7

Eric Hubert era un hombre sorprendentemente joven para hallarse en la cúspide de su profesión. Era rechoncho, tenía la piel sonrosada y probablemente había perdido el cabello de un modo prematuro, puesto que lucía una de las modernísimas pelucas de fijación directa (un adhesivo orgánico extendido sobre el cuero cabelludo, formando un exagerado pico en el centro de la frente, y una sedosa borra, también de color negro, esparcida encima mediante aire a presión). A Garrod le resultó difícil creer que era uno de los mejores oculistas del hemisferio occidental. Se sintió vagamente feliz porque Esther, sentada muy erguida al otro lado del enorme y liso escritorio, no pudiera ver a Hubert.

—Éste es el momento que todos esperábamos —dijo Hubert arrastrando las palabras, con una voz profunda que estaba en total desacuerdo con su aspecto—. Las fatigosas pruebas han quedado atrás, señora Garrod.

«Esto va mal —pensó Garrod—. No habría empezado así si la noticia fuera buena.» Esther se inclinó un poco hacia delante; su menudo rostro estaba sereno, al parecer, detrás de las gafas oscuras. El tono sosegado de Hubert estaba proporcionándole solaz en sus tinieblas. Garrod, escapando a pensamientos no pertinentes, recordó a una amiga de edad madura de su tía Marge que deseaba aprender a tocar el piano y, cohibida por su edad, eligió a un profesor ciego.

—¿Cuál es el resultado de las pruebas?

La voz de Esther fue firme y clara.

—Bien, le han dado un auténtico puñetazo en la mandíbula, señora Garrod. La córnea y el cristalino de ambos ojos han quedado opacos a causa del destello y, en el estado presente de la ciencia, la cirugía óptica no puede hacer nada por remediarlo.

Garrod meneó la cabeza con aire de incredulidad.

—Todos los días hay gente que se somete a transplantes de córnea. Y en cuanto a la opacidad del cristalino… ¿no es lo mismo que una catarata? ¿Qué le impide efectuar ambas operaciones con el intervalo apropiado?

—Estamos considerando un estado físico enteramente nuevo. La estructura actual de la córnea se halla alterada de un modo tal que se produciría un rechazo de los injertos al cabo de pocos días. De hecho, tenemos suerte de que no se haya producido una degeneración progresiva del tejido. Naturalmente, podríamos operar los cristalinos del mismo modo que lo hacemos con una catarata ordinaria, tal como usted ha indicado. —Hubert hizo una pausa y pasó los dedos por el incongruente y demoníaco pico de su postizo—. Pero su esposa no quedaría mejor sin una córnea sana y transparente que transmitiera luz.

Garrod miró la serena cara de Esther y apartó la vista rápidamente.

—Debo decir que me parece enormemente increíble que se pueda poner en mi pecho un corazón de cerdo, casi como una rutina, y que en cambio una sencilla operación de los ojos…

—En este caso la operación no sería sencilla, señor Garrod —dijo Hubert—. Mire, a su esposa le han dado una patada en la espinilla, y ahora tendrá que levantarse y seguir andando.

—¿Ah, sí? —Garrod se sintió repentinamente encolerizado por la manía de Hubert de usar analogías, puñetazos en la mandíbula y patadas en la espinilla, al referirse a la catástrofe de quedarse ciego—. A mí me parece que…

—¡Alban! —La voz de Esther tuvo un extraño tono regio—. El señor Hubert me ha ofrecido la mejor atención y los mejores consejos que el dinero puede comprar. Y estoy segura de que tendrá muchos pacientes que atender.

—No pareces entender lo que está diciendo.

Garrod notó que el pánico crecía en su interior.

—Pero si lo comprendo perfectamente, cariño. Estoy ciega, eso es todo. —Esther sonrió, mirando un punto situado justo a la derecha del hombro de Garrod, y se quitó las gafas, enseñando los globos blanqueados que eran sus ojos—. Llévame a casa.


Garrod sólo imaginaba una forma de describir su reacción ante el coraje y la sangre fría de Esther: se sentía humillado.

Durante el descenso hasta el nivel de la calle, en el ascensor, Garrod se esforzó vanamente en pensar algo que decir, pero su silencio no pareció preocupar a Esther. Ella siguió cogida de su brazo con ambas manos, la cabeza bien echada hacia atrás, sonriendo un poco. Varios hombres aguardaban con cámaras en la entrada principal del edificio de Artes Médicas.

—Lo lamento, Esther —musitó Garrod—. Los de la televisión están esperando… Alguien ha debido de ponerles sobre aviso de que estamos en la ciudad.

—No importa. Eres un hombre famoso, Alban.

Esther se aferró con más fuerza a su brazo mientras ambos pasaban entre el grupo de periodistas y entraban en el automóvil que les aguardaba. Garrod se negó a efectuar comentarios ante los micrófonos, y al cabo de pocos instantes el coche se deslizó hacia el aeropuerto. Esther no había exagerado la fama de Alban Garrod. Su marido estaba en el centro de dos noticias distintas que habían captado y retenían el interés del público. La primera era una versión sensacionalista de cómo él, sin ninguna ayuda, había puesto al descubierto la tentativa de un sindicato del juego de Portston para hundir a su padre político. La segunda era el difundidísimo relato de una investigación secreta para producir una nueva y terrible arma con el vidrio lento, la cual se había cobrado la primera víctima en la persona de la esposa del inventor. Los primeros esfuerzos de Garrod para lograr que los medios de comunicación expusieran los hechos en su debida perspectiva había obtenido el efecto opuesto, y él había adoptado una línea contraria a la comunicación.

Al llegar al aeropuerto, Garrod distinguió el rostro y la barba pelirroja de Lou Nash entre la multitud y guió a Esther hacia el piloto. Otros periodistas y camarógrafos aguardaban cerca del avión de Garrod, pero el aparato se elevó rápidamente y efectuó el breve vuelo hasta Portston. Allí les aguardaba un mayor gentío de periodistas, pero en esa ocasión Garrod gozó de la ayuda de Manston, su director de relaciones públicas, y llegaron a casa en un tiempo sorprendentemente corto.

—Sentémonos en la biblioteca —dijo Esther—. Es la única habitación que veo sin ojos.

—Por supuesto.

Acompañó a Esther hasta el sillón favorito de ésta y él tomó asiento delante. El frío y dorado silencio de la sala se cerró sobre ellos.

—Debes de estar cansada —dijo Garrod al cabo de unos momentos—. Pediré café para ti.

—No quiero nada.

—¿Algo de beber?

—Nada. Sólo quiero estar contigo, Alban. Tengo tantas cosas que reajustar…

—Entiendo. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Sólo estar conmigo.

Garrod asintió, y volvió a sentarse para contemplar el sol de media tarde que cruzaba los elevados ventanales. El viejo reloj del rincón emitía su impasible tictac, creando y destruyendo distantes universos con cada oscilación de su péndulo.

—Tus padres vendrán pronto —dijo.

—No; les dije que esta noche deseábamos estar solos.

—Pero la compañía te sentaría bien.

—Tú eres las única compañía que deseo.

Cenaron a solas y después volvieron a la biblioteca. En todas las ocasiones en que Garrod intentó iniciar una conversación, Esther indicó con claridad que prefería no hablar. Garrod miró su reloj de pulsera: la medianoche estaba muy lejos, en la cresta de una montaña de tiempo.

—¿Qué me dices de los libros sonoros que te he comprado? ¿No te gustaría escuchar algo?

—No. Ya sabes que nunca me ha preocupado demasiado la lectura.

—Pero eso sería distinto. Sería como escuchar la radio.

—Escucharía la radio real si quisiera hacerlo.

—La cuestión es… Olvídalo.

Garrod se esforzó en guardar silencio; cogió un libro y se puso a leer.

—¿Qué haces?

—Nada… Sólo leer.

