Un cosquilleo recorrió la nuca de Anghara como si un rayo hubiera caído a pocos pasos de donde se encontraba, y un sudor frío empezó a bañar su cuerpo. Estaba de espaldas al extraño arcón de metal, y no se atrevía a volverse, no se atrevía a mirar por encima del hombro. Se había imaginado el sonido, se dijo, mientras su pulso martilleaba angustiosamente. Estaba sola en la torre. No podía haber nadie detrás de ella.
No llegó ningún otro sonido. El silencio resultaba horrible y por último Anghara ya no pudo soportarlo por más tiempo: su miedo a lo desconocido era mayor que el miedo a cualquier revelación. Obligó a los pies a moverse y se dio la vuelta.
Entre ella y el arcón vacío se encontraba una criatura. Sus cabellos eran plateados, llevaba puesto sólo un sencillo tabardo gris y la rodeaba un halo inquietante y fantasmagórico. La contemplaba con unos ojos plateados desprovistos de toda compasión o humanidad. Los ojos paralizaron a Anghara; desesperada, deseó apartar la mirada, pero la sujetaban con fuerza, los ojos fijos en aquellos dos vórtices gemelos como un conejo hipnotizado por una mortífera serpiente. En ellos descubrió un abismo de crueldad que sobrepasaba su habilidad de comprensión, una inteligencia terrible y odiosa que se burlaba del terror paralizante que la atenazaba.
Intentó hablar, pero su garganta estaba bloqueada y su voz había desaparecido. Intentó moverse pero sus pies estaban clavados al suelo de la torre. Y el miedo se transformaba ya en terror, reprimido por una peligrosamente débil barrera que estaba a punto de ceder.
La criatura continuó contemplando a Anghara con tranquila e implacable malicia. Luego sonrió. Sus dientes eran como los dientes de un felino, pequeños, afilados, feroces: la mueca transformó su rostro en algo monstruoso y maligno; y, como un puño invisible que la golpeara en la boca del estómago, la barrera que se interponía entre Anghara y el terror ciego se partió.
Su propia voz rebotó en estridentes ecos por la Torre de los Pesares cuando lanzó su grito, dando paso al negro maremoto de horror que la recorrió. La parálisis que la atenazaba se hizo pedazos y se precipitó en dirección a la puerta, chocó contra el dintel y rebotó, y salió tambaleante de la torre para ir a caer con fuerza sobre el hombro. Incapaz de coordinar lo suficiente sus movimientos para ponerse en pie, se arrastró y avanzó a gatas en dirección a donde había estado Sleeth, gritando desesperada el nombre de la yegua. El violento resplandor rojizo de la puesta del sol cayó sobre ella, pero desaparecería, desaparecería, muy pronto, y ella moriría, todo moriría...
El suelo pareció deslizarse bajo sus pies sin previo aviso, como si las mismas dimensiones del mundo se hubieran visto alteradas de repente. Anghara cayó cuan larga era al suelo, se debatió para levantarse de nuevo, y se balanceaba sobre sus dos pies ya cuando la vibración dio comienzo. Se oyó un ruido sordo, como de una titánica tormenta en la distancia...; la tierra tembló, y a su espalda se elevó una enorme sombra, una sombra de oscuridad que ocultaba el moribundo día. La torre se estremecía, las enormes piedras se entrechocaban unas con otras, la argamasa se resquebrajaba, las vigas se partían...
—¡Sleeth!
Anghara se tambaleó hacia adelante, cayó de rodillas, se levantó de nuevo con un esfuerzo sobrehumano. Delante de ella, en medio de la rojiza penumbra, algo se movió, interpuesto en su camino: las manos de la muchacha saltaron hacia fuera y se apoyó contra el costado de la yegua, sus dedos enredándose en la tira de un estribo. Sleeth se agitó temerosa, la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados; arrastró a Anghara con ella mientras la princesa luchaba por sujetarse al pomo de la silla y tomar las riendas, entonces le pisoteó la mano a su dueña mientras ésta luchaba en vano para contenerla. El dolor eclipsó por un momento el pánico de Anghara: su mano se cerró sobre un mechón de las crines de Sleeth e invocó todas sus energías en un desesperado esfuerzo por montarse en la yegua y sujetarse con ambas piernas sobre su lomo. Sleeth se encabritó y salió al galope, estribos y riendas revoloteando mientras la princesa se aferraba precariamente a su cuello; por fin consiguió sujetar una rienda cuando ésta le dio en el rostro, y tiró de ella con determinación, dándole una orden con voz aguda a la vez que conseguía refrenar la salvaje y errática carrera de Sleeth.
