CAPÍTULO 6


El amanecer se arrastró sobre las murallas de Carn Caille en una delgada y pálida neblina mientras el sol mostraba sus primeros rayos rojos por el este. La fortaleza estaba en silencio. No había lámparas encendidas en las ventanas; ningún centinela se recortaba contra el cielo que se iluminaba poco a poco. En alguna parte sobre el mar, una gaviota lanzaba un triste lamento; el ligero viento, que cambiaba de dirección de modo caprichoso, ora del noroeste ora del nordeste, anunciaba lluvia antes de que hubiera pasado mucho tiempo.

No sabía cuántos estaban muertos. Durante quizás un minuto, o acaso una hora, permaneció sentada allí donde había estado desde que recuperara el conocimiento, las manos fláccidas e inútiles sobre el regazo, la cabeza girando despacio primero hacia un lado, luego hacia el otro, los ojos vacuos absorbiendo la escena que se presentaba ante ellos.

Hombres y mujeres de la corte de su padre. Habían luchado con toda su destreza y su fuerza formidables, y ahora yacían destrozados, desechos, caídos como si se tratara de trigo en un campo segado. Una cosecha de sangre y almas. Y ella, Anghara hija-de-Kalig, debía entonar su canción funeraria, porque ella era la culpable de todo aquello.

Por fin —su sentido del tiempo tan muerto como los cadáveres que se amontonaban en el patio—, Anghara se puso en pie. Se movía como una anciana; arrastraba los pies para dar un paso, dos, tres. No se atrevió a mirar a su espalda al portal donde Imogen y sus damas habían ardido; siguió su avance cansino hasta llegar al primero de varios montones de cuerpos y clavó los ojos en la maraña de brazos, piernas y armas.

Creagin. No lo había visto caer, pero allí estaba, un ojo dirigido al cielo diurno; el otro, una cuenca vacía. Había otros: conocía sus nombres pero no parecía tener ningún significado el enumerarlos. Uno de ellos no tendría más que nueve o diez años; un aprendiz de mozo, si la memoria no la engañaba.

Siguió adelante. Unos pasos más allá estaba Kirra, su hermano, heredero de Carn Caille. Kirra el bromista, Kirra el alegre muchacho, tumbado sobre su propia sangre con la columna vertebral medio arrancada del cuerpo.

Siguió adelante. Una cadena de nombres, amigos, compañeros. Caballos, rígidos y grotescos, con los cuerpos ya hinchados. Permaneció durante un buen rato con la mirada clavada en uno de los animales muertos; en su pelaje gris, las largas crines y la cola pasaban del acerado al blanco. Pronto, como si se tratara de un sueño, se percató, aunque con una peculiar indiferencia, de que era Sleeth. Se sintió triste, pero era una tristeza remota, como originada en una mente ajena. Siguió andando penosamente por el patio hasta que por fin encontró a Kalig.

Al principio creyó que estaba simplemente inconsciente, ya que yacía boca abajo sin la menor señal de heridas. La esperanza era algo que estaba más allá de ella, pero sin embargo se inclinó envarada y le dio la vuelta con manos temblorosas.

El rey Kalig, señor feudal de las Islas Meridionales, su padre, carecía de rostro. Lo que quedaba de la parte frontal de su cráneo era algo tan diferente de cualquier cosa humana que ni siquiera le repugnó. Dejó caer el cuerpo, y se volvió.

Carn Caille estaba ante ella. Se dirigió hacia la fortaleza, no por la puerta principal —porque a pesar de lo insensibilizada que se sentía le fue imposible pasar por entre lo que allí yacía— sino por una entrada lateral que la conduciría a través de pasillos y escaleras a su propia habitación. Y era allí dónde quería estar. No encontraría a Fenran: Fenran estaba muerto. Ella lo había visto morir; no había podido salvarlo. Iría a su habitación, a su cama, y si podía llorar, lo haría allí donde ningún ser, ni muerto ni vivo, pudiera verla. Y a lo mejor Imyssa le daría una poción...

