CAPÍTULO 13


Grimya regresó una hora más tarde, con el cuerpo de una liebre colgando de sus mandíbulas. El hambre que Índigo sentía se vio mitigado por su reluctancia a encender fuego; el humo de la madera podría detectarse desde lejos, y aunque su estómago protestaba ruidosamente, el riesgo era demasiado grande. Cuando explicó todo esto a Grimya, añadiendo que prefería no comer carne cruda, la consternación de la loba fue enorme, pero finalmente aceptó comerse ella la pieza mientras que Índigo hacía una comida nutritiva pero poco apetitosa a base de brotes y algunas zanahorias silvestres tiernas.

Una vez convencida de que su amiga se las podría arreglar bien sin carne, Grimya se dedicó a devorar su comida haciendo gala de una inocente e ingenua falta de inhibición. Índigo, por no mirarla ni escuchar el ruido que hacía, se dedicó a contemplar el techo del bosque y examinó la situación en silencio.

Sus posibilidades de poder regresar a Linsk ahora eran muy remotas. Si, como Shen-Liv había dado a entender, los hombres del poblado comerciaban en el puerto, no se atrevía a arriesgarse a aparecer por allí. Podía apañárselas sin las posesiones que había dejado atrás; tenía consigo su arpa, su cuchillo y su ballesta, el yesquero y una chaqueta de abrigo —suficiente, en otras palabras, para satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia— y podría encontrar o hacer recambios para las saetas perdidas cuando quisiera. Pero sin un caballo no podría moverse con facilidad.

Desde luego, no existía la menor posibilidad de recuperar a la yegua del poblado de los vaqueros, ni de intentar robar un caballo de las manadas del llano. Cualquiera de las dos cosas resultaría demasiado peligrosa. Pero como viajero de a pie solitario y mal armado resultaría vulnerable; especialmente mientras los cazadores de Tarn-Shen siguieran buscándola. Hasta que pudiera abandonar el País de los Caballos, era y seguiría siendo una fugitiva.

Suspiró, y Grimya levantó los ojos. Las mandíbulas de la loba estaban rojas.

—¿Estás... pr-preocupada?

—No; no —Índigo sacudió la cabeza—. Sólo pensaba, Grimya.

—Tenemos... mucho que decir. Pero hablar así me cu... cuesta mucho. Cuando tú... —los costados de Grimya se agitaron con el esfuerzo y lanzó un gruñido como si protestara por su propia insuficiencia—. Cuando duermas, entonces podemos... hablar.

Índigo levantó la vista hacia lo poco que podía ver del cielo a través de la espesa maraña de ramas que había sobre sus cabezas. Dudó de que hubiera transcurrido más de la mitad del día; la idea de dormir a aquella hora del día parecía disparatada, pero Grimya tenía razón; tenían mucho que contarse, y mientras ella estuviese despierta cualquier cosa que no fuera una comunicación muy unilateral era imposible. El tiempo, además, estaba en contra de ellas; los cazadores podrían haber abandonado la caza por ahora, pero no dejarían de buscarla.

Grimya había regresado a su presa. Se escuchó un crujir de huesos, e Índigo se volvió y reacomodó el cuerpo hasta que pudo tumbarse de forma bastante cómoda. A pesar de sus dudas descubrió que tenía sueño; era una templada mañana primaveral y se sentía a gusto dentro de su chaqueta y, al menos por el momento, a salvo. Cerró los ojos y un silencioso verdor pareció envolverla, puntuado por los apenas perceptibles y subliminales sonidos del bosque. Hojas que susurraban, pájaros que trinaban con alegría y cuyas voces resonaban en la distancia, el débil zumbido de una abeja en busca de las primeras flores no muy lejos de allí... los sonidos se mezclaron, se

debilitaron, y por último se desvanecieron en el silencio del sueño.

«¿Me oyes, Indigo?»

La voz mental de Grimya, suave y sin inflexiones penetró en sus sueños y sintió cómo su mente se alzaba a través de las capas más profundas de la conciencia hasta flotar, como lo había hecho antes, a medio camino entre el sueño y la vigilia.

