Era, dijo mi esposa, la cosa más espantosa que había visto nunca. Y tuve que admitir que su juicio era acertado. Era una situación que, en general, no solía darse en nuestro matrimonio. A medida que se aproximaba el final de la edad madura (con toda la gracia y ligereza, debería añadir, de un cortejo fúnebre que llega a los tumbos hasta el cementerio), Eleanor se había puesto cada vez más intolerante con las opiniones que no coincidían con las de ella. Inevitablemente, las mías parecían discrepar con mayor frecuencia que el resto, así que cualquier forma de acuerdo era causa de una considerable, aunque muda, celebración.
Norton Hall era una maravillosa adquisición, una residencia de campo de fines del siglo XVIII con jardines paisajísticos y cincuenta acres de tierra de primera calidad. Una verdadera gema arquitectónica que sería para nosotros un estupendo hogar, ya que era al mismo tiempo suficientemente pequeño como para resultarnos manejable y suficientemente espacioso como para permitir que cada uno de nosotros evitara al otro durante una parte importante del día. Desafortunadamente, tal como mi esposa había señalado con acierto, el templete que se erguía al fondo del jardín era en verdad otra historia: feo y brutal, con columnas rectangulares y sin adornos y una desnuda cúpula blanca rematada por una cruz. No había peldaños que permitieran el ingreso y la única manera de acceder al interior parecía ser escalar la base. Hasta los pájaros lo evitaban, y preferían en cambio posarse sobre un roble cercano, donde intercambiaban arrullos y chillidos como solteronas en un baile de la parroquia.
Según el agente inmobiliario, uno de los dueños anteriores de Norton Hall, un tal señor Gray, había construido el templete en memoria de su difunta esposa. Tuve la impresión de que no había albergado demasiado afecto por ella, dado el monumento que había construido en su memoria. Yo mismo no me sentía particularmente encariñado con mi propia esposa la mayor parte del tiempo, pero tampoco me disgustaba tanto como para erigir una monstruosidad semejante en su memoria. Como mínimo, hubiera suavizado las líneas y hubiera puesto un dragón en la parte superior como recordatorio de la amada difunta. La base había sido un poco dañada por el señor Ellis, el caballero propietario de la casa antes que nosotros, quien parecía haberse arrepentido de su impulso original y hecho reparar y repintar el destrozo que había infligido a la construcción.
Visto desde donde se viera, era un adefesio horrible.
Mi primer impulso fue hacer demoler esa condenada cosa, pero en las semanas siguientes, el templete empezó a resultarme atractivo. No, “atractivo” no es el término adecuado. Más bien empecé a sentir que la cosa tenía un propósito, que yo aún no había logrado conjeturar, y que sería imprudente tomar alguna decisión mientras no supiera más al respecto. En cuanto a cómo fue que empecé a experimentar esa sensación, tengo que remontarme a un incidente en particular que se produjo cinco semanas después de que tomáramos posesión de Norton Hall.
Había buscado una silla y la había puesto sobre el suelo desnudo del templete; era un hermoso día de verano y el templete me ofrecía tanto la posibilidad de sombra como una hermosa vista. Estaba apenas acomodándome para leer el periódico cuando ocurrió algo extraño: el suelo se movió, como si, sólo por un momento, se hubiera vuelto líquido en vez de sólido y alguna corriente oculta hubiera originado una ola sobre la superficie. La luz del sol se hizo débil y enfermiza, y el paisaje quedó envuelto en sombras fugaces. Sentí como si me hubieran puesto sobre los ojos una banda de gasa de un hombre enfermo, porque podía percibir débilmente en el aire el olor a deterioro. Me puse de pie de repente, experimentando un ligero mareo, y vi a un hombre entre los árboles, observándome.
– ¡Hola, usted! -dije-. ¿Puedo ayudarlo en algo?
Era alto y estaba vestido con un traje de tweed: un tipo de aspecto claramente enfermizo, pensé, con rostro enflaquecido y ojos oscuros y penetrantes. Y juro que lo escuché hablarme, aunque sus labios no se movieron. Lo que dijo fue:
– Deje el templete en paz.