Anghara sabía que estaba loca, y ese conocimiento la consoló. Si estaba loca, con toda seguridad no la podrían culpar de sus acciones, y lo que había hecho sería...

Se detuvo y se pasó la lengua por los labios mientras una voz interior le advertía de no seguir con aquellas ideas. Luego siguió con lenta deliberación y contó cada uno de sus pasos en dirección a la puerta. El sol, más fuerte ahora, empezaba a tocar las murallas, y rozó su doblada espalda mientras arrastraba los pies para alejarse del patio.

Carn Caille, sin el ruido, sin la luz de las antorchas, sin el ajetreo de la actividad diaria, era un lugar frío y extraño. Anghara pasó ante puertas silenciosas, sin detenerse para mirar en el interior de las habitaciones que había tras ellas, sabedora de lo que ocultaban. La pequeña sala del consejo de su padre. El comedor privado de la familia. La habitación donde la regordeta Middigane había cosido el traje de novia de Anghara que ahora ya no podría terminarse ni lucirse.

El pasillo tocó a su fin y llegó a unas escaleras. Las subió, llegó a otro pasillo y empezó a andar despacio por él. No había encontrado una sola alma, pero el dominio de los muertos no se había extendido hasta estos corredores: estaban vacíos e impolutos.

Por fin llegó a su habitación. Empujó la puerta y permaneció un instante en el umbral, su mirada en lento recorrido por el familiar mobiliario, aunque éste no significaba nada para ella. La puerta que conectaba con el dormitorio más pequeño de Imyssa estaba cerrada, y por primera vez desde que recuperara el conocimiento la princesa experimentó un sentimiento de angustia. La anciana nodriza era su único vínculo con el mundo que le habían arrebatado de una forma tan espantosa; si también ella estaba muerta, no le quedaría nada.

Su mano se posó en la fría y áspera plancha de madera, y empujó.

—¿Imyssa...?

Su voz resonó como el aliento de un espíritu. Nadie contestó al otro lado de la puerta.

—¡Imyssa! —Sintió de repente tal opresión en la garganta que le pareció como si se asfixiara.

Y una voz —aunque no era la de Imyssa— respondió a su espalda.

¡Anghara...!

Giró en redondo. No había nadie allí. No obstante sintió una presencia, la vaga sensación de la presencia de otra mente, de otro espíritu, que se inclinaba hacia ella desde algún lugar no muy lejano.

¡Anghara..., ayúdame!

Algo se movió en el espejo que no era un reflejo de la habitación. La oscuridad se arremolinó en el interior del cristal, atravesada por venas rojas como la sangre, y la espalda de Anghara se estrelló contra la pared cuando retrocedió espantada.

Anghara...

Conocía aquella voz. Y ahora, en el óvalo de cristal plateado de la pared empezaba a materializarse una figura. Vio una cabellera negra, un rostro y un cuerpo que reconoció...

¡Fenran!

El grito consiguió traspasar el bloqueo de su garganta y se precipitó hacia el espejo, cayendo de rodillas frente a él. El estaba allí, dentro del espejo, envuelto en la cambiante oscuridad, y ella arañó la inexpugnable superficie del cristal, en un intento por atravesarla y alcanzarlo. Sus uñas rascaron la fría superficie, y el reflejo de Fenran siguió mirándola a ella y también más allá de ella. Sujetó los extremos del espejo y lo sacudió con tal violencia que éste se desplazó en su marco, al tiempo que gritaba su nombre una y otra vez. Entonces la imagen del joven empezó a disolverse; la oscuridad desapareció con un remolino y Anghara se encontró mirando su propio rostro enloquecido y la imagen de la habitación que tenía a sus espaldas.

Lanzó el espejo hacia atrás, contra la pared, y se volvió; entre tropiezos se dirigió al otro extremo del dormitorio, se arrojó sobre la bordada colcha de su cama y empezó a tirar de ésta mientras gritaba y maldecía con una combinación de temor y cólera al tiempo que la colcha resbalaba de la cama y la envolvía. Se liberó de ella con un violento movimiento, se arrastró en dirección a la ventana, tendió la mano para sujetarse...

