CAPÍTULO 14


Grimya no quería iniciar su viaje aquel día. El lugar del agua y la oscuridad, dijo, estaba muy lejos de su refugio, y pronto sería de noche. Ponerse en marcha entonces significaría llegar allí sólo con la luz de la luna, y aquella perspectiva la ponía nerviosa. Índigo, no obstante, se sentía impaciente, y su tozuda determinación —unida a lo difícil que le resultaba a Grimya sostener una discusión verbal— por último prevaleció...

Se pusieron en marcha en dirección noroeste, con la llameante puesta del sol filtrada a través del bosque, delante de ellas. Índigo no quería confiar en la posibilidad de que los vaqueros hubieran abandonado su persecución al menos hasta la mañana siguiente, y se mantenía alerta a cualquier cosa extraña que pudiera ver u oír; pero el bosque estaba tranquilo, y los murmullos de aves y animales disminuyeron a medida que la luz desaparecía, hasta que se encontraron en medio de la oscuridad y el silencio.

Ninguna de las dos había hablado desde que abandonaron su improvisado campamento. En una ocasión, Grimya se detuvo para investigar un manantial que surgía del suelo, junto al sendero que seguían, y borboteaba perezoso, pero un gruñido fue suficiente para advertir a Índigo de que aquella agua no era buena para beber, y continuaron su camino. Dado que la situación de la luna en el cielo quedaba tapada por los árboles, Índigo no tenía modo alguno de saber el tiempo que había transcurrido cuando la loba, que avanzaba algunos pasos por delante de ella, de repente disminuyó la marcha y se detuvo. Ella también lo hizo, y de inmediato sintió algo en la atmósfera que le produjo un escalofrío en la columna. La noche era muy silenciosa, pero parecía como si el mismo silencio estuviera vivo, una presencia sensible, consciente y expectante.

Clavó los ojos en la oscuridad. Tan sólo una ínfima parte de la luz de la luna atravesaba el espeso techo del bosque, pero delante de ellas —resultaba imposible saber a qué distancia— la noche gastaba malas pasadas, y las distancias, lo sabía bien, engañaban. Por entre los árboles brillaba un apenas perceptible fulgor verdoso, una pálida columna de luz como si se tratase de un fuego fatuo. Índigo avanzó muy despacio hasta donde estaba Grimya, y colocó una mano suavemente sobre su lomo. Su voz fue un suspiro jadeante.

—¿Es ése el lugar, Grimya? ¿El lugar del agua y la oscuridad?

—Sssíííí... —La piel de la loba se agitó bajo su mano y percibió la inquietud de su amiga.

Allí había poder; lo sentía. Una presencia informe pero tangible en el aire que la rodeaba, y le traía a la mente recuerdos de lugares de los bosques de su país, a los que se le había prohibido que fuese. Pero al contrario que aquellos santuarios sagrados, esta arboleda parecía llamarla, indicarle que se acercara...

Nada se movía; no había ni la más ligera brisa que pudiera mover una sola hoja. Índigo dio tres pasos al frente, y escuchó a Grimya que dejaba escapar un gañido.

¿Grimya? —Se volvió y vio que la loba tenía todos los pelos del cuello y el lomo erizados—. Debemos seguir. No podemos volver atrás ahora.

—Ten... tengo miedo.

—Pero no hay nada que temer. —Miró de nuevo hacia adelante. ¿Brillaba ahora con algo más de fuerza aquel extraño resplandor o se lo imaginaba ella? Dio uno o dos pasos más hacia adelante, consciente de que los árboles y los matorrales empezaban a rodearla.

Grimya dijo: —Éste no es... un lugar bueno. No quiero entrar.

De repente, a Índigo la asaltó su conciencia. Esta era su empresa, no la de la loba; al traerla a este lugar la loba había vencido su miedo pero sólo a costa de un gran empeño. Ese sacrificio era suficiente; pedirle más resultaría cruel.

Acarició el cuello de Grimya con la esperanza de tranquilizarla y mostrar su gratitud al mismo tiempo.

—No tienes por qué seguir más adelante, Grimya. Pero yo sí debo hacerlo, ¿lo comprendes?

—Sííí____

—¿Y me esperarás?

La peluda cabeza se movió en gesto afirmativo.

—Cl-claro, esperaré... aquí. No tengo miedo aquí. Pero...

—¡Qué?

Grimya levantó los ojos hacia ella, luego en un repentino impulso le lamió la mano.

—¡Prométeme que tendrás cuidado!

