«¡Índigo!»
El angustioso grito mental de Grimya surgió de ella en forma de agudo y desesperado grañido, y sus patas arañaron las piedras sueltas mientras se arrastraba tan cerca del borde del precipicio como se atrevió.
«¡Índigo!»
Se sintió invadida por la pena; desde luego no podía esperar que su amiga hubiera sobrevivido a una caída semejante...
—Grimya... —La voz le llegó muy débil desde un poco más abajo de la repisa del precipicio, y la loba dio un respingo, mientras todos sus músculos se ponían en tensión—. Estoy aquí, Grimya..., debajo de ti. Ten cuidado; el borde no es firme...
Grimya miró por encima de la repisa, y la vio. Se había deslizado no más de diez metros ladera abajo, y permanecía con el cuerpo pegado a la pared, los pies apuntalados precariamente en un pequeño reborde, mientras que con ambas manos se sujetaba a unos pedazos de roca que sobresalían. Su rostro estaba manchado de polvo y lágrimas, y se mordía con fuerza el labio inferior.
«¡Índigo!»
La sensación de alivio de Grimya duró poco.
«¿Estás herida?»
—No, no... lo creo. Sólo... trastornada. Y apenada, tan apenada...
«No vale la pena lamentarse; lo que está hecho está hecho. ¿Puedes subir?»
—No lo sé..., cae a plomo justo debajo de mí, me parece... ¡No, no intentes mirar! —añadió cuando la loba iba a inclinarse—. Puedes perder el equilibrio. —Aspiró con fuerza dos veces, y se sacó un mechón de pelo de la boca con la lengua—. Creo que puedo subir, pero si por desgracia resbalo, no hay ninguna otra cosa que pueda detener mi caída.
Hizo intención de volver la cabeza para mirar por encima del hombro, pero se lo pensó mejor. Recuerda los acantilados de las Islas Meridionales, se dijo. Esto no es peor; sólo más alto.
Grimya contempló llena de inquietud cómo Índigo se sujetaba con más fuerza a sus asideros y, con mucho cuidado, levantaba un pie hasta que sus dedos rozaron una estrecha grieta. Introdujo la bota en la hendidura y, con los ojos cerrados y los dientes apretados, levantó el otro pie de la repisa, con lo que la grieta tuvo que soportar todo su peso. No cedió; encontró otro punto de apoyo, algo más arriba; hundió su otro pie en él, empujó. Mano sobre mano, con insoportable lentitud, se fue izando ladera arriba, hasta que por fin Grimya pudo inclinarse hacia ella, asir el hombro de su chaqueta entre sus dientes y ayudarla a encaramarse sobre el saliente hasta quedar a salvo.
Índigo se tendió cuan larga era sobre la repisa, con la frente apretada contra el suelo, y los pulmones aspirando con fuerza a causa del esfuerzo y de la sensación de alivio. Grimya se deshizo en atenciones a su alrededor; la lamía y le daba golpecitos con el hocico, hasta que al final la muchacha pudo levantar la cabeza. Tenía las pestañas húmedas de lágrimas recientes, y cuando quiso hablar las palabras se le agolparon en la garganta.
—Grimya... Grimya, lo siento tanto... ¿Cómo puedo haber sido tan estúpida?
«¡No importa! Ahora estás a salvo; es todo lo que cuenta.»
—Pero cuando lo vi, creí... parecía tan real, tan sólido... —Se cubrió el rostro con las manos, incapaz de expresar su desdicha—. No me detuve a pensar; pero debería haber sabido que si esa monstruosidad pudo engañarme una vez, podría hacerlo de nuevo.
«Yo lo vi, también», le dijo Grimya. «En tu lugar, hubiera cometido el mismo error. La ilusión resultó muy ingeniosa.»
Índigo se secó las mejillas y miró al otro lado de la negra abertura del abismo. Nada se movía en el otro extremo ahora; pero la imagen de lo que había visto seguía instalada con atroz nitidez en su cerebro. ¿Había sido tan sólo una ilusión? Era muy consciente de la habilidad y astucia de Némesis, y de su propia debilidad. Pero no pudo evitar recordar las palabras del emisario de la Madre Tierra; que Fenran no estaba muerto, sino atrapado en una especie de fantasmagórico crepúsculo entre la vida y la muerte, prisionero en un mundo habitado por demonios.
Un mundo semejante a éste...
