CAPITULO XVII

Cuando el comisario llegó a su casa, ya era tarde para llevar a Paola y a los chicos a cenar, como les había prometido. Además, mientras subía la escalera percibió ya el olor a ajo y salvia.

Al entrar en el apartamento, tuvo un momento de estupefacción, porque la voz de Flavia Petrelli, que hacía veinte minutos había oído cantar la partitura de Violetta en el teatro, interpretaba ahora el final del segundo acto en su sala de estar. Involuntariamente, dio dos rápidos pasos antes de recordar que aquella noche la representación era televisada en directo. Paola, que no era aficionada a la ópera, probablemente estaría mirándola para tratar de adivinar cuál de los cantantes era un asesino. Brunetti estaba seguro de que su curiosidad era compartida por millones de familias de toda Italia.

Desde la sala, la voz de Chiara, su hija, gritó:

– Ha llegado papá -mientras Violetta suplicaba a Alfredo que la dejara para siempre.

El comisario entró en la sala en el momento en que el tenor arrojaba un puñado de billetes a la cara de Flavia Petrelli. Ella, bañada en llanto, caía de rodillas. Mientras el padre de Alfredo cruzaba el escenario con paso rápido, para amonestar a su hijo, Chiara preguntó:

– ¿Por qué le ha tirado el dinero a la cara, papá? Creí que la quería. -Había levantado la mirada de lo que parecían deberes de matemáticas y, al no recibir respuesta, insistió-: ¿Por qué?

– Porque piensa que sale con otro -fue la mejor explicación que se le ocurrió a Brunetti.

– ¿Y qué puede importar eso? Si estuvieran casados sería distinto.

Ciao, Guido -gritó Paola desde la cocina.

– Dime, ¿por qué se enfada?

Brunetti pasó por delante de su hija y bajó el volumen del televisor, preguntándose por qué todos los adolescentes parecían sordos. Por la manera en que Chiara agitaba el lápiz en el aire, comprendió que no pensaba darse por satisfecha. El comisario decidió contemporizar.

– Ellos dos vivían juntos, ¿no?

– Sí, ¿y qué?

– Si vives con una persona, no sales con otra.

– Pero ella no salía con nadie. Sólo quería hacérselo creer.

– Y él se lo cree y tiene celos.

– Pues no sé por qué. Ella le quiere. Eso está claro. Alfredo es un memo. Además, el dinero es de ella.

– Hum -hizo él para ganar tiempo, mientras trataba de recordar el argumento de La Traviata.

– ¿Por qué no se pone a trabajar en algo? Si ella le mantiene, puede hacer lo que le apetezca. -El público había estallado en un aplauso atronador.

– No siempre es así, hija.

– Pero a veces sí, ¿verdad, papá? ¿Por qué no? En casa de muchas amigas mías, si la madre no trabaja como mamá, el padre lo decide todo. A dónde van de vacaciones, todo. Y algunos hasta tienen amante. -La última frase fue dicha con voz débil, más como pregunta que como afirmación-. Y pueden hacerlo porque son los que ganan el dinero, por eso pueden decir a cada uno lo que tiene que hacer. -Ni la propia Paola, pensó él, hubiera podido hacer un compendio más exacto del sistema capitalista. En realidad, era la voz de su esposa la que él oía en los argumentos de Chiara.

– No es tan sencillo, tesoro. -Se aflojó el nudo de la corbata-. Chiara, ¿podrías ser un ángel de bondad, ir a la cocina y traer una copa de vino a tu pobre padre?

– Voy. -La niña soltó el lápiz, más que dispuesta a abandonar la discusión-. ¿Blanco o tinto?

– Mira si queda Prosecco. Si no, trae lo que creas que me gustará. -En el lenguaje de la familia eso quería decir el vino que ella quisiera probar.

Brunetti se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y apoyó los pies en la mesita. Ahora el presentador informaba al auditorio, innecesariamente, de los sucesos de los últimos días. El tono vehemente y tétrico del hombre hacía del relato una ópera del verismo más truculento. Chiara volvió a la sala. Era alta y desmañada. Desde cualquier lugar de la casa, él podía adivinar cuándo tocaba a Chiara recoger la cocina, por el estrépito de cacharros. Pero era bonita, quizá hasta llegara a ser hermosa, con los ojos separados y una suave pelusa debajo de las orejas que le inundaba el corazón de ternura cada vez que la contemplaba a contraluz.

