El último beso – S. J. Rozan

Mientras se lavaba de las manos la sangre de ella (pegajosa, persistente, caliente y resbalosa, hilos rojos que se arremolinaban, nubes rosadas que se diluían), pensó en aquel primer beso. Nunca hasta entonces le había sucedido, y había sido raro: él la había deseado tan ardientemente, y ese beso lo había puesto en llamas. Diferente de todos los demás, por ser nuevo; electrizante no sólo por el calor de ella y su especiado sabor salado, sino por la novedad, por la excitación casi incontenible de lo que vendría.

La suavidad y el escozor de ese beso habían regresado a él ocasionalmente durante los meses pasados, cuando no estaba con ella, aunque también cuando sí estaba; a veces incluso mientras la besaba, ese beso recubría a los otros; podía avocarlo, y con frecuencia lo hacía, pero la emoción era mucho más grande cuando el beso se le aparecía imprevistamente, como ahora. A veces su impacto era tan enorme que él se tambaleaba, tenía que extender la mano y sostenerse de algo para no caer.

“Esta noche no”, había dicho ella aquella primera velada, mientras las yemas de sus dedos, leves como mariposas, inflamaban su piel, sus labios mordisqueando los de él, alejándose luego con ligereza y fundiéndose enseguida en su boca con tal urgencia que llegó a pensar que había cambiado de idea y sí sería esa noche. Pero ella se separó, le sonrió y no le dijo “No”, sino tan solo “Esta noche no”.

Ella creyó que era ella quien se negaba, que tenía el control de la situación. No. Él no había esperado porque ella así lo quería, sino porque esperar tensaba la soga, hacía aumentar la fiebre.

Y debe haber sido la espera la que logró que ocurriera: ese beso -durante unos pocos días, lo único que él tuvo- fluyó por su memoria y por su carne, lo saturó. Y a veces, en momentos que no podía predecir, se concentraba, se alzaba y rompía sobre él como una ola.

Momentos como este.

Pero, por primera vez, ahora llegó acompañado con un dolor. No absolutamente desagradable; un dolor que añadía dulzura, suavizaba el filo. El dolor era arrepentimiento: el recuerdo, todo lo que tenía al principio, era todo lo que le quedaba, ahora que ella ya no estaba.

Como tenía que ser.

Como ella había querido que fuera.

Eso era lo que él había visto, aunque ninguno de los otros lo hubiera visto. Ella lo había declarado con claridad, y si lo había hecho con él, seguramente lo habría hecho también con cada uno de los otros. Pero él había pensado que era una terrible exageración, y sin duda los demás habían pensado lo mismo. Sólo más tarde, cuando ella había tirado del único hilo que dejó caer la red sobre él y se quedó allí sonriendo, él advirtió quién estaba destinado a ser la verdadera presa.

No él, sino ella misma.

Deseó haberse dado cuenta antes, pero no había sido así. Era más listo que los otros, y por cierto más listo que ella, pero era tan solo un hombre. Cuando ella había acudido a él, él la había deseado. Cuando se había acercado a él para aquel primer beso, él había sentido esperanza y orgullo.

Ella había llegado a él como cliente. En la misma calidad, entendió más tarde, que había acudido a todos los demás, solo que en ese momento él no lo sabía.

– Jeffrey Bettinger fue mi abogado hasta ahora -dijo, con voz resuelta, cuando se sentó en la silla de su despacho. Llevaba puesto un suave traje de lana del mismo color caoba que su cabello, una blusa apenas un tono más oscuro que su piel de marfil. Sus mejillas estaban brillantes por el frío. Cuando cruzó las piernas, una gema de hielo que se fundía, se deslizó de su bota a la alfombra. Él revistió sus facciones con una máscara de cortés interés, mientras su atención verdaderamente se concentraba en la lana y la seda, en las sinuosidades y los huecos y en la oscuridad que estaba debajo.