Un sonoro crujido hendió el aire sobre sus cabezas, y Sleeth relinchó, giró de lado y casi cayó de costado. Mientras los cascos de la yegua se debatían para mantener el equilibrio sobre la arena, Anghara volvió la cabeza veloz, y lo que vio quedó grabado de forma indeleble y para siempre en su memoria.
La Torre de los Pesares se derrumbaba. Se había partido en dos desde el techo hasta los cimientos, como un tronco partido por el hacha del leñador. Y desde sus desmoronadas ruinas se elevaba lo que parecía una nube espesa de humo negro, abriéndose paso hacia el cielo y alzándose ya muy por encima de sus cabezas. Pero no se trataba de humo. Se veían formas en la oscuridad, cosas retorcidas, cosas aullantes con ojos dementes, manos que eran como garras, alas negras que azotaban el aire y removían aquella sustancia negra que les daba vida para sacar de ella nuevas y aún más monstruosas formas. Una legión de horrores inhumanos, fantasmas, pesadillas, que caían sobre el mundo del que habían estado excluidos durante innumerables siglos.
La torre lanzó un definitivo suspiro, un sonido aterradoramente humano, y empezó a hundirse sobre sí misma. La negra columna se hizo más potente, lanzándose con más ímpetu hacia el cielo al tiempo que se extendía como un negro dosel. Y de repente Anghara comprendió hacia dónde se dirigía.
Tiró de las riendas —había perdido la fusta— y azotó el costado de Sleeth. La yegua saltó hacia adelante, las orejas pegadas a la cabeza, y Anghara se encogió sobre su cuello como un jinete demoníaco en la Carrera del Diablo, aullando mientras dirigía su montura en dirección a la lejana escarpadura. Sleeth corría con la velocidad y la desesperación de los condenados, como si conociera y compartiera el terror que había en la mente de su dueña. Y Anghara sollozó con desesperación por lo que había hecho, mientras el siniestro horror liberado por la destrozada torre los seguía tempestuoso y rugiente.
—Debierais habérmelo dicho antes. —Kalig hablaba en voz baja para no alertar a Imogen, que conversaba con una de sus damas y por lo tanto desconocía por completo las noticias que traía Kirra.
—Lo siento, padre. No vimos motivo para alarmarte, o enojarte, sin una buena razón.
—¿Enojarme? —Kalig dirigió la mirada hacia el bien visible lugar vacío de la mesa principal, lugar donde debía de estar sentada Anghara.
La fiesta había empezado hacía poco, y los sirvientes corrían de un lado a otro de la enorme sala transportando platos. Cerca del hogar un arpista, un tañedor de laúd y un flautista habían iniciado una melodía; junto a ellos estaba la gran arpa de Cushmagar, pero el anciano bardo no había aparecido aún.
—Ya estaba enojado, para empezar, sólo de pensar que tu hermana no asistía deliberadamente a la fiesta por un arranque de malhumor. Pero esto... —Kalig meneó la cabeza—. Debierais habérmelo dicho.
—Mi señor, debo responsabilizarme por nuestro silencio —intervino Fenran. El rostro del joven norteño mostraba una palidez enfermiza, que destacaba aún más en contraste con la cálida luz que reinaba en la sala—. El príncipe Kirra deseaba informaros de inmediato, pero yo insistí en que debíamos aguardar. —Dejó caer los hombros y clavó con tristeza los ojos en el suelo—. Ahora creo que fue un error estúpido.
El rey lo contempló durante uno o dos segundos sin que su expresión revelara nada. Luego dijo:
—Sensato o estúpido, está hecho y no puede deshacerse ahora. Pero no quiero perder más tiempo. Kirra, abandona la sala con discreción; que tu madre no se dé cuenta. Busca a Creagin, el capitán de la guardia, y cuéntale lo que me has contado. Es el hombre más adecuado para organizar la búsqueda de Anghara.