Ella le sonrió, conmovida.

—Lo prometo.

Índigo tomó la ballesta que colgaba de su espalda y desenvainó el cuchillo. Penetrar con armas en un lugar sagrado para la Madre Tierra era una profanación; colocó ambas cosas sobre la hierba junto a Grimya, y luego avanzó despacio hacia el débil resplandor. La loba se acomodó en el suelo, y cuando Índigo volvió la mirada la discernió tan sólo como una silueta vigilante, los ojos brillantes como cabezas de alfiler en la penumbra. Alzó una mano a modo de saludo, luego volvió el rostro una vez más en dirección a la borrosa y fulgurante aureola que la atraía a través de los árboles.

El bosque era tan espeso allí que Índigo pronto empezó a preguntarse si sería totalmente natural. En algunos lugares los árboles estaban tan próximos que apenas si podía pasar entre ellos, y a cada paso se veía obligada a apartar con todas sus fuerzas ramas que se le resistían, como un nadador lucha contra una poderosa corriente. En varias ocasiones se hubo de torcer a un lado cuando la maleza resultaba impenetrable, y se hubiera perdido de no haber sido por el distante fulgor de la extraña columna que la guiaba. Pero al llegar cerca de su meta la luz pareció cambiar de repente: se apagó, aumentó, se apagó de nuevo, y parecía como si fuera a disiparse hasta que temió que la perdería de vista por completo. Índigo empezó a inquietarse, y tuvo que controlar el impulso, fruto del pánico, de golpear y arrancar la malla de ramas que tenía ante ella para abrirse paso; no fuera que su único punto de referencia se desvaneciera y la dejase absolutamente perdida allí dentro.

La maraña de arbustos terminó de forma tan inesperada que estuvo a punto de tropezar al irrumpir en el claro. Sobresaltada por lo repentino del cambio, Índigo se quedó inmóvil sobre una alfombra color esmeralda de hierba cubierta de musgo, absorta frente a la pared de roca perpendicular, a menos de diez pasos de ella, que se alzaba en la orilla opuesta del tranquilo estanque.

Aspiró despacio, y como en respuesta los árboles y los matorrales a su espalda lanzaron un susurro agitados por una débil brisa. En cada centímetro de su piel sentía el hormigueo producido por diminutas sensaciones eléctricas; sentía el lugar del que surgía el poder, si quería podía extender sus manos y tomarlo entre ellas para probarlo, para beber su esencia... Se tambaleó, y tuvo que cogerse de la rama de un pequeño árbol para mantenerse en pie mientras la cabeza le daba vueltas con fuerza. Era, realmente, un lugar sagrado, y por un instante el valor estuvo a un tris de abandonarla al recordar las viejas historias de lo que les sucedía a los que invadían la santidad de

estas arboledas mágicas.

Pero ella no era un intruso. Había venido con espíritu reverente, para pedir la ayuda de las fuerzas arcanas que allí se concentraban. No llevaba ninguna arma; no pretendía hacer ningún mal. Todo lo que traía con ella era esperanza, y una silenciosa plegaria para que los guardianes de la arboleda, si es que aún mantenían su guardia, la trataran con benignidad.

El musgo bajo sus pies tenía un tacto suave y mullido; la áspera corteza del arbolito la mantenía sujeta a la tierra y a la realidad. Aspiró con fuerza de nuevo y, con plena conciencia de que lo que hacía la comprometía de forma irrevocable, penetró en la arboleda.

No se produjo ningún cambio repentino; ni furioso vendaval, ni descarga de luz cegadora, ni voz monstruosa que lanzara un atronador desafío o condena. La tranquila quietud de la noche la seguía rodeando, y cuando su acelerado pulso empezó a reducir su velocidad ligeramente, reunió por fin el valor para atravesar la verde alfombra y detenerse ante el estanque.

Tendría una anchura de dos brazos, una depresión profunda al pie de una pared rocosa. Índigo no tenía ni idea de lo hondo que pudiera ser; el agua era como un espejo negro, y cuando se arrodilló en el borde y miró en su interior, sólo pudo ver un reflejo fantasmagórico y distorsionado de su rostro. La superficie del estanque no estaba totalmente inmóvil, no obstante: unas diminutas olas se movían sobre ella, y se dio cuenta de que lo alimentaba un delgado hilo de agua que caía de la roca que se alzaba sobre él. Al levantar la vista en busca del origen del surco, vio que éste discurría por una profunda hendidura en la superficie de la roca, y allí estaba el origen de la luz sobrenatural, ya que la hendidura dejaba al descubierto una gruesa vena de un mineral verduzco parecido al cuarzo, que relucía con una fosforescencia particular. Al reflejarse y refractarse en aquella superficie cristalina, la fosforescencia formaba la columna pálida y reluciente que la había guiado a través de los árboles.