No quería hacerse la pregunta que martilleaba en su cerebro; darle cualquier tipo de credibilidad podía conducirla a peligros aún peores que los riesgos del cañón. Pero las semillas habían sido sembradas, y empezaban a echar raíces deprisa y de una forma siniestra. Era posible, tan sólo posible, que la figura atormentada que viera no fuera un espejismo conjurado con habilidad sino el mismo Fenran. Y por muy convincentemente que su lado más sensato argumentara en su contra, una parte de ella demasiado fuerte para ignorarla se había apoderado de aquella posibilidad y convertido en una esperanza insensata. Esa parte creía, y hasta que aquella creencia no hubiera quedado disipada más allá de toda duda, sabía que no recuperaría la tranquilidad de espíritu.
Que podría ser justo lo que Némesis pretendía.
Contempló el interior del cañón de nuevo, luego encogió los pies y se levantó.
—No hay razón para que nos quedemos aquí más tiempo. Deberíamos marchar.
Grimya se pasó la lengua por el hocico.
«Me sentiría más feliz fuera de esta repisa. Pero no veo cómo podemos continuar nuestro viaje ahora. El abismo es infranqueable; no hay ningún otro sitio adonde ir.»
—No estoy tan segura.
Algo no dejaba de importunar a Índigo subconscientemente, algo producto de sus desdichados pensamientos sobre Fenran y las maquinaciones de Némesis. El demonio había intentado matarla, y había fracasado; de todas formas, sospechaba que no abandonaría sus esfuerzos, sino que ya estaría planeando otra forma de atentar contra su vida. Sin embargo, debía de saber que la misma estrategia no funcionaría dos veces. Y eso le dio una pista...
Siguió sumida en tales pensamientos mientras desandaban el camino recorrido por el sendero de la ladera del precipicio. Al llegar a suelo firme, Grimya hubiera vuelto de nuevo al interior del valle, pero vaciló al ver que Índigo parecía reacia a seguirla. En lugar de ello, la muchacha se quedó de pie junto al borde del cañón, contemplando con atención la negra sima hasta el lugar donde el sendero aparecía de nuevo.
«Es demasiado ancho para saltar.» Grimya contempló a su amiga con ansiedad, no muy segura sobre sus intenciones. «Incluso el lobo más poderoso se precipitaría al abismo. Ni pienses en ello, Indigo. Por favor.»
Índigo salió del ensueño y la miró con una sonrisa.
—No te inquietes, Grimya; no pienso hacer nada tan estúpido. Pero...
«Pero ¿qué?»
Índigo señaló con la mano.
—Mira al otro extremo —dijo—. El sendero de la cornisa que vimos ha desaparecido: era tan parte de la ilusión como el puente. Y eso hace que me pregunte si... —Su voz se apagó pensativa y,
ante el horror de Grimya, deslizó un pie hacia adelante, sobre el precipicio.
«¡No! ¡No...!»
Entonces el gemido de Grimya murió antes de nacer cuando el aire empezó a vibrar ante Índigo, relució, se solidificó: y donde un instante antes había habido un espacio vacío, apareció ahora un puente que cruzaba la enorme grieta. No un arco de piedra esta vez, sino un artilugio hecho de cuerdas y tablas, colgada de postes de madera que habían sido clavados en rendijas de la roca y que ahora se inclinaban como si estuvieran ebrios.
A Grimya se le erizaron los cabellos del lomo y gruñó:
«¡Otra ilusión!»
—No lo creo. —Índigo asió una de las cuerdas y tiró de ella con fuerza. El puente se balanceó, pero no se desmaterializó; sintió la áspera solidez de las retorcidas hebras de la cuerda en sus dedos—. ¿Lo ves? Es tan real como nosotras. Y ha estado aquí todo el tiempo: ¡sencillamente no podíamos verlo!
Grimya avanzó despacio, recelosa, medio esperando todavía que esta nueva manifestación se desvaneciera ante sus ojos. Olfateó las cuerdas, los postes de madera. Reales. No había la menor duda de ello.
—El demonio debe de saber que no nos dejaremos engañar una segunda vez por un puente que se desvanezca cuando intentemos cruzarlo —dijo Índigo con suavidad—. Volverá a intentar matarnos; pero no aún.
«¿Entonces quiere que continuemos nuestra búsqueda de la puerta?»
—A lo mejor es eso. O a lo mejor ya no puede impedírnoslo.
