5

Era más de medianoche cuando Garrod llegó a casa. La servidumbre estaba durmiendo, aunque un resplandor de luz amarillenta procedente de la entreabierta puerta de la biblioteca indicaba que Esther seguía levantada todavía. Ella no leía mucho, ya que prefería ver la televisión, pero le gustaba sentarse en la dorada cordialidad de la biblioteca. Garrod sospechaba que ello se debía a que era la única habitación que él no había modernizado ampliamente cinco años atrás, poco tiempo después de comprar la casa. Entró y encontró a Esther acurrucada en un sillón de cuero de alto respaldo, con las gafas de televisión cubriendo sus ojos.

—Llegas tarde. —Alzó una mano para saludar, pero no se quitó las pantallas de los ojos—. ¿Dónde has estado?

—He tenido que ir a un centro de investigación del ejército en un lugar llamado Macon.

—¿Qué quiere decir «en un lugar llamado Macon»?

—Es el nombre del lugar.

—Lo dices como si esperaras que yo no hubiera oído hablar nunca de ese sitio.

—Lo siento. No pretendía…

—¿Macon está en Georgia, verdad?

—Exacto.

—Los demás no somos completamente estúpidos, Alban.

Esther ajustó las gafas de televisión y se revolvió hasta encontrar una posición más cómoda.

—¿Quién ha dicho que…? —Garrod se mordió el labio y se acercó al mueble bar, donde las botellas de licor brillaban cálidamente en un estanque de luz—. ¿Estás bebiendo algo?

—No necesito beber, gracias.

—Yo tampoco necesito beber, pero de todas formas disfrutaré haciéndolo.

Garrod mantuvo uniforme su voz, preguntándose por qué Esther estaba pinchándole. Era como si ella tuviera conocimiento anticipado de lo que él deseaba decir. Mezcló un bourbon suave con agua y se sentó cerca de la chimenea. La corteza gris y blanca de un tronco yacía en el hogar, crujiendo suavemente, y despidiendo ocasionales chispas anaranjadas que remolineaban en la oscuridad de la chimenea.

—Hay un montón de mensajes en el escritorio —dijo Esther en tono de censura—. Un hombre de tu posición no debería desaparecer días enteros sin ponerse en contacto con la oficina.

—Para eso empleo y pago muy bien a los directivos. Si son incapaces de ocuparse de los asuntos durante unas horas, no me sirven.

—El gran cerebro no quiere corromperse pensando en dinero. ¿No es eso, Alban?

—Yo no he dicho que tenga un gran cerebro.

—No, no eres lo bastante sincero para decirlo, pero en realidad te consideras una persona aparte. Cuando te dignas hablar con alguien hay una sonrisita en tu cara que dice: «Ya sé que hacer esta observación es perder el tiempo, pero la expongo por diversión, para ver si alguien intuye siquiera mínimamente su significado».

—¡Por el amor de Dios! —Garrod se inclinó hacia delante en su sillón—. Esther, divorciémonos.

Esther se quitó las gafas y le miró.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Qué motivo hay para que sigamos así?

—Así hemos estado durante bastantes años y ni una sola vez has mencionado el divorcio.

—Lo sé. —Garrod tomó un gran trago de su bebida—. Pero hay un límite. Esto no es lo que se espera de un matrimonio.

Al cabo de un instante Esther estaba levantada y mirándole atentamente a los ojos. Rió de un modo trémulo.

—¡Oh, Dios! Creo que finalmente te ha sucedido eso.

—¿Eso?

Una visión de carnosos labios plateados centelleó en la mente de Garrod.

—¿Cómo se llama ella, Alban?

Garrod se echó a reír, incrédulo.

—No hay otra mujer.

—¿La has conocido en este viaje?

—Te aseguro que tú eres la única. Y ya he tenido bastante.

—Vive en Macon. Por eso decidiste ir allí tan de repente.

Garrod miró con desprecio a su esposa, pero en su fuero interno le tenía miedo.

—Te lo diré claramente: no hay otra mujer. Desde que nos casamos no he pasado de estrechar las manos de otras mujeres. Simplemente, se me ocurre pensar que hemos ido demasiado lejos.

—A eso me refiero. Eres un tipo aburrido, Alban. Lo descubrí terriblemente pronto. Sin embargo, ahora hay algo que te agita. Y ella tiene que ser algo especial para haber encendido tu hoguerita.