Bien, eso me resultó un poquito raro, debo admitirlo, aun en el confuso estado en que me hallaba. No soy un hombre acostumbrado a que algún perfecto desconocido me hable de esa manera. Hasta Eleanor tiene la cortesía de introducir sus órdenes con un “¿Te importaría…?”, seguido ocasionalmente con un “por favor” o un “gracias” destinados a suavizar el golpe.
– Le informo -dije- que soy el propietario de estas tierras. No puede venir aquí a decirme lo que puedo o no puedo hacer con esto. ¿Y quién es usted?
Pero maldito sea si no repitió las mismas cinco palabras.
– Deje el templete en paz.
Y, con eso, el tipo simplemente giró sobre sus talones y desapareció entre los árboles. Estaba a punto de seguirlo y escoltarlo hasta el límite de mi propiedad cuando escuché un movimiento sobre la hierba, a mis espaldas. Giré, casi esperando verlo aparecer allí también, pero era Eleanor. Por un momento, ella también fue parte del paisaje distinto, un espectro entre espectros, y luego volvió gradualmente a la normalidad y fue una vez más mi alguna vez amada esposa.
– ¿Con quién hablabas, querido? -me preguntó.
– Había un tipo por acá, justamente allá -respondí, indicando con un gesto del mentón en dirección a los árboles.
Ella miró hacia el bosquecillo, después se encogió de hombros.
– Bien, no hay nadie allí ahora. ¿Estás seguro de que viste a alguien? Tal vez el calor te ha afectado, o algo peor. Deberías consultar a un médico.
Y así estábamos. Yo era Edgar Merriman: esposo, propietario, hombre de negocios y potencial lunático a los ojos de su esposa. A este paso, no pasaría mucho tiempo antes de que un par de hombres fornidos se me sentaran sobre el pecho hasta que llegara la ambulancia del loquero, mientras mi esposa derramaba, tal vez, una lágrima de cocodrilo para manifestar su dolor al firmar los papeles de internación.
Me dio la impresión, y no por primera vez, de que Eleanor parecía haber perdido algo de peso durante las últimas semanas, o tal vez fuera tan sólo la manera en que la luz reflejada en el templete iluminaba su cara. Le daba una apariencia hambrienta, impresión reforzada por un brillo en sus ojos que no había visto antes. Me hizo pensar en un ave rapaz y, por alguna razón, esa idea me hizo estremecer. La seguí de regreso a la casa para tomar el té, pero no pude comer, en parte a causa de la manera en que ella me miraba por encima de los scones, como un buitre impaciente esperando que algún pobre desgraciado pasara a mejor vida, pero también porque ella no dejaba de hablar del templete.
– ¿Cuándo lo vamos a hacer demoler, Edgar? -empezó a decirme-. Quiero que se haga lo más pronto posible, antes de que llegue el mal tiempo. ¡Edgar! ¿Edgar, me estás escuchando?
Y maldito sea si no me aferró el brazo con tanta fuerza que, consternado, dejé caer mi taza, y los pedazos de pálida porcelana se desparramaron sobre el suelo de piedra como restos de sueños de juventud. La taza era parte del juego de porcelana que nos habían regalado para la boda, sin embargo, la pérdida no pareció perturbar tanto a mi esposa como podría haberlo hecho antes. De hecho, apenas pareció advertir la taza rota, o el té que se filtraba lentamente por las juntas del piso. Siguió aferrándome el brazo con fuerza, y sus manos eran como garras, largas y delgadas con uñas duras y filosas. Gruesas venas azules recorrían el dorso de sus manos como serpientes entrelazadas, apenas contenidas por la piel. Sus poros exhalaban un olor acre, y apenas pude evitar arrugar la nariz con asco.
– Eleanor -le dije-, ¿estás enferma? Tienes las manos tan delgadas, y creo que se te ve en la cara que has perdido peso.
Con reticencia, me soltó el brazo y dio vuelta la cara.
– No seas tonto, Edgar -respondió-, estoy fuerte como un roble.
Pero la pregunta pareció haberla incomodado, porque de inmediato se atareó acomodando los armarios, haciendo ese tipo de barullo que suele asociarse más con el enojo que con la diligencia. La dejé ocupada en aquello, frotándome el brazo dolorido y un poco perplejo e inseguro de la clase de mujer con la que me había casado.
