Cuando el médico fue a verlo poco después del amanecer con la noticia de que el anciano bardo había fallecido en el mismo instante en que los primeros rayos del sol tocaban el cielo matutino, el rey Ryen de las Islas Meridionales asintió en silencio, y dijo que deseaba estar a solas durante una hora antes de que le presentaran al sucesor de Cushmagar.
Una vez el médico se hubo retirado, Ryen se alejó despacio y pensativo pasillo abajo hasta la pequeña sala del ala oeste de Carn Caille, en la que se celebraban las audiencias y reuniones menos protocolarias. Ésta era su habitación favorita —al igual que, según tenía entendido, lo había sido de su predecesor—, y cuando llegó a ella se acomodó en un asiento junto a una de las ventanas, desde la que podía contemplar el brillante día invernal.
Cushmagar, muerto. Resultaba difícil de creer; el bardo había parecido ser parte integrante de Carn Caille como las mismas piedras de sus cimientos. Resultaba imposible pensar que su vibrante voz y su magnífica música ya no volverían a honrar ningún banquete. Y triste darse cuenta de que la canción en honor del nacimiento del hijo o la hija de Ryen, el tan ansiado heredero de su reino, debería ser compuesta y cantada por otro.
Ryen suspiró y se puso en pie para pasear por la habitación iluminada por los rayos del sol. No debiera sentirse tan triste; era egoísta por su parte hacer hincapié en su pérdida en lugar de regocijarse por Cushmagar. El bardo era viejo y ciego, y desde el último invierno apenas si podía andar. Era consciente de que había disfrutado de aquel puesto durante un tiempo inusitadamente largo, y había ido a reunirse con la Madre Tierra, satisfecho y aliviado de que sus deberes hubieran finalizado ya. Y aunque Imyssa pensara lo contrario, no era ningún mal presagio el hecho de que la muerte de Cushmagar hubiera coincidido exactamente con el segundo aniversario de la elevación de Ryen al trono de las Islas Meridionales.
Sonrió al pensar en Imyssa. Estaría con Sheana ahora, como lo había hecho durante los dos últimos días desde que sus poderes de adivinación le habían anunciado que el hijo de la reina estaba a punto de nacer. Ryen esperaba —como lo hacían todos— que la llegada del nuevo heredero curaría por fin el penar de Imyssa por la anterior familia real. Si Kalig hubiera tenido un hermano o hermana, o incluso un primo que hubiera podido acceder al trono después de su prematura muerte, la anciana nodriza hubiera podido encontrar consuelo en el pensamiento de que el querido linaje del rey no había desaparecido por completo; pero tal y como habían sucedido las cosas, le había resultado muy duro aceptar la presencia de un extraño elegido para ocupar su lugar. Pese a ello, poco a poco, empezaba a aceptarlo. Y cuando la criatura naciera, la cuidaría como había cuidado a los hijos de Kalig; quizás entonces recuperaría su antigua alegría.
Y acaso también olvidaría su infundada y horripilante convicción de que, en algún lugar, seguía con vida uno de sus desaparecidos seres queridos...
Unos ruidos en el patio sacaron a Ryen de su ensimismamiento, y sacudió la cabeza para aclararla, pensando que había incurrido en una malsana morbosidad. Regresó a la ventana, y al mirar abajo vio a un grupo de jóvenes jinetes que salían de la fortaleza. No los acompañaba ningún perro e iban poco armados; el rey sonrió y se relajó al comprender que sencillamente pensaban ejercitar a sus caballos, y que no se iban a cazar sin invitarlo. El lugar favorito para pasear en esta época del año, cuando las colinas y los bosques resultaban casi intransitables, era la tundra situada al sur de Carn Caille, donde era aún posible aventurarse durante dos kilómetros o más antes de que la nieve y el hielo obligaran incluso al caballo de pisada más firme a dar la vuelta. Y algunos de los nobles más jóvenes querrían sin duda ver por sí mismos —al menos desde lejos— los restos de la extraña y desmoronada torre situada en las llanuras de la tundra. Ryen apenas si había podido darle una fugaz ojeada al lugar; hasta ahora no había tenido tiempo para dedicarse al ocio; pero cuando hubiera finalizado la crecida de los ríos, en la primavera, planeaba unirse a uno de los grupos de exploración para saciar su curiosidad. Nadie conocía el propósito de la torre, si es que tenía alguno; algunos de los habitantes de más edad, Imyssa incluida, murmuraban que era un lugar diabólico y que lo mejor era alejarse de él, pero aparte de esto su presencia resultaba un misterio. Se había hablado de una historia relativa a la torre que Cushmagar acostumbraba relatar hacía tiempo, pero el bardo no la había mencionado nunca, y Ryen dudaba de que tal relato existiera, o, si así era, que Cushmagar lo recordara.
El ruidoso grupo de jinetes había desaparecido ya por las grandes puertas de la fortaleza, y el patio volvía a estar en silencio. Ryen se frotó las manos al percatarse de que tenía frío. Debía ordenar que encendieran un fuego allí dentro; mal señor sería si recibía a su nuevo bardo —que era, después de todo, uno de los miembros más influyentes y respetados de su corte— en una habitación que parecía atravesada por un glaciar. Un fuego, y aguamiel, y pasteles. No era menos de lo que Cushmagar hubiera deseado para su sucesor.
Se volvió en dirección a la puerta, con la intención de salir en busca de su administrador; entonces se detuvo y se volvió para mirar a la chimenea de piedra y el cuadro que colgaba sobre la repisa. Kalig y su familia le devolvieron la mirada inmóviles y sin embargo con una apariencia misteriosamente viva desde el lienzo con sus colgaduras color Índigo. Deseó haberlos conocido: Kalig e Imogen. El príncipe Kirra y la princesa Anghara. Morir tan de repente, dejando tan sólo un recuerdo y un retrato... parecía equivocado; injusto.
Ryen se estremeció de repente de forma involuntaria; como si, para utilizar una expresión propia de marineros, el mar hubiera barrido sobre su tumba. Lo que debía hacer era ordenar que las colgaduras del luto fueran retiradas tan pronto como naciera su hijo; resultaría más apropiado con una nueva vida en Carn Caille, y no se podía estar de luto eternamente. Una ulterior tragedia era que Breym, el artista responsable de aquella pintura, hubiera estado entre las muchas víctimas de las fiebres. Un retrato parecido de su propia familia hubiera quedado muy bien, también, en aquella sala.
Apartó la mirada del retrato, al fin, y abandonó la sala despacio. Mientras la puerta se cerraba a su espalda un soplo de aire helado agitó las colgaduras que pendían del cuadro, y el viento del este, que penetraba por un cristal suelto de una de las ventanas, imitó por un breve instante el lejano sonido de la alegre risa de una muchacha.