Fenran repuso:
—¿Me dais vuestro permiso para acompañar al príncipe Kirra, señor?
—Sí, ve, Fenran. Me reuniré con vosotros tan pronto como... —y Kalig se interrumpió pues en aquel momento sonó un discordante gemido procedente del lugar donde estaba la enorme chimenea.
Todos los demás sonidos de la sala se apagaron al instante. Los músicos que habían estado cerca del arpa de Cushmagar dieron un salto atrás —uno incluso estuvo a punto de caer al fuego— y Kalig volvió la cabeza a tiempo para ver que las cuerdas del arpa vibraban todavía mientras el espantoso acorde que había lanzado se desvanecía lentamente.
El arpa ha lanzado un lamento, sin que ninguna mano la tocara... Un gélido y supersticioso temor se apoderó del rey, y no se atrevió a contemplar los rostros demudados de todos los hombres y mujeres de la sala. Todos conocían el siniestro significado del sonido que aún resonaba en sus mentes: ya que cuando el arpa de un bardo hablaba por voluntad propia, era presagio de cosas tan terribles que ningún ser viviente se atrevía a ignorarlo.
—Traed a Cushmagar. —Kalig apenas si reconoció su propia voz; se sentía como si se asfixiara— . Y a Creagin. ¡En nombre de la Madre, encontradlos!
Mientras rompía el atemorizado silencio, se escuchó una repentina agitación junto a la puerta principal de la sala y, como si la voz del rey al pronunciar su nombre lo hubiera hecho aparecer desde su puesto, Creagin penetró en ella. Avanzó con rapidez por el pasillo central en dirección a la mesa principal; entonces, con cierto retraso, sus ojos registraron las expresiones de sorpresa de todos los presentes y vaciló.
—¿Mi señor? —El desconcierto arrugó el rostro de Creagin.
Fenran, que se sujetaba al respaldo de su silla para evitar que se le doblaran las rodillas, comprendió que el capitán de la guardia no podía saber lo que acababa de suceder allí. Su llegada se debía a pura coincidencia. O —e intercambió una temerosa mirada con Kirra— a algo mucho más siniestro...
Kalig consiguió recuperar su agitada serenidad y, con un gran esfuerzo, descendió de la plataforma para ir al encuentro del capitán.
—Os pido perdón por la intrusión, mi señor. —Creagin, rechoncho y moreno y bastante más bajo que el rey, realizó una torpe reverencia, pero su mirada siguió su inquieto paseo por la sala.
—Creagin —Kalig habló sucintamente—. ¿Qué sucede?
—Algo raro acontece en el sur, señor. He pensado que era mejor informaros en lugar de esperar a averiguar más cosas.
Un agitado murmullo se elevó de aquellos que estaban lo bastante cerca para haberlos escuchado, y Fenran notó un vacío en el estómago. Kalig acalló los murmullos con una severa mirada.
—¿Qué tipo de cosa extraña, Creagin?
—No lo sé con exactitud, señor. El centinela que lo vio primero pensó que tenía que ver con el clima, pero...
—¿El clima? —interpuso Kirra, con voz temblorosa.
—Sí, señor. Una tormenta, pero de una fuerza inhabitual. Unas nubes negras como jamás las había visto antes, sólo que no son nubes —Creagin se agitó incómodo cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro; militar como era, no comprendía más allá de las cosas que poseyesen un fundamento lógico, e intentar explicar aquello era obvio que no le gustaba—. No sé exactamente lo que es, pero viene desde el sur a toda velocidad, tal y como lo veo no tardaremos en quedar en medio de ello.
Kalig murmuró:
—Que la Madre Tierra nos ayude... —y cuando se volvió para mirar a Fenran y a Kirra su rostro había perdido todo rastro de color.
El arpa, pensó Fenran; y sintió cómo una sensación de náusea se apoderaba de él.
—¿Señor? —Creagin no se dejó anonadar—. ¿Hay algo...?
El rey lo interrumpió a mitad de la frase.
—Sí, Creagin, lo hay. Kirra, Fenran —giró sobre sus talones y su voz se elevó como un rugido en medio de la sala—; todos aquellos de vosotros que estéis en condiciones y podáis empuñar un arma: ¡id al torreón!
