CAPÍTULO 2


Para demostrar su alegría ante el inminente matrimonio, el rey Kalig había concedido a Fenran y a Anghara el excepcional honor de iniciar el baile en la fiesta de apertura de la temporada de caza. Al contemplarlos, mientras se dirigían al centro de la habitación ante el aplauso de todos los reunidos, Kalig se recostó en su asiento y sonrió, orgulloso de la imagen que ofrecían y muy satisfecho de la vida en general.

El baile de etiqueta era otra de las innovaciones que la reina Imogen había traído a la ignorante corte de Carn Caille. Se contaba entre sus entretenimientos favoritos, y al casarse había estado decidida a no verse privada de él. Le había costado mucha paciencia y tenacidad influir en Kalig y sus nobles para que refinaran el caótico y bullicioso retozar que acompañaba a veces las más embriagadas celebraciones de la corte; por último se llegó a un feliz compromiso al introducir algunos pasos fijos y un cierto elemento de gracia en las más bellas danzas populares antiguas. El «nuevo entretenimiento» alcanzó una sorprendente popularidad, e Imogen había descubierto un inesperado aliado en Fenran, que había disfrutado mucho de la música y el baile en casa de su propio padre.

Mientras contemplaba cómo la pareja se movía y giraba por todo el enorme salón cuyo techo cruzaban grandes vigas, Imogen pensó en la espléndida pareja que hacían. Anghara desdeñaba el convencionalismo de llevar el pelo trenzado y lo lucía tal y como le sentaba mejor: suelto y cayéndole sobre los hombros en una catarata cobriza que realzaba las sencillas líneas de su ajustado vestido verde. Era alta y delgada, elegante como un joven sauce; hacía honor a su sangre real. Y Fenran resultaba el complemento perfecto, la imagen de la elegante sobriedad en negro y gris, pero con una inteligencia en la mirada y una expresión resuelta, obstinada —quizás incluso ligeramente imprudente— en su rostro moreno que compensaban su aparente austeridad. El matrimonio entre aquellos dos jóvenes prometía un resultado mejor de lo que Imogen había esperado en un principio, ya que bajo el tórrido fuego de la pasión que ardía en ellos, existía ahora un firme núcleo de compatibilidad e igualdad de ideas que mantendría la llama encendida aun cuando la edad convirtiera la pasión en un agradable recuerdo.

Es curioso, pensó Imogen, cómo un acontecimiento tan insignificante como la llegada de Fenran a Carn Caille hacía poco más de dos años, había florecido hasta convertirse, contra toda probabilidad, en algo que cambiaría sus vidas. Aunque se sentía reacio entonces a hablar de su antigua vida, Fenran era el segundo hijo —o tercero, Imogen no podía recordar cuál— del conde Bray de El Reducto, una gran isla justo al otro extremo del mundo, en el lejano norte. Una disputa familiar había dado como resultado el que Fenran abandonara su país a la edad de dieciocho años, momento desde el cual había vagado por el mundo vendiendo su cerebro o su vigor a cualquiera que quisiera emplearlo. Había llegado a las Islas Meridionales como miembro temporal de la tripulación de un carguero procedente del este, y un capricho de la suerte lo había conducido a Carn Caille cuando un capataz de la comitiva destinada a llevar la carga desde el Puerto de Ranna a la corte de Kalig contrajo unas fiebres y Fenran ocupó su lugar. Como le gustó lo que vio del intransigente pero generoso sur, Fenran se propuso congraciarse con él y demostrarse digno del servicio al rey. No tardó mucho en convertirse en guarda de los inmensos bosques de caza que lindaban con la fortaleza de Kalig.