—Te oigo, Grimya.

«Has dormido mucho rato. La luz empieza a desvanecerse en el cielo.»

—¿Estamos a salvo todavía?

«Sí. He ido hasta el límite del bosque. Los cazadores han abandonado la caza de momento.»

La sensación de alivio fue como agua fresca que corriera por sus venas.

—Entonces... —empezó.

«No.»

La respuesta cortó sus pensamientos, como si la loba los hubiera leído antes de que pudieran ser formulados con claridad. Y de nuevo, Índigo percibió miedo y duda en la mente de Grimya.

Aguardó durante unos segundos, luego se sintió tomar aliento.

Grimya, no debes tener miedo. Hay tantas cosas que quiero saber de ti..., y nada de lo que me digas borrará la deuda que tengo contigo.

Sabía que las palabras solas no convencerían a Grimya e intentó proyectar un sentimiento de bondad, de calor, de camaradería. Se produjo una pausa, y luego Grimya dijo:

«Veo una palabra en tu cerebro. La palabra "mutante". No sé lo que significa.»

—No es más que una palabra, Grimya. No es importante. Y tú eres tan mutante como yo.

«Sigo sin comprender.»

Índigo se sintió embargada por un amargo dolor.

—¿No? —preguntó con suavidad—. Has visto en el interior de mi mente, Grimya. Sabes lo que soy.

Percibió una sensación de negativa.

«No. Sé tan sólo que has venido de muy lejos, y que estás triste y sola. Cuando intenté mirar más allá encontré un lugar oscuro en tu cerebro, y comprendí que no era correcto que penetrara allí a menos que tú me lo pidieras.»

La sencilla sinceridad de aquella afirmación hirió a la muchacha en lo más vivo. Un lugar oscuro... ¿Era así como Grimya veía la espantosa sima que la separaba de su propio pasado? Y si la loba supiera la auténtica verdad, ¿sería capaz de comprenderla?

Vio de repente y con terrible nitidez la naturaleza de las dudas que Grimya tenía sobre sí misma; porque la compartía. ¿Qué criatura racional no volvería el rostro con adversión, al enterarse de la amenaza que la arrogancia temeraria de Anghara hija-de-Kalig había traído sobre el mundo entero?

Un escalofrío, helado como la escarcha de los meses gélidos, la recorrió al darse cuenta de que, por primera vez desde que abandonara Carn Caille, había formado las sílabas de su antiguo nombre en su mente. Y no había salido de su sobresalto cuando la ganó una sensación de contrariedad, al darse cuenta de que Grimya había captado la momentánea aberración.

«Anghara...» Había una perpleja curiosidad en el pensamiento que la loba proyectó hacia ella. «¿Cómo puedes ser Indigo, y a la vez también Anghara?»

Índigo veía llamas rojas en su mente y no podía apartarlas de allí.

—Fui Anghara —repuso con suavidad—. Pero he perdido el derecho a utilizar mi nombre

auténtico.

«No comprendo. ¿Es eso lo que te hace tan triste?»

—Ah, Grimya... —No había llorado desde su segunda noche a bordo del Greymalkin, pero ahora las lágrimas brotaban, afluían a sus ojos; no podía detenerlas—. No puedo explicártelo, no en palabras. Mira en mi mente, si puedes. Mira en el lugar oscuro. Y quizás entonces no tendrás miedo de que te dé la espalda.

Percibió la vacilación de Grimya mientras la curiosidad luchaba contra el tabú de no curiosear en los secretos más íntimos de otra persona. Con cierta tristeza, Índigo proyectó un pensamiento en el que le decía que daba la bienvenida a tal intrusión; que, si Grimya quería saber, ella estaba dispuesta a abrirse: y al cabo de un momento percibió la primera y cautelosa tentativa cuando la mente de la loba y la suya empezaron a fusionarse.