Índigo probó el puente con un pie, cautelosa. A pesar de su apariencia frágil parecía capaz de soportar su peso. Pensó en Fenran, luego en Némesis; y el odio floreció en su corazón. No permitiría que aquel ser diabólico se burlara de ella y la atormentara: si aquello era un desafío, estaba dispuesta a enfrentarse a él.
—Debemos seguir adelante, Grimya. Sabemos lo que tenemos detrás, y no nos ofrece ninguna esperanza. Este es el único camino.
Grimya fue a colocarse junto a ella, mirando todavía el puente con cierta indecisión. Luego se sacudió con fuerza.
«Tienes razón. No existe ningún otro sendero que podamos seguir si esperamos encontrar la salida a este lugar. Pero... hagámoslo deprisa.» Sus ojos se clavaron en los de Índigo. «¡Antes de que me domine el miedo!»
La travesía resultó una experiencia de pesadilla. A pesar de la ansiedad de Grimya —que Índigo compartía en su interior— por alcanzar el otro lado de la sima tan deprisa como fuera posible, el puente de cuerdas y tablas se balanceaba de tal forma cada vez que movían un pie que no se atrevieron a avanzar de otra manera que no fuera a un paso terriblemente lento y tambaleante. Al tiempo que se sujetaba firmemente a las cuerdas a cada lado de ella, e intentaba no pensar en el destino que les aguardaría si cediera uno solo de los ramales, Índigo mantenía la mirada fija en Grimya, que avanzaba tambaleante y cautelosa con las patas bien extendidas delante de ella, hasta que al fin, tras lo que pareció una eternidad, saltaron del último madero oscilante a tierra firme.
Delante de ellas el valle se alzaba vertiginosamente para convertirse en un desfiladero que serpenteaba entre dos elevados picos, y se perdía entre las sombras. No resultaba atractivo; la intensa penumbra podía ocultar gran cantidad de horrores o de peligros, y no había forma de saber hasta dónde se extendía aquella hendidura que corría por entre las montañas. Índigo levantó la vista hacia el inquietante cielo rojizo y el monstruoso sol negro que flotaba inmóvil, y reprimió el temor que la embargaba. No conseguiría nada disimulando; ella y la loba debían hacer frente al desfiladero, ya que no había otro lugar por donde ir.
En cierta forma para tranquilizarse a sí misma tanto como a la loba, estiró la mano y dio unas palmaditas a Grimya en el lomo.
—¿Estás lista?
«Lista.»
Las orejas de Grimya permanecían aplastadas contra su cabeza, pero reprimió su reluctancia ya que, sin que mediara ninguna otra palabra entre ellas, penetraron en el desfiladero.
La oscuridad las envolvió como un ala enorme y fría. Índigo se negó a volver la cabeza para mirar sobre su hombro hasta estar segura de que el puente debía de haberse perdido de vista; la tentación de volverse y correr de vuelta hacia lo que parecía una relativa seguridad era ya muy poderosa, y temía no ser capaz de resistirla. Era consciente, también, de los peligros desconocidos que podían acecharlas, y sus ojos se movían constantemente, buscando de un lado a otro, alerta a la más mínima indicación de peligro.
Durante algún tiempo anduvieron en silencio, roto tan sólo por sus propias pisadas y el sonido de las patas de Grimya. El silencio resultaba misterioso y anormal; llenaba la imaginación de ideas malsanas, y por fin Índigo no pudo soportarlo por más tiempo. Tenía que hablar —cualquier palabra por muy sin sentido que fuera, era mejor que aquel permanente y terrible vacío— y empezó a decir:
—Grimya...
La palabra murió en sus labios cuando una voz gigantesca y aterradora irrumpió en el valle procedente de la nada, un silbido titánico que se estrelló contra sus oídos en una demencial barrera sonora. Índigo aulló aterrorizada, llevándose ambas manos a los oídos y abandonado el sendero tambaleante para ir a chocar contra la pared de roca; con la visión empañada por las lágrimas que la conmoción y el sobresalto le habían provocado, vio cómo Grimya se agachaba y giraba sobre sí misma como un perro enloquecido y acorralado mientras buscaba en vano el origen del espantoso estruendo.
El sonido continuó, ampliándose y golpeando el cuerpo y el cerebro de Índigo como una onda psíquica. Entonces, de repente, el silbido se transformó en una monstruosa cascada de carcajadas enloquecidas que la hizo chillar de nuevo —aunque su voz quedó totalmente ahogada por el violento ataque sonoro— y se detuvo. Sus fuertes ecos se desperdigaron por las montañas, retrocediendo y desvaneciéndose hasta que el valle se hundió de nuevo en el silencio.
