CAPÍTULO 11


Índigo pasó los tres días siguientes en el poblado de los vaqueros. Su tobillo se curó con rapidez, pero pronto descubrió que, en realidad, era una prisionera, ya que se le prohibió abandonar la pequeña cabaña, en parte almacén y en parte prisión, a la que se la trasladó después de su encuentro con los het. Ni tampoco volvió a ver a Shen-Liv: sus únicos visitantes eran las mujeres que venían mañana y tarde a traerle comida y agua, y que, o bien no comprendían sus preguntas, o se les habían dado instrucciones para que no respondieran a nada de lo que dijera.

Al parecer, los ancianos ya no sentían el menor interés por su bienestar; había aceptado hacer lo que querían, y hasta que llegara el momento de llevar a cabo sus planes la consideraban indigna de cualquier atención. Esos planes, entretanto, se iban completando, pero a Índigo no se la hacía partícipe de las agitadas discusiones que se celebraban en la cercana casa alargada. No era más que un peón, y mujer además; su papel, a los ojos del het, era llevar a cabo las órdenes que se le dieran sin ningún tipo de objeciones ni preguntas.

La arrogancia de los ancianos enloquecía a Índigo, pero dos explosiones de cólera que chocaron con la indiferencia de las mujeres que la atendían, y el descubrimiento de un guardia armado al otro lado de su puerta, calmaron su furia al darse cuenta de que no podía hacer nada para cambiar las cosas. Carecía de aliados, de armas, ni siquiera podía comunicarse con sus guardianes; y si se negaba a cooperar, lo mejor que podía esperar era que se le permitiera cruzar la empalizada con las ropas que llevaba. Todo lo que le quedaba era esperar, e intentar ser paciente.

Ya que no tenía otra cosa que hacer se dedicó a pasar durmiendo tantas de aquellas horas de tedio como le fue posible. Pero el dormir sólo le acarreó un miasma mental y físico; sus músculos reclamaban ejercicio y sus pensamientos se transformaban con demasiada frecuencia en una febril confusión en la que alternaba el sueño con el insomnio. Y se vio atacada de pesadillas: a veces eran imágenes del pasado, pero casi siempre eran tenebrosas y horribles premoniciones de lo que le aguardaba.

La amable aseveración de Shen-Liv de que no correría peligro cuando se enfrentase al shafan no le producía un gran consuelo. Todo estaba muy bien para el sonriente anciano y sus satisfechos compañeros; a ellos no se los obligaría a arriesgar la vida enfrentándose a un demonio, y tampoco eran las suyas las manos que se alzarían para matarlo. Habían dejado de lado las dudas de la muchacha, ignorado sus temores, y negado incluso el privilegio de saber, antes de que llegara el momento, qué era lo que esperaban exactamente que hiciera. A menudo, cuando la rabia y la miseria derrotaban a la paciencia que luchaba por engendrar en su interior, Índigo decidía decir a los het, cuando condescendieran a verla de nuevo, que su plan era una auténtica locura y que no quería tomar parte en él. Pero aquel impulso se desvanecía siempre en cuanto recordaba, como había indicado Shen-Liv sin la menor sutileza, que no tenía otra elección.

De este modo pasaron las horas y los días, hasta que, mientras la lóbrega luz del sol que penetraba por debajo de su ventana empezaba a alterar su forma (había creado un tosco sistema para calcular la hora mediante los cambios de luz, y adivinó que era media tarde), la puerta se abrió de un empujón y el hombre joven que había conocido brevemente durante su primera noche en el pueblo apareció en el umbral.

Indicó con un dedo en dirección a la luz del día y dijo conciso:

—Ven.

Índigo hizo intención de ponerse en pie, pero se detuvo, indignada por sus modales.

—¿Adonde? —exigió.

El hombre la miró sorprendido, como si no hubiera esperado tal temeridad.

—Todo está listo. Ir al bosque con puesta de sol.

Índigo sintió una sacudida en su interior, y apretó las mandíbulas enojada.

—¿Esta noche? —repitió—. Sin previo aviso, sin...

El la interrumpió con altanero desprecio.