La había visto con Bettinger, por supuesto, había quedado tan sorprendido como cualquiera al ver su riqueza de pintura al óleo compartiendo una copa con la instantánea desteñida que era Bettinger. No había sabido que era su cliente y tampoco había sabido nada de Cramer o de Robbins o de Sutton. No había sabido qué era lo que ella quería, ni qué había hecho. Aunque cuando descubrió la verdad, no podría haber dicho con honestidad que hubiera hecho nada de manera diferente.

En el primer encuentro ella había llevado consigo una cartera de cabritilla con un diminuto cerrojo de plata. Papeles valiosos, le dijo. Como su nuevo abogado, él no tendría que ocuparse de esos papeles, salvo en caso de que ella muriera, y si eso ocurría ella le pedía que rompiera el cerrojo y cumpliera con los deseos que allí encontraría indicados. Por el momento todo lo que tenía que hacer era guardar la cartera en la caja fuerte de su despacho. ¿Tenía una caja fuerte, por supuesto?

Por supuesto. Había tomado la carpeta, permitiendo que sus dedos se demoraran sobre los de ella, aspirando lentamente su rica fragancia estival.

Desde el principio él se había comportado de manera completamente profesional. Lo que ocurría entre ellos -primero en su imaginación, después, muy pronto, de noche y de día- nunca lo distrajo de sus obligaciones, como si le hubiera sucedido a un hombre más débil. Probablemente, se dijo a sí mismo, por eso ella había dejado a Bettinger: el tipo era un pelele. Con seguridad, nunca la había aconsejado, sino que tan sólo había dejado que ella lo llevara de la nariz. Pero él no era así: había puesto objeciones, había ofrecido alternativas cada vez que ella le decía que vendiera una propiedad a un precio ridículamente bajo, o que redactara un codicilo a su testamento para dejar un legado a alguna causa sospechosa. Ella era una mujer rica, le había dicho él, pero la riqueza se terminaba si no se la mantenía bajo control, esposada.

La expresión le suscitó una risa amarga: por la palabra “esposada”, le dijo. Su esposo había sido un abogado, un hombre frío y malvado que le había prohibido tener hijos o amigos, que la había golpeado y esposado, que la había hecho vivir en un infierno sin fin. Más de una vez la amenazó con matarla si lo desafiaba, y ella se despreciaba por la cobardía que le impidió provocarlo para que le diera muerte, o que no le permitió matarse por su propia mano. Había conspirado contra él en oscuras fantasías secretas; pensó -había admitido sin parpadear- que tal vez no hubiera estado en sus cabales durante un tiempo, a causa del aislamiento, el dolor y el miedo.

– ¿Y lo intentó? -preguntó él, sintiendo que su deseo crecía mientras ella hablaba, viendo en su imaginación imágenes de ella temblando, magullada, encogiéndose bajo una sombra enorme y amenazante.

– ¿Qué? ¿Matarlo? Él murió -dijo despectivamente- antes de que yo reuniera el valor necesario para matarlo o matarme.

La súbita muerte de su esposo, dijo, había sido una sorpresa, y la riqueza que él le había dejado era su única fuente de placer. (Cuando escuchó eso el rostro de él se sonrojó, mientras su mente recordaba la noche anterior, el calor de los besos, el crescendo de su balanceo, juntos, juntos.) Ella hizo una pausa deliberada. Con una sonrisa, y sin enmendar ni hacer una sola salvedad a su declaración, prosiguió diciendo que ahora gastaría su dinero cómo y dónde se le antojara. Él no respondió. Atravesó la habitación y cerró la puerta, y la poseyó ahí mismo sobre la alfombra de su despacho.

Cuando la carne de ambos se entrelazaba, ella hacía todo lo que él le pedía, por extraño, penoso o humillante que fuera. Sin embargo, bajo la luz del día laboral, él fracasaba estrepitosamente en cualquier intento de persuadirla, engatusarla, tentarla.

Pero lo intentaba en cada oportunidad, porque ella no lo llevaba de la nariz.

Ahora, mientras trabajaba, con el recuerdo de aquel primer beso inundando todo su ser, descubrió que también otros recuerdos lo colmaban, recuerdos que él no había buscado pero eran bienvenidos. Mientras envolvía su cuerpo en unas mantas para el viaje a la ladera donde la dejaría, un lugar que ella le había mostrado diciéndole que lo amaba, escuchó su voz, ese entrecortado susurro que se deslizó como hielo por su espalda. El olor a cobre de la sangre se metamorfoseó en los capullos selváticos de su perfume mientras limpiaba la habitación. Nadie la buscaría allí, ni iría hasta allí por ninguna razón, a esa gloriosa casa aislada y ruinosa del otro lado del río. Él era cuidadoso por naturaleza. Lavó las manchas de sangre, dio vuelta el colchón.

No tenían necesidad de escurrirse a ese lugar secreto, salvo por la emoción que eso les causaba a ambos. Ninguno de los dos tenía ataduras, eran adultos, podrían haber mantenido relaciones en pleno mediodía, en la Calle Mayor. Pero ella había encontrado la casa, y cuando se lo dijo mientras comían en un restaurante junto a la carretera, sus pies descalzos rozando los tobillos de él, ambos habían acordado que estaban de acuerdo en que lo mejor sería que solo los vieran juntos como abogado y cliente.

El calor en sus palmas cuando, terminado ya su trabajo, se las secó con una toalla, le hizo pensar en su piel, pálido terciopelo siempre más cálido que la piel de él, como si ella viviera envuelta en una nube febril, en un tórrido trópico privado del que sólo salía por él.

En ese momento había pensado que salía hacia él, hacia él. Pero estaba equivocado.

La semana anterior había venido a su despacho sin anunciarse y, sentándose en la misma silla (esta vez brillante de sudor: el día era húmedo y caluroso), declaró que no estaba satisfecha. ¿No estaba satisfecha? ¿Entonces qué eran esos gemidos, el martilleo de su corazón, esos suaves suspiros?

– Lo despido -dijo-. Ya no requeriré más sus servicios.

– ¿Qué te pasa? -siseó él con ferocidad, cruzando la habitación para cerrar la puerta.

Ella se puso inmediatamente de pie y siguió.

– Me llevaré mis papeles, por favor.

Siguió de pie e hizo un gesto severo indicando la caja fuerte.

– ¿Pero estás…?

– Tengo una cita con el señor Dreyer. De Dreyer y Holt. -De sus palabras caía hielo; él pensó en sus botas, aquella primera mañana. Miró el reloj.- Si no me devuelve mis papeles no tendré otra alternativa que agregar eso a mi denuncia a la policía y a la Comisión de Ética.

Él trató de reponerse.

– ¿Denuncia?

– Sí, y retener mis papeles la agravará. Supongo que hay una distinción, incluso entre los abogados, entre aprovecharse sexual y profesionalmente de una cliente, y un robo directo.

Atónito, él permaneció mudo.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Enamorar a una viuda para distraerla de un mal asesoramiento que raya en la malversación? Eso alcanza para una denuncia, ¿no le parece? Algunas de las transacciones que usted manejó en mi nombre me hicieron perder mucho dinero. Lo despido. Haré denuncias profesionales y penales dentro de una semana.

En las noches que pasaron juntos ella le había susurrado obscenidades. Las sucias palabras que le había murmurado al oído, con su cálido aliento, lo habían regocijado, nunca lo habían escandalizado. Pero las frases abstractas que ahora pronunciaba con frialdad lo dejaban atónito por su indecencia.

– Esas transacciones. Fueron idea tuya, todas ellas. Yo objeté cada vez. En mi archivo tengo informes, memorandos, cartas…

– Fechados más tarde, sin duda…

– ¡No! Tú sabes perfectamente…

– Lo que sé es que, independientemente de que lo condenen por algo de esto, ninguna viuda rica volverá a consultarlo cuando yo acabe con usted.

El intercomunicador zumbó: su secretaria le dijo que la persona que había citado a las diez ya había llegado. Perplejo, desorientado, abrió la caja fuerte y le entregó la cartera de cabritilla.

Ella giró y se marchó.

Esa noche durmió mal, y también la noche siguiente. La añoranza, la confusión que sentía y ese nuevo miedo de ella le impedían conciliar el sueño, caer en la inconsciencia. Dos días después todavía estaba en estado de shock.

Pero había tenido la suerte de que ocurriera algo.

Había hecho una cosa inusual: había salido de su despacho a la tarde, temprano -¿en qué habría podido concentrarse?-, para dirigirse a la taberna con paredes revestidas de roble donde se reunían los abogados para negociar, discutir y olvidar.

– No se lo ve nada bien -le dijo Sammy, el barman, como si le hiciera falta que se lo dijeran. Él había meneado la cabeza, sin dar ninguna explicación. Sammy conocía su trabajo: servía un trago y ofrecía consuelo-. Por lo menos no está en el lugar de Bettinger -dijo Sammy, indicando un rincón con un gesto de su barbilla-. Lo están investigando, ¿se enteró? La Comisión de Ética y la policía.

Una larga mirada al poco conmovedor Bettinger, mientras el fuego lento del scotch ardía en su interior proporcionándole claridad. Recogió del mostrador su segundo trago y cruzó la habitación. Le pagó un trago a Bettinger, y después otro, y el taciturno abogado, en oraciones arrastradas e inconclusas, con la vista fija en su gin y mascullando “perra, viuda negra”, arrojó algo de luz sobre su oscuridad.

Ella les había tendido una trampa. Bettinger era el que lo había precedido, pero antes habían estado Cramer, Robbins y Sutton. Cada uno de ellos había sido el héroe que la había salvado de la incompetencia del abogado anterior (las denuncias y acusaciones formales que había presentado contra ellos no se las había mencionado a ninguno). A todos ellos les dio la orden de hacer malas transacciones, de vender a bajo precio y comprar caro. Todas las objeciones habían sido apaciguadas con la generosidad de su cuerpo, en la casa abandonada.

Todos habían sido arruinados.

Bettinger, lleno de sentimentalismo por la situación que los hermanaba, le ofreció su solidaridad, clamó por justicia, fingió enfurecerse y juró venganza. Pero él se daba cuenta -cualquiera podía darse cuenta- de que si ella entrara en la taberna y se acercara a su mesa, Bettinger la seguiría hasta la salida en cuatro patas.

Dejó a Bettinger en su charco de autoconmiseración y salió al crepúsculo a caminar un poco para pensar. El gris del cielo pasó al negro y él reflexionó: cada denuncia había sido presentada, tal como ella le había dicho que ocurriría con la que presentaría en su contra, una semana después de que ella arrojaba su bomba y cambiaba de abogado. Las estrellas calaron el cielo y continuó reflexionando sobre el asunto: en el odio a sí misma que había inundado su voz cuando hablaba de su imposibilidad de sustraerse a la brutalidad de su esposo por medio del suicidio. Las calles de la ciudad se aquietaron a su alrededor, y él la escuchó diciendo que gastar la herencia era su único placer.

Y así advirtió lo que los otros no habían advertido: para quién se había tendido la trampa, quién era la verdadera víctima.

Así que hizo lo que ella quería. La llamó y le preguntó si ya había presentado las demandas y acusaciones en su contra. Le respondió que no. Entonces le pidió que se encontrara con él en la casa, del otro lado del río. “Para hablar de eso”, le dijo. Y percibió el temblor de anticipación en su voz cuando ella accedió.

Y ahora, esta noche, él le había dado lo que ella esperaba, había cumplido su deseo.