– Fragolino -dijo ella pasándole la copa desde detrás del sofá, sin derramar más que una gota, y en el suelo-. ¿Puedo tomar un sorbito? Mamá no quería abrir la botella. Decía que sólo quedará una, pero como le he dicho que estabas muy cansado la ha abierto. -Antes de que pudiera acceder a su petición, ella ya había vuelto a coger la copa y se la llevaba a los labios-. ¿Cómo es posible que un vino sepa a fresa, papá? -¿Por qué será que, cuando los hijos están de buenas contigo, lo sabes todo y cuando están de malas, no sabes nada?

– Es la uva. La uva huele a fresa, y el vino, también. -Él pudo confirmar la veracidad de sus palabras con el olfato y con el gusto-. ¿Haces deberes?

– Sí, matemáticas -dijo ella, consiguiendo poner en la palabra un entusiasmo que desconcertó a su padre. Entonces recordó que esa niña era la misma que le explicaba el estado de sus cuentas del banco cada tres meses y que en mayo trataría de rellenarle el formulario de la declaración de la renta.

– ¿Qué clase de matemáticas? -preguntó él con fingido interés.

– No las entenderías, papá. -Y, luego, con la velocidad del rayo-: ¿Cuándo vas a comprarme el ordenador?

– Cuando saque el premio gordo de la lotería. -Sabía que su suegro iba a regalar a Chiara un ordenador portátil en Navidad, y le mortificaba que ello le mortificara.

– Papá, siempre dices lo mismo. -Se sentó frente a él, puso los pies encima de la mesa, planta contra planta con los de él y empujó suavemente con uno de ellos-. Maria Rinaldi tiene ordenador, y Fabrizio también, y yo nunca haré nada bueno en la escuela, nada realmente bueno, hasta que lo tenga.

– Pues me parece que no lo haces mal del todo con el lápiz.

– No, pero tardo siglos.

– ¿Y no es preferible que ejercites el cerebro, en lugar de dejar que la máquina trabaje por ti?

– Eso es una tontería, papá. El cerebro no es un músculo. Lo hemos aprendido en clase de biología. Además, tú no cruzas la ciudad andando para buscar una información si puedes conseguirla por teléfono. -Él empujó a su vez con la planta del pie, pero no contestó-. ¿Verdad que no, papá?

– ¿Y qué harías con el tiempo que ahorraras, si tuvieras ordenador?

– Problemas más difíciles. El ordenador no trabaja por mí, papá, de verdad. Sólo hace más deprisa lo que yo le ordeno. No es más que una máquina que suma y resta un millón de veces más aprisa que nosotros.

– ¿Tienes idea de lo que cuestan esas máquinas?

– Sí. El Toshiba que yo quiero cuesta dos millones.

Afortunadamente, en aquel momento entró Paola, o hubiera tenido que decir a Chiara las posibilidades que había de que él le comprara un ordenador. Y, como ello hubiera podido inducir a su hija a aludir al abuelo, se alegró doblemente de ver a Paola. Ésta traía la botella de Fragolino y otra copa. En aquel momento, cesó la cháchara de la televisión para dar paso al preludio del tercer acto.

Paola dejó la botella en la mesa y se sentó en el brazo del sofá, al lado de su marido. En la pantalla, se levantó el telón, revelando una habitación destartalada. Era difícil reconocer a Flavia Petrelli, a la que había visto en todo el esplendor de su hermosura hacía poco más de una hora, en la frágil criatura que estaba tendida en el diván, envuelta en un chal, con una mano descansando en el suelo. Se parecía más a la signora Santina que a una célebre cortesana. Las oscuras ojeras y el rictus de dolor de sus labios denotaban de modo convincente enfermedad y sufrimiento. Hasta la voz con que pedía a Annina que diera a los pobres el poco dinero que le quedaba era débil y doliente.

– Lo hace muy bien -dijo Paola. Brunetti siseó. Los dos miraban.