Los bancos arañaron el suelo mientras los hombres y un gran número de mujeres se ponían en pie precipitadamente, y una tremenda algarabía se alzó en la estancia cuya atmósfera se recargó de tensión. Kalig escuchó a su espalda cómo Imogen intentaba calmar a sus doncellas, pero no tenía tiempo para volverse a mirarla. Creagin, aún sin comprender, pero dándose cuenta de la urgencia con el instinto de un soldado, se unió al grupo que se precipitaba hacia la puerta, y siguió a Fenran y a Kirra, quienes corrían detrás del rey hacia afuera de la sala.
Kalig corrió por el helado y mal iluminado pasillo situado al otro lado de la puerta, y mientras lo hacía sacó su espada en un reflejo automático; no era su pesada espada de combate de doble mango, pero tendría que servir en una emergencia. Se percató con alivio de que Fenran y Kirra también iban armados; otros se dirigían a toda prisa hacia el arsenal a buscar más armas, y Kalig encontró tiempo para agradecer que la superflua tradición que en época de su padre había asegurado una reacción rápida ante la menor provación, hubiera resultado ser una costumbre difícil de abandonar.
Las antorchas llameaban y danzaban en sus soportes a causa de las corrientes de aire provocadas por los hombres que corrían. Por fin, Kalig salió al patio, y a una caótica y aterradora escena.
El sol se había puesto, pero el patio estaba lleno de luces temblorosas que se movían de un lado a otro y convertían la oscuridad en una sombría pesadilla. Los hombres corrían mientras los sargentos rugían sus órdenes; un grupo subió a toda velocidad los escalones que conducían a las murallas mientras los centinelas gritaban y gesticulaban. Kalig no se detuvo, sino que se dirigió directamente a las escaleras al tiempo que gritó a Kirra y a Fenran que lo siguiesen. Subieron los escalones de dos en dos y emergieron sin aliento sobre las estrechas almenas que rodeaban Carn Caille. Y allí, alzándose en la noche en dirección a ellos, se veía una enorme y cada vez más amplia nube de oscuridad. Hasta dónde se extendía, con qué rapidez se movía, no podían decirlo: pero había tapado los últimos débiles rayos del sol que se ocultaba bajo la línea del horizonte, y nadie podía dudar de que se dirigía directamente hacia la fortaleza. En su espeso corazón centelleaban los relámpagos, pero eran relámpagos de una clase que nadie había visto antes: plateados, púrpura, escarlata. Y el viento embravecido que aquel monstruoso fenómeno provocaba traía unos sonidos sobrenaturales y espantosos: una cacofonía chillona, ululante y gimiente que asaltaba sus oídos con el júbilo de un millar de demonios rientes.
—¡Padre! —Kirra se agarró al brazo de Kalig—. ¡Eso no tiene un origen terrenal!
Kalig lo sabía muy bien. Las espadas nada podrían contra tal horror, y con toda seguridad ningún hechizo conocido en Carn Caille podía esperar derrotarlo.
—¡Señor! —Era una voz áspera de un soldado; en el otro extremo de la muralla un centinela gesticulaba frenético—. ¡Señor, en el césped, a unos quinientos metros, se ve a un jinete! —¿Que?
Fenran, viendo la conexión antes que ningún otro, se volvió en redondo para mirar, y bajo el terrible resplandor de los relámpagos que brillaban en el corazón de aquella manifestación vio las diminutas y desamparadas figuras de un jinete y su caballo que galopaba desesperado en dirección a las puertas de la fortaleza. Una tremenda llamarada iluminó el cielo y tuvo una momentánea impresión del color del caballo, de la larga y alborotada melena del jinete...
—¡Señor! —aulló por encima de todo el estruendo—. ¡Es Anghara!
Kalig lanzó un sobresaltado juramento, y por un instante quedó paralizado. Anghara no llegaría a las murallas a tiempo. Aquel horror aullante y diabólico la alcanzaría, la aplastaría...
—¡Abrid las puertas! —rugió, y su voz se elevó por encima de todos—. ¡Abrid las puertas a la princesa Anghara!