—Todo preparado. No ser quién tú para decir nada.

—¡Oh, pero sí que lo soy! —Se puso en pie furiosa—. ¡Tus mayores me han dejado aquí durante tres días sin contarme ni una palabra de sus planes, y ahora se espera que dé un salto y me limite a ir a donde me digáis y cuando me lo digáis, sin hacer preguntas y sin que se me den respuesta! —Se arrancó el chaquetón que llevaba echado sobre los hombros y lo arrojó con fuerza sobre el jergón que le hacía las veces de lecho—. ¡Puede que vosotros consideréis este trato correcto, pero yo no!

El joven la contempló como podría haber contemplado un pozo de inmundicia.

—Los het dicen tú venir, tú vendrás.

La cólera de Índigo se desbordó.

—¡Y yo digo no! Dile a tus het que si quieren algo de mí, podrían demostrar una elemental cortesía y pedírmelo, en persona y no mediante sus sirvientes. ¡No pienso correr a sus pies como un perro adiestrado!

No sabía si el joven había comprendido todo lo que había dicho; éste se limitó a seguir mirándola con asombro. Luego, sin decir una palabra, se inclinó hacia adelante y escupió deliberadamente en el suelo antes de dar media vuelta y abandonar la cabaña.

Índigo se dejó caer de nuevo en el jergón. El corazón le palpitaba con fuerza y sentía cómo le ardían las mejillas. Se sentía terriblemente insultada, pero ahora que el objeto de su furia había desaparecido, su enojo empezaba a apaciguarse, e incluso consiguió esbozar una sonrisa forzada. ¿Cómo reaccionarían los ancianos ante el mensaje? ¿Lo tomarían en consideración, o simplemente se vengarían de su desafío ordenando que la arrastrasen de forma ignominiosa a su presencia?

Pronto recibió respuesta a su pregunta. La alertó el sonido de voces masculinas airadas algo más allá de las paredes de la cabaña, luego alguien espetó una orden —pensó que el tono le era familiar, pero no estaba segura— y escuchó unos pasos que se acercaban a la puerta. La luz del sol cayó sobre ella, y vio la marchita figura de Shen-Liv.

Éste la miró de arriba abajo, luego le dirigió una breve reverencia. Sus ojos la contemplaban hostiles.

—Mi nieto Tarn-Shen informar a mí que tú cambiar idea —dijo.

Así que el arrogante joven estaba emparentado con Shen-Liv. Y tal y como hubiera debido esperar, había transmitido su mensaje erróneamente; a lo mejor de forma deliberada.

Sacudió la cabeza.

—No, Shen-Liv, no es eso lo que he dicho. Sencillamente indiqué que mi cooperación depende de que se me concedan ciertas cortesías básicas, en lugar de tratárseme como a una esclava.

La mirada de Shen-Liv se devió por un brevísimo instante en dirección a la puerta.

—Eso no es lo que Tarn-Shen decir.

«Maldito sea tres veces lo que Tarn-Shen te dijo», pensó Índigo, pero se guardó aquella agria respuesta.

—A lo mejor malinterpretó mis palabras.

—Entonces por favor decir lo que tú querer decir. —Estaba claro que Shen-Liv no estaba muy convencido—. Todo preparado para atrapar shafan esta noche, y deseamos poner en marcha.

Los ojos de Índigo ardían.

—Shen-Liv, vosotros habéis hecho vuestros planes. No me habéis contado nada de lo que implican esos planes, ni mucho menos me habéis consultado; sin embargo seguís esperando que tome parte en vuestro proyecto. El mensaje que intenté dar a vuestro nieto es bastante simple: no tomaré parte a menos que me expliquéis, con todo detalle, qué es lo que implican vuestros planes y qué se espera exactamente que yo haga.

Shen-Liv parpadeó sorprendido.

—No necesario. Cazadores dirán a ti qué es necesario cuando llegar momento.

—No. —Meneó la cabeza con énfasis—. Debo saberlo todo antes de ponerme en marcha. O tendréis que buscar en otro lugar a vuestro cazador de demonios.