Había rostros en su mente; rostros que había luchado por borrar de su memoria pero que persistían escondidos en huecos oscuros, a la espera tan sólo de su oportunidad para alzarse de nuevo en su mente consciente. Fenran, Kirra, su padre, su madre, Imyssa, Cushmagar. Y otros seres; cosas que jamás habían sido humanas, abominaciones, monstruosidades, retorcidas parodias de vida que se arrastraban y tambaleaban por los ardientes paisajes que veía en su interior. Sintió contraerse sus pulmones y su corazón, presa de horribles tormentos mientras su mente se hundía más y más en su pasado. Ahí estaba el emisario de la Madre Tierra, su rostro sereno, clemente, pero sin mostrar piedad por ella. Ahí estaba la carretera polvorienta que se extendía más allá del tiempo y del espacio, y en ella tuvo de nuevo la visión —si es que era una visión— de la criatura maléfica de ojos plateados, y también de Fenran, desgarrado y sangrante, luchando por atravesar un bosque sin límites.

El cuerpo de Índigo empezó a dar sacudidas en sueños mientras unos secos sollozos, sin lágrimas ahora, lo estremecían. Pero había otra presencia en su mente; afectuosa, animal, abierta y sencillamente consoladora, con un fondo de aflicción.

«Empiezo a comprender ahora», dijo Grimya. «Pero ¿por qué hiciste algo así, si sólo te ha acarreado tristeza?»

Era una pregunta tan inocente, hecha sin el menor atisbo de censura, y daba a entender una verdad tan inquebrantable que Índigo deseó que la tierra se abriera y le permitiera arrastrarse a sus más recónditas profundidades.

Le dijo:

—Lo hice porque era una estúpida. —Mucho peor que una estúpida, pero ¿podría Grimya comprender el concepto de un crimen perpetrado contra la misma Tierra?—. Yo era ambiciosa y arrogante. Pensaba que sabía más que tocios los bardos y sabios del mundo, e intenté demostrar lo que creía sin pensar en las consecuencias.

Grimya meditó sobre aquello durante un largo rato. Luego, repuso:

«Me parece que no comprendo muy bien a los humanos. ¿Por qué quieren saber tantas cosas? ¿Qué obtienen con ello?» Se interrumpió. «Yo también sé cosas. Conozco el día y la noche, el bosque, el llano, el río. Sé cazar, y llamar a la luna, y lo que es agua fresca y lo que es agua mala. Sé que cuando estoy cansada, debo dormir; y que cuando estoy sedienta, debo beber. Sé todas esas cosas, y no necesito nada más.»

—Pero tú sabes más que eso, Grimya. La forma en que hablas es prueba de ello. Sabes mucho más que cualquier lobo corriente.

Un sonido suave y melancólico brotó de la garganta de Grimya.

«Sí. Pero no busqué esas cosas, y me han hecho muy desdichada. Sin embargo, cuando los hombres buscan, y lo que encuentran los hace desdichados, siguen buscando más. No lo comprendo. No creo que nunca lo haga.»

—No debes intentarlo —dijo Índigo a la loba con voz pausada—. Tu filosofía es mucho mejor que la nuestra, por lo que parece.

«Fi-lo-so-fía...» Grimya tanteó las sílabas con solemne precaución. «Esa es una palabra nueva. Pero una palabra para los humanos, quizá; no para mí.»

Se hizo el silencio durante un rato. Entonces Índigo habló:

Grimya, ahora sabes la verdad sobre mí. ¿Todavía quieres ser mi amiga?

«¿Por qué no habría de querer?

—A causa de lo que he hecho. A causa de la maldición que pesa sobre mí.

«Tu maldición no es la mía. La mía es diferente.»

—Pero entre los míos soy una proscrita, una pana.

«No conozco la palabra "pa-ria ". Pero yo también soy una proscrita y eso nos hace iguales. Quiero ser tu amiga.»

Sentir alivio por haber ganado la confianza y la lealtad de un lobo es un concepto extraño, pero la sensación estaba allí y con ella llegó una cálida sensación de gratitud.

—¿Entonces me contarás tu historia? —preguntó Índigo—. Por favor, Grimya. Has hecho mucho por ayudarme, ahora quiero yo ayudarte a mi vez.