Y el rostro de Fenran apareció de nuevo, débil y distorsionado, en el cristal de la ventana.

—¡No!

La voz de Anghara sonó como un chillido salvaje y lanzó el brazo como enloquecida contra el cristal. El vidrio se hizo añicos con el golpe; la sangre empezó a manar de los cortes de sus dedos y una abrasadora sensación se apoderó de los nervios de su mano. Lanzó un siseo de dolor, aspiró una bocanada del aire frío del amanecer que penetraba por la abertura y, junto con la brisa, le llegó una oleada de color rojo que la cegó. Sintió cómo perdía el control, cómo crecía una presión sofocante e intolerable en su interior; vio inclinarse la habitación en un ángulo imposible, sintió cómo la sangre se agolpaba como un torrente en sus oídos...

Y se encontró enroscada en posición fetal contra la cama, aferrada a la colcha destrozada que ahora también estaba manchada de la sangre que manaba de sus dedos. A pocos pasos estaban los fragmentos rotos del frágil y complejo reloj, el precioso regalo de los parientes de su madre: la filigrana de plata retorcida de una forma horrible, los líquidos de colores se habían desparramado sobre las alfombras y habían desaparecido, y las esferas de cristal soplado y los tubos se habían reducido a miles de diminutas esquirlas que centelleaban frías ante sus ojos desde el suelo.

No recordaba haber roto el reloj, pero sabía por qué lo había hecho; por qué había tenido que hacerlo. Y no había conseguido nada. Seguía enloquecida; y seguía sin poder llorar.

Fenran, muerto. Su padre, su madre, su hermano muertos. Imyssa desaparecida. Amigos, compañeros que ahora no eran más que carroña en el patio. Las aves marinas sin duda habrían empezado ya su festín... y seguía sin poder llorar. Estaba viva en una forma física, pero todo lo demás, todo lo que importaba, había muerto con ellos; muertos a causa de lo que ella había arrojado sobre Carn Caille. Y ni siquiera tenía la capacidad de sentir la angustia de su propia culpa. No quedaba nada.

Sentía una extraordinaria calma. Aunque las lágrimas no querían brotar, y el dolor y el remordimiento tampoco se querían hacer sentir, su mente estaba tranquila e imperturbable como un estanque del bosque. Tan sólo había una cosa más que hacer, una acción que acabaría con ese vacío. Debía hacerlo ahora, sin esperar más.

Su espada se había perdido en la batalla, pero no importaba; no había sido la suya propia, y la suya resultaría mucho más apropiada para esto. Se levantó, y cruzó la habitación despacio para arrodillarse junto al viejo arcón de madera que contenía sus más preciadas posesiones. Alzó la tapa —apartó deprisa el fugaz recuerdo de aquel otro arcón tan extraño de la Torre de los Pesares— y sacó la funda que contenía la fina y bruñida espada que su padre le había regalado al celebrar sus dieciocho años. Sacó la espada de su vaina, la hizo girar en la mano, y observó cómo captaba la luz de la habitación y la reflejaba con intensidad. Había cuidado de la espada con gran esmero, tal y como Kalig le había enseñado, y estaba segura de que se sentiría satisfecho de las condiciones en que estaba, pensó, como también aprobaría lo que ahora pensaba hacer.

Inclinó la cabeza y tomó la larga masa de sus cabellos sujetándolos en un grueso mechón. La primera acción debía realizarse de un solo tajo, para demostrar que sus intenciones eran firmes y bien fundadas. Imyssa hubiera insistido en ello, exhortándola a llevar a cabo la acción en la forma correcta. Sonrió, y con un único giro de la muñeca que sujetaba la espada cortó la pesada mata de cabellos, que cayó en una silenciosa lluvia sobre el suelo mientras ella los contemplaba con asombro. Grises. Ayer habían sido rojizos; hoy eran grises. Sonrió de nuevo y se puso en pie para sacudir la cabeza de modo que los cortados restos volaron alrededor de su cabeza como un halo; hecho esto, tomó la espada con ambas manos y la volvió hasta que su maligna y afilada punta apuntó a su corazón. Rápido, limpio: todo lo que debía hacer era echarse hacia adelante, y todo terminaría. Sin remordimientos, sin despedidas. Una sencilla retribución, una reparación por lo que había hecho.

