Padovani ya aguardaba en el restaurante cuando llegó Brunetti. El periodista estaba de pie, entre la barra y la vitrina de los antipasti: bígaros, sepia, gambas… Se estrecharon la mano y fueron conducidos a la mesa por la signora Antonia, la monumental camarera que era el alma del establecimiento. Una vez instalados, dejando para más tarde el tema del crimen y los chismorreos, deliberaron con la signora Antonia sobre el almuerzo. Aunque el restaurante disponía de menú impreso, pocos clientes habituales se molestaban en consultarlo; muchos ni lo habían visto. La selección de los platos del día la llevaba en la cabeza Antonia, que procedió a recitar la lista velozmente, aunque Brunetti sabía que esto no era sino puro formulismo, porque a renglón seguido ella decidió que lo que deseaban era antipasto di mare, el arroz con gambas y, después, branzino a la parrilla, fresquísimo, del día, les aseguró. Padovani preguntó si podría tomar también una ensalada verde, si la signora podía recomendársela. Ella prestó a la consulta la atención que requería, asintió, dijo que, para beber, desearían sin duda una botella de vino blanco de la casa y fue en su busca.
Una vez servida la primera copa de vino, Brunetti preguntó a Padovani si le quedaba todavía mucho trabajo antes de marcharse de Venecia. El crítico respondió que tenía que hacer la reseña de dos exposiciones, una en Treviso y la otra en Milán, pero que probablemente las haría por teléfono.
– ¿Quieres decir que las darás por teléfono a Roma, a la redacción?
– No -respondió Padovani partiendo una barrita de pan y metiéndose en la boca la mitad-. Hago las críticas por teléfono.
– ¿Críticas de arte? ¿De pintura?
– Desde luego. No pretenderás que pierda el tiempo en ir a contemplar esa basura, ¿verdad? -Al ver la cara de perplejidad de Brunetti, explicó-: Conozco la obra de los dos pintores, y sé que no vale nada. Los dos han alquilado la galería, y los dos invitarán a sus amistades, que les comprarán los cuadros. Una es la esposa de un abogado milanés, y el otro hijo de un neurocirujano de Treviso que dirige la clínica privada más cara de la región. Los dos tienen mucho tiempo y nada que hacer, y han decidido ser artistas. -Dijo la última palabra con evidente desdén.
Padovani interrumpió su discurso, echó el cuerpo hacia atrás y sonrió ampliamente cuando la signora Antonia les puso delante las fuentes ovaladas del antipasto.
– ¿Y qué dices en tus críticas? -preguntó Brunetti.
– Oh, eso depende -dijo Padovani pinchando un dado de pulpo-. Del hijo del médico digo que muestra «total ignorancia del color y de la forma». Pero el abogado es amigo de uno de los directores del periódico, por lo que su esposa «denota dominio de la composición y del dibujo», a pesar de que no podría dibujar un cuadrado que no pareciera un triángulo.
– ¿Y no te molesta?
– ¿Escribir cosas que no pienso? -preguntó Padovani partiendo otra barrita.
– Sí.
– Al principio, sí. Pero después comprendí que era la única forma de ser libre para escribir las críticas que de verdad me importan. -Al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Vamos, Guido, no me digas que nunca has desestimado un indicio ni redactado un informe que sugiriera algo distinto de lo que revelaban las pruebas.
Antes de que el comisario pudiera contestar a esto, Antonia había vuelto. Padovani se comió la última gamba y sonrió a la mujer:
– Estaba exquisito, signora.
Ella le retiró el plato, y después el de Brunetti.
Al momento, les traía el risotto, humeante y perfumado. Al ver que Padovani alargaba la mano hacia el salero, Antonia declaró:
– Ya tiene su sal.
Él retiró la mano como si se hubiera quemado y empuñó el tenedor.
– Bueno, Guido, supongo que no me habrás invitado, a cargo de la ciudad, espero, para hablar de mi trabajo ni para examinar mi conciencia. Dijiste que querías más información.
– Me gustaría saber qué más has averiguado sobre la signora Santina.
Padovani se sacó de la boca con delicadeza un trocito de caparazón de gamba, lo dejó en el borde del plato y dijo:
– Pues en tal caso me parece que tendré que pagarme yo el almuerzo.
– ¿Por qué?
– Porque de ella no puedo decirte más. Narciso se iba de viaje cuando le llamé, y sólo tuvo tiempo de darme la dirección. De modo que lo único que sé es lo que te conté la otra noche. Lo siento.