Esa noche, por falta de algo mejor que hacer, fui a la biblioteca de la casa. Norton Hall había sido puesto en venta por alguna hermana del difunto señor Ellis, y la biblioteca y la mayoría de los muebles se vendieron con la casa. Por lo que parecía, el señor Ellis había tenido un mal fin: según el cotilleo local, su esposa lo había dejado y, en un acceso de depresión, él se había pegado un tiro en la habitación de un hotel de Londres. Su esposa ni siquiera se presentó en el funeral, pobre desdichado. En realidad, entre nuestros vecinos más imaginativos se especulaba que el señor Ellis había liquidado a su digna señora esposa, aunque la policía nunca pudo encontrar ninguna prueba en su contra. Siempre que aparecían unos huesos en algún basural, o algún perro inquisitivo los desenterraba en la ribera de un río, el señor Ellis y su desaparecida esposa solían ser mencionados en el periódico local, a pesar de que ya habían pasado veinte años del suicidio. En estas circunstancias, alguien más supersticioso tal vez no hubiera comprado Norton Hall, pero yo no era esa clase de persona. En cualquier caso, por lo que sabía, el señor Ellis parecía haber sido un hombre inteligente y, por lo tanto, si había matado a su esposa era muy improbable que hubiera dejado sus restos mortales cerca de la casa, donde cualquiera podría haber tropezado con ellos y pensado: “Epa, esto no está nada bien”.
Sólo había visitado la biblioteca una o dos veces -para decir la verdad, no soy hombre aficionado a los libros- y había hecho poco más que echar un vistazo a los títulos y quitarles el polvo y las telarañas a los volúmenes más antiguos. Por eso me sorprendí cuando encontré un libro sobre una mesa pequeña, junto a un sillón. Al principio pensé que Eleanor podría haberlo dejado allí, pero ella era aún menos lectora que yo. Lo levanté y lo abrí al azar, revelando una página de caligrafía elegante y apretada. Fui a la portada y encontré esta inscripción: Un viaje a Oriente Medio, por J. F. Gray. Una pequeña y arrugada fotografía adornaba la página y, mientras la miraba, no pude evitar que un desagradable escalofrío me corriera por la espalda. El hombre de la fotografía, obviamente el autor J. F. Gray, se parecía pavorosamente al tipo que había visto merodeando por los jardines y que me había ofrecido un consejo no requerido acerca del templete. Pero eso no podía ser posible, pensé: después de todo, Gray estaba muerto desde hacía casi cincuenta años ya, y probablemente estuviera ocupado en otras cosas, como los coros celestiales o las erupciones provocadas por el calor, dependiendo de la vida que hubiera llevado en la tierra. Desplacé esa idea de mi cabeza y concentré mi atención en el libro. Era, según resultó, mucho más que un diario de viaje de Gray a Oriente Medio.
Era, en realidad, una confesión.
Parecía que, en un viaje a Siria realizado en 1900, John Frederick Gray había conseguido, por medio de un robo, los huesos de una mujer que, según se creía, era Lilit, la primera esposa de Adán. Según Grey, quien sabía un poco de los apócrifos bíblicos, Lilit era considerada un demonio, la bruja primigenia, un símbolo del miedo masculino al desconocido e inexplotado poder de las mujeres. Gray se enteró de la historia de los huesos por un tipo de Damasco que le vendió algo que era, supuestamente, una parte de la coraza de Alejandro Magno, y que luego lo condujo hasta una pequeña aldea del norte del país donde se decía que los huesos estaban guardados en una cripta sellada.
El viaje fue largo y dificultoso, aunque esos desafíos eran cosas de todos los días para tipos como Gray, quien aparentemente consideraba que un sillón confortable y una buena pipa eran vicios comparables a las costumbres de los sodomitas. Cuando Gray llegó a la aldea con sus guías, descubrió que no era bien recibido por los nativos. De acuerdo con su diario, los aldeanos le dijeron que a los extranjeros se les prohibía entrar en la cripta, y especialmente a las mujeres. Le pidieron que se marchara, pero estableció su campamento por una noche a poca distancia de la aldea y reflexionó sobre lo que le habían dicho.
