CAPÍTULO II

Como era Venecia, la policía llegó en barco, y la luz azul parpadeaba en el techo de la cabina. La embarcación atracó en el pequeño canal que discurría por detrás del teatro y de ella desembarcaron cuatro hombres, tres con uniforme azul y uno de paisano. Subieron rápidamente por la estrecha calle lateral hasta la entrada de artistas, donde el portiere, prevenido de su llegada, oprimió el botón que liberaba la puerta de torno. El hombre señaló en silencio una escalera.

En el primer rellano, los aguardaba el aturdido gerente, que hizo ademán de tender la mano al hombre vestido de paisano, que parecía el jefe, pero enseguida se olvidó de su intención y dio media vuelta, diciendo por encima del hombro:

– Por aquí. -los llevó por un corto pasillo hasta la puerta del camerino del director, donde se paró y, reducido otra vez a la mímica, señaló al interior.

Guido Brunetti, commissario de policía de la ciudad, fue el primero en entrar. Al ver el cuerpo caído en el sillón, levantó una mano para indicar a los agentes de uniforme que se quedaran en la puerta. Era evidente que el hombre estaba muerto: tenía el cuerpo arqueado hacia atrás y la cara crispada en una mueca espantosa. No era necesario buscar señales de vida; no las habría.

Aquella cara le era tan familiar a Brunetti como a la mayoría de los habitantes del mundo occidental, si no por haberla visto frente a una orquesta, sí porque durante más de cuatro décadas su cuadrada mandíbula teutónica y su melena, que se había conservado negra como el azabache hasta pasados los sesenta, habían aparecido regularmente en las portadas de las revistas y las primeras planas de los diarios. Brunetti le había visto dirigir dos veces, hacía años, y durante el concierto había estado más pendiente del director que de la orquesta. El cuerpo de Wellauer oscilaba en el podio como preso en el abrazo de un demonio o de una divinidad. La mano izquierda, entreabierta, parecía querer arrancar el sonido a los violines. En la derecha, la batuta era un arma que apuntaba ahora aquí, ahora allá, un rayo que desataba raudales de música. Pero ahora la muerte había borrado de su persona todo vestigio de divinidad y le había puesto la máscara sarcástica del demonio.

Brunetti paseó la mirada por el camerino. Vio la taza en el suelo y, cerca de la taza, el plato. Esto explicaba las manchas oscuras de la camisa y, seguramente, la horrible crispación de la cara.

Sin acabar de acercarse al muerto, Brunetti hacía inventario con la mirada, con curiosidad, sin sacar deducciones. Era un hombre de aspecto extraordinariamente pulcro: el nudo de la corbata, impecable, el pelo, más corto de lo que dictaba la moda; hasta las orejas las tenía aplastadas contra la cabeza, como si quisieran pasar inadvertidas. Su indumentaria era típicamente italiana. Su acento pregonaba al veneciano. Sus ojos eran todo policía.

Inclinándose, tocó el dorso de la muñeca del muerto. Sintió la piel fría y seca al tacto. Lanzó otra mirada en derredor y se volvió hacia uno de los hombres que estaban a su espalda. Le pidió que llamara al forense y al fotógrafo. Ordenó a otro de los agentes que bajara a hablar con el portiere. ¿Cuántas personas había en el teatro esa noche? Que hiciera una lista. Y dijo al tercer agente que quería los nombres de quienes hubieran hablado con el maestro antes de la función o durante los entreactos.

El comisario abrió una puerta de la izquierda que daba a un pequeño aseo. La única ventana estaba cerrada, lo mismo que la del camerino. En el armario había un abrigo y tres camisas blancas almidonadas.

Volvió al camerino y se acercó al cadáver. Con el dorso de la mano, ahuecó la chaqueta, introdujo los dedos en el bolsillo interior del pecho y, lentamente, sacó un pañuelo sosteniéndolo por una punta. En el bolsillo no había nada más. Repitió el proceso con los bolsillos laterales, en los que encontró los objetos habituales: unos miles de liras en billetes pequeños, una llave con una etiqueta de plástico, probablemente, del camerino, un peine, otro pañuelo. No quería mover el cuerpo antes de que lo fotografiaran, y dejó para más adelante los bolsillos del pantalón.

