CAPÍTULO VII

Durante la hora siguiente, Brunetti se dedicó a leer la información que publicaban los cuatro diarios más importantes sobre el crimen. II Gazzettino, como era de esperar, la ponía en primera plana y consideraba que el suceso comprometía a la ciudad. En el editorial se leía que la policía debía encontrar al culpable rápidamente no ya para llevar ante la justicia al responsable del hecho, sino para borrar esta mancha del honor de Venecia. Mientras lo leía, Brunetti se admiró de que Patta hubiera leído este artículo en lugar de esperar a que saliera L’Osservatore Romano, su diario habitual, que no llegaba a los quioscos hasta las diez.

La Repubblica presentaba el caso a la luz de recientes sucesos políticos, pero la relación que sugería era tan alambicada que sólo el propio periodista, o un psiquiatra, podrían comprenderla. Corriere della Sera hacía como si el maestro hubiera muerto en su cama, y dedicaba toda una página a un análisis objetivo de su aportación al mundo de la música, haciendo hincapié en el apoyo que había prestado a la causa de ciertos compositores modernos.

Brunetti guardó L'Unitá para el final. Como era de prever, vociferaba lo primero que se le ocurría, en este caso, que se trataba de una venganza, confundiendo el término, también como era de prever, con el de justicia. En el editorial se aludía una vez más a las conjuras de rigor, y se sacaba a relucir, ¿cómo no?, al pobre Sindona, muerto en su celda de la cárcel. El editorialista se hacía la retórica pregunta de si estas dos muertes, «espantosamente similares», no estarían relacionadas por una oscura trama. Brunetti no veía similitud alguna, espantosa o no, entre uno y otro caso, como no fuera la de que se trataba de dos ancianos que habían muerto envenenados con cianuro.

No por primera vez en su carrera, Brunetti pensó en las posibles ventajas de la censura. En el pasado, el pueblo alemán había vivido la mar de bien con un gobierno que la exigía, y actualmente el gobierno norteamericano también parecía vivir bien con una población que la deseaba.

Brunetti volvió a acercarse el Corriere y arrojó los otros tres periódicos a la papelera. Releyó el extenso artículo y tomó alguna que otra nota. Wellauer, si no era el director de orquesta más famoso del mundo, ocupaba sin duda un lugar preeminente entre los más importantes. Había dirigido una orquesta por primera vez antes de la guerra, cuando era considerado el joven prodigio del Conservatorio de Berlín. El periódico no decía mucho acerca de los años de guerra, salvo que había seguido dirigiendo en su Alemania natal. Durante los años cincuenta, empezó su ascenso meteórico, Wellauer entró en la élite internacional, volaba de un continente a otro para dirigir un único concierto y, después, a un tercero, para dirigir una ópera.

A pesar de la adulación y la fama, había seguido siendo ante todo el maestro consumado que exigía precisión y delicadeza a la orquesta que dirigiera, e insistía en la fidelidad absoluta a la partitura original. Su fama de déspota y difícil quedaba ampliamente compensada por su total entrega a su arte, que le valía el elogio universal.

El artículo dedicaba poco espacio a su vida privada y únicamente mencionaba que su actual esposa era la tercera y que la segunda se había suicidado hacía veinte años. El maestro tenía casa en Berlín, Gstaad, Nueva York y Venecia.

La fotografía que el diario sacaba en primera plana no era reciente. En ella, Wellauer aparecía de perfil, hablando con Maria Callas, que estaba vestida para salir a escena y que, evidentemente, era el sujeto principal de la foto. Le pareció curioso que el Corriere publicara una foto que tenía, por lo menos, treinta años.

Brunetti alargó el brazo hacia la papelera y rescató II Gazzettino. Éste, como era habitual, insertaba una foto del lugar en el que había ocurrido la muerte, la fachada austera y simétrica del teatro La Fenice. Al lado, otra foto más pequeña de la entrada de los actores, por la que dos hombres uniformados sacaban un bulto. Debajo había una fotografía reciente del busto del maestro, hecha por un estudio para publicidad: corbata blanca, cara angulosa y melena gris peinada hacia atrás. Los ojos, muy claros y rasgados, destacaban bajo las cejas espesas y oscuras. La nariz era excesivamente larga, pero era tanta la fuerza de la mirada que casi no se notaba este defecto. La boca, grande, sensual y de labios carnosos, ofrecía un extraño contraste con la severidad de los ojos. Brunetti trató de recordar la cara de aquel hombre tal como la había visto la noche antes, crispada y desfigurada por la muerte, pero la energía que despedía la fotografía borraba la otra imagen. Brunetti observó fijamente aquellos ojos claros, tratando de imaginar quién podía sentir un odio tan fuerte como para destruir a ese hombre.

Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de una de sus secretarias, con el informe de la policía de Berlín ya traducido al italiano.

Antes de empezar a leerlo, Brunetti se recordó a sí mismo que en Alemania Wellauer era una especie de monumento viviente y que los alemanes siempre andaban en busca de héroes, de manera que, probablemente, lo que ahora iba a leer estaría condicionado por ambas cosas. Ello significaba que unas verdades estarían reflejadas en el informe sólo por alusión indirecta y otras, por omisión. ¿No eran muchos los músicos y artistas que habían pertenecido al partido nazi? ¿Y quién se acordaba ahora de eso, al cabo de los años?

Abrió el informe y empezó a leer el texto en italiano, ya que el alemán no le servía de nada. Wellauer no tenía antecedentes penales, ni siquiera una simple infracción de tráfico. En su apartamento de Gstaad habían entrado ladrones dos veces; en ninguna de las dos ocasiones se recuperó nada ni se detuvo a nadie, y el seguro pagó religiosamente, a pesar de que se trataba de sumas enormes.

Brunetti leyó por encima otros dos párrafos redactados con minuciosidad germánica hasta llegar al suicidio de la segunda esposa, que se había ahorcado en el sótano de su casa de Munich el 30 de abril de 1968, después de lo que el informe describía como «un largo período de depresión». No se había encontrado carta alguna. Dejaba tres hijos, dos varones, gemelos, de siete años y una niña de doce. El propio Wellauer había encontrado el cadáver y, después del funeral, observó un retiro absoluto durante seis meses.

La policía no había recogido más datos sobre él hasta el momento de su tercer matrimonio, contraído hacía dos años, con Elizabeth Balintffy, natural de Hungría, médico de profesión y súbdita alemana por su primer matrimonio, que había terminado en divorcio tres años antes de su boda con Wellauer. La mujer carecía de antecedentes policiales, tanto en Alemania como en Hungría. Tenía de su primer matrimonio una hija de trece años, Alexandra.

Brunetti buscó y buscó en vano alguna referencia a lo que Wellauer había hecho durante los años de guerra. Se mencionaba su primer matrimonio, en 1936, con la hija de un industrial alemán, de la que se divorció después de la guerra. Daba la impresión de que, entre estas dos fechas, el hombre no había existido, lo cual, a ojos de Brunetti, daba cuenta elocuentemente de lo que había estado haciendo o, en cualquier caso, apoyando. Pero no sería fácil obtener la confirmación de esta sospecha, y menos, en un informe de la policía alemana.

En suma, oficialmente, Wellauer estaba tan limpio como el que más. A pesar de lo cual, alguien le había echado cianuro en el café. La experiencia había enseñado a Brunetti que la gente suele matar por dos motivos: dinero y sexo. No importaba el orden, y con frecuencia a lo último se le llamaba amor. En los quince años que había pasado entre asesinos, había encontrado pocas excepciones a esta regla.

Bastante antes de las once, Brunetti ya había terminado de leer el informe de la policía alemana. Entonces llamó al laboratorio y se enteró de que no se había hecho nada ni se habían tomado las huellas de la taza ni del camerino, que permanecía cerrado, circunstancia que ya había dado lugar a tres llamadas telefónicas del teatro. El comisario dio unos cuantos gritos, aunque sabía que no servirían de nada. Habló brevemente con Miotti, quien dijo no haberle sacado nada más al portiere la noche antes, salvo que el director de la orquesta era «un tipo seco», que su mujer, por el contrario, era amable y cordial y que la Petrelli no le caía bien. El hombre no dijo por qué, sólo que era antipatica. Para él era suficiente. De nada serviría enviar a Alvise o Riverre a tomar huellas mientras el laboratorio no determinara si en la taza había otras que no fueran las de la víctima. Esto no corría prisa.

Disgustado por no poder ir a almorzar a su casa, Brunetti salió del despacho poco después de mediodía y se encaminó al bar de la esquina, donde tomó un bocadillo y un vaso de vino que dejaban bastante que desear. Aunque en el bar todos sabían quién era, nadie le preguntó por el caso y sólo un anciano abrió el periódico con una elocuente sacudida. Brunetti fue hasta la parada de San Zaccaria y tomó el barco número 5 que, cortando por el Arsenale y la parte posterior de la isla, lo llevaría a la isla del cementerio de San Michele. Él casi nunca iba al cementerio, ya que no practicaba el culto a los difuntos, tan común entre los italianos.