A Brunetti le pareció un poco tosca la sugerencia de Padovani de pagarse el almuerzo.
– Si no puedes decirme nada de ella, quizá puedas decirme algo de otras personas.
– Confieso, Guido, que he indagado bastante. He llamado a amigos de aquí, de Milán y de Roma. De modo que no tienes más que decir un nombre, y seré una fuente de información.
– Flavia Petrelli.
– Ah, la divina Flavia. -Tomó un bocado de risotto y lo declaró excelente-. Supongo que también querrás saber algo acerca de la no menos divina Miss Lynch.
– Quiero saber todo lo que puedas decirme de las dos.
Padovani comió un poco más de risotto y apartó el plato.
– ¿Me preguntas o prefieres que chismorree a mi aire?
– Creo que será preferible el chismorreo.
– Sí. Desde luego. Es lo que suele decirse. -Bebió un sorbo de vino y empezó-: He olvidado dónde estudió Flavia. Probablemente, en Roma. En cualquier caso, ocurrió lo inesperado, como siempre, y una noche, en el último minuto, le pidieron que sustituyera a la Caballé, siempre tan propensa a las indisposiciones. Cantó, entusiasmó a la crítica y se hizo famosa de la noche a la mañana. -Se inclinó y tocó el dorso de la mano de Brunetti con un dedo-: Me parece que, para mayor dramatismo, hay que dividir la historia en dos partes: la profesional y la personal. -Brunetti asintió.
»Hasta aquí, la profesional. Flavia triunfó, y sigue triunfando. -Volvió a beber y se sirvió un poco más de vino-. Pasemos ahora a la vida personal. Entra en escena el marido. Dos o tres años después de debutar en Roma, Flavia cantaba en el Liceo de Barcelona. Él era un hombre importante en España. Fábricas de plásticos, me parece; en cualquier caso, algo muy prosaico pero muy rentable. Mucho dinero, desde luego, muchos amigos con grandes mansiones y nombres importantes. Un idilio romántico, carretadas de flores allí donde ella actuara, joyas, todas las tentaciones de rigor, y la Petrelli que, en realidad, es una chica de pueblo, de los alrededores de Trento, se enamoró y se casó con él. Y con sus fábricas, sus plásticos y sus importantes amigos.
Vino Antonia y se llevó los platos, mirando con evidente disgusto el de Padovani, en el que quedaba más de la mitad del arroz.
– Flavia siguió cantando y siguió triunfando. A él parecía gustarle viajar con ella, ser el marido latino de la diva, conocer a celebridades, ver su foto en los periódicos, en fin, las cosas que halagan a esa clase de gente. Llegaron los hijos, y ella seguía cantando y triunfando. Pero empezaron a observarse síntomas de que el idilio se enfriaba. Ella suspendió una actuación, luego otra. Poco después, dejó de cantar durante un año y estuvo viviendo en España con él. Sin cantar.
Antonia les trajo el branzino en una bandeja de metal que depositó en una mesa auxiliar. Cortó con destreza el blanco y tierno pescado y les sirvió las raciones.
– Espero que les guste. -Los dos hombres intercambiaron una mirada, en muda aceptación del reto.
– Muchas gracias -dijo Padovani-. ¿Será tan amable de traerme la ensalada?
– Cuando termine el pescado -dijo ella, volviendo a la cocina. Entonces Brunetti tuvo la confirmación de que éste era uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Padovani tomó varios bocados de pescado.
– Y luego reapareció, tan de repente como había desaparecido. Durante aquel año en el que no había cantado en público, su voz se había robustecido, convirtiéndose en esa voz potente y cristalina que ahora tiene. Pero el marido había desaparecido de escena, hubo una separación discreta y un divorcio más discreto todavía, que ella consiguió aquí, en Italia y, finalmente, cuando fue posible, también en España.
– ¿Cuáles fueron las causas del divorcio?
Padovani levantó una mano pidiendo calma.
– Cada cosa en su momento. Quiero dar a esto el aire y el ritmo de una novela del siglo XIX. Como te decía, nuestra Flavia volvió a cantar, y con una voz más maravillosa que nunca. Pero no se la veía. Ni en las cenas, ni en las fiestas, ni en las actuaciones de otros cantantes. Vivía retirada de la sociedad con sus hijos, en Milán, donde cantaba con regularidad. -Se inclinó sobre la mesa-. ¿Crece la intriga?
– Ya es insoportable -dijo Brunetti tomando otro bocado de pescado-. ¿Y el divorcio?