Podía ver la lucha que tenía lugar en el interior de Shen-Liv reflejada en su rostro. Disgusto, indignación, enojo... pero también cautela; y por último la cautela triunfó. Aunque se le hacía cuesta arriba, la prudencia dictaba que, por una vez, cediera.

—Muy bien. —No hizo el menor intento por ocultar su resentimiento—. Será como tú desear. Vendrás conmigo, y todo se te contará. —Se volvió con gran dignidad para conducirla fuera de la cabaña, entonces al llegar al umbral se detuvo y volvió la cabeza—. Y, por favor, no pelearás más con Tarn-Shen. Nosotros querer derramar sólo sangre shafan, no la nuestra.

Índigo tomó su chaqueta.

—No tengo la menor intención de pelear con él —anunció—. Siempre y cuando él no intente pelear conmigo.

Los ojos de Shen-Liv le mostraron una clara antipatía.

—Tú tener mucho que aprender, creo. —Le dio la espalda de nuevo y cruzó el umbral.

Cuatro horas más tarde, Índigo y su escolta salían a caballo del pueblo. El sol era una bola de fuego en el horizonte de un cielo al que la neblina del atardecer daba un color de latón; a su espalda, el pueblo quedaba sumergido en la sombra de la colina, mientras que ante ellos, a lo lejos, el río centelleaba sanguinolento como una arteria abierta.

Había seis hombres en el grupo que rodeaba a la muchacha montada en su alazán hembra; todos iban fuertemente armados con cuchillos, lanzas y cortos arcos mucho más sencillos que la ballesta de Índigo pero sin duda muy efectivos a su manera. Uno de ellos llevaba también el arpa y el arco de Índigo sujetos a su silla. A su cabeza, guiándolos, iba Tarn-Shen.

Índigo había intentado discutir la decisión de Shen-Liv de que fuese su nieto el que encabezara el grupo, pero el anciano het se había mostrado inflexible. Sus razonamientos eran bastantes plausibles; Tarn-Shen era un cazador hábil y hablaba su lengua bastante bien. Sin embargo, ella sospechaba que había una segunda intención detrás de sus insistencia. Tarn-Shen dejó bien claro que consideraba tal comisión por debajo de su categoría, e Índigo se preguntó si Shen-Liv no le habría ordenado ir sencillamente como una cuestión de principio para comprobar su obediencia. Mientras se preparaban para partir había escuchado por casualidad una violenta conversación en susurros entre los dos hombres, y al parecer Tarn-Shen había capitulado ante su abuelo con muy poca elegancia.

Pero a pesar de su patente hostilidad, Tarn-Shen ocupaba sólo una parte muy reducida de los pensamientos de Índigo. Cuando el último caballo hubo salido de la empalizada miró por encima del hombro, pero no pudo ver ni rastro de Shen-Liv entre los que los observaban en el interior del recinto. Los otros het no se habían sentido satisfechos ante el ultimátum de la muchacha, y tuvo la impresión de que Shen-Liv había perdido considerable prestigio entre sus colegas al ceder ante ella. Si todo salía bien aquella noche, empezaba a preguntarse si no sería más sensato no regresar al poblado, y despedirse de su escolta en el bosque para cabalgar toda la noche de regreso a Linsk. En caso que su escolta le permitiera hacerlo...

Índigo lanzó una rápida y furtiva mirada a Tarn-Shen mientras un nuevo y desagradable pensamiento le venía a la mente. Había ofendido a Shen-Liv con su negativa a someterse por completo a su voluntad, y no tenía la menor idea de hasta qué punto tenía importancia para aquellas gentes el sentido de lugar y protocolo. Para él, el insulto que le había infligido podía ser lo bastante importante como para instarlo a buscar venganza una vez la misión de la muchacha hubiera concluido. Y un pariente cercano sería un instrumento de confianza para tal venganza.

Unas zarpas invisibles y heladas le provocaron un hormigueo en la columna vertebral y reprimió un escalofrío, obligándose a concentrar sus energía en controlar a la yegua, que estaba totalmente recobrada de su torcedura y asustadiza después de tres días de inactividad. Lógicamente, la idea de que un incidente tan insignificante hubiera podido poner su vida en peligro resultaba absurdo, pero era reacia a descartarlo como algo imposible. Hasta que tuviera un arma en las manos, y la libertad para utilizarla si era necesario, haría muy bien en tener gran cuidado.