Kalig sujetaba con fuerza el timón de su reino y pocas cosas escapaban a su atención, de modo que la diplomacia especial con que su nuevo guarda dirimía las disputas territoriales entre sus guardabosques no tardó en llegar a su conocimiento. Tras entrevistarse con Fenran, se sintió impresionado por la franqueza e inteligencia del joven, y éste se vio ascendido al servicio directo del rey, con su propio alojamiento en Carn Caille y un lugar a la mesa de la familia real. Anghara, al encontrarse por primera vez con el nuevo brazo derecho de su padre, había reconocido en él una mente aguda, un ingenio vivo, y un sentido de la independencia y del valor que se avenían mucho al suyo.

Imogen pensó con satisfacción que este emparejamiento era todo lo que deseaba para su hija; su única preocupación era que el esposo de Anghara, tanto si era un príncipe como un mendigo, la hiciera feliz, y sobre aquel punto no tenía ninguna duda. Una mano familiar sobre su brazo la sacó de su ensimismamiento, y se volvió para ver a Kalig que se inclinaba ligeramente hacia adelante en su sillón. Le sonreía, sus cejas enarcadas en una divertida invitación, y desde todas las mesas de alrededor la gente los observaba con expectación. Al comprender qué se le pedía, Imogen se puso en pie con elegancia y dejó que los dedos de Kalig se entrelazaran con los suyos. Se inclinaron el uno ante el otro en medio de grandes aplausos, y entonces él la apartó de la mesa para seguir a Anghara y a Fenran en el remolino de la danza.

El baile duraba ya dos horas cuando Kalig hizo que se detuviera. Se volvieron a llenar las copas, la mayoría con cerveza, sidra o aguamiel, aunque algunos de los invitados más aventureros empezaban a cobrar afición a los vinos importados del este. Luego la gente empezó a pedir a Anghara que cantara y tocara para ellos. Estaba sentada a la mesa presidencial, entre Fenran y su hermano, el príncipe Kirra.

Kirra, un año más joven que Anghara, tenía una cabellera bastante más clara, casi de un rojo dorado; su nariz estaba cubierta de pecas y cuando sonreía mostraba un diente delantero torcido. Pero los últimos restos del adolescente daban paso rápidamente a una complexión y una estatura que prometían rivalizar con las de su padre. Kirra era un cazador, un jinete, un luchador; y la gente que lo conocía acostumbraba augurar que, cuando Kalig fuera por fin a reunirse con sus antepasados, el reinado de Kirra estaría muy lejos de ser apacible.

En aquellos momentos, Kirra se inclinaba para tirar con un gesto afectuoso de uno de los rizos de la cabellera de Anghara.

—Vamos, hermanita, ¡no seas tímida! —Ignoró el bufido de risa contenida de Fenran ante tal idea—. Tu arpa está afinada y dispuesta, así que no tienes excusa para defraudarnos.

La reina Imogen sonrió a su hija desde su mullido sillón.

—Cántanos una de las antiguas baladas, Anghara. Algo dulce y triste.

Anghara miró a Fenran, quien deslizó el dedo índice a lo largo de su mano.

—¿Por qué no la Canción del Pájaro Blanco? —sugirió en voz baja.

Los ojos de la muchacha se iluminaron; como siempre, él había evaluado su estado de ánimo y lo que se ajustaría más a éste. Un criado se adelantó con respeto portando la pequeña arpa de madera pulimentada, y los asistentes aprobaron con clamor y golpearon las mesas mientras ella se levantaba para ocupar el lugar tradicional del juglar, a los pies de Kalig.

Con las primeras notas del arpa, fluidas y sin embargo terriblemente nítidas como el sonido de carámbanos al romperse, todos los invitados quedaron en silencio. Anghara cerró los ojos mientras ejecutaba la introducción a la balada; luego empezó a cantar con una voz ronca pero infaliblemente afinada, con un vibrato que resultaba casi estremecedor. La canción hablaba de una gran ave marina blanca que partió del norte y voló a través de los hielos al sur, en busca de la mañana. El cuento popular del que provenía aquella balada era uno de los más antiguos de las Islas Meridionales, y gran parte de su significado original se había perdido. Nadie comprendía el simbolismo del alado buscador blanco que volaba sin descanso sobre los enormes glaciares y llamaba al sol que nunca salía; pero la canción era hermosa, llena de inolvidables imágenes de gran tristeza y desamparo y anhelo. Mientras Anghara cantaba, la reina Imogen se pasó subrepticiamente los dedos por las mejillas, y cuando todos los invitados unieron sus voces al melodioso y melancólico estribillo, incluso a Kalig se le vio un parpadeo más rápido de lo normal.