Todavía existía vacilación, pero se había convertido en sólo una vieja reluctancia a hablar de algo que le producía dolor a la loba. Por fin, Grimya dijo:

«Te mostraré las imágenes de mi memoria, Índigo, si puedo. Observa ahora, y escucha...»

Una verde oscuridad, el verde brillante del musgo del bosque, apareció en la mente de Índigo. Sintió el contacto de algo cálido y peludo, y aunque el contacto debiera haberle resultado extraño, en cierto modo no lo era. Un pájaro, en algún lugar por encima de su cabeza, lanzó una veloz cascada de notas que tanto podrían haber sido una llamada de amor como una sencilla expresión de alegría por estar vivo. Y de repente ya no era Índigo, ni tampoco humana...

La madriguera era un oscuro lugar seguro, y sus ojos, que sólo hacía un día o dos que se habían abierto por primera vez, aún no podían enfocar correctamente el peludo —y para los cachorros— enorme costado de la madre loba que la amamantaba a ella y a sus tres hermanos. El mundo consistía en el lecho de hojas secas y crujientes, los chillidos de sus hermanos, el cálido cuerpo y la áspera y rasposa lengua que lavaba su suave pelo, y un al parecer interminable suministro de leche. Pero su recién formada mente era consciente de la existencia de otro mundo más allá de la madriguera; un mundo que, en sus sueños infantiles, parecía a veces tan real como cuando estaba despierta, y que le parecía ver y oír de una forma diferente a la normal.

La cálida presencia y los grititos se desvanecieron entonces, y de repente el otro mundo se tradujo en realidad ante sus ojos; ojos que ahora eran agudos y alerta y ávidos de nueva información. Unas patas cortas y robustas la trasladaban de un lado a otra en misiones de exploración que se volvían más arriesgadas con cada día que pasaba; aunque al final de ellas estaba siempre el regreso a la madriguera y a la cálida presencia. Algunas veces se sentaba en la entrada de la guarida y observaba cómo jugaban sus hermanos en la maleza a pocos pasos de distancia. Con la cabeza indinada hacia un lado escuchaba sus gañidos y gruñidos y ansiaba tomar parte en sus juegos; pero cuando empezaba a menear la cola a modo de tanteo sobre el suelo polvoriento, o se acercaba a ellos con un gañido lleno de esperanza, ellos siempre la echaban. Otras experiencias siguieron a aquélla: escenas del bosque, que cada vez resultaba más familiar y menos atemorizador, de su propio crecimiento reflejado en el de sus hermanos, de la primera vez que probó la carne, de la creciente inquietud de su madre a medida que los cachorros se acercaban a la edad adulta. Y con el tapiz de estas experiencias, que parecían desplegarse ante ella cada vez más deprisa, llegó una mayor conciencia de que algo no estaba del todo bien. Una sensación de no pertenecer, de ser diferente. Pero ¿qué clase de diferencia? No lo comprendía. Todo lo que sabía era que los ataques fingidos que sus hermanos le infligían se volvían cada vez más frecuentes y serios. Ya no se le daba la bienvenida en la guarida, se la toleraba, pero no se la quería. Y poco a poco se encontró con que el único refugio a su tormento lo hallaba en la soledad.

Hasta que llegó el día en que de forma definitiva e irrevocable los suyos se volvieron contra ella, y por primera vez Grimya descubrió el auténtico significado de su diferencia.

Siempre había sabido que podía «escuchar» los pensamientos de otras criaturas, pero no lo había considerado nada extraño; ni tampoco se le había ocurrido preguntarse por qué ni su madre ni sus hermanos parecían ser capaces de contestarle cuando intentaba hablarles de aquella otra forma. Y por eso no estaba preparada para los acontecimientos de aquella mañana de finales de otoño.