Índigo permaneció arrodillada junto al borde del estanque, para dar a su desbocado corazón un poco de tiempo para que se calmara y recuperara. Sus sentidos estaban alerta y era perfectamente consciente del silencio que impregnaba el lugar. ¿La vigilaban? La mente de la muchacha buscó algún detalle revelador, la más nimia indicación psíquica de otra presencia, pero no descubrió nada. Los guardianes, si todavía residían allí, no estaban aún dispuestos a darse a conocer.

Concentró sus pensamientos en la revelación que la había conducido a la arboleda, y en la ayuda que esperaba obtener, luego cerró los ojos y se sosegó. La comunión con los poderes que habitaban otros planos de existencia siempre había sido un asunto silencioso y privado entre las brujas de las Islas Meridionales. El boato y la ceremonia tenían su lugar en las celebraciones públicas de la cosecha, los solsticios de invierno y primavera, pero para cuestiones menos públicas se consideraba que la Madre Tierra veía el corazón y el alma de aquellos que le pedían su bendición sin necesidad de tanta ornamentación. Los labios de Índigo se movieron en una silenciosa plegaria de invocación y se abrió a la arboleda y al poder que habitaba en ella. Sintió como el verdor la envolvía, y el frío de la noche pareció suavizarse gracias a una cálida y fluida sensación que surgía desde lo más profundo de su mente, como si se moviera a través de aguas oscuras y tranquilas. Una súplica, una esperanza, una confianza implícita: las imágenes se fundieron en su cerebro y echaron a volar...

Y algo surgió de la oscuridad para tocarla con la indefinible delicadeza de una sombra.

Un escalofrío a la vez helado y candente recorrió a Índigo mientras la excitación y el temor luchaban en su interior. Indecisa, vacilante, su mente formó una pregunta, una muda esperanza...

—Te escucho, Índigo. Abre los ojos, y verás. Parpadeó con rapidez y todo su cuerpo se estremeció. Entonces la arboleda apareció de nuevo con claridad ante sus ojos y vio que la misteriosa fosforescencia en la muesca de la roca sobre su cabeza relucía con más fuerza, mientras la columna de luz empezaba a cobrar una forma vaga. Mientras la contemplaba, la columna vaciló, titiló; y en su lugar, en equilibrio sobre una estrecha repisa en el interior de la grieta, apareció una esbelta figura.

Era casi humana, pero no del todo. Unos ojos de un vivo color esmeralda contemplaron a Índigo desde un rostro pequeño y delicado. Unos cabellos que no eran realmente cabellos sino una cascada de jóvenes hojas de sauce, caían sobre los hombros del duende hasta llegarle casi a la cintura. Estaba desnudo, era asexuado más que andrógino, y su piel brillaba con el color pálido de la madera de arce lustrada. Unos dedos prensiles se aferraban a la repisa como un pájaro se sujetaría a una rama; sus dedos terminaban en largas uñas translúcidas.

—¿Qué quieres, qué te trae a este lugar sagrado? —preguntó el ser.

La voz poseía un timbre curiosamente lejano, e Índigo descubrió que sus ojos no podían enfocar con claridad al duende. Era, pensó, como si no estuviera del todo en este mundo, sino que flotara entre las dimensiones de la Tierra y de su propio plano en otro mundo diferente.

La muchacha bajó la mirada y respondió:

—Busco la ayuda de los poderes que la Madre Tierra ha situado aquí. Vengo en son de paz y llena de respeto.

Se produjo un silencio durante algunos instantes mientras el duende sopesaba y meditaba sus palabras. Luego inclinó la cabeza.

—Me doy cuenta de que hablas sin artificio. ¿Cuál es la naturaleza de la ayuda que esperas encontrar?

Índigo le contó, entre titubeos, su experiencia y la revelación que la había seguido. El ser la escuchó sin hacer el menor movimiento ni cambiar de expresión, y, atreviéndose de cuando en cuando a levantar la vista para mirarle, la muchacha se preguntó qué pensamientos pasarían por su extraña mente.

Cuando el relato hubo concluido, le siguió otro silencio más largo, e Índigo sintió que los latidos de su corazón se aceleraban llenos de agitación. Por fin, el duende volvió a hablar.

