8

La noticia de que Esther volvería a ver —aunque de un modo singularmente artificial— llegó cuando Garrod estaba envuelto en una serie de compromisos.

A primera hora de la mañana tenía una reunión con Charles Manston para discutir «asuntos generales de la política de relaciones públicas». Manston era un hombre alto y enjuto de facciones aguileñas y suelto cabello negro. Gustaba de un estilo de vestir muy británico, que incluía corbatas azul oscuro con lunares blancos, y hablaba con lo que Garrod definía como un acento del Atlántico medio; pero había sido un sobresaliente periodista y en la actualidad era un perspicaz y eficiente experto en relaciones públicas.

—Lo he estado viendo venir desde hace un año o más —dijo, encendiendo un cigarrillo de boquilla dorada—. La corriente de opinión pública está volviéndose en contra de nuestros productos.

Garrod ojeó los montones de recortes de periódico y copias de emisiones de radio y televisión que Manston había puesto en su escritorio.

—¿Seguro que no estás exagerando? ¿Existe ese animal, la corriente de opinión pública?

—Créeme, Alban, la corriente es muy real y muy potente. Si va en la dirección que tú deseas, maravilloso. Si va en contra de ti…, tienes problemas. —Manston le entregó una hoja de papel—. Es un análisis de la aceptación de nuestra imagen de acuerdo con estos recortes. Casi el sesenta por ciento de los artículos es abiertamente desfavorable a la retardita y productos derivados, y otro doce por ciento tiene connotaciones hostiles.

»Esto, Alban, es lo que en la profesión se denomina mala prensa.

Garrod examinó las cifras tabuladas, aunque el hábito de Manston de dirigirse a él utilizando su nombre completo le había recordado a Esther y el mensaje recibido de Eric Hubert. La operación había sido un éxito, y Esther volvería a ver…, si se aceptaba que la sorprendente propuesta del cirujano era un medio de «visión».

—Fíjate en el análisis —estaba diciendo Manston—. Fíjate en el número de noticias que se ocupan de huelgas y otras acciones laborales provocadas por los sindicatos que se oponen a la instalación de cámaras de vidrio lento en las fábricas. Fíjate en esos artículos sobre las asociaciones pro derechos civiles opuestas a la decisión gubernamental de que todos los vehículos a motor lleven cámaras de vidrio lento. Y tenemos la nueva Liga por la Defensa de la Intimidad… Está haciéndose cada vez más…

—¿Qué propones al respecto? —dijo Garrod.

—Tendremos que gastar dinero. Puedo encargarme de planear una campaña de relaciones públicas, pero costará un mínimo de un millón.

La reunión se prolongó veinte minutos más, en los que Manston expuso sus ideas preliminares respecto a cómo planear la campaña. Garrod, que sólo escuchó a medias, dio su aprobación, y Manston se marchó corriendo, lleno de entusiasmo y gratitud. Garrod pensaba que si los recortes de periódico hubieran sido totalmente favorables a la retardita, su experto en relaciones públicas le habría urgido igualmente a invertir un millón, para flotar en la cresta de la ola. En aquellos momentos un millón tenía menos importancia que un solo dólar durante su infancia en Barlow, Oregon, aunque jamás había logrado quebrar el conocimiento impuesto por los años de tacañería pasados con su tío. Siempre que firmaba un cheque importante o autorizaba una fuerte inversión de capital, veía a su tío palideciendo de temor.

Su siguiente reunión era con Schickert, director de la sección de pinturas luminosas. El producto básico era una emulsión tixotrópica de resina y minúsculos granos de vidrio lento con diversos periodos de dilación que iban de unas horas hasta varios días. La principal aplicación de la pintura era en el campo de la arquitectura (los edificios pintados con ella brillaban tenuemente por la noche), aunque otros fabricantes de pintura habían hecho pedidos sin precedentes de partículas de retardita. Schickert deseaba autorización para una nueva factoría que aumentaría la producción hasta mil toneladas semanales. De nuevo, Garrod se dejó convencer mientras sus pensamientos estaban en otra parte. Por fin, miró su reloj de pulsera, vio con gran alivio que debía partir hacia Los Angeles antes de una hora, y huyó de la oficina.


—Hay cierta incomodidad en esta fase —dijo Eric Hubert—, pero la señora Garrod vuelve a ver.

—¡Por fin! —Garrod tuvo dificultad en que sus palabras se correspondieran con el calidoscopio de sus sentimientos—. Yo… le estoy muy agradecido.

Hubert se pasó los dedos suavemente por el corte de cabello artificial, terminado en V sobre la frente, que le hacía parecer un sonrosado y escultural Mefistófeles.