—Ya he escuchado bastantes absurdos. —Garrod se puso de pie y cruzó la habitación hasta el escritorio—. ¿Qué opinas del divorcio?

—Opino que… ni pensarlo, guapo. —Esther se acercó a él, todavía sosteniendo las gafas, y Garrod oyó débiles voces que surgían de los auriculares—. Es lo primero que has querido de mí desde que descubriste que no necesitabas el dinero de papá. Es lo primero que me has pedido…, y voy a disfrutar asegurándome de que no lo consigues.

—Eres un tesoro —dijo lentamente, incapaz de expresar su cólera.

—Lo sé.

Esther volvió a su sillón, tomó asiento y se puso otra vez las gafas repletas de imágenes. Un rasgo de pacífica concentración se extendió por su menudo rostro.

Garrod cogió el delgado paquete de cintas-mensaje que estaba sobre su escritorio. La mayor parte eran copias mecánicas de mensajes orales, un sistema que a él le parecía más conveniente que tener que escuchar una serie de grabaciones. La que estaba encima del montón databa de hacía sólo una hora, y procedía de Theo McFarlane, el jefe de investigación de los laboratorios que Garrod tenía en Portston. Decía así:


«ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL. ESTOY UN NOVENTA POR CIENTO SEGURO DE LOGRAR EMISIÓN ACELERADA ESTA NOCHE. SÉ QUE TE GUSTARÍA ESTAR PRESENTE. PERO Mi PACIENCIA TIENE UN LÍMITE, AL. ME CONTENDRÉ HASTA MEDIANOCHE. THEO.»


Una helada excitación se apoderó de Garrod mientras ojeaba rápidamente las cintas y veía una serie de mensajes de McFarlane, todos relativos al mismo terna. Habían sido enviados a intervalos durante aquel mismo día. Al mirar el reloj vio que pasaban veinticinco minutos de la medianoche. Cruzó la habitación y arrojó los mensajes en el regazo de Esther para desviar su atención de la televisión.

—¿Por qué nadie se ha puesto en contacto conmigo para informarme de los proyectos de Theo?

—A nadie le está permitido interrumpir tus paseítos, Alban. Recuérdalo. Para eso tienes directivos.

—Sabes que el trabajo de los laboratorios es diferente —contestó bruscamente Garrod, reprimiendo el impulso de arrancar las gafas de la cara de Esther y partirlas por la mitad.

Se precipitó hacia el videófono y marcó el número del canal directo de la oficina de McFarlane. Un instante después, el seco rostro con gafas de McFarlane apareció en la pantalla. Sus ojos parpadeaban de fatiga detrás de las lentes bicóncavas que los hacían parecer de tamaño menor que el normal.

—Por fin, Al —dijo en tono desaprobador—. He intentado localizarte todo el día.

—He estado fuera de la ciudad. ¿Ya lo has hecho?

McFarlane negó con la cabeza.

—Problemas laborales. Los técnicos han insistido en descansar para tomar un café.

Su aspecto era de disgusto.

—Nunca te amoldarás a trabajar con seres humanos, Theo. Estaré ahí dentro de veinte minutos.

Garrod cortó la conexión, salió de la vivienda y se dirigió al garaje. Eligió el Mercedes de dos plazas y motor de rotor doble como mejor vehículo para un viaje por las afueras de la ciudad. Mientras lanzaba el coche por el sinuoso camino cercado de arbustos que salía de la casa, Garrod se dio cuenta de que se había ido sin avisar a Esther; pero no había nada que decir aparte de que él iba a conseguir el divorcio como fuera…, y eso podía esperar hasta el día siguiente.

Durante el agitado trayecto, Garrod pensó en las implicaciones del mensaje que había recibido de McFarlane. Pese a nueve años de continua investigación, el vidrio lento había conservado su integridad en un aspecto vital: se negaba a suministrar información antes del momento determinado por el periodo de dilación inherente a su estructura cristalina. Una sección de retardita de un año de espesor conservaría durante un año las imágenes que almacenaba, y ningún tipo de coacción a cargo de un ejército de investigadores lo persuadiría a obrar de otro modo. Incluso con esa inflexibilidad, la retardita había encontrado miles de aplicaciones en todos los campos, desde la bisutería a la exploración de planetas. Pero de haber sido posible rebajar el periodo de retraso y liberar la información a voluntad, el vidrio lento habría sido enteramente independiente.

