Su Amo y Señor – Andrew Klavan

Era obvio que ella lo había matado, pero solamente yo sabía por qué. Había sido amigo de Jim y él me lo había contado todo. Era una historia espeluznante, a su manera. Por lo menos a mí me pareció espeluznante. Más de una vez, mientras me la confiaba, yo sentía que el sudor se acumulaba en mi cuello, sobre el pecho. Se me ponía la piel de gallina y sentía lo que en una época más decorosa hubiéramos llamado “cierta agitación en la entrepierna”. En nuestros días, por cierto, se supone que podemos hablar con franqueza de esas cosas; en realidad, de cualquier cosa. Hay tantos libros y películas y programas de televisión que se jactan de destruir “el último tabú” que no llegaría a pensar que estamos en peligro de quedarnos sin ninguno.

Bien, ya veremos. Ya veremos.


Jim y Susan se conocieron en el trabajo y empezaron una relación después de una fiesta de la oficina, un principio bien habitual. Jim era vicepresidente a cargo del rubro entretenimiento de una de las cadenas radiales más grandes.

“No sé muy bien cuál es mi trabajo -solía decir-, pero de algún modo debo estar haciéndolo”. Susan era subgerente de personal, lo que significaba que era una secretaria a cargo de la programación.

Jim era un alto y elegante graduado de Harvard, de treinta y cinco años. En el trabajo tenía un estilo lento, pensativo, una manera de transmitirle al otro que consideraba cada palabra que decía. Y una manera de mirarlo fijamente a los ojos cuando hablaba, como si cada una de sus neuronas estuviera ocupada en el tedioso asunto que el otro le estuviera planteando. Al cabo de unas horas, por fortuna, se volvía más satírico, casi sardónico. Para ser franco, creo que para él la mayoría de la gente era casi idiota. Algo que, en mi opinión, lo convertía en un disparatado optimista.

Susan era aguda, morena, enérgica, de poco más de veinte años. Un poquito delgada y narigona para mi gusto, pero suficientemente bonita con ese cabello largo, lacio y negro, muy negro. Además poseía una buena figura, pequeña y compacta, graciosamente redondeada en el pecho y la cadera. Tenía un estilo agresivo, divertido, desafiante: ¿vas a aceptarme como soy, compañero, o qué? Actitud que, según creo, disfrazaba un sentimiento defensivo debido a que era de Queens, a su educación y tal vez incluso a su inteligencia. En cualquier caso, podía infundir energía en la vida de uno al aparecer con una falda corta, o al quitarse el cabello de la cara con una larga uña. Era un Buen Polvo contra el bebedero, según el consenso masculino generalizado. En esos debates sociológicos en los que los caballeros suelen discutir la mejor manera de acoplarse con sus colegas y conocidas, Susan usualmente resultaba la chica que a todos les gustaría penetrar contra el bebedero, de pie, mientras el equipo de limpieza nocturno pasaba la aspiradora por el vestíbulo.

Entonces, en una fiesta del mes de febrero en la que celebrábamos el lanzamiento y seguro fracaso de algún nuevo plan por completo imbécil de la gerencia, observamos con alborozo y envidia que Jim y Susan estaban juntos, hablaban entre ellos y finalmente se marchaban juntos. Y eventualmente dormían juntos. No pudimos ver esa parte, pero a mí me la relataron con detalles más tarde.


Soy editor de noticias, treinta y ocho años, divorciado una vez, hace siete años, dos meses y dieciséis días. Pero todos hemos dado más de una vuelta a la manzana en esta época. Posiblemente tendrían que ensanchar las aceras de la manzana para facilitar el tránsito. Así que al principio, lo que Jim me contaba solo provocó en mis ojos un leve brillo de lujuria, por no hablar de la delgada línea de saliva que manaba inadvertidamente de mis comisuras.

A ella le gustaba la cosa violenta. Ese era el tema. Ahora se puede contar. A nuestra Susan le gustaba un buen chirlo ocasional en las ancas. Jim, amado de Dios, parecía al principio un poco desconcertado con el asunto. Había dado también más de una vuelta a la manzana, por supuesto, pero una manzana de un barrio más tranquilo. Y supongo que nunca había ido a esa dirección en particular.

En apariencia, cuando ambos fueron al departamento de Jim, Susan le había puesto en las manos el lazo de su propia bata de felpa y le había dicho: “Átame”. Jim consiguió cumplir esas simples instrucciones y también las que siguieron, que le ordenaban aferrar el cabello negro muy negro de Susan en su mano y obligarla a poner su boca sobre lo que cortésmente supondré que era su palpitante tumescencia. La parte de los golpes vino más tarde, después de que él la hubiera arrojado boca abajo sobre la cama y la embestía desde atrás. Los golpes también fueron por específico pedido de ella.

– Fue algo más bien pervertido -me dijo Jim.

– Eh, te compadezco -le dije-. ¿En qué te convierte esto, sino apenas en el segundo o tercer hombre más afortunado en la faz de la tierra?

Bien, era excitante, Jim lo admitía. Y no era que jamás hubiera hecho algo así antes. Era tan solo que, en su experiencia, uno tenía que llegar a conocer un poco a una chica antes de empezar a cascarla. Era algo íntimo, en el terreno de las fantasías privadas, no la clase de cosa que uno hace en una primera cita.

Además, a Jim de veras le gustaba Susan. Le gustaba su estilo dura en el trabajo y sus bromas resentidas y toda la vulnerabilidad que eso ocultaba. Deseaba llegar a conocerla, estar con ella un tiempo, tal vez un largo tiempo. ¿Y si empezaban de ese modo, se preguntaba, adonde llegarían?

Pero resultó que toda la incomodidad era del lado de Jim. Susan parecía perfectamente a gusto cuando se despertó en sus brazos a la mañana siguiente. “Fue una hermosa última noche”, le susurró, estirándose para besarle los pelos de la barba. Y lo tomó de la mano mientras llamaban un taxi para que la llevara hasta su casa a cambiarse de ropa. Y lo volvió loco y lo hechizó con el protocolo que cumplió al pie de la letra en la oficina, sin ofrecerle al mundo un solo indicio del cambio de estado de cosas entre ellos cuando se cruzaron en el vestíbulo, saludándose con una inclinación de cabeza, mientras ella murmuraba: “Dios, somos tan profesionales”.

Y habían comido juntos en el Moroccan de Columbus y ella no dejó de hablar, comiquísima, sobre los gerentes de su departamento. Y Jim, que usualmente expresaba su diversión achicando los ojos y esbozando una estrecha sonrisa, se echó atrás en su silla y se rió mostrando los dientes, y tuvo que enjugarse las lágrimas de las patas de gallo con cuatro dedos de una mano.

Esa noche, ella quiso que la azotara con su cinturón de cuero. Jim puso reparos.

– ¿Nunca llegaremos a hacerlo, bien, simplemente, de la manera usual? -preguntó.

Ella se apoyó contra él, muy cerca, provocativa y seductora.

– Hazlo. Quiero que lo hagas.

– Me preocupa un poco el ruido. Por los vecinos y esas cosas.

Bien, eso era algo atendible. Susan fue a la cocina y volvió con una cuchara de madera. Aparentemente, no restalla como el cinturón. Jim, siempre un caballero, procedió a atarla a los postes de la cama.

– Esa mujer me está matando. Estoy exhausto -me dijo un par de semanas más tarde.

Me puse una mano bajo la camisa y la moví hacia adelante y hacia atrás para que se diera cuenta de que mi corazón latía por él.

– Lo digo en serio -agregó-. Quiero decir, me gustan estas cosas de tanto en tanto. Es excitante, es divertido. Pero, Dios, me gustaría verle la cara alguna vez.

– Se calmará. Recién empiezan -le dije-. Entonces ella pide estas cosas. Más tarde, podrás instruirla gentilmente en los placeres de la posición del misionero.

Sostuvimos esa conversación en una mesa de McCord's, el último bar irlandés que no está arruinado del aburguesado West Side. Los equipos de noticias tienden a derivar hasta allí a la noche, así que hablábamos en voz baja. Jim se inclinó para que estuviéramos aún más cerca. Nuestras frentes prácticamente se tocaban y miró hacia ambos lados antes de seguir hablando.

– La cosa es -dijo- que creo que lo hace en serio.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que estoy a favor de las fantasías en la cama y todo eso. Pero creo que lo hace en serio.

– ¿Qué quieres decir? -repetí, más roncamente y con un poco de sudor juntándose detrás de mi oreja.

Resultaba que la relación ya había progresado hasta el punto en que se empezaban a repartir las tareas domésticas. Susan había repartido las funciones y le tocaba a ella limpiar el departamento de Jim, prepararle la cena y lavar los platos. Desnuda. La tarea de Jim era obligarla a hacer esas cosas y azotarla, darle una zurra o violarla si ella manifestaba reticencia o cometía, o pretendía cometer, alguna clase de error.

Ahora bien, siempre hay un elemento de jactancia en los hombres que se quejan de su vida sexual, pero Jim parecía verdaderamente perturbado por lo que ocurría.

– No digo que no me excite. Lo admito, es excitante. Pero ya se está convirtiendo en… algo feo. ¿No es así? -dijo.

Me sequé la boca y me recosté en la silla. Cuando finalmente pude dejar de jadear y empezar a mover la boca, le dije:

– No sé. Cada uno con su gusto. Quiero decir, mira, si no te gusta, eyéctate. ¿Entiendes? Si para ti no funciona, oprime el botón.

Obviamente, esa idea ya se le había ocurrido. Asintió con lentitud, como si lo estuviera considerando.

Pero no se eyectó. De hecho, más o menos al cabo de una semana, a pesar de todas las intenciones y propósitos, Susan estaba viviendo con él.


A partir de ese momento, mi información se vuelve menos detallada. Obviamente, un tipo que vive con alguien no habla demasiado de su vida sexual. Todo el mundo en la cadena sabía que la relación existía y se había concretado, pero Susan y Jim siguieron siendo distantes y absolutamente profesionales en el trabajo. Caminaban hasta la puerta con las manos entrelazadas. Se besaban una vez antes de entrar al edificio. Y después, era la rutina de siempre. Nada de conversaciones en voz baja en el corredor, ni puertas de los despachos cerradas. Las pocas veces que íbamos a beber juntos después del trabajo, ellos ni siquiera se sentaban uno al lado del otro. A través de la ventana del bar, cuando ellos se iban, veíamos que Jim la llevaba abrazada. Eso era todo.

La última vez que Jim y yo hablamos sobre el tema antes de su muerte fue otra vez en McCord's. Fui allí una noche y ahí estaba él, sentado solo en una mesa del rincón. Supe, por la manera en que estaba sentado -muy tieso, con los ojos semiabiertos, fijos, vidriosos-, que estaba tan borracho como Dios el domingo. Me senté frente a él y me hizo un descuidado gesto con la mano y dijo:

– Los tragos corren por mi cuenta.

Ordené un scotch.

Si hubiera sido inteligente, me hubiera limitado a hablar de deporte. Los Knicks estaban por el piso; los Yanks, después del campeonato, se esforzaban por mantenerse a la altura de Baltimore al inicio de la nueva temporada. Podría haber hablado de todo eso. Debería haberlo hecho. Pero estaba curioso. Si es que curioso es la palabra que busco. Tal vez “lascivo” sea el mot juste.

Y dije:

– ¿Y cómo andan las cosas con Susan?

Y él respondió, como lo hace todo el mundo cuando tiene una relación seria con alguien:

– Muy bien. Las cosas con Susan andan muy bien. -Aunque luego agregó:- Soy su Amo y Señor. -Sentado muy tieso. Oscilando apenas como un farol en la tormenta.