Era pasada la medianoche cuando uno de los malvivientes locales llegó al campamento y le dijo a Gray que, por una suma nada insignificante, estaba dispuesto a sacar el ataúd que contenía los huesos de su sitio de descanso y traérselo. Y era un hombre de palabra. Al cabo de una hora estaba de vuelta, trayendo consigo un ataúd muy ornamentado, claramente de gran antigüedad, que, según dijo, contenía los restos mortales de Lilit. La caja medía alrededor de un metro de largo, sesenta centímetros de ancho y unos cuarenta de profundidad, y estaba seguramente acerrojada. El ladrón le dijo a Gray que la llave permanecía en poder del imán local, sin embargo el inglés no pareció preocupado por el asunto. La historia de Lilit era un mito, solo una creación de hombres temerosos, pero Gray creía que podría vender el bello ataúd como curiosidad cuando volviera a casa. Lo embaló junto con el resto de sus adquisiciones, y no volvió a pensar en él hasta que estuvo de regreso en Inglaterra y se reunió con su joven esposa, Jane, en Norton Hall.
Gray comenzó a advertir un cambio en la conducta de su esposa poco tiempo después de que los huesos llegaron a su hogar. Ella cobró una apariencia extrañamente delgada, casi descarnada, y empezó a manifestar un interés insano por los restos encerrados en la caja. Después, una noche, cuando creía que Jane estaba en la cama y profundamente dormida, la encontró intentando abrir el cerrojo con un formón. Cuando trató de quitarle la herramienta de las manos, ella le lanzó un par de estocadas salvajes antes de descerrajar un último golpe contra el cerrojo, que lo desprendió haciéndolo caer al suelo, roto en dos pedazos. Antes de que él pudiera detenerla, había logrado abrir la tapa y revelar el contenido: viejos huesos pardos y retorcidos, con retazos andrajosos de carne aún adheridos a ellos, y un cráneo casi igual al de un reptil o de un pájaro, estrecho y alargado que, sin embargo, aún conservaba rastros de primitiva humanidad.
Y entonces, según el relato de Gray, los huesos se movieron. Al principio fue apenas un movimiento levísimo, un susurro que podría haber sido tan sólo una acomodación de los huesos tras la súbita perturbación, pero muy pronto se hizo más pronunciado. Los dedos se extendieron, como impulsados por músculos y tendones invisibles, después los huesos de los dedos de los pies tamborilearon suavemente contra los lados del ataúd. Por último, el cráneo osciló sobre sus expuestas vértebras y las quijadas semejantes a un pico se abrieron y cerraron con un leve chasquido.
El polvo empezó a levantarse dentro del ataúd y los restos quedaron envueltos con rapidez en un vapor rojizo. Pero el vapor no emanaba del ataúd, sino de la propia esposa de Gray: brotaba de su boca en un torrente, como si de alguna manera su sangre se hubiera secado hasta convertirse en polvo y alguien se la arrancara ahora de las venas. Mientras él la miraba, asombrado, la mujer se hizo más y más delgada; la piel de su cara se arrugó y se rasgó como si fuera papel, sus ojos se agrandaron mientras la cosa del ataúd le chupaba la vida. A través de la bruma, Gray tuvo un atisbo del terrorífico rostro que se reconstituía gradualmente. Unos redondos ojos verdinegros lo devoraban con hambre, la piel como pergamino pasó del gris a un negro escamoso, y las mandíbulas que parecían un pico se abrían y cerraban con un sonido como el de un hueso al quebrarse mientras la cosa probaba el aire. Gray percibió su deseo, su baja urgencia sexual. Lo consumiría, y él agradecería sus apetitos, aun cuando sus garras se hundieran en su carne y su pico lo cegara y sus miembros lo rodearan en un abrazo final. Sintió que respondía, acercándose cada vez más al ser que empezaba a revelarse, justo en el momento en que una delgada membrana se deslizó sobre los ojos de la criatura, como el parpadeo de un lagarto, y su hechizo se rompió durante un breve lapso.
Gray se recobró y se lanzó con toda su fuerza sobre el ataúd, cerrando la tapa con energía sobre la cabeza de la criatura. Podía sentir que el asqueroso ser se retorcía y aporreaba dentro de la caja mientras él buscaba el formón y lo encajaba trabando el cerrojo, sellando el ataúd. El vapor rojo desapareció al instante, la lucha de la cosa cesó y, ante sus propios ojos, su amada esposa se desplomó y exhaló su último aliento.