Índigo abrió los ojos muy despacio. Estaba de rodillas, el rostro apretado contra la pared del acantilado, las manos aferradas a la inexpugnable piedra como si en su terror ciego hubiera intentado abrirse paso a través de ella para huir del terrible ataque. Tenía las uñas de las manos rotas y brotaba sangre de debajo de ellas; sentía el escozor de arañazos en sus mejillas, y la sien le dolía allí donde había chocado con la roca. No podía creerlo, no podía asimilarlo. Su cuerpo se estremeció víctima de una serie de terribles y violentos escalofríos y se arrastró lejos de la pared, dando boqueadas, esforzándose por recobrar el aliento.
A su espalda, un débil gemido interrumpió el monstruoso silencio. Y allí estaba Grimya, el vientre aplastado contra el suelo, los colmillos al descubierto, temblando como poseída por un terrible mal. Los ojos de la loba miraban sin ver; cuando Índigo se arrastró junto a ella y la tocó, el animal dio un respingo como si le hubieran disparado, y tan sólo cuando la muchacha pasó sus brazos alrededor de su grueso cuello peludo y la abrazó con fuerza regresó a la mirada de la loba un cierto grado de inteligencia.
«Qu... qu...» Incluso telepáticamente, Grimya era incapaz de articular su pregunta. «Qué fue...»
—No lo sé...; que la Madre Tierra nos ayude, Grimya, ¡no lo sé!
Una piedra se movió bajo su pie y sintió cómo todo su cuerpo se ponía en tensión con momentáneo terror, como si el menor ruido extraño pudiera provocar el regreso de aquella voz monstruosa.
«¡Nunca había oído nada tan horrible!»
Grimya empezaba a recuperar el control en cierta medida; se sentó muy erguida, sacudiendo la cabeza.
«Me duelen... los oídos.» Parpadeó con rapidez. «¿Crees que fue otra de las jugadas del demonio?»
—No lo sé: sólo espero que sí. Si en estas montañas habita algo lo bastante grande como para poseer una voz como ésa, no quiero arriesgarme a un encuentro con él.
Índigo se puso en pie tambaleante, y sus ojos se entrecerraron mientras examinaba el sombrío sendero que tenían delante. Nada se movía, nada alteraba el silencio, y la cólera empezó a reemplazar la cada vez menos aguda conmoción de su cerebro.
—Creo que Némesis nos está gastando malas pasadas —dijo, no sin cierto veneno—. Su primer intento para matarnos fracasó; de modo que ahora intenta aterrorizarnos, y conseguir que caigamos víctimas más fácilmente de su segundo intento.
«Prefiero creer esto que creer que un monstruo gigantesco nos acecha. Al menos, con el demonio sabemos a qué nos enfrentamos», repuso Grimya con pasión. «Debemos seguir sin perder un instante. Hay que demostrarle a esta criatura que no le tememos.»
Tenía razón. Índigo se quitó el penetrante polvo marrón rojizo de las ropas y se pasó su áspera lengua por los labios resecos.
—Sí..., pero debemos estar doblemente en guardia a partir de ahora.
El sendero serpenteaba por entre las cumbres, ascendiendo de forma gradual pero constante a medida que penetraba más y más en las montañas. De momento no había habido más ilusiones, ni ningún nuevo signo de los trucos de Némesis, pero Índigo permanecía en constante alerta. De cuando en cuando levantaba la vista hacia la anormal estrella que parpadeaba tristemente sobre ellas. Su posición en el cielo permanecía inalterada, y recordó inquieta la forma en que el sol negro había aparecido en el horizonte de forma instantánea para trocar la noche por día. Parecía como si las leyes que gobernaban el tiempo en su propio mundo se hubieran vuelto locas aquí; y se preguntó qué sería de ella y de Grimya si la estrella se desvaneciera tan de repente como había surgido y las dejara en la oscuridad. La idea le hizo apresurar el paso, pero sólo por un instante, ya que enseguida comprendió que era una tontería. No tenían ni idea de la extensión de aquel sendero, ni de adonde las conducía; si las caprichosas fuerzas que gobernaban esta parodia de la naturaleza decidían gastarles una nueva broma, no podrían hacer nada por evitarlo.
Grimya, observó, empezaba a flaquear. La loba se había rezagado y la lengua colgaba de su boca, mientras que la cola se arrastraba por el polvo. Índigo se detuvo para que la alcanzara y le acarició la cabeza.