Cuando la balada terminó, se oyeron nuevas palmadas sobre las mesas, y se le insistió a Anghara para que interpretara otra. Ella, tomando en cuenta el tono de su audiencia, escogió una canción más corta pero igual de conmovedora; luego, para descansar la voz, interpretó una saloma marinera sólo con el arpa. Esto fue recibido con vítores de aprobación y, ya evidentes los efectos de la bebida, con demandas de las canciones típicas isleñas que todo el mundo podía corear. Los músicos que habían tocado durante el baile unieron sus instrumentos al arpa de Anghara, y todos los reunidos empezaron a cantar a grandes voces las canciones que hablaban de mares tormentosos, batallas encarnizadas, viejas enemistades y amores perdidos. Tras una hora con este tipo de canciones, el tono de las mismas varió de forma sutil a medida que algunos de los más osados —o más borrachos— de los hombres presentes introducían un elemento más obsceno, e Imogen, al comprobar que Kalig estaba demasiado incómodo para unirse a ellas como hubiera hecho sin su moderadora influencia, sonrió débilmente y se alzó de su asiento con intención de retirarse. Su ejemplo hizo que muchas de las otras mujeres también se levantaran, e Imogen dirigió a su hija una mirada inquisitiva.

—¿No estás cansada, cariño? —le preguntó.

Anghara irguió la cabeza y le sonrió.

—Aún no, madre. Me quedaré un poco más.

—Muy bien. Pero recuerda, una mujer necesita descansar. Que no sea hasta muy tarde.

El tópico hizo que la princesa se sintiera violenta, pero se esforzó por no demostrarlo y su sonrisa se amplió con compasiva indulgencia.

—Sí, madre.

Kalig se levantó y besó a su esposa —un gesto que fue saludado con gritos de aprobación desde las mesas más ruidosas— y la reina abandonó la sala a la cabeza de una pequeña procesión de damas. Mientras un paje cerraba la puerta detrás de ellas, Anghara se levantó del lugar que ocupaba a los pies del rey, colocó su arpa a un lado, y se reunió con Fenran en la mesa principal. Esa noche había sido la primera que había tocado tanto y los dedos le dolían de tanto tañer sus cuerdas; ya había hecho suficiente y era hora de que los juglares a los que se pagaba para ello ocuparan su lugar. Además, quería estar libre para concentrarse en las diversiones que seguirían cuando terminaran las canciones.

Los incondicionales de la sala se habían lanzado ya a una de las canciones de taberna más populares, una canción muy complicada y ambigua sobre una sirena y un muy bien dotado marino; otros empezaban a perder sus inhibiciones y se unían a ella, y el príncipe Kirra, a la izquierda de Anghara, cantaba a voz en cuello. Fenran volvió a llenar la copa de la muchacha, luego le pasó un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia sí.

—¿Es esta canción demasiado para tus tiernos oídos, mi amor? —se burló.

Ella le hizo una mueca.

—¡Aprendí esta balada de Kirra cuando yo tenía ocho años y él siete! —replicó, luego se echó a reír—. Tendremos que tener cuidado de que no se cuele en los festejos de nuestra boda, o a mis finos parientes del este les dará un ataque.

—Deberías cantar la Canción del Pájaro Blanco en la celebración —dijo Fenran—. Reto a cualquiera, sea del este o no, a que no se sienta conmovido por ella.

—No puedo cantar en mi propia boda; mi madre jamás lo permitiría.

El le dedicó una sonrisa privada y secreta.

—Entonces debes cantarla para mí. Después, cuando estemos solos...