—No estás iniciada en el arte de los sabios; sin embargo buscas las habilidades que los guardianes de la arboleda entregan tan sólo a los que poseen ese arte. ¿Qué te hace pensar que tienes derecho a ese favor por nuestra parte?

—No tengo ningún derecho —respondió Índigo—. Pero creo que el poder que hay en mi interior me fue entregado por la Madre Tierra, y temo poder ofenderla si lo utilizo de forma temeraria o inconsciente.

El duende meditó sobre ello.

—Es cierto que todos estos poderes son un don de la Madre Tierra y que Ella no entrega sus dones sin una buena causa. —Su silueta empezó a relucir—. Si las palabras de tus labios son las palabras de tu corazón, entonces puede ser que se te conceda lo que pides. Pero hay que probar tu sinceridad, y si fallas la prueba conoceremos tu engaño y recibirás el castigo apropiado. ¿Estás dispuesta a abrirnos tus secretos más íntimos?

Índigo levantó la cabeza y descubrió que el extraño ser sonreía, débilmente pero con amabilidad, pensó.

—Sí —contestó sin vacilar—. Estoy dispuesta.

—Muy bien. Es muy sencillo. Simplemente introduce tus manos en el agua del estanque.

Índigo se inclinó hacia adelante. La superficie del espejo era como un espejo negro, pero mientras se inclinaba hacia ella pudo ver, detrás de su propio reflejo, el débil brillo del cuerpo etéreo del duende. Sus dedos hendieron la superficie, la atravesaron; sintió cómo la profunda y gélida frialdad del agua envolvía sus manos...

De repente, sin previo aviso, el panorama que la rodeaba se inclinó con violencia, y en un instante el estanque dejó de ser un estanque y empezó a convertirse en un túnel, el profundo vórtice de una boca que se abría ante ella. Sintió que se desplomaba hacia adelante, gritó, y en esa fracción de segundo, mientras daba bandazos entre dimensiones, tuvo una última y rápida visión del duende reflejado en las negras aguas antes de que el estanque desapareciera. Se inclinaba hacia adelante desde la grieta, su rostro contorsionado por una expresión de diabólica satisfacción, y de su boca abierta surgió por un instante una lengua bífida y plateada.

Plateada...

¡Grimya!

Índigo escuchó su propio alarido de desesperación como si surgiera de un enorme abismo, y oyó el aullido de respuesta, el estrépito de algo pesado y potente que se abalanzaba por entre los árboles. Sintió el contacto del musgo bajo sus dedos y escarbó con frenesí para sujetarlo mientras el bosque se doblaba hacia adentro, sobre sí mismo, y el suelo se alzaba a sus pies. Algo enorme y hueco se precipitó hacia ella, se sintió agarrada, zarandeada; oyó un gruñido gutural, temerariamente cercano, intentó gritar de nuevo y perdió contacto con el mundo para precipitarse impotente a un vacío de luces caóticas y colores imposibles, con los ecos de su propio chillido resonando en sus oídos.

Hacía algún tiempo ya que era consciente de que algo gemía cerca de ella, pero su mente y su cuerpo parecían paralizados y era incapaz de responder. Sólo cuando la intensa oscuridad empezó al fin a dar paso a una penumbra nacarada y gris fue capaz de levantar la cabeza y buscar el origen del sonido.

Estaba tendida en lo que parecía una roca desnuda. Lo que la rodeaba resultaba invisible; la oscuridad se había reducido lo suficiente para permitirle ver a unos pocos centímetros en cualquier dirección. Pero la forma gris que yacía asustada y desamparada a sus pies resultaba inconfundible.

Grimya... —Índigo se enderezó con un esfuerzo y extendió la mano en dirección a la loba mientras una asombrada sensación de alivio recorría su cuerpo.

«¡Índigo!» Grimya levantó la cabeza de golpe y sus ojos brillaron como dos pedazos de ámbar. «¡No estás herida!»

Índigo se dio cuenta con un sobresalto de que oía con toda nitidez el lenguaje mental de la loba. ¿Significaba eso que estaba dormida y soñaba? ¿O anunciaba algo mucho menos agradable?

No tuvo oportunidad de detenerse a pensar en ello, porque Grimya estaba ya de pie, meneando la cola con renovada esperanza. Le lamió el rostro a la muchacha.

«¡No podía despertarte! ¡Pensé que no regresarías a mí!»

—No... no me he hecho daño. —Clavó los ojos en la oscuridad pero seguía sin ver nada aparte de la superficie desnuda sobre la que se sentaba—. Grimya, ¿sabes dónde estamos?

