Mala de nacimiento – Jeffery Deaver

Duérmete mi niña, que la paz te espera…


Las palabras de la canción de cuna giraban incesantes en su mente, tan persistentes como el tableteo de la lluvia de Oregon sobre su tejado y contra su ventana.

Los ecos de la canción que le había cantado a Beth Anne cuando la muchacha tenía tres o cuatro años no se detenían dentro de su cabeza. Veinticinco años atrás, las dos juntas: madre e hija, en la cocina de la casa familiar de las afueras de Detroit. Liz Polemus, inclinada sobre la mesa de fórmica, la frugal y joven madre y esposa, trabajando duro para estirar los dólares.

Cantándole a su hija, sentada frente a ella, fascinada por sus manos hábiles.


Me quedaré a tu lado hoy la noche entera.

Las horas que pasan amparan tu sueño.

Montañas y valles duermen en silencio.


Liz sintió un calambre en el brazo derecho -que nunca se le había curado bien- y se dio cuenta de que todavía aferraba con fuerza el teléfono, tras haber recibido la noticia. Su hija estaba en camino hacia su casa.

La hija con la que no había hablado durante más de tres años.


Yo velaré tu sueño esta noche entera.


Finalmente, Liz colgó el teléfono y sintió que la sangre invadía su brazo derecho, con una picazón ardiente. Se sentó en el diván bordado que había sido de su familia durante muchos años y se masajeó el dolorido brazo. Se sentía aturdida, confundida, como si no estuviera segura de que el llamado telefónico hubiera sido real o una tenue escena salida de algún sueño.

Sólo que la mujer no estaba sumida en la paz del sueño. No, Beth Anne estaba en camino. Media hora más y estaría llamando a la puerta de Liz.

Afuera, la lluvia seguía cayendo con firmeza sobre los pinos que colmaban el jardín de Liz. La mujer había vivido en esa casa durante casi un año, un lugar pequeño a kilómetros de distancia del suburbio más próximo. A la mayoría de la gente le hubiera resultado demasiado pequeña, demasiado remota. La esbelta viuda, de poco más de cincuenta años, tenía una vida atareada y poco tiempo para ocuparse de las tareas domésticas. Podía limpiar rápidamente la casa y volver a su trabajo. Y aunque no era una reclusa, prefería que la barrera del bosque la separara de sus vecinos. El minúsculo tamaño de la casa también desalentaba cualquier insinuación de sus amigos del tipo: he, tuve una idea, ¿qué te parece que viva contigo? La mujer simplemente miraría a su alrededor, señalando la casa de un solo dormitorio y le explicaría que dos personas se enloquecerían en un espacio tan reducido; después de la muerte de su esposo había decidido que no volvería a casarse ni a vivir con otro hombre.

Ahora sus pensamientos se concentraron en Jim. Su hija había abandonado el hogar y había cortado todo contacto con la familia antes de que él muriera. Siempre le había dolido que la joven ni siquiera hubiera llamado después de la muerte del padre, por no hablar de haber asistido al funeral. La furia ante tamaño grado de indiferencia por parte de la hija hizo que Liz se estremeciera, pero trató de evitar esas ideas, recordando que, cualquiera fuera el propósito de la visita nocturna de su hija, no habría tiempo de exhumar ni siquiera una parte de los recuerdos dolorosos que se interponían entre madre e hija como las ruinas de un avión que se había estrellado.

Echó un vistazo al reloj. Ya habían pasado casi diez minutos desde el llamado, advirtió Liz con un sobresalto. Ansiosa, fue al cuarto de costura. Era el más grande de la casa, y estaba decorado con bordados de ella misma y de su madre y con una docena de estantes de carretes de hilo… algunos de ellos de las décadas de 1950 y 1960. Cada matiz de la paleta de Dios estaba representado en esos carretes de hilos. También había cajas llenas de ejemplares de Vogue y muchos moldes de costura. La pieza central de la habitación era una vieja máquina de coser eléctrica Singer. No tenía ninguno de los sofisticados accesorios de las máquinas nuevas, ni luces ni palancas complejas. La máquina era un caballo de trabajo de cuarenta años de edad, con esmaltado negro, idéntica a la que había usado su madre.

Liz había cosido desde los doce años, y en épocas difíciles su habilidad la había sustentado. Amaba cada parte del proceso: comprar la tela… escuchar el tud-tud-tud cuando el vendedor hacía girar los planos rollos de tela una y otra vez, desenrollando el metraje (Liz podía decirles con absoluta precisión qué cantidad tenían en determinado momento sobre el mostrador). Prender con alfileres el quebradizo y translúcido papel de molde sobre la tela. Cortar con las pesadas tijeras dentadas, que dejaban un borde de diente de dragón sobre la tela. Aprestar la máquina, cargar la bobina, enhebrar la aguja…

Había algo tan completamente balsámico en el acto de coser: tomar esas sustancias -el algodón de la tierra, la lana de los animales- y combinarlas para crear algo totalmente nuevo. El peor aspecto de la herida que había sufrido varios años atrás había sido el daño en su brazo derecho, que la mantuvo lejos de su Singer durante tres insoportables meses.

Coser era terapéutico para Liz, claro, pero, más aún, era una parte de su profesión y la había ayudado a convertirse en una mujer de buen pasar; a su alrededor había percheros llenos de vestidos de firma que esperaban su hábil intervención.

Alzó los ojos para mirar el reloj. Quince minutos. Otro estremecimiento de pánico que la dejó sin aliento.

Su imaginación reconstruía claramente aquel día, veinticinco años atrás: Beth Anne en pijama, sentada ante la desvencijada mesa de la cocina, observando los rápidos dedos de su madre con fascinación, mientras Liz le cantaba.


Duérmete mi niña, que la paz te espera


Ese recuerdo dio paso a muchos más, y la agitación subió en el corazón de Liz como el nivel de agua del arroyo que corría detrás de su casa, con su corriente hinchada por la lluvia. Bien, se dijo con firmeza, no te quedes ahí sentada… haz algo. Mantente ocupada. Encontró una chaqueta azul marino en su ropero, fue hasta la mesa de costura y escarbó en un canasto hasta encontrar un trozo de tela que combinaba. Lo usaría para hacerle un bolsillo a la prenda. Liz se abocó al trabajo, alisando la tela, marcándola con tiza, buscando las tijeras, cortando cuidadosamente. Se concentró en su trabajo pero esa distracción no fue suficiente para alejar su mente de la inminente visita… y de los recuerdos de muchos años.

El incidente del robo en la tienda, por ejemplo. Cuando la chica tenía doce años.

Liz recordó el llamado telefónico, y que ella respondió. El jefe de seguridad de una tienda departamental cercana informaba -para gran consternación de Liz y de Jim- que habían atrapado a Beth Anne con casi mil dólares de alhajas escondidas en una bolsa de papel.

Los padres le habían rogado al hombre que no presentara cargos. Dijeron que seguramente había algún error.

– Bien -dijo el jefe de seguridad con escepticismo-, la encontramos con cinco relojes. Y también con un collar. Todo envuelto en esa bolsa de papel marrón. Quiero decir, a mí no me suena que haya habido algún error.

Finalmente, tras asegurarle repetidamente que se trataba de una coincidencia y que la chica no volvería nunca a la tienda, el gerente accedió a mantener a la policía fuera del asunto.

Y fuera de la tienda, cuando la familia estuvo a solas, Liz se dirigió con furia a Beth Anne:

– ¿Por qué diablos hiciste eso?

– ¿Por qué no? -respondió la joven con voz cantarina y una sonrisa insidiosa en los labios.

– Fue algo muy tonto.

– Como si me importara.

– Beth Anne… ¿por qué actúas de este modo?

– ¿De qué modo? -preguntó la chica, burlándose.

Su madre trató de hablar con ella -como decían los psicólogos y los programas de la tele que uno debía hablar con sus hijos-, pero Beth Anne siguió sin prestarle ninguna atención, aburrida. Liz le había endilgado una vaga advertencia, obviamente fútil, y luego había abandonado.

Ahora pensaba: una invierte cierta cantidad de esfuerzo en coser una chaqueta o un vestido y termina consiguiendo la prenda que esperaba. Pero una pone mil veces más esfuerzo en criar a su hija y el resultado es exactamente el opuesto al que una espera y sueña lograr. Eso parecía absolutamente injusto.

Los agudos ojos grises de Liz examinaron la chaqueta de lana, asegurándose de que el bolsillo había quedado plano y fijo en la posición correcta. Hizo una pausa, alzando los ojos; por la ventana, en dirección a las negras ramas de los pinos, todo lo que veía eran otras imágenes, muy duras, de Beth Anne. ¡Qué boca tenía esa niña! Beth Anne miraba a su padre o a su madre a los ojos y decía: “No hay ninguna maldita manera de que puedan obligarme a ir con ustedes”, o: “¿No te das cuenta de un carajo, ¿no es cierto?”.

Tal vez deberían haber sido más severos con ella, más estrictos. En la familia de Liz, a una la azotaban por maldecir o contestarles a los adultos o por no hacer lo que tus padres te decían. Ella y Jim nunca le habían dado una zurra a Beth Anne; tal vez deberían haberle dado una buena bofetada en un par de oportunidades.

Una vez, alguien había llegado enfermo a la empresa familiar -un depósito mayorista que Jim había heredado-, y él había necesitado que Anne Beth ayudara. Ella le había espetado: “Preferiría estar muerta antes que entrar en ese agujero de mierda tuyo”.

Su padre se había retirado dócilmente, pero Liz había reprendido duramente a su hija:

– No le hables a tu padre de ese modo -le había dicho.

– ¿No? -dijo ella con tono sarcástico-. ¿Y cómo tendría que hablarle? ¿Como una hijita obediente que hace todo lo que él le dice? Tal vez eso era lo que él quería, pero no es lo que consiguió.

Y había agarrado su bolso y se había encaminado hacia la puerta.

– ¿Adónde vas?

– A ver a unos amigos.

– No irás. ¡Vuelve aquí inmediatamente!

Su única respuesta fue irse con un portazo. Jim salió tras ella, pero la chica había desaparecido en un instante, corriendo sobre la nieve vieja de Michigan.

¿Y esos “amigos”?

Trish y Eric y Sean… Chicos de familias con valores absolutamente distintos de los de Liz y Jim. Trataron de prohibirle que los viera. Pero, por supuesto, sin ningún resultado.

– No me digas con quién debo andar -le había dicho Beth Anne con furia. La muchacha tenía dieciocho años y era tan alta como su madre. Cuando avanzó hacia ella, con el ceño fruncido, Liz había retrocedido, como asustada-. ¿Y además, qué sabes de ellos?

– Sé que tu padre y yo no les gustamos… y eso es todo lo que necesito saber. ¿Qué tienen de malo los hijos de Todd y Joan? ¿O los de Brad? Tu padre y yo los conocemos desde hace años.

– ¿Que qué tienen de malo? -masculló la chica, sarcásticamente-. Imagínate, son verdaderos perdedores.

Y esa vez sí agarró su cartera y los cigarrillos que ya había empezado a fumar, e hizo otra salida dramática.

Con el pie derecho Liz presionó el pedal de la Singer y el motor emitió su chirrido familiar, seguido de un clata, clata, clata cuando la aguja empezó a moverse cada vez con mayor velocidad, de arriba abajo, desapareciendo dentro de la tela, dejando tras ella una prolija hilera de puntos alrededor del bolsillo.


Clata, clata, clata…


En la escuela intermedia la muchacha no volvía a casa hasta las siete o las ocho de la tarde, y cuando estaba en la escuela superior solía volver mucho más tarde. A veces ni regresaba a dormir. También desaparecía los fines de semana y no quería saber nada con la familia.


Clata, clata, clata…


El rítmico traqueteo de la Singer tranquilizó un poco a Liz, pero la mujer no pudo evitar sentir pánico otra vez cuando echó otro vistazo al reloj. Su hija podía llegar en cualquier momento ahora.

Su niña, su pequeña bebé…


Duérmete, mi niña…


Y la pregunta que había perseguido a Liz durante años volvió a acosarla una vez más: ¿qué había hecho mal? Durante horas y horas revisaba los primeros años de la niña, tratando de ver qué había hecho ella para que Beth Anne la rechazara de manera tan rotunda. Había sido una madre atenta y cariñosa, había sido coherente y justa, había preparado la comida de la familia todos los días, había lavado y planchado la ropa de la niña, le había comprado todo lo que necesitaba. Lo único que se le ocurría era que había mostrado demasiada resolución, que había sido demasiado inflexible en su manera de criarla, y a veces también demasiado estricta.

Pero eso no le parecía un gran crimen. Además, Beth Anne había estado igualmente furiosa con su padre… el más complaciente de los dos. Amable, cariñoso hasta el punto de malcriar a la niña, Jim era el padre perfecto. Ayudaba a Beth Anne y a sus amigos en sus tareas escolares, los llevaba a todos en auto a la escuela cuando Liz estaba trabajando, le leía cuentos a su hija y la arropaba cada noche. Inventaba “juegos especiales” para jugar con Beth Anne. Era exactamente la clase de vínculo paterno que la mayoría de los niños hubiera adorado.

Sin embargo, la niña también se enfurecía con él y hacía todo lo posible para evitar estar con su padre.

No, Liz no encontraba, por más que escarbara en el pasado, ningún incidente oscuro, ningún trauma, ninguna tragedia que pudiera haber convertido a Beth Anne en una renegada. Volvió a extraer la misma conclusión a la que había llegado años atrás: que -por cruel e injusto que pareciera- su hija simplemente había nacido fundamentalmente distinta de Liz; algo había ocurrido en el proceso de gestación que había convertido a la chica en una rebelde.

Y mirando la tela, alisándola con sus dedos largos y hábiles, a Liz se le ocurrió otra idea: era rebelde, sí, ¿pero sería también una amenaza?

Liz admitió que parte del desasosiego que la invadía esa noche no era tan sólo por el inminente encuentro con su díscola hija, sino que en realidad la joven le daba miedo.

Levantó la vista de la chaqueta y miró fijamente la lluvia que salpicaba su ventana. El brazo le latía dolorosamente, y recordó entonces aquel día terrible, varios años atrás… el día que la había alejado para siempre de Detroit y que todavía le provocaba espantosas pesadillas. Liz había entrado a la joyería y se había quedado inmóvil, consternada, sin aliento al ver que una pistola giraba para apuntarle. Todavía podía ver el fogonazo amarillo que la deslumbró en el momento en que el hombre apretó el gatillo, todavía podía oír la ensordecedora explosión, sentir el golpe que la atontaba cuando la bala penetró en su brazo, arrojándola sobre el piso de baldosas, llorando por el dolor y el desconcierto.

Su hija, por supuesto, no había tenido nada que ver con esa tragedia. Sin embargo, Liz sabía que Beth Anne era tan capaz y estaba tan dispuesta a apretar el gatillo como lo había hecho aquel hombre durante el robo; tenía pruebas de que su hija era una mujer peligrosa. Pocos años atrás, después de que Beth Anne se había ido del hogar, Liz había visitado la tumba de Jim. Era un día tan brumoso que parecía de algodón y estaba ya muy cerca de la tumba cuando advirtió que había alguien allí. Para su gran sorpresa, se dio cuenta de que era Beth Anne. Liz retrocedió para ocultarse en la niebla, mientras su corazón latía salvajemente. Debatió consigo misma durante un rato, pero finalmente decidió que no tenía el valor de enfrentarse con la muchacha, y resolvió que le dejaría una nota en el parabrisas de su auto.

En el momento en que se acercó al Chevy, revolviendo en su bolso en busca de un bolígrafo y un pedazo de papel, echó un vistazo al interior del vehículo y se le encogió el corazón ante lo que vio: una chaqueta, una cantidad de papeles y, semioculta debajo de ellos, una pistola y unas bolsas de plástico que contenían un polvo blanco… drogas, supuso Liz.

Oh, sí, pensó ahora, su hija, la pequeña Beth Anne Polemus, era perfectamente capaz de matar.

El pie de Liz se alzó del pedal y la Singer quedó en silencio. Alzó la leva y cortó las hebras que pendían. Se puso la chaqueta y deslizó algunas cosas en el nuevo bolsillo, se examinó en el espejo y decidió que estaba satisfecha con su trabajo.

Entonces observó su borroso reflejo. ¡Vete!, le dijo una voz dentro de su cabeza. ¡Ella es una amenaza para ti! Vete ahora antes de que llegue Beth Anne. Y al cabo de un momento de debate, Liz exhaló un suspiro. Una de las razones por las que en un principio había decidido mudarse allí era que se había enterado de que su hija se había trasladado al noroeste. Liz había tenido la intención de rastrear a la muchacha, pero se había descubierto extrañamente reticente a hacerlo. No, se quedaría, se encontraría con Beth Anne. Y no sería estúpida, no después de aquel robo. Liz colgó la chaqueta en un perchero y fue hasta el armario. Bajó una caja del estante superior y miró dentro de ella. Había una pequeña pistola. “Un arma de dama”, la había llamado Jim cuando se la había dado, años atrás. La tomó y se la quedó mirando con fijeza.


Duérmete, mi niña… la noche entera.


Entonces se estremeció con asco. No, le resultaba imposible usar el arma contra su propia hija. Por supuesto que no.

Y sin embargo… ¿y si tenía que elegir entre su vida y la vida de su hija? ¿Y si el odio acumulado dentro de la muchacha había logrado que ya no le importara nada?

¿Podría matar a Beth Anne para salvar su propia vida?

Ninguna madre debería verse enfrentada a una elección así.

Vaciló durante un largo momento, y después empezó a guardar nuevamente el arma. Pero un haz de luz la detuvo. La luz de unos faros delanteros llenó el jardín del frente y dibujó brillantes ojos amarillos, de gato, sobre la pared del cuarto de costura de Liz.

La mujer volvió a mirar el arma una vez más y entonces, en vez de guardarla en el armario, la dejó sobre un aparador, cerca de la puerta, y la cubrió con un tapete. Fue al living y miró por la ventana el auto frente a su casa, que permanecía inmóvil, con los faros aún encendidos, los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, su hija que vacilaba antes de bajarse; Liz sospechó que no era el mal tiempo lo que detenía a la muchacha dentro del auto.

Un larguísimo momento más tarde los faros del auto se apagaron.

Bien, piensa en positivo, se dijo Liz. Tal vez su hija hubiera cambiado. Tal vez venía a visitarla para enmendar todas las traiciones que había cometido a lo largo de los años. Por fin las dos podrían empezar a trabajar para mantener una relación normal.

Sin embargo, echó un vistazo a la sala de costura, donde la pistola descansaba oculta sobre el aparador, y se dijo: ve a buscarla. Guárdatela en el bolsillo.

Y después: no, guárdala otra vez en el armario.

Liz no hizo ninguna de las dos cosas. Dejando la pistola sobre el aparador, fue a grandes trancos hasta la puerta del frente de la casa y la abrió, sintiendo que la fría bruma le cubría la cara.

Retrocedió dejándole espacio a la figura que se acercaba, una esbelta mujer joven, hasta que Beth Anne traspuso la puerta y se detuvo. Una pausa, y luego Liz cerró la puerta a sus espaldas.

Permaneció en el centro de la sala, retorciéndose las manos con nerviosismo.

Quitándose la capucha de su rompevientos, Beth Anne se secó la lluvia de la cara. El rostro de la joven era curtido, rubicundo. No llevaba maquillaje. Tendría ahora veintiocho años, Liz lo sabía muy bien, pero se veía mayor. Llevaba el pelo corto, revelando unos aros diminutos. Por alguna razón Liz se preguntó si alguien se los habría regalado o si ella misma se los habría comprado.

– Bien, cómo estás, cariño.

– Madre.

Una vacilación y luego una breve risa, sin alegría, de Liz.

– Antes solías llamarme “mamá”.

– ¿De veras?

– Sí. ¿No lo recuerdas?

Le respondió meneando la cabeza. Liz pensó que en realidad sí lo recordaba, aunque se negaba a reconocerlo. Observó con detenimiento a su hija.

Beth Anne echó una mirada a la pequeña sala. Sus ojos se detuvieron en una foto de ella y su padre… los dos estaban en un muelle cercano a la casa familiar de Michigan.

– Cuando llamaste me dijiste que alguien te había dicho que yo estaba aquí. ¿Quién fue? -le preguntó Liz.

– No tiene importancia. Alguien, simplemente. Has estado viviendo aquí desde… -su voz se interrumpió.

– Un par de años. ¿Quieres un trago?

– No.

Liz recordó que había descubierto a la muchacha bebiendo un poco de cerveza a escondidas a los dieciséis años y se preguntó si habría seguido bebiendo y tendría ahora un problema con el alcohol.

– ¿Té, entonces? ¿Café?

– No.

– ¿Sabías que me había mudado al noroeste? -le preguntó Beth Anne.

– Siempre hablabas de esta zona, de irte de… eh, de Michigan y de venir aquí. Después, cuando te fuiste, recibiste una carta en casa. De alguien de Seattle.

Beth Anne asintió. ¿Había sido eso una pequeña mueca de disgusto, además? Como si estuviera enojada consigo misma por haber sido descuidada y dejar alguna pista de su paradero.

– ¿Y te mudaste a Portland para estar cerca de mí?

Liz sonrió.

– Supongo que sí. Empecé a buscarte pero perdí el valor.

A Liz se le llenaron los ojos de lágrimas mientras su hija seguía examinando la habitación. La casa era pequeña, sí, pero los muebles, los aparatos electrónicos y el equipamiento eran de primera clase… las recompensas del duro trabajo de Liz durante los últimos años. Dos sentimientos combatían dentro de la mujer: casi esperaba que la muchacha se sintiera tentada a reconciliarse con su madre al ver cuánto dinero tenía Liz, pero también que Beth Anne se sintiera avergonzada ante tanta opulencia, ya que la ropa y las alhajas baratas de su hija sugerían que luchaba por su supervivencia.

El silencio era como fuego. A Liz le quemaba la piel, y el corazón.

Beth Anne abrió la mano izquierda, hasta entonces cerrada en un puño, y su madre advirtió un diminuto anillo de compromiso y un simple cintillo de oro. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

– ¿Te has…?

La joven siguió la mirada de su madre, clavada en el anillo. Asintió.

Liz se preguntó qué clase de hombre sería su hijo político. ¿Sería alguien amable como Jim, alguien que pudiera atemperar la díscola personalidad de la muchacha? ¿O sería duro? ¿Como la propia Beth Anne?

– ¿Tienes hijos? -preguntó Liz.

– Eso no es de tu incumbencia.

– ¿Estás trabajando?

– ¿Me estás preguntando si he cambiado, madre?

Liz no quería escuchar la respuesta a esa pregunta y continuó rápidamente para preparar el terreno.

– Estuve pensando -dijo, y la desesperación tiñó su voz-, que tal vez pudiera trasladarme a Seattle. Podríamos vernos… incluso podríamos trabajar juntas. Podríamos asociarnos. Mitad y mitad. Lo pasaríamos tan bien. Siempre creí que seríamos de lo mejor, las dos juntas. Siempre soñé…

– ¿Tú y yo trabajando juntas, madre? -dijo Beth Anne, mirando hacia el cuarto de costura y señalando con la cabeza la máquina de coser, los percheros llenos de vestidos-. Esa no es mi vida. Nunca lo fue. Nunca podría serlo. Después de todos estos años, todavía no lo entiendes, ¿no es cierto?

Esas palabras y el frío tono con el que fueron pronunciadas respondieron claramente a la pregunta de Liz: no, la muchacha no había cambiado un ápice.

Su voz se hizo áspera.

– ¿Entonces, por qué estás aquí? ¿A qué viniste?

– Creo que lo sabes, ¿no es verdad?

– No, Beth Anne, no lo sé. ¿Alguna clase de venganza psicópata?

– Supongo que podrías llamarla así. -Volvió a pasear la mirada por la habitación.- Vamos, ya -agregó.

Liz respiraba aguadamente.

– ¿Por qué? Todo lo que hicimos era para ti.

– Yo diría que me lo hiciste a mí. -En la mano de su hija había aparecido una pistola, y el cañón apuntaba en dirección a Liz.- Afuera -susurró la joven.

– ¡Dios mío! ¡No! -Respiró hondo, jadeó mientras volvía a golpearla el recuerdo de lo ocurrido en la joyería. Su brazo empezó a latirle y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Visualizó la pistola sobre el aparador.


Duérmete, mi niña…


– ¡No iré a ninguna parte! -dijo Liz, restregándose los ojos.

– Sí, lo harás. Afuera.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó con tono de desesperación.

– Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.

Liz se apoyó en una silla para aliviar sus piernas trémulas. La hija advirtió que la mano izquierda de la mujer se había desplazado hasta estar a pocos centímetros del teléfono.

– ¡No! -ladró la muchacha-. Aléjate del teléfono.

Liz dirigió una mirada impotente al teléfono y luego hizo lo que Beth Anne le decía.

– Ven conmigo.

– ¿Ahora? ¿Bajo la lluvia?

La joven asintió.

– Déjame buscar una chaqueta.

– Hay una al lado de la puerta.

– No es bastante abrigada.

La muchacha vaciló, como si estuviera a punto de decirle que no tenía importancia si la chaqueta de su madre era más o menos abrigada, si pensaba en lo que estaba por ocurrir. Sin embargo, después asintió.

– Pero no intentes usar el teléfono. Te estaré vigilando.

Trasponiendo la puerta que comunicaba con el cuarto de costura, Liz recogió la chaqueta azul en la que había estado trabajando un rato antes. Se la puso lentamente, sus ojos clavados en el tapete y en el bulto de la pistola que estaba debajo. Volvió a dirigir sus ojos a la sala. Su hija contemplaba una instantánea enmarcada de sí misma a los once o doce años, de pie al lado de su madre y de su padre.

Rápidamente extendió la mano y recogió la pistola. Podía volverse muy rápido, apuntarle a su hija. Gritarle que arrojara su arma.


Madre, te siento cerca, la noche entera…

Padre, sé que me escucha, la noche entera…


Pero, ¿y si Beth Anne no arrojaba su arma? ¿Y si la levantaba, con la intención de disparar? ¿Qué haría Liz entonces?

¿Podría matar a su hija para salvar su propia vida?


Duérmete, mi niña…


Beth Anne seguía dándole la espalda, examinando aún la fotografía. Liz podría hacerlo… girar con rapidez, un único disparo. Sentía la pistola, sentía su peso en el dolorido brazo.

Entonces suspiró.

La respuesta era no. Un no ensordecedor. Nunca le haría daño a su hija. A pesar de cualquier cosa que pudiera suceder a continuación, allá afuera, bajo la lluvia, ella no podía hacerle ningún daño a su hija.

Dejando la pistola en su lugar, Liz se reunió con Beth Anne.

– Vamos -dijo su hija, guardando su propia pistola en la cintura de sus vaqueros, y condujo a su madre al exterior, asiéndola rudamente de un brazo. Liz se dio cuenta de que era el primer contacto físico que había entre ambas desde hacía por lo menos cuatro años.

Se detuvieron en el porche y Liz dio media vuelta para enfrentar a su hija.

– Si haces esto, lo lamentarás por el resto de tu vida.

– No -dijo la joven-. Lamentaría no haberlo hecho.

Liz sintió que un ramalazo de la lluvia se unía a las lágrimas que le surcaban las mejillas. La cara de la joven también estaba mojada y enrojecida, pero su madre sabía que era exclusivamente por la lluvia; sus ojos estaban completamente secos.

– ¿Qué he hecho para que me odies tanto? -le preguntó en un susurro.

La pregunta quedó sin respuestas porque el primero de los patrulleros entró al jardín, mientras las luces rojas, azules y blancas encendían las gotas de lluvia como si fueran las chispas de una celebración del Día de la Independencia. Un hombre de unos treinta años, que llevaba puesto un rompevientos negro y tenía una insignia alrededor del cuello, salió del primer auto y caminó hacia la casa, con dos agentes uniformados pisándole los talones. Saludó con un gesto a Beth Anne.

– Soy Dan Heath, de la policía estatal de Oregon.

La joven le estrechó la mano.

– Detective Beth Anne Polemus, del Departamento de Policía de Seattle.

– Bienvenida a Portland -dijo él.

Ella respondió con un irónico encogimiento de hombros, aceptó las esposas que él le ofrecía y esposó a su madre.


Entumecida por la lluvia helada -y por el voltaje emocional del encuentro-, Beth Anne escuchó a Heath recitarle a su madre:

– Elizabeth Polemus, está arrestada por asesinato, intento de asesinato, ataque, robo a mano armada y por comercializar bienes robados.

Le leyó sus derechos y le explicó que se la detenía en Oregon por cargos locales pero que se la enviaría con una orden de extradición a Michigan para que se enfrentara allí a diversos pedidos de arresto por delitos importantes, incluyendo el homicidio.

Beth Anne le hizo un gesto al joven policía estatal que la había ido a buscar al aeropuerto. No había tenido tiempo de hacer el papeleo necesario para llevar su propia arma reglamentaria a otro estado, de manera que el agente le había prestado una de ellos. Beth Anne se la devolvió ahora y se dio vuelta para ver cómo un agente revisaba a su madre.

– Cariño -empezó a decirle su madre, con voz desdichada y suplicante.

Beth Anne la ignoró y Heath le hizo una seña al joven uniformado, quien condujo a la mujer hasta un patrullero. Beth Anne lo detuvo y le avisó:

– Espere. Regístrela mejor.

El agente uniformado parpadeó, sorprendido, y miró otra vez a la delgada e insignificante cautiva, que parecía tan indefensa como un niño. Y ante un gesto de asentimiento de Heath, llamó a una mujer policía que registró minuciosamente a la prisionera. La agente frunció el ceño cuando llegó a la parte baja de la espalda de Liz. La madre le lanzó una mirada penetrante a su hija cuando la mujer le quitó la chaqueta azul marina, revelando un pequeño bolsillo cosido en la espalda de la prenda. En su interior había una pequeña navaja automática y una ganzúa para esposas.

– Dios -dijo el uniformado. Con un gesto le indicó a la mujer policía que la revisara una vez más. Pero ya no hallaron otras sorpresas.

– Ese es un truco que recuerdo de los viejos días -dijo Beth Anne-. Ella siempre cosía bolsillos secretos en su ropa. Para robar en las tiendas y ocultar armas. -La joven soltó una fría carcajada.- Coser y robar. Esos son sus talentos. -Su sonrisa desapareció.- Y también matar, por supuesto.

– ¿Cómo pudiste hacerle esto a tu propia madre? -le espetó Liz brutalmente-. Judas!

Beth Anne observó fríamente cómo la subían al patrullero.

Heath y Beth Anne entraron a la sala de la casa. Mientras la mujer policía inspeccionaba los cientos de miles de dólares en objetos robados que llenaban la vivienda, Heath dijo:

– Gracias, detective. Sé que esto fue duro para usted. Pero estábamos desesperados por arrestarla sin que nadie saliera herido.

Capturar a Liz Polemus sin duda podría haber sido un baño de sangre. Ya había ocurrido antes. Varios años atrás, cuando su madre y su amante, Brad Selbit, habían tratado de desvalijar una joyería en Ann Arbor, Liz había sido sorprendida por el guardia de seguridad. La había baleado en el brazo. Pero eso no le había impedido a la mujer empuñar la pistola con la otra mano y matarlo, y matar también a un cliente y después dispararle a uno de los agentes de policía enviados a atraparla. Había logrado escapar. Había abandonado Michigan para ir a Portland, donde ella y Brad empezaron a operar nuevamente, dedicados a su punto fuerte, que era robar joyerías y boutiques que vendían ropa de firma, que ella, con su habilidad de costurera, alteraba ligeramente y luego vendía a reducidores de otros estados.

Un informante le había avisado a la Policía Estatal de Oregon que Liz Polemus era responsable de una serie de robos recientes en el noroeste y que vivía con un nombre falso en una pequeña vivienda aislada. Los detectives de la peo a cargo del caso se habían enterado de que su hija era detective del Departamento de Policía de Seattle, y habían trasladado a Beth Anne en helicóptero hasta el aeropuerto de Portland. La joven había ido sola para lograr que su madre se entregara pacíficamente.

– Figuraba en la lista de los delincuentes más buscados de dos estados. Y he oído que también se estaba haciendo un nombre en California. Imagínese eso… de su propia madre. -La voz de Heath se interrumpió, porque el agente pensó que tal vez era poco delicado seguir con el tema.

Sin embargo, a Beth Anne no le molestaba.

– Así fue mi infancia -caviló-. Robo a mano armada, robo con escalamiento, lavado de dinero… Mi padre tenía un depósito donde reducían lo robado. También les servía de fachada… lo había heredado de su propio padre. Quien también estaba en el mismo negocio, dicho sea de paso.

– ¿Su abuelo?

Ella asintió.

– Ese depósito… todavía puedo verlo claramente. Percibir su olor. Sentir el frío. Y sólo estuve allí una vez. Cuando tenía más o menos ocho años, creo. Estaba lleno de mercadería robada. Mi padre me dejó sola en la oficina unos minutos y yo espié a través de la puerta y lo vi, a él y a uno de sus compinches, golpeando salvajemente a otro. Casi lo mataron.

– No suena a que intentaran ocultarle demasiado lo que hacían, manteniéndolo en secreto.

– ¿En secreto? Diablos, hicieron todo lo posible para que yo participara del negocio. Mi padre inventaba esos juegos especiales, como él los llamaba. Oh, se suponía que yo debía ir a la casa de mis amigos y estudiar si tenían cosas de valor y dónde las guardaban. O fijarme en la escuela dónde tenían los televisores y las videocaseteras y decirle dónde los guardaban y qué clase de cerraduras había en las puertas.

Heath meneó la cabeza, atónito. Después preguntó:

– ¿Pero usted nunca tuvo ningún roce con la ley?

Ella se rió.

– En realidad, sí… me agarraron una vez por robar en una tienda.

Heath asintió.

– Yo me embolsé un paquete de cigarrillos cuando tenía catorce años. Todavía siento el cinturón de cuero de mi papá azotándome el trasero por lo que había hecho.

– No, no -dijo Beth Anne-. A mí me agarraron esa vez devolviendo alguna porquería que mi madre había robado.

– ¿Qué?

– Ella me llevó a la tienda como pantalla. Ya sabe, una madre con su hija nunca será tan sospechosa como una mujer sola. Vi cómo se embolsaba algunos relojes y un collar. Cuando volvimos a casa puse las cosas en una bolsa y las llevé de vuelta a la tienda. El guardia me habrá visto aspecto de culpable, supongo, y me agarró antes de que pudiera devolver las cosas. Cargué con la culpa. Quiero decir, no iba a chivar a mis padres, ¿no es cierto?… Mi madre se puso tan furiosa… Verdaderamente ellos no podían entender por qué yo no quería seguirles los pasos.

– Usted necesita unas cuantas sesiones con el doctor Phil o con alguien.

– Ya estuve allí. Todavía estoy.

Ella asintió a medida que recordaba otras cosas.

– Más o menos desde los doce o trece años en adelante, traté de estar el mayor tiempo posible fuera de mi casa. Me anoté en todas las actividades extraescolares que pude. Me ofrecí como voluntaria en el hospital durante los fines de semana. Mis amigos realmente me ayudaron. Eran de lo mejor… Probablemente los elegí porque eran lo más diferente posible de los delincuentes con los que andaban mis padres. Yo salía con los del grupo de Estudiantes Meritorios, los del equipo de debate, los del club de latín. Cualquiera que fuera decente y normal. Yo no era una gran estudiante pero pasaba tanto tiempo en la biblioteca o estudiando en casas de amigos que me dieron una beca que me permitió asistir a la universidad.

– ¿Adónde fue?

– A Ann Arbor. Me gradué en justicia criminal. Rendí mi examen y conseguí un cargo en el Departamento de Policía de Detroit. Trabajé allí un tiempo. Casi siempre en Narcóticos. Después me trasladé aquí y me uní a la fuerza policial de Seattle.

– Y ya tiene su insignia. Llegó rápido a detective. -Heath miró hacia la casa.- ¿Ella vivía sola aquí? ¿Dónde está su padre?

– Muerto -dijo Beth Anne con toda naturalidad-. Ella lo mató.

– ¿Qué?

– Espere a leer la orden de extradición de Michigan. Nadie lo supo en ese momento, por supuesto. El informe original del forense dijo que había sido un accidente. Pero hace unos meses, un tipo que está en prisión en Michigan confesó que él la había ayudado. Mi madre descubrió que mi padre se estaba guardando dinero producto de sus operaciones conjuntas y que lo estaba gastando con una amante. Contrató a ese tipo para que lo matara y logró que pareciera que mi padre se había ahogado por accidente.

– Lo siento, detective.

Beth Anne se encogió de hombros.

– Siempre me pregunté si podría perdonarlos. Recuerdo una vez, cuando aún trabajaba en Narcóticos, en Detroit. Acababa de dar con un gran cargamento. Confisqué un montón de bolsas. Estaba en camino para llevar la sustancia al Departamento de Evidencias cuando me di cuenta de que pasaba junto al cementerio donde mi padre estaba sepultado. Nunca había ido. Me detuve y fui hasta la tumba y traté de perdonarlo. Pero no pude. Entonces me di cuenta de que nunca podría… no podría perdonarlo a él ni a mi madre. En ese momento decidí irme de Michigan.

– ¿Su madre se volvió a casar?

– Se metió con Brad Selbit hace unos años pero nunca se casó con él. ¿Lo atraparon ya?

– No. Anda por aquí cerca, en algún lado, pero se ha ocultado.

Beth Anne hizo un gesto señalando el teléfono.

– Mi madre trató de hablar por teléfono cuando yo vine, esta noche. Es posible que haya querido dejarle un mensaje. Revisaré los registros telefónicos. Eso podría conducirlos hasta él.

– Buena idea, detective. Conseguiré una orden de arresto esta noche misma.

Beth Anne miró a través de la lluvia hacia el lugar en el que había desaparecido unos minutos antes el patrullero que llevaba a su madre.

– Lo más raro es que ella creía que estaba haciendo lo correcto para mí, tratando de que siguiera con el negocio. Ser delincuente era su naturaleza; creyó que también era la mía. Ella y papá eran malos de nacimiento. No podían entender por qué yo había nacido buena, y no cambiaría.

– ¿Tiene familia? -le preguntó Heath.

– Mi esposo es sargento de Menores -dijo Beth Anne, y sonrió-. Y esperamos un hijo. El primero.

– Ah, eso es muy bueno.

– Seguiré en mi cargo hasta junio. Después me tomo licencia por un par de años para ser mamá. -Y sintió necesidad de agregar algo más.- Porque los hijos están antes que nada. -Pero, dadas las circunstancias, le pareció que no había necesidad de explicar nada.

– Los de Escena del Crimen van a precintar y sellar el lugar -dijo Heath-. Si quiere echar un vistazo, no hay problema. Tal vez haya allí alguna foto o algo que quiera llevarse. A nadie le molestará que se lleve algunos efectos personales.

Beth Anne se dio unos golpecitos en la cabeza.

– Aquí arriba tengo más recuerdos de los que necesito.

– Entiendo.

Ella se cerró el rompevientos, se calzó la capucha. Lanzó otra hueca carcajada.

Heath arqueó las cejas.

– ¿Sabe cuál es mi primer recuerdo?

– ¿Cuál es?

– Es en la cocina de la primera casa de mis padres, en las afueras de Detroit. Yo estaba sentada a la mesa. Debo haber tenido tres años. Mi madre me cantaba.

– ¿Le cantaba? Como una verdadera madre.

– No sé qué canción era -caviló Beth Anne-. Sólo recuerdo que me cantaba para distraerme, para que no jugara con las cosas con las que estaba trabajando, sobre esa mesa.

– ¿Qué hacía ella, cosía? -preguntó Heath, señalando la habitación que contenía una máquina de coser y percheros llenos de vestidos robados.

– Nones -dijo la mujer-. Estaba recargando municiones.

– ¿En serio?

Asintió.

– Cuando fui mayor me di cuenta de que eso era lo que estaba haciendo. Mis padres no tenían mucho dinero y compraban cartuchos de bronce vacíos en los campos de tiro y los recargaban. Todo lo que recuerdo es que las balas eran brillantes y yo quería jugar con ellas. Ella me dijo que si no las tocaba, me cantaría una canción.

Esta historia dio por terminada la charla. Los dos oficiales se quedaron escuchando la lluvia que caía sobre el techo de la casa.


Mala de nacimiento…


– Muy bien -dijo por fin Beth Anne-, me voy a casa.

Heath la acompañó hasta afuera y ambos se despidieron. Beth Anne se subió al auto alquilado y condujo por la lodosa y serpenteante ruta en dirección a la autopista estatal.

De pronto, desde algún lugar de los pliegues de su memoria surgió una melodía. Tarareó unos compases en voz alta, pero no pudo identificar la canción. Eso le causó una vaga inquietud. Entonces Beth Anne encendió la radio y encontró Jammin' 95.5, llenando su noche de éxitos de oro puro, sigue la fiesta, Portland… Subió el volumen y, tamborileando sobre el volante al ritmo de la música, se dirigió hacia el norte en dirección al aeropuerto.

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