Fenran ya había desaparecido. Saltó los escalones que daban al patio y corrió en dirección al gran arco situado bajo el torreón. Añadió sus fuerzas a las de los hombres que luchaban por tirar hacia atrás de las enormes puertas de madera y, cuando por fin se abrieron con un chirrido, intentó cruzarlas.
—¡No, señor! —Un fornido sargento lo echó hacia atrás, mientras le gritaba al oído—: ¡No podéis hacer nada, ya casi está aquí!
Y emergiendo con gran estruendo de la oscuridad apareció Sleeth, un caballo endemoniado con los ojos enloquecidos, la boca llena de espuma y las orejas aplastadas contra la cabeza; galopó bajo el arco de piedra para resbalar de costado al detenerse en el patio, entre agudos relinchos. Anghara se deslizó sin control de la silla y Fenran la sujetó antes de que diera contra el suelo; la muchacha se quedó a gatas, el sudoroso cabello enganchado a la cabeza, jadeante como un lobo.
—¡Avísales! —La voz que chirrió desde su garganta fue un gruñido gutural e inhumano.
Fenran la sujetó por los brazos e intentó ponerla en pie. Por un momento ella se debatió; luego alzó su rostro y unos ojos totalmente apagados lo miraron por entre la húmeda cortina de su pelo. Descubrió los dientes en un terrible rictus, y se dio cuenta de que estaba enloquecida.
—La Torre... —Sus manos se clavaron en sus hombros como garras—. Que la Madre Tierra nos ayude... ¡La Torre de los Pesares se ha derrumbado!
—¡Anghara! —Era Kalig, que por fin había alcanzado . a Fenran—. Criatura, ¿qué...? —Y se detuvo horrorizado al contemplar su rostro.
—Mi señor, dice... —Fenran tragó algo que había en su garganta y que intentaba impedirle que dijera aquellas palabras—. ¡Dice que la Torre de los Pesares se ha derrumbado!
Aun en aquella oscuridad apenas iluminada por las antorchas pudo ver cómo el color desaparecía del rostro del rey. El puño de Kalig se crispó y se llevó los nudillos a la boca.
—¡Que la Madre nos proteja! Entonces esa... esa cosa de ahí fuera...
Miró de nuevo a Anghara, y de repente cada uno de los músculos de su cuerpo se tensó mientras su mente aturdida buscaba a tientas y descubría algo de la verdad de lo sucedido. Estiró la mano con violencia y sujetó un mechón de los cabellos de la princesa. Su voz sobresaltó a Fenran por su desesperanzada ferocidad.
—¿Qué nos has hecho?
—Padre... —La cordura regresó a los ojos de Anghara, y con ella todo el reconocimiento del horror que había provocado.
El aullido de la monstruosidad que se acercaba ensordecía los oídos de Fenran, pero Kalig y su hija no parecían percatarse, inmóviles como en un cuadro siniestro, ambos paralizados por la dimensión de lo ocurrido. Fenran asió el brazo del rey y lo llevó aparte.
—¡Señor, no hay tiempo para recriminaciones ahora! ¡Lo que sea que haya sido liberado, está casi encima de nosotros!
Mientras lo decía, las voces que aullaban y gemían llegaron a su punto máximo de potencia, acompañadas por los alaridos de advertencia de los hombres situados en las murallas. Un gran soplo, caliente como un horno, cruzó el patio, la vanguardia de la gigantesca ala oscura se precipitó como una masa hirviente sobre las murallas y estalló en un millar de formas fantasmagóricas que descendieron como una oleada. Los alaridos humanos se mezclaron con sus insensatos y diabólicos chillidos, y las figuras desmadejadas caían desde las murallas con aleteos de brazos y daban volteretas cuando la fantasmal legión que la Torre de los Pesares había soltado se precipitó sobre ellas. Monstruosidades aladas que batían sus alas, horrores indescriptibles, criaturas con cabeza y cola de serpiente, sus enormes bocas abiertas llenas de colmillos que parecían cuchillos; espolones y garras y manos mutadas, con escamas, pelo, carnes pálidas y corrompidas: toda pesadilla jamás conjurada, todo demonio jamás soñado caía sobre los desprevenidos defensores de Carn Caille. Los vacilantes sentidos de Fenran no le impidieron ver salir algo despedido de entre el caos en dirección a él: un pájaro-serpiente-caballo y algo más a lo que no podía darse nombre, agitaba unas alas retorcidas y distorsionadas y balanceaba una enorme cabeza grotesca que apenas si era otra cosa que unas fauces hacia él. No podía moverse: estaba paralizado, incapaz de creer en lo que le decían sus ojos; entonces la hoja de una espada centelleó ante su visión y la cosa se desvió, con el cuello casi atravesado y un líquido blanquecino y pestilente fluyó de él.
