CAPÍTULO XII

Al igual que la mayoría de los palazzi del Gran Canal, el palazzo Falier había sido diseñado para que se llegara a él en barco, y los invitados tenían que subir los cuatro escalones de poca alzada que partían del embarcadero. Pero hacía tiempo que este acceso estaba cerrado por una gruesa verja que sólo se abría para la descarga de objetos de gran tamaño. En la decadente época actual, los invitados llegaban a pie desde Cá Rezzonico, la parada de vaporettos más próxima, o desde otros puntos de la ciudad.

Brunetti y Paola fueron andando, pasando por delante de la universidad y campo San Barnaba, donde torcieron a la izquierda por un estrecho canal al que se abría una de las puertas laterales del palazzo.

Tocaron el timbre y les hizo pasar al patio un joven al que Paola no había visto nunca. Probablemente, un criado contratado para aquella noche.

– Menos mal que no lleva librea y peluca -comentó Brunetti mientras subían la escalera exterior. El joven no se había preocupado de preguntar quiénes eran ni si estaban invitados. O bien se había aprendido de memoria la lista de invitados o, lo que era más probable, no le importaba quién entrara en el palazzo.

Al llegar a lo alto de la escalera, oyeron música a su izquierda, donde estaban los tres enormes salones. Siguiendo el sonido, recorrieron un pasillo, acompañados por el borroso reflejo que les devolvían los espejos que cubrían las paredes. Las grandes puertas de roble del primer salón estaban abiertas, dejando escapar luz, música y olor a perfumes caros y a flores.

La luz que salía del salón procedía de dos inmensas lámparas de cristal de Murano llenas de juguetones ángeles y cupidos, suspendidas entre los frescos del techo, y de multitud de candelabros colocados en las paredes. La música brotaba de un trío situado discretamente en un ángulo y que interpretaba a Vivaldi en una de sus composiciones más repetitivas. Y el olor dimanaba de las mujeres que animaban el salón con sus vestidos de colores vivos y su charla más viva todavía.

Unos minutos después de verlos entrar, el conde se acercó a ellos, se inclinó para besar a Paola en la mejilla y tendió la mano a su yerno. Era un hombre que frisaba los setenta y que, lejos de tratar de disimular la calva de la coronilla, llevaba el pelo muy corto, lo que le daba aspecto de fraile estudioso. Paola había heredado sus ojos castaños y su boca grande, pero se había librado de su gran nariz, afilada proa que dominaba la cara del conde. Su smoking estaba tan bien hecho que, incluso de haber sido de color de rosa, lo primero que la gente hubiera advertido en él hubiera sido el corte.

– Tu madre está muy contenta de que hayáis podido venir los dos. -El leve énfasis aludía a la circunstancia de que ésta era la primera de sus fiestas a la que asistía Brunetti-. Espero que lo paséis bien.

– Estoy seguro -respondió Brunetti. Durante diecisiete años, había eludido dar a su suegro tratamiento alguno. No podía utilizar el título ni podía decidirse a llamarle «papá». «Orazio» le parecía una familiaridad excesiva, un rebuzno a la luna de la igualdad social. De modo que Brunetti se las arreglaba para no llamarle de ninguna manera, ni siquiera «signore». De todas formas, por vía de compromiso, los dos hombres se tuteaban, a pesar de que el «tú» no les salía con naturalidad.

El conde vio a su esposa cruzar la sala en dirección a ellos, y la llamó con una sonrisa y una seña. Ella maniobró por el salón con una combinación de gracia y habilidad social que Brunetti no pudo menos que envidiar, parándose allí a dar un beso en la mejilla, y a oprimir un brazo más acá. La condesa era un grato espectáculo, con vueltas y vueltas de perlas y metros y metros de gasa negra. Como de costumbre, calzaba zapatos puntiagudos de tacón altísimo, no obstante lo cual apenas le llegaba al hombro a su marido.

– Paola, Paola -exclamó sin disimular el gozo de ver a su única hija-. Cuánto me alegro de que por fin hayas podido traer contigo a Guido. -Se interrumpió para besar a ambos-. Da gusto veros aquí sin que sea Navidad ni haya esos horribles fuegos artificiales. -La condesa no se mordía la lengua.

– Ven, Guido -dijo el conde-. Te conseguiré una copa.

– Gracias -respondió él, y preguntó a Paola y a su madre-: ¿Os traemos algo?

– No, no. Mamma y yo iremos luego.

El conde de Falier cruzó el salón con Guido, parándose de cuando en cuando a intercambiar un saludo o unas palabras. En la barra, pidió champaña para él y un whisky para su yerno.

Al dar el vaso a Brunetti, preguntó:

– Supongo que habrás venido por asunto de trabajo, ¿no?

– En efecto -respondió Brunetti, alegrándose de que su suegro no se anduviera por las ramas.

– Bien. Entonces no he perdido el tiempo.

– ¿Cómo dices?

Después de saludar con un movimiento de cabeza a una mujer enorme que acababa de entronizarse delante del piano, el conde dijo:

– Sé por Paola que te han encargado del caso Wellauer. Un crimen como ése es malo para la ciudad. -El conde no pudo reprimir un gesto de reprobación contra el músico, por haberse dejado matar y, lo que era peor, en plena temporada de ópera-. Así pues, cuando me enteré de que Paola había llamado para decir que esta noche vendríais los dos, hice unas cuantas llamadas telefónicas. Supuse que querrías saber algo de sus finanzas.