Sólo quedaba una página del relato, dedicada a detallar los orígenes del templete: la excavación de sus profundos cimientos, la colocación del ataúd en el fondo, y la construcción del templete por encima, con la intención de inmovilizar y refrenar a Lilit para siempre. Era un cuento ridículo, por supuesto. Tenía que serlo. Era una fantasía, algo que había hecho Gray para asustar a los criados o para ganarse una mención en alguna revista de quinta categoría.
Sin embargo, mientras yacía junto a Eleanor esa noche, no pude dormir y sentí que ella también estaba desvelada, y eso me inquietó.
Los días siguientes no lograron calmar mi sentimiento de desdicha, ni mejorar las relaciones entre mi esposa y yo. Me descubrí volviendo una y otra vez al relato de Gray, por más que al principio me hubiera resultado una absoluta tontería. Soñaba que cosas invisibles golpeaban a la ventana de nuestro dormitorio y cuando, en mi sueño, me acercaba a los cristales para averiguar la causa del ruido, una cabeza alargada emergía de la oscuridad, con sus ojos oscuros y rapaces centellando ávidamente mientras atravesaba el vidrio y trataba de devorarme. Mientras me resistía, podía sentir la forma de sus pechos caídos contra mi carne, y sus piernas enroscadas alrededor de mi cuerpo en una parodia del ardor de una amante. Pero en ese momento me despertaba para encontrar una pequeña sonrisa impresa en el rostro de Eleanor, como si conociera mi sueño y estuviera secretamente complacida del efecto que me causaba.
A medida que nuestra relación se volvía cada vez más distante, empecé a pasar más tiempo en el jardín, o caminando por las lindes de mis tierras, casi esperando ver al anónimo visitante cuyo parecido con el desafortunado F. J. Gray había llamado tanto mi atención. Fue en una de esas ocasiones que advertí que una figura en bicicleta avanzaba laboriosamente por la pendiente de la colina que desembocaba en la verja de Norton Hall. El agente Morris emergió ante mi vista… de manera bastante literal, porque era un hombre grande y su considerable contorno, combinado por el efecto brumoso provocado por el calor del día, le daba la apariencia de un enorme barco negro que emergía con lentitud sobre el horizonte. Finalmente pareció darse cuenta de la futilidad de su esfuerzo por conquistar la colina en dos ruedas, ya que la fuerza de gravedad era demasiado frustrante para él, por lo que razonablemente desmontó y recorrió a pie, empujando su bicicleta, el último tramo hasta la verja de la casa.
El agente Morris era uno de los dos policías asignados a la pequeña comisaría de Ebbingdon, el pueblo más próximo a Norton Hall. Él y el sargento local, Ludlow, eran responsables de mantener el orden no solo en Ebbingdon sino en las aldeas cercanas de Langton, Bracefield y Harbiston, así como en las zonas circundantes, tarea que cumplían usando una combinación de un único auto policial en mal estado, un par de bicicletas y la vigilancia de los pobladores locales. Yo apenas había hablado con Ludlow un puñado de veces, y había advertido que se trataba de un hombre bastante taciturno, pero veía a Morris habitualmente en el camino que pasaba delante de nuestra propiedad, y era alguien mucho más proclive que su superior a dedicar un momento a la conversación (y a recuperar el aliento).
– Un día caluroso -comenté.
El agente Morris, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, se enjugó la frente con la manga de la camisa y coincidió conmigo en que sí, era por cierto un día endemoniado. Le ofrecí un vaso de limonada casera, y él lo aceptó con gusto. Hablamos de asuntos locales durante la breve caminata, y lo dejé junto al templete mientras entraba en la cocina a servirle la limonada. No se veía a Eleanor por ningún lado, pero la podía escuchar moviéndose en el ático de la casa, haciendo un tremendo barullo mientras apilaba cajas y desparramaba canastos. Preferí no molestarla con la noticia de la llegada de Morris.