Los tres agentes, una vez confirmada la existencia de un cadáver, habían ido a cumplir las órdenes de Brunetti. El gerente del teatro había desaparecido. Brunetti salió al corredor, esperando encontrarlo allí, con intención de preguntarle cuánto tiempo hacía que se había descubierto el cadáver. Pero sólo vio a una mujer pequeña, de pelo negro, que estaba apoyada en la pared, fumando un cigarrillo. Hasta ellos llegaban ráfagas de música.

– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti.

La Traviata -dijo la mujer escuetamente.

– Ya lo sé. ¿Es que continúa la representación?

– «Aunque se hunda el mundo» -respondió ella con la entonación solemne que suele imprimirse en las citas.

– ¿Es de La Traviata? -preguntó él.

– No; de Turandot -dijo ella con voz serena.

– Pues me parece que por respeto al muerto…

Ella se encogió de hombros, arrojó el cigarrillo al suelo de cemento y lo aplastó con el pie.

– ¿Usted es…? -preguntó él finalmente.

– Bárbara Zorzi -y, aunque él no había pedido detalles, puntualizó-: Doctora Bárbara Zorzi. Estaba en la sala, pidieron un médico, subí y vi el cadáver. Eran exactamente las diez y treinta y cinco. El cuerpo aún estaba caliente. La taza estaba fría.

– ¿La tocó?

– Sólo con el dorso de los dedos. Pensé que podía ser importante saber si aún estaba caliente. No era así. -Sacó otro cigarrillo del bolso y le ofreció uno. No pareció sorprenderla que él rehusara y encendió el suyo.

– ¿Algo más, doctora?

– Huele a cianuro -respondió ella-. He leído algo sobre este veneno y en clase de farmacología lo estudiamos una vez, aunque el profesor no nos dejó ni olerlo. Decía que hasta los vapores son peligrosos.

– ¿Tan tóxico es?

– Sí. Ahora no recuerdo exactamente lo poco que se necesita para matar a una persona, pero no llega a un gramo. Y es instantáneo. Todo se para, el corazón, los pulmones… Antes de que la taza llegara al suelo, él ya debía de estar muerto o, por lo menos, inconsciente.

– ¿Lo conocía usted?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No más que cualquier aficionado a la ópera. O cualquier lector de Gente -dijo ella, refiriéndose a una revista de cotilleos que a él se le hacía difícil creer que leyera aquella mujer.

Ella le miró y preguntó:

– ¿Es eso todo?

– Creo que sí, doctora. ¿Tendrá la bondad de dar su nombre a uno de mis hombres, por si hemos de ponernos en contacto con usted?

– Zorzi, Bárbara -dijo ella, sin inmutarse por su tono oficial-. En la guía telefónica no hay otra.

Dejó caer el cigarrillo, lo pisó y le tendió la mano.

– Buenas noches. Espero que las cosas no se pongan demasiado feas.

El hombre no sabía si quería decir feas para el maestro, para el teatro, para la ciudad o para él, por lo que se limitó a mover la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento mientras le estrechaba la mano. Cuando ella se fue, Brunetti pensó en la extraña similitud que había entre su trabajo y el de un médico. Ambos coincidían al lado de los cadáveres y ambos hacían la misma pregunta: «¿Por qué?» Pero, cuando encontraban la respuesta, sus caminos se separaban: el médico retrocedía en el tiempo, en busca de la causa física y él se movía hacia adelante, en busca del responsable.

Quince minutos después, llegaba el forense, acompañado del fotógrafo y de dos ayudantes con bata blanca que serían los encargados de trasladar el cadáver al Hospital Civil. Brunetti saludó afablemente al doctor Rizzardi y le indicó la hora aproximada de la muerte. Juntos entraron en el camerino. Rizzardi, un hombre muy atildado, se puso unos guantes de látex, consultó el reloj automáticamente v se arrodilló al lado del cadáver. Brunetti lo observó mientras examinaba a la víctima, extrañamente conmovido al ver que trataba al muerto con el mismo respeto que dedicaría a un paciente vivo, con suavidad y hasta con mimo, ayudando con manos expertas los movimientos envarados de unos miembros que empezaban a estar rígidos.