– Exactamente. -¿Había alguna información que este hombre no pudiera conseguir marcando un número de teléfono?-. ¿Puedo saber qué has averiguado?

– Que no era tan rico como se creía. -Brunetti se quedó esperando que esta apreciación fuera traducida a números. Era evidente que él y el conde tenían conceptos distintos de la riqueza-. Todo su patrimonio, valores y fincas, no excederá probablemente los diez millones de marcos alemanes. Tenía cuatro millones de francos en Suiza, en el Union de Lugano, pero dudo que las autoridades fiscales alemanas lleguen a saber algo de eso. -Mientras Brunetti calculaba que él tardaría aproximadamente trescientos cincuenta años en ganar esa suma, el conde agregó-: Sus ingresos por actuaciones y grabaciones deben de ascender a tres o cuatro millones de marcos al año.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y el testamento?

– No he podido conseguir una copia -dijo el conde con aire de disculpa. Puesto que no hacía más que dos días que había muerto el maestro, Brunetti consideró que podía disculpar el fallo-. Pero su fortuna se divide a partes iguales entre sus hijos y su esposa. De todos modos, parece que trató de ponerse en contacto con sus abogados unas semanas antes de su muerte; nadie sabe por qué, ni si era en relación con el testamento.

– ¿Cómo que «trató de ponerse en contacto»?

– Llamó al bufete de sus abogados en Berlín, pero al parecer la línea estaba mal, y no volvió a llamar.

– ¿Alguna de las personas con las que has hablado ha dicho algo de su vida privada?

La copa que el conde se llevaba a los labios se paró con brusquedad y el champaña le salpicó la solapa del smoking. El hombre miró a Brunetti con asombro, como si de pronto acabaran de confirmarse todas las sospechas que había abrigado durante casi dos décadas.

– ¿Me tomas por un espía?

– Perdona -dijo Brunetti, dando su pañuelo a su suegro para que se secara la solapa-. Es deformación profesional.

– Comprendo -dijo el conde, aunque su tono lo desmentía-. Voy a ver si encuentro a Paola y a su madre. Se marchó, guardándose el pañuelo, que Brunetti temía que sería devuelto, lavado y almidonado, por mensajero especial.

Brunetti se apartó de la barra y se sumergió en el mar de gente, iniciando su propia búsqueda de Paola. Conocía a muchas de las personas que estaban en el salón, pero indirectamente. Aunque a la mayoría no les había sido presentado, estaba al corriente de su vida y milagros, sus escándalos y sus asuntos, tanto profesionales como sentimentales. Una parte de esta información la debía a su condición de policía y otra, y no la menor, al hecho de vivir en lo que en realidad era una ciudad provinciana donde se rendía culto al chismorreo. De no ser Venecia una ciudad cristiana, la divinidad imperante hubiera sido el Rumor.

Durante los cinco minutos que Brunetti tardó en encontrar a Paola, intercambió saludos con varias personas y rechazó varios ofrecimientos de otra copa. La condesa había desaparecido de la circulación; sin duda su esposo le había advertido del riesgo de infección moral que acechaba en el salón.

Paola se acercó, se colgó de su brazo y le susurró al oído:

– He encontrado lo que deseas.

«¿La forma de salir de aquí?», dijo él, aunque sólo para sus adentros. Con su mujer practicaba cierta reserva.

– ¿Qué has encontrado?

– El eco de todos los comadreos. Fuimos juntos a la universidad.

– ¿Quién? ¿Dónde está? -preguntó él, mirando en derredor con interés por primera vez en toda la noche.

– Está ahí, junto al balcón.

Ella le dio un leve codazo y señaló con el mentón a un hombre que estaba al otro lado del salón, junto al balcón central que daba al canal. El hombre parecía tener la misma edad que Paola, pero había llegado a ella por un camino más accidentado. A aquella distancia, Brunetti distinguió una barbita moteada de gris y un smoking que parecía de terciopelo.

– Ven; os presentaré -dijo Paola, tirándole del brazo para llevarlo hacia el hombre, que sonrió al ver acercarse a Paola. Tenía la nariz aplastada, como si se la hubieran roto hacía tiempo, y los ojos tristes, como si también le hubieran roto el corazón. Parecía un estibador que escribiera versos.

– Ah, la bella Paola -dijo el hombre al verla llegar. Se pasó el vaso a la mano izquierda, estrechó la de Paola con la derecha y se inclinó a besar el aire a un centímetro de sus dedos-. Y éste debe de ser el famoso Guido, acerca del cual nos hartábamos de oírte hablar hace más años de lo que sería discreto recordar. -Estrechó con fuerza la mano de Brunetti, sin tratar de disimular el interés con que le inspeccionaba.

– Basta, Dami, y deja de mirar a Guido como si fuera un cuadro.

– La fuerza de la costumbre, tesoro, escudriñar todo lo que se me pone delante. Es posible que hasta le quite la chaqueta para buscar la etiqueta.

Brunetti no entendía nada, y su desconcierto debía de ser evidente, porque el hombre se apresuró a explicar:

– Al parecer, Paola no piensa presentarnos porque ha decidido mantener en secreto nuestro pasado. -Antes de que Brunetti pudiera reaccionar a la insinuación, prosiguió-: Soy Demetriano Padovani, antiguo condiscípulo de tu bella esposa y, en la actualidad, crítico de arte. -Hizo una pequeña reverencia.

