Querido foro de Penthouse (un primer borrador) – Laura Lippman

No lo van a poder creer, pero esto de veras me sucedió el otoño pasado, y todo porque llegué cinco minutos tarde, algo que pareció una tragedia en ese momento. “Solo son cinco minutos”, le repetía una y otra vez a la mujer detrás del mostrador, que ni se molestaba en alzar la vista de la pantalla de su computadora para mirarme. Y era espantoso, porque no necesito mucho para ser encantador, pero necesito al menos algo que me permita operar. ¿Por qué teclean tanto las empleadas encargadas de los pasajes? ¿Qué hay en la computadora que les hace fruncir el ceño de ese modo? Yo había impreso la constancia de mi pasaje electrónico, y no dejaba de empujarlo hacia ella sobre el mostrador, y ella no dejaba de devolvérmelo con la punta de un bolígrafo, como yo solía hacer con la ropa interior sucia de Bruce, mi compañero de cuarto, cuando estábamos en la universidad. Solía recogerla con un palo de hockey y apilarla en un rincón, solo para abrir una senda en nuestro cuarto. Bruce era un maldito vago.

– Lo siento -me dijo ella, oprimiendo una tecla una y otra vez-. No puedo hacer nada por usted esta noche.

– Pero yo tenía una reservación. Andrew Sickert. ¿No la tiene allí?

– Sí -dijo ella, silbando la “s” con un siseo húmedo, como una chica de secundaria con una ortodoncia nueva. Dios, ¿cómo logran hacerlo los hombres mayores? Yo no puedo verlo, en especial si de verdad es más difícil conseguir una erección cuando uno se hace mayor, y tampoco imagino eso. Pero si la cosa se pone más difícil, ¿no hace falta tener una mejor visual?

– Compré ese pasaje hace tres semanas. -En realidad, hacía dos, pero estaba desesperado por ganar algo de ventaja, desesperado por subirme a ese avión.

– En el listado dice que no se le garantiza el asiento si no está aquí treinta minutos antes de la partida. -Su voz era de oh-qué-aburrimiento, el tono de una persona que simplemente adora el dolor ajeno.- Tuvimos un vuelo sobrevendido más temprano y había una docena de personas en lista de espera. Como usted no se presentó a las 9.25, asignamos su asiento a otro.

– Pero ahora son apenas las 9.40 y no tengo equipaje. Podría alcanzarlo, si la fila de seguridad no es demasiado larga. Aunque fuera en la última puerta, llegaría. Tengo que tomar ese vuelo. Tengo… tengo… -Casi podía sentir cómo mi imaginación intentaba estirarse, saltando por toda mi cabeza, buscando algo que a esa mujer le resultara atendible.- Tengo una boda.

– ¿Se casa usted?

– ¡No!-Ella frunció el ceño ante la cavilosa estridencia de mi voz.- Quiero decir, no, por supuesto que no. Si fuera mi propia boda estaría allí desde hace, por lo menos, una semana. Es mi… eeh, mi hermano. Soy el padrino.

El “eeeh” fue desafortunado.

– ¿La boda es en Providence?

– En Boston, pero es más sencillo volar a Providence que a Logan.

– ¿Y es mañana, viernes?

Mierda, nadie se casaba un viernes a la noche. Hasta yo conocía eso.

– No, pero hay una cena de ensayo y, ya sabe, esas cosas.

Más tecleo.

– Puedo darle el vuelo de las 7 de la mañana si me promete registrarse noventa minutos antes. Estará en Providence a las 8.30. Me parece que tendrá tiempo más que suficiente. Para el ensayo y esas cosas. A propósito, ese vuelo cuesta treinta y cinco dólares más.

– Okey -dije, extrayendo una tarjeta Visa que estaba peligrosamente cerca de alcanzar su cupo máximo, pero me sentía reticente a entregar mi dinero en efectivo, que necesitaría en abundancia el viernes a la noche-. Supongo que será suficiente tiempo para mí.