Ya había estado aquí otras veces, desde luego; es más, uno de sus primeros recuerdos era del día en que lo trajeron al cementerio para que ayudara a cuidar la tumba de su abuela, que había muerto en Treviso durante la guerra, en un bombardeo de los aliados. Recordaba el brillante colorido de las flores que cubrían los simétricos rectángulos de las tumbas, separados por espacios verdes pulcramente recortados. Recordaba la tristeza de la gente, mujeres la mayoría, cargadas de flores. Y recordaba su aspecto desvaído y descuidado, como si todo su afán de aseo y adorno fuera para los espíritus que estaban bajo tierra y no reservaran ni un ápice para sí mismas.

Ahora, treinta y cinco años después, las tumbas seguían estando tan cuidadas y floridas como entonces, pero la gente que caminaba entre ellas parecía pertenecer al mundo de los vivos, a diferencia de aquellos espectros de los años de la posguerra. Era fácil encontrar la tumba de su padre, que no estaba lejos de la de Stravinsky. El ruso estaba seguro; aquí seguiría, inamovible, mientras existiera el cementerio y mientras el público recordara su música. La permanencia de su padre, por el contrario, era precaria, y ya se acercaba la fecha en que se abriría la tumba y los restos serían exhumados y puestos en un osario de una de las largas y abarrotadas tapias del cementerio.

De todos modos, la tumba estaba cuidada, porque su hermano era más escrupuloso que él. Los claveles que había en el jarrón de vidrio colocado en el suelo tenían que ser frescos, o la helada de tres noches atrás los hubiera quemado. Brunetti se agachó y retiró unas hojas que el viento había arrastrado hasta el jarrón. Se enderezó y volvió a inclinarse para quitar una colilla que había al lado de la lápida. Al volver a levantarse, contempló la fotografía colocada en la parte frontal de la piedra. Vio sus propios ojos, su mandíbula y unas orejas grandes de las que él y su hermano se habían librado y que habían heredado los hijos de ambos.

Ciao, papá -dijo. No se le ocurrió nada más. Caminó hasta el extremo de la hilera de tumbas y dejó caer la colilla en un gran recipiente metálico hincado en la tierra.

En la oficina del cementerio, dio su nombre y su cargo y fue conducido a una salita por un hombre que le dijo que tuviera la bondad de esperar, que el doctor saldría enseguida. En la sala no había nada que leer, por lo que el comisario tuvo que conformarse con mirar por la única ventana al claustro en torno al cual se habían levantado los edificios del cementerio.

Al principio de su carrera, Brunetti había insistido en presenciar la autopsia de la víctima del primer asesinato que había investigado, una prostituta a la que había matado su chulo. Había mirado atentamente cómo entraban la camilla en el aula y contemplado, fascinado, el cuerpo casi perfecto que apareció cuando levantaron la sábana. Pero, cuando el médico empuñó el escalpelo para iniciar la gran incisión en forma de Y, Brunetti cayó hacia adelante, desmayado, entre los estudiantes de medicina. Éstos, con toda naturalidad, lo sacaron al pasillo, lo sentaron en una silla, semiinconsciente, y volvieron a entrar rápidamente en el aula. Desde entonces, Brunetti había visto muchas víctimas de asesinato, había contemplado el cuerpo humano destrozado por cuchillos, balas y hasta bombas, pero aún no era capaz de verlo fríamente, y sabía que nunca podría ser testigo de esa violación calculada que es una autopsia.

Se abrió la puerta de la salita y entró Rizzardi, vestido tan impecablemente como la noche antes. Olía a jabón caro y no al ácido carbólico que Brunetti asociaba automáticamente con su trabajo.

– Buenas tardes, Guido -dijo el médico, tendiendo la mano al comisario-. Siento que se haya molestado en venir. Hubiera podido llamarle para decirle lo poco que he descubierto.

– No importa, Ettore; de todos modos, quería venir. No puedo hacer nada hasta que esos cretinos del laboratorio me envíen el informe. Y para hablar con la viuda aún es pronto.

