Cielo azul – Michael Connelly

En el camino, el aire acondicionado se descompuso poco después de Bakersfield. Viajaba por el medio del Estado, era septiembre y hacía calor. Muy pronto pude sentir que mi camisa empezaba a pegarse al asiento de vinilo. Me quité la corbata y me desabotoné el cuello de la camisa. Ni siquiera sabía por qué me había puesto corbata. No estaba trabajando y no iba a ninguna parte que requiriera corbata.

Traté de ignorar el calor y de concentrarme en cómo trataría a Seguin. Pero era como el calor. Sabía que no había manera de manejarlo. De algún modo, siempre había sido al revés. Seguin me había manejado a mí, había hecho que la camisa se me pegara a la espalda. De una manera o de otra, eso terminaría después de este viaje.

Giré la muñeca sobre el volante y miré la fecha en mi Timex. Habían pasado exactamente doce años desde el día que había conocido a Seguin. Desde que había mirado en los fríos ojos verdes de un asesino.


El caso empezó en Mulholland Drive, la calle que serpentea como una culebra siguiendo la columna vertebral de las montañas de Santa Mónica. Un grupo de estudiantes se había detenido al costado del camino para beber cerveza y contemplar la brumosa ciudad de los sueños que se extendía a sus pies. Uno de ellos vio el cuerpo. Semioculta entre las malezas de la montaña y las latas de cerveza y las botellas de tequila arrojadas por juerguistas anteriores, la mujer estaba desnuda, con brazos y piernas separados y extendidos en una suerte de grotesca exhibición de sexo y muerte.

El llamado nos tocó a mí y a mi compañero, Frankie Sheehan. En esa época trabajábamos en la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles.

La escena del crimen era traicionera. El cuerpo estaba enganchado en una pendiente de más de sesenta grados de inclinación. Un resbalón y cualquiera podía caerse por la empinada ladera montaña abajo, terminando tal vez en el tibio baño de inmersión o en el patio de cemento de alguien. Usamos overoles y arneses de cuero y los bomberos del batallón 58 nos bajaron hasta el cadáver.

La escena estaba limpia. Ni ropas, ni documento de identidad, ni evidencias físicas, ninguna pista salvo la mujer muerta. Ni siquiera encontramos una fibra de tela que pudiera ser útil. Era algo inusual en un homicidio.

Estudié detalladamente a la víctima y advertí que no llegaba a ser una mujer… probablemente una adolescente. Mexicana, o de origen mexicano, tenía cabello castaño, ojos pardos y piel oscura. Me di cuenta de que en vida debía haber sido bella. En la muerte te partía el corazón. Mi compañero siempre dijo que las mujeres más peligrosas eran así. Bellas en vida, desgarradoras en la muerte. Podían obsesionarte, y permanecer aun cuando uno encontrara al monstruo que les había quitado todo.

Había sido estrangulada; las marcas de los dedos de su asesino se veían claramente en el cuello, la hemorragia petequial rodeaba sus ojos con un rouge criminal. El rigor mortis la había invadido y la había abandonado. Estaba laxa. Eso nos dijo que había estado muerta más de veinticuatro horas.

Supusimos que la habían arrojado allí la noche anterior, bajo la protección de la oscuridad. Eso significaba que había yacido muerta en algún otro sitio durante doce horas o más. Aquel otro sitio era la verdadera escena del crimen. Era el lugar que debíamos encontrar.


Cuando giré el auto hacia la bahía el aire finalmente empezó a refrescar. Bordeé el lado este de la bahía hasta Oakland y después crucé el puente hasta San Francisco. Antes de cruzar el Golden Gate me detuve a comer una hamburguesa en el Bar & Grill Balboa. Voy a San Francisco dos o tres veces al año, por mis casos. Siempre como en el Balboa. Esta vez comí en el mostrador, echando un vistazo ocasional al televisor para ver a los Giants que jugaban en Chicago. Iban perdiendo.

Pero lo que más hice fue pensar y repensar el caso. Ahora era un caso cerrado y Seguin nunca más volvería a hacerle daño a nadie. Salvo a sí mismo. Su última víctima sería él mismo. Sin embargo, el caso no me abandonaba. El asesino había sido atrapado, juzgado y condenado, y ahora sería ejecutado por sus crímenes. Aunque todavía quedaba una pregunta sin respuesta que me perseguía. Eso era lo que me había puesto en camino a San Quintín en mi día libre.


No conocíamos su nombre. Las huellas digitales del cadáver no coincidían con ninguna de los registros informáticos. Su descripción no coincidía con ninguna de las descripciones de personas desaparecidas del condado de Los Ángeles ni de los registros criminales del sistema nacional. El retrato que hizo un dibujante de su rostro y que se difundió por televisión y en los periódicos no produjo ningún llamado de un ser querido o un conocido. Los bocetos enviados por fax a quinientas dependencias policiales del sudoeste y a la policía judicial estatal de México no tuvieron respuesta. La víctima no fue reclamada y permaneció sin identificación: su cuerpo quedó descansando en el refrigerador de la oficina del forense mientras Sheehan y yo trabajábamos en el caso.