Y ahora sólo tenía que pasar el tiempo en el más desabrido aeropuerto, Baltimore-Washington International, del más desabrido suburbio, Linthicum, de toda la Costa Este. Irme a casa no era una opción. El tren ya había dejado de pasar, y no podía afrontar los treinta dólares de taxi para volver a Baltimore Norte. Además, debía registrarme a las 5.30 de la mañana para garantizarme un asiento, y eso significaba que tendría que levantarme a las cuatro. Si me quedaba en el aeropuerto, al menos no podría perder el vuelo.

Vagué por el área de pasajes, pero estaba todo muerto, las ventanillas estaban a punto de cerrar. Tomé una cerveza; el último llamado era a la 11, y ya no podía ir a los comercios y restaurantes del otro lado de los detectores de metales porque no tenía tarjeta de embarque. Me quedé junto a las escaleras un rato, observando a la gente que salía de las terminales, con rostros exhaustos aunque felices porque sus viajes ya habían terminado. Era casi como si hubiera dos aeropuertos: “Partidas”, la ciudad fantasma donde yo estaba atrapado, y “Llegadas”, donde la gente salía en torrente por las puertas y hacia las escaleras mecánicas, luchando por su equipaje y arrojándose después en los atestados carriles del nivel inferior, encaminándose a casa, encaminándose hacia el exterior. Yo debería haber estado haciendo lo mismo, a unos seiscientos kilómetros de distancia. Mi avión estaría aterrizando ahora, los muchachos me estarían buscando, listos para irnos. Traté de llamarlos, pero mi celular estaba muerto. Esa era la clase de noche que estaba pasando.

Me tendí en uno de los bancos tapizados frente al mostrador de mi línea aérea e intenté dormitar un poco. Un viejo estaba empujando una aspiradora justo al lado de mi cabeza, algo que me resultó un poquito hostil. No obstante, cerré los ojos y traté de no pensar en lo que me estaba perdiendo en Boston. Los muchachos probablemente estuvieran en un bar para entonces, consiguiéndose unas cervezas. Al menos podría llegar para los grandes festejos de la noche siguiente. Lo de la boda había sido una completa mentira. En realidad, iba a la despedida de soltero de un amigo, aunque no estaba invitado a la boda, pero eso era simplemente porque la novia no me tenía ninguna simpatía. Le había dicho a Bruce que yo era un tarado; sin embargo, la verdad es que habíamos tenido una pequeña aventura cuando ellos dos rompieron durante un tiempo en segundo año de la universidad, y tiene terror de que yo pueda contárselo a él. Y además, yo creo, porque la cosa le gustó, que disfrutó con el viejo Andy, quien aportó mucho más a la cosa de lo que podría haber hecho nunca Bruce. No estoy hablando mal de mi amigo, pero viví con el hombre en cuestión cuatro años. Sé muy bien qué le tocó en suerte en el reparto, fisiológicamente hablando.

Detrás de mis ojos cerrados, pensé en aquella semana de hace dos años, cuando ella había venido a mi cuarto en el momento que sabía que Bruce estaba ausente, y había cerrado la puerta con llave y, sin ningún preámbulo, se había arrodillado y…

– ¿Estás varado aquí?

Me incorporé sobresaltado, sintiendo que me habían atrapado justo en algo, aunque por suerte mis zonas bajas no estaban notoriamente desarregladas. Había una mujer de pie a mi lado, mayor, más o menos entre los treinta y los cuarenta, vestida con uno de esos trajes completamente serios y un peinado tirante, arrastrando una pequeña maleta rodante. Desde mi ventajosa posición inferior, no pude evitar advertir que tenía lindas piernas, al menos desde el tobillo hasta la rodilla. No obstante, el efecto general era formal, prodigiosamente aseñorado.

– Sí. Sobrevendieron mi vuelo, y no tengo otro hasta la mañana, y mi casa está demasiado lejos.