Cualquier respuesta que Anghara hubiera podido dar quedó eclipsada por un clamor apabullante que casi lanzó por los aires el techo de la sala cuando la canción tocó a su fin. En el momento de relativa calma que siguió, el rey Kalig golpeó la mesa con los puños pidiendo silencio, mientras platos y cubiertos tintineaban aún por doquier.

—¡Cushmagar! —aulló el rey—. ¡Que venga Cushmagar!

Los que estaban lo bastante cerca para oírlo repitieron su grito, y Anghara sonrió al tiempo que unía su voz a la de ellos.—¡Cushmagar! ¡Cushmagar!

En respuesta a los gritos, las puertas del otro extremo de la sala se abrieron desde fuera. Una ráfaga de aire frío agitó la atmósfera sobrecargada e hizo humear al enorme fuego, a la vez que anunciaba la entrada de un hombre de cierta edad que cruzó despacio el umbral, apoyado en el brazo de un criado todavía muy joven. Tras ellos aparecieron otros dos criados que transportaban entre ambos un arpa cuatro veces el tamaño de la de Anghara, moviéndola con tanto cuidado como si estuviera hecha de cristal. Los gritos que saludaron su llegada eran ensordecedores; incluso Kalig se puso en pie y aplaudió mientras la pequeña procesión avanzaba lentamente por el pasillo central de la sala en dirección a la mesa presidencial.

—¡Cushmagar! ¡Cushmagar!

El anciano sonrió tímidamente, inclinando la cabeza a derecha y a izquierda en reconocimiento a la aprobación que le demostraban. Su joven ayudante levantó los ojos hacia Kalig, recibió un gesto de asentimiento, y condujo al anciano al lugar reservado para él a los pies de su rey.

Cushmagar el arpista se acomodó con solemne dignidad en el montón de almohadas, y esperó a que colocaran su enorme instrumento frente a él. Era un hombre enjuto y fuerte, todo músculo y energía, sin un ápice de carne de más y, con su melena, blanca pero abundante a pesar de sus años, parecía un viejo y nudoso endrino todavía floreciente. Diez años atrás una afección de cataratas en ambos ojos le había robado la visión, pero sus otros sentidos, quizás en parte para compensarlo de esa pérdida, poseían aún toda su agudeza. Todo hombre, mujer y niño de las Islas Meridionales conocía a Cushmagar y reverenciaba su nombre. Era el arpista privado del rey, el bardo de bardos; y en sus conocimientos del folclore y los mitos del lejano sur no tenía rival.

Colocaron el arpa con cuidado delante del anciano, y mientras Cushmagar flexionaba los dedos, Anghara sintió cómo un profundo escalofrío recorría su cuerpo. Éste era el momento que había aguardado con las mayores ansias; el punto culminante de la tradicional fiesta de apertura de la temporada de caza, cuando el mundo temporal y corpóreo de la comida y la bebida y de la diversión quedaba rezagado por un tiempo para dar paso al mundo de la magia y el misterio, cosas que no podían tocarse pero que palpitaban y circulaban por las profundas cavernas de la memoria ancestral. La princesa contuvo el aliento para no romper el hechizo. Un gran silencio reinaba en la sala. Cushmagar sonrió. Sus dedos tocaron las cuerdas del arpa y una oleada de sonido brotó del instrumento, conjurando el murmullo del agua al correr sobre las piedras y el de las voces sobrenaturales, por entre los árboles en pleno verano. Pronto una reluciente cascada de notas rompió el expectante silencio e inundó la gran sala como una potente marea. Un suspiro intenso e involuntario surgió de entre los reunidos como contrapunto a la energía de la música, y Anghara cerró los ojos, entregándose por completo al impetuoso lamento del mar que fluía de los dedos del anciano arpista.