Al igual que la mayoría de italianos, Brunetti conocía el nombre. Era el brillante nuevo crítico de arte, terror de pintores y galeristas. Paola y él solían leer sus críticas con regocijo, pero no sabía que hubieran estudiado juntos.

– Tengo que pedirte disculpas, Guido, si me permites que te tutee, llevado por la creciente ola de promiscuidad social y lingüística que nos arrastra, porque he de confesar que te he odiado durante muchos años. -Observó con evidente placer la perplejidad de Brunetti-. En aquel lejano pasado estudiantil, todos estábamos enamorados de tu Paola y nos devoraban los celos y, lo confieso, el odio por el tal Guido, que parecía haber llegado de otra galaxia para robárnosla. Primero, fue querer saber quién era. Después, la pregunta: «¿Me invitará a salir?», que enseguida se convirtió «¿Crees que le gusto?», hasta que la mayoría de nosotros, a pesar de lo mucho que queríamos a la pobrecita, de buena gana la hubiéramos estrangulado y arrojado a un canal, para no tener que seguir oyéndola hablar de su Guido y poder preparar los exámenes en paz. -Saboreando la evidente incomodidad de Paola, prosiguió-: Y entonces se casó con él. Es decir, contigo. Y todos nos alegramos, porque no hay remedio más eficaz para los excesos del amor… -aquí hizo una pausa para beber-…que el matrimonio. -Satisfecho al ver que Paola se sonrojaba y Brunetti buscaba con la mirada otra copa, dijo-: Es una suerte que te casaras con Paola, Guido, o ninguno de nosotros, que bebíamos los vientos por ella, hubiera aprobado el examen.

– Ese era mi único objetivo al casarme con ella -respondió Brunetti.

Padovani comprendió.

– Por ese acto de misericordia, permíteme que te ofrezca una copa. ¿Qué quieres?

– Escocés para los dos -respondió Paola-. Pero vuelve pronto. Quiero hablar contigo.

Padovani inclinó la cabeza con falsa sumisión y se fue en busca de un camarero, moviéndose entre la multitud como un yate real de la cortesía. Al momento estaba de regreso, con tres vasos.

– ¿Aún escribes para L'Unitá? -le preguntó Paola cuando él le entregó el vaso.

Al oír el nombre del periódico, Padovani encogió el cuello con festivo gesto de horror y paseó por el salón una mirada de conspirador. Después de un teatral siseo, les hizo seña de que se acercaran y susurró:

– No se os ocurra pronunciar ese nombre en este salón, o tu padre dirá a los criados que me echen de su casa. -Aunque el tono de Padovani dejaba claro que bromeaba, Brunetti intuyó que andaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.

El crítico irguió la espalda, bebió un sorbo y, cambiando a un tono casi declamatorio, dijo:

– Paola, hermosa mía, ¿es posible que hayas renegado de nuestros ideales de juventud y que ya no prestes oídos a la voz proletaria del Partido Comunista? Perdón -rectificó-, el Partido Democrático de la Izquierda. -Varias cabezas se volvieron al oír el nombre, pero él continuó-: Válgame Dios, no me digas que has aceptado tu edad y ahora lees el Corriere o, peor, La Repubblica, la voz de la maltratada clase media, camuflada de voz de maltratada clase obrera.

– No; nosotros leemos L’Osservatore Romano -dijo Brunetti, nombrando el órgano oficial del Vaticano, que seguía arremetiendo contra el divorcio, el aborto y el pernicioso mito de la igualdad de la mujer.

– Muy loable -elogió Padovani con voz meliflua-. Pero, si leéis tan brillantes páginas, ignoraréis que, en mi modestia, soy la voz del juicio artístico que habla a la esforzada masa. -Bajó el tono y prosiguió, imitando perfectamente la lúgubre entonación con que los presentadores de la RAI anunciaban la última crisis de gobierno-. Soy el representante del honrado trabajador. En mí podéis ver al crítico de la voz áspera y las manos encallecidas que busca los valores del auténtico arte proletario en medio del caos moderno. -Movió la cabeza en mudo saludo a una figura que pasaba y prosiguió-: Me parece una lástima que desconozcáis mi trabajo. Quizá os mande una copia de mis últimos artículos. Por desgracia, no los llevo encima, pero hasta los genios tienen que manifestar un poco de humildad, aunque sea falsa. -Todos habían empezado a divertirse, por lo que continuó en la misma vena-: Mi último trabajo predilecto es un primoroso artículo que escribí el mes pasado sobre una exposición de arte contemporáneo cubano… ya sabéis, tractores y piñas sonrientes. -Hizo una mueca de angustia, hasta que recordó las palabras exactas de su crítica-. Yo ensalzaba…, ¿cómo lo decía…?, «la perfecta simetría entre el refinamiento de la forma y la integridad conceptual». -Se inclinó para susurrar al oído de Paola, pero de modo que Brunetti pudiera oírlo claramente-: Lo saqué de una crítica de unas xilografías polacas que escribí hace dos años, en la que, si la memoria no me es infiel, elogiaba «la refinada simetría del concepto integrador».

– ¿Y vistes así cuando trabajas? -preguntó Paola mirando el smoking de terciopelo.