– Nadie debería dormir en un banco. Una sola noche podría arruinarte la espalda para toda la vida. ¿Necesitas dinero? Probablemente podrías conseguir una habitación en uno de esos moteles del aeropuerto por tan sólo cincuenta dólares. El Sleep-Inn es barato.

Extrajo una billetera de su bolso, y aunque esa clase de detalles no es mi fuerte, puedo decir que a mí me pareció que era una billetera costosa, y que estaba repleta de billetes. Casi nunca me siento angustiado por el dinero -tengo apenas veintitrés años y empezando en la vida, ya conseguiré suficiente plata-, pero no me resultó fácil la decisión, viendo todos esos billetes y pensando en la brecha generacional que existía entre ambos. ¿Por qué no podía aceptarle cincuenta dólares? Era obvio que ella no los echaría de menos.

Sin embargo, por alguna razón no pude hacerlo.

– No. Porque nunca se los devolvería. Quiero decir, podría hacerlo, tengo trabajo. Pero me conozco bien. Perdería su dirección o algo por el estilo, nunca le devolvería el dinero.

Ella sonrió, y la sonrisa transformó su rostro. Definitivamente, entre los treinta y los cuarenta, aunque más cerca de los treinta ahora que la observaba con detenimiento. Tenía ojos grises, una boca grande y curva, con el labio superior más grueso que el inferior, de modo que sus dientes sobresalían apenas un poco. Me pierde esa mordida. Y el traje era una especie de camuflaje, me di cuenta, un camuflaje positivo. La mayoría de las mujeres se visten de manera de ocultar sus defectos, pero hay unas pocas que usan la ropa para cubrir sus virtudes. Ella intentaba ocultar sus mejores cualidades, si bien pude distinguir las curvas bajo la ropa… tanto adelante, arriba, como en la espalda, donde su trasero se alzaba casi desafiando la chaqueta de sastrería y la falda recta. Es imposible aplastar un buen trasero.

– No seas tan galante -dijo ella-. No te estoy ofreciendo un préstamo. Estoy haciendo una buena acción. Me gusta hacer buenas acciones.

– No parece correcto -respondí.

No sé por qué me había puesto tan firme, pero creo que era porque ella era básicamente encantadora y dulce. No podía evitar pensar que volveríamos a encontrarnos, y que no querría ser recordado como el tipo que le sacó cincuenta dólares.

– Bien… -y otra vez esa sonrisa, más amplia ahora- llegamos a un callejón sin salida.

– Así parece. Será mejor que vaya hasta la parada de taxis si quiere volver a casa esta noche. Hay una fila de veinte personas.

Miramos por la ventana hacia el nivel inferior, que era un completo caos. Allá arriba, sin embargo, todo estaba silencioso e íntimo, ya que el tipo de la aspiradora se había ido por fin a hacer ruido a otra parte, y todas las ventanillas de venta de pasajes estaban cerradas.

– Soy afortunada, tengo mi propio auto.

– Creo que más afortunado es el hombre que la está esperando en casa.

– Oh -dijo un poco nerviosa, lo que le dio un aspecto aún más sensual-. No hay nadie… quiero decir… bueno, estoy sola.

– Eso es difícil de creer.

El típico y trillado comentario estúpido era, sin embargo, sincero. ¿Cómo podía ser que alguien como esa bruja de los pasajes tuviera un anillo en el dedo, mientras esta mujer andaba suelta por ahí?

– Es un problema como el del huevo o la gallina.

– ¿Eeh?

– Si estoy sola porque soy una adicta al trabajo o si soy una adicta al trabajo porque estoy sola.

– Oh, es muy simple. Es la primera opción. No hay duda.

Su rostro pareció iluminarse y juro que vi que se le nublaban los ojos, como si estuviera a punto de llorar.

– Eso es lo más lindo que me han dicho en mi vida.

– Entonces, tiene que salir con gente un poco mejor.