—No, Anghara hija-de-Kalig.

Anghara dio una sacudida, la espada rígida entre sus manos y los ojos a punto de salírsele de las órbitas por la sorpresa. En una fracción de segundo su mente registró que la voz era tranquila e impasible, sin el menor rastro del eco fantasmagórico que tanto la había asustado en la aparición de Fenran. Era real.

Volvió la cabeza, y recordó al Hombre de las Islas y a la criatura resplandeciente que la visitara.

El ser que tenía ante ella rodeado de una pálida y trémula aureola era hermoso. Si era varón o hembra o si trascendía tales consideraciones ella no lo sabía; su forma era una mezcla andrógina de delicadeza y fuerza. Su escultural figura estaba envuelta en una capa del color de las hojas recién nacidas, y sus largos cabellos tenían el cálido tono del suelo de los bosques. Unos ojos de un dorado blanquecino contemplaban a Anghara; eran ojos llenos de dolor, pero totalmente despiadados.

La espada resbaló de las manos de la princesa, y el estruendo que produjo al golpear contra el suelo tuvo el peso de una intrusión en el peculiar silencio que había descendido de repente sobre la habitación. La muchacha dio un paso atrás, al tiempo que empezaba a temblar de forma incontrolada. Luego —parecía lo único que podía hacer, la única cosa que era capaz de hacer, aunque resultaba un gesto desesperadamente inadecuado— cayó de rodillas.

—Anghara hija-de-Kalig. —El ser bajó la mirada hacia ella—. ¿Qué te hace pensar que tú, también, tienes derecho a morir?

Los dientes de Anghara castañetearon.

—Qui... quiero... —Con un terrible esfuerzo consiguió dominar su indisciplinada lengua y también su mandíbula, y musitó—: No queda otra salida...

—Entonces, ¿te das cuenta de lo que has hecho?

La princesa cerró los ojos con fuerza.

—Sí... —La palabra surgió como un siseo.

Escuchó un roce y percibió la proximidad del ser cuando éste se acercó más.

—Durante siglos, las plagas que en una ocasión afligieron a la Tierra, nuestra Madre, han permanecido encadenadas y confinadas fuera del alcance del hombre, en la torre construida por la mano de ese devoto sirviente que conserváis en vuestras leyendas. Tus antepasados han cumplido la palabra dada a la Madre Tierra durante todos estos años. Pero tú no lo has hecho. Buscaste un conocimiento al que no tenías derecho; usurpaste un derecho que no tenías. Y ahora, por ese capricho tuyo, las cosas siniestras y malignas vuelven a estar libres en el mundo. ¿Qué tienes que responder a esto, Anghara hija-de-Kalig?

La sensación de asfixia volvía a apoderarse de Anghara. Aspiró y tuvo que luchar por llevar algo de aire a sus pulmones.

—Yo no quería... —Se detuvo, mordiéndose la lengua al comprender lo lamentables, lo inadecuadas que eran sus palabras—. Si pudiera hacer retroceder el tiempo...

—No puedes. Está hecho.

—Pero mi padre y mi madre...

—Están muertos. —La voz del ser poseía un frío tono despiadado—. Muertos, Anghara. Esa es la verdad y debes enfrentarte a ella. Fueron asesinados por los demonios que soltaste con tus propias manos... y no encontrarás refugio a tu culpa en la locura.

La muchacha contempló estúpidamente la espada, allí en el suelo, tan cerca de ella, pero, al parecer, inalcanzable.

—¿Ni en la muerte? —preguntó.

—Ni en la muerte. Morir sería fácil para ti. Abandonarías el mundo, lo abandonarías a merced de aquello que tú has soltado en él. Y eso, criatura, sería una nueva traición a la Madre de todos nosotros.

Las lágrimas empezaron a resbalar por las pálidas mejillas de Anghara. Era la primera brecha que aparecía en el muro de contención que la conmoción y la pena habían levantado en su interior, y aunque agradeció aquella liberación, era como un vino muy amargo.

—Si lo hubiera sabido... —murmuró con voz entrecortada.

—Criatura, lo sabías tan bien como cualquier otro miembro de tu raza. La Tierra, nuestra Madre, no te impuso una elección: Ella te ofreció la libertad de servirla o despreciarla, y fue tu propia voluntad la que te hizo escoger el sendero tenebroso.

La cordura regresaba. Anghara se dio cuenta, y el dolor que le produjo fue casi mayor de lo que podía soportar, ya que la obligaba a verse a sí misma como realmente era. Pero el ser resplandeciente tenía razón: no podía haber escapatoria en la locura o en la muerte.

Su voz, cuando respondió, fue tan suave que ni siquiera sonaba más fuerte que el débil gemido del viento que se colaba por la ventana rota.

—¿Qué puedo hacer?

El ente no respondió de inmediato, y Anghara se preguntó si habría oído su ruego. Pero cuando levantó los ojos temerosa para mirar su rostro, observó un cambio en la impasible expresión: un brillo apenas visible —¿o le había jugado una mala pasada su imaginación?— de algo que podría haber sido piedad.

La criatura respondió:

—¿Qué querrías hacer, Anghara hija-de-Kalig? ¿Qué harías, para reparar tu traición?

Un profundo estremecimiento sacudió el cuerpo de Anghara y desvió la mirada de nuevo, incapaz de enfrentarse a la terrible franqueza que veía en los ojos del emisario.

—Cualquier cosa —repuso con amargura—. ¡Cualquier cosa que trajera de vuelta a mi familia!

—Es imposible hacer regresar a los muertos —respondió el ente—. Todo lo que puedes esperar es expiar tu crimen.

Anghara levantó los ojos para mirar por entre los desiguales mechones de su cabello, y susurró:

—¿Cómo?

—Comprometiéndote a librar al mundo del mal que has soltado sobre él. No puedes morir, criatura: la Madre Tierra no lo permitirá. Pero te ofrece la posibilidad de deshacer tu obra.

«Cuando abriste el arcón de la Torre de los Pesares, soltaste siete demonios por el mundo. Siete

demonios que conforman la quintaesencia del mal contra el que la Tierra, nuestra Madre, se alzó hace mucho tiempo. Ya en estos instantes se propagan por el mundo, exultantes por su liberación, y allí donde se proyecte su sombra, la humanidad caerá víctima de su perniciosa influencia. —El ser sonrió con intensa tristeza—. Al igual que el Hombre es hijo de la Tierra, estos demonios son hijos del Hombre: él los creó, y los utilizó en su intento por arrebatarle el dominio del mundo a la Madre de todos nosotros. Si se los deja seguir su camino sin trabas, provocarán la definitiva caída del Hombre; y esta vez no habrá un Hombre de las Islas en quien nuestra Madre deposite su confianza, ya que se ha traicionado su confianza. Si la humanidad ha de sobrevivir, hay que expulsar a estos demonios de la Tierra. Ésa es la tarea que nuestra Madre te impone, Anghara.

La princesa bajó los ojos a sus puños ensangrentados, que, inconscientemente, había cerrado con tal fuerza que los nudillos aparecían blancos a través de las oscuras manchas rojas. Le era imposible hablar: la sensación de responsabilidad se convirtió de repente en algo parecido al peso de mil toneladas de piedra arrojadas sobre ella; una lápida sepulcral bajo la que estaba enterrada en vida, una tumba de la que se alzaban para acusarla los macilentos dedos de los hombres, mujeres y niños que habían muerto a causa de su arrogante curiosidad.

—Esta responsabilidad no puede compartirse —dijo la resplandeciente criatura—. Es sólo tuya.