– Veo que sigues tan deliciosamente malintencionada, Paola -rió él, inclinándose para darle un leve beso en la mejilla-. No, ángel; no me parece oportuno mostrar esta opulencia en los medios de la clase trabajadora. Me pongo una indumentaria más acorde, por ejemplo, un pantalón que no usaría ni el marido de mi criada y una chaqueta que mi sobrino iba a dar a los pobres. Y tampoco -agregó, levantando una mano para impedir interrupciones o preguntas- voy en el Maserati. Me parece que desentonaría. Además, en Roma el aparcamiento está fatal. Durante una temporada, resolví el problema del transporte tomando prestado el Fiat de la criada. Pero lo encontraba cubierto de multas de aparcamiento y luego tenía que perder horas invitando a almorzar al comisario de policía para que me las quitara. Ahora, simplemente, tomo un taxi en la puerta de mi casa y me apeo en la esquina del periódico, entrego mi artículo semanal, despotrico sobre la injusticia social y luego voy a una pasticceria, como un buen pastel, regreso a casa, tomo un baño caliente y leo a Proust.

»"Y así, por ambas partes, la simple verdad es acallada" -dijo, citando un soneto de Shakespeare, uno de los textos a los que dedicó los siete años que pasó en Oxford para licenciarse en Literatura Inglesa-. Pero tú quieres algo, Paola, encanto -dijo cambiando de tono bruscamente-. Primero, me llama tu padre personalmente para invitarme a esta fiesta y, después, te pegas a mí como una lapa, señal de que quieres algo de mí. Y como el divino Guido está contigo, lo único que puedes desear es información. Y como sé a qué se dedica Guido, no puedo menos que suponer que tiene que ver con el escándalo que ha estremecido a nuestra bella ciudad, ha dejado mudo al mundo musical y ha eliminado de la faz del planeta a un perfecto bellaco. -La palabra surtió el efecto deseado de dejar a ambos boquiabiertos. Entonces él se tapó la boca y soltó una risita de puro placer.

– Dami, si lo sabías, ¿por qué no lo has dicho antes?

Aunque Padovani contestó con voz grave, Brunetti vio que le brillaban los ojos, quizá del alcohol, o quizá de otra cosa. Poco importaba lo que fuera, mientras explicara su último comentario.

– Cuenta -le animó Paola-. Ya decía yo que tú eras la única persona que tenía que saber cosas de él.

Padovani la contempló con frialdad.

– ¿Y esperas que empañe la memoria de un hombre antes de que su cuerpo se enfríe en la tumba?

Al oírle, Brunetti pensó que esto muy bien podía acrecentar la diversión de Padovani.

– Lo que me sorprende es que hayas esperado tanto -dijo Paola.

Padovani otorgó al comentario la atención que merecía.

– Has acertado, Paola. Os lo contaré todo, siempre y cuando el simpático Guido nos consiga tres buenas copas. Si no, es posible que muy pronto empiece a lamentarme amargamente del previsible tedio al que tus padres han vuelto a condenarnos a mí y, según he podido observar con asombro, a la mitad de las presuntas celebridades de esta ciudad. -Entonces miró a Brunetti-. Pensándolo mejor, Guido, si consigues una botella entera, los tres podríamos escabullirnos a alguno de los saloncitos que tanto abundan en la casa de tus padres, cuya decoración deja bastante que desear, por cierto. -Pero aún no había terminado-: Y allí, utilizando tú el arma de tu belleza y tu marido sus espantosos métodos policiales, podréis sacarme la sórdida verdad. Después de lo cual, si os apetece, tú o quizá… -se interrumpió para lanzar una larga mirada a Brunetti-, quizá los dos, podréis hacer conmigo lo que os plazca. -De modo que era esto, descubrió Brunetti, sorprendido de que hasta ahora se le hubieran escapado todos los indicios.

Paola lanzó a Brunetti una mirada de aviso totalmente innecesaria. Al comisario le gustaba la impudicia de aquel hombre. No dudaba de que la invitación, a pesar del tono de chanza, era totalmente sincera; pero no tenía por qué ser motivo de indignación. Y partió en busca de la solicitada botella de escocés.

En prueba de la hospitalidad del conde o, quizá, de la negligencia del servicio, Guido consiguió una botella de Glenfiddich sólo con pedirla. Cuando volvió, los encontró cogidos del brazo, cuchicheando como dos conspiradores. Padovani hizo callar a Paola con un siseo y explicó a Brunetti:

– Estaba preguntando a tu esposa si, en el caso de que yo cometiera un crimen realmente horrendo, como, por ejemplo, decir a su madre lo que pienso de las cortinas, me llevarías detenido y me molerías a golpes hasta hacerme confesar.

– ¿Cómo piensas que he conseguido esto? -preguntó Brunetti levantando la botella.

Padovani y Paola rieron.

– Guíanos, Paola -dijo el crítico-, a un sitio en el que podamos gozar de la bebida, si no los unos de los otros.

Paola, siempre práctica, respondió llanamente:

– Iremos al cuarto de costura -y los sacó del salón principal por una robusta puerta. Después, cual Ariadna, los precedió por un largo pasillo, torció a la izquierda, recorrió otro pasillo, cruzó la biblioteca y entró en una salita en la que había varios sillones tapizados de brocado dispuestos en semicírculo delante de un gran televisor.

– ¿El cuarto de costura? -preguntó Padovani.

– Lo era, antes de «Dinastía» -explicó Paola.

Padovani se dejó caer en el sillón más resistente, apoyó los pies en la mesa de marquetería y dijo:

– Adelante con el interrogatorio, chicos -utilizando el inglés, influido sin duda por la sola presencia del televisor. Como ninguno de los dos decía nada, les animó-: ¿Qué es lo que queréis saber del finado aunque no llorado, por lo menos, que yo sepa, maestro?