– Mira… -Puso su mano sobre la mía, y era fresca y suave, la clase de mano que recibe una capa de crema con regularidad, la mano de una mujer que cuida cada parte de sí misma. Sabía que estaría brillante y pulida, con una fina terminación debajo de su traje conservador, con las uñas de los pies pintadas y con un lindo perfume-. Tengo un departamento con dos dormitorios en la parte sur de la ciudad, a pocas calles de los grandes hoteles. Puedes pasar la noche en mi cuarto de huéspedes, alcanzar el primer transporte al aeropuerto que sale del Hyatt a las cinco. Sólo cuesta quince dólares, y llegarás a donde vayas descansado y fresco.

Es raro, pero me sentía protector con ella. Era casi como si fuera dos personas: alguien que quería protegerla de un tipo como yo, que deseaba meterse en su departamento y arrancarle ese traje, ver lo que ella le ocultaba al resto del mundo.

– No podría hacer eso. Ese es un favor aun más grande que darme cincuenta dólares para que me vaya a dormir a un hotel.

– No sé. Me parece que existen maneras en que podrías retribuirme, si te pones a pensarlo un poco.

No sonrió ni arqueó una ceja ni hizo gesto alguno que subrayara lo que acababa de ofrecerme. Simplemente me dio la espalda y empezó a arrastrar su maleta hacia las puertas corredizas de vidrio.

Nunca en mi vida estuve más seguro de que una mujer me deseaba. Me incorporé, aferré mi propia maleta y la seguí, mientras las ruedas de nuestros equipajes iban repiqueteando al unísono. Me condujo hasta un BMW negro estacionado en el área de estadías breves. Ninguno de los dos dijo una sola palabra, apenas si podíamos mirarnos; yo ya le tenía la falda a mitad del muslo mientras ella le entregaba dos dólares al encargado del estacionamiento. Él ni siquiera se molestó en mirar hacia abajo, sino que tan sólo le dio el cambio, aburrido con su vida. Es asombroso lo que la gente no ve, pero después de todo… la gente no la veía a ella, esa asombrosa mujer. Porque era pequeña y modesta, pasaba por el mundo sin que la reconocieran. Me alegré de no haber cometido el error de no haberla visto.

Su departamento estaba a sólo veinte minutos de distancia, y si yo hubiera tenido veinticinco años, creo que la hubiera hecho detenerse a un lado de la calle para no correr el riesgo de reventar. Le había subido la falda hasta la cintura para entonces, y sin embargo ella mantenía el control del auto y los ojos clavados en el camino, algo que me volvió todavía más loco por aquella mujer. Una vez que se detuvo, no se molestó en abrir el baúl, y para entonces yo no estaba demasiado preocupado por mi maleta. No iba a necesitar ropa hasta la mañana siguiente. Ella subió corriendo la escalera y la seguí.

El edificio estaba un poco más venido a menos de lo que yo esperaba, y en un vecindario un poco más dudoso de lo que supuse, pero esos lofts construidos en viejos depósitos suelen estar en zonas raras de la ciudad. Me hizo entrar de un tirón en la sala a oscuras y cerró la puerta con llave, poniendo la traba como si temiera que yo fuera a cambiar de idea, aunque no había riesgo de que se me ocurriera algo así. No tuve tiempo ni disposición para estudiar el ambiente que me rodeaba, aunque sí advertí que la habitación estaba escasamente amoblada… sólo un sofá, un escritorio con una laptop abierta, y ese enorme anaquel lleno de frascos con centelleantes tapas doradas, que se parecían a esos enormes envases de pimientos que se ven en algunas fiambrerías, aunque no exactamente iguales. No pude evitar pensar que era un proyecto de ella, que tal vez fueran jarrones distorsionados por la luz de la luna.

– ¿Eres artista? -le pregunté mientras retrocedía y empezaba a quitarle la ropa, revelando un cuerpo que era todavía mejor de lo que había esperado.