—Pero... —El muro de contención se resquebrajaba dentro de Anghara; los fantasmas llenaron su mente—. No puedo llevar a cabo una tarea semejante. —Su voz tembló con un principio de ataque de histeria—. No puedo. ¡No puedo!

—Entonces réhuyela, muchacha, y abandona tu raza a su destino. —No existía la menor piedad en la impasible mirada del emisario—. Eres tú quien debe escoger, si lo deseas. La Tierra, nuestra Madre, no te obliga a nada, salvo a aceptar tu responsabilidad por lo que has hecho. Pero, de una forma u otra, debes escoger. Y cualquiera que sea el camino que tomes, la muerte no es una opción.

Así que tendría —debería— seguir viva, sin la esperanza de que el olvido se llevase la doble agonía del recuerdo y de la sensación de culpabilidad. ¿Qué era mejor?, se preguntó Anghara desolada. ¿Escabullirse en aquel consuelo que pudiera hallar por pequeño que fuese y vivir el resto de sus días en un esfuerzo desesperado e inútil por olvidar? ¿U oponerse a algo contra lo que no tenía la menor posibilidad, enfrentarse a un enemigo que podía aplastarla con la misma facilidad con que había aplastado a los guerreros de Carn Caille, todo en una búsqueda inútil de la forma en la que pudiese expiar su crimen? Ambos caminos eran una fuente segura de tormento. Sería mucho mejor, con toda seguridad sería mucho mejor para los fragmentos de su destrozada mente y cuerpo, el dar la espalda a lo imposible y aceptar lo que le produjera un dolor menor...

A punto de dar su respuesta, y anticipándose a la censura, levantó los ojos hacia el resplandeciente emisario. La expresión de aquel ser continuaba impasible, y se dio cuenta de que no esperaba nada de ella; era, tal y como le había dicho, libre de elegir. Y una voz en su interior le dijo: ¡Eres la hija de Kalig, rey de las Islas Meridionales! ¿Se te ha aguado tanto la sangre que no puedes igualar su coraje, su lealtad, su tenacidad? ¿Tan cobarde eres que no puedes enfrentarte a las consecuencias de tu propio acto de traición? ¿Qué hubiera dicho tu padre?, ¿qué hubiera dicho Fenran, hijo del reino septentrional de El Reducto, el hombre a quien declarabas amar y sin embargo condenaste a morir, al verte ahora, Anghara?

Las palabras que había estado a punto de pronunciar se helaron en su garganta, y sintió el sabor amargo de la bilis en la boca. Había perdido todo lo que conocía y amaba por culpa de su arrogancia: pero no se entregaría a la última ignominia de la cobardía. Ya que no le quedaba otra cosa, debía al menos buscar el gélido consuelo en el intento de rectificar el mal que había hecho. Se lo debía a

Carn Caille.

Sus ojos se encontraron con los del emisario, y dijo:

—Dime qué debo hacer.

Esperó ver alguna pequeña muestra de aprobación, alguna disminución de la terrible indiferencia que veía en los ojos de aquel ser, pero nada sucedió. La criatura sonrió, pero la sonrisa era demasiado lejana para tener significado.

—¿Estás segura, Anghara hija-de-Kalig? Una vez te hayas comprometido en el servicio a la Madre Tierra, no podrás volverte atrás.

Anghara mordió con fuerza la cara anterior de sus mejillas.

—Estoy segura.

—Muy bien.