– ¿Quién podía desear su muerte? -preguntó Brunetti.

– Vas derecho al grano, ¿eh? No me sorprende que Paola capitulara tan pronto. En respuesta a tu pregunta, puedo decir que la lista de nombres es tan larga como la guía telefónica. -Dejó de hablar un momento y presentó el vaso en demanda de whisky. Brunetti escanció una dosis generosa, luego se sirvió a sí mismo y, por último, menor cantidad, a Paola-. ¿Quieres que te la dé cronológicamente, por nacionalidades o desglosada por tipo de voz o preferencia en materia de sexo? -Dejó el vaso en el brazo del sillón y prosiguió lentamente-: Wellauer tenía una larga historia, y las razones por las que la gente lo odiaba se remontan a tiempos lejanos. Probablemente, habréis oído el rumor de que fue nazi durante la guerra. Puesto que nada podía hacer para detenerlos, como buen alemán que era, simplemente, se desentendió de ellos. Y a nadie pareció importarle. En absoluto. A nadie le importan ya esas cosas. Ahí tenéis a Waldheim.

– He oído rumores -dijo Brunetti.

Padovani tomó un sorbo mientras elegía las palabras.

– Bien. ¿Qué os parece si procedemos por nacionalidades? Puedo nombraros por lo menos a tres norteamericanos, dos alemanes y media docena de italianos que estarán encantados de saberlo muerto.

– Eso no significa forzosamente que hubieran llegado a matarlo -dijo Paola.

Padovani asintió concediéndole la razón en esto. Se quitó los zapatos, dobló las rodillas y se sentó encima de sus pies. El podía abominar del gusto de la condesa, pero nunca ensuciaría su nuevo brocado.

– Que era un nazi es indiscutible. Su segunda mujer se suicidó, lo cual puede interesarte. La primera lo plantó a los siete años de matrimonio y, a pesar de que el padre era uno de los hombres más ricos de Alemania, Wellauer se avino a concederle el divorcio en condiciones más que generosas. En aquel entonces se habló de cosas sórdidas, cosas sórdidas de índole sexual, pero eso fue cuando todavía se creía que las cosas de índole sexual podían ser sórdidas. Antes de que me preguntéis, os diré que no sé qué cosas eran.

– ¿Nos lo dirías si lo supieras? -preguntó Brunetti. Padovani se encogió de hombros.

– Pasemos ahora al terreno profesional. Era un chantajista notorio en materia sexual. Una lista de las sopranos y mezzosopranos que han cantado con él os daría una idea: jóvenes anónimas y prometedoras que un buen día interpretaban una Tosca o una Dorabella y de las que no volvía a hablarse. Pero era tan buen director que se le permitían estas veleidades. Además, la mayoría de la gente no distingue entre un gran cantante y un cantante sólo competente, de modo que pocos se daban cuenta, y a otra cosa. Y tengo que reconocer que todas eran, por lo menos, competentes. Algunas llegaron a ser grandes cantantes, pero probablemente también lo hubieran sido sin él.

Esto no le parecía a Brunetti razón suficiente como para provocar un asesinato.

– A unos los ayudó, pero a otros los hundió, especialmente hombres y mujeres jóvenes de tendencias similares a las mías. El maestro se creía irresistible para cualquier mujer. Yo, en tu lugar, investigaría la cuestión sexual. Tal vez no esté ahí la respuesta, pero parece un buen sitio para empezar. De todos modos, eso podría ser simple consecuencia de una exposición excesiva a este medio -dijo señalando con el vaso el enorme televisor que se alzaba delante de ellos.

Pareció comprender lo insatisfactorio de su información, y agregó:

– En Italia hay por lo menos tres personas que tenían buenas razones para odiarle. Pero ninguna está en condiciones de haberle causado daño alguno. Una canta en el coro de la compañía de ópera de Bari. Hubiera podido llegar a ser un importante barítono verdiano, de no haber cometido el error, en los atroces sesenta, de no ocultar al maestro sus preferencias sexuales. Incluso dicen que se insinuó al propio maestro, aunque me cuesta creer que pueda haber alguien tan cretino. Probablemente, es una fábula. Cualquiera que fuera la razón, se afirma que Wellauer dio su nombre a un periodista amigo suyo, y al poco tiempo empezó la campaña. Por eso hoy este hombre canta en Bari. En el coro.

»La segunda persona da clases de teoría en el conservatorio de Palermo. No sé a ciencia cierta qué hubo entre ellos. Era un director joven que había tenido muy buena prensa hasta que, hace diez años, tras unos meses de críticas devastadoras, su carrera se truncó. Reconozco que de este caso no tengo información directa, pero se mencionó el nombre de Wellauer en relación con las críticas.

»El tercer caso es un eco lejano en la memoria del chismorreo, pero se refiere a una persona que, según se dice, vive aquí. -Al ver su gesto de sorpresa, rectificó-. No aquí, en el palazzo. En Venecia. Pero no creo que esté en condiciones de haber hecho nada, ya que tiene casi ochenta años y dicen que nunca sale de casa. Y no estoy seguro de conocer bien el caso, ni siquiera de recordarlo.

Al ver la expresión de Paola, levantó el vaso y explicó en tono de disculpa:

– Es este mejunje. Destruye las neuronas. O se las come. -Agitó el licor en el vaso y se quedó mirando las pequeñas olas, como si esperase que desataran la marea de los recuerdos.