– Soy una mujer de negocios.

– Quiero decir, ¿como un hobby? -hice un gesto con la cabeza hacia los anaqueles, mientras trataba de quitarme los pantalones sin caerme.

– Hago conservas.

– ¿Cómo? -En realidad no me importaba mucho la respuesta, porque ya tenía mis manos sobre ella. Me dejó besar y acariciar todo lo que estaba a mi alcance, después se arrodilló, como si su intención fuera complacerme. Bueno, había dicho que le gustaba hacer buenas acciones, y yo había estado bastante bien en su auto.

– Conservas -dijo, con aliento cálido y húmedo-. También les pongo frutas y vegetales y otras cosas, para poder disfrutarlas durante todo el invierno.

Y entonces dejó de hablar porque…


Maureen se detiene, frunciendo el ceño ante lo que ha escrito. ¿Ha logrado dominar el género? Esta es su sexta carta, y aunque las ideas mejoran, la prosa se vuelve más dura. Parte del problema es que los hombres aportan tan poco a sus personajes, y la obligan a ser más imaginativa acerca de sus vidas y sus propósitos. Aun cuando le cuenten un poco de sus vidas, como este, Andy, es todo tan aburrido, tan banal. Llega tarde al aeropuerto, pierde el avión, sin dinero suficiente para hacer otra cosa que dormir en un banco, bla, bla, bla. Ah, pero ella no puede darse el lujo de elegirlos por el material que le ofrecen. Tiene que conseguir la materia prima y amoldarla a sus necesidades.

Hasta ahora, los editores de Penthouse no han publicado ninguna de sus cartas. Demasiada acumulación de detalles, supone, que en lo que a ella se refiere es igual a demasiado juego sexual previo. Pero esa es la diferencia entre hombres y mujeres, el abismo infranqueable. Una quiere seducción, el otro quiere acción. Y por eso también es que sus guiones no se venden… demasiada acumulación de detalles, demasiado relato. Y, francamente, sabe muy bien que sus escenas de sexo son malas. Parte del problema es que en la vida real Maureen nunca completa el acto que está intentando describir en la ficción; está demasiado ansiosa por llegar a su parte favorita. Entonces, sí, tiene todo un tema con el juego preliminar.

No, definitivamente tiene un problema con las voces de este relato. ¿Acaso un hombre joven podría recordar el sonido sibilante que hacen las abrazaderas de la ortodoncia, o es que ella está poniendo en eso demasiado de sus propios años difíciles de la adolescencia? ¿Un hombre de veintitrés años podría reconocer una billetera costosa? ¿O usar la palabra “prodigiosamente”? Además, también debería ser más cuidadosa con los hechos en sí mismos. Los dos dólares de la tarifa del estacionamiento… una persona más astuta, cualquiera que no tuviera la mano debajo de la falda de una mujer, tanteando a ciegas como si estuviera buscando monedas caídas debajo del cojín de un sofá, podría preguntarse por qué alguien que regresa de un viaje de negocios sólo está pagando por una hora de estacionamiento. También debería corregir el departamento de ella, hacerlo más sofisticado, de la misma manera que había ascendido de categoría a su Nissan Sentra, convirtiéndolo en un reluciente BMW negro. Y, hablando del tema, tiene que llevar su auto a lavar y lustrar, por las dudas, y cambiar el nombre de Andy en las siguientes versiones. No le preocupa que los detectives de homicidio puedan leer el foro de Penthouse buscando pistas para los casos no resueltos, aunque es casi seguro que lo leen. Mientras tanto, se deshizo de la maleta de él, que arrojó en un contenedor detrás del Sleep-Inn, cerca del aeropuerto, y también se deshizo del propio Andy.

Bueno… mira la fila de frascos relucientes, que tiene que volver a guardar dentro del aparador, pero son tan bonitos a la luz de la luna, casi como lámparas caseras de lava. Se deshizo de casi todo Andy.

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