Fue difícil. Casi todos los casos empiezan por la víctima. Quién era esa persona y dónde vivía se convierten en el centro de la rueda, el punto de partida. Todo lo demás surge del centro. Pero desconocíamos esos datos y también la verdadera escena del crimen. No teníamos nada ni íbamos a ninguna parte.

Todo cambió con Teresa Corazón. Era la forense adjunta asignada al caso oficialmente conocido como Jane Doe #90-91. Mientras preparaba el cuerpo para la autopsia encontró la pista que nos llevaría primero a McCaleb y después a Seguin.

Corazón descubrió que el cuerpo de la víctima había sido lavado aparentemente con un limpiador industrial antes de ser arrojado a la ladera de la montaña. Era un intento del asesino de destruir rastros que pudieran servir como evidencia. No obstante, en sí mismo, ese dato era una pista sólida y una evidencia. El producto limpiador podía ayudar a develar la identidad del asesino o a relacionarlo con el crimen.

Sin embargo, fue otro descubrimiento de Corazón el que nos aclaró el caso. Mientras fotografiaba el cadáver, la forense advirtió una impresión en la parte posterior de la cadera izquierda. La lividez post-mortem indicaba que la sangre del cuerpo se había depositado sobre la mitad izquierda, lo que significaba que el cuerpo había yacido sobre el lado izquierdo en el lapso transcurrido desde que su corazón se detuvo hasta el momento en que arrojaron el cuerpo por la ladera junto a Mulholland. Tal evidencia indicaba que durante el tiempo en que la sangre se depositó, el cuerpo había yacido sobre el objeto que había dejado su marca en la cadera.

Usando luz angular para estudiar la marca, Corazón descubrió que podía ver con claridad el número 1, la letra J y parte de una tercera letra que podría ser el trazo superior izquierdo de una H, una K o una L.

– Una chapa patente -dije cuando Teresa me llamó a la sala de autopsias para que viera su descubrimiento. La puso sobre una patente.

– Exactamente, detective Bosch -dijo Corazón.

Sheehan y yo rápidamente elaboramos la teoría de que quien fuese que hubiera matado a la mujer sin nombre había ocultado el cuerpo en el baúl de un auto hasta que se hiciera de noche para poder llevarlo hasta las alturas de Mulholland con mayor seguridad y deshacerse de él. Después de limpiar con todo cuidado el cuerpo, el asesino lo guardó en el baúl de su auto, y había cometido el error de colocarlo sobre parte de una chapa patente que había quitado del auto y que también había guardado en el baúl. Esa zona de la teoría contemplaba que la chapa patente había sido quitada y posiblemente reemplazada por otra robada, como medida adicional de seguridad que ayudaría al asesino a evitar que se lo identificara en el caso de que su auto fuera visto por algún transeúnte suspicaz en el mirador de Mulholland.

La impresión sobre la piel no daba pistas sobre el Estado al que pertenecía la patente. Pero el uso del mirador de Mulholland nos sugería la idea de que nos enfrentábamos con alguien familiarizado con la zona, un residente local. Empezamos con el Departamento de Vehículos de California y conseguimos la lista de todos los autos registrados en el condado de Los Ángeles que tuvieran una patente que empezara con 1JH, 1JK y 1JL.

La lista contenía más de mil nombres de propietarios de autos. Eliminamos un cuarenta por ciento de esos nombres descartando a las mujeres propietarias. Los nombres restantes fueron cargados en el Index Criminal Nacional de nuestra computadora y nos quedamos con treinta y seis hombres que tenían un prontuario criminal que oscilaba entre los delitos menores y los más graves.

Lo supe la primera vez que estudié esa lista de treinta y seis nombres. Sentí con toda certeza que uno de los nombres que aparecían allí pertenecía al asesino de la mujer sin nombre.


El Golden Gate estaba a la altura de su nombre bajo el sol de la tarde. [1] Se hallaba atestado de autos que iban en ambas direcciones y la salida de turistas en el lado norte exhibía el cartel de completo. Seguí adelante hasta el túnel pintado con los colores del arco iris y a través de la montaña. Pronto pude ver San Quintín arriba, a la derecha. Un lugar ominoso en un paisaje idílico, alojaba a los peores criminales que California podía ofrecer. Y yo iba a ver al peor de los peores.


– ¿Harry Bosch?

Me alejé de la ventana por la que había estado mirando las lápidas blancas del cementerio de veteranos que se extendía abajo, al otro lado de Wilshire. Un hombre de camisa blanca y corbata granate estaba allí manteniendo abierta la puerta de los despachos del FBI. Parecía estar entre los treinta y los cuarenta años, con un físico esbelto y apariencia saludable. Sonreía.