El grupo se estiró en una fila de uno en uno a medida que el sendero que seguían se estrechaba entre dos extensiones de hierbas altas acribilladas de montecillos y madrigueras. A lo lejos, Índigo discernió la faja gris verdosa del bosque que invadía el paisaje, y calculó que alcanzarían sus límites justo cuando el sol se hundiera del todo en el horizonte. Esto, según la explicación que por fin, aunque a regañadientes, había recibido de Shen-Liv, quería decir que los cazadores podrían colocar su trampa al amparo de la hora posterior al ocaso, y sin embargo estar listos para hacerla funcionar cuando cayera la negra oscuridad de la noche. El shafan, había dicho, era ante todo un habitante de la oscuridad, y con cuidado y buena suerte no sospecharía nada raro hasta que fuese demasiado tarde.

A Índigo le parecía que Shen-Liv y los demás ancianos confiaban demasiado en factores tan poco sólidos como la cautela y la buena suerte al urdir su plan para atrapar al shafan. Cuando le fueron revelados los detalles se había sentido asombrada y disgustada: la estratagema era muy simple, ingenua, y no preveía ninguna salida para la media docena o más de cosas que podían salir mal. Había intentado comunicar sus recelos al anciano, pero cada uno de sus argumentos le fue rechazado por inútil. Nada iría mal, le aseguró Shen-Liv. Los het habían dado su aprobación al plan; y ¿no recordaba la afirmación de la Abuela de que ella tenía poder contra los demonios, que estaba bendecida por la Madre Tierra? ¿Qué otra seguridad necesitaba? El éxito era seguro: Índigo no tenía que hacer más que seguir sus instrucciones.

Y sus instrucciones eran completamente claras. Ella sería el cebo de la trampa, el cebo solitario colocado para atraer al shafan. Con su arpa debería primero atraerlo y luego arrullarlo, y con una saeta de su ballesta, sobre la que la Abuela había murmurado las palabras mágicas apropiadas, lo mataría.

Cuando comprobó que los het no atendían a razones, les gritó. Fue una protesta inútil, pero la frustración invocada por su ciega complacencia la había puesto fuera de sí, y maldijo, rabió, y les lanzó improperios hasta quedarse sin aliento. Ellos se limitaron a aguardar impasibles hasta que su furia se apaciguó, entonces Shen-Liv repitió sus instrucciones como si ella no hubiera pronunciado ni una sola palabra de desacuerdo. Hubo, no obstante, una sutil pero inconfundible sombra de amenaza en su voz; reforzada por la repentina y silenciosa aparición, mientras él hablaba, de dos hombres armados con lanzas que surgieron de entre las sombras del extremo opuesto de la habitación. Ante aquello, la cólera de Índigo se desmoronó y chocó con la cruda realidad. No podía luchar contra ellos. Si lo intentaba, la matarían: les había presionado todo lo que ellos estaban dispuestos a tolerar.

Así que ahora cabalgaba en dirección al bosque acompañada de seis guardas, conducida por un hombre al que aborrecía y en el que no confiaba, para ir a matar a un demonio. Y debería luchar contra el demonio sola, con tan sólo un arpa y una ballesta sobre la que la anciana había murmurado unos conjuros. Era una locura. Una locura.

Tarn-Shen volvió la cabeza en aquel momento y sus ojos se encontraron con los de ella por un breve instante cuando paseó la mirada por el convoy. Le dedicó una sonrisa, sin la menor simpatía, e Índigo recibió la desagradable y supersticiosa sensación de que de alguna forma había leído sus pensamientos y estaba de acuerdo con sus sentimientos. Y si él creía, también, que era más probable que fuera ella y no el shafan quien muriera aquella noche, no intentaba fingir la menor lástima.

Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de las riendas y desvió deprisa la mirada al tiempo que intentaba contener la sensación de náusea de su estómago.