Sus deseos. La luz de los faros de su auto lo habían hecho salir a la puerta. Cuando ella pisó el porche donde él la esperaba, pudo percibir su calor. Se quedaron inmóviles y el tiempo se inmovilizó con ellos hasta que, sin hablar, ella apretó su cuerpo, sus labios, contra él. Él la condujo hasta la cama. La desvistió lentamente, su blusa, su falda, su enagua de seda, y la sujetó a la cama con las esposas de plata que ella le había comprado los primeros días. Con las manos, los labios y la lengua él se tomó su tiempo, le hizo lentamente el amor, la llevó al clímax y lo alcanzó junto con ella. Después, no le quitó las esposas, y ella no le pidió que lo hiciera. La sostuvo suavemente entre sus brazos, acariciándole el cabello mientras ella yacía inmóvil, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos.

Después se levantó y le vendó los ojos. Ella esbozó una leve sonrisa. La besó por última vez. Los sabores, los aromas, la emoción del primer beso lo inundaron como una ola. Después se atenuaron, dejando paso a la satinada finalidad de ese último beso.

El último.

Ella había intentado -ahora lo entendía- llevar a cada uno de ellos, Bettinger y los otros, a eso, con la esperanza de que uno de ellos la liberara. Los desastres que siguieron fueron el castigo por haber sido débiles.

Él era fuerte.

La hoja centelleó cuando él se la hundió en el corazón.

Ella se arqueó hacia él como en medio del placer. No gritó, pero lanzó el mismo gemido que él había oído un rato antes, en la culminación de su goce.

Quemó sus ropas en la chimenea, envolvió su bolso con su cuerpo, que tendió en el asiento trasero del auto de ella. Condujo hasta la ladera que dominaba la ciudad, le cavó una tumba bajo los árboles y, bajo un cielo tachonado de estrellas, se despidió de ella.

Abandonando el auto en lo profundo del bosque, caminó hasta la casa para buscar el suyo, condujo a su casa y durmió profundamente.

Al día siguiente, en su despacho, tuvo una mañana productiva, y la tarde fue igual. Decidió ir a la taberna y pagarle un trago a Bettinger. Después de todo, le había hecho un gran favor. Por supuesto, él también le había hecho un favor a Bettinger, y a Cramer y a Robbins y a Sutton, aunque ellos nunca sabrían a quién agradecérselo. Al desaparecer la demandante, jamás los llevarían a juicio. También los había liberado a ellos.

Estaba a punto de salir cuando llegó la policía. No perdieron tiempo, lo arrestaron inmediatamente por el asesinato de ella.

– Nos llamó su abogado.

Él trató de encontrar su voz.

– ¿Paul Dreyer?

El detective jefe le explicó. La noche anterior ella le había dejado un mensaje a Dreyer, avisándole que lo llamaría a la mañana, antes de las diez. Si no lo hacía, él debía abrir una cartera de cabritilla que ella le había pedido que guardara en su caja fuerte. No había llamado y entonces Dreyer, siguiendo sus instrucciones, había roto la cerradura. Adentro había indicaciones para llegar a la casa y a la ladera, y una nota en la que pedía a las autoridades que examinaran las transacciones que su anterior abogado había realizado en su nombre. No estaba segura, decía en la nota, pero creía que había sido estafada. Y, decía la nota, tenía miedo.

No consignaba el nombre del abogado.

Sin embargo, le había dicho a su abogado actual quién había sido el abogado anterior.

Los policías habían tenido una mañana atareada. Habían encontrado la casa, su cadáver, su auto. Habían encontrado su sangre en el colchón que él había dado vuelta. Habían encontrado sus huellas digitales.

Se lo llevaron.

Cuando pisó la acera, los sabores, aromas, emociones del primer beso lo esperaban, emboscados. Cayeron sobre él con tanta fuerza que se tambaleó, y como estaba esposado y no podía extender un brazo para sostenerse, se cayó.

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