– Entonces le diré lo que hay -dijo el doctor cerrando los ojos y hablando de memoria. Brunetti sacó la libreta y fue escribiendo lo que oía-. El hombre gozaba de perfecta salud. De no saber que tenía setenta y cuatro años, le hubiera calculado diez menos o, incluso, quince. El tono muscular, magnífico, seguramente, gracias a los beneficios del ejercicio en un cuerpo sano. No había indicios de enfermedad en los órganos internos. No debía de beber, porque el hígado estaba en perfecto estado. Algo insólito en un hombre de su edad. No fumaba, aunque debió de fumar hace años, y dejarlo. Yo diría que hubiera podido vivir diez o veinte años más. -Terminado el informe, el médico abrió los ojos y miró a Brunetti.

– ¿Y la causa de la muerte? -preguntó Brunetti.

– Cianuro de potasio. En el café. Calculo que ingirió unos treinta miligramos, más que suficiente para causarle la muerte. -Hizo una pausa y agregó-: En realidad, nunca lo había visto. Un efecto tremendo. -Su voz se apagó y el médico cayó en una especie de ensimismamiento que Brunetti encontró truculento.

Al cabo de un momento, Brunetti preguntó:

– ¿Es tan rápido como se dice?

– Creo que sí -respondió el doctor-. Como le decía, nunca había visto un caso de éstos en la práctica. Sólo sabía lo que había leído.

– ¿Instantáneo?

Rizzardi pensó un instante antes de contestar:

– Creo que sí, o casi. Quizá, durante un momento, se dio cuenta de lo que le pasaba, pero pensaría que era una embolia o un infarto. De todos modos, antes de que pudiera descubrir lo que era, ya estaba muerto.

– ¿Y qué es lo que causa la muerte?

– Todo se para. Simplemente, todo deja de funcionar: el corazón, los pulmones, el cerebro.

– ¿En segundos?

– Sí. Cinco. Diez como máximo.

– No es de extrañar que esa gente lo use.

– ¿Qué gente?

– Los espías, en las novelas. Cápsulas que llevan en muelas huecas.

– Hum -hizo Rizzardi. Si la comparación de Brunetti le sorprendía, no lo demostró-. Sí, indudablemente, es rápido, pero otros son mucho más mortíferos. -Al ver que Brunetti levantaba las cejas en señal de sorpresa, explicó-: El botulismo. La misma cantidad, podría matar a la mitad de la población italiana.

Parecía que poco más iba a dar de sí el tema, a pesar del evidente entusiasmo que por él demostraba el médico, y Brunetti preguntó:

– ¿Hay algo más?

– Por lo visto, llevaba unas semanas bajo tratamiento. ¿Sabe si tenía un resfriado, gripe o algo por el estilo?

– No -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza-. Todavía no sabemos nada. ¿Por qué?

– En el cuerpo hay señales de inyecciones. No se aprecian signos de abuso de drogas, por lo que supongo que se trata de antibióticos, o de vitaminas, una medicación normal. En realidad, las marcas son tan débiles que quizá ni inyecciones eran. Pequeñas magulladuras, tal vez.

– ¿Y dice que, de drogas, nada?

– No; no es probable -dijo el médico-. Hubiera podido pincharse fácilmente en el muslo izquierdo, porque era diestro. Pero no en el brazo derecho ni en la nalga izquierda, donde están las señales. Y, como le digo, tenía una salud excelente. Si hubiera tomado drogas, yo hubiera observado indicios. -Hizo una pausa-. Además, no estoy seguro de lo que son. En el informe pondré «pequeños hematomas subcutáneos». -Por su tono de voz, Brunetti comprendió que aquellas señales le parecían una trivialidad y que ya le pesaba haberlas mencionado.

– ¿Algo más?

– Nada más. Quien haya hecho esto, le ha robado por lo menos diez años de vida.

Como era habitual en él, Rizzardi no demostró ni, probablemente, sentía curiosidad alguna acerca de quién pudiera haber cometido el crimen. Durante los años que hacía que se conocían, Brunetti nunca había oído al doctor preguntar por el criminal. A veces, mostraba interés y hasta fascinación cuando el crimen era imaginativo, pero nunca parecía importarle quién lo había cometido ni si era descubierto.

– Gracias, Ettore -dijo Brunetti, estrechando la mano del médico-. Ojalá trabajaran tan aprisa los del laboratorio.

– Dudo que su curiosidad sea tan fuerte como la mía -dijo Rizzardi, reafirmando a Brunetti en la convicción de que nunca entendería a aquel hombre.

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