El único sonido presente en la periferia del bosque era el insidioso susurro de las hojas que el viento agitaba. Índigo se quedó junto a la cabeza de su caballo, con los ojos clavados en la oscura penumbra ante ella mientras esperaba que tres vaqueros-cazadores encendieran sus linternas. Con los últimos rayos del sol relucientes aún en el cielo, la ausencia de trinos de pájaros resultaba horripilante, ya que daba la impresión de que el bosque carecía de vida, una puerta a un mundo muerto y petrificado. La yegua estaba nerviosa, e incluso cuando las linternas por fin estuvieron encendidas y dibujaron sombras sobre los troncos de los árboles con su desnudo resplandor azulado, se negó a tranquilizarse, como si su instinto animal le dijera que algo no iba bien.

Tarn-Shen se dirigió con paso altivo hasta donde aguardaba Índigo, y se quedó mirándola. Bajo la luz vacilante de las lámparas su rostro tenía la palidez enfermiza de un cadáver.

—Venir con nosotros —ordenó autoritario—. Deja caballo aquí. —Y la sujetó por el brazo, retorciéndoselo para alejarla de allí.

—¡Quítame las manos de encima! —le espetó Índigo, los dientes apretados con una mezcla de furia y de dolor.

El joven la soltó, con un gesto de sumisión que no confirmaron sus ojos, e hizo una sardónica reverencia en dirección a los árboles.

Un hormigueo recorrió la espalda de Índigo mientras penetraba en el bosque con dos hombres a sus flancos y Tarn-Shen justo detrás. Escuchó el apagado golpeteo de los cascos de los caballos que el resto de los hombres conducía detrás de ellos, a cierta distancia. Se alzaban extrañas y amenazadoras sombras a la luz de las linternas, desnudos contornos de ramas, masas informes de oscuridad que se contorsionaban como furtivas amenazas y luego quedaban atrás. La maleza crujía bajo sus pies con un chapoteo; las hojas húmedas acariciaban su rostro con un roce que la hacía estremecer. Siguieron internándose en el bosque. Nadie hablaba. En una ocasión, un caballo relinchó inquieto, pero un sonido suave y zalamero hecho por uno de los hombres lo tranquilizó.

Por fin llegaron a un claro. No aquel en el cual Índigo había acampado sino otro más pequeño. Los árboles se amontonaban en un estrecho círculo alrededor de un pedazo de verdes pastos cubiertos de zarzamoras. Tarn-Shen se abrió paso hasta colocarse delante de ellos y avanzó hasta el centro del claro. Tras una rápida evaluación del lugar dijo algo en su propia lengua, y uno de los hombres se adelantó con el arpa y el arco de Índigo y los colocó sobre el suelo húmedo. Otro entregó a Tarn-Shen el cuchillo, el morral y un pequeño paquete de saetas de ballesta; el jefe del grupo examinó los utensilios por encima, para luego entregárselos a Índigo.

—Aquí tú sentar y hacer fuego. —Le dedicó una mueca, mostrando unos dientes torcidos, y la mandíbula de la muchacha se tensó ante la implicación de que ayudarla a encender la hoguera era una tarea indigna de él y de sus hombres—. Luego coger arpa y arco, y esperar. Cuando shafan venir, tú saber qué hacer.

—Sí. —Índigo no disimuló el desprecio que sentía, tanto por Tarn-Shen como por el plan de los het—. Lo sé muy bien. ¡Y si fuera un jugador, no apostaría por sus posibilidades de éxito!

Tarn-Shen le sonrió de nuevo y se encogió de hombros.

—Ese problema ser tuyo.

—Gracias. Aprecio tu preocupación. —Índigo le dio la espalda mientras él se alejaba con paso majestuoso.

Cuando se instaló por fin ante su recién encendida hoguera, la idea de pasar toda la noche en vela no le resultaba nada atrayente. La única leña que pudo encontrar estaba húmeda, y las llamas se negaban a arder con fuerza y eran azuladas y perezosas, proyectando muy poca luz.

Ni siquiera tenía la compañía de la yegua; Tarn-Shen y sus compañeros se la habían llevado con ellos cuando abandonaron el claro y se desperdigaron a sus escondites. El saberlos cerca resultaba un pobre consuelo: la verdad es que se hubiera sentido más segura si hubiera estado realmente sola.