– ¿Podría vaciarle los bolsillos, doctor? -preguntó Brunetti, que no tenía guantes y no quería agregar sus huellas a las que pudiera haber en los objetos. El doctor obedeció, pero no encontró más que un billetero delgado, quizá de lagarto, que sacó sosteniéndolo de una punta y dejó encima de la mesa que tenía a su lado.

El médico se puso en pie y se arrancó los guantes.

– Veneno. Es evidente. Yo diría que cianuro. Es más, estoy seguro, pero no puedo decírselo oficialmente hasta después de la autopsia. De todos modos, por la forma en que el cuerpo está doblado hacia atrás, no puede ser nada más. -Brunetti observó que había cerrado los ojos al muerto y tratado de suavizar el rictus de sus labios-. Es Wellauer, ¿verdad? -dijo el médico, a pesar de que la pregunta era innecesaria.

Brunetti movió la cabeza afirmativamente y Rizzardi exclamó:

María Vergine, esto no va a gustarle nada al alcalde.

– Pues que se encargue el alcalde de descubrir quién lo ha hecho -dijo Brunetti secamente.

– Sí; ha sido una estupidez. Perdone, Guido. Deberíamos pensar en la familia.

Como si hubiera estado esperando esta señal, uno de los tres policías de uniforme apareció en la puerta e hizo una seña a Brunetti que, al salir del camerino, vio a Fasini al lado de una mujer a la que supuso hija del maestro. Era muy alta, más que el gerente y hasta más que Brunetti, con una corona de pelo rubio que realzaba su estatura. Al igual que el maestro, tenía los pómulos de corte eslavo y los ojos de un azul pálido casi glacial. Cuando la mujer vio salir del camerino a Brunetti, dio dos pasos rápidos hacia él.

– ¿Ha ocurrido algo malo? -preguntó en italiano con fuerte acento extranjero-. ¿Qué sucede?

– Lo lamento, signorina -empezó Brunetti.

Ella le atajó imperiosamente.

– ¿Qué le pasa a mi marido?

A pesar de la sorpresa, Brunetti tuvo la presencia de ánimo suficiente como para moverse hacia la derecha, cerrándole el paso al camerino.

Signora, perdone, pero creo preferible que no entre. -¿Por qué será que siempre saben lo que vas a decirles? ¿Es el tono o es una especie de instinto animal lo que les hace percibirla muerte en tu voz antes de que les des la noticia?

La mujer se tambaleó hacia un lado, como si la hubieran empujado, golpeó con la cadera el teclado del piano, y un sonido discordante llenó el corredor. Entonces, buscando el equilibrio, extendió el brazo con rigidez y la palma de su mano arrancó otro quejido de las teclas. Dijo algo en una lengua que Brunetti no entendía y se llevó la mano a la boca con un ademán tan melodramático que a la fuerza tenía que ser espontáneo.

En ese momento, al comisario le pareció que había pasado la vida haciéndole esto a la gente, diciéndoles que un ser querido había muerto o, peor, que había sido asesinado. Sergio, su hermano, era radiólogo y tenía que llevar en la solapa una plaquita metálica que cambiaba de color si se exponía a una cantidad peligrosa de radiación. De haber llevado él una placa sensible a la tristeza, al dolor o a la muerte, haría tiempo que habría cambiado de color permanentemente.

Ella abrió los ojos y le miró.

– Quiero verlo.

– Me parece que es mejor que no lo vea -respondió él, sabiendo positivamente que así era.

– ¿Qué ha pasado? -Ella se esforzaba por recobrar la calma, y lo consiguió.

– Creo que ha sido veneno -dijo él, aunque tenia la certeza.

– ¿Lo han matado? -preguntó ella con un asombro que parecía auténtico. O ensayado.

– Lo siento, signora. En este momento, no puedo darle una respuesta. ¿Hay alguien que pueda acompañarla a su casa? -A su espalda, el comisario oyó un estallido de aplausos que se prolongaban y fluctuaban en oleadas. Ella parecía no oírlos, del mismo modo que parecía no haber oído su pregunta, y le miraba moviendo los labios en silencio.

– ¿Hay en el teatro alguien que pueda acompañarla a su casa, signora?

Ella asintió, entendiendo al fin.

– Sí, sí -dijo, y agregó con voz más suave-: Tengo que sentarme. -Él ya esperaba esto: el impacto de la realidad que sigue al primer momento de aturdimiento, y estaba preparado. Es lo que fulmina a la gente.

La tomó del brazo y la llevó hacia el fondo de la zona del bastidor. Aunque alta, era muy delgada y ligera. A la izquierda, vio una pequeña cabina con paneles de iluminación y aparatos que no conocía. La sentó en la silla frente al pupitre e hizo una seña a uno de los agentes de uniforme que venía de un lateral atestado de gente vestida de época que saludaba v formaba corrillos en cuanto se cerraba el telón.

– Baje al bar y traiga una copa de coñac y un vaso de agua -ordenó el comisario.

La signora Wellauer estaba sentada en la silla de madera, aferrando el asiento con las manos y mirando fijamente al suelo. Movía la cabeza negativamente, como en respuesta a una conversación interior.

Signora, signora, ¿sus amigos están en el teatro?

Ella prosiguió su monólogo silencioso, sin atenderle.

Signora -repitió él, poniéndole una mano en el hombro-, ¿están aquí sus amigos?

– Welti -dijo la mujer, sin levantar la mirada-. Les he dicho que nos encontraríamos aquí.

Volvió el agente con las bebidas. Brunetti cogió la copa.

– Beba, signora -dijo. Ella tomó la copa y bebió distraídamente. Otro tanto hizo con el vaso de agua, como si no notara la diferencia.

Él dejó la copa y el vaso en el pupitre.

– ¿Cuándo lo ha visto, signora?

– ¿Cómo?

– ¿Cuándo lo ha visto usted?

– ¿A Helmut?

– Sí, signora. ¿Cuándo lo ha visto?

– Hemos venido juntos. Luego, he subido a los bastidores después… -Su voz se apagó.

– ¿Después de qué, signora? -preguntó él.

Ella escudriñó su cara antes de responder.

– Después del segundo acto. Pero no hemos hablado. He llegado tarde. Me ha dicho tan sólo… no, no me ha dicho nada. -Él no hubiera podido decir si la confusión de la mujer se debía a la impresión o a dificultades con el idioma, pero era indudable que no estaba en condiciones de contestar preguntas.

A su espalda, seguían sonando oleadas de aplausos mientras los intérpretes saludaban. Ella desvió la mirada y bajó la cabeza, aunque ya parecía haber terminado su conversación consigo misma.

El comisario le dijo al agente que permaneciera junto a la mujer, que unos amigos subirían a buscarla y que podían marcharse.

Volvió entonces al camerino. El forense y el fotógrafo, que había llegado mientras Brunetti hablaba con la signora Wellauer, ya se iban.

– ¿Desea algo más? -preguntó el doctor Rizzardi a Brunetti.

– No. ¿La autopsia?

– Mañana.

– ¿La hará usted?

Rizzardi pensó un momento antes de contestar.

– No estoy de guardia, pero ya que he examinado el cadáver, probablemente, el questore me pedirá que la haga yo.

– ¿A qué hora?

– Sobre las once. Habré terminado a primera hora de la tarde.

– Allí estaré -dijo Brunetti.

– No es necesario, Guido. No hace falta que venga a San Michele. Llámeme. O yo le llamaré a su despacho.

– Gracias, Ettore, pero preferiría ir. Hace mucho que no voy por allí, y quiero visitar la tumba de mi padre.

– Como guste. -Se dieron la mano, y Rizzardi fue hacia la puerta. Allí se paró un momento y agregó-: Era el último coloso, Guido. No debió morir así. Siento mucho que haya ocurrido esto.

– Yo también lo siento, Ettore. -El médico se fue y tras él salió el fotógrafo. Entonces uno de los dos sanitarios que estaban en la ventana, fumando y mirando a la gente que pasaba por el pequeño campo contiguo al teatro, dio media vuelta y se acercó al cadáver, que estaba en el suelo, en una camilla.