—Estás cansada, lo sé —dijo comprensiva—. Pero debemos seguir, Grimya. No hay nada para nosotras aquí. —Contempló el sendero que se perdía más allá—. Este camino no puede continuar
eternamente; seguro que no tardaremos en llegar al final.
La lengua de Grimya se balanceó desfallecida.
«Puedo soportarlo. Pero daría cualquier cosa por un poco de agua que beber.»
Durante unos instantes ninguna de las dos escuchó el débil sonido que siguió a las últimas palabras de la loba. Distante y vago, era como un suave susurro de hojas movidas por una ligera brisa; o, pensó Índigo con un sobresalto, al darse cuenta de pronto de su presencia y ponerse su mente a trabajar, como el parloteo ahogado de un arroyo subterráneo.
Sus dedos se cerraron sobre el pelaje de la loba y dijo con voz ronca:
—Grimya...
«¡Lo oigo!»
Los cabellos del lomo del animal se erizaron. El sonido crecía por momentos, y resultaba cada vez más claro.
«¡Agua! ¡Parece agua!»
Y Grimya se acababa de quejar en aquel momento de tener sed... La comprensión golpeó a Índigo como un rayo, y en ese mismo instante el lejano sonido creció hasta convertirse en un claro rugido...
—¡Grimya, sal del sendero! —aulló—. ¡Sube a la pared tan alto como puedas! ¡Deprisa!
Corrieron hacia un lugar donde un desprendimiento de piedras había formado un contrafuerte empinado pero escalable, y mientras trepaban por las traicioneras rocas pareció como si todo el acantilado empezara a temblar. El rugido martilleó en sus oídos, cada vez más fuerte, más cerca... Índigo resbaló y se arañó manos y tobillos, y Grimya la sujetó por una manga, tirando de ella con violencia hasta ponerla en pie de nuevo. Entonces, surgida de la curva del sendero que tenían delante, moviéndose con la velocidad de una violenta marea que las ensordecía con su titánico sonido, una enorme barrera de agua espumeante y agitada se precipitó atronadora a través del cañón.
—¡Grimya!
Índigo se aferró al cuello de la loba, al tiempo que se apretaba contra la pared y luchaba por mantener el equilibrio mientras las rocas que tenía bajo los pies rodaban y se movían bajo la embestida de la riada. Las gotas de agua que flotaban en el aire la golpearon en la espalda con tal fuerza que estuvieron a punto de derribarla de su precario asidero; mientras el cañón se estremecía bajo el estruendo, vio el torrente como una desdibujada conmoción de tumultuosas aguas negras y surtidores de blanca espuma, olas y corrientes contrapuestas que saltaban y se estrellaban unas contra otras en un salvaje caos.
De repente una roca bajo su pie izquierdo se movió, desalojada por las tumultuosas aguas que se estrellaban contra la base del contrafuerte. Con un gemido y un chirriar de roca contra roca que quedó ahogado por el estruendo de la avalancha de agua, rodó fuera de su lugar, llevándose a otras con ella, e Índigo sintió que perdía el equilibrio. Se debatió frenética en busca de apoyo, agitando el pie en el vacío; luego, mientras Grimya intentaba volverse y ayudarla, resbaló de su lugar de apoyo y se deslizó ladera abajo, cayendo sin remedio en dirección al torrente... para aterrizar, magullada pero ilesa, sobre el reseco e imperturbado sendero del pie del acantilado.
¡Ayyy...!
La muda protesta rasgó el terrible silencio, y se convirtió en un angustioso y desagradable jadeo cuando Índigo rodó sobre sí misma, víctima de terribles náuseas. Era una reacción inconsciente al terror, la conmoción y la confusión; se abrazó el estómago, mientras trataba de llevar aire a sus pulmones y volver a controlar sus músculos, y cuando los espasmos amainaron, por fin, se encontró a gatas y temblando.
Había polvo bajo sus manos y rodillas. Polvo. Pero...
«¡Índigo!»
Unas garras arañaron las rocas y Grimya saltó hacia ella.
«Pensé que estabas...»
—Lo sé.
Una nueva oleada de náuseas surgió de su estómago; se llevó el dorso de la mano a la boca, aspirando por entre los apretados dientes. La loba le acarició el rostro con el hocico y por fin se sintió capaz de arrodillarse manteniendo el cuerpo erguido. Tenía polvo en la boca, se la limpió de nuevo y escupió.