Dirigió una ojeada a su ballesta, que reposaba sobre la hierba a su lado. Estaba cargada, la cuerda tensada, y una de las cinco saetas que sus captores le habían dado relucía con un perverso brillo negro azulado a la luz del fuego. Un disparo. No había tiempo para volver a cargar. Un disparo, y si el shafan no moría entonces ella sería su siguiente víctima, por mucho que Shen-Liv le hubiera asegurado lo contrario. Índigo notó un sabor sulfuroso en su garganta y tragó saliva, obligándose a volver su atención del arco al arpa que reposaba a su otro lado. Nadie la había manoseado; sólo con que calentara un poco la fría madera, y un poco de afinación, la tendría lista para tocar.

No había motivo para retrasarlo más de lo necesario. Apoyó el arpa sobre su regazo y pasó sus dedos sobre las cuerdas de forma experimental. El murmullo que obtuvo como respuesta sonó como una cascada, con tan sólo unas pocas notas fuera de tono. Índigo pasó algunos minutos —más tiempo, era consciente de ello, del realmente necesario— perfeccionando la afinación, luego ahogó las últimas vibraciones con la palma de la mano y aspiró con fuerza varias veces.

No tocaría esta noche ni la danza del Mes del Espino ni la Canción de la Cosecha. Eran demasiado alegres, demasiado evocadoras de luminosidad y celebraciones. Pulsó un acorde de modo experimental el cual, a causa de una subconsciente combinación de recuerdo e instinto, se convirtió en las primeras notas del Lamento de la Esposa de Amberland. Ésta era adecuada. El fluido y melodioso estribillo con su fondo de tristeza resultaba perfecto en el océano negro y verde del bosque. Obsesivo, tierno, solitario... Índigo cerró los ojos y una imagen de un mar oscuro e interminable llenó su mente mientras el lamento surgía de las cuerdas como un murmullo. Casi podía sentir el lento e inexorable fluir de sus corrientes dentro de sus venas, escuchar el apagado bramido de las olas que seguían el ritmo de sus dedos, sentir el frío contacto de unas aguas profundas. El bosque desapareció para ella, era como si Tarn-Shen y los cazadores no hubieran existido nunca. No había más que la noche y la música.

Una parte de su cerebro intentó advertirle que estaba abandonando la realidad para sumergirse en una especie de trance ensoñador, pero la voz de alarma era demasiado débil y distante para que le prestara atención. Índigo siguió tocando; escuchaba cómo la melodía cambiaba pero sin saber ya lo que interpretaba o por qué. Todo sentido de lugar y tiempo había desaparecido, y la conciencia se desvanecía, de modo que en un momento dado parecía como si estuviese sentada con las piernas cruzadas sobre la hierba húmeda ante las perezosas ascuas del fuego, y al siguiente flotaba sobre un enorme almohadón de oscuridad; subía y bajaba, subía y bajaba...

El arpa se interrumpió con una horrible disonancia que la despertó de golpe. Sintió una repentina sensación de calor en el rostro y, parpadeando a toda velocidad, mientras el mundo volvía a aparecer con nitidez ante ella, descubrió que se había dormido, doblándose en dirección al fuego, y que su muñeca había quedado trabada entre las cuerdas del arpa cuando ésta resbaló de su regazo. Silenció los últimos ecos desagradables de aquella nota y movió su agarrotado cuerpo, al tiempo que se frotaba los ojos y sacudía la cabeza en un esfuerzo por aclarar su mente.

No se veía el menor movimiento entre los árboles que la rodeaban. ¿Cuánto tiempo había estado en aquel trance, medio despierta y medio dormida? Sentía la cabeza embotada, los ojos cansados, y sus pensamientos no querían ordenarse adecuadamente; el único concepto claro que penetró en su mente fue el de que aún estaba sola frente al fuego. El shafan no había venido.

«No soy un demonio.»

Pero era un demonio; al menos según los hombres de...