La base de la dificultad residía en que las imágenes no estaban almacenadas en el material en calidad de imágenes. Las variaciones en la disposición de luz y sombra se traducían en modelos de deformación que poco a poco pasaban de un lado a otro del vidrio. El descubrimiento de este hecho había resuelto una objeción teórica al principio de la retardita. En los primeros tiempos, cuando se creía que el retraso temporal estaba en función del grosor del material cristalino, algunos físicos habían observado que las imágenes que entraran con cierto ángulo debían surgir mucho más tarde que otras que atravesaran el material perpendicularmente. Para superar la anomalía había sido preciso postular que la retardita poseía un índice de refracción infinitamente grande, cosa que a Garrod, de un modo instintivo, no le gustó. Y por ello obtuvo una gran satisfacción personal al establecer la verdadera naturaleza del fenómeno de la transferencia piezolumínica, y al ver que dicho fenómeno recibía el nombre de efecto Garrod en los textos científicos.

No obstante, establecer la naturaleza del efecto no había alterado el hecho de que no existía acceso a las imágenes almacenadas. Si el retraso temporal hubiera estado directamente relacionado con el grosor, habría sido posible fraccionar la retardita en hojas más delgadas y obtener antes la información. Pero en la práctica cualquier tentativa —por sutil o insidiosa que fuera— de intervenir en la estructura cristalina producía la eliminación de los modelos de deformación. Ni siquiera había un vislumbre de luz emitida. El material se limitaba a aflojar su asimiento al pasado, y se volvía negro como el azabache, una pizarra vítrea a la espera de grabar nuevos recuerdos.

Aunque le resultaba cada vez más difícil dedicar tiempo a los laboratorios, Garrod seguía teniendo gran interés personal en resolver el problema de la emisión acelerada. Ello se debía en parte a su egoísmo científico en relación con lo que él había descubierto, y en parte al vago conocimiento de que existían casos en que el vidrio lento actuaba como el agua y la fruta de Tántalo, torturando a los individuos cuya irresistible necesidad era sentir inmediatamente el frescor del conocimiento. No hacía mucho, Garrod había leído el relato periodístico de un juez fallecido poco después de una espera de cinco años para saber si el hombre al que había condenado a la silla eléctrica era declarado igualmente culpable por una hoja de vidrio lento, único testigo del crimen. No recordaba el nombre del juez, pero la realidad de su sufrimiento formaba parte de un modo desagradable de la imagen del mundo que tenía Garrod.

Sobre la calle por la que conducía, las hojas de vidrio lento relucían con el azul del cielo diurno, creando el efecto de ir a toda velocidad por un amplio túnel que tenía agujeros rectangulares en el techo. En una de las hojas vislumbró el dardo plateado de un avión de línea regular que había sobrevolado aquel punto hacía algunas horas.

El vigilante nocturno saludó desde su caseta cuando Garrod introdujo el Mercedes entre las puertas del edificio de investigación y desarrollo. La mayor parte del inmueble se hallaba a oscuras, excepto la sección de McFarlane, iluminada con una luz dorada. Garrod se quitó la chaqueta y la echó encima de una silla al entrar en el laboratorio. Un grupo de hombres se hallaban reunidos en tomo a uno de los bancos. El único que no estaba en mangas de camisa era el mismo McFarlane; el jefe de investigación vestía, como siempre, un pulcro traje de calle de rectas hombreras. Se decía que McFarlane no había tocado un soldador desde el día en que pasó al directorio, pero su control sobre lo que ocurría en su departamento era absoluto y minucioso.

—Llegas justo a tiempo —dijo McFarlane, saludando con la cabeza a Garrod—. Tengo el presentimiento de que vamos a dar en el blanco.

—¿Sigues aplicando la técnica modificada de radiaciones Cerenkov?

—Y obteniendo resultados, además. —McFarlane señaló una hoja de vidrio lento, totalmente negra, montada en un armazón y rodeada por un conjunto de cajas grises, osciloscopios y un improvisado tablero de mandos—. Es una hoja de vidrio de tres días que fue regenerada ayer. Las imágenes que ha captado a partir de entonces no llegarán a este lado hasta mañana, pero creo que las haremos correr un poco más de prisa.

