– ¿Qué piensas hacer? -pregunté.
Eludiendo mi mirada, Mindy Harshaw hundió el tenedor en su ensalada, pero no comió nada. Su labio superior tembló.
– ¿Qué puedo hacer? -preguntó con tono indefenso.
Un año atrás yo había sido dama de honor en la boda de Mindy. Se la veía radiante entonces. Pocos meses después, cuando ella, nuestra otra amiga, Stephanie, y yo misma nos encontramos en Starbucks a tomar un café, Mindy ya había perdido su aura de felicidad. Se la veía inusualmente silenciosa y apagada, y se había ocultado detrás de un par de enormes anteojos, alegando que padecía una infección relacionada con la queratitis. Ahora, tras haber escuchado lo que tenía para contar, sospeché que la historia de la queratitis era solo eso… una historia. Y la mujer sentada frente a mí no se parecía en nada a mi amiga de toda la vida, que apenas unos pocos meses atrás había sido una novia radiante.
Me había llevado un susto cuando la vi sentarse del otro lado de la mesa. Lucía demacrada y pálida, y me pareció que había perdido más peso del que podía permitirse. No le dije “¡Por Dios, Mindy! ¡Tienes un aspecto espantoso!”, aunque probablemente debería habérselo dicho. Ahora, después de que me contara al menos parte de lo que le había estado ocurriendo, me sentí en condiciones de darle mi opinión con toda franqueza.
– Lo que tienes que hacer es dejar a ese imbécil -dije-. No eres la primera Cenicienta que se despierta después de la luna de miel para descubrir que se ha casado con un sapo en vez de con el Príncipe Encantador.
Mindy suspiró.
– A ti no te pasó eso con Jimmy.
Era cierto. Yo era una “solterona” de treinta y ocho años cuando me presentaron a James Drury en el foyer de un teatro antes de la función de Esposas enojadas, un musical originalmente hecho en Seattle sobre un grupo de madres frustradas que forman una banda de rock y logran un inusual éxito con el tema “Cómete tus condenados copos de maíz”. Como yo no era un ama de casa en aquel momento, no había tenido muchas intenciones de ir, pero una amiga de la escuela me había arrastrado al teatro. A James Drury, un amigo del banco en el que trabajaba también lo había obligado a ir a ver la obra. En el momento que nos presentaron, James y yo encajamos con un clic. Así de simple. Ninguno de los dos se había casado antes, y nuestro idilio arrollador y nuestra boda relámpago dejó a nuestros amigos, Mindy incluida, meneando la cabeza. Jimmy y yo disfrutamos de once gloriosos años juntos antes de que un conductor borracho, que iba a contramano por el puente I-90, acabara con la vida de Jimmy y desarticulara la mía.
Habían pasado tres años de eso. El dolor de perderlo aún persistía, pero su muerte ya había quedado bastante en el pasado cuando Mindy me pidió que fuera su dama de honor, y accedí con gusto. Conocía a Mindy Crawford desde la escuela primaria. En el colegio secundario y en la universidad siempre se había involucrado con los tipos equivocados… con los más salvajes, los que vivían al borde de la delincuencia, con los grandotes musculosos que hacían deportes y que se veían maravillosos en jeans y remeras a pesar de que no tenían nada en absoluto en la azotea. Pero en los días y semanas que precedieron a la boda de Mindy con Lawrence Miles Harshaw III, di por sentado que finalmente había dado con algo de primera calidad.
Larry tenía dinero, buena apariencia y cerebro, no necesariamente en ese orden. Obviamente, el dinero no lo es todo, pero yo agradecía que, tras años de haberse visto obligada a contar las monedas, Mindy por fin alcanzara una situación en la que ya no tendría que vivir con lo justo. Por lo que podía ver, Larry estaba loco por ella. Y esa era una de las razones por las que ahora me sentía tan furiosa con él. Larry Harshaw había conseguido vendarnos los ojos, a Mindy y a mí. Ella tenía una disculpa: estaba enamorada del sujeto. Por mi parte, me había pasado los últimos veinticinco años trabajando como consejera orientadora en colegios secundarios, y me enfurecía como el demonio haber sido engañada. Dos décadas y media de trabajar con chicos con problemas me habían enseñado más de lo que nunca había querido saber sobre la realidad y la generalización de la violencia doméstica. Me preocupaba que Mindy pareciera estar totalmente ajena de lo que le esperaba.
– ¿Qué crees que debería hacer? -me preguntó.
– Veamos nuevamente lo que acabas de contarme -le dije-. Él lee tu correspondencia, revisa tu correo electrónico. Monitorea tus llamados telefónicos y controla el kilometraje cada vez que usas el auto. ¿Cómo te suena todo eso?
– ¿Me quiere toda para él? -preguntó Mindy dócilmente.
– Es algo mucho más grave -le dije-. Se llama aislamiento. Te está aislando de tu red de contención. Me sorprende que te haya permitido encontrarte a almorzar conmigo.
– Lo tomé desprevenido -admitió Mindy-. En realidad, no se lo dije claramente.
“Ni le pediste permiso”, pensé.
De pronto me sentí mucho más vieja y sabia de lo que era a los cincuenta y dos años, y Mindy me pareció una inocente… un bebé perdido en el bosque. Tratar de orientar adolescentes recalcitrantes me había enseñado que no se podía conseguir demasiado diciéndole a la gente lo que tenía que hacer. Si verdaderamente quiero ayudarlos, debo lograr que los estudiantes que me consultan vean con claridad, y por sí mismos, sus propios problemas y dificultades. Mindy no era una de mis estudiantes, pero lo mismo valía en su caso. Si quería salvarse, tendría que entender y aceptar, por sí misma, lo que estaba ocurriendo en su vida y en su matrimonio. Comprender la existencia de un problema es el primer paso esencial para resolverlo.
– He visto cómo actúa Larry Harshaw -dije-. En público, es un perfecto caballero. ¿Cómo es en privado? -Mi pregunta fue seguida por un largo silencio incómodo.- ¿Bien? -la urgí finalmente-. ¿No vas a decírmelo?
– No es muy agradable -dijo Mindy con un hilo de voz.
– ¿Qué hace? -le pregunté-. ¿Te dice que eres una estúpida, por ejemplo?
Mindy asintió.
– Sí, y que no sirvo para nada en el tema del dinero.
– ¿Por qué…?
– Porque no apunto mis gastos en la chequera.
– Min, por lo que sé, jamás apuntaste tus gastos en la chequera… no te vi hacerlo ni una vez durante cuarenta años. ¿Alguna vez te rebotaron un cheque?
– No.
– ¿Y entonces? No tienes ningún problema con el manejo del dinero. ¿Qué más?
– Hay cosas mucho peores que la chequera -dijo Mindy-. Aunque no es cierto, me preocupa mucho que crea que me casé con él por su dinero. Cuando nos comprometimos, todos sus amigos no dejaban de decirle que teníamos que firmar un contrato prenupcial. En ese momento, le dije que me parecía bien, pero él me contestó que no fuera tonta. Que me amaba y que estaba dispuesto a compartir conmigo todo lo que tenía.
“Hasta cierto punto”, pensé.
– Okey -dije-. Te trata como una prisionera en tu propia casa. Controla tus idas y venidas. Te denigra. ¿Qué más?
– ¿A qué te refieres? -preguntó Mindy.
– ¿Alguna vez te ha lastimado?
– Ha herido mis sentimientos -respondió.
– ¿Alguna vez te ha golpeado o te ha lastimado físicamente? -insistí.
– En realidad, no.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Hace un par de semanas habíamos ido a esquiar cerca de Lake Kachess -dijo ella lentamente-. Se avecinaba una tormenta, y yo tenía esa terrible sensación de que él se iba a marchar con el auto y a dejarme allí completamente sola. Que me iba a dejar allí para que me muriera congelada.
– ¿Y qué hiciste? -le pregunté.
– Le dije que me había torcido el tobillo y que me quedaría en el auto.
Un involuntario escalofrío me corrió por la espalda. No tenía dudas de que había sido el instinto de conservación lo que había hecho que Mindy no se calzara los esquíes ese día, y que por eso estaba viva para contarme esa espeluznante historia.
– ¿Pero nunca te golpeó? -le pregunté-, ¿nunca te magulló ni te propinó un empujón?
Mindy meneó la cabeza.
– No -dijo-, nada de eso.
Sin embargo, llevaba puesto un suéter de cuello alto. Con mangas largas. Yo sé bien cómo funciona la violencia doméstica. Sé que los golpeadores pueden ser muy cuidadosos para que los golpes no dejen marcas. También sé que a las mujeres les resulta muy difícil admitir que han sido golpeadas. Creen que de alguna manera ellas han sido la causa de que las aqueje esa calamidad, y si admiten lo ocurrido también confiesan su propia culpabilidad implícita.
– Tienes que dejarlo -le dije con suavidad-. Tienes que dejarlo ahora, antes de que la cosa empeore. Porque va a empeorar.
– No puedo. Quiero decir, apenas he terminado de enviar las tarjetas de agradecimiento por los regalos de casamiento.
– A la mierda con los regalos de casamiento. No permitas que eso se interponga…
Sonó el teléfono celular de Mindy, y ella lo sacó rápidamente de su bolsillo.
– Hola, querido -dijo, con tono excesivamente animado-. Sí, me detuve a comer algo. Estaré en casa en unos minutos.
Extrajo un billete de veinte dólares de su billetera y lo dejó caer sobre la mesa junto a su ensalada casi sin tocar.
– Te tiene sujeta de la correa -dije-. Te está llamando al orden.
– Lo sé. Sin embargo, tengo que irme -agregó. Y se fue.
Me quedé allí sentada unos minutos antes de pagar la cuenta y dirigirme a mi casa. Esa misma sombría mañana de sábado, más temprano, cuando me había llamado Mindy para coordinar nuestro improvisado almuerzo, yo estaba en el garaje ocupada revisando las cosas de Jimmy. Era un trabajo que había venido postergando una y otra vez. Al principio lo había demorado porque me resultaba demasiado doloroso. Y después lo postergué porque siempre estaba demasiado cansada. Pero ahora, tres años más tarde, había llegado el momento de hacerlo. Planeaba viajar el próximo verano. Eso significaba que debía dejar en el garaje suficiente espacio libre para guardar allí mi flamante Escarabajo.
De modo que ahora, cargada con el peso de lo que me había contado Mindy, volví a la tarea con el corazón abrumado. Jimmy había comprado la pequeña casa en Capitol Hill cinco años antes de conocernos, y se había puesto a reformarla. Había sacado y renovado los hermosos pisos de madera dura. Había repintado e instalado molduras en todas partes. Había quitado los viejos caños y alacenas y los había reemplazado con cañerías modernas y armarios que él mismo había diseñado y construido. Cuando nos casamos, vendí mi departamento del centro y me mudé con él. Deshacerme de todas sus herramientas era una parte del trabajo que me esperaba. También debía ocuparme de dar algún destino a su ropa.
Mi familia había vuelto a Seattle unos meses después del funeral. Mi madre había insistido en guardar en cajas la ropa de Jimmy, e hizo que mi padre las llevara al garaje. “Es una parte de la idea de seguir adelante”, me dijo. Si por ella hubiera sido, habría donado la ropa en aquel mismo momento a sociedades de caridad, pero yo le dije que quería revisarla antes. Y era cierto, es decir, quería ocuparme yo misma. La funda plástica que protegía el esmoquin que Jimmy había usado en nuestra boda estaba encima de todo en la segunda caja que abrí. Verlo fue demasiado para mí. Me quebré y rompí a llorar. Una vez más. Pero reuní fuerzas y me aboqué a la tarea. Puse el esmoquin en la pila destinada a ser donada.