Los cachorros, casi adultos ahora, estaban en el claro, justo frente a la madriguera. Su madre no había salido a reunirse con ellos, y Grimya había estado pensando en formas de calmar su sed cuando el ataque se produjo. Sus hermanos saltaron sobre ella tan deprisa que no tuvo tiempo de reaccionar, y mucho menos defenderse: en un momento dado el claro estaba totalmente en silencio, y al siguiente Grimya fue derribada por tres cuerpos que gruñían y mordían. Esto no era un juego: iban por su garganta, su rostro, sus dientes se clavaban en su pellejo, le arrancaban la piel; y en sus toscas y aún medio formadas mentes Grimya vio su propia muerte.

Luchó contra ellos, el instinto vino en su ayuda cuando, en medio de su pánico, le era imposible recordar de forma consciente las lecciones de autodefensa aprendidas. Entre gañidos, mordiscos y revolcones, consiguió defenderse, y sintió una vaga sensación de alivio cuando su madre, alertada por el ruido, apareció en la entrada de la madriguera.

Pero su madre no venía en su ayuda; no obligó a marchar a sus hermanos. En lugar de ello —y la comprensión fue como un mazazo para la ciega fe de Grimya— la loba se lanzó a la refriega, sus gruñidos más fuertes y mortíferos que los de los cachorros, para atacar al paria, al extraño, al cachorro diferente. Los colmillos de su madre se hundieron en la blanda carne que había sobre el ojo de Grimya, y Grimya aulló en protesta por aquella traición y el dolor que le causaban. Estaba perdida: nadie la ayudaría; y sus asaltantes, su propia familia no descansaría hasta echarla de su lado o matarla.

Sólo tenía una posibilidad de supervivencia: huir. Retorciéndose se escabulló entre dos de sus hermanos y, al ver un espacio de terreno libre, huyó con el rabo entre las piernas. La persiguieron, pero la desesperación le dio fuerzas y la persecución resultó poco entusiasta; una vez seguros de que había salido de su territorio, los cuatro lobos la dejaron marchar.

Sola, aturdida y lejos del único hogar que había conocido, Grimya se acurrucó desdichada y herida entre la húmeda maleza del bosque. E Índigo, su mente inextricablemente ligada a la mente de la joven loba, sintió cómo sus pulmones luchaban por recuperar el aliento, cómo la lengua le colgaba, incluso el lento hilillo de sangre que resbalaba de su rostro herido y de su costado. La habían traicionado, echado. No tenía ni familia ni amigos; sus únicos compañeros la habían rechazado, la habían apartado de su lado porque era diferente. En su soledad alzó la cabeza en dirección al impasible dosel de hojas que había sobre ella y lanzó un prolongado y lúgubre aullido

que hizo que las aves empezaran a piar asustadas; un aullido de terrible desesperación.

Aparecieron entonces nuevas sensaciones e imágenes. La dura realidad de la soledad, sin una manada que le diera seguridad y consuelo. El aprendizaje, paso a paso, de cómo cazar sola, capturando nada más que piezas pequeñas que apenas si satisfacían sus necesidades. Inviernos helados —dos contó la parte de la mente de la loba que era Índigo— durante los cuales la amenaza de morir de hambre estuvo siempre presente. A menudo, durante esos días gélidos veía hombres que venían de los poblados de los alrededores a cazar en el bosque, y algunas veces los seguía cuando regresaban a las praderas y a las manadas de caballos. La diferencia que había vuelto contra ella a los de su especie también le permitía comprender, y, aunque de forma torpe, imitar, la lengua de los humanos; el lenguaje, al parecer, no tenía barreras para Grimya. Pero para los hombres, al igual que para sus congéneres lobos, ella era un objeto de odio... hasta aquella noche en que, hambrienta y sola, se había sentido atraída de forma irresistible al campamento de un extraño por el olor del fuego de leña y de carne, y los débiles acordes de un arpa...