Y de repente, para su mortificada sorpresa, la cualidad de la sonrisa del emisario cambió. Por un fugaz momento Anghara vio ecos de paz, piedad, una belleza indescriptiblemente triste que brilló a través de la fría e impasible máscara. La sonrisa abarcaba a la tierra, el mar, el cielo, la vida y la muerte de toda criatura que jamás hubiera pisado la tierra o nadado en sus aguas; era el sonido del arpa de Cushmagar, el chillido del ave marina, el lamento del viento, la risa de los participantes en una fiesta, el contacto del ser amado. Aquello la conmovió cuando toda la carnicería y miseria presenciadas no lo había conseguido: sintió las lágrimas agolparse por fin en sus ojos y, de pronto, las agonizantes barreras que se alzaban en su interior se derrumbaron. Se volvió, cayó a gatas y un temblor febril sacudió su cuerpo mientras las lágrimas que hasta ahora habían rehusado aparecer empezaron a rodar como un torrente por sus mejillas. Los sonidos que surgían de su garganta al llorar eran inhumanos y desagradables; la desesperación de una criatura atrapada y finalmente quebrantada que lloraba por Carn Caille, por su familia, por Fenran, por la destrucción que había provocado. Y al final no quedó nada más que una garganta que le dolía como si un puño le hubiera arrancado la vida, unos ojos enrojecidos e irritados, y un dolor que le abrasaba todo el cuerpo y del que sabía que no podría librarse.

La princesa levantó la cabeza muy despacio. El resplandeciente emisario la observaba, pero el destello de piedad estaba apagado ahora, reemplazado una vez más por una desapasionada implacabilidad.

—Vamos, criatura —dijo el ser con calma—. Debes dejar tu pena a un lado. Es hora de que te marches.

—¿Marchar...?

—Sí. Ya no hay lugar para ti en Carn Caille. Mientras permanecemos aquí, el tiempo está detenido; pero eso no debe seguir así mucho más. A nuestro alrededor, aquellos que han sobrevivido al diabólico ataque están atrapados en un instante sin tiempo. Debemos irnos, para que puedan iniciar el trabajo de rescatar lo que queda de sus vidas.

La mirada alucinada de Anghara se paseó furtiva por aquella habitación tan familiar.

—No comprendo... —murmuró.

—Para los tuyos, estás muerta —explicó el emisario—. Llorarán a tu familia, y te llorarán a ti, porque aunque todavía vives y eres su legítima reina, jamás podrás reclamar tu trono. En lugar de ello debes tomar una nueva identidad y abandonar las Islas Meridionales.

—Pero éste es mi hogar. —El color había desaparecido de los labios de Anghara—. Siempre ha sido mi hogar; no conozco otro...

—No tienes hogar, ahora —repuso el emisario sin emoción—. Los siete demonios que tu propia mano ha liberado se han desperdigado por el mundo, y el mundo deberá ser tu coto de caza si es que los has de encontrar y destruir. Pero no puedes regresar a Carn Caille.

El rostro de Anghara estaba gris como un pergamino viejo.

—¿Jamás...?

El ser le sonrió patético.

—Jamás es un concepto impreciso, criatura. Pero mientras tu misión siga incompleta, Carn Caille te está vedado.

Quiso protestar, pero no pudo articular lo que sentía. En lugar de ello, muda, dejó caer la cabeza y asintió.

—Ya no eres Anghara hija-de-Kalig de las Islas Meridionales, excepto en el recuerdo de aquellos a los que dejes atrás —siguió el emisario—. Debes escoger un nuevo nombre por el que los que encuentres en tu camino te puedan conocer. —Se detuvo—. Quizá debiera reflejar esto en lo que te has convertido.

La mirada de la princesa escudriñó muy despacio la habitación. Su mente protestó en silencio y con amargura contra el tono imperioso del emisario, pero sabía que no tenía más elección que obedecer. Ya no era Anghara. A partir de ese momento debía abandonar todos los recuerdos, todo su pasado, y convertirse en una persona nueva.

Su mirada se posó en el suelo, allí donde yacían los restos del cristal de su reloj roto. Un fragmento, mayor que los otros, atrajo la luz del sol y lanzó un parpadeo multicolor de un azul púrpura; era el color que los habitantes de Carn Caille asociaban siempre con la muerte, el color con el que se cubrían a sí mismos y a las paredes de la antigua fortaleza cuando el reino estaba de luto. Era también, por una terrible ironía del destino, el color de sus propios ojos.

Apartó la mirada del pedazo de cristal y los clavó en los del emisario. Sus ojos tenían una expresión extraña cuando dijo:

—Me llamaré Índigo.

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