CAPÍTULO XXIV

Brunetti tuvo que esperar en el embarcadero casi media hora y, cuando llegó el 5, estaba helado hasta los huesos. El tiempo no había cambiado y durante la travesía de la laguna hasta San Zaccaria, viajó encogido en la apenas caldeada cabina, contemplando las ventanillas blancas y húmedas. Al llegar a la questura, subió a su despacho, sin contestar a los que le saludaban. Cuando llegó al despacho, cerró la puerta pero conservó el abrigo puesto, para entrar en calor. Las imágenes se agolpaban en su cerebro. Veía a la anciana gritar en el húmedo pasillo, hecha una furia; veía a las tres hermanas, colocadas en forma de V, en artificial pose, y veía a la niña amortajada con el vestido de la primera comunión. Y veía la trama, veía la coherencia.

Por fin se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de una silla. Fue al escritorio y empezó a revolver entre los desordenados papeles. Apartó carpetas, hurgando hasta encontrar el informe de la autopsia, con sus tapas verdes.

En la segunda página vio lo que sabía que encontraría: Rizzardi mencionaba unas pequeñas marcas en un brazo y una nalga que describía como «señales de pequeñas hemorragias subcutáneas de causa desconocida».

Ninguno de los dos médicos con los que había hablado dijo haber administrado inyecciones a Wellauer. Pero un hombre casado con una doctora en medicina no tenía que pedir hora para recibir una inyección. Y tampoco tendría que pedir hora para hacerse visitar por esa doctora.

Volvió al montón de papeles, sacó el informe de la policía alemana y estuvo leyendo hasta que encontró la confirmación de un dato que le bailaba por la cabeza. El primer marido de Elizabeth Wellauer, el padre de Alexandra, además de enseñar en la Universidad de Heidelberg, era director del departamento de Farmacología. Ella había pasado a verlo al venir a Venecia.

– ¿Sí? -dijo Elizabeth Wellauer al abrir la puerta.

– De nuevo le pido perdón por la molestia, signora, pero tenemos nueva información y me gustaría hacerle varias preguntas más.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella, sin hacer ademán de dejarle entrar.

– Los resultados de la autopsia de su marido -dijo él, seguro de que esto bastaría para franquearle la entrada. Con un movimiento brusco y desabrido, ella acabó de abrir la puerta y se hizo a un lado. En silencio, lo llevó hasta la habitación en la que habían mantenido las dos conversaciones anteriores y señaló la que el comisario empezaba a considerar su butaca. Él esperó mientras ella encendía un cigarrillo, un gesto ya tan habitual que casi ni se fijó.

– Cuando se hizo la autopsia -empezó él sin preámbulos-, el forense dijo haber encontrado en el cuerpo de su esposo pequeños hematomas causados por inyecciones. Así se menciona en el informe. -Hizo una pausa, para darle ocasión de ofrecer una explicación. En vista de que ésta no llegaba, prosiguió-: El doctor Rizzardi dijo que podían ser debidos a varias causas: analgésicos, vitaminas o antibióticos. Dijo también que, por la situación de las marcas, su esposo no pudo habérselas administrado por sí mismo. Era diestro, ¿verdad?

– Sí.

– Las señales del brazo también estaban en el lado derecho, por lo que él no pudo ponerse esas inyecciones. -Se permitió una mínima pausa-. Es decir, suponiendo que fueran inyecciones. -Otra pausa-. Signora, ¿puso usted esas inyecciones a su esposo? -No hubo respuesta-. ¿Ha comprendido mi pregunta? ¿Le puso usted esas inyecciones?

– Son vitaminas -respondió ella al fin.

– ¿Qué clase de vitaminas?

– B-doce.

– ¿Dónde las consiguió? ¿Se las facilitó su primer marido?

La pregunta la sorprendió visiblemente. Movió la cabeza a derecha e izquierda con vehemencia.