—Alban, hay algo que me gustaría mucho hacer —dijo Esther unos quince minutos después.

—¿Qué es?

—¿Podríamos ver juntos algún programa de televisión?

—No sé a qué te refieres.

—Llevaremos gafas distintas. —Esther denotaba un ansia infantil—. Yo escucharé el sonido con mis auriculares, y si hay algún detalle de la imagen que no pueda captar, tú me explicarás lo que ocurre. De esa manera ambos tomaremos parte, juntos.

Garrod vaciló. La palabra juntos había aflorado de nuevo, como sucedía con mucha frecuencia aquellos días en las conversaciones con Esther. Ninguno de los dos había vuelto a referirse a la cuestión del divorcio.

—De acuerdo, cariño —dijo Garrod.

Se acercó a un cajón, sacó los accesorios tridimensionales y puso uno de los juegos en el rostro serenamente expectante de su esposa. El ascenso cuesta arriba, hacia la medianoche, se estaba haciendo más largo y empinado.


La cuarta mañana Garrod asió a Esther por los hombros y la mantuvo frente a sí.

—Lo acepto —dijo—. Acepto que tengo parte de culpa en que hayas perdido la vista, pero ya no aguanto más.

—Ya no aguantas más qué, Alban?

Esther parecía herida y sorprendida.

—Este castigo. —Garrod suspiró, tembloroso—. Estás ciega, pero yo no. Tengo que proseguir mi trabajo…

—Para eso tienes directivos.

—… y mi vida, Esther.

—¡Todavía quieres divorciarse!

Esther se retorció para desasirse, dio unos pasos y cayó en una mesa baja. No intentó levantarse; se quedó tendida en el suelo, sollozando en silencio. Garrod contempló a su esposa un instante, desesperado, y luego la cogió en sus brazos.

Aquella misma tarde recibió una llamada de McFarlane. El jefe de investigación estaba pálido y fatigado, pero sus ojos, empequeñecidos por las lentes cóncavas, destellaban igual que circones.

Empezó preguntando por Esther con un tono casual que no logró ocultar su excitación.

—Esther está bien —dijo Garrod—. Pasa por un periodo de adaptación…

—Lo imagino. Eh…, ¿cuándo volverás al laboratorio, Al?

—Pronto. Dentro de algunos días. ¿Me has llamado sólo para pasar el rato?

—No. En realidad…

—Lo has conseguido; ¿es eso, Theo?

Garrod sintió un presentimiento. McFarlane asintió con solemnidad.

—Hemos obtenido emisión acelerada controlada. Un efecto pendular bastante definido, aunque con una frecuencia variable controlada mediante realimentación de la frecuencia de los rayos X. Los chicos tienen un trozo de vidrio lento en el dispositivo, y ahora mismo lo están acelerando como si fuera una película casera. Acelerándolo hasta una hora por minuto, decelerándolo cuando les apetece, casi congelando las imágenes.

—¡Control perfecto!

—Te dije que lo conseguiríamos al cabo de tres meses, Al… y eso fue hace diez semanas.

McFarlane parecía intranquilo, como si hubiera dicho algo que prefería haber callado; Garrod lo captó inmediatamente. Si él no hubiera sido tan egoísta, si no hubiera intentado hacer el descubrimiento por su cuenta pese a llevar años de atraso en los avances de los laboratorios, su esposa aún conservaría la vista. La responsabilidad y la culpabilidad eran suyas, y de nadie más.

—Felicidades, Theo —dijo Garrod.

—Esperaba sentirme contento. La retardita ya está perfeccionada. La dilación fija era lo único que lo impedía. A partir de ahora un simple trozo de vidrio lento es superior a la cámara más costosa del mundo. Todo lo anterior no es nada comparado con lo que se avecina.

—Entonces, cuál es tu problema, Theo?

—Acabo de comprender que jamás volveré a estar completamente solo.

—No te preocupes por eso —dijo tranquilamente Garrod—. Todos tendremos que aprender a vivir así.

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