—La operación en sí fue muy sencilla en cuanto cerramos la cámara anterior con una capa de jalea plástica inerte. Eso nos permitió extraer las cápsulas oculares y formar rendijas permanentes en las córneas sin perder… Lo siento… ¿Lo encuentra desagradable?

—En absoluto.

—Una de las desventajas de ser cirujano oculista es que no puedes alardear demasiado de tu trabajo. El ojo es un órgano sorprendentemente resistente, y sin embargo muchas personas, en especial los varones, no soportan que se les expliquen detalles ni siquiera de la operación más simple. Una persona es sus ojos, ya sabe. Se trata de una especie de reconocimiento instintivo del hecho de que la retina es una extensión del cerebro, y en consecuencia…

—¿Puedo ver a mi esposa?

—Naturalmente. —Hubert no hizo ningún movimiento para levantarse de la silla. Se puso a reordenar montones de documentos—. Antes de que vayamos a la habitación de la señora Garrod deseo asegurarme de que usted sabe qué cosas se le exigen.

—No comprendo.

Garrod empezó a sentirse intranquilo.

—He intentado convencer a la señora Garrod de que una enfermera experta en oftalmología fuera a verla todos los días, pero su esposa no ha querido escucharme. —Hubert miró a Garrod con ojos serenos, evaluadores—. Ella desea que usted le cambie los discos todas las mañanas.

—¡Oh! —Garrod notó que su estómago se contraía de asco y que sus genitales intentaban escabullirse en las cavidades proyecto ras del cuerpo—. ¿Qué implica eso con exactitud?

—Nada que usted no pueda hacer —dijo cordialmente Hubert.

De repente Garrod se despreció por haber permitido que su opinión del cirujano se viera influida por el aspecto más bien ridículo de aquel hombre.

—Aquí están los discos —añadió el cirujano.

Abrió una caja plana y dejó al descubierto diversos objetos de vidrio dispuestos por pares. Eran discos de menos de un centímetro de diámetro, con apéndices de vidrio curvados hacia arriba, que parecían transparentes miniaturas de sartenes. Algunos discos tenían un color negro como el azabache, otros reflejaban color y luz. Hubert sonrió fugazmente.

—No hace falta que le explique, a usted precisamente, qué tipo de material es éste. Son discos de retardita con diferentes períodos de dilación: un día, dos días, tres días… El periodo más corto es de un día, porque no recomiendo que se abran las ranuras de las córneas más de una vez cada veinticuatro horas.

»Para cambiarlos tendrá que rociar los ojos de su esposa con una mezcla de inmovilizador y anestésico, coger firmemente los discos viejos por sus extensiones, sacarlos, colocar los discos nuevos y poner un poco de jul senador en las ranuras. Podría parecerle una empresa difícil, pero le enseñaremos la rutina antes de que su esposa abandone la clínica. Al cabo de un tiempo no le parecerá raro.

—Y por lo que respecta a mi esposa, ¿volverá a tener una visión real?

—Exactamente… Con la lógica excepción de que todo lo que verá tendrá un retraso de uno, dos o tres días, según los discos que utilice.

—Me pregunto qué relación tiene eso con la visión normal.

—Lo importante, señor Garrod —señaló Hubert con firmeza—, es la diferencia entre tener estos discos y no tener ojos ni discos.

—Perdone… Puede parecer que no aprecio lo que usted ha hecho, y ése no es el caso. ¿Cómo está reaccionando Esther?

—Maravillosamente. Me ha dicho que solía ver muchos programas de televisión y que ahora podrá seguir haciéndolo.

—¿Y el sonido? —preguntó Garrod, con el ceño fruncido.

—Se graba y se reproduce en sincronía con lo que se ve. —La voz de Hubert adquirió entusiasmo—. Esta operación ayudará a mucha gente…; quizás algún día tengamos emisoras de televisión patrocinadas por el estado que emitan el sonido en una longitud de onda distinta exactamente veinticuatro horas después de las transmisiones visuales. Así, un aparato tridimensional ordinario, con ligeras modificaciones en los circuitos de audio…

La atención de Garrod se desvió a la aceptación del hecho de que su esposa volvía a ver. Esther había estado ciega durante casi un año, y en ese tiempo no habían estado separados una sola noche, y únicamente habían salido, quizás, en seis ocasiones. A Garrod le parecía haber aguantado eones en la dorada penumbra de la biblioteca, describiendo los hechos en interminables programas televisivos.

—Una voz interesante —comentaba Esther algunas veces—. ¿Cuadra con su dueño?