No había nada que James Drury no hiciera bien. Mientras revisaba su ropa, gran parte de ella aún en las bolsas de la lavandería, volví a echarlo de menos. Sólo después que murió descubrí cuánto le importaba yo. Estaban sus seguros de vida, que yo ni siquiera sabía que existían. Uno de ellos significaba que la hipoteca ya estaba paga por completo. El otro me proporcionaba una cifra considerable, de la que podría hacer uso para retirarme de la enseñanza tempranamente en vez de tener que seguir trabajando más tiempo del que deseaba.
Y esa era exactamente la clase de estabilidad que yo había deseado que Mindy también tuviera. En verdad, había creído que ella había encontrado a alguien que la amaría y le proporcionaría un sentimiento de estabilidad duradero. El contraste entre mi situación y la suya era agudo… y terriblemente triste.
Suele ocurrir que la idea de un trabajo que nos espera nos resulta más pesada que el simple hecho de decidirse a hacerlo. A las seis de la tarde, la tarea que había postergado durante años por considerarla imposible, estaba casi terminada. Había llenado a reventar mi bote de basura y tenía además una docena de bolsas de plástico negras, repletas, preparadas para donarlas. Con un simple llamado telefónico a Don Williams, maestro de taller y compañero mío en la Escuela Superior Franklin, había conseguido una encantada promesa de su parte de que al día siguiente vendría con una pickup para recoger todas las herramientas de las que había decidido deshacerme. Fue en el preciso momento en que corté la comunicación con Don cuando recordé las armas. No las de Jimmy, que no las tenía, sino las de Larry Harshaw.
Las había visto la noche de su fiesta de compromiso, cuando Larry me mostró su espaciosa casa que dominaba Elliott Bay, en Magnolia, uno de los más hermosos vecindarios antiguos de Seattle. Me había conducido a su estudio con paredes revestidas en madera, donde se veía una amplia colección de armas dentro de una vitrina vidriada y cerrada con llave. Sobre su escritorio había un documento enmarcado. Era una elogiosa carta de la Sociedad Nacional de Armas, honrando a Larry por sus muchos años de afiliación. La carta estaba firmada, con trazo firme, por el propio ex presidente de la Sociedad, el mismísimo Charlton Heston.
En ese momento, acababa de conocer a Larry Harshaw. Estaba comprometido con una de mis mejores amigas. Y como deseaba causarle una buena impresión, fingí mucho más interés del que realmente sentía por su colección de armas. Desde aquella noche, no había tenido ocasión de volver a entrar en el estudio de Larry. Ahora, sin embargo, había recordado la ominosa presencia de todas esas armas. La posibilidad de que hubiera allí más armas de las que había visto entonces me provocaba un terrible espanto. ¿Y si él…?
Tomé el teléfono y digité el número del celular de Mindy. No contestó, y no dejé ningún mensaje. Durante la media hora siguiente no paré de caminar de arriba abajo por mi casa, tratando de decidir qué haría. ¿Debía llamar a la policía? ¿Para decirles qué? ¿Que temía que pudiera pasarle algo a una amiga… que su esposo podría estar a punto de hacerle algún daño grave… sin tener ninguna prueba que apoyara mis palabras?
Finalmente, incapaz de calmarme, me metí en mi VW y conduje hasta lo de Mindy. Al igual que todas las casas del mundo situadas a orillas del mar, el frente de la casa tenía el propósito primordial de ofrecer una gran vista. En realidad, los visitantes entraban a la casa por una puerta trasera que daba a un pequeño callejón. En cuanto me bajé del auto, oí voces que venían de la puerta abierta del garaje. Dejando entreabierta la puerta de mi auto, me quedé quieta y escuché.