Padovani rió:
– Tenía razón Paola cuando me advirtió que eras un verdadero hurón. Está bien, sabrás la verdad. Desgraciadamente, como suele ocurrir, la verdad es bastante prosaica. Resulta que él le pegaba. Sistemática y brutalmente. Seguramente, debía de pensar que así es como un hombre de verdad debe tratar a la esposa. -Se encogió de hombros-. Quién sabe.
– ¿Ella lo dejó?
– No hasta que tuvieron que llevarla al hospital a consecuencia de una paliza. Incluso en España, hay gente que no transige con esto. Ella se fue a la Embajada de Italia con sus hijos. Sin dinero ni pasaportes. Nuestro embajador de aquel entonces, como todos ellos, era un pelota que trató de devolverla a su marido. Pero la esposa del embajador, una siciliana, y que nadie diga nada contra ellos, bajó hecha una furia a la sección consular y no se movió de allí hasta que se extendieron los tres pasaportes. Luego, ella misma llevó a Flavia y a sus hijos al aeropuerto, donde sacó tres billetes de primera clase para Milán con cargo a la embajada y esperó hasta que el avión despegó. Al parecer, había visto a Flavia en el papel de Odabella tres años antes y consideró que era lo menos que podía hacer por ella.
Brunetti se preguntó si esto podía tener algo que ver con la muerte de Wellauer y en qué medida era verdad. El gesto irónico de Padovani le hacía dudar.
Como si le leyera el pensamiento, Padovani se inclinó hacia adelante y le dijo:
– Es verdad. Puedes creerlo.
– ¿Tú cómo lo sabes?
– Guido, eres policía y debes de saber que, cuando una persona alcanza cierta fama, deja de tener secretos. -Brunetti sonrió en señal de asentimiento, y Padovani prosiguió-: Ahora viene lo interesante, la vuelta a la vida de nuestra heroína. Y la causa, como suele ocurrir en estos casos, es el amor. O, por lo menos -agregó, después de reflexionar un momento-, la carne.
Brunetti, al ver cómo se divertía su interlocutor, estuvo tentado de decir a Antonia, para vengarse, que Padovani no se había comido todo el pescado sino que lo había escondido en la servilleta.
– Su reclusión duró casi tres años. Después tuvo una serie de, digamos, aventuras. La primera, con el tenor que actuaba con ella, un tenor bastante malo, pero, afortunadamente para Flavia, buena persona. Tan buena persona que no tardó en volver junto a su esposa. Luego, en rápida sucesión -fue contando con los dedos-, un barítono, otro tenor, un bailarín, o quizá fue el director, un médico que, al parecer, pasó inadvertido para la mayoría y, finalmente, oh prodigio, un contratenor. Luego, el desfile se interrumpió. -También se interrumpió Padovani, mientras Antonia le ponía delante el plato de la ensalada. Él la aliñó, con demasiado vinagre para el gusto de Brunetti-. Durante un año aproximadamente, no fue vista con nadie. Y entonces, de repente, entró en escena «la americana» y pareció conquistar a la divina Flavia. -Al advertir el interés de Brunetti, preguntó-: ¿La conoces?
– Sí.
– ¿Qué te parece?
– Me cae bien.
– A mí también -dijo Padovani-. Esa historia entre ella y Flavia no tiene sentido.
A Brunetti le resultaba violento demostrar su interés, y no animó a Padovani a extenderse en detalles. Pero no era necesario que le azuzara, porque el crítico prosiguió:
– Se conocieron hace tres años, durante la exposición de arte chino. Se las vio varias veces almorzar juntas y en el teatro, pero la americana tuvo que volver a China. De la voz de Padovani desapareció todo vestigio de ironía y malicia.
– He leído sus libros sobre arte chino, los dos que han sido traducidos al italiano y el opúsculo que ha publicado en inglés. Si no es la arqueóloga más importante que hoy existe en este campo, no tardará en serlo. No sé qué ha visto en Flavia, porque Flavia, aunque cante como los ángeles, es una bruja.
– Pero ¿y el amor? -preguntó Brunetti, para rectificar enseguida, lo mismo que Padovani: O la carne.
– Ese tipo de relaciones convienen a las personas como Flavia; no la distrae de su trabajo. Pero la otra tiene entre manos uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de nuestro tiempo, y creo que posee el conocimiento y la habilidad suficientes para… -Padovani se interrumpió, levantó la copa de vino y la vació-. Perdona, no acostumbro a dejarme dominar por estos arrebatos. Debe de ser la influencia de la severa Antonia.