– ¿Podemos llevárnoslo? -preguntó con indiferencia.

– No -dijo Brunetti-. Esperen hasta que todo el mundo haya salido del teatro.

El que se había quedado en la ventana, tiró el cigarrillo a la calle y se situó al otro extremo de la camilla.

– Eso puede tardar mucho rato, ¿no? -preguntó sin disimular el mal humor. Era bajo y fornido y hablaba con acento napolitano.

– No sé cuánto tardará, pero esperen hasta que el teatro esté vacío.

El napolitano se subió el puño de su chaqueta blanca y miró el reloj con elocuencia.

– Es que nuestro turno termina a las doce, y, si tenemos que esperar mucho, no llegaremos al hospital hasta después.

Su compañero explicó entonces:

– El reglamento del sindicato dice que no se nos puede obligar a trabajar después de que termine el turno, a no ser que se nos haya avisado con veinticuatro horas de antelación. No sé qué se esperará que hagamos con esto. -Señaló la camilla con la punta del zapato, como si fuera algo que hubieran encontrado en la calle.

Momentáneamente, Brunetti se sintió tentado de razonar con ellos. Pero enseguida venció la tentación.

– Ustedes se quedarán aquí y no abrirán esa puerta hasta que yo se lo diga. -Como ellos no respondieran, preguntó-: ¿Lo han entendido? -Seguía sin llegar la respuesta-. ¿Lo han entendido? -repitió.

– Es que el reglamento del sindicato…

– Al cuerno el sindicato y al cuerno el reglamento -estalló Brunetti-. Como lo saquen de aquí antes de que yo les autorice, se encontrarán en la cárcel a la que escupan en la acera o suelten un taco en público. No quiero que se organice un espectáculo ahí fuera. Así que espérense hasta que yo les avise. -Sin volver a preguntar si le habían entendido, Brunetti dio media vuelta y salió del camerino dando un portazo.

En el espacio abierto que había al extremo del corredor, el comisario se encontró con un caos, un continuo ir y venir de gente, unos con ropa de calle y otros con traje de escena. Por su manera de mirar hacia la puerta del camerino, comprendió que ya había corrido la noticia. Y seguía corriendo: una cabeza se arrimaba a otra y ésta se volvía bruscamente hacia la puerta del fondo del corredor, que escondía algo que por el momento sólo podía ser motivo de conjetura. ¿Querían ver el cuerpo? ¿O querían sólo tener algo de qué hablar en el bar al día siguiente?

Cuando el comisario volvió donde había dejado a la signora Wellauer, encontró con ella a un hombre y una mujer, los dos, de bastante más edad. La mujer estaba arrodillada y abrazaba a la viuda, que ya no hacía nada por contener los sollozos. El agente de uniforme se acercó a Brunetti.

– Ya le he dicho que pueden marcharse -dijo Brunetti.

– ¿Quiere que vaya yo con ellos, señor?

– Sí. ¿Le han dicho dónde vive?

– Cerca de San Moisé.

– Bien. No está lejos -dijo Brunetti, y agregó-: Que no hablen con nadie -pensando en los periodistas, que ya estarían enterados de lo ocurrido-. No la saque por la entrada de personal. Averigüe si hay otra salida.

– Sí, señor -respondió el agente, saludando con marcialidad. A Brunetti le hubiera gustado que los sanitarios lo vieran.

– ¿Señor? -oyó a su espalda, y al volverse vio al cabo Miotti, el más joven de los tres agentes que había traído.

– ¿Qué hay, Miotti?

– Tengo la lista de todas las personas que estaban aquí esta noche: coros, orquesta, tramoyistas y cantantes.

– ¿Cuántos son?

– Más de cien, señor -dijo el joven con un suspiro, como disculpándose por los cientos de horas de trabajo que aquella lista presagiaba.