– ¿Terry McCaleb?

– El mismo.

Nos estrechamos la mano y me invitó a seguirlo, conduciéndome a través de un tortuoso laberinto de pasillos y oficinas con paneles de madera hasta que llegamos a la suya. Parecía que alguna vez había sido el armario de un conserje. Era más pequeña que una celda de castigo y apenas si tenía lugar para albergar un escritorio y dos sillas.

– Creo que es una suerte que mi compañero no haya querido venir -dije, metiéndome a presión en el cuarto.

Frankie Sheehan se refería a los perfiles criminales como “huevadas de oficina” o bien como “charlatanerías”. Una semana antes, cuando yo había decidido contactar a McCaleb, el especialista en perfiles criminales residente de la oficina del FBI de Los Ángeles, habíamos tenido una discusión. Pero el caso era mío, así que hice la llamada.

– Sí, las cosas están un poco apretadas aquí -dijo McCaleb-. Pero al menos tengo un espacio privado.

– A casi todos los polis que conozco les gusta estar en la sala general del escuadrón. Supongo que les gusta la camaradería.

McCaleb sólo asintió y comentó:

– A mí me gusta estar solo.

Señaló la silla extra y me senté. Advertí una foto de una adolescente pegada a la pared encima de su escritorio. Parecía apenas unos años más joven que mi víctima. Pensé que tal vez, en el caso de que fuera la hija de McCaleb, podría representar un pequeño plus para mí. Algo que podría inducirlo a darle un impulso extra a mi caso.

– No es mi hija -dijo McCaleb-. Es un caso viejo. Un caso de Florida.

Lo miré. No sería la última vez que él pareció leerme el pensamiento con tanta claridad como si yo hubiera hablado en voz alta.

– Así que todavía ninguna identificación en el suyo, ¿verdad?

– No, nada todavía.

– Eso siempre resulta duro.

– En su mensaje me decía que había vuelto a revisar el archivo, ¿no?

– Sí, así es.

La semana anterior le había enviado copias fotográficas del asesinato y de la escena del crimen. No habíamos filmado en video la escena del crimen y eso preocupaba a McCaleb. Pero yo había conseguido una grabación que me había dado un periodista de televisión. El helicóptero de su canal había sobrevolado la escena del crimen aunque no habían emitido la filmación debido a que el contenido era demasiado crudo.

McCaleb abrió una carpeta sobre su escritorio y se concentró en ella antes de hablar.

– Antes que nada, ¿está familiarizado con nuestro programa ACRIV… Arresto Criminal Violento?

– Sé lo que es. Esta es la primera vez que presento un caso.

– Sí, usted es una rareza en el Departamento de Policía de Los Ángeles. La mayoría de ustedes no quieren ayuda ni confían en ella. Pero con unos pocos tipos más como usted tal vez me den una oficina más grande.

Asentí. No pensaba decirle que la desconfianza y suspicacia hacia la institución eran el motivo por el que la mayoría de los detectives del dpla no buscaba ayuda del FBI. Era un dictamen tácito que procedía del propio jefe de la policía. Se decía que se podía escuchar al jefe maldiciendo a los gritos en su oficina cada vez que se enteraba por las noticias que el FBI había hecho un arresto dentro de los límites de la ciudad. En el departamento se sabía que el escuadrón de robos bancarios habitualmente monitoreaba las transmisiones radiales del escuadrón bancario del FBI y con frecuencia caía sobre los sospechosos antes de que los federales tuvieran tiempo de moverse.

– Sí… bueno, sólo quiero aclarar el caso -dije-. No me importa si usted es un clarividente o Santa Claus; si tiene algo que pueda ayudarme lo escucharé.

– Bien, creo que tal vez lo tenga.

Dio vuelta una página de la carpeta y alzó una pila de fotografías de la escena del crimen. No eran las que yo le había enviado. Eran ampliaciones de 24 x 30 de las fotos originales de la escena del crimen. Las había hecho por su cuenta. Eso me dijo que McCaleb verdaderamente le había dedicado un poco de tiempo al caso. Me hizo pensar que tal vez estuviera tan obsesionado como yo. Una mujer sin nombre a la que habían arrojado sin vida en una ladera. Una mujer a la que nadie había reclamado. Una mujer que no le importaba a nadie. La clase más peligrosa. En lo más íntimo, a mí sí me había importado y yo la había reclamado. Y ahora parecía que tal vez McCaleb también.

– Permítame empezar diciéndole cuál es mi perspectiva, lo que creo que usted tiene entre manos -dijo McCaleb.

Revolvió las fotos un momento, quedándose finalmente con una que se había hecho del video del programa de noticias. Mostraba una toma aérea del cuerpo desnudo, con los brazos y las piernas extendidos y separados sobre la ladera. Extraje mis cigarrillos y sacudí el paquete para servirme uno.

– Tal vez usted haya llegado a las mismas conclusiones. Si es así, le pido disculpas. No quiero hacerle perder el tiempo. A propósito, no puede fumar aquí.

– No se preocupe -dije, guardando el tabaco-. ¿Qué es lo que tiene allí?

– La escena del crimen es muy importante porque nos da una entrada de acceso al pensamiento del asesino. Lo que veo aquí sugiere el trabajo de lo que llamamos un asesino exhibicionista. En otras palabras, es un asesino que quería que su crimen se viera -que fuera muy público- y que en virtud de ello infundiera horror y miedo en la población en general. Su gratificación derivaría de esa reacción del público. Es alguien que lee los periódicos y ve las noticias en televisión buscando cualquier información o avance de la investigación. Es su manera de ver cómo va el marcador. Así que creo que cuando lo encontremos, también hallaremos recortes de periódicos y tal vez incluso videos de las noticias sobre el caso difundidas por televisión. Probablemente todo ese material esté en su dormitorio porque le sirve para estimular fantasías masturbatorias.

Advertí que había usado el “nosotros” para referirse a los investigadores del caso, pero no reaccioné de ninguna manera. McCaleb prosiguió como su estuviera hablando consigo mismo y no hubiera nadie más en su oficina.

– Un elemento de la fantasía del asesino exhibicionista es el duelo. Exhibir su crimen ante el público incluye exhibirlo ante la policía. De hecho, está planteando un desafío. Está diciendo: “Soy mejor que ustedes, más listo y más inteligente. Demuéstrenme que estoy equivocado, si es que pueden. Atrápenme si pueden”. ¿Se da cuenta? Se está batiendo con usted en el ruedo público de los medios de comunicación.

– ¿Conmigo?

– Sí, con usted. En este caso en particular usted aparece en los medios. Es su nombre el que dan los periódicos en sus artículos.

– Estoy a cargo del caso. Yo fui el que habló con todos los periodistas.

McCaleb asintió.

– Muy bien -dije-. Todo esto sirve para entender que este tipo es un chiflado. ¿Pero qué tiene para ayudarnos a localizar al tipo?

McCaleb asintió.

– ¿Sabe lo que dicen siempre los agentes inmobiliarios? Ubicación, ubicación, ubicación. Yo digo lo mismo. El lugar que eligió para dejarla es significativo porque se relaciona con sus tendencias exhibicionistas. Las colinas de Hollywood. Mulholland Drive y toda la vista de la ciudad. Esta víctima no fue arrojada allí por casualidad. El lugar fue elegido, quizá tan cuidadosamente como fue elegida la víctima. La conclusión es que el sitio donde la dejó es un lugar con el que nuestro asesino puede estar familiarizado debido a las rutinas de su vida, pero sin embargo no fue elegido por razones de conveniencia o comodidad. Eligió ese lugar, quería que fuera ese porque era el mejor para anunciar su obra ante el mundo. Formaba parte del cuadro. Significa que tal vez puede haber recorrido mucha distancia para dejarla ahí. O podría haber recorrido unas pocas manzanas.

Reparé que había dicho “nuestro”, “nuestro asesino”. Sabía que si Frankie hubiera venido conmigo ya habría estallado. Yo lo dejé pasar.

– ¿Vio la lista de nombres que le envié?

– Sí, la leí toda. Y creo que sus instintos son buenos. Los dos potenciales sospechosos que usted destacó encajan en el perfil que construí para este asesinato. Alguien cerca de los treinta años con un prontuario criminal en escalada.

– El portero de Woodland Hills tiene acceso cotidiano a limpiadores industriales… podríamos comparar alguno de ellos con el agente limpiador que se usó sobre el cuerpo. Es uno de los candidatos que más nos gustan.

McCaleb asintió pero no dijo nada. Parecía estar estudiando las fotos, que ahora estaban desparramadas sobre el escritorio.

– A usted le gusta el otro tipo, ¿no? El escenógrafo de Burbank. McCaleb alzó la vista hacia mí.

– Sí, me gusta más. Sus delitos, aunque menores, encajan mejor con los modelos de maduración de los depredadores sexuales que hemos visto. Creo que cuando hablemos con él debemos asegurarnos de hacerlo en su casa. Así podremos estudiarlo mejor. Sabremos…

– ¿Nosotros?

– Sí. Y debemos hacerlo pronto.

Con la cabeza indicó las fotos que cubrían su escritorio.

– Esto no fue un hecho aislado. Sea quien fuere, va a hacerlo otra vez… si es que no lo ha hecho ya.


Yo había sido responsable de que muchos hombres fueran a parar a San Quintín pero nunca antes había estado ahí. En la puerta mostré mi identificación y me entregaron una hoja impresa con instrucciones que me encaminaron hacia un lote cercado destinado a vehículos del personal policial. En una puerta cercana, con un letrero que decía personal policial solamente me condujeron a través del gran muro de la prisión y guardaron mi arma bajo llave en una bóveda. Me dieron un recibo de plástico rojo con el número 7 impreso.

Después de que ingresaron mi nombre en la computadora y comprobaron las autorizaciones ya acordadas, un guardia que ni se molestó en presentarse me condujo a través de un patio de recreación vacío hasta un edificio de ladrillos que se había oscurecido con el tiempo hasta cobrar un matiz negruzco de chimenea. Era la casa de la muerte, el lugar donde Seguin recibiría la inyección dentro de una semana.

Pasamos por un cepo y por un detector de metales y me confiaron a un nuevo guardia. Éste abrió una sólida puerta de acero y me señaló un pasillo.

– La última a la derecha -dijo-. Cuando quiera salir haga señas a la cámara. Estaremos mirando.

Me dejó allí, cerrando la puerta de acero con un ruido atronador que pareció reverberar en mis huesos.


A Frankie Sheehan no lo hacía nada feliz, pero yo estaba a cargo y yo hice el llamado. Permití que McCaleb viniera con nosotros a las entrevistas. Empezamos con Víctor Seguin. Era el primero en la lista de McCaleb, el segundo en la mía. Pero había algo en la intensidad de la mirada y las palabras de McCaleb que me instó a hacerle una concesión e ir a ver primero a Seguin.

Seguin era un escenógrafo que vivía en Screenland Drive, en Burbank. Tenía una casa pequeña con mucha madera, como se podría esperar en la casa de un carpintero. Parecía que cuando Seguin no encontraba trabajo en el cine se quedaba en casa construyendo tiestos y marcos de ventanas.

El Ford Taurus con la chapa patente que contenía 1JK estaba estacionado en la entrada. Apoyé la mano sobre el capó mientras caminábamos hacia la puerta de entrada de la casa. Estaba frío.

A las 8.00 pm, en el momento justo en que la luz desaparecía del cielo, toqué el timbre. Seguin nos abrió, vestido con blue jeans y remera. Sin zapatos. Vi que sus ojos se abrían muy grandes cuando me miró. Sabía quién era antes de que le mostrara mi insignia y le dijera mi nombre. Sentí el frío dedo de la adrenalina deslizándose por mi espalda. Me acordé de lo que había dicho McCaleb sobre que el asesino le seguía la pista a la policía mientras la policía le seguía la pista a él. Yo había estado en la televisión hablando sobre el caso. Había aparecido en los periódicos.

Sin delatar nada de lo que sentía, dije con calma:

– Señor Seguin, soy el detective Harry Bosch del Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Es su auto ese que está en la entrada?

– Sí, es mío. ¿Qué ocurre con él? ¿Qué está pasando?

– Necesitamos hacerle algunas preguntas sobre el auto, si no le importa. ¿Podemos entrar unos minutos?

– Bien, no, primero me gustaría saber…

– Gracias.

Traspuse el umbral, obligándolo a dar un paso atrás. Los otros me siguieron…

– ¡Eh, un minuto! ¿Qué es esto?

Lo habíamos convenido antes de llegar. A mí me tocaba conducir la entrevista. Sheehan era mi segundo. McCaleb dijo que sólo quería observar.

El living era un alarde de carpintería. Bibliotecas empotradas en tres paredes. Alrededor de la pequeña chimenea de ladrillos se había construido una repisa de madera que era demasiado grande para el cuarto. Un gabinete de televisión de piso a techo cumplía la función de dividir el área de recepción de otra zona que parecía un pequeño espacio de oficina.

Asentí con aire aprobador.

– Buen trabajo. ¿Tiene mucho tiempo libre en su actividad?

Seguin asintió con reticencia.

– Hice casi todo esto cuando estuvimos en huelga hace un par de años.

– ¿A qué se dedica?

– Hago escenografías para el cine. Oiga, ¿qué es eso de mi auto? No pueden entrar aquí por la fuerza. Tengo mis derechos.

– Mejor siéntese, señor Seguin, y le explicaré. Creemos que es posible que su auto se haya usado para cometer un delito grave.

Seguin se dejó caer en un sillón acomodado en el mejor ángulo para mirar televisión. Advertí que McCaleb se movía por los bordes de la habitación, escudriñando los libros de los anaqueles y los diversos adornos y chucherías exhibidos sobre la repisa de la chimenea y otras superficies. Sheehan se sentó en el sofá que estaba a la izquierda de Seguin. Él lo miró con frialdad, sin decir una palabra.

– ¿Qué delito?

– Un asesinato.

Dejé que mi respuesta hiciera su efecto. Pero me pareció que Seguin ya se había recobrado de su impresión inicial y se estaba acorazando. Era una reacción que ya había visto antes. Parecía no admitir nada.

– ¿Alguien más conduce su auto aparte de usted, señor Seguin?

– A veces. Si se lo presto a alguien.

– ¿Se lo prestó a alguien hace unas tres semanas, el 15 de agosto?

– No lo sé. Tendría que fijarme. Creo que no quiero contestar más preguntas y creo que quiero que ustedes se vayan ya mismo.

McCaleb se deslizó en el sillón que estaba a la derecha de Seguin. Yo permanecí de pie. Miré a McCaleb y él asintió levemente y sólo una vez. Pero entendí lo que me estaba diciendo: este es el hombre.

Miré a mi compañero. Sheehan no había visto el gesto de McCaleb porque en ningún momento le había sacado los ojos de encima a Seguin. Volví a mirar a McCaleb. Él me devolvió la mirada, con la expresión más intensa que hubiera visto.

Con un gesto le indiqué a Seguin que se pusiera de pie.

– Señor Seguin, póngase de pie. Lo estoy arrestando como sospechoso de asesinato.

Seguin se incorporó lentamente y luego hizo un repentino movimiento en dirección a la puerta. Pero Sheehan lo estaba esperando y se le fue encima y puso su cara contra la alfombra antes de que el hombre hubiera dado tres pasos. Entonces lo ayudé a poner de pie a Seguin y lo llevamos hasta el auto, dejando a McCaleb adentro.

Frankie se quedó con el sospechoso. En cuanto pude, volví a entrar. Encontré a McCaleb todavía sentado en su sillón.

– ¿Qué pasa?

McCaleb extendió una mano hasta el anaquel más próximo de la biblioteca.

– Este es su sillón de lectura -dijo.

Sacó un libro del anaquel.

– Y este es su libro favorito.

El libro estaba muy manoseado, con el lomo quebrado y las páginas marcadas por las repetidas lecturas. Mientras McCaleb lo hojeaba alcancé a ver palabras y oraciones enteras subrayadas a mano. Me acerqué y cerré el libro para poder ver la tapa. Se llamaba El coleccionista.

– ¿Lo leyó? -preguntó McCaleb.

– No. ¿Qué es?

– Es sobre un tipo que rapta mujeres. Las colecciona. Las tiene en su casa, en el sótano.

Asentí.

– Terry, necesitamos irnos de aquí y conseguir una orden de allanamiento. Quiero hacer esto bien.

– También yo.


Seguin estaba sentado en la cama de su celda mirando un tablero de ajedrez apoyado sobre el inodoro. No alzó la vista cuando me acerqué a la reja, aunque vi que mi sombra había caído sobre el tablero.

– ¿Con quién está jugando?

– Con alguien que murió hace sesenta y cinco años. Registraron su mejor momento -esta partida- en un libro. Y sigue viviendo. Es eterno.

Alzó la vista para mirarme, sus ojos exactamente iguales que antes -fríos y verdes ojos de asesino- en un cuerpo que se había vuelto pálido y débil por los doce años pasados en cuartos pequeños y sin ventanas.

– Detective Bosch. No lo esperaba hasta la semana que viene.

Meneé la cabeza.

– No vendré la semana que viene.

– ¿No quiere ver el espectáculo? ¿No quiere ver la gloria de los justos?

– No es para mí. Antes, cuando usaban el gas, tal vez hubiera valido la pena verlo. ¿Pero ver cómo le ponen la inyección a un cabrón echado sobre una camilla de masaje, y cómo se va después a la Tierra del Nunca Jamás? No, voy a ver a los Dodgers que juegan contra los Giants ese día. Ya compré mi entrada.

Seguin se puso de pie y se acercó a las rejas. Recordé las horas que habíamos pasado en la sala de interrogatorios, así de próximos. Su cuerpo se había deteriorado, pero no sus ojos. No habían cambiado. Esos ojos eran la rúbrica de todo el mal que había conocido en mi vida.

– ¿Entonces qué lo ha traído a verme hoy, detective?

Me sonrió mostrándome los dientes, que se habían vuelto amarillos, sus encías tan grises como los muros. En ese momento supe que mi viaje había sido un error. Supe que no me daría lo que deseaba, que no me dejaría en paz.


Dos horas después de que pusimos a Seguin en el auto llegaron dos detectives del juzgado con una orden de registro firmada para revisar la casa y el auto. Como estábamos en la ciudad de Burbank, cumpliendo con la rutina yo había notificado de nuestra presencia a las autoridades locales y un equipo de detectives de Burbank y dos patrulleros llegaron a la escena. Mientras los patrulleros mantenían vigilado a Seguin, el resto de nosotros empezamos el registro de la casa.