La liberación del hechizo que mantenía unidas a las dos mentes llegó de forma repentina, como si cayera en un vertiginoso vórtice, y la sacudida hizo que Índigo despertase con un sobresalto. Se sentó en la hierba en un confuso estado de excitación, a punto casi de partirse la cabeza con una raíz que sobresalía y padeció la conmoción secundaria de la desorientación cuando se dio cuenta de que de repente tenía manos y pies en lugar de patas, de que su cuerpo ya no estaba cubierto por una capa de pelo, y de que ya no sabía cómo aullar. Jadeante, volvió la cabeza, y, allí junto a ella —una entidad independiente ahora— estaba Grimya.

Los costados de la loba se agitaron y habló en su estilo vacilante y dolorido.

—Ahora lo... sabes... todo sobre... mí.

Índigo tragó saliva, pero no pudo desalojar el nudo que bloqueaba su garganta.

—Sí... Lo siento, Grimya. Me apena mucho tu sufrimiento.

—No... puedo cambiarlo. Pero tú... —Había algo curioso en la conducta de Grimya, una excitación soterrada que hizo que Índigo se sintiera de repente y de forma inexplicable muy nerviosa.

—¿Yo?

La peluda y moteada cabeza se balanceó de un lado al otro; las fauces de Grimya se abrieron por completo y la lengua se movía con torpeza. Era una señal de frustración, de angustia ante su propia incapacidad para comunicarse con más claridad.

—Tú tienes... ¡No sé la palabra! Cuando te m-mostré... imágenes, te convertiste. —Sus ojos eran lámparas ámbar en las sombras—. Te convertiste en mí.

—Mentalmente, yo...

—No. No en mente. No sólo en mente. Te vi.

El corazón de Índigo dio un brinco al darse cuenta de lo que Grimya intentaba explicarle.

—¿Quieres decir que... cambié? ¿Me convertí... en un lobo?

—¡Sí, sí! —Grimya casi se revolcaba de excitación—. Cabeza, pelaje, cuerpo: ¡igual que yo!

Cambio de aspecto... Era uno de los más antiguos y raros poderes de las brujas de antaño. Índigo no había conocido jamás a nadie que poseyera esa misteriosa habilidad, pero sabía que existía gente así. De niña había escuchado encandilada relatos de bardos sobre encuentros con los escurridizos y reservados hechiceros que podían alterar sus cuerpos a voluntad para darles la forma de pájaros, felinos u osos; las historias estaban bien documentadas al igual que el hecho de que tal talento no podía aprenderse sino que se nacía con él, un don de la Madre Tierra para unos pocos escogidos.

¿Era posible que ella fuera uno de esos pocos? La idea hizo que se le pusiera la carne de gallina, y un hilillo de sudor helado le bajó por la espalda. Imyssa, que era una bruja, aunque con pocos poderes más allá de conocimientos sobre hierbas, predicciones e interpretaciones del tiempo, creía que en su joven pupila se encontraba latente una cierta dosis de poder; pero incluso Imyssa no había previsto esto.

No obstante, no podía negarse la evidencia de lo que había visto Grimya. Índigo había conocido mentalmente, aunque por un breve instante, qué significaba ser un lobo, y junto con esta experiencia había tenido lugar la impresionante manifestación del cambio de forma.

De repente, Índigo empezó a temblar, y le fue imposible conseguir que los espasmos se detuvieran. Si realmente poseía ese poder, ello era a la vez una bendición y una maldición. Una bendición porque, en potencia, resultaba un arma sin precio para ayudarla en la desagradable misión que la aguardaba. Pero también una maldición porque no tenía la menor idea de cómo dominarlo y utilizarlo. Y sin ese conocimiento, sin la habilidad y la preparación necesarias para controlar y manejar tal fuerza, su innato talento resultaba inútil. Peor que inútil; ya que sus manifestaciones fortuitas e incontroladas podrían poner en peligro su vida. E Imyssa, la única persona que podía y la hubiera ayudado a comprender y utilizar aquello que se despertaba en su interior, no volvería a estar a su lado nunca más.

Grimya lloriqueó en voz baja, y se dio cuenta de que la loba la había observado y percibido su congoja y su ansiedad.

—¿Índigo? ¿Qué su-ce-de?

Índigo se pasó ambas manos por el rostro, en un intento por aclarar sus ideas.