– Bien -dijo Brunetti, y se encogió de hombros-. Baje a preguntar al portiere qué identificación se necesita para entrar por ese torno. -El cabo escribía en un bloc mientras Brunetti hablaba-. ¿Por qué otro sitio se puede entrar? ¿Se puede subir a los bastidores desde la sala? ¿Con quién ha llegado el maestro esta noche? ¿A qué hora? ¿Ha entrado alguien en su camerino durante la representación? Y el café, ¿lo han subido del bar o lo han traído de fuera? -Se quedó pensativo un momento-. Y vea qué puede averiguar sobre mensajes, cartas, llamadas telefónicas…

– ¿Algo más, señor? -preguntó Miotti.

– Llame a la questura. Que se pongan al habla con la policía alemana. -Antes de que Miotti pudiera hacer una objeción, el comisario dijo-: Dígales que avisen a la intérprete de alemán, ¿cómo se llama?

– Boldacci, señor.

– Sí. Dígales que le pidan que llame a la policía alemana. No importa si es tarde. Que nos envíen el dossier completo de Wellauer. Mañana por la mañana, si es posible.

– Sí, señor.

Brunetti asintió. El agente saludó y, con el bloc en la mano, retrocedió hacia la escalera que lo conduciría a la entrada de los artistas.

– Una cosa más, cabo -dijo Brunetti dirigiéndose a la espalda del agente que se alejaba.

– ¿Sí, señor? -dijo el hombre parándose en lo alto de la escalera.

– Sea cortés.

Miotti asintió, dio media vuelta y desapareció. El poder decir esto a un agente sin miedo a ofenderle era una de las razones por las que Brunetti se alegraba de que hubieran vuelto a destinarlo a Venecia, después de estar cinco años en Nápoles.

A pesar de que hacía más de veinte minutos que los intérpretes habían acabado de saludar, los bastidores seguían estando muy concurridos, y la gente no daba señales de pensar en marcharse. Los que parecían más conscientes de sus obligaciones pasaban entre los demás recogiendo accesorios del vestuario: cinturones, bastones, pelucas. Brunetti se cruzó con un hombre que llevaba en brazos algo que parecía un animal muerto y que resultó ser un montón de pelucas femeninas. Entonces, de la zona situada detrás del telón, vio venir a Follin, el agente al que había enviado a avisar al forense.

El hombre llegó junto a Brunetti y dijo:

– He pensado que querría usted hablar con los cantantes, señor, y les he pedido que esperasen arriba. Y al director también. No les ha gustado, pero les he explicado lo que había pasado y han accedido. De todos modos, sigue sin gustarles.

«Cantantes de ópera», pensó Brunetti sin darse cuenta. Y repitió el pensamiento conscientemente: «Cantantes de ópera.»

– Bien hecho. ¿Dónde están?

– Están arriba, señor -dijo el agente señalando una escalera que subía a los pisos altos del teatro. Entregó a Brunetti un programa de la función de aquella noche.

Brunetti repasó la lista de nombres, de los que reconoció uno o dos, y empezó a subir la escalera.

– ¿Quién es el más impaciente, Follin? -preguntó cuando llegaron arriba.

– La signora Petrelli, la soprano -respondió el agente, señalando una puerta del fondo del corredor, a la derecha.

– Bien -dijo Brunetti, yendo hacia la izquierda-. Entonces dejaremos a la signora Petrelli para el final. -La sonrisa de Follin hizo que Brunetti se preguntara cómo habría sido la conversación entre el meticuloso policía y la recalcitrante prima donna.

«Francesco Dardi – Giorgio Germont», rezaba la cartulina mecanografiada clavada en la puerta del primer camerino de la izquierda. El comisario dio dos golpes con los nudillos e inmediatamente oyó una voz que decía: «Avanti

Sentado delante del tocador, desmaquillándose, estaba el barítono cuyo nombre había reconocido Brunetti. Francesco Dardi era de corta estatura y tenía un abdomen voluminoso que ahora apretaba contra el borde del tocador al inclinarse hacia adelante para verse en el espejo.

– Perdonen que no me levante, señores -dijo mientras se limpiaba cuidadosamente la sombra del ojo izquierdo.

Brunetti asintió en silencio.