Afuera, el policía se paseaba despreocupadamente alrededor del templete, con las manos anudadas a la espalda. Le di el vaso de limonada cuando me acerqué a él, con el hielo crujiendo audiblemente en su interior, y lo contemplé mientras trasegaba un enorme sorbo. Debajo de sus brazos y en su espalda se veían grandes manchas de sudor, de un color azul más oscuro sobre el matiz más claro de su camisa, como si fuera un mapa del relieve de los océanos.
– ¿Qué le parece? -le pregunté.
– Está muy buena -respondió, creyendo que me refería a la limonada-. Justo lo que me recetó el doctor para un día como el de hoy.
Lo corregí.
– No, me refería al templete.
Morris cambió ligeramente su punto de apoyo, incómodo, y bajó la cabeza.
– No me corresponde a mí decirlo, señor Merriman -dijo-. Jamás me jactaría de ser experto en la materia.
– Experto o no, seguramente tendrá una opinión al respecto.
– Bien, con franqueza, señor, no me gusta demasiado. Nunca me gustó.
– Lo que dice suena como si se hubiera visto obligado a involucrarse con esta construcción más de una vez -dije.
– Fue hace tiempo -dijo, con cautela-. El señor Ellis…
Se interrumpió. Esperé. Estaba ansioso por hacerle más preguntas, pero no quería que pensara que quería fisgonear.
– Oí decir -dije finalmente- que su esposa desapareció, y que el pobre hombre se quitó la vida poco después.
Morris tomó otro trago de limonada y me miró con atención. Era fácil subestimar a ese hombre, pensé: su torpeza, su peso, sus luchas con la bicicleta… todo eso resultaba bastante cómico a primera vista. Pero el agente Morris era un hombre sagaz, y el hecho de que no hubiera sido ascendido dentro de las filas policiales no se debía a ninguna deficiencia de su carácter o de su trabajo, sino a su propio deseo de permanecer en Ebbingdon y atender a los que estaban a su cargo. Ahora fue mi turno de sentirme incómodo bajo su mirada.
– Esa es la historia -dijo Morris-. Estaba por decir que al señor Ellis tampoco le gustaba mucho el templete. Quería demolerlo, pero las cosas se pusieron feas y, bien, usted ya conoce lo demás.
Pero, por supuesto, no lo conocía. Sólo sabía lo que había escuchado en el cotilleo local, e incluso eso me había sido retaceado, y se me había comunicado, por ser un recién venido, en módicas cantidades. Le conté a Morris cómo habían sido las cosas, y él sonrió.
– Chismes discretos -dijo-. Nunca escuché algo semejante.
– Sé que así son las cosas en un pueblo pequeño -dije-. Supongo que si mis nietos vivieran aquí todavía los seguirían mirando con cierta suspicacia.
– ¿Entonces tiene usted hijos, señor?
– No -repliqué, sin poder controlar un matiz de pesar en la voz. Mi esposa no era particularmente maternal, y la naturaleza al parecer había confirmado esa característica temperamental.
– Es raro -dijo Morris, sin dar señal de haber percibido ninguna alteración en mi tono de voz-. Han pasado muchos años desde que hubo niños en Norton Hall, desde antes de la época del señor Gray. El señor Ellis tampoco tenía hijos.
No era un tema del que yo quisiera seguir hablando, pero la mención de Ellis me permitió timonear la conversación hacia aguas más interesantes, y aproveché la oportunidad con un poquito de excesiva rapidez.
– Dicen… bien, dicen que el señor Ellis podría haber matado a su esposa.
De inmediato me sentí avergonzado de haber hablado con tanta crudeza, pero a Morris no pareció importarle. De hecho, por lo que percibí, el hombre había apreciado mi franqueza al abordar el tema tan directamente.
– Se sospechó eso -admitió-. Lo interrogamos, y vinieron dos detectives de Londres a investigar, pero fue como si ella hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Inspeccionamos toda la propiedad, y todos los campos y las tierras circundantes, pero no hallamos nada. Había rumores de que ella tenía un amiguito en Brighton, así que lo rastreamos y lo interrogamos también a él. Nos dijo que hacía semanas que no la veía, a pesar del poco valor que uno pueda darle a la palabra de un hombre que duerme con la esposa de otro. Finalmente, tuvimos que dejar las cosas como estaban. No había cadáver, y sin un cadáver no había crimen. Después el señor Ellis se pegó un tiro, y la gente llegó a sus propias conclusiones sobre lo que podría haberle pasado a la esposa.