—No creo que sepa explicarlo, Grimya.

—Tienes magia, sin embargo eso te hace más triste que antes. ¿Por... qué?

—Ohhh... —Índigo sacudió la cabeza—. Porque incluso, si es que es así, si poseo magia, ¡no sé cómo utilizarla! —Parpadeó con fuerza, consciente de que empezaba a sentir pena de sí misma—. No lo sabía, Grimya. Y porque no lo sabía, me negué a escuchar a aquellos que sí sabían, y me negué a aprender de ellos. Ahora es demasiado tarde; no hay nadie que pueda ayudarme, ¡y yo soy la única culpable!

Grimya permaneció en silencio unos instantes. Luego dijo:

—Yo puedo ayudarte.

Índigo sintió una sensación de ahogo en la garganta, e intentó sonreír.

—Eres buena, Grimya, y una gran amiga. Pero...

—No —la interrumpió la loba—. Quiero decir más que si... siendo sólo tu amiga. —Se detuvo jadeante. El utilizar la lengua de los humanos la agotaba, pero estaba decidida a decir lo que pensaba—. Algo más. Conozco un lugar en el bosque al que los hombres... no quieren ir, porque... —Una vez más su lengua se balanceó sobre un lado de su boca llena de frustración—. ¡No tengo las palabras!

Un recuerdo vago se despertó en lo más profundo de la mente de Índigo y sintió cómo una extraña excitación se apoderaba de sus músculos.

—¿Qué clase de lugar?

—Un lugar de... agua y oscuridad. En lo más profundo. Los cazadores... le temen, pero... hay magia allí. Magia humana. Es muy poderosa. —La loba hinchó los hocicos—. La he olido, pero no me he acercado mucho, A lo mejor, un lugar así te podría ayudar.

Una impresión mental débil y borrosa acompañó sus palabras, y un escalofrío recorrió la espalda de Índigo cuando el persistente recuerdo tomó forma de repente. En lo más profundo de los bosques de las Islas Meridionales existían arboledas sagradas, siempre junto a un arroyo o a un pozo natural. Sólo las utilizaban las brujas más poderosas y devotas, aquellas que habían dedicado sus vidas exclusivamente al servicio de la Madre Tierra, y ningún extraño se atrevía a penetrar en una sin ser invitado, ya que las arboledas estaban guardadas por espíritus que no toleraban la presencia de los no iniciados. Lugares sagrados, depositarios de poder, focos poderosos de antiguas magias... ¿Era posible que tales arboledas también existieran aquí en el País de los Caballos? No conocía nada de las prácticas ocultas de aquella región salvaje; pero la gente de los pueblos adoraba a la Madre Tierra, igual que lo hacían los suyos...

Con la boca seca, repuso:

Grimya, ¿utilizan ese lugar —ese lugar de agua y oscuridad— los humanos, todavía?

—No... no lo creo. No desde hace muchas, muchas lunas. No hay olor a hombre allí. Pero la magia sigue fuerte.

Como era lo más normal... Índigo se mordió el interior de las mejillas para inducir a la saliva a hacer su aparición, pero cuando volvió a hablar su voz sonaba apagada por la deshidratación.

—¿Y crees que un sitio así podría ayudarme?

Hubo una larga, larga pausa, y luego:

—Eso creo. He... visto cosas. En sueños. Al dormir. No puedo hablar de ellos. Pero están allí.

¿Qué puedes perder?, se dijo Índigo para sí. Conocía perfectamente la respuesta: nada.

Grimya, ¿me conducirás al lugar del agua y la oscuridad?

La loba balanceó la cabeza indecisa.

—¿Es lo que... deseas de verdad?

—Sí.

—Entonces... te conduciré. —Grimya parpadeó, y un escalofrío le recorrió todo el lomo cuando miró más allá de su refugio hacia el interior del bosque iluminado por una luz verdosa, como si viera algo que estaba más allá de lo que Índigo podía percibir—. Pero creo —añadió en un suave y gutural susurro—, creo que me asusta lo que podamos encontrar allí...

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