Al cabo de un momento, Dardi interrumpió la operación, miró a los dos hombres por el espejo y preguntó, mientras seguía frotando:

– ¿Y bien?

– ¿Está enterado de lo que ha ocurrido esta noche? -preguntó Brunetti.

– ¿Se refiere a Wellauer?

– Sí.

Como su pregunta no suscitara más que este monosílabo, Dardi soltó la toallita y se volvió, encarándose con los policías.

– Si en algo puedo ayudarles, señores -dijo, mirando a Brunetti.

Esta actitud ya era más del agrado de Brunetti, que sonrió y respondió afablemente:

– Quizá pueda. -El comisario miró el papel que tenía en la mano, como si no recordara el nombre de su interlocutor-. Signor Dardi, como usted ya sabrá, esta noche ha muerto el maestro Wellauer.

El cantante respondió con un leve movimiento de cabeza, nada más.

Brunetti prosiguió:

– Me gustaría que me dijera todo cuanto pueda acerca de esta noche, de lo ocurrido durante los dos primeros actos de la representación.

Hizo una pausa, y Dardi volvió a mover la cabeza, pero no dijo nada.

– ¿Ha hablado con el maestro esta noche?

– Lo he visto un momento -dijo Dardi, que ahora se volvió hacia el tocador y siguió desmaquillándose-. Al llegar, le he visto hablar con un electricista, sobre algo del primer acto. Le he dicho «Buona sera» y he subido al camerino, a maquillarme. Como puede ver -agregó, señalando a su cara en el espejo-, requiere mucho tiempo.

– ¿Qué hora era? -preguntó Brunetti.

– Sobre las siete. Quizá las siete y cuarto, pero no más tarde.

– ¿Y después no ha vuelto a verlo?

– ¿Quiere decir aquí arriba o entre bastidores?

– Las dos cosas.

– Después de eso, sólo lo he visto desde el escenario, mientras él estaba en el podio.

– ¿Estaba con alguna otra persona el maestro cuando usted lo ha visto?

– Como le he dicho, estaba con un electricista.

– Sí, ya recuerdo. ¿No lo ha visto con nadie más?

– Con Franco Santore. En el bar. Vi que hablaban, pero yo ya me iba.

A pesar de que había reconocido el nombre, Brunetti preguntó:

– ¿Quién es ese signor Santore?

Dardi no pareció sorprendido por el alarde de ignorancia de Brunetti. Al fin y al cabo, ¿cómo iba un policía a reconocer el nombre de uno de los directores teatrales más famosos de Italia?

– Es el director -explicó Dardi, arrojando la toallita encima del tocador-. Él ha montado esta ópera. -El cantante tomó una corbata de seda que estaba al extremo derecho del tocador, la deslizó bajo el cuello de la camisa y empezó a hacer el nudo con esmero-. ¿Alguna otra cosa? -preguntó con voz neutra.

– No. Creo que eso es todo. Muchas gracias por su colaboración. Si tenemos que volver a hablar con usted, signor Dardi, ¿dónde podemos encontrarlo?

– En el Gritti. -El cantante lanzó a Brunetti una mirada de perplejidad, como si quisiera saber si en Venecia había otros hoteles, pero temiera preguntarlo.

Brunetti repitió las gracias y salió al pasillo seguido de Follin.

– Ahora, el tenor -dijo mirando el programa que tenía en la mano.

Follin asintió y lo llevó hasta una puerta del otro lado del pasillo.

Brunetti llamó con los nudillos, esperó y no oyó nada. Volvió a llamar y en el interior sonó un ruido que el comisario decidió tomar por una invitación a entrar. En el camerino encontró a un hombre bajo y delgado, completamente vestido y listo para salir a la calle, con el abrigo doblado sobre el brazo del sillón, y sentado en una actitud aprendida en la escuela de arte dramático para expresar «irritación e impaciencia».

– Ah, signor Echeveste -exclamó Brunetti efusivamente, tendiendo la mano de manera que el otro no tuviera que levantarse para estrechársela-. Es un gran honor saludarle personalmente. -Si Brunetti hubiera asistido a la misma escuela de arte dramático, ésta hubiera podido ser su demostración de «rendida admiración ante portentoso talento».