Su mente dio un brinco que la sacudió hasta lo más profundo. Todavía medio dormida, había contestado mentalmente a un pensamiento..., pero el pensamiento había surgido de fuera de su cerebro.

Le pareció que sus propios huesos se estremecían en su interior y se enfrentó ferozmente consigo misma, negando aquella espantosa noción en el mismo instante en que se alzaba en su interior. La voz que había parecido hablar en su cerebro de una forma tan íntima había sido producto de un momentáneo retroceso a un estado de somnolencia. Había experimentado el fenómeno muy a menudo cuando estaba a punto de dormirse; no era nada de lo que asustarse. Una breve alucinación...

Estiró la mano para tomar el arpa.

«Sí; por favor toca de nuevo. No hay nada que temer. Mis intenciones son buenas.»

El arpa volvió a caer al suelo con un ruido sordo e Índigo lanzó una maldición en voz alta, y giró a toda velocidad para asir su ballesta mientras el pánico borraba los últimos rastros de letargo.

La lisa madera del arco, el contacto de la cuerda tensada, el frío metal de la saeta... Se concentró en cada matiz del arma que tenía en las manos, intentando con ello hacer retroceder la oscuridad y el horror que se arrastraban sobre su piel como arañas invisibles. No podía hablar —los músculos de su garganta estaban bloqueados— y sus ojos se clavaron en la oscuridad situada más allá del pequeño círculo iluminado por el fuego, esforzándose por descubrir cualquier movimiento extraño entre las sombras.

La oscuridad permanecía totalmente inmóvil. Aguantó la respiración, retuvo el aire en sus pulmones mientras escuchaba, llena de perplejidad, consciente de que la noche estaba demasiado tranquila, demasiado vacía. Entonces, un pedazo del negro vórtice situado debajo de los árboles se separó de ellos, tomó forma y perfil, y pudo ver lo que había salido con sigilo de las profundidades del bosque para acercarse a su campamento.

Era excesivamente grande para ser un lobo corriente. Un lomo enorme cubierto de una piel espesa doblado detrás de una cabeza ancha y manchada que terminaba en un hocico casi blanco; las copetudas orejas estaban echadas hacia atrás, pero si era en señal de ataque o de defensa era algo que Índigo no podía ni se atrevía a preguntarse. Y los ojos eran como turbias lámparas ambarinas, extraños e inhumanos pero sin embargo llenos de una inteligencia pura y triste. Avanzó tres pasos fuera de la oscuridad hasta donde la luz de las llamas podía apenas iluminarlo, y se detuvo, mirando fijamente a la muchacha como si mirara en el interior de su alma.

Índigo sintió cómo sus manos apretaban con fuerza la ballesta, sintió el peso cuando la empezó a levantar muy despacio. Apuntó a la criatura, al habitante imposible, al shafan que había venido a matar. Pero justo cuando sus dedos de blancos nudillos se cerraban sobre el percutor de la ballesta un instinto que le fue imposible definir la hizo detenerse. Los pálidos ojos del shafan seguían clavados en ella, y mezclada con su triste expresión de inteligencia había otra de esperanza, de súplica...

Índigo no quería matarlo. Algo más allá de su voluntad impulsaba a la mano que debía disparar a relajarse, y ese mismo impulso le decía que dañar a la criatura no estaría bien, sería injusto...

El tiempo pareció detenerse mientras ella y el shafan continuaban mirándose. Índigo se sentía como una mosca atrapada en aquel brillo ambarino; aunque luchó contra aquella fuerza notó cómo sus manos se movían para depositar la ballesta en el suelo. Ahora estaba indefensa, desarmada. Sólo el fuego se interponía entre ella y el demonio...

Los músculos de la garganta del lobo empezaron a funcionar espasmódicamente y jadeó, con la lengua colgando. Entonces, cada una de las fibras del cuerpo de Índigo cobró vida con una sacudida cuando una voz áspera y opaca surgió con un doloroso esfuerzo de la boca del animal.

—No... demonio. A... A... Amigo. —No le era posible pronunciar bien; la "A" tartamudeada brotó como un jadeo gutural.