Ese era el momento más importante de las celebraciones; el momento en que se rendía tributo a las fuerzas implacables de la naturaleza a las que toda criatura viviente debía lealtad. El deber del arpista mayor había sido siempre ofrecer el tributo a su manera, y Anghara creía que jamás ningún hombre igualaría ni podría rivalizar con Cushmagar en su invocación de esta lealtad. Al anciano bardo lo inspiraba algo que estaba más allá del alcance del mortal ordinario. Su arpa abría de par en par las puertas de la sala y hacía aparecer la gran panorámica del mundo: los elevados acantilados y los encrespados estrechos marinos que separaban las dispersas islas, la moteada y pensativa paz de los senderos forestales, la belleza salvaje de la tundra meridional y el hechizado y resonante vacío de las enormes llanuras heladas situadas más allá. Mientras escuchaba, extasiada, Anghara encontró tiempo para sentirse profundamente agradecida porque su época y la de Cushmagar se habían superpuesto; agradecida, también, por el gran privilegio de haberlo tenido como maestro. El talento de la muchacha jamás se acercaría al de él, pero lo había alimentado y le había mostrado cómo conjurar lo mejor de sí misma, y ésa era una bendición que jamás podría compensar.

Notó cómo los dedos de Fenran se posaban suaves sobre los suyos mientras la dedicatoria de Cushmagar continuaba, y se dio cuenta de que también él se sentía atrapado en la música. Permanecieron así, con las manos unidas pero sin que ninguno moviera ni un solo músculo, hasta que, al cabo de un tiempo que ninguno de los presentes en la sala hubiera sido capaz de determinar, las últimas notas ondulantes se fusionaron en un acorde conmovedor que flotó un buen rato en el aire antes de desvanecerse. Durante unos instantes, los presentes permanecieron en completo silencio. Luego, con los últimos ecos del arpa, un gradual movimiento sonoro, un murmullo que crecía por momentos se dejó oír cuando ciertos hombres y mujeres soltaron la respiración contenida mientras duró el hechizo de la música.

Cushmagar levantó sus ojos ciegos hacia la mesa del rey y sonrió de nuevo, una débil sonrisa algo tímida que rompió con toda deliberación el encantamiento y marcó el regreso al mundo real. La ceremonia aún no había terminado por completo, pero lo que seguiría sería mundano; el tradicional y esperado reconocimiento a sus habilidades. La magia había finalizado.

Kalig se puso en pie, y a su señal todos los presentes hicieron lo mismo. El rey tomó una bandeja de estaño batido con gran deliberación y empezó a llenarla de exquisitos manjares de su propia mesa. Cuando estuvo llena casi a rebosar vertió aguamiel en una copa, y tras abandonar su lugar, avanzó con protocolaria dignidad hasta donde Cushmagar estaba sentado. Se detuvo ante el anciano arpista, se inclinó ceremoniosamente, y colocó la bandeja y la copa a los pies del hombre como si hiciera una ofrenda a una deidad. La aprobación resonó por toda la sala; luego un tumulto de voces reemprendió el grito que habían lanzado al entrar el músico. —¡Cushmagar! ¡Cushmagar! ¡Cushmagar! Sonriente todavía, tímido como siempre, Cushmagar esperó a que su joven paje se adelantara y pusiera la copa de aguamiel en una de sus manos mientras guiaba la otra hasta la bandeja. Tomó un buen trago de la bebida y luego clavó los dientes, fuertes y afilados, en un muslo de pollo. Todo el mundo lo observó con atención mientras masticaba y tragaba; luego el anciano dejó las provisiones en el plato y su entusiasmado suspiro de satisfacción se elevó hasta el enmaderado del techo.

Hubo más vítores de una naturaleza más general cuando el rey Kalig regresaba a su asiento, y en ellos estaba presente un inconfundible elemento de alivio. El ritual se había llevado a cabo y todo estaba bien; la música del arpista había alejado a los espíritus sombríos que de otra forma hubieran atormentado los pasos de los cazadores en aquella nueva temporada; el rey había ofrecido la recompensa apropiada al arpista, y éste la había encontrado a su gusto. Todo estaba bien, y ahora la parte más simple de la tarea de Cushmagar podría empezar.