»Os diré lo que recuerdo, o creo recordar. Se llama Clemenza Santina. -Al ver que sus oyentes no daban señales de reconocer el nombre, explicó-: Era una soprano muy famosa antes de la guerra. Su historia se parece a la de la norteamericana Rosa Ponselle: fue descubierta cantando en un music-hall con sus dos hermanas, y a los pocos meses actuaba en la Scala. Tenía una de esas voces naturales, perfectas, que aparecen muy de tarde en tarde. Pero no grabó nada, por lo que lo único que queda es el recuerdo que conservan los que la oyeron cantar. -Observó que daban señales de impaciencia y volvió al tema-. Hubo algo entre ella y Wellauer, o entre Wellauer y una de las hermanas, no recuerdo qué, ni quién me lo contó, pero es posible que ella tratara de matarlo o lo amenazara, -Agitó el vaso, y Brunetti observó lo borracho que estaba-. Bueno, lo cierto es que mataron a alguien, o se murió, o quizá sólo hubo amenazas. Quizá me acuerde por la mañana. O quizá no sea importante.

– ¿Qué te ha hecho pensar en ella? -preguntó Brunetti.

– El que cantara La Traviata con él. Antes de la guerra. Alguien, no recuerdo quién, me dijo que hace poco habían tratado de hacerle una entrevista. Déjame hacer memoria. -Volvió a consultar con el vaso y de nuevo el recuerdo llegó flotando-. Narciso, eso es. Hacía un reportaje de grandes cantantes del pasado, y fue a verla, pero ella no quiso hablar con él, y estuvo muy desagradable. Ni siquiera le abrió la puerta, creo que me dijo. Y entonces me contó lo que había averiguado sobre ella y Wellauer, antes de la guerra. En Roma, creo.

– ¿Te dijo dónde vive?

– No. Pero puedo llamarle por la mañana y preguntárselo.

O el alcohol o la fase de languidez en que había entrado la conversación habían apagado la chispa de Padovani, que ahora, a los ojos de Brunetti, a medida que iba perdiendo vivacidad, se convirtió en un hombre de mediana edad con una barbita poblada y una barriga incipiente, sentado con las piernas debajo del cuerpo y enseñando dos dedos de pantorrilla por encima de los calcetines de seda negra. El comisario observó que Paola parecía cansada, ¿o quizá era sólo la fatiga de mantener una charla chispeante con su antiguo compañero de universidad? El propio Brunetti se encontraba en el punto crucial en el que lo situaba el alcohol: si seguía bebiendo, pronto se sentiría confuso y alegre y, si dejaba de beber, estaría despejado y sombrío. Optó por la segunda posibilidad y dejó el vaso en el suelo, debajo de la silla, seguro de que algún criado lo encontraría antes de la mañana.

También Paola dejó el vaso y adelantó el cuerpo hacia el borde del asiento. Miró a Padovani, esperando que se levantara, pero él esbozó un ademán de despedida, agarró la botella de encima de la mesa y se sirvió un buen trago.

– Terminaré esto antes de volver a la jarana.

Brunetti se preguntó si estaría él tan cansado de aquella charla burbujeante como parecía estarlo Paola. Los tres intercambiaron unas cuantas trivialidades ingeniosas y Padovani prometió llamarles por la mañana, si conseguía la dirección de la soprano.

Paola llevó a Brunetti por el laberinto del palazzo, de regreso hacia la luz y la música. Ahora había más gente en el salón principal y la música había subido de volumen, para mantenerse al nivel de la conversación.

Brunetti miró en derredor, intuyendo un aburrimiento anticipado al ver y oír a todas aquellas personas bien vestidas, bien alimentadas y bien informadas. Intuyó que Paola percibía su estado de ánimo y estaba a punto de sugerir que se fueran cuando descubrió a una conocida. De pie en la barra, con el cigarrillo en una mano y la copa en la otra, estaba la doctora que había reconocido a Wellauer y dictaminado su muerte. En aquella ocasión, Brunetti ya se había preguntado cómo una persona que llevaba pantalón vaquero podía sentarse en la platea. Ahora vestía, poco más o menos, al mismo estilo: pantalón gris y chaqueta negra, con una falta de interés por su aspecto que Brunetti hubiera creído imposible en una italiana.

Dijo a Paola que había visto a una persona con la que deseaba hablar y ella le respondió que buscaría a sus padres para darles las gracias. Se separaron y él cruzó el salón hacia la doctora, cuyo nombre había olvidado. Ella no trató de disimular que se acordaba de quién era él.

– Buenas noches, comisario -dijo cuando él estuvo a su lado.

– Buenas noches, doctora -respondió él, y agregó, como si ya hubieran rendido tributo suficiente a los formulismos-: Me llamo Guido.

– Y yo, Bárbara.

– Qué pequeña es la ciudad -observó él, amparándose en la banalidad de la observación para eludir, hombre ceremonioso, la decisión de usar el tu o el lei.

– Antes o después, todos acabamos por encontrarnos -convino ella, rehuyendo el tratamiento con no menos habilidad.

Decidiéndose por el más ceremonioso lei, él dijo:

– Tendrá que perdonarme por no haberle dado las gracias por su ayuda la otra noche.

Ella se encogió de hombros y preguntó:

– ¿Acerté el diagnóstico?