– Pero él es idiota -agregó Chiara, cuando Alfredo entraba en la habitación y tomaba en brazos a su amada. -Shhh -sisearon los dos. Ella volvió a sus números, murmurando entre dientes: «Un memo» en tono lo bastante alto como para que sus padres lo oyeran.

Brunetti vio la cara de la Petrelli transfigurarse de éxtasis por la llegada de su adorado y resplandecer de alegría. Juntos empezaron a hacer planes para un futuro que no conocerían, y la voz de ella recobró su timbre vigoroso y cristalino.

El gozo la hizo ponerse en pie y levantar los brazos al cielo. «Me siento renacer», exclamó, y en ese momento, como es de rigor en la ópera, se desplomó y murió.

– Sigo pensando que él es un memo -insistió Chiara durante el desesperado lamento de Alfredo y la entusiasta ovación del público-. Supongamos que no se muere. ¿De qué hubieran vivido? ¿Ella hubiera vuelto a hacer lo que hacía antes de conocerle? -Brunetti prefería ignorar lo que pudiera saber su hija acerca de esta cuestión. Chiara, después de manifestar su opinión, escribió una larga hilera de cifras al pie de la hoja, metió ésta en el libro de mates y lo cerró.

– No creí que fuera tan buena -dijo Paola respetuosamente, haciendo caso omiso de los comentarios de su hija-. ¿Qué tal es en persona? -Típico de Paola. La posible implicación de aquella mujer en un asesinato no había bastado para despertar su interés; había tenido que ver la calidad de su interpretación.

– Es sólo una cantante -dijo él evasivamente.

– Sí, y Reagan sólo un actor -dijo Paola-. ¿Cómo es?

– Es arrogante, tiene miedo de que le quiten a sus hijos y le gusta el color marrón.

– ¿Que no cenamos? -dijo Chiara-. Tengo hambre.

– Pues pon la mesa. Ahora mismo vamos.

Chiara se levantó de mala gana y se fue a la cocina, pero no sin antes decir:

– Y ahora harás que papá te diga cómo es ella en realidad, y yo me perderé todo lo bueno, como siempre. -Una de las grandes frustraciones de Chiara era la de no poder sacar a su padre información que le permitiera presumir en el patio de recreo.

– Me pregunto dónde habrá aprendido a actuar así -dijo Paola, llenando las dos copas-. Hace años, cuando yo era una niña, una tía mía murió tuberculosa. Aún me acuerdo de su cara y de cómo movía siempre las manos nerviosamente, lo mismo que ella, abriéndolas y cerrándolas en el regazo o estrujándoselas. -Y, con su brusquedad característica-: ¿Crees que lo hizo ella?

Él se encogió de hombros.

– Quizá. Todo el mundo trata de meterme en la cabeza la idea de que esa mujer es una pólvora, toda pasión, capaz de responder a una ofensa con una puñalada fulminante. Pero ya has visto lo buena actriz que es, por lo que nada impide pensar que sea fría y calculadora y perfectamente capaz de cometer el crimen tal como se cometió. Y también creo que es inteligente.

– ¿Y su amiga?

– ¿La norteamericana?

– Sí.

– No sé. Me ha dicho que la Petrelli fue a ver al maestro durante el primer entreacto, pero sólo para discutir con él.

– ¿Sobre qué?

– La había amenazado con revelar sus relaciones con Brett a su ex marido.

Si el que su marido utilizara el nombre de pila al referirse a la norteamericana sorprendió a Paola, no lo exteriorizó.

– ¿Tienen hijos?

– Sí; dos.

– Pues es grave la amenaza. Pero ¿y la otra? ¿Y Brett, como tú la llamas? ¿Pudo hacerlo ella?

– No lo creo. Esta relación no es tan trascendental para ella. O no permitirá que lo sea. No me parece probable.

– Aún no me has dicho qué piensas de la Petrelli.

– Vamos, Paola, tú ya sabes que cuando trato de guiarme por la intuición siempre me equivoco. Me precipito con mis sospechas. Todavía no sé qué pensar de ella. Lo único que sé es que todo esto tiene que ver con el pasado del maestro.

– Está bien dijo ella, aviniéndose a dejar el tema-. Vamos a cenar. Hay pollo y alcachofas, y una botella de Soave.