Las mandíbulas de Índigo se movieron y su boca se llenó de saliva. Le fue imposible tragarla de nuevo, y sintió cómo le resbalaba por la barbilla mientras contemplaba al lobo boquiabierta, incapaz de creer lo que acababa de oír.

La enorme cabeza peluda se balanceó a un lado y a otro, luego la garganta vibró de nuevo.

—Po... por favor. A... Amiga... Mú...sica...

Y una horrible sensación de dolor y compasión se apoderó de Índigo, ahogando sus temores y liberándola del encantamiento. Sus manos se cerraron con fuerza, una protesta involuntaria contra algo tan imposible, y por fin consiguió tragar saliva con un esfuerzo, capaz de obligar ahora a su lengua a formar palabras.

—¿Qué eres? —Hizo la pregunta en un susurro, temor e incertidumbre presentes en su voz.

La cosa jadeó con voz chirriante:

—Loooba... No-no haré daño. No matar... intención... buena. —Balanceó la cabeza afligido.

Un nuevo amigo digno de confianza, aunque las apariencias puedan sugerir lo contrario al principio... Las palabras surgieron de su memoria sin previo aviso. Pero no era posible; no esto, no era posible un amigo como éste...

Índigo recordó su misión, y la amenaza sobreentendida de lo que le sucedería si fracasaba. Pero no podía matar a esta criatura. Animal o algo del más allá, no lo sabía; pero su instinto le aseguraba que era cualquier cosa menos un demonio.

Y en algún lugar del bosque a su espalda, Tarn-Shen y sus cazadores aguardaban...

La loba se irguió de repente y los pelos del lomo se le erizaron. Índigo se sobresaltó, hizo intención de volverse para mirar sobre su hombro, y entonces se dio cuenta de que el animal seguía con los ojos clavados en ella. Sus ojos ambarinos tenían una expresión intensa, como si viera en su mente y leyera sus pensamientos, y con una discordante exhalación dijo:

—¡Pe-li-gro!

—¿Qué...? —Empezó a decir Índigo, pero un gruñido la silenció.

Durante algunos segundos que parecieron durar una eternidad ambos permanecieron inmóviles, escuchando con atención; pero ella no oía nada aparte del débil susurro de la brisa entre las hojas. Entonces, entremezclado en el aire, le llegó el sonido de la rápida respiración jadeante de la loba.

—¡Fuera! —La voz gutural sonó apremiante, y los cuartos traseros de la criatura se tensaron como si fuera a saltar—. Rápido. ¡Rápido!

La muchacha intentó responder, empezó a ponerse en pie, pero su reacción llegó demasiado tarde. En un movimiento confuso, vio cómo la loba saltaba, retorciéndose en el aire, escuchó la vibración de la cuerda de un arco y se balanceó perdiendo el equilibrio cuando un dardo plateado pasó rozándole la cabeza.

—¡No! —Índigo protestó furiosa y giró en redondo hacia el enemigo que tenía a su espalda.

Algo oscuro y enorme surgió de la noche y recibió un golpe aturdidor que iba dirigido a su cabeza pero la alcanzó en la sien. Unas luces escarlata estallaron en su cabeza y cayó con un aullido, mientras aquella forma oscura caía del cielo en dirección a ella. Entonces algo la sujetó por los cortados cabellos y tiró de ellos como si fuera a arrancarlos de raíz mientras la levantaba y la sacudía de un lado a otro hasta que quedó tendida cuan larga era sobre la mojada hierba, revolviéndose en su lucha por controlar la sensación de vértigo.

Ante sus ojos desenfocados y sobre la hierba había unos pies calzados con botas de fino cuero. Y sintió el calor, la masa y la cercanía de alguien que se cernía sobre ella y la contemplaba de la misma forma que un amo enojado contemplaría a un siervo arrepentido que se arrastrara a sus pies. Despacio, y con un esfuerzo que destrozó los últimos restos de su dignidad, Índigo encogió los brazos hasta que fue capaz de incorporarse primero sobre sus codos y luego sobre sus rodillas. La cabeza le daba vueltas; mareada, levantó los ojos. Y se encontró con los ojillos, rojos a la luz del fuego y llenos de odio y venganza, de Tarn-Shen.

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