—Fue otra ilusión... —Y le dio las gracias a la Madre Tierra por ello; ya que si hubiera sido real, su cuerpo destrozado rodaría ahora cañón abajo en aquella corriente asesina.
Grimya contempló el sendero y mostró sus dientes.
«Dije que tenía sed», dijo sombría. «Y..»
—No. —Índigo extendió una mano para tocarla a modo de advertencia—. No lo digas, Grimya. —Su autocontrol regresaba, aunque las náuseas no querían abandonarla, y mientras se ponía en pie sintió la cólera que empezaba a arder despacio en su interior—. Parece que nuestro diabólico amigo tiene un gran sentido del humor. Mencionaste el agua, y tuvimos agua; pero no como hubiéramos esperado. Y antes, cuando oímos esa..., esa voz...
«¿La voz?»
—Sí. Tú no lo sabías, pero en ese mismo instante iba a hablarte; a decirte lo primero que me viniera a la cabeza, porque no podía soportar el silencio por más tiempo. Deseé que algo lo rompiera. —La cólera de su interior seguía ardiendo, alimentada por el odio, la furia por sentirse burlada y atormentada tan a la ligera—. El demonio sigue jugando con nuestras mentes. Pero no tiene el valor de mostrarse y enfrentarse directamente a nosotras. —Giró en redondo y volvió a mirar el cañón que se perdía delante de ellos.— ¿Lo tienes? ¿Lo tienes?
Su grito resonó en la distancia, pero nada lo contestó. Grimya la observó inquieta mientras avanzaba por el sendero, echaba a correr durante algunos metros, para luego reducir la marcha y detenerse.
—¿Dónde estás? —aulló Índigo—. ¡Malditos sean tus sucios trucos, no te tengo miedo! ¡Muéstrate!
Giró sobre sus talones, los puños apretados y alzados como si fuera a atacar a la menor señal de movimiento. El cañón estaba total y perfectamente en silencio.
Grimya trotó hasta su lado.
«No sirve de nada. No vendrá a nosotras; no de esta forma.»
—Muy bien. —Las mandíbulas de Índigo se apretaron a una dura línea—. Entonces encontraré otra forma. Si le gusta tanto concedernos deseos retorcidos, ¡que nos conceda éste! Deseo...
«¡Ten cuidado!»
Índigo la ignoró. La cólera se había consumido, la imprudencia había dominado a la furia y ya no le importaban las consecuencias de nada de lo que pudiera hacer. Alzó la voz y gritó con fuerza:
—¡Deseo que este sendero se acabe! ¿Me escuchas, Némesis, criatura diabólica, engendro de la oscuridad? ¡Deseo que este sendero se acabe!
Durante un momento no se produjo el menor sonido, nada excepto el sobrenatural silencio. Entonces, al parecer cercano pero resonando no obstante como si viniera de muy lejos, algo dejó escapar una risita ahogada.
Grimya se volvió a toda velocidad, dejándose caer en una posición de ataque, e Índigo miró rápidamente a su espalda. El cañón estaba vacío. No había ninguna figura de ojos plateados, ningún horror; nada. Sólo el eco de aquella risa fantasmal y caprichosa. Como si desde su guarida — cualquiera, y donde fuese que ésta estuviera—, Némesis respondiera a su desafío con un desafío propio. Y justo un poco más adelante el desfiladero torcía brusco alrededor de un enorme contrafuerte de roca que ocultaba a la vista el resto del sendero...
Sonrió. Fue una sonrisa rencorosa y privada; la sonrisa del depredador que huele a su presa.
—Grimya. —Su voz era engañosamente suave—. Debemos seguir adelante. Ya falta poco.
Y sin esperar una respuesta, empezó a correr hacia el contrafuerte y la curva del sendero.
Oyó cómo la loba echaba a correr en pos suyo, pero no redujo la velocidad ni la esperó. El contrafuerte estaba tan sólo a unos metros de distancia; el sendero, más empinado de repente, la obligó a avanzar más despacio ahora, cuesta arriba, y su pulso empezó a latir muy aprisa, y no sólo a causa del esfuerzo físico. Entonces, de improviso, llegó a la altura del contrafuerte, lo rodeó, penetró en la pronunciada curva...
Índigo se detuvo y contempló contrariada el panorama que se extendía ante ella.