Otras veces ella tomaba la iniciativa y ofrecía largas visualizaciones de los «dueños» de las voces, y después pedía a Garrod que confirmara si había acertado. Pero, casi de un modo invariable, Esther no había acertado —incluso en casos en que Garrod sospechaba que ella podía describir a la persona de memoria—, y acogía las correcciones de su marido con una sonrisa tensa, melancólica, indicativa de que él estaba perdonado por haberla cegado; y ese perdón representaba una esclavitud más intensa. En otras ocasiones Esther pronunciaba las palabras más indulgentes y sofocantes posibles, las palabras que Garrod temía escuchar, dichas con una expresión radiante:

—Estoy segura de que el escenario que estoy creando para esta obra es mucho mejor que el que contemplan los televidentes.

No obstante, a partir de entonces Esther iba a tener imágenes propias, luz para sus ojos, y tal vez él lograría respirar de nuevo.

—Visitaremos ahora a la señora Garrod si ése es su deseo —dijo Hubert.

Garrod asintió y siguió al cirujano hasta la habitación individual. Esther estaba sentada en la cama de una resplandeciente sala llena de prismas de luz solar, la cual entraba oblicuamente por las ventanas. Llevaba unas pesadas gafas con los lados tapados, y a juzgar por la continua expresión de arrobamiento de su rostro, no les había oído introducirse en la habitación. Garrod se acercó a la cama y, tomando la decisión de que debía acostumbrarse a los resultados de aquella extravagante operación, miró la cara de su esposa. Unos impecables ojos azules parpadeaban al otro lado de las lentes de las gafas. Los ojos de una extraña. Dio un involuntario paso atrás, y se dio cuenta de que los ojos no habían respondido a su presencia.

—Olvidé decírselo —musitó Hubert—. La señora Garrod se opuso a llevar gafas oscuras. Lo que usa ahora son lentes de retardita programadas con los ojos de otra persona.

—¿Dónde han conseguido esas lentes?

—Se obtienen en el comercio. Muchachas con ojos bonitos ganan un dinero extra llevando lentes de retardita durante todo el día. Ciertas mujeres sin enfermedades oculares las usan por razones estéticas. Con una finísima trama de retardita se fabrican gafas que permiten una visión normal al usuario; pero cualquier otra persona que las mire ve los ojos programados. ¿No las había visto nunca?

—No. Últimamente he estado apartado del mundo —dijo en voz alta Garrod para llamar la atención de Esther.

—Alban —dijo ella de inmediato, y extendió las manos hacia él.

Garrod asió los cálidos y secos dedos de su esposa y la besó suavemente en los labios, siempre con los azules ojos de la extraña mirando indulgente a través de las gafas de Esther. Garrod bajó los ojos.

—Cómo te encuentras?

—¡Maravillosamente! Vuelvo a ver, Alban.

—¿Igual que antes?

—Mejor que antes; acabo de descubrir que siempre fui un poco miope. Ahora mismo estoy contemplando el promontorio de Piedras Blancas, creo, al otro lado del océano, y veo a kilómetros de distancia. Había olvidado cuántos matices de azul y verde hay en el mar…

La voz de Esther enmudeció, y sus labios se abrieron de placer. Garrod experimentó un principio de esperanza.

—Me alegro, Esther. Enviaré tus discos a cualquier parte del mundo que desees ver. Podrás estar en los teatros de Broadway, hacer viajes de placer…

—¡Pero eso sería estar separada de ti! —dijo Esther, riendo.

—En realidad no estarías lejos. Y yo siempre estaría cerca.

—No, cariño. No quiero desperdiciar este obsequio empleando el resto de mi vida en ver documentales. —Los dedos de Esther apretaron los de Garrod—. Quiero cosas personales, sencillas. Cosas que nos relacionen… como ir de paseo juntos por nuestros jardines.

—Una excelente idea, cielo, pero no podrías ver el jardín.

—Sí, lo vería… siempre y cuando diéramos nuestro paseo todos los días a la misma hora, y siempre siguiendo el mismo camino.

Una brisa fría sopló en la frente de Garrod.

—Eso significa vivir en el día de ayer. Pasearías por el jardín un día determinado, pero viéndolo tal como era el día anterior…

—¿No sería maravilloso? —Esther se llevó a los labios la mano de Garrod y besó los nudillos. Garrod notó el cálido aliento en el dorso de la mano—. Llevarás un par de discos, ¿verdad, Alban? Quiero que los lleves siempre encima, a todas partes donde vayas. De ese modo siempre estaremos juntos.

Garrod intentó retirar la mano, pero Esther se aferró a ella.

—Dime que lo harás, Alban. —Sus palabras eran como varillas de vidrio crujiendo al partirse—. Dime que compartirás tu vida conmigo.

—No te preocupes —dijo Garrod—. Haré cualquier cosa que desees.

Apartó los ojos de las manos frenéticamente aferradas de su esposa y miró la cara de ésta. Los azules ojos de la extraña le contemplaban con una satisfacción serena, inexpresivo.

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