«No. Pero no me gusta. No veo nada, no huelo nada. Eso no es normal.»

Índigo luchó con su recalcitrante memoria. Lo último que recordaba era haber caído, y un gruñir a su espalda, y que el estanque se había convertido en una enorme boca negra...

Y plata. Sintió un nudo en el estómago cuando en su memoria apareció la última imagen que había visto del duende de la arboleda. Aquel rostro deformado había adquirido de repente un aspecto que reconoció, y la lengua plateada que surgiera de su sonriente boca le confirmó la verdad. La criatura de la arboleda no había sido un duende, ni un guardián; era Némesis. El demonio de su

propia personalidad siniestra, arquitecto del mal que ella había desatado; su más terrible enemigo.

El emisario de la Madre Tierra le había advertido sobre la perfidia de Némesis, y la había exhortado a tener mucho cuidado. Pero si las señales reveladoras habían estado visibles, ella no las había visto. Había sido víctima del engaño de su demonio, había enredado a la inocente Grimya en la trampa.

Pero ¿qué clase de trampa? De una cosa estaba segura: ya no estaban en el reino físico de la Tierra. Y esto no era un sueño: conocía la diferencia entre la realidad y la pesadilla. Al parecer, estaban en una especie de plano astral; quizás una parte —o al menos un paralelo— del espantoso otro mundo que vislumbrara cuando recorrió la carretera intemporal guiada por el emisario. Su habilidad, de pronto aumentada, para comunicarse con Grimya era otra señal de ello, pero de lo que no tenía la menor idea era de la forma que tomaba este mundo, ni de su alcance.

¡ Si hubiera más luz! Resultaba imposible saber si estaban al aire libre, o si estaban los muros de una celda justo más allá de los límites de lo visible. Le pareció que percibía espacios abiertos, pero sabía lo fácil que puede engañarse a la mente. Y si no estaban encerrados en una forma física, este mundo, por muy vasto que demostrara ser, era en realidad una prisión.

De repente Grimya irguió las orejas. Su cola había dejado de balancearse y permanecía totalmente alerta. Movía la nariz sin cesar al tiempo que olfateaba el aire indeciso.

—¿Qué es? —inquirió Índigo.

«No lo sé. Hay algo, pero...» y la respuesta quedó interrumpida por un agudo gañido cuando, sin previo aviso, el mundo se iluminó ante ellas.

Índigo lanzó una incoherente exclamación de protesta cuando la luz hirió sus ojos desprevenidos, y volvió la cabeza a un lado con violencia, cubriéndose el rostro con las manos mientras Grimya, con un aullido de terror, se refugiaba de un salto a su espalda. Pasaron algunos instantes antes de que la muchacha se atreviera a mirar de nuevo; cuando lo hizo tuvo que reprimir la sensación de náusea que le produjo el nuevo sobresalto.

Como si una mano invisible hubiera aplicado una llama a una lámpara gigantesca, el paisaje que las rodeaba estaba bañado de un resplandor color azafrán que revelaba una vista sorprendente de rocas peladas: picos, riscos, enormes escarpaduras, todo reseco, sin arena y vacío. Estaban al final de un valle desolado lleno de sombras del color de la sangre reseca. Y sobre sus cabezas, colgando solitario de un melancólico cielo rojizo, había un sol de color negro.

Las manos de Índigo cayeron inertes a sus costados y se quedó mirando, paralizada, el valle, los riscos, el desquiciado cielo, mientras su cerebro luchaba por asimilar y entender lo que sus ojos le transmitían. El negro sol había aparecido en el cielo de la nada; brillaba con fuerza, una monstruosidad celestial rodeada de una corona fantasmal y palpitante, y con cada latido la sobrenatural luz fluctuaba como si todo el mundo fuera una gran habitación iluminada tan sólo por una única y debilitada vela.

Escondida tras la espalda de Índigo, Grimya aulló de nuevo. En medio de tanta desolación, el sonido resultó espeluznante, e Índigo, que se había puesto en pie, se acurrucó junto a la loba, la abrazó e intentó calmarla.

¡Grimya, no tengas miedo! Esto no te va a hacer ningún daño... Cálmate ahora; intenta calmarte.

«¡Esto no es mi hogar!» La angustiada confusión de Grimya le azotó la mente como una onda de choque psíquica. «¡Me da miedo este lugar!»

Índigo estaba asustada también, pero decidida a no demostrarlo. Creía empezar a comprender lo que les había sucedido, e intentó transmitírselo a la loba.

—¡No es real, Grimya! ¿Comprendes eso? —Apretó los dientes con fuerza y miró a su alrededor mientras se preguntaba cómo podría explicarlo—. Este es un mundo demoníaco. Está situado junto a nuestro propio mundo, pero no forma parte de él.

«¿Entonces estamos muy lejos del bosque?»

—Sí y no. El bosque está cerca, pero no podemos alcanzarlo, porque está en otra dimensión.

«¿Di-men-si-ón?»

—Intenta imaginarlo como una puerta invisible entre dos mundos. Caímos por esa puerta, ahora hemos penetrado en un mundo que antes no existía para nosotras.

«¿Como soñar?», preguntó Grimya.

Índigo asintió.

—Sí; muy parecido a soñar. Pero no estamos dormidas, y no nos despertaremos en el bosque. Si hemos de escapar debemos encontrar de nuevo la puerta de acceso.

Grimya consideró todo esto durante unos instantes. Luego dijo:

«El lugar del agua y la oscuridad..., ¿era ésa la "puerta" de la que hablas?»

—Sí —se estremeció al recordar al duende, el engaño, la revelación que había llegado demasiado tarde—. La criatura de la arboleda me engañó. Pensé que era...

Un gruñido gutural la interrumpió.

«¡Sé lo que era! Cuando me llamaste y corrí en tu busca, lo reconocí como el demonio que vi en tu mente, y comprendí que quería hacerte daño.» Grimya levantó la mirada, sus ojos brillaron con un salvaje tono carmesí bajo la roja luz. «Intenté detenerlo, pero llegué demasiado tarde. Y entonces, cuando quise sacarte del agua, vi luces y escuché un ruido, y... me encontré aquí. Ahora que has explicado más cosas, creo que comprendo lo que ha hecho el demonio.» Vaciló. «¿Crees que quiere matarnos?»

¿Era así?, se preguntó Índigo. Si Némesis era, como había dicho el emisario de la Madre Tierra, parte de su propia persona, entonces con toda seguridad su muerte acarrearía su destrucción. Pero si de verdad había adoptado una existencia independiente, entonces las cosas podrían ser muy diferentes...

Sacudió la cabeza, incapaz de aclarar sus dudas.

—No lo sé, Grimya. Ojalá pudiera responderte, pero no lo sé.

«A lo mejor no importa», replicó Grimya llena de infelicidad. «No hay nada que comer en este lugar, y nada que beber. Si nos quedamos, no tardaremos en morir, de todas formas.»

Tenía razón, pero aquella idea dio lugar a otra pregunta. ¿Habían sido transportadas físicamente a este mundo, lo que fuera y donde fuera que estuviera, o existían tan sólo en sus mentes los riscos y las desoladas rocas y aquel negro sol, mientras que sus cuerpos inconscientes yacían aún en la arboleda? A modo de experimentación, se pasó las manos por el pecho, y no pudo reprimir una mueca de dolor cuando sus dedos tocaron las magulladuras de su caja torácica. El dolor resultaba muy real, al igual que la creciente sed que sentía. Volvió la cabeza para contemplar todo el paisaje que las rodeaba y se estremeció.

—No conseguiremos nada si nos quedamos aquí —dijo a Grimya—. Cualquiera que sea la forma que tome la puerta, no hay ni rastro de ella aquí. —Su mirada se sintió atraída hacia el valle, una estrecha cicatriz que se extendía ante ellas entre impresionantes peñascos. A su espalda se levantaba la sólida pared de una cumbre inescalable; a cada lado, escarpadas y traicioneras laderas de esquisto. El valle, al parecer, era la única ruta abierta a ellas.

Grimya captó sus pensamientos y dijo:

«A lo mejor es allí donde el demonio quiere que vayamos.»

A lo mejor era así. Y Némesis tendría un motivo, de eso Índigo estaba segura. Una trampa, una confrontación... Afianzó su control sobre su titubeante confianza en sí misma, consciente de que tenía una sencilla elección que hacer. Podía enfrentarse al valle y a cualquier peligro que pudiera reservarle, o ceder a la cobardía y admitir la derrota aquí y ahora.

Miró a la loba.

—Demonio o no, no veo alternativa. Penetraré en el valle. ¿Vendrás conmigo, Grimya?

Grimya mostró sus colmillos.

«Desde luego. Soy tu amiga.» Su cola se agitó una vez, sin demasiada confianza. «No sabremos lo que nos espera a menos que miremos, ¿no es así?»