– Sí -respondió Brunetti, pensando en cómo habría podido ella no enterarse de algo que habían publicado todos los periódicos del país-. Estaba en el café, como usted dijo.

– Me lo figuraba. Pero tengo que confesar que reconocí el olor gracias a las novelas de Agatha Christie.

– Yo también. Era la primera vez que lo olía en vivo. -Los dos pasaron por alto la incongruencia de la última palabra.

Ella aplastó el cigarrillo en el tiesto de una palmera del tamaño de un naranjo.

– ¿Cómo conseguiría quien fuera esa sustancia? – preguntó.

– Eso quería preguntarle yo, doctora.

Ella reflexionó un momento antes de apuntar:

– En una farmacia, en un laboratorio… Pero debe de estar muy controlada.

– Lo está y no lo está.

La mujer, por ser italiana, comprendió inmediatamente.

– Es decir, que puede desaparecer una pequeña cantidad sin que nadie lo denuncie ni informe de ello.

– Imagino que sí. Tengo a un hombre investigando en las farmacias de la ciudad, pero no podemos indagar en todas las industrias de Marghera o de Mestre.

– Se utiliza para el revelado de películas, ¿no?

– Sí, y en petroquímica.

– Con la cantidad de industrias del ramo que hay en Marghera su hombre tiene trabajo para rato.

– Para días -reconoció él.

Al observar que ella tenía la copa vacía, Brunetti dijo:

– ¿Más champaña?

– No, gracias. Me parece que ya he bebido suficiente champaña del conde por esta noche.

– ¿Ha venido otras veces? -preguntó él, sin disimular la curiosidad.

– Varias veces. Siempre me invita y, si estoy libre, vengo.

– ¿Por qué? -La pregunta se le escapó antes de que tuviera tiempo de pensar.

– Es paciente mío.

– ¿Es usted su médico? -Brunetti no pudo contener la sorpresa.

Ella se rió con naturalidad, sin darse por ofendida por su asombro.

– Si él es mi paciente, yo tengo que ser su médico, desde luego. -Y suavizando el tono-: Tengo el consultorio al otro lado del campo. Al principio, atendía a los criados, pero hace cosa de un año, cuando vine a visitar a uno de ellos, conocí al conde y estuvimos charlando.

– ¿De qué hablaron? -Brunetti no podía creer que el conde fuera capaz de un acto tan banal como el de charlar, y menos, con una persona con tan pocas pretensiones.

– Aquella primera vez hablamos del criado, que tenía la gripe, pero cuando volví, no sé cómo, salimos a hablar de poesía griega. Y, después, si mal no recuerdo, de historiadores griegos y romanos. El conde es un gran admirador de Tucídides. Yo estudié en el liceo clásico y puedo hablar del tema sin meter la pata, por lo que el conde estimó que debía de ser buen médico. Ahora viene a mi consulta con frecuencia y hablamos de Tucídides y de Estrabón. -Apoyó la espalda en la pared y cruzó los tobillos-. Es como la mayoría de los otros pacientes, que vienen a hablarme de enfermedades que no tienen y de dolores que no sienten. El conde tiene una conversación más interesante, pero por lo demás no hay mucha diferencia. Es viejo y está solo, lo mismo que ellos, y necesita hablar con alguien.

Brunetti estaba estupefacto por esta descripción del conde. ¿Solo, un hombre que, teléfono en mano, podía romper el secreto de un banco suizo? ¿O averiguar el contenido de un testamento antes de que fuera enterrado el testador? ¿Tan solo estaba que iba al médico para hablar de historiadores griegos?

– A veces, también habla de ustedes -dijo ella-. De todos ustedes.

– ¿Sí?

– Lleva sus fotos en la cartera. Me las ha enseñado varias veces. Usted, su esposa, los niños.

– ¿Por qué me dice esto, doctora?

– Porque él es viejo y se siente solo. Y es paciente mío, y trato de hacer todo lo que puedo para ayudarle. -Al ver que él iba a protestar, agregó-: Todo lo que puedo, si creo que ha de ayudarle.

– Doctora, ¿acostumbra a aceptar pacientes particulares?

Si ella captó la intención de la pregunta, no dio señales de ello.

– La mayoría de mis pacientes son de la sanidad pública.

– ¿Cuántos pacientes particulares tiene?

– No creo que eso sea de su incumbencia, comisario.

– Supongo que tiene razón -reconoció él-. ¿Me respondería a una pregunta sobre sus ideas políticas? -Pregunta que aún tiene sentido en Italia, donde los partidos no son calco unos de otros.

– Soy comunista, naturalmente, aunque ahora se diga con otras palabras.

– No obstante lo cual, no tiene inconveniente en aceptar como paciente a uno de los hombres más ricos de Venecia y, probablemente, de toda Italia.

– Naturalmente. ¿Y por qué no?

– Ya se lo he dicho. Porque es muy rico.

– ¿Y qué tiene que ver?

– Cabría suponer que…

– ¿Que yo tenía que rechazarlo porque es rico y puede pagarse mejores médicos? ¿Es eso, comisario? -preguntó la mujer, sin hacer nada por disimular la irritación-. Esa suposición no sólo es ofensiva sino que delata una visión del mundo bastante simplista. Aunque ni lo uno ni lo otro debería sorprenderme. -Esto último le hizo preguntarse qué podía haber dicho el conde de él durante aquellas charlas.

Brunetti tenía la impresión de que la conversación se le había ido de la mano. No quería ofenderla, ni dar a entender que el conde podría encontrar mejores médicos. Lo que le sorprendía era que ella lo hubiera aceptado como paciente.