Al igual que el hielo del arroyo se funde a la llegada de la primavera, la cólera de Echeveste se deshizo al calor de la adulación de Brunetti. Con cierta dificultad, el joven tenor se levantó del sillón e hizo una pequeña reverencia.

– ¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó en italiano con leve acento extranjero.

Commissario Brunetti, señor. Represento a la policía en este luctuoso caso.

– Ah, sí -respondió el otro, como si hubiera oído hablar de la policía remotamente, pero hubiera olvidado lo que hacía-. Han venido ustedes por todo este… -se interrumpió e hizo un desmayado ademán, como si esperase que alguien le apuntase las palabras adecuadas. Y las palabras llegaron-:…este trágico suceso.

– En efecto. Trágico y lamentable -abundó Brunetti, sin apartar los ojos de los del tenor-. ¿Sería mucha molestia responder a unas preguntas?

– Por supuesto que no -respondió Echeveste, sentándose en su sillón, no sin antes levantar gracilmente el pantalón, para preservar la afilada raya-. Encantado. Su muerte es una gran pérdida para el mundo de la música.

Ante semejante tópico, Brunetti no pudo sino inclinar la cabeza reverentemente durante un momento antes de preguntar:

– ¿A qué hora ha llegado al teatro?

Echeveste pensó un momento antes de responder.

– Yo diría que sobre las siete y media. Me he retrasado. Me habían entretenido, ¿comprende? -dijo el tenor, insinuando con su tono la idea de que, muy a pesar suyo, había tenido que abandonar sábanas arrugadas y compañía femenina.

– ¿Por qué se ha retrasado? -preguntó Brunetti, consciente de que el otro no esperaba esta pregunta y curioso por ver en qué quedaba la insinuación.

– He ido a que me cortaran el pelo -respondió el tenor.

– ¿Podría darme el nombre de su peluquero? -preguntó Brunetti cortésmente.

El tenor dio el nombre de una barbería situada a pocas calles del teatro. Brunetti miró a Follin, que tomó nota. Al día siguiente lo comprobaría.

– ¿Y ha visto al maestro cuando ha llegado al teatro?

– No; no he visto a nadie.

Antes de que Brunetti pudiera expresar su extrañeza, Echeveste explicó:

– Es que no he entrado por la puerta de los actores, ¿sabe? He entrado por el foso de la orquesta.

– No sabía que se pudiera entrar por ahí -dijo Brunetti, recibiendo con interés la noticia de este acceso a los bastidores.

– Habitualmente, no se puede -dijo Echeveste mirándose las manos-. Pero un acomodador amigo me ha dejado entrar, para que no tuviera que pasar por la entrada de actores.

– ¿Podría explicarme por qué, signor Echeveste?

El tenor levantó una mano en ademán despectivo y la dejó flotar lánguidamente ante ellos, como esperando que borrara la pregunta o que la contestara. No hizo ni lo uno ni lo otro. Entonces puso la mano encima de la otra y dijo, simplemente:

– Porque tenía miedo.

– ¿Miedo?

– Del maestro. Ya había llegado tarde a dos ensayos, y él se puso furioso y me gritó. Podía ser muy desagradable cuando se enfadaba. No tenía ganas de aguantar otro rapapolvo. -Brunetti sospechaba que únicamente el respeto hacia los muertos había impedido que su interlocutor utilizara una palabra más fuerte que «desagradable».

– ¿Así que entró por ahí para no verlo?

– Sí.

– ¿Lo ha visto o ha hablado con él en algún momento? Aparte de mientras dirigía.

– No.

Brunetti se puso en pie y esbozó otra vez su teatral sonrisa.

– Muchas gracias por su tiempo, signor Echeveste.

– Ha sido un placer -respondió el tenor levantándose a su vez. Miró a Follin, luego a Brunetti y preguntó-: ¿Ya puedo marcharme?

– Por supuesto. Sólo dígame dónde se hospeda.

– En el Gritti -respondió él, con la misma extrañeza que Dardi. Era suficiente para hacerte dudar de que hubiera otro hotel en la ciudad.

Загрузка...