Nos separamos. La vivienda no tenía sótano. McCaleb y yo nos ocupamos del dormitorio principal y Terry advirtió de inmediato que le habían agregado ruedas a las patas de la cama. Se arrodilló, empujó la cama a un costado y ahí estaba: una puerta trampa en el piso de madera. Tenía un candado.

Mientras McCaleb buscaba la llave en el resto de la casa yo extraje mis pinzas del bolsillo y empecé a trabajar sobre el candado. Estaba solo en la habitación. Mientras manipulaba el candado lo golpeé contra el cierre metálico y me pareció oír un ruido que venía desde debajo de la puerta. Era distante y ahogado pero para mí fue un sonido de terror producido por la voz de alguien. Se me revolvieron las entrañas con mi propio terror y esperanza.

Apliqué toda mi habilidad al candado y en otros treinta segundos logré abrirlo.

– ¡Lo tengo! ¡McCaleb, lo tengo!

McCaleb regresó corriendo a la habitación y entre los dos levantamos la puerta, revelando debajo una placa de contrachapado con pestillos en las cuatro esquinas. La levantamos también y allí, debajo del piso, había una muchacha joven. Tenía los ojos vendados, estaba amordazada y con las manos atadas a la espalda. Estaba desnuda debajo de una sucia frazada rosada.

Pero estaba viva. Se revolcó y se hundió en el revestimiento a prueba de sonido que recubría la caja parecida a un ataúd. Entonces me di cuenta de que ella creía que, por el hecho de que la puerta se abriera, significaba que él volvía. Seguin.

– Está bien -dijo McCaleb-. Estamos aquí para ayudarte.

McCaleb extendió una mano y la tocó suavemente en el hombro. Ella se sobresaltó como un animal pero luego se calmó. Entonces McCaleb se tendió en el suelo y extendió una mano hacia la caja para quitarle la venda de los ojos y la mordaza.

– Harry, pida una ambulancia.

Me incorporé y me alejé unos pasos de la escena. Sentí una garra en el pecho, una idea clara que crecía en mí. Durante años había hablado por los muertos muchas veces. Los había vengado. Me sentía a gusto con los muertos. Pero nunca antes había contribuido tan claramente como ahora a arrancar a alguien de las manos de la muerte. Y en ese momento supe que eso era exactamente lo que acabábamos de hacer. Y supe que en todo lo que me ocurriera después, donde fuera que mi vida me llevara, siempre persistiría en mí ese momento, que sería una luz que me indicaría la salida del más oscuro de los túneles.

– Harry, ¿qué está haciendo? Llame una ambulancia.

Lo miré.

– Sí, ya mismo.


La celda del carpintero era toda de cemento y acero. Había pasado una década desde la última vez que él posó sus dedos sobre las vetas de la madera. Me acerqué más a las rejas y lo miré.

– Se le está acabando el tiempo. Ya agotó sus apelaciones, le tocó un gobernador que necesita demostrar que es duro con el crimen. Así es la cosa, Víctor. En una semanita, la inyección.

Esperé su reacción, pero nada. Tan sólo me miró y esperó lo que sabía que yo diría a continuación.

– Llegó el momento de la verdad. Dígame quién era ella. Dígame de dónde la sacó.

Él se acercó a las rejas, lo suficiente como para que yo oliera la putrefacción en su aliento. No retrocedí.

– Todos estos años, Bosch. Todos estos años y usted todavía necesita saber. ¿Por qué?

– Lo necesito, simplemente.

– Usted y McCaleb.

– ¿Qué pasa con él?

– Oh, también él vino a verme.

Yo sabía que McCaleb ya estaba fuera de la fuerza. El trabajo le había arruinado el corazón. Le habían hecho un trasplante y se había mudado a Catalina. Tenía un barco para excursiones de pesca.

– ¿Cuándo vino?

– A ver, déjeme pensar. Aquí el tiempo no existe, es difícil calcular. Hace unos meses. Pasó para charlar un poco con su corazón nuevo, el pobre Terry. Dijo que andaba por el vecindario. No le gustó mi reseña del film. ¿A usted qué le pareció?

Hablaba del film en el que Clint Eastwood encarnó a McCaleb.

– No lo vi. ¿Para qué vino?

– Quería saber lo mismo. Quién era la chica, de dónde venía. Me dijo que usted le había puesto un nombre, en el momento del juicio. Cielo Azul. Es muy bonito, detective Bosch. Cielo Azul. ¿Por qué lo eligió?

– ¿Eso le dijo?

– Sí, de pie allí donde está usted. Eso es poco profesional, ¿no es cierto, detective Bosch? Acercarse tanto. Podría ser peligroso permitir que una mujer se acerque tanto. Viva o muerta.

Deseé irme, alejarme de él.

– Oiga, Seguin, ¿va a decírmelo o no? ¿O piensa llevárselo con usted?

Él sonrió y retrocedió alejándose de las rejas. Se acercó al tablero de ajedrez y lo observó como si estuviera pensando una jugada.