– Por favor, doctora -dijo alzando la mano entre los dos-, perdóneme, pero el mundo en el que yo trabajo es simplista. Hay buena gente. -Ella le escuchaba, por lo que el comisario se permitió agregar, con una sonrisa-. Gente como usted y como yo. -Ella tuvo la gentileza de devolverle la sonrisa-. Y hay gente que quebranta la ley.

– Ya -dijo ella. Su enojo no se había calmado, después de todo-. ¿Y eso nos da derecho a dividir el mundo en dos grupos, el nuestro y el de los otros? ¿Y yo tengo que tratar a los que comparten mis ideas políticas y dejar morir a los demás? Lo plantea usted como una película de cowboys: los buenos y los bandidos y, en todo momento, perfectamente claro quiénes son los unos y los otros.

Él trató de defenderse:

– Yo no he dicho qué ley quebrantaban.

– ¿Es que, en su concepto del mundo, existe más ley que la del Estado? -Su desdén era evidente, y Brunetti pensó que ojalá fuera hacia la ley del Estado y no hacia su persona.

– Creo que sí -respondió.

Ella levantó las manos.

– Si hemos llegado al punto en el que se hace bajar de los cielos al pobre y sufrido Dios para meterlo en la conversación, me parece que tendré que ir a buscar más champaña.

– No, permítame -dijo él quitándole la copa. Al poco, volvía con el champaña y agua mineral para él. Ella aceptó la bebida y le dio las gracias con una sonrisa completamente amistosa y normal.

Bebió un sorbo y preguntó:

– ¿Qué puede usted decirme acerca de esa ley? -Lo dijo sin rencor, con auténtico interés, dando por olvidada la disensión. Olvidada por ambas partes, descubrió él.

– Es evidente que la ley que tenemos no es suficiente -empezó, asombrándose a sí mismo, puesto que había dedicado su carrera a defender esta ley-. Necesitamos una ley más humana, o quizá, más humanitaria. -Calló, porque se sentía un poco ridículo al decir esto. Y más aún al pensarlo.

– Sería maravilloso -dijo ella con una benevolencia que inmediatamente le puso en guardia-. Pero ¿no sería un estorbo en su profesión? Al fin y al cabo, su tarea consiste en imponer la otra ley, la ley del Estado.

– En realidad, son una misma cosa. -Al darse cuenta de que sonaba a tópico, agregó-: Generalmente.

– ¿Siempre no?

– No; siempre no.

– ¿Y cuando no son lo mismo?

– Trato de encontrar el punto de coincidencia.

– ¿Y si no lo hay?

– Entonces hago lo que debo.

Ella soltó una carcajada tan espontánea que él no pudo menos que hacerle coro, al comprender que había hablado como John Wayne antes de salir a librar la última batalla.

– Perdone por haberle hecho picar, Guido. Lo siento. Por si le sirve de consuelo le diré que nosotros, los médicos, tenemos que tomar la misma decisión algunas veces, aunque no muchas, cuando lo que nosotros consideramos justo no coincide con lo que la ley dice que es justo.

Lo salvó, los salvó a ambos, la llegada de Paola, que venía a preguntar si no quería marcharse ya.

– Paola -dijo él, dando media vuelta para presentarle a la otra mujer-, es la doctora de tu padre. -Esperaba darle una sorpresa.

– Oh, Bárbara -exclamó Paola-. Cuánto me alegro de conocerla. Ya era hora. Mi padre me habla mucho de usted.

Brunetti miraba y escuchaba, asombrado de la facilidad con que las mujeres pueden demostrarse simpatía y confianza desde el primer momento de conocerse. Unidas por una común preocupación por un hombre al que él siempre había encontrado frío y distante, ellas dos hablaban como si se conocieran desde hacía años. No había entre ellas ni asomo de aquel abrasivo recelo con que se habían medido mutuamente él y la doctora. Ésta y Paola habían realizado una especie de evaluación instantánea y se habían sentido perfectamente satisfechas del resultado. Era un fenómeno que había observado muchas veces y que temía no llegar a comprender. Él tenía la misma facilidad para simpatizar con otro hombre, pero el proceso se detenía en una capa más superficial, no tenía tanto calado como esta intimidad instantánea de la que era testigo, que parecía llegar hasta un punto central y que, evidentemente, no había concluido, sino que sólo se había interrumpido hasta el siguiente encuentro.

Ya estaban hablando de Raffaele, el único nieto varón del conde, cuando recordaron la presencia de Brunetti. Por su manera de transferir el peso del cuerpo de uno a otro pie era evidente que estaba cansado y deseaba marcharse, y Paola dijo:

– Perdóneme por haberle hablado tanto de Raffaele, Bárbara. Ahora tendrá que preocuparse de dos generaciones en lugar de una sola.

– No; es conveniente conocer otro punto de vista sobre los niños. Le preocupan mucho. Pero está muy orgulloso de ustedes. -Brunetti tardó en comprender que se refería a Paola y a él. Ésta era, sin duda, la noche de las sorpresas.

Brunetti no hubiera podido decir cómo, pero las dos mujeres decidieron que había llegado el momento de marcharse. La doctora dejó la copa en una mesa, y Paola se colgó de su brazo en el mismo momento. Intercambiaron saludos y a él volvió a sorprenderle que la doctora se mostrara mucho más efusiva con Paola que con él.

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