– Vamos, Wes -decía Mindy-, tienes que hacerlo un poco mejor. Aférrame de los brazos y pellízcalos con tanta fuerza como puedas. Necesitamos magullones… magullones que sean claramente visibles. Y después, dame una buena bofetada… justo sobre la boca. Afortunadamente, eres zurdo como Larry.
Me encogí, impresionada, cuando escuché el sordo porrazo en el momento en que la piel martilló sobre la piel, pero evidentemente el golpe no fue suficiente para satisfacer a Mindy.
– Otra vez -ordenó-. Tienes que sacarme sangre.
Escuché otro golpe, seguido por la voz de un hombre.
– Uf, ya está. Ahora me he manchado toda la camisa.
– Dios mío, Wes. Nunca creí que fueras tan condenadamente remilgado. Es una suerte que no seas tú quien tiene que apretar el gatillo. También me aseguraré de que haya mucha sangre mía en la camisa de Larry. Ahora vete volando de aquí. Él llegará a casa en unos minutos. No quiero que haya nadie por aquí cuando él llegue.
– ¿Estás segura de que esto va a salir bien?
– Por supuesto que va a salir bien -respondió Mindy-. En cuanto los policías vengan a buscarme, los mandaré directamente a hablar con Francine. Después de todas las tonterías que le conté esta tarde, no hay dudas de que creerán que fue en defensa propia.
¡Francine! ¡Esa era yo! La que se había tragado todas esas tonterías. Larry Harshaw no se proponía matar a Mindy. Era exactamente al revés, y yo sería la testigo principal… de la defensa.
Durante unos minutos, permanecí congelada en donde estaba. Finalmente, conseguí recuperarme lo suficiente como para poder moverme. Salté dentro de mi auto, cerré la puerta de golpe, encendí el motor y volé hasta el pie de la colina. Temiendo que Wes me hubiera seguido, me oculté en una entrada para autos, dos casas antes de la intersección. Segundos más tarde, la pickup Dodge Ram que había estacionada junto al garaje bajó rugiendo por la colina. El conductor se detuvo ante la entrada para autos y pareció observar con detenimiento hacia ambos lados. Contuve el aliento, pero evidentemente no debe haber visto mi auto en el momento en que salí a toda velocidad de la casa de Mindy. O no me había visto ahora, estacionada allí. Después de un tiempo que me pareció eterno, siguió su camino. Desde donde me encontraba no alcancé a ver el número de su placa patente, y por nada del mundo pensaba seguirlo para verlo más de cerca.
Me disponía a llamar al 911 cuando apareció otro auto en la calle, haciendo señas de que giraría en el callejón de acceso a la casa de Mindy. Con enorme desaliento advertí que se trataba de los faros del Cadillac de Larry Harshaw. Encendí el motor y salí a toda velocidad, marcha atrás. Haciendo señas de luces, seguí a Larry colina arriba. Se detuvo a mitad de camino y se bajó del auto.
– ¿Puedo ayudarla? -gritó en dirección a mí-. ¿Ocurre algo?
– Sí -dije-. Ocurre algo horrible. Soy Francine, Francine Drury. Tengo que decirte algo, Larry. Es muy importante.
– Bien, sube a casa -dijo-. Podemos hablar allí.
– No -dije con desesperación-. No podemos ir a tu casa.
– ¿Por qué no? ¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo a Mindy? Dios mío, ¿Mindy está bien?
– Tienes que escucharme, Larry. Mindy está muy bien, pero tiene un amante. Planean matarte y hacer creer que fue en defensa propia. Acabo de escucharlos hablar de eso hace un minuto.
– ¿Matarme? -dijo Larry-. ¿Estás bromeando? Mindy me ama, y además ella no mataría a una mosca. Es lo más ridículo que he escuchado nunca. ¿No habrás estado bebiendo, verdad, Francine?
– Por supuesto que no he estado bebiendo -dije-. Yo estaba allí, de pie junto a la puerta. Los escuché hablar dentro del garaje… a Mindy y a alguien llamado Wes.
– Wes Noonan, sin duda -dijo Larry, con tono confiado-. Tengo que decirte que Wes es un buen amigo mío. Estoy seguro de que todo esto es tan sólo un tonto malentendido. Vamos a casa ahora, Francine. Hablaremos de esto más tranquilos, tomaremos una copa y nos reiremos un rato cuando despejemos el equívoco.
– ¿No escuchaste lo que acabo de decirte? -insistí con desesperación-. Mindy va a matarte y tratará de demostrar que tú la atacaste.
– Ella no hará nada de eso -me dijo Larry Harshaw-. Vamos, vamos. Está empezando a llover. No tengo intención de quedarme aquí, mojándome y discutiendo esto. ¿Vienes o no?
– No -dije-. Pero, por favor, no vayas.
– Me voy -dijo. Y se fue.
Me metí en mi auto, busqué mi celular y llamé al 911.
– Patrulla estatal de Washington -respondió una voz-. ¿Cuál es la naturaleza de su emergencia?
– Mi nombre es Francine Drury -dije-. Estoy en Magnolia, en Seattle. Y alguien está a punto de ser asesinado.
Todavía seguía hablando por teléfono, dándoles la dirección de Mindy, cuando escuché un ruido inconfundible, el ruido producido por el disparo de un arma. Hubo una pausa, y después un segundo disparo.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamé en el teléfono-. Por favor, apúrese. Ya lo hizo. Lo baleó. ¡Envíe también una ambulancia!
Me quedé allí temblando, apoyada contra el techo de mi Escarabajo mientras dos patrulleros de la policía, azules, y una ambulancia, con las luces centelleando y la sirena aullando, subieron a toda velocidad la colina y pasaron a mi lado. Nunca me había sentido tan inútil. Si al menos hubiera logrado que él me creyera…
Un tercer patrullero se estacionó detrás de mi auto y bajó un oficial uniformado.
– ¿Francine Drury? -me preguntó-. ¿Usted fue quien hizo la llamada al 911?
– Sí -logré articular-. Fui yo -y rompí en sollozos-. Es todo culpa mía -barboteé-. Escuché que ella iba a matarlo. Traté de advertírselo a él, pero no quiso escucharme, y ahora está muerto.
Dijeron algo por la radio del patrullero. Distinguí una voz gangosa, pero no las palabras que decía.
– Siéntese, por favor-me urgió el patrullero-. Deje que le traiga un poco de agua.
Lo hice. Me sentía demasiado débil para objetar o hacer otra cosa, salvo lo que me decían. Me senté donde él me indicó. Había más gente en la calle ahora, que salía de las casas vecinas, esforzándose por enterarse de lo que había ocurrido y de lo que estaba ocurriendo ahora.
Unos segundos más tarde la ambulancia bajó rugiendo desde lo alto de la colina. Los curiosos se hicieron a un lado para dejarla pasar.
– Ahí llevan a la víctima masculina -me explicó el oficial, entregándome una botella de agua. En su chaqueta, la placa de identificación decía que era el sargento Lowrey-. Ella le disparó. Una herida superficial en el hombro. Lo llevan a Harborview. Estará bien.
– ¿Y Mindy? -le pregunté-. ¿Qué pasará con ella?
El sargento extrajo una libreta.
– ¿Así se llama? ¿Mindy qué?
– Mindy Harshaw -respondí-. ¿Qué pasa con ella?
Lowrey meneó la cabeza.
– Cuando las cosas no salieron como ella esperaba, usó el arma contra sí misma.
– ¿Quiere decir que murió? -tartamudeé-. ¿Está muerta?
El sargento Lowrey asintió.
– Eso me temo -respondió-. Espero que no fuera amiga suya.
– Creí que lo era -dije suavemente, conteniendo el llanto que pugnaba por brotar-. Pero creo que ya había dejado de serlo.