– No; él no tuvo nada que ver. Yo extendí la receta cuando aún estábamos en Berlín. Helmut se quejaba de cansancio y le propuse que tomara una tanda de inyecciones de vitamina B-doce. Ya las había tomado anteriormente y le habían ido bien.

– ¿Cuándo empezó a administrárselas?

– No lo recuerdo con exactitud. Hará unas seis semanas.

– ¿Notó mejora?

– ¿Cómo?

– Su esposo. ¿le fueron bien las inyecciones? ¿Tuvieron el efecto que usted deseaba?

Ella lo miró vivamente al oír la segunda pregunta, pero respondió con calma:

– No; no parecían hacerle ningún efecto, y decidí suspender su administración.

– ¿Eso lo decidió usted, signora, o su marido?

– ¿Qué importa? No le hacían efecto y dejó de tomarlas.

– Yo creo que importa, y mucho, de quién partiera la decisión. Y me parece que usted lo sabe.

– Lo decidió él.

– ¿Dónde le despacharon la receta? ¿Aquí, en Italia?

– No; no tengo licencia para ejercer aquí. Las compramos en Berlín, antes de venir.

– Ya. Entonces, en la farmacia estará registrada la venta.

– Sí, supongo; pero no recuerdo qué farmacia era.

– ¿Quiere decir que extendió usted la receta y eligió una farmacia al azar?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo ha vivido en Berlín?

– Diez años. ¿Qué importa eso?

– Importa, porque me parece extraño que una persona que ha vivido diez años en una ciudad no tenga una farmacia habitual. O que no la tuviera el maestro.

La respuesta tardó un segundo más de lo normal.

– La tenía. Los dos la teníamos. Pero aquel día no estaba en casa cuando extendí la receta y entré en la primera farmacia que encontré.

– De todos modos, recordará dónde era. No hace tanto tiempo.

Ella miró por la ventana para concentrarse, para tratar de recordar. Se volvió hacia él y le dijo:

– Lo siento, pero no lo recuerdo.

– No importa -dijo él con indiferencia-. La policía de Berlín la encontrará. -Ella le miró entonces con sorpresa, o con algo más-. Y estoy seguro de que podrán averiguar de qué era la receta, qué clase de… -se interrumpió sólo un segundo antes de decir la última palabra-…vitamina.

Aunque ella tenía en el cenicero el cigarrillo encendido, alargó la mano hacia el paquete, pero modificó el movimiento y se puso a empujarlo con el dedo, dándole cada vez un cuarto de vuelta exactamente.

– ¿Lo dejamos ya? -preguntó con voz neutra-. Nunca me han gustado los juegos, y tampoco usted es muy bueno.

A lo largo de los años, Brunetti había presenciado esto más veces de las que podía contar: cómo una persona llegaba a un punto del que ya no podía pasar, el punto en el que, mal que le pesara, tenía que decir la verdad. Lo mismo que una ciudad sitiada: primero caían las defensas exteriores, venía la primera retirada, la primera concesión al enemigo. La batalla podía ser corta o larga, según el defensor, podía atascarse en este o en aquel parapeto, podía haber o no haber contraataque. Pero el primer movimiento era siempre el mismo, el abandono de la mentira, casi con alivio, que acabaría llevando a la apertura de las puertas a la verdad.

– No era una vitamina. Usted ya lo sabe, ¿verdad?

Él asintió.

– ¿Sabe qué era?

– Exactamente, no. Pero me parece que era un antibiótico. No sé cuál, ni creo que importe eso.

– No; no importa. -Lo miró con una leve sonrisa que le hacía los ojos tristes-. Netilmicina. Me parece que aquí, en Italia, se vende con ese nombre. La receta fue despachada en la farmacia Ritter, a tres manzanas de la entrada del zoo. No tendrán ninguna dificultad para encontrarla.

– ¿Qué le dijo que era a su marido?

– Lo mismo que a usted. B-doce.

– ¿Cuántas inyecciones le puso?

– Seis, a intervalos de seis días.

– ¿Cuándo empezó él a notar los efectos?

– Al cabo de unas semanas. Ya no hablábamos mucho, pero él todavía me veía como a su médico, por eso primero me consultó sobre su cansancio y después sobre el oído.

– ¿Y usted qué le dijo?

– Que podía ser la edad o, quizá, un efecto transitorio de la vitamina. Eso fue una estupidez, porque en casa tengo libros de medicina y él podía comprobar si le había dicho la verdad.

– ¿Lo comprobó?

– No. Se fiaba de mí. Yo era su médico, ¿comprende?

– ¿Cómo se enteró? ¿O cómo empezó a sospechar?

– Fue a ver a Erich. Pero esto ya lo sabe usted, o no estaría aquí ahora, haciéndome estas preguntas. Después, cuando llegamos a Venecia, empezó a usar las gafas con audífono, de lo que deduje que habría ido a ver a otro médico. Cuando le propuse otra inyección, se negó. Entonces ya lo sabía, pero no sé cómo se enteró. ¿Por el otro médico?

Él movió la cabeza afirmativamente.

Ella volvió a sonreír con tristeza.

– ¿Y qué ocurrió entonces, signora?

– Llegamos aquí en pleno tratamiento. La última inyección se la puse en esta misma habitación. Quizá entonces ya lo sabía y se negaba a aceptarlo. -Cerró los ojos y se frotó los párpados con las manos-. Es difícil precisar cuándo lo descubrió todo.

– ¿Cuándo se dio usted cuenta de que lo sabía?

– Debe de hacer unas dos semanas. Me sorprende que tardara tanto, pero es que nos queríamos mucho. -Le miró a la cara al decirlo-. El sabía lo mucho que yo le quería, y no podía creer que le hiciera esto. -Sonrió con amargura-. A veces, cuando ya había empezado, tampoco yo podía creerlo, al recordar lo mucho que le había querido.

– ¿Cuándo supo usted que había descubierto de qué eran las inyecciones?

– Una noche, yo estaba aquí, leyendo. No le había acompañado al ensayo, como acostumbraba. Era penoso oír aquella música discordante, aquellas entradas a destiempo, y saber que yo era la causante, tan cierto como si le hubiera quitado la batuta de la mano y la hubiera sacudido en el aire a mi capricho. -Calló, como si escuchara las disonancias de aquellos ensayos.

»Yo estaba aquí, leyendo, o tratando de leer, cuando oí… -Levantó la mirada al pronunciar esta palabra y dijo, como la actriz que recita un aparte en el escenario-: Dios, y qué difícil es evitar esta palabra -y volvió a meterse en su papel-. Era temprano, había vuelto temprano del teatro. Le oí venir por el pasillo y abrir esa puerta. Todavía tenía puesto el abrigo y llevaba la partitura de La Traviata. Era una de sus óperas favoritas. Le encantaba dirigirla. Entró y se quedó ahí de pie, sí, ahí -señalaba un lugar en el que ya no había nadie-. Me miró y me preguntó: «Has sido tú, ¿verdad?» -Ella miraba la puerta, esperando volver a oír las palabras.

– ¿Y usted le contestó?

– Era lo menos que le debía, ¿no le parece? -preguntó con voz serena y razonable-. Le dije que sí, que se lo había hecho yo.

– ¿Y él qué dijo?

– Nada. Se fue. No de la casa, sólo de la habitación. A partir de entonces nos las arreglamos para no volver a vernos hasta el día de la prima.

– ¿No la amenazó? ¿No dijo que la denunciaría a la policía? ¿Que se lo haría pagar?

Ella parecía realmente sorprendida por la pregunta.

– ¿De qué hubiera servido? Si ha hablado con el médico, debe de saber que el daño es permanente. Ni la policía ni nadie podían devolverle el oído. En cuanto a hacérmelo pagar… -Se interrumpió para encender otro cigarrillo-. Eso sólo podía conseguirlo haciendo lo que hizo.

– ¿Y qué hizo? -preguntó Brunetti.

Ella le reprendió entonces abiertamente:

– Si sabe usted tanto como parece, también sabrá esto.

El comisario sostuvo la mirada de la mujer, con gesto inexpresivo.

– Tengo todavía dos preguntas para usted, signora. La primera es una pregunta sincera, que hago por ignorancia. La segunda es más simple, y ya creo saber la respuesta.

– Entonces empiece por la segunda.

– Se refiere a su marido. ¿Por qué iba a querer hacérselo pagar de esa manera?

– ¿Quiere decir haciendo que pareciera que lo había matado yo?

– Sí.

Él observaba sus esfuerzos por explicarse, veía cómo las palabras empezaban a formarse, para desvanecerse enseguida, olvidadas. Por fin, dijo en voz baja:

– Él se consideraba por encima de la ley, la ley que todos los demás debíamos acatar. Supongo que creía que su genio le daba este derecho. Y Dios sabe que todos le animábamos a creerlo así. Hicimos de él un dios de la música al que adorábamos de rodillas. -Se interrumpió y le miró-. Perdone, no estoy contestando su pregunta. Usted quiere saber si él era capaz de hacer que pareciera que yo era la responsable. Pero, ya ve -dijo levantando las manos hacia él, como si tratara de extraerle comprensión-, yo era realmente responsable. Él tenía derecho a hacerme eso. Hubiera sido menos horrible si yo le hubiese matado con mis propias manos; eso hubiera dejado la leyenda intacta. -Dejó de hablar, pero Brunetti no dijo nada.

»Estoy tratando de decirle cómo lo veía él. Yo lo conocía bien, sabía lo que sentía, lo que pensaba. -Hizo otra pausa y prosiguió con el intento de hacerle comprender-. Cuando murió, me di cuenta de cuál había sido su intención al pedirme que subiera al camerino; pero, aunque parezca extraño, entonces me pareció, y sigue pareciéndomelo ahora, que tenía derecho a hacerlo, a castigarme. En cierto modo, él era su música. Y yo, en lugar de matarlo a él, había matado su música. Había matado su genio. Lo comprendí durante los ensayos, cuando le veía mirar por encima de esas gafas, tratando de oír por el inútil audífono lo que estaba haciendo con la música. Y no lo oía. No lo oía. -Sacudió la cabeza ante algo que no comprendía-. Pero no hacía falta que me castigara él, señor Brunetti. Ya he sido castigada. He vivido en el infierno.

Juntó las manos en el regazo y prosiguió:

– La noche del estreno me dijo lo que iba a hacer. -Al ver la sorpresa de Brunetti, explicó-: No me lo dijo con palabras. Quiero decir que fue entonces cuando lo comprendí.

– ¿Fue cuando subió usted a los bastidores? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– ¿Qué ocurrió?

– Al principio, cuando me vio en la puerta, no dijo nada. Sólo me miró. Pero entonces debió de ver a alguien en el pasillo detrás de mí y pensó que venían al camerino. -Inclinó la cabeza con gesto de cansancio-. No sé. Sólo dijo algo que parecía tener ensayado, lo que dice Tosca al ver el cadáver de Cavaradossi: «Finire cosí, finire cosí.» Entonces no comprendí qué quería decir con lo de «acabar así, acabar así», pero hubiera debido comprenderlo. Lo dice antes de matarse, pero no lo recordé. No en aquel momento. -Brunetti, sorprendido, vio que una sonrisa amplia, casi divertida, fulguraba un momento en su cara-. Muy propio de él ponerse dramático en el último minuto. O, mejor, melodramático. Y me sorprende que tomara sus últimas palabras de una ópera de Puccini. -Le miró muy seria-. Espero que esto no le parezca una incongruencia, pero yo hubiera creído que querría ser recordado citando una ópera de Mozart. O de Wagner. -El comisario, al observar que ella trataba de dominar un histerismo creciente, se levantó, fue a una vitrina situada entre las dos ventanas y le sirvió una copita de brandy. Se quedó un momento mirando el campanario de San Marco, luego volvió junto a la mujer y le dio la copa.

Ella, sin saber qué era, bebió un sorbo. El comisario volvió a la ventana y siguió contemplando el campanario. Cuando se hubo cerciorado de que el campanario seguía en su sitio, volvió a sentarse frente a ella.

– ¿Me dirá por qué lo hizo, signora?

Ella lo miró con auténtica sorpresa.

– Si ha sido capaz de averiguar cómo lo hice también sabrá por qué.

Él movió la cabeza negativamente.

– No diré lo que pienso porque, si estoy equivocado, sería un ultraje para su memoria. -Antes de acabar de decirlo ya se había dado cuenta de que también sonaba a ópera de Puccini.

– Eso significa que ha comprendido, ¿verdad? -dijo ella inclinándose hacia adelante para dejar la copa, todavía llena, al lado del paquete de cigarrillos.

– ¿Su hija, signora?

Ella se mordió el labio superior y asintió casi imperceptiblemente. Cuando se soltó el labio, él vio las marcas blancas que habían dejado los dientes. La mujer alargó la mano hacia los cigarrillos, la retiró, se la oprimió con la otra y dijo en una voz tan tenue que él tuvo que inclinarse para oírla:

– Yo no tenía ni idea. -Sacudió la cabeza con repugnancia-. Alex no tiene afición por la música. Ni sabía quién era él cuando empezamos a salir. Cuando le dije que quería casarme pareció interesarse. Luego, cuando supo que tenía una granja y caballos, se interesó más todavía. Los caballos han sido siempre lo único que le ha gustado, como la heroína de un cuento inglés. Los caballos y los libros sobre caballos.

»Ella tenía once años cuando nos casamos. Se llevaban bien. Al principio, cuando supo quién era él, supongo que se lo dirían sus compañeras de clase, parecía intimidada, pero luego se le pasó. A Helmut le gustaban los niños. -Hizo una mueca ante la grotesca ironía de la frase.

»Y entonces. Y entonces. Y entonces -repitió, como si se hubiera atascado en los surcos del recuerdo-. Este verano tuve que ir a Budapest. A ver a mi madre, que está enferma. Helmut dijo que podía irme tranquila. Tomé un taxi y me fui al aeropuerto. Pero estaba cerrado. No recuerdo por qué. Una huelga. O problemas con los oficiales de la aduana. La causa no importa, ¿verdad?

– No, signora.

– Después de hacernos esperar más de una hora, nos dijeron que se habían suspendido todos los vuelos hasta la mañana siguiente. Tomé otro taxi y volví a casa. No era tarde, aún no eran las doce, por lo que no me pareció necesario avisar por teléfono de que volvía. Cuando entré, las luces estaban apagadas. Subí a las habitaciones. Alex siempre ha tenido el sueño inquieto, por lo que fui a su cuarto, a ver cómo estaba. A ver cómo estaba. -Le miró inexpresivamente.

»Cuando llegué a lo alto de la escalera, la oí. Creí que tenía una pesadilla. No era un grito, sólo un ruido. Como de un animal. Un ruido. Nada más. Entré en su cuarto. Él estaba allí. Estaba con ella.

»Ahora viene lo más extraño -dijo con calma, como si mostrara un puzzle al comisario, para saber qué le parecía-. No recuerdo lo que ocurrió entonces. No. Sé que él se fue, pero no recuerdo qué le dije ni qué me dijo él. Aquella noche dormí con Alex.

»Después, días después, él me dijo que Alex había tenido una pesadilla. -Ella rió con asco e incredulidad-. Es lo único que dijo. No hablamos de ello. Envié a Alex a casa de sus abuelos y a un colegio de allí. Y no volvimos a hablar de ello. Oh, qué modernos, qué civilizados. Dejamos de dormir juntos, desde luego, y de estar juntos. Y Alex se marchó.

– ¿Sus abuelos saben lo ocurrido?

Una rápida negativa.

– No. Les dije lo mismo que a todo el mundo, que no quería que perdiera clases cuando viniéramos a Venecia.

– ¿Cuándo lo decidió? ¿Hacer lo que hizo?

Ella se encogió de hombros.

– No lo sé. Sencillamente, un día la idea estaba ahí. Lo único que a él le importaba realmente, lo único que amaba realmente era la música, y decidí quitárselo. Entonces me pareció justo.

– ¿Ya no se lo parece?

Ella reflexionó un rato antes de contestar.

– Sí. Todavía me lo parece. Pero eso ya no tiene objeto. Para él nada de aquello tenía objeto. Ni objeto, ni mensaje, ni lección. No era más que maldad humana, con los estragos que causa.

La mujer preguntó entonces con súbito cansancio en la voz.

– ¿Y ahora, qué?

– No lo sé -respondió él con sinceridad-. ¿Tiene idea de dónde consiguió su marido el cianuro?

Ella se encogió de hombros, como si la pregunta le pareciera incongruente.

– Pudo ser en cualquier sitio. Tenía un amigo químico, o quizá se lo diera alguno de sus camaradas de los viejos tiempos. -Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó-: La guerra. Entonces hizo amigos poderosos, y muchos son ahora hombres importantes.

– Entonces ¿son verdad los rumores?

– No lo sé. Antes de casarnos, me dijo que todo era mentira y le creí. Ahora ya no lo creo. -Lo dijo con amargura y, haciendo un esfuerzo, insistió en su primera explicación-: No sé dónde lo consiguió, pero estoy segura de que no supuso ninguna dificultad para él. -Reapareció la sonrisa triste-. Yo también pude tener acceso al veneno, desde luego. Él lo sabía.

– ¿Acceso? ¿Cómo?

– No vinimos juntos. Ya no deseábamos viajar juntos. Yo pasé dos días en Heidelberg, para visitar a mi primer marido. -El que enseñaba farmacología, recordó Brunetti.

– ¿Sabía el maestro que estaba usted allí?

Ella asintió.

– Mi primer marido y yo somos amigos y compartimos la propiedad de algunos bienes.

– ¿Le dijo lo ocurrido?

– Ni pensarlo -dijo ella, levantando la voz por primera vez.

– ¿Dónde se vieron?

– En la universidad. En su laboratorio. Está trabajando en una sustancia nueva para paliar los efectos del Parkinson. Me enseñó el laboratorio y almorzamos juntos.

– ¿Lo sabía el maestro?

Ella se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá se lo dije. Es probable. Se había hecho muy difícil encontrar tema de conversación. Éste era inofensivo y seguramente nos alegramos de poder aprovecharlo.

– ¿Usted y el maestro hablaron alguna vez de lo ocurrido?

Ella no pudo fingir que ignoraba a qué se refería; lo sabía.

– No.

– ¿Hablaron del futuro? ¿De lo que iban a hacer?

– Directamente, no.

– ¿Qué significa eso?

– Un día que yo entraba en el momento en que él salía hacia el ensayo, me dijo: «Espera hasta después de La Traviata.» Pensé que se refería a que entonces podríamos decidir qué hacíamos. Pero yo ya pensaba dejarle. Había escrito a dos hospitales, uno de Budapest y otro de Augsburgo y había pedido a mi primer marido que me ayudara a encontrar plaza en algún hospital.

Brunetti comprendió entonces que esto la comprometía. Demostraría que hacía planes para un futuro independiente antes de que él muriera. Ahora era viuda e inmensamente rica. Y, aunque se hiciera pública la información sobre la hija, había pruebas de que, camino de Venecia, había ido a ver al padre de la niña, que seguramente tenía acceso al veneno que había matado al maestro.

Ningún juez italiano condenaría a una mujer por lo que ella había hecho, si explicaba lo de la niña. Con las pruebas recogidas por Brunetti -el testimonio de la signora Santina sobre su hermana, las entrevistas con los médicos, incluso el suicidio de la segunda esposa cuando su hija tenía doce años- no había en Italia tribunal que la declarara culpable de asesinato. Pero todo ello dependería de la declaración de Alex, la niña espigada, enamorada de los caballos.

¿Y sin el testimonio de la niña? Se hablaría de la manifiesta frialdad entre el matrimonio, el acceso de la mujer al veneno, su insólita presencia en el camerino aquella noche. Todo ello la incriminaría. Si sólo se la acusaba de haberle puesto inyecciones con el propósito de destruirle el oído, no sería acusada de asesinato, pero, para que se aceptara este supuesto, habría que mencionar a la hija. Y Brunetti comprendía que esto era imposible.

– Antes de que ocurriera eso -empezó él, sin especificar, dejando que ella adivinara lo que quería decir con «eso»-, ¿su marido habló en algún momento de su edad? ¿Temía la decadencia física?

Ella reflexionó, visiblemente desconcertada por la pregunta.

– Sí; habíamos hablado de eso. No a menudo, una o dos veces. Una noche, cuando todos habíamos bebido más de la cuenta, nos pusimos a hablar de eso. Estábamos con Erich y Hedwig.

– ¿Qué dijo él?

– Fue Erich quien sacó el tema, si mal no recuerdo. Dijo que, si un día quedaba incapacitado para trabajar, no ya para operar sino incluso para seguir siendo él mismo, y no podía ejercer… como era médico, sabía lo que tenía que hacer para ahorrarse sufrimientos.

»Era muy tarde y todos estábamos cansados. Quizá eso hizo que la conversación fuera más seria de lo normal. Entonces Helmut dijo que le comprendía perfectamente y que él haría lo mismo.

– ¿Recordará esta conversación el doctor Steinbrunner?

– Creo que sí. Fue este mismo verano. La noche de nuestro aniversario.

– ¿Su marido nunca dijo nada más concreto que eso? -Antes de que ella pudiera responder, puntualizó-: Estando presentes otras personas.

– ¿Delante de testigos, quiere decir?

Él asintió.

– No que yo recuerde. Pero aquella noche la conversación era muy seria y todos comprendimos lo que había querido decir.

– ¿Lo recordarán sus amigos?

– Creo que sí. Aunque me parece que no me consideraban la esposa idónea para Helmut. -Al decir esto, levantó bruscamente la mirada hacia él con los ojos agrandados por el horror-. ¿Cree que ellos lo sabían?

Brunetti movió la cabeza negativamente, deseoso de convencerla de que no, no lo sabían, no podían saber eso de él y callárselo. Pero no podía estar seguro y, eludiendo el tema, preguntó:

– ¿Recuerda alguna otra ocasión en la que su marido aludiera a esta cuestión?

– Están las cartas que me escribió antes de que nos casáramos.

– ¿Qué decía?

– Bromeando para restar importancia a la diferencia de edad, dijo que yo nunca tendría que cargar con un marido decrépito e inútil, que ya se encargaría él de evitarlo.

– ¿Guarda esas cartas?

Ella inclinó la cabeza y dijo en voz baja:

– Sí; guardo todas sus cartas y todo lo que me dio.

– Todavía no comprendo cómo pudo usted hacer eso -dijo él, no horrorizado ni escandalizado sino sólo perplejo.

– Yo tampoco lo comprendo. He pensado tanto en ello que probablemente he inventado nuevas razones y justificaciones. ¿Para castigarle? O quizá para hacer de él un inválido que dependiera de mí por completo. O quizá sabía que eso le induciría a hacer lo que hizo. No lo sé y no creo que llegue a saberlo. -Cuando él pensaba que había terminado de hablar, ella agregó con voz glacial-: Pero me alegro de haberlo hecho, y volvería a hacerlo.

Entonces él desvió la mirada. Como no era abogado, Brunetti no tenía idea de la índole del delito. ¿Agresión? ¿Robo? ¿Está penado el robo del oído? ¿Y es más grave el delito si para la víctima el sentido del oído es más importante que para otras personas?

– ¿Cree que la hizo subir al camerino para que pareciera que lo había matado usted?

– No lo sé. Es posible. Él creía en la justicia. Pero hubiera podido comprometerme mucho más. Desde aquella noche, no hago más que darle vueltas. Quizá prefirió esta ambigüedad para que yo no pudiera estar segura de lo que pretendía. O también porque de este modo él no sería responsable de lo que pudiera ocurrirme. -Sonrió ligeramente-. Era un hombre muy complejo.

Brunetti se inclinó hacia adelante y le puso la mano en el brazo:

Signora, escuche atentamente todo lo que se ha dicho durante esta entrevista -dijo, tomando una decisión, pensando en Chiara-: Usted me ha dicho que su esposo le había manifestado el temor que le causaba su creciente sordera.

Sorprendida, ella fue a protestar:

– Pero…

El la atajó antes de que pudiera decir más:

– Le habló de su miedo a la sordera. Le contó que había consultado a su amigo Erich en Alemania y a otro médico en Padua, y que ambos le habían dicho que se quedaría sordo. Que ello explica su cambio de actitud, su evidente depresión. Y usted me ha dicho que temía que se hubiera quitado la vida al comprender que su carrera había terminado, que no podría volver a dirigir una orquesta. -Su voz denotaba el cansancio que sentía.

Cuando ella fue a protestar, él dijo tan sólo:

– La única persona que tendría que sufrir si se dijera la verdad sería la única inocente.

Este razonamiento la redujo al silencio.

– ¿Qué debo hacer?

Él no sabía cómo aconsejarla, porque nunca había ayudado a un criminal a inventar una coartada ni a ocultar pruebas de un delito.

– Lo importante es lo que me dijo usted acerca de su sordera. A partir de ahí, las cosas vendrán rodadas. -Ella le miraba atónita y él le habló como a una niña torpe que se negara a entender una lección-: Usted me contó esto la segunda vez que hablamos, la mañana en que vine a visitarla. Me dijo que su marido tenía graves trastornos en el oído y que había consultado a su amigo Erich. -Ella fue a protestar otra vez, y él la hubiera sacudido de buena gana, por obtusa-. También le dijo que había ido a consultar a otro médico. Todo esto estará en el informe de nuestra entrevista.

– ¿Por qué hace usted esto? -preguntó ella al fin.

Él desestimó la pregunta con un ademán.

– ¿Por qué hace usted esto? -repitió.

– Porque usted no lo mató.

– ¿Y lo que le hice?

– No se la puede castigar por ello sin castigar todavía más a su hija.

Ella hizo una mueca de dolor ante esta verdad.

– ¿Qué más tengo que hacer? -preguntó, ya obediente.

– Aún no estoy seguro. Sólo recuerde que hablamos de esto la primera mañana que vine a verla.

Ella fue a decir algo y se contuvo.

– ¿Qué?

– Nada, nada.

Él se levantó bruscamente. Estaba incómodo, aquí sentado, maquinando.

– Eso es todo entonces. Supongo que tendrá que declarar en la investigación.

– ¿Estará usted?

– Sí. Para entonces ya habré presentado mi informe y dado mi opinión.

– ¿Y cuál será su opinión?

– Será la verdad, signora.

– Yo ya no sé cuál es la verdad -dijo ella. Ahora su voz era firme.

– Diré al procuratore que de mi investigación se desprende que su marido se suicidó al descubrir que iba a quedarse sordo. Y así fue.

– Así fue -repitió ella como un eco.

La dejó sentada en la habitación en la que había puesto a su marido la última inyección.

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