Bebió lo que le quedaba de la limonada, después me entregó el vaso vacío.
– Gracias -me dijo-. Fue muy refrescante.
Le dije que de nada, que siempre era bienvenido, y lo observé mientras se preparaba a montar una vez más en su bicicleta.
– ¿Agente?
Interrumpió sus preparativos.
– ¿Qué cree usted que le ocurrió a la señora Ellis?
Morris meneó la cabeza.
– No lo sé, señor, pero sí sé una cosa. Que Susan Ellis ya no camina sobre la faz de la tierra. Yace enterrada en ella.
Y con esas palabras, se alejó en su bicicleta.
La semana siguiente debía atender en Londres unos negocios impostergables. Tomé el tren y pasé casi todo un día frustrante discutiendo asuntos financieros, frustración agravada por una creciente inquietud, de modo que el tiempo que estuve en Londres se dividió en sólo una fracción de mi atención puesta en mis finanzas y el resto dedicado a la naturaleza del mal que parecía haber mancillado Norton Hall. Aunque no era supersticioso, me sentía cada vez más inquieto debido a la historia de nuestro nuevo hogar. Los sueños se me habían estado repitiendo cada vez con mayor regularidad, siempre acompañados por el ruido de garras golpeando y mandíbulas que entrechocaban y, a veces, por la visión de Eleanor inclinada sobre mí en el momento en que por fin me despertaba, con sus ojos brillantes y cómplices, sus pómulos a punto de entrar en erupción como cuchillos que le atravesaran la tensa piel de la cara. Inexplicablemente, además, el volumen de relatos de viaje de Gray se había perdido, y cuando interrogué a Eleanor al respecto sentí que ella me mentía al afirmar que no sabía nada de su paradero. Además, el ático y el sótano eran una jungla de cajas apiladas y papeles descartados, y ese caos desmentía lo que decía mi esposa, quien alegaba que solo estaba “reorganizando” nuestro orden doméstico.
Finalmente, se habían producido algunos cambios perturbadores en los aspectos más íntimos de nuestra vida marital. Esos asuntos deben quedar entre marido y mujer, pero baste decir que nuestras relaciones se volvieron más frecuentes -y en lo que a mi esposa se refiere, más violentas- de lo que habían sido nunca. La situación había llegado al punto de que yo temía apagar la luz, y había acabado por preferir quedarme lejos de nuestro dormitorio hasta altas horas de la noche, con la esperanza de que Eleanor se hubiera dormido en el momento en que yo finalmente me acostaba a su lado. Sin embargo Eleanor rara vez estaba dormida, y su apetito era horriblemente insaciable.
Estaba oscuro cuando llegué a casa esa noche, no obstante alcancé a ver que había huellas de un vehículo sobre el césped, y un enorme pozo en el sitio en el que había estado el templete. Los escombros de la construcción estaban tirados en un revoltijo de piedra y cemento y plomo sobre el sendero de grava junto a la casa, dejados allí por los hombres responsables de la demolición, revelando ahora la escasez de su base, pues la estructura misma era simplemente una excusa, una manera de cubrir el enorme hoyo que yacía debajo de ella. Una figura se encontraba en el borde del hoyo, con una lámpara en la mano. Cuando se volvió hacia mí, esbozó una sonrisa que, me pareció, estaba colmada de lástima y malicia.
– ¡Eleanor! -grité-. ¡No!
Era demasiado tarde. Me dio la espalda y empezó a bajar por una escalera, mientras la luz que llevaba desaparecía con rapidez de mi vista. Dejé caer mi maletín y corrí por el césped, con el pecho agitado y un pánico creciente aferrándome las entrañas, hasta llegar al borde del foso. Abajo, Eleanor excavaba la tierra con las manos desnudas, revelando lentamente la esquelética figura contraída de una mujer, sus restos aún cubiertos con un andrajoso vestido rosa, y supe instintivamente que era la señora Ellis, y que las sospechas del agente Morris eran fundadas. Ella no había abandonado a su esposo. Más bien él la había enterrado aquí después de que ella excavara bajo el templete; él la había matado y luego se había suicidado en un acceso de horror y remordimiento. El cráneo de la señora Ellis era levemente alargado alrededor de la nariz y de la boca, como si alguna espantosa transformación se hubiera interrumpido a causa de su súbita muerte.