—¡Una historia, Cushmagar! —El príncipe Kirra se inclinó hacia adelante con ansiedad, gesticulando con su copa de vino a pesar de que el anciano no podía verlo—. ¡Cuéntanos una historia para iluminar nuestro camino hasta el lecho esta noche!

Cushmagar lanzó un ligero cloqueo, y sus dedos acariciaron el arpa, arrancando un fino y tembloroso gemido a las cuerdas. —¿Qué clase de relato, mi alteza real? —Tenía una voz de barítono que la edad no había apenas estropeado—. ¿Una fábula de los mares? ¿O de los bosques? ¿O...?

—No —interrumpió Anghara sin darse cuenta de lo que hacía, y cuando Cushmagar volvió la cabeza en dirección al lugar del que había salido su voz, se sintió llena de confusión. Sus ojos se encontraron con los ojos ciegos del anciano y tuvo la desconcertante sensación de que, a pesar de su ceguera, la veía tan bien como lo había hecho siempre antes de que sus ojos perdieran la luz. Y entonces ella se dio cuenta de qué era lo que la impulsaba, y qué era lo que quería escuchar.

—Princesa. —La voz de Cushmagar se llenó de afecto—. Mi pequeña intérprete de canciones y luchadora en cien batallas, ¿has dejado sueltos tus cabellos esta noche, mi pequeña ave canora? ¿Y está tu arpa bien afinada, y la madera lustrada y alimentada con cera de abeja, como yo te enseñé?

Anghara sonrió, reprimiendo la emoción que los recuerdos del anciano le traían.

—Sí y sí, Cushmagar.

El arpista asintió en señal de aprobación.

—Entonces te has ganado una historia. ¿Cuál quieres escuchar?

—Háblame de la Torre de los Pesares, Cushmagar. Ésa es la historia que me gustaría escuchar esta noche.

Su hermano le susurró a modo de advertencia:

—Anghara...

Sintió como Fenran, junto a ella, se agitaba incómodo en su silla, y Kalig arrugó la frente desde su asiento. Pero su desaprobación no la hizo vacilar: si Cushmagar estaba dispuesto a hacerlo, nadie se lo podría negar. Hacía mucho tiempo, muchísimo tiempo, que la más antigua de las historias no había sido contada en la sala de Carn Caille, y la repetición del relato resultaba ya conveniente. La muchacha quería escucharlo; tenía que escucharlo esa noche.

Cushmagar deliberó durante un buen rato. Luego levantó los ojos por fin hacia ella.

—Muy bien. Que sea como desea mi princesa. —Alzó un dedo torcido para instar al auditorio a guardar silencio—. Así empieza la leyenda de la Torre de los Pesares.

Sus manos se posaron sobre el arpa, y el instrumento lanzó un triste gemido, como el legendario grito del Pájaro Blanco de la Mañana, perdido, solitario y desolado. Un escalofrío recorrió las venas de Anghara y su mano se crispó en un gesto involuntario debajo de la de Fenran; cuando levantó los ojos para mirarlo vio que las cejas del muchacho estaban fruncidas y su rostro tenso. El lúgubre grito del arpa flotaba aún en el aire, y sobre él se oyó la voz de Cushmagar, que adoptaba la melodiosa cadencia lírica del narrador tradicional.

El relato era el más antiguo de los miles de relatos míticos que se entrelazaban en la historia de las Islas Meridionales. De niña, Anghara había permanecido tumbada en su cama muchos anocheceres de invierno iluminados por la luz de las lámparas, escuchando extasiada cómo Imyssa le relataba, con su canturreo en forma de sencillas y melancólicas canciones de cuna la leyenda de las penas de la Madre Tierra y de la traición de que había sido objeto; medio dormida, había soñado con el Hijo del Mar y su solitaria carga; pero el relato del anciano arpista de la extraña historia la desgarraba de una forma como ningún otro hubiera podido hacerlo. Su voz conjuraba imágenes que eran a la vez terribles y hermosas, mientras sus manos arrancaban un majestuoso contrapunto de las cuerdas del arpa, dotando de vida las imágenes. El mar, el vendaval, la crueldad del hombre, el tormento de la misma Tierra, todo cruzó por la mente de Anghara mientras sujetaba todavía con fuerza la mano de Fenran y, con los ojos cerrados, se sumergía en el relato de Cushmagar.