—¡Ánimo! —El rey Kalig pasó junto a Fenran dando un traspié, llevado por la fuerza del golpe que había asestado, y su rugido golpeó contra el griterío que inundaba el patio—. ¡Carn Caille! ¡Seguid a vuestros capitanes!
Su grito sacó al joven de su parálisis. Fenran giró en redondo, a tiempo de ver a uno de los sargentos de las puertas que caía bajo el ataque de dos criaturas blanquecinas y farfullantes de espantosos torsos hinchados y piernas parecidas a husos. El alarido de muerte del hombre, en el momento en que le desgarraban el cuello, hizo que a Fenran se le encogiera el estómago, y se dio cuenta de que, sobrenaturales o no, diabólicas o no, estas criaturas no eran fantasmas, sino algo horrible y físicamente real.
Kalig había desaparecido en medio de toda aquella carnicería; gritaba todavía, y sus capitanes intentaban obedecer sus órdenes y formar a sus hombres en algo parecido a una escuadra de batalla. Salía ya otra gente de la fortaleza; no sólo soldados, sino cortesanos, consejeros, sirvientes, mozos de cuadra, artesanos, todos los hombres que allí había —y no pocas mujeres— capaces de empuñar un arma. La escena era de un caos infernal: se veían los negros contornos de hombres y monstruos que luchaban en el patio, el brillo de las antorchas como lúgubres cabezas de alfiler, seres humanos y cosas que no eran humanas chillando sedientos de sangre o llenos de dolor o furia; no había tiempo para pensar con coherencia ni tampoco razonar; todo había quedado reducido a una siniestra y cruda
batalla por la supervivencia.
Fenran se volvió y vio que Anghara seguía aún acurrucada, inmóvil, sobre las losas del patio. No llevaba armas, y parecía como si no se diera cuenta de la carnicería que tenía lugar a su alrededor, como si se negara a dejar que penetrara en su conciencia.
—¡Anghara! —La sujetó y la obligó a ponerse en pie—. ¡Hemos de luchar! ¡Tú que tanto amas la vida, escúchame!
La boca de la muchacha se abrió, pero si dejó escapar algún sonido, éste se perdió con el estrépito de la lucha. Un soldado de mirada desorbitada pasó junto a ellos; luchaba por repeler algo que saltaba y lanzaba dentelladas y reía; la cosa se lanzó hacia adelante y la cabeza del soldado rodó al suelo, mientras su atacante saltaba por encima de su cuerpo y desaparecía. Fenran arrebató la espada al cadáver e intentó introducir la empuñadura entre los dedos de Anghara. Su voz rozaba ya la histeria.
—¡Lucha, mujer! ¡Maldita sea, despierta!.
Ella sacudió la cabeza, los cabellos le azotaban los ojos, y aunque tomó la espada, la sujetó sin fuerza y sin hacer el menor uso de ella.
—¡Anghara! —No conociendo otra manera de hacerla salir de su ensimismamiento, Fenran le abofeteó el rostro con el dorso de su mano. Ella retrocedió y la inteligencia hizo de nuevo su aparición en su mirada, y con ella la furia.
—¡Cómo...! —Las palabras se ahogaron en su garganta al darse cuenta de la sangrienta realidad, y su voz se perdió en un gemido—. ¡Fenran...!
—¡Lucha! —le gritó él de nuevo—. ¡Por Carn Caille, por nuestras vidas! ¡Lucha!
Un demonio enorme y contrahecho se deslizó por entre un grupo de soldados diezmados y se lanzó propulsado por sus miembros alados hacia ellos, como una espantosa parodia de un murciélago que no puede volar. Anghara chilló, y su espada se levantó al mismo tiempo que la de Fenran en un movimiento defensivo. Ella atravesó al monstruo entre los ojos, él le acuchilló el pecho; la cosa farfulló algo y se desvió, dando brincos, pero sin ninguna herida visible.