A pesar de saber que ello no tenía nada que ver con la investigación, Brunetti no pudo menos que preguntar:
– ¿Es la primera… hm… amante que ha tenido la Petrelli?
– No lo creo, pero las otras fueron aventuras pasajeras.
– ¿Y ésta? ¿Es diferente?
– ¿Para cuál de ellas?
– Las dos.
– Dado que ya hace tres años que dura, yo diría que sí, que se trata de algo serio. Para una y otra. -Padovani pinchó la última hoja de lechuga del fondo del cuenco de la ensalada-. Quizá he sido injusto con Flavia. Esta relación también le cuesta cara.
– ¿En qué sentido?
– Hay muchas cantantes lesbianas -explicó el periodista-. Es curioso, la mayoría son mezzosopranos. Pero esto no tiene nada que ver. Lo cierto es que se las tolera menos que a sus colegas masculinos que son gays. Por lo tanto, ninguna se atreve a manifestarse abiertamente y la mayoría son muy discretas y camuflan a la amante como secretaria o agente. Pero Flavia no puede camuflar a Brett. Y la gente habla, y estoy seguro de que hay miradas y cuchicheos cada vez que las dos entran juntas en algún sitio.
Brunetti no tuvo más que recordar el tono del portiere para darse cuenta de la verdad de aquellas palabras.
– ¿Has estado en su casa?
– ¡Qué claraboyas! -dijo Padovani, y los dos rieron.
– ¿Cómo lo conseguiría? -preguntó Brunetti, a quien habían denegado el permiso para instalar ventanas dobles.
– Desciende de una de esas antiguas familias americanas que robaron su dinero hace más de cien años y que, por lo tanto, son respetables. Un tío suyo le dejó en herencia ese apartamento que, según se dice, ganó en una partida de cartas hace cincuenta años. En cuanto a las claraboyas, trató de encontrar quien se las construyera, pero nadie quería mover ni un dedo sin el permiso. De modo que un día se subió al tejado, quitó las tejas, hizo los agujeros y puso los marcos.
– ¿Y nadie la vio? -En Venecia, basta con que levantes un martillo en el exterior de un edificio para que en todo el vecindario se descuelguen los teléfonos-. ¿Nadie llamó a la policía?
– Si alguien la vio allá arriba pensaría que estaba examinando el tejado. O reparando una gotera.
– ¿Y qué pasó luego?
– Cuando tuvo las claraboyas instaladas, llamó a la oficina de urbanismo, les dijo lo que había hecho y les pidió que enviaran a alguien, para que calculara el importe de la multa.
– ¿Eso hizo? -se admiró Brunetti, asombrado de que una extranjera hubiera podido encontrar una solución tan italiana.
– Y ellos fueron, al cabo de varios meses. Pero, al ver la extraordinaria calidad del trabajo, no quisieron creer que lo hubiera hecho ella sola, y le pidieron que les diera los nombres de sus «cómplices». Ella insistió en que no los tenía y ellos siguieron sin creerla. Finalmente, agarró el teléfono, marcó el número del despacho del alcalde y pidió que la pusieran con «Lucio». Eso, delante de los dos arquitectos de la oficina de urbanismo que la miraban, regla en mano. Intercambió unas frases con «Lucio» y pasó el teléfono a uno de ellos, diciendo que el alcalde quería decirle una cosa. -Padovani gesticulaba mucho y pasó un imaginario teléfono al otro lado de la mesa.
»Entonces el alcalde les dijo unas palabras, y ellos subieron al tejado y tomaron las medidas de las claraboyas, calcularon el importe de la multa y regresaron a su oficina con un cheque en el bolsillo.
Brunetti lanzó una carcajada tan sonora que los clientes de las otras mesas se volvieron a mirarlos.
– Espera, que ahora viene lo mejor -dijo Padovani-. Era un cheque al portador, y ella aún está esperando el recibo de la multa. Por otra parte, me han dicho que los planos que están en los archivos de la oficina del catastro han sido modificados e incluyen las claraboyas. -Ahora rieron los dos por esta victoria de la astucia sobre la autoridad.
– ¿De dónde sale todo ese dinero? -preguntó Brunetti.
– ¿Ah, quién sabe? ¿De dónde sale el dinero americano? De la siderurgia. Del ferrocarril. Ya sabes lo que ocurre allí. No importa si para conseguirlo has matado o has robado; si lo conservas más de cien años, eres un aristócrata.
– ¿Tan diferente es lo que pasa aquí?-preguntó Brunetti.