Nunca le había querido enseñar el texto de la leyenda, ni la música que la iluminaba. Por mucho que suplicara o se mostrase zalamera, nunca se las quiso decir.

—Cada arpista debe cantar sus canciones, princesita —le decía—, y ésta no es una canción para ti. —Luego le palmeaba la mano y la regañaba por descuidar sus ejercicios musicales, antes de cambiar de tema con firmeza...

Apartó de su mente aquel involuntario recuerdo de los días pasados. El relato estaba casi terminado, y la música del arpista subía hacia un vertiginoso y ondulante clímax antes de hundirse en la cadencia final, dulce e infinitamente triste, que tembló en la calurosa y humeante atmósfera. Eran notas argentinas, relucientes, que creaban una extraña armonía cuando Cushmagar pronunció las últimas palabras del relato con un único, lento y susurrante suspiro.

Ningún aplauso rompió el silencio que se adueñó de la sala. Gritar, dar golpes o palmadas sobre las mesas habría sido un homenaje demasiado vulgar para el anciano maestro que se sentaba, con la cabeza inclinada, a los pies del rey, las manos descansando ahora inmóviles sobre su regazo. Los párpados de Anghara se agitaron sin querer y se abrieron; por entre la neblina provocada por el fuego y las velas que llenaban la habitación vio cómo su padre, una sombra entre las sombras, se alzaba despacio de su asiento y se encaminaba hacia el anciano.

—Cushmagar —la voz de Kalig sonaba distorsionada por la emoción—. Le haces un honor a Carn Caille que jamás podrá pagarte como es debido. ¿Qué regalo podemos hacerte a cambio de tu genio?

Cushmagar levantó sus ojos sin luz y sonrió.

—Ninguno, mi señor. Tengo un techo sobre mi cabeza y ropas sobre los hombros; tengo alimentos en abundancia, y a un público fascinado que aplaude y alaba mis divagaciones. Os aseguro, mi señor ¡que eso es todo lo que puede desear un arpista!

Se oyeron risas, y Anghara comprendió que Cushmagar manipulaba de forma deliberada y muy hábil la atmósfera predominante en la sala, como si percibiera el peligro en las secuelas de su relato.

Y aunque se unió a las risas enseguida, cualquiera que conociera a Kalig habría visto la repentina oleada de alivio que hizo desaparecer la inquietud de sus ojos.

Alguien gritó:

—¡Ofrécenos una canción acertijo, Cushmagar!

El músico lanzó una risita, y pulsó una nota discordante en el arpa que provocó un coro de gemidos. Luego interpretó una melodía rápida y frívola que dio paso a una de las viejas canciones favoritas de la corte que exigía una gran participación de la audiencia. Se golpearon las mesas con copas y cuchillos en muestra de sincera aprobación, y mientras los reunidos coreaban a voz en grito la primera estrofa, Anghara se recostó en su asiento reprimiendo un escalofrío de desagrado. No quería tener que escuchar canciones infantiles, no después de la anterior actuación de Cushmagar;

parecía una parodia. Quería mantener el estado de ánimo que se había apoderado de ella, no perderlo. Si existían espíritus en el relato del arpista, no quería desterrarlos.

Y así, arguyendo cansancio, se excusó y se levantó para marcharse. Fenran le besó la mano —en público, no podía hacer más que esto todavía— y ella rodeó la mesa, inclinándose sobre el anciano Cushmagar para susurrarle al oído palabras de agradecimiento y unas cariñosas buenas noches mientras éste seguía tocando. Su roce lo alertó; apartó una mano de las cuerdas y le sujetó la muñeca.