– Alabado sea Dios. -Él se levantó del sofá y tiró de ella. Juntos entraron en la cocina.

Como de costumbre, en el mismo instante en que la cena salía a la mesa y se disponían a empezar, apareció Raffaele, el primogénito de Brunetti, que venía de su habitación. Tenía quince años, era alto para su edad y se parecía a Brunetti en la complexión y el gesto. En lo demás no se parecía a nadie de la familia y hubiera rebatido airadamente la posibilidad de que su conducta se asemejara a la de cualquier otra persona, viva o muerta. Había descubierto por sí mismo que el mundo está corrompido, que el sistema es injusto y que a quienes están arriba lo único que les interesa es el poder. Como era la primera persona que había hecho tal descubrimiento con tanta claridad, no hacía nada por ocultar su desdén hacia quienes no habían sido agraciados con su perspicacia. Entre ellos estaba su familia, por supuesto, con la posible excepción de Chiara, a la que eximía de culpa por su juventud y porque se dejaba convencer para que le cediera la mitad de su asignación. Al parecer, también su abuelo había conseguido pasar por el ojo de la aguja, aunque nadie comprendía cómo.

Iba al liceo clásico, donde se suponía que debían prepararlo para la universidad, pero durante el curso anterior había sacado malas notas y últimamente hablaba de dejar los estudios, ya que «la educación no es sino parte del sistema que oprime a los trabajadores». Pero, aunque dejara los estudios, no pensaba buscar trabajo, puesto que ello lo sometería al «sistema que oprime a los trabajadores». Así pues, para evitar oprimir a los demás, no estudiaría y, para evitar ser oprimido, no trabajaría. A Brunetti la simplicidad del razonamiento de Raffaele le parecía absolutamente jesuítica.

Raffaele puso los codos encima de la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Brunetti le preguntó cómo estaba, ya que ésta todavía era una pregunta segura.

– OK.

– Pasa el pan, Raffi. -Esto, Chiara.

– No te comas el ajo, Chiara, o te olerá el aliento durante días. -Esto, Paola.

– Está bueno el pollo. -Esto, Brunetti-. ¿Abro la otra botella?

– Sí, por favor -dijo Chiara-. Yo todavía no lo he probado.

Brunetti sacó del frigorífico la segunda botella, la abrió y dio la vuelta a la mesa, escanciando. Cuando llegó detrás de su hijo, le apoyó la mano en el hombro al inclinarse para servir el vino. Raffaele hurtó el hombro y luego simuló que trataba de alcanzar las alcachofas, que nunca comía.

– ¿Qué hay de postre? -preguntó Chiara.

– Fruta.

– ¿Pastel, no?

– Cerdita -dijo Raffaele, pero como definición, no como insulto.

– ¿Quién quiere jugar al monopoly después de cenar? -preguntó Paola. Antes de que los niños pudieran responder, estipuló las condiciones-: Sólo si habéis hecho los deberes.

– Yo sí -dijo Chiara.

– Yo también -mintió Raffaele.

– Yo soy la banquera -anunció Chiara..

– Cerdita burguesa -puntualizó Raffaele.

– Vosotros dos fregaréis los platos -ordenó Paola-. Después jugaremos. -A la primera exclamación de protesta, cortó-: Nadie va a jugar al monopoly encima de esta mesa hasta que los platos estén limpios y guardados. -Y como Raffaele abriera la boca para lamentarse, le espetó-: Y, si el planteamiento te parece burgués, me alegro. También es burgués comer pollo, y no he oído que te quejaras. Así que primero fregáis y después jugamos.

Nunca dejaba de asombrar a Brunetti que su mujer pudiera hablar a Raffaele en ese tono impunemente. Si alguna vez él se permitía reprender a su hijo, la escena terminaba invariablemente con un portazo, y las malas caras duraban varios días. Raffaele, al verse derrotado, mostró su enfado retirando los platos y dejándolos en la encimera con brusquedad, y Brunetti mostró el suyo llevándose la botella y la copa a la sala, para esperar allí las estrepitosas señales de obediencia.

– Por lo menos, no fabrica bombas en su cuarto -fue el consuelo que le ofreció Paola cuando salió a reunirse con él. En la cocina sonaban golpes amortiguados que indicaban que Raffaele fregaba los platos, y golpes más fuertes que denotaban que Chiara los secaba y guardaba. De vez en cuando, se oía una carcajada.

– ¿Crees que se le pasará? -preguntó él.

– Mientras Chiara pueda hacerle reír, me parece que no hay que preocuparse. Él nunca haría daño a Chiara, y dudo que hiciera volar por los aires a alguien. -Brunetti no acababa de ver cómo podía esto disipar todas las preocupaciones que le causaba su hijo, pero estaba dispuesto a dejarse consolar.

Chiara asomó la cabeza y gritó:

– Raffi ya ha sacado el tablero. Vamos a empezar.

Cuando Paola entró en la cocina, el tablero del monopoly ya estaba en el centro de la mesa y Chiara, que seguía decidida a ser la banquera, repartía el dinero. Por consenso general, se bahía decidido vetar a Paola para el puesto de banquera, ya que no pocas veces había sido sorprendida con la mano en la caja. Raffaele, temiendo ser tildado de capitalista, nunca optaba al cargo. Y Brunetti, que bastantes dificultades tenía para concentrarse en el juego, rehuía la responsabilidad. De modo que ésta siempre recaía en Chiara, que gozaba contando, pagando, cobrando y cambiando.

Echaron los dados para decidir quién salía. Raffaele quedó en último lugar, lo que bastó para poner nerviosos a los otros tres desde el principio. El afán de ganar del chico asustaba a Brunetti, que a veces jugaba mal adrede para darle ventaja.

Al cabo de media hora, Chiara tenía todos los verdes: Vía Roma, Corso Impero y Largo Augusto. Raffaele tenía dos rojos y sólo necesitaba Vía Marco Polo, que era propiedad de Brunetti, para completar su serie. Al cabo de cuatro vueltas más, Brunetti se dejó convencer para ceder a Raffaele la propiedad que le faltaba a cambio del Acquedotto y cincuenta mil liras. El reglamento familiar prohibía hacer comentarios, pero ello no impidió a Chiara dar un fuerte puntapié a su hermano por debajo de la mesa.

Raffaele, como era de esperar, protestó:

– Para ya, Chiara. Si quiere hacer un mal negocio, allá él. -Así hablaba el que quería hundir el sistema capitalista.

Brunetti entregó el título de propiedad y vio cómo Raffaele se apresuraba a construir hoteles en sus tres vías. Mientras Raffaele estaba ocupado en ello, pendiente de que Chiara le devolviera el cambio correctamente, Brunetti observó que Paola escamoteaba un montoncito de billetes de diez mil liras de la banca. Al levantar la mirada y darse cuenta de que su marido la había visto robar a sus propios hijos, le sonrió ampliamente. Un policía, casado con una ladrona, padre de un monstruo de la informática y de un anarquista.

A la siguiente vuelta, Brunetti fue a parar a uno de los hoteles de Raffaele y tuvo que darle cuanto tenía. Paola descubrió de pronto que disponía de dinero suficiente para construir seis hoteles, pero tuvo la delicadeza de no mirar a su marido a la cara al dar el dinero a la banca. Brunetti se recostó en el respaldo y observó cómo la partida avanzaba hacia el final, que su pérdida ante Raffaele había hecho inevitable. El codo de Paola empezó a avanzar hacia el montón de billetes de diez mil liras, pero se detuvo, fulminado por una mirada de Chiara. Ésta, a su vez, no pudo convencer a Raffaele de que le vendiera Parco Bella Vittoria, fue a parar dos veces a los hoteles rojos y se arruinó. Paola resistió dos vueltas más, hasta que paró en el hotel de Viale Costantino y no pudo pagar.

La partida terminó. Raffaele se transformó inmediatamente, de gran capitán de empresa en enemigo de las clases dirigentes; Chiara saqueó el frigorífico y Paola bostezó y dijo que era hora de irse a la cama. Brunetti la siguió por el pasillo, pensando en cómo el comisario de policía de la Más Serenísima República había pasado otra noche en la implacable persecución del responsable de la muerte del más famoso director de orquesta del siglo.

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