Su deseo le había sido concedido. El desfiladero había llegado a su final, y a causa de su temeridad de un momento parecía haberlas conducido a las dos a un callejón sin salida. Justo delante de ella tenía un valle de abruptas laderas, encerrado por altos riscos que se alzaban imponentes hacia el cielo color carmesí. No había sendero que condujera hasta aquellas laderas; su camino sencillamente torcía hacia abajo en dirección al valle. Y todo el suelo del valle estaba cubierto por un lago gigantesco, inmóvil, opaco, y cuya profundidad resultaba imposible de adivinar.
Grimya se detuvo bruscamente junto a Índigo, jadeante por el esfuerzo. Durante unos instantes la loba contempló con atención el lago que tenían a sus pies, luego levantó la cabeza para escudriñar el rostro de su amiga. La expresión de Índigo era tensa, torva, amarga; no eran necesarias las palabras para que Grimya se diera cuenta de que, en su fuero interno, la muchacha maldecía su estupidez.
La loba bajó la cabeza de nuevo, y su nariz se puso a temblar, mientras olfateaba con avidez. De pronto dio un paso hacia adelante y se dejó resbalar, con gran cuidado, un corto trecho ladera abajo en dirección a la superficie del lago.
—¿Grimya? —Índigo salió de su ensueño, y su voz sonó aguda—. ¿Qué haces? ¡Ten cuidado!
Grimya vaciló sin dejar de olfatear. Luego dio la vuelta y regresó junto a la muchacha. La excitación brillaba en sus ojos, y dijo:
«¡No es agua!»
Índigo arrugó la frente, perpleja.
—¿Qué quieres decir?
«¡Exactamente lo que digo! No huelo agua. Humedad, sí, pero no agua. Hay una diferencia. Y ninguna agua que yo haya visto es blanca y nebulosa como ésta. ¿Esto no es un lago?" Ácido, pensó Índigo. Había visto los líquidos opacos y mortíferos que utilizaban a veces los boticarios de la corte de su padre, y se estremeció interiormente ante la idea de lo que un lago de tal materia podría hacer a la carne y los huesos. ¿Pero seguramente el agudo sentido del olfato de Grimya podría percibir un cóctel tan letal? Humedad, había dicho. Sólo humedad...
«Mira la forma en que se mueve», dijo Grimya. «No como el agua. Más bien como la niebla.»
¡Niebla! Una esperanza irracional brotó en Índigo cuando recordó la forma en que las nieblas otoñales se reunían en el fondo de los valles de las Islas Meridionales, tomando todo el aspecto de enormes y tranquilas extensiones de agua. Dirigió una rápida mirada a Grimya.
—Sólo existe una forma de asegurarse.
«Si.»
Grimya empezaba ya a bajar de nuevo por la ladera, moviéndose muy despacio a la manera de un cangrejo, e Índigo la siguió. La pendiente era lo bastante accidentada como para evitar resbalones, y había muy pocas piedrecillas sueltas que hicieran peligrosa la bajada; a unos pocos centímetros de la inmóvil y blanca superficie se detuvieron, y Grimya se inclinó hacia adelante para probar el lago con el hocico.
—Espera —le avisó Índigo—. Déjame. Si es algo mortífero, mi bota me facilitará algo de protección.
Estiró un pie. La bota se perdió en la blancura, que onduló y se agitó perezosa. No se produjo ningún chapoteo, sólo el silencioso movimiento de la masa brumosa.
—Niebla. —Intentó reprimir la excitación de su voz—. No es un líquido; niebla. Si es aire respirable, y no alguna especie de veneno...
Grimya se inclinó y olfateó.
«Podemos respirarlo. Es seguro.» Levantó la vista. «Pero ¿a qué distancia está el fondo?»
—Tendremos que averiguarlo. —Índigo tanteó con su pie, dejándose resbalar un poco más por la ladera—. Todavía noto roca sólida. Si vamos con cuidado, no creo que nos hagamos daño.
Con gran cautela, se introdujeron en la densa niebla.
Resultó una experiencia muy particular, como hundirse despacio en un mar en calma; a medida que descendían, la bruma se elevó y chocó suavemente contra sus piernas, sus cuerpos, sus barbillas, hasta que por último quedaron sumergidos en un extraño y embozado mundo blanco. Gotitas de humedad se pegaron a sus cabellos y a las ropas de Índigo; en cuestión de segundos las ropas de la muchacha quedaron heladas y pegadas a su piel, pero después de la aridez del cañón agradeció aquella sensación. Grimya se dedicó a lamer la niebla encantada, calmando de esta manera su garganta reseca; el animal tenía un aspecto formidable medio difuminado por las oscilantes capas de niebla, con el pelaje pegado, y la lengua dando continuos lametazos en el aire.