Susan había puesto las rutinas por escrito, pero él ya se las sabía de memoria y las cumplía sin que se las recordaran. Eso resultaba aparentemente más eficaz porque le permitía a ella suplicarle que no lo hiciera. El la ataba y ella le rogaba y él la golpeaba en medio de sus súplicas. La sodomizaba y le tiraba del pelo, obligándola a girar la cabeza y mirarlo mientras él lo hacía. “¿Quién es tu Amo y Señor?”, le decía. Y ella le respondía: “Tú eres mi Amo y Señor. Tú”. Más tarde ella hacía las tareas domésticas, desnuda o con ese conjunto de encaje con portaligas que se había comprado. Solía hacer algo con torpeza, derramar algo, y él la golpeaba, y eso lo ponía en condiciones de volver a poseerla.

Después de que me contó aquello, sus párpados se cerraron, sus labios se entreabrieron. Dio la impresión de haberse dormido durante algunos minutos, luego se despertó con un pequeño sobresalto. Pero siempre erguido y rígido, siempre derecho. Incluso cuando se incorporó para irse, su postura era erguida, perfecta. Puso rumbo hacia la puerta como si fuera uno de esos viejos profesores de etiqueta y comportamiento social. Era en realidad un raro tipo de borracho, aún más majestuoso y digno que cuando estaba sobrio, una suerte de versión exagerada y cómica de su carácter reservado y circunspecto. Lo vi marcharse esbozando una ligera sonrisa. Lo echo de menos.


Susan lo apuñaló con un cuchillo de cocina, uno de esos bien grandes. Solo una única estocada convulsiva pero eficaz, que le cercenó la vena cava. Él se desangró sobre el piso de la cocina, mirando el techo mientras ella gritaba en el teléfono, clamando por una ambulancia.

Como Jim era bastante importante, la noticia llegó a los titulares de noticias. Después las feministas se apropiaron de la historia, las chicas verdaderamente combativas que consideran que matar al novio es una forma de autoexpresión. Querían que el caso no fuera a juicio directamente. Y mucha gente coincidió en ese momento en que tenían razón. Se descubrió que Susan tenía magullones en todo el torso, y sangraba de diversos orificios. Y estaba perfectamente claro que Jim había estado blandiendo un instrumento sexual de tienda erótica en el momento en que ella buscó el cuchillo. Según el dictamen político del momento, era un caso obvio de maltrato y abuso prolongado y de defensa propia que había demorado mucho tiempo en producirse.

Pero la policía, por algún motivo, no quedó convencida. En general, los polis pasan suficiente tiempo en las profundidades de la depravación humana como para tener allí abajo una muda extra para cambiarse la ropa sucia. Saben que incluso los axiomas políticos más obvios a veces no se cumplen cuando uno se encuentra frente a un romance verdadero. De modo que la oficina del fiscal de distrito de Manhattan estaba atrapada entre la espada y la pared. Susan se había conseguido con rapidez un buen abogado y no le había dicho nada a nadie. La policía sospechaba que encontraría pruebas de una vida sexual voluntariamente perversa en la vida de Susan pero hasta el momento no había ocurrido. La prensa, mientras tanto, empezaba a vincular cada vez más el nombre de Susan con la palabra “ordalía”, y se ocupaba de su historia con columnas laterales acerca del abuso sexual, y esa era su manera de ser “objetiva” mientras se ponían por completo a favor de Susan. De todas maneras, lo último que deseaba el fiscal de distrito era mandar a la cárcel a la mujer para después tener que liberarla. Así que evadió el tema. Retuvo los cargos durante uno o dos días más, sujetos a los resultados de investigaciones más profundas. Y, mientras tanto, la sospechosa fue dejada en libertad.


En cuanto a mí, todo era depresión y confusión. Jim no era mi hermano ni nada por el estilo, pero era un buen camarada. Y sabía que yo era el mejor amigo que tenía en la cadena radial, tal vez incluso en la ciudad, quizás en el mundo. Sin embargo había algunos momentos, mientras miraba a las feministas en la tevé, mientras veía al abogado de Susan, en los que me preguntaba, ¿cómo puedo estar seguro? El tipo dice una cosa, la chica dice otra. ¿Cómo sé que todo lo que Jim me había contado no era alguna clase de loca mentira, alguna justificación del maltrato que le propinaba?

Por supuesto, dejando todo eso de lado, llamé a la policía el día después del crimen, el viernes, cuando me enteré. Llamé a un contacto que tenía en Homicidios y le dije que tenía información sólida sobre el caso. Creo que casi esperaba oír las ululantes sirenas de los patrulleros que venían a buscarme en el momento mismo que colgué el teléfono. En cambio, me dijeron que pasara por la comisaría para hablar con los detectives a cargo del caso el lunes a la mañana. Lo que me dejaba el fin de semana libre.

Me lo pasé anclado al sofá, triste y con náuseas. Mirando el techo, con los brazos cruzados sobre la frente. Tratando de llorar a la fuerza, tratando de culparme, tratando de no culparme. El teléfono sonó y sonó, pero no atendía. Eran sólo algunos amigos -los escuché en el contestador- que querían hablar del asunto: expresarme su solidaridad, transmitirme su pesar, chismorrear. Todo el mundo ansiaba una parte del crimen. Yo no tenía energía para actuar.

Finalmente, el domingo por la noche llamaron a mi puerta. Vivo en el último piso de un viejo edificio de piedra roja, y lo usual es que suene el timbre de la puerta de calle, pero no, llamaron a mi puerta. Supuse que sería uno de mis vecinos que había visto la historia por televisión. Grité que ya iba mientras me ponía los zapatos. Me metí la camisa dentro del pantalón mientras caminaba hacia la puerta. La abrí sin mirar siquiera por la mirilla.

Y ahí estaba Susan.

Muchas cosas se me pasaron por la cabeza en ese momento, mientras ella estaba ahí, combativa e inolvidable al mismo tiempo. El mentón erguido, beligerante; una mirada de soslayo, tímida. Pensé: ¿quién se supone que debo ser ahora? ¿Cómo se supone que debo mostrarme? ¿Furioso? ¿Vengativo? ¿Frío? ¿Justo? ¿Noble? ¿Compasivo? Dios, era algo paralizante. Al final, simplemente retrocedí y la dejé entrar. Ella avanzó hasta el centro de la habitación y me miró a los ojos mientras yo cerraba la puerta.

Entonces se encogió de hombros. Un hombro desnudo más alto que el otro, una comisura levantada, con una sonrisita de sabelotodo. Llevaba un pálido vestido primaveral, los delgados breteles anudados sobre su cuello con un moño. Mostraba su piel morena. Advertí debajo de su falda una medialuna de piel descolorida sobre su muslo.

– No estoy demasiado seguro de lo que indica el protocolo en este caso -dije.

– Sí. Tal vez deberías buscar en el capítulo titulado “Cómo recibir a la muchacha que mató a tu mejor amigo”.

Le devolví la sonrisita de suficiencia.

– No digas demasiado, Susan, ¿te parece? Tengo que ver a la policía el lunes.

Dejó de sonreír, asintió, me dio la espalda.

– Entonces… ¿qué? ¿Acaso Jim te lo contó todo? ¿Sobre nosotros?

Jugueteó con el anotador que yo tenía sobre la mesa del teléfono.

La observé. Mis reacciones eran sutiles pero intensas. Fue su manera de darme la espalda, lo que había dicho. Me hizo pensar en lo que Jim me había contado. Me hizo contemplar, larga y lentamente, la parte baja de su espalda. Hizo que la piel me ardiera, que mi estómago se helara. Una combinación interesante.

Me humedecí los labios y traté de pensar en mi amigo, ahora muerto.

– Sí, así es -dije con brusquedad-. Me lo contó prácticamente todo.

Susan se rió por encima del hombro.

– Bien, es embarazoso para mí, de todas maneras.

– Eh, no coquetees conmigo, ¿entiendes? No mates a mi amigo y después vengas aquí a coquetear conmigo.

Ella volvió a girar hacia mí, con las manos remilgadamente cruzadas sobre el pecho. La miré tan fijamente que debe haberse dado cuenta de que estaba pensando en sus pechos.

– No estoy coqueteando contigo -dijo-. Sólo quiero contarte.

– ¿Contarme qué?

– Lo que él me hacía, que me pegaba, que me humillaba. Era dos veces más grande que yo. Piensa si te gustaría, piensa en lo que habrías hecho si alguien te hubiera tratado de ese modo.

– ¡Susan! -dije, tendiéndole las manos-. ¡Tú le pediste que lo hiciera!

– Ah, claro, “ella lo pedía”, ¿no es cierto? Y tú automáticamente le creíste. Tu amigo lo dijo y entonces debe ser verdad.

Solté una risotada. Lo pensé. La miré. Pensé en Jim.

– Sí -dije finalmente-. Le creo. Era cierto.

Ella no me discutió. Simplemente siguió hablando.

– Sí, sí, bueno, aun cuando sea cierto eso no mejora las cosas, ¿sabes? Quiero decir, deberías haber visto cómo lo excitaba. Quiero decir, podría haber parado la cosa. Yo hubiera parado. El podría haber cambiado todo en cualquier momento, si hubiera querido. Pero le gustaba tanto… Y allí estaba, lastimándome como loco, todo excitado. ¿Cómo crees que eso puede hacer sentir a alguien?

No estoy muy orgulloso de admitir que en realidad me rasqué la cabeza, tan tonto como un mono.

Susan deslizó una larga uña sobre el anotador de la mesa del teléfono. Bajó los ojos y la observó. Yo también.

– ¿En verdad vas a ir a la policía?

– Sí. Demonios, sí -dije. Después, como si necesitara una excusa, agregué-: No soy el único que encontrarán. Habrá algún otro con el que seguramente hiciste estas cosas. Él dirá lo mismo.

Ella meneó la cabeza.

– No. Eres el único. El único que lo sabe.

Y eso ya no dejaba nada más que decir. Permanecimos allí en silencio. Ella, pensando, yo tan sólo mirándola, contemplando sus líneas y sus colores.

Después, al fin, ella alzó los ojos para mirarme, inclinó la cabeza. No se acercó a mí, ni me acarició el pecho. No se acurrucó contra mí para que pudiera sentir el calor de su aliento ni aspirar su perfume. Dejó todo eso para las películas, para las femmes fatales. Todo lo que hizo fue quedarse allí y mirarme de esa manera tan típicamente Susan, con el mentón erguido, los puños en alto, el alma expuesta, casi temblorosa en mi mano.

– Eso te da un enorme poder sobre mí, ¿no es cierto? -dijo.

– ¿Y qué? -le respondí.

Ella volvió a encogerse de hombros.

– Ya sabes qué es lo que me gusta.

– Vete -dije. Ni siquiera me di el tiempo necesario para empezar a sudar-. Cristo. Vete al carajo, sal de aquí, Susan.

Caminó hacia la puerta. Yo la miré irse. Sí, está bien, pensé. Tengo poder sobre ella. Como si fuera cierto. Tengo poder sobre ella hasta que decidan no acusarla, hasta que desaparezcan los titulares. ¿Y después qué? Después soy su Amo y Señor. Tal como lo era Jim.

Pasó junto a mí. Tan cerca como para escuchar mis pensamientos. Alzó la vista, sorprendida. Se rió de mí.

– ¿Qué? ¿Crees que también te mataría a ti?

– Siempre tendría que preguntármelo, ¿no es cierto? -dije. Aún sonriendo, alzó las cejas de manera cómica.

– Si eso te excita… -dijo.

Fue la situación de comedia lo que me provocó. No pude resistir el impulso de borrar esa sonrisa de su rostro de asesina. Extendí la mano y aferré su cabellera en un puño. Su cabello negro, muy negro.

Era todavía más suave de lo que había creído.

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