– Sabe, antes me permitían tener un gato aquí. Extraño a ese gato.

Levantó una de las piezas de ajedrez de plástico, pero después vaciló y volvió a apoyarla en el mismo lugar. Giró y me miró.

– ¿Sabe qué creo? Creo que ustedes dos no soportan la idea de que esa chica no tenga nombre, que no haya venido de un hogar con una mamá y un papá y un hermanito menor. La idea de que a nadie le importe y que nadie la eche de menos los deja vacíos, ¿no es cierto?

– Yo sólo quiero cerrar el caso.

– Pero si está cerrado. Usted no está aquí por ningún caso. Usted está aquí por su propia cuenta. Admítalo, detective. Igual que McCaleb vino por él mismo. La idea de que esa bonita chica -y, a propósito, si le pareció bonita cuando estaba muerta, tendría que haberla visto antes-, la idea de que esté allí, yaciendo en una tumba sin nombre durante todo este tiempo carcome todo lo que usted hace, ¿no es así?

– Es un cabo suelto. No me gustan los cabos sueltos.

– Es más que eso, detective. Yo lo sé.

No dije nada, con la esperanza de que si él seguía hablando podría cometer un error.

– Su rostro era el de un ángel -dijo-. Y ese largo cabello castaño… Siempre me encantó esa clase de cabello. Todavía recuerdo su olor. Me dijo que usaba un champú de frutilla y crema. Hombre, yo ni siquiera sabía que le pusieran esas cosas a un champú.

Se burlaba de mí, me provocaba. La sola idea de que pudiera lograr que me dijera el nombre parecía absurda ahora.

– Era una de esas mujeres, sabe.

– No, no sé. ¿Por qué no me cuenta?

– Bueno, tenía esa cosa, ese poder. Por eso la elegí.

– ¿Qué poder?

– Ya sabe, podía herirte con una mirada. Cara de ángel pero un cuerpo como… ¿Alguna vez advirtió que los autos rojos parecen ir muy rápido aunque estén detenidos? Ella era así. Era peligrosa. Tema que irse. Si yo no lo hubiera hecho, ella nos lo hubiera hecho a nosotros. A muchos de nosotros.

Me sonrió y supe que seguía provocándome. No me estaba dando nada, sólo quería sacarme de quicio.

– Eh, Bosch.

– ¿Qué?

– Si un árbol se cae en el bosque y nadie lo escucha, ¿hace ruido?

Su sonrisa se hizo más pronunciada.

– Si una mujer es asesinada en la ciudad y a nadie le importa, ¿tiene alguna importancia?

– A mí me importa.

– Exactamente.

Se acercó otra vez a las rejas.

– Y usted necesita que yo lo alivie de ese peso dándole un nombre, una mamá y un papá a los que sí les importe.

Estaba a treinta centímetros de mí. Si quería, podía pasar los brazos entre las rejas y estrangularlo. Pero eso era lo que él quería.

– Bueno, no lo liberaré, detective. Usted me puso en esta jaula. Yo lo pongo a usted en otra.

Dio un paso atrás y me señaló. Bajé la vista y me di cuenta de que mis dos manos se cerraban con fuerza sobre las barras de acero de la celda. Mi celda.

Volví a mirarlo y otra vez sonreía, tan inocente como un bebé.

– Raro, ¿no? Recuerdo ese día, hace exactamente doce años. Sentado en la parte trasera del auto mientras ustedes, los polis, jugaban a ser héroes. Tan pagados de sí mismos por haberla salvado. Pero nunca pensaron que les saldría así, ¿no? Salvaron a una pero perdieron a la otra.

Bajé la cabeza, apoyándola en las rejas.

– Seguin, va a quemarse. Se irá al infierno.

– Sí, supongo que sí. Pero me han dicho que es un calor seco.

Soltó una carcajada, y yo lo miré.

– ¿No lo sabe, detective? Para creer en el infierno hay que creer en el cielo.

Abruptamente me alejé de las rejas y me dirigí de regreso hacia la puerta de acero. Hice un gesto con la mano para que me abrieran y aumenté la velocidad a medida que me acercaba. Necesitaba salir de allí.

Escuché la voz de Seguin que reverberaba contra las paredes a mis espaldas.

– ¡La tendré conmigo, Bosch! ¡La tendré aquí conmigo! ¡Eternamente juntos! ¡Eternamente mía!

Cuando llegué a la puerta de acero la golpeé con los puños hasta que escuché el chasquido del cerrojo electrónico y el guardia empezó a deslizaría, abriéndola.

– Está bien, hombre, está bien. ¿Qué apuro hay?

– Sólo sáqueme de aquí -dije mientras lo empujaba para abrirme paso.

Mientras cruzaba el patio todavía podía escuchar la voz de Seguin resonando desde la casa de la muerte.

Загрузка...