—¡A tu derecha! —aulló Anghara, y Fenran se defendió con su espada de un horror que recordaba un cadáver hinchado y lívido. Tras él aparecieron más, que luchaban contra un destacamento al mando de Creagin, cuyo rostro estaba bañado en su propia sangre y peleaba como enloquecido. Un aterrador torbellino de sonidos martilleaba en sus oídos: gritos de batalla, alaridos de agonía o de terror; en algún lugar se oía gritar al príncipe Kirra, llamando a los hombres en su ayuda, y por encima de todo resonaban los chillidos malignos e insensatos de aquella desbocada legión infernal. Y ahora se añadían nuevos ruidos al caos: los desgarradores alaridos de las desprotegidas mujeres. Anghara, en un momentáneo instante de respiro, tuvo tiempo de volver la cabeza, y vio que la horda de demonios había conseguido eliminar a las pocas mujeres que intentaban defender la puerta principal de Carn Caille, y se introducían en el interior de la fortaleza. Los relámpagos brillaban en las ventanas bajas, y pensó en la gran sala, el banquete, la reina Imogen...
—¡Madre! —Se volvió, abandonó el lado de Fenran, y cruzó el patio antes de que él se diera cuenta de lo que hacía.
Algo negro y putrefacto le cortó el paso y su nariz se llenó del hedor a podredumbre, pero lo esquivó y siguió su carrera.
Ante la puerta, los guardas provisionales yacían apilados, ensangrentados y destrozados en el umbral; unas formas sin ojos y con afilados colmillos se ocupaban en desgarrarles la carne. Anghara apartó los cuerpos a patadas, incapaz de pensar en nada que no fuera el peligro que corría su madre, y casi había conseguido cruzar todo aquel montón de cadáveres y entrar en el interior cuando una mano tiró de ella hacia atrás.
—¡No, Anghara! —Fenran la hizo girar de cara a él, debatiéndose con ella que intentaba desasirse; pero él era más fuerte, y la arrastró por la fuerza al exterior mientras una abrasadora y terrible luz empezaba a brillar dentro del edificio.
Fuego. La gran sala estaba en llamas y éstas bailaban en las ventanas; una cortina de calor recorrió el pasillo y salió por la puerta abrasando el rostro de Fenran y chamuscando mechones de sus cabellos mientras sacaba de allí a Anghara. Del interior de la fortaleza surgieron unos alaridos, y se oyeron pasos apresurados. Pronto aparecieron unas siete u ocho mujeres en la entrada, Imogen entre ellas.
El vestido de la reina estaba en llamas, y sus damas intentaban sin éxito apagar el fuego mientras sus gritos resonaban en el patio. Horrorizado, Fenran soltó a Anghara y corrió hacia Imogen para sacarla de allí; pero antes de que pudiera alcanzarla, una forma alada tan horrible que desafiaba a la cordura cayó en picado de no se sabe dónde por encima de su cabeza y se precipitó sobre las desesperadas mujeres. La fuerza física del aire que desplazaba echó a Fenran y a Anghara hacia atrás; la princesa tuvo una momentánea imagen de dos ojos como carbones encendidos en el lugar donde el fantasma debería de tener la cabeza; luego una bola de fuego estalló en medio del grupo de mujeres, una llamarada al rojo vivo que lanzó despedidos a Anghara y a Fenran al otro lado del patio para estrellarse ambos contra las losas del suelo. Escuchó chillar a Imogen, entonces el calor le quemó la espalda descubierta cuando el negro fantasma se elevó por los aires de nuevo con un aullido triunfal y arañó su columna vertebral con la punta de un ala.
—¡Madre! —Anghara aulló como un animal y rodó sobre sí misma, las manos aferradas a las losas mientras intentaba arrastrarse hasta la llameante pira funeraria que era Imogen con sus doncellas.
Estaba tan alterada que ni vio ni oyó acercarse a la criatura cubierta de escamas y plumas, medio pájaro, medio serpiente, que surgió de repente de la refriega a su espalda y se acercó entre saltos y aleteos a donde ella estaba; incluso cuando Fenran le advirtió con un grito, su mente permaneció bloqueada por la contemplación de los carbonizados y distorsionados cuerpos que se convertían en cenizas ante ella. Pero cuando la cosa abrió un pico tan grande como ella misma y lanzó su estridente desafío, ella se volvió a medias, y contempló desencajada como aquello se disponía a matarla.