Su irrefutable lógica hizo aparecer una sonrisa en los labios de Índigo.

—Desde luego —repuso—. Muy bien, pues; no hay motivo para retrasarlo. —Entrecerró los ojos pensativa mientras los posaba en el valle sin vida—. Y si es una estupidez, sospecho que muy pronto descubriremos qué clase de estupidez hemos cometido.

Si el valle que discurría entre los riscos ocultaba el peligro que Índigo temía, parecía como si la trampa aún no estuviera dispuesta para funcionar. No podía calcular cuánto tiempo llevaban caminando por el estrecho y sombrío desfiladero; al parecer, carecía de relevancia bajo el invariable sol negro, y podrían haber transcurrido minutos, horas, incluso días mientras avanzaban penosamente por el valle.

Aún no había aparecido el menor signo de vida. No crecía hierba alguna entre aquellas rocas peladas, y ni una sola gota de agua aliviaba aquella árida desolación. En una ocasión Índigo creyó oír el distante borboteo de un arroyo, y aceleraron el paso ansiosas por encontrar el lugar del que procedía. Pero el sonido se apagó de forma brusca, y la muchacha comprendió que había sido una ilusión.

Tras ésta, se produjeron más ilusiones Ecos extraños murmuraban entre los riscos y ponían a Índigo los pelos de punta y hacían que Grimya se agazapara con todo su cuerpo alerta. Pasos suaves sonaban a sus espaldas, que cesaban de inmediato en cuanto se volvían y se encontraban con el valle vacío y sin vida extendiéndose tras ellas. Rostros petrificados aparecían y desaparecían en las paredes de roca estratificada que se alzaban a cada uno de sus lados. Y en una ocasión vieron una enorme roca negra que bloqueaba el paso. Parecía infranqueable, pero cuando se acercaron, empezó a relucir y adoptó, por un brevísimo instante, la apariencia de una enorme fiera agazapada antes de desvanecerse por completo.

A medida que las alucinaciones continuaban persiguiéndolas, Grimya se volvía más inquieta y adoptaba actitudes más defensivas, gruñía a cada nueva manifestación. También los nervios de Índigo estaban muy alterados; de modo que ambas estaban poco preparadas para lo que les esperaba a la vuelta de una cerrada curva del valle.

Índigo, que iba algunos pasos por delante, se detuvo y lanzó un sorprendido juramento, y extendió una mano a modo de advertencia para detener a la loba cuando ésta llegó a su lado. A unos pocos pasos de ellas, visible sólo ahora que el sendero torcía entre dos elevados riscos, una enorme grieta cortaba el valle. Imponentes contrafuertes de piedra se asomaban a ambos lados, y la pared opuesta caía a pico en una sima negra.

Grimya descubrió los colmillos y los pelos del cuello se le erizaron.

«¡Otra ilusión!»

—Podría ser; pero no apostaría por ello.

A modo de prueba, Índigo dio un paso hacia adelante, sintiendo cómo su pie resbalaba de repente en el suelto esquisto. La grieta no parpadeó y se esfumó tal como había sucedido con la enorme piedra, y, teniendo muy presente el riesgo de perder el equilibrio tan cerca del borde, atisbo alrededor del contrafuerte que tenía a la derecha. El negro abismo se extendía entre las profundas sombras del risco hasta donde llegaba su vista, y cuando acercó una mano al extremo del precipicio, sintió roca sólida bajo sus dedos.

—Es real.

Se irguió, retrocediendo para dejar una distancia prudente entre ella y el borde de la grieta.

«Demasiado ancho para saltar», refunfuñó Grimya. «¿Qué vamos a hacer ahora?»

—No lo sé...

Al otro extremo de la falla podía ver que el sendero del valle continuaba por entre los picos. Pero parecía haber un segundo sendero, que se bifurcaba en el extremo y continuaba por una repisa estrecha que sobresalía de la pared vertical. Perpleja, se inclinó hacia fuera, mirando a su derecha...

«¡Ten cuidado!», le avisó Grimya.

—Lo tendré... pero... ¡ah! —Los ojos de Índigo brillaron cuando sus sospechas de que el sendero debía conducir a algún sitio se vieron justificadas—. ¡Mira, Grimya! ¡Hay un puente!

«¿Un puente?»