– Aquí, para ser aristócrata, tienes que haberlo conservado quinientos años. Y otra diferencia: en Italia, tienes que vestir bien. En Norteamérica, es difícil decir quiénes son los millonarios y quiénes los criados. -Al recordar las botas de Brett, Brunetti fue a protestar, pero nada podía detener a Padovani, que ya se había disparado otra vez-. Tienen una revista, ahora no recuerdo cómo se llama, que todos los años da la lista de los norteamericanos más ricos. Sólo dan los nombres y mencionan de dónde procede el dinero. Y es que seguramente no se atreven a poner la foto. Si alguna sale, es suficiente para hacerle creer a uno que realmente el dinero tiene que ser la raíz de todos los males o, por lo menos, del mal gusto. A las mujeres parece que las han puesto a secar encima del fuego. Y los hombres, Dios, ¿quién los viste? ¿Crees que comen plástico?
Ahorró la respuesta a Brunetti la llegada de Antonia, que les preguntó si de postre tomarían fruta o pastel. Con cierto nerviosismo, los dos dijeron que prescindirían del postre, pero tomarían café. A ella no pareció gustarle la respuesta, pero retiró el servicio sin hacer comentarios.
– Volviendo a tu pregunta -dijo Padovani cuando la mujer se fue-, el dinero no sé de dónde sale, pero parece haber mucho. Su tío era muy generoso con los hospitales y las obras benéficas de la ciudad, y ella parece seguir la tradición, aunque la mayor parte de sus donativos están destinados a restauraciones.
– Entonces eso explica la ayuda de «Lucio».
– Desde luego.
– ¿Y qué sabes de su vida personal?
Padovani lo miró con extrañeza, porque hacía rato que se había dado cuenta de lo poco que esta conversación tenía que ver con la muerte de Wellauer. Pero ello no era razón para no decir lo que supiera. Al fin y al cabo, el mayor encanto del chismorreo es lo que tiene de superfluo.
– Muy poco. Nadie sabe nada con certeza. Al parecer, ha tenido casi siempre esta inclinación, pero prácticamente nada se sabe de su vida de antes de que viniera a vivir aquí.
– ¿Y eso fue cuándo?
– Hará unos siete años. Es decir, entonces fijó su domicilio, pero ya había vivido aquí, con su tío, cuando era niña.
– Eso explica que hable el veneciano.
Padovani se rió.
– Es extraño oír hablarlo a alguien que no sea de aquí, ¿eh?
– Sí.
En ese momento, Antonia trajo los cafés, y dos vasitos de grappa que, según les dijo, eran obsequio de la casa. Aunque a ninguno de los dos le apetecía el fuerte licor, hicieron como que bebían y lo elogiaron calurosamente. Ella se alejó, desconfiada, y Brunetti observó que se volvía a mirarlos antes de entrar en la cocina, como si esperase que se echaran la grappa en el zapato.
– ¿Qué más se sabe de su vida privada? -preguntó Brunetti, francamente interesado.
– La mantiene muy en secreto. Tengo un amigo en Nueva York que estudió con ella. En Harvard, por supuesto. Y, luego, en Yale. Al terminar los estudios, ella se fue a Taiwán y, después, al continente. Fue una de los primeros arqueólogos occidentales que llegó a China. En el ochenta y tres u ochenta y cuatro. Entonces ya había escrito su primer libro, que salió estando ella en Taiwán.
– ¿No es muy joven para haber hecho tanto?
– Sí, seguramente. Pero es muy, muy competente.
Pasó Antonia, que llevaba cafés a la mesa de al lado, y Brunetti le hizo una seña como si escribiera en el aire. La mujer asintió.
– Confío en que algo de esto te sirva -dijo Padovani con sinceridad.
– Yo también -respondió Brunetti, reacio a admitir que ello no era probable y también que las dos mujeres le interesaban.
– Si crees que puedo hacer algo más, no tienes más que llamarme -dijo Padovani, y agregó-: Podríamos volver a este sitio. Pero tráete a dos de tus policías más fornidos, para que me protejan de… Ah, signora Antonia -dijo con toda naturalidad a la mujer que traía la nota a Brunetti-. Hemos almorzado divinamente, y ya estoy deseando volver. -El resultado del halago dejó estupefacto a Brunetti. Por primera vez, Antonia les sonrió. Fue una radiante efusión de puro placer que reveló unos hoyuelos en las mejillas y unos dientes perfectos y resplandecientes. Brunetti envidió a Padovani aquella técnica; le resultaría preciosa para interrogar a sospechosos.