—¡Ten cuidado, princesita! —Su voz resultaba casi inaudible en medio de los entusiastas y ruidosos cantos, y sus palabras eran sólo para los oídos de la muchacha—. No viajes demasiado rápido, o demasiado lejos. Recuérdalo, mi ave canora, ¡por el bien de todos nosotros! —Y la soltó, recuperando con tanta rapidez el ritmo de la alegre canción que por un momento ella se preguntó si no habría imaginado todo el incidente.

Pero no lo había imaginado, y tampoco había escapado a la atención de su padre aquel breve cambio de impresiones. Cuando Anghara se acercó a él para besarlo, Kalig la miró con fijeza y ella pensó que diría algo; pero el rey se lo pensó mejor. Tomó su mano, la apretó, hizo una pausa, le dio luego unas palmaditas en los dedos y, tras sacudir la cabeza, dirigió su atención a otro lugar mientras ella abandonaba la amplia sala.

Las pesadas puertas se cerraron a la espalda de Anghara, y los sonidos de la fiesta quedaron al otro lado. Desde la sala, el ala principal de la enorme fortaleza de Carn Caille se extendía en una y otra dirección; la princesa se detuvo para aspirar una buena bocanada de aquel aire más puro, luego se dirigió hacia la izquierda en dirección a las escaleras que conducían a los aposentos de las mujeres y a su propio dormitorio. En algún lugar a lo lejos una contraventana suelta golpeteaba con un ritmo hueco y desigual; un viento helado había conseguido penetrar en el interior y se arremolinaba por los corredores; Anghara sintió cómo tiraba del borde de sus faldas y le helaba los tobillos mientras andaba, al tiempo que ráfagas vagabundas aullaban sombrías en las torres más altas del viejo edificio. Era muy tarde, y sólo ardían todavía algunas pocas antorchas a lo largo de las paredes. Llameaban inquietas en las corrientes de aire, y la tenebrosa atmósfera le recordó otros tiempos, otras vidas, el gran número de generaciones de sus antepasados que habían paseado por entre aquellas paredes y sobre cuyas espaldas había recaído la pesada carga de la Torre de los Pesares y su secreto, al igual que le ocurría a Kalig ahora. Las imágenes no querían abandonarla; en una ocasión, se detuvo y miró atrás, medio esperando ver acumularse las sombras y formar figuras familiares detrás de ella. El pasillo estaba desierto... pero las imágenes persistieron, y la más poderosa de todas era la inolvidable evocación que Cushmagar había hecho de la solitaria torre de la tundra. Aquellos antiguos reyes y reinas que habían gobernado durante siglos en Carn Caille habían conocido su secreto. Su padre lo conocía ahora, y un buen día su hermano Kirra también lo conocería; pero a ella jamás se le concedería este privilegio. El misterio de la Torre de los Pesares le estaba vedado para siempre a todos menos al monarca reinante; y sin embargo, desde que podía recordarlo, ese misterio había obsesionado a Anghara, y de esa obsesión ni podía ni deseaba escapar. Miedo, fascinación, anhelo, la frustración de saber que su curiosidad no se vería saciada jamás; todo se fundía en una sensación de dolor tal que a veces parecía incluso dolor físico. A veces, como sucedía esa noche, el sufrimiento la hacía comportarse de forma temeraria y estúpida; pedirle a una arpista que interpretara la historia de la Torre de los Pesares en una celebración como aquélla era una violación flagrante del protocolo, y tan sólo la buena disposición de Cushmagar había evitado que Kalig hiciera oír su desaprobación. El incidente no quedaría olvidado, no obstante.

Anghara suspiró. Era demasiado tarde para lamentar lo que había hecho, pero le costaría conciliar el sueño. Siguió andando, e intentó disipar la extraña sensación que la embargaba, como si la siguiera una legión de espíritus.

Загрузка...