La inclinación de la ladera empezó a decrecer, y de repente Índigo sintió algo debajo de sus dedos que no era piedra. Miró al suelo, y distinguió una espesa almohada de lo que parecía hierba bajo sus manos; cerró una de ellas y arrancó unas pocas briznas que examinó más de cerca. Hierba, sí; o algo parecido a la hierba: pero azul. Sus ojos contemplaron la borrosa figura de Grimya por entre la niebla.
—Creo que estamos cerca del fondo.
Su voz sonó extrañamente uniforme; la niebla no devolvía ningún eco. Ahora podía ponerse en pie, ya, sin temor a caer. Tres pasos más, y la ladera se allanó hasta convertirse en terreno liso cubierto por aquella misma extraña hierba azul.
Grimya se dejó resbalar por el resto de la pendiente para reunirse con ella, y juntas examinaron lo que las rodeaba. La neblina se trasladaba en un lento desfile de zarcillos pálidos y retorcidos, creando sombras y fantasmas; si en el interior del valle existían estructuras sólidas, éstas quedaban ocultas.
«¿Adonde ahora?», preguntó Grimya.
No parecía importar demasiado; lo más probable era que, cualquiera que fuese la dirección que tomaran, su ruta serpenteara. Y eso en sí mismo podría ser un peligro, ya que si perdían el contacto con las laderas del valle podían encontrarse vagando para siempre en este mundo blanco sin encontrar la salida jamás.
Índigo se volvió hacia la izquierda, y señaló al interior de la niebla.
—Iremos por aquí —dijo—, pero nos mantendremos en la zona en la que el terreno empieza a alzarse, de modo que si queremos trepar para salir de aquí encontremos la ladera con facilidad.
La cola de Grimya se balanceó en señal de aprobación.
«Eso es sensato. ¿Qué crees que podemos encontrar aquí?»
—¿Quién sabe? —Índigo sonrió con tristeza—. Hemos de esperar y ver.
Índigo empezó pronto a preguntarse si no estaría dormida y soñando, en lugar de despierta. El tiempo y las dimensiones no tenían un significado distinguible en aquel fantasmal mundo de oscilante blancura; parecía como si llevaran una eternidad por entre inmutables velos de húmeda nada, avanzando como nadadores a la deriva, por una corriente perezosa e interminable. La niebla creaba extraños fantasmas, formas que se estremecían en los límites de lo visible para luego disolverse de nuevo en la nada; imágenes que se alzaban informes, luego se desvanecían y se fundían en aquella incómoda penumbra. Sólo la sensación de la omnipresente humedad sobre su piel y las suaves pisadas de las patas de Grimya a su espalda mantenían la mente de Índigo en contacto con una cierta apariencia de realidad. No sabía cuánto habían andado, o lo lejos que debían ir hasta circunnavegar todo el valle.
Y entonces, entre las alucinaciones y los espectros nebulosos, hizo su aparición una forma que no volvió a fundirse en la niebla y a desaparecer. Una mancha de una solidez más opaca en medio de la niebla, inmóvil ante ellas —pero ¿a qué distancia?, no podía decirlo— y, le pareció a su desorientado cerebro, esperándolas.
—Grimya... —susurró el aviso, y el sonido quedó absorbido por la niebla.
Grimya no contestó.
—¿Grimya?
Índigo se volvió y miró atrás. No había ninguna forma oscura que se moviese detrás de ella, ningún sonido de pasos. Grimya no estaba allí.
Su corazón empezó a latir de forma irregular. ¿Dónde estaba Grimya? Un momento antes — ¿hacía sólo un momento, o su trastornado sentido del tiempo la había engañado?— la loba estaba justo detrás de ella. Ahora, había desaparecido, como si la niebla la hubiera rodeado y disuelto como a uno de sus propios fantasmas.
—Grimya...
Una risita apagada y malévola la hizo girar en redondo. La blanca niebla que tenía ante ella se agitó, los velos se apartaron por un breve instante para permitirle una visión totalmente nítida, y a menos de cinco pasos de ella vio la figura de una criatura, sus cabellos plateados relucientes y suaves, sus ojos de plata contemplándola con una fría y maliciosa expresión de reconocimiento, y con una cruel sonrisita de bienvenida en su rostro felino.