Para entonces, Eleanor ya había conseguido dejar al descubierto un pequeño ataúd, oscuro y ornamentado. Empecé a bajar la escalera para acercarme a ella en el momento en que enarbolaba una barra metálica y la lanzaba contra el gran cerrojo que Gray había colocado a la caja antes de enterrarla. Ya había llegado a los últimos peldaños de la escalera cuando escuché el sonido de goznes y, con un grito de triunfo, Eleanor abrió la tapa del ataúd. Allí, tal como Gray lo había descripto, yacían los restos encorvados, coronados por un extraño cráneo alargado. Ya había empezado a alzarse el polvo y la boca de Eleanor había comenzado a exhalar una delgada estela de rojo vapor. Su cuerpo se convulsionó como si lo sacudieran manos invisibles. Sus ojos parecían salirse de las órbitas, muy blancos, y las mejillas parecieron hundirse en su boca abierta, mientras todas las líneas de su cráneo se hacían muy visibles bajo la piel. La barra se deslizó de su mano y yo la aferré rápidamente. Empujando a Eleanor a un lado, alcé la barra sobre mi cabeza y me erguí junto al ataúd. Desde adentro un rostro gris y negro me miraba con grandes ojos verde oscuro y orificios en lugar de orejas, y su afilado pico chasqueó cuando el ser comenzó a alzarse para atacarme. Las garras se debatían contra los costados de su prisión mientras luchaba por alzarse, y su cuerpo era una parodia de todo lo que era bello en una mujer. Su aliento olía a cosas muertas.
Cerré los ojos y descerrajé el golpe. Algo gritó, y el cráneo se partió con un ruido hueco y húmedo como si fuera un melón. La criatura cayó hacia atrás, y yo cerré la tapa con violencia. A mis pies, Eleanor yacía inconsciente, mientras las últimas volutas del vapor rojo brotaban lentamente de sus labios. Tal como lo había hecho Gray años atrás, usé la barra de hierro para trabar el cerrojo. Desde adentro brotaba el ruido de un furioso golpeteo, y la barra se agitó con violencia sobre el cerrojo. La cosa gritó repetidamente, con un sonido largo y agudo semejante a los chillidos de los cerdos en el matadero.
Cargué a Eleanor sobre mis hombros y, con cierta dificultad, trepé por la escalera hasta el nivel de la tierra, mientras los golpes y la agitación que venían del ataúd disminuían poco a poco. Llevé a mi esposa en auto hasta Bridesmouth, donde la dejé al cuidado del hospital local. Permaneció inconsciente durante tres días, y cuando recobró el conocimiento no recordaba nada del templete ni de Lilit.
Mientras ella estaba en el hospital, hice arreglos para que ambos regresáramos a Londres de manera permanente, y para que Norton Hall fuera cerrado. Y después, una tarde brillante, observé cómo el hoyo del jardín era revestido con cemento reforzado con vigas de acero. Luego vertieron en él más cemento, tres camiones enteros, hasta que sus fauces estuvieron rellenas hasta la mitad. Después, los albañiles emprendieron la tarea de construir un segundo templete para tapar todo, esta vez más grande y más ornamentado que su predecesor. Me costó medio año de ganancias, pero no tuve dudas de que valía la pena. Finalmente, mientras Eleanor continuaba su convalecencia con su hermana, en Bournemouth, vi cómo colocaban las últimas piedras y los albañiles empezaban a retirar su equipo del jardín.
– Supongo que a la señora no le gustaba el otro templete, ¿no es cierto, señor Merriman? -me dijo el capataz, mientras contemplábamos la puesta del sol detrás de la nueva estructura.
– Me temo que no era adecuado para su temperamento -respondí.
El capataz me lanzó una mirada perpleja.
– Son criaturas muy raras, las mujeres -añadió al fin-. Si se salieran con la suya, dominarían el mundo.
– Si se salieran con la suya -repetí.
Pero no lo harán, pensé.
Al menos no mientras yo pudiera evitarlo.