Grimya se acercó con cautela al borde hasta que también ella pudo mirar. Y allí, cubriendo la distancia que mediaba entre pared y pared, a no demasiada distancia, había un arco de piedra. Además, en su lado de la grieta, un sendero bien marcado llevaba hasta el puente siguiendo la curva del precipicio, el cual —ahora podían verlo bien— no caía en absoluto tan a pico como el lado opuesto. El sendero podía franquearse con facilidad, el puente parecía sólido y nada erosionado; incluso el sendero en la parte más alejada, juzgó Índigo, no precisaría más que unos nervios bien templados para atravesarlo.

Se volvió hacia la loba.

—Es la única forma de cruzar, Grimya. Debemos utilizarlo.

Grimya se lamió la nariz, algo indecisa.

«Será fácil para mí. Pero tú...»

—Acostumbraba a escalar los acantilados de mi país. —Sonrió con tristeza al recordar la osada temeridad de su infancia—. Todo irá bien. —Y antes de que Grimya pudiera decir nada se volvió y avanzó en dirección al borde del precipicio.

El sendero resultaba más fácil aun de lo que parecía. La inclinación de la ladera de la grieta era bastante suave, al menos a esta altura; Índigo imaginó que, algunos centímetros más abajo, debía de caer en picado tanto como la pared opuesta. Pero la mortecina luz y las intensas sombras de la hendidura imposibilitaban que pudiera saber la profundidad del cañón que tenía a los pies; de este modo podía mantener una ilusión de seguridad para evitar el peligro de sentir vértigo.

Se adentró en el sendero con cautela, escuchando las suaves pisadas de Grimya a su espalda. Recorrerlo resultó sencillo, siempre y cuando tuviera una palma de la mano bien apoyada contra la piedra para mantener el equilibrio; en menos de un minuto alcanzó la repisa más ancha desde la que se elevaba el puente para cruzar el cañón, y esperó a que Grimya la alcanzara.

—Vaya, el sendero era bastante real —dijo, acariciando la cabeza de la loba en un esfuerzo por tranquilizarla—. Ahora sólo nos queda probar el puente.

«No me gusta», insistió Grimya apesadumbrada. «No me sentiré segura hasta que estemos al otro lado.»

—No; la verdad es que yo tampoco. Y sugiero que crucemos tan deprisa como nos sea posible. — Sonrió, pero era una sonrisa preocupada—. No confío en nada de lo que hay en este lugar. — Contempló, especulativa, el arco que se extendía delante de ellas; aunque carecía de parapeto, su superficie era amplia y bastante lisa, y la distancia hasta el otro lado parecía...

Índigo se detuvo a mitad de pensamiento mientras su mente y su cuerpo quedaban paralizados.

«¿Indigo?»

La ansiosa pregunta de Grimya pareció llegarle desde miles de kilómetros de distancia; no le pareció que tuviera nada que ver con ella, no pudo contestarla. Un graznido inarticulado sonó en lo más profundo de su garganta, y se quedó mirando, horrorizada, incrédula, aturdida, a la figura encorvada y dolorida que apareció entre las sombras del otro extremo del puente de piedra. Cabellos oscuros, enmarañados y lacios, impregnados de sudor; el cuerpo contorsionado, los ojos medio ciegos y febriles en sus hundidas cuencas. Y sangraba. Todavía sangraba...

Una ilusión, aulló su cerebro; ¡una ilusión! Pero la lógica se desmoronaba ante el ataque de una esperanza salvaje y vehemente, y sintió que perdía el control.

—F... Fen...

«¡Indigo!»

El grito mental de Grimya sonó frenético al darse cuenta la loba del peligro; pero su advertencia no fue escuchada. Índigo jadeó con violencia, y cuando habló su voz era apenas reconocible.

—Fenran...

El hombre del otro lado del puente levantó la cabeza, e incluso aquel pequeño movimiento pareció provocarle un gran dolor. Sus ojos, oscurecidos por cataratas, intentaron enfocar el lugar del que había salido el grito, y Grimya lo vio llevarse una mano al rostro, sobresaltado, y escuchó la voz fantasmal que resonó por todo el cañón.

—¡Anghara!

Índigo lanzó un chillido, y con un sorprendente rasgo premonitorio Grimya encogió los músculos y se lanzó hacia adelante en un intento desesperado de detener a su amiga. Llegó demasiado tarde. Índigo se precipitó sobre el puente, y en el mismo instante en que su pie tocó la primera piedra de la estructura, el puente y Fenran se desvanecieron. Durante un terrible instante, Grimya la vio balancearse sobre la repisa, agitando los brazos violentamente; entonces, con un aullido de terror, Índigo cayó por el borde de la grieta.

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