Fenran replicó el desafío con el agudo y ululante grito del guerrero de El Reducto. Estaba de pie ya, sosteniendo su espada con ambas manos por encima de su cabeza mientras interponía su cuerpo entre Anghara y la muerte. La princesa Anghara reaccionó entonces y gateó en busca de su espada, y mientras sus dedos se cerraban sudorosos sobre la empuñadura, vio cómo la espada de Fenran caía sobre el pico abierto.
Saltaron chispas cuando la hoja topó con el hueso, y la hoja de Fenran se hizo añicos, dejándolo con la empuñadura rota en las manos mientras los pedazos de metal volaban por el aire. El muchacho se tambaleó hacia atrás, sin protección. Anghara se levantó de un salto y gritó su nombre, pero era demasiado tarde. La cabeza de la serpiente se volvió, el pico se cerró y la monstruosidad acuchilló a Fenran, lo atravesó, le destrozó las costillas y el esternón para llegar a su corazón.
La boca de Fenran se abrió, los músculos del rostro se tensaron casi más allá de toda resistencia, pero en lugar de un grito, fue sangre lo que surgió de su garganta. Su cuerpo se convulsionó como un pez clavado en un arpón, y el demonio lanzó la cabeza hacia atrás arrojando su cuerpo destrozado por los aires. Cuando empezaba a caer, la criatura saltó hacia el cielo, y sujetó el cuerpo antes de que pudiera tocar el suelo. Flotó en el aire por unos instantes, y al mirarla a los ojos Anghara descubrió una espantosa inteligencia, burla, maldad: los ojos plateados del niño fantasmal de la Torre de los Pesares. Luego, la cosa se lanzó hacia arriba batiendo las alas; el cuerpo de Fenran colgaba de sus garras.
Anghara contempló cómo se elevaba. Estaba de pie, pero su mente y su cuerpo estaban paralizados, paralizados fuera de su control. No sentía nada excepto un extraño sentimiento de perplejidad, y no se daba cuenta de los horrores que la rodeaban. Fenran estaba muerto. Fenran, su amor, su prometido. Muerto. Asesinado por un demonio que en aquellos momentos se elevaba, se elevaba en el cielo, mientras su risa inhumana resonaba como el grito de una ave marina de pesadilla. Detrás de ella, el cuerpo de su madre se convertía en cenizas. Y las legiones del infierno seguían sembrando muerte, muerte, muerte...
No era real. Dentro de un momento se despertaría en su cama y vería a Imyssa llena de palabras de consuelo, con una poción tranquilizante y una vela para disipar las sombras. Era un sueño. Un sueño. Un...
El grito empezó como un incontrolable borboteo en lo más profundo de sus pulmones. Se elevó y ganó en potencia a medida que la comprensión tomaba cuerpo y forma, a medida que los sentidos de Anghara se abrían a las imágenes, los sonidos, los hedores de aquella carnicería, y un débil gemido, la miserable protesta de un perro apaleado, surgió de su garganta. El gemido se convirtió en un grito, el grito en llanto, y de improviso el llanto se transformó en un alarido de dolor y desesperación que hendió el caótico torbellino como el aullido de un espíritu de mal agüero.
Anghara cayó de rodillas, cegada por las lágrimas mientras el alarido seguía y seguía, destrozándole la laringe. No vio las espantosas figuras y las deformadas sombras de la hueste diabólica que se abalanzaba hacia el centro del patio; no escuchó el golpear de miles de alas ni sintió el abrasador torbellino cuando se reunieron y convergieron girando como una peonza; ni siquiera se dio cuenta del momento en que se alzaron por los aires enrarecidos —un tornado viviente— y luego se proyectaron hacia arriba para desaparecer en la noche. De lo único que se dio cuenta fue del sonido de su propia voz, hasta que el último dique de contención se quebró en su interior y cayó hacia adelante, la espada estrellándose sobre el suelo al caer de su mano temblorosa cuando se desplomó inconsciente sobre las losas empapadas de la sangre de Fenran.