la viuda seguía mirando por la ventana, impasible. Él fue hasta la puerta, se paró e hizo un ademán invitando a la mujer a precederle y la siguió por el pasillo hasta el estudio que ya conocía. Cerró la puerta y señaló una silla. Ella se sentó y él volvió a ocupar el sillón del escritorio.
Era una mujer de unos cincuenta y cinco años y llevaba un vestido oscuro que podía ser señal tanto de su condición como de luto. El largo hasta media pantorrilla era anticuado y el corte hacía resaltar su extrema delgadez, sus hombros estrechos y su pecho liso. La cara, de ojos muy juntos y nariz muy larga, armonizaba con el cuerpo. Sentada como estaba en el borde de la silla, recordaba al comisario a una de aquellas aves zancudas y de cuello largo que se posaban en los pilotes de los canales.
– Me gustaría hacerle unas preguntas, signora Breddes.
– Signorina -rectificó ella automáticamente.
– Supongo que no habrá dificultad en que hablemos en italiano.
– Por supuesto que no. Llevo viviendo aquí diez años. -Su tono daba a entender que su observación le parecía ofensiva.
– ¿Cuánto tiempo ha trabajado para el maestro, signorina?
– Veinte años. Diez en Alemania y diez aquí. Cuando el maestro compró este apartamento, me pidió que viniera a cuidar de él. Yo accedí. Hubiera ido a cualquier sitio por el maestro. -Por la manera en que lo dijo, Brunetti comprendió que, para ella, tener que vivir en Venecia, en un apartamento de diez habitaciones, era un sufrimiento que aceptaba de buen grado por devoción a su señor.
– ¿Usted administra la casa?
– Sí. Estoy aquí desde que la compró. Él vino para dar instrucciones sobre los muebles y la pintura y yo me encargué de hacerlas cumplir y organizarlo todo. Desde entonces he cuidado de la casa cuando él no estaba.
– ¿Y cuando estaba?
– También.
– ¿Con qué frecuencia venía él a Venecia?
– Dos o tres veces al año. Casi nunca más.
– ¿Venía a trabajar? ¿A dirigir?
– A veces. Pero también a ver a sus amigos o para asistir a la Bienal. -La mujer imprimía en sus palabras un acento que daba a entender que consideraba estas cosas vanidades terrenas.
– ¿Cuáles eran sus obligaciones, cuando estaba aquí el maestro?
– Yo guisaba, aunque en las fiestas venía una cocinera italiana. Elegía las flores. Supervisaba el trabajo de las criadas. Son italianas. -Esta aclaración, supuso el Comisario, explicaba la necesidad de la supervisión.
– ¿Quién hacía la compra? La comida, el vino…
– Cuando el maestro estaba aquí, yo confeccionaba el menú y todas las mañanas enviaba a las criadas al Rialto a comprar verduras frescas.
Brunetti estimó que ya la había preparado para empezar a contestar el verdadero interrogatorio.
– Así que cuando el maestro se casó usted ya trabajaba para él.
– Sí.
– ¿Supuso su matrimonio algún cambio? Me refiero a cuando venía a Venecia.
– No sé a qué se refiere -dijo la mujer, aunque era evidente que lo sabía.
– En la organización de la casa. ¿Cambiaron sus responsabilidades después de que él se casara?
– No. A veces, guisaba la signora, pero no muy a menudo.
– ¿Algo más?
– No.
– ¿Le causó algún problema la hija de la signora?
– Ninguno. Comía mucha fruta. Pero eso no suponía ningún inconveniente.
– Ya. Entiendo -dijo Brunetti sacando un papel del bolsillo y garabateando unas palabras en él-. Dígame, signorina Breddes, durante estas últimas semanas que ha estado aquí el maestro, ¿ha notado usted algo… alguna diferencia en su comportamiento, algo que le llamara la atención?
Ella permaneció callada, con las manos fuertemente enlazadas en el regazo. Finalmente, dijo:
– No comprendo.
– ¿Había en él algo extraño? -Silencio-. Bueno, si no extraño -sonrió pidiéndole que comprendiera lo difícil que esto era para él-, fuera de lo corriente. -Como ella siguiera sin decir nada, agregó-: Estoy convencido de que usted habría notado cualquier cambio, porque no en vano conocía al maestro desde hacía tanto tiempo y sin duda le comprendía mejor que ninguna otra persona de la casa. -Era una adulación patente, pero podía dar resultado.
– ¿Se refiere a su trabajo?
– Bueno -empezó él con una sonrisa de complicidad-, podía ser el trabajo y podía ser cualquier otra cosa, quizá algo personal, algo que no tuviera nada que ver con su carrera ni con su música. Como le digo, estoy seguro de que, al cabo de tantos años de tratarle, usted tenía que ser especialmente sensible a cualquier cambio.
Observaba cómo el cebo flotaba hacia ella y agitó ligeramente la caña, para acercarlo más todavía.
– Sin duda usted podía detectar cosas que a otros se les hubieran escapado.
– Eso es verdad -reconoció ella. Se humedeció los labios nerviosamente, acercándose al anzuelo. Él permaneció mudo, inmóvil, para no remover las aguas. Ella se manoseaba un botón del vestido haciéndolo girar hacia uno y otro lado en semicírculo. Finalmente, dijo-: Algo noté, pero no sé si será importante.
– Quizá lo sea. Recuerde, signorina, que todo lo que pueda usted decirme ayudará al maestro. -Sin saber por qué, estaba seguro de que ella no repararía en la colosal estupidez de esta afirmación. Dejó el bolígrafo y juntó las manos en actitud sacerdotal, esperando sus palabras.
– Hubo dos cosas. Esta vez, desde que llegó, parecía más y más distraído, como ausente. No; no es eso exactamente. Era como si le fuera indiferente lo que ocurría a su alrededor. -Se interrumpió, no satisfecha todavía.
– ¿Podría ponerme un ejemplo?-la animó él.
Ella movió la cabeza negativamente. Aquello no le gustaba nada.
– No; no lo digo bien. No sé cómo explicarlo. Antes, siempre me preguntaba qué había pasado durante su ausencia, preguntaba por la casa, por las criadas y por lo que había hecho yo. -¿Se había ruborizado?-. El maestro sabía que me gustaba la música, que en su ausencia yo iba a conciertos y a la ópera, y siempre me preguntaba qué me había parecido. Pero esta vez, nada. Me saludó al llegar, y me preguntó cómo estaba, pero no parecía interesarle lo que yo le decía. A veces… no, fue una vez. Tuve que ir al estudio para preguntarle a qué hora quería la cena. Tenía ensayo aquella tarde, y yo no sabía a qué hora pensaba terminar, de modo que entré a preguntar. Llamé a la puerta y entré, como hacía siempre. Pero aquel día no me hizo caso, como si no estuviera allí, me tuvo esperando mientras acababa de escribir. No sé por qué, me hizo esperar como a una criada. Al final me sentía tan violenta que iba a marcharme. Después de veinte años, no iba a consentir que me tuviera esperando como a un reo delante del juez. -Brunetti veía asomar la angustia a sus ojos mientras hablaba.
»Por fin, cuando ya daba media vuelta, él levantó la cabeza e hizo como si acabara de darse cuenta de mi presencia, como si yo hubiera aparecido por arte de magia para hacerle una pregunta. Le pregunté a qué hora pensaba volver. Me parece que le hablé en un tono muy seco, lo siento. Por primera vez en veinte años, le levanté la voz. Pero él hizo como si no hubiera notado nada y sólo me dijo la hora a la que pensaba regresar. Y me parece que entonces le pesó la forma en que me había tratado, porque me dijo que las flores eran muy bonitas. Le gustaba tener flores en la casa cuando estaba aquí. -Su voz se apagó, y agregó, como si tuviera algo que ver-: Las traen de Biancat, desde el otro lado del Gran Canal.
Brunetti no sabía si en su voz había indignación o dolor, o las dos cosas. Desde luego, ser criada durante veinte años te da derecho a que no te traten como a una criada.
– Hubo otras cosas, pero en aquel momento no me parecieron importantes.
– ¿Qué cosas?
– Parecía… -empezó la mujer, como si buscara la manera de decir algo y callarlo al mismo tiempo-. Parecía más viejo. Ya sé que tenía un año más que la otra vez, pero la diferencia parecía mayor. Siempre había sido tan enérgico, tan vital. Y ahora parecía un viejo. -Como prueba de su afirmación, agregó-: Había empezado a usar gafas. Pero no para leer.
– ¿Y eso le pareció extraño?
– Sí. Generalmente, las personas de mi edad empezamos a necesitarlas para leer, para mirar de cerca, pero él no las llevaba para leer.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque, a veces, cuando le entraba el té y él estaba leyendo, no las tenía puestas y al verme se las ponía, o me hacía seña de que dejara la bandeja, como si no deseara ser molestado. -La mujer se interrumpió.
– Ha dicho usted que había otras cosas. ¿Qué cosas?
– Prefiero no decir más -respondió ella nerviosamente.
– Si no son importantes, dará lo mismo. Si lo son, podrían ayudarnos a descubrir quién lo hizo.
– Es que no estoy segura. Es más bien una impresión -dijo la mujer, cediendo-, algo que percibía. Entre ellos. -Por su manera de pronunciar la última palabra, estaba claro quiénes eran «ellos». Brunetti no dijo nada, decidido a darle tiempo.
– Esta vez estaban diferentes. Antes, siempre estaban… no sé cómo describirlo. Estaban unidos, muy unidos, siempre hablando, haciendo cosas juntos, tocándose. -Su tono daba a entender lo mucho que ella desaprobaba esta conducta en un matrimonio-. Pero esta vez estaban diferentes. No era algo que pudiera notar cualquiera, porque se trataban con mucha cortesía, pero ya no se tocaban como antes, cuando nadie podía verlos. -Ella, sí. Le miró-. No sé si esto tiene algún sentido.
– Me parece que sí, signorina. ¿Tiene idea de cuál pudiera ser la causa de esta frialdad?
Él vio la respuesta o, por lo menos, un atisbo de respuesta, insinuarse en sus ojos, pero se desvaneció al momento.
– ¿Alguna idea? -insistió. Nada más decirlo, comprendió que había ido demasiado lejos.
– No. Ni por asomo. -La mujer movió la cabeza a derecha e izquierda, liberándose.
– ¿Sabe si alguna de las criadas observó algo?
La mujer irguió la espalda.
– Yo no hablaría de eso con las criadas.
– Claro, claro -murmuró él-. Ni yo pretendía insinuar tal cosa. -El comisario se daba cuenta de que la mujer ya empezaba a arrepentirse de lo poco que había dicho. Sería preferible restar importancia a sus palabras para que ella no tuviera reparo en repetirlas, llegado el caso, o ampliarlas, a ser posible-. Le agradezco su información, signorina, que confirma lo que ya sabíamos por otras fuentes. Supongo que no es necesario que le diga que la consideraremos estrictamente confidencial. Si recuerda algo más, llámeme a la questura, por favor.
– No quiero que piense de mí… -empezó ella, pero no se decidió a expresar lo que no quería que pensara de ella.
– Le aseguro que pienso de usted tan sólo que es una persona que sigue siendo fiel al maestro. -Y era lo menos que podía decir, puesto que era la verdad. Los pliegues de la cara de la mujer se suavizaron ligeramente. Él se levantó y le tendió la mano. La de ella era pequeña y sorprendentemente frágil, como la pata de un pájaro. Le condujo por el pasillo hasta la puerta del apartamento, desapareció un momento y salió con el abrigo de él-. Dígame, signorina, ¿qué piensa hacer ahora? ¿Se quedará en Venecia?
Ella le miró como si fuera un demente que la hubiera abordado en plena calle.
– No; pienso volver a Gante lo antes posible.
– ¿Tiene idea de cuándo será eso?
– La signora tiene que decidir ahora lo que hace con el apartamento. Me quedaré hasta entonces y luego volveré a mi casa, con los míos. -Con estas palabras, abrió la puerta y, cuando él hubo salido, la cerró silenciosamente. Brunetti se paró en el primer descansillo y miró por la ventana. A lo lejos, el ángel que estaba en lo alto del campanario extendía las alas bendiciendo a la ciudad y sus habitantes. Brunetti se dijo que el exilio sigue siendo exilio aun en la ciudad más bella del mundo.