—¿Cómo lo sabes?

—Fíjate en estas curvas de difracción. —McFarlane indicó una pantalla—. ¿Ves lo diferentes que son de las que solemos obtener cuando proyectamos rayos X a través de la retardita? Ese resplandor demuestra que la velocidad de la imagen y la velocidad de la radiación Cerenkov han empezado a igualarse.

—Es posible que hayas reducido la velocidad de la radiación Cerenkov.

—Apuesto a que he acelerado la imagen.

—Algo va mal —indicó uno de los técnicos, con voz sosegada—. La curva distancia-tiempo está empezando a tomar una forma… exponencial.

Garrod examinó la imagen del osciloscopio e imaginó que la luz vertida en la hoja de vidrio lento durante tal vez treinta y seis horas estaba concentrándose, formando una onda, un pico…

—¡Tápense los ojos! —Gritó McFarlane—. ¡Apártense de aquí!

Garrod se llevó el brazo a la cara mientras los técnicos se alejaban en desorden; y entonces hubo una silenciosa llamarada blanca, un resplandor que encogió el corazón de Garrod, porque debía de ir acompañado de la detonación de una bomba infernal. Bajó el brazo y vio a los demás, sólo difusamente, a través de una pantalla de imágenes consecutivas verdes y anaranjadas. El vidrio lento estaba negro como la noche una vez más, e igualmente pacífico.

McFarlane fue el primero en hablar, con una voz suave.

—Te he dicho que íbamos a forzar la salida de la luz de esa hoja… y no hay duda de que lo hemos logrado.

—¿Están todos bien? Garrod examinó a los técnicos, que poco a poco convergían de nuevo en el banco—. ¿Le ha alcanzado directamente en la cara a alguno de ustedes?

Los técnicos movieron negativamente la cabeza.

—Todos estamos bien, señor Garrod.

—En ese caso hemos terminado. Anótense el turno nocturno entero y den tiempo a sus ojos para que se recuperen antes de volver a sus casas. —Garrod se volvió hacia McFarlane—. Tendrás que idear nuevos procedimientos de seguridad antes de avanzar más con esto.

—¡Como si no lo supiera! —Los ojos de McFarlane parecían magullados detrás de sus gafas—. Pero hemos conseguido luz, Al. Ha sido la primera vez en nueve años enteros de tentativas que alguien modifica la estructura de la retardita sin anular los modelos de deformación. Hemos obtenido luz… —Yo diría que si. —Garrod recogió la chaqueta mientras se encaminaban hacia el despacho privado de McFarlane—. Será mejor que pongas a trabajar a los expertos en derecho patentarlo a primera hora de la mañana. ¿Hay tipos habladores entre tus muchachos?

—Son de confianza.

—Perfecto. No sé qué aplicaciones tendrá este invento tuyo, pero seguro que tiene muchas.

—Armas —aventuró sombríamente McFarlane.

—No lo creo. Demasiado engorroso; y el radio de acción sería muy corto con la absorción atmosférica. Pero tenemos la fotografía con flash, sistemas de señales en el espacio… Apuesto a que si transportas una hoja de cinco años hasta Urano en una sonda espacial y la descargas, el relámpago será detectable en la Tierra.

McFarlane abrió la puerta de su despacho.

—Echemos un trago para celebrarlo. Guardaba una botella para esta ocasión.

—No sé, Theo.

—Vamos, Al. Además, tengo una frase nueva para ti. A ver qué te parece. —Señaló hacia delante con un fiero ceño en su rostro y gritó—: ¡Deja de jugar con ese cinturón, Van Allen!

—No está mal. No está muy bien, pero tampoco está mal.

Garrod dedicó una sonrisa a su jefe de investigación, amigo suyo desde los tiempos escolares. Solían bromear con una fantasía en la que los grandes científicos que habían dado nombre a diversos descubrimientos eran niños reunidos en un aula. Pese a tener una edad tan tierna, todos y cada uno de ellos estaban preocupados en cierto modo por el campo científico en que iban a triunfar a lo largo de sus vidas; sin embargo, el atormentado maestro no podía saberlo, y se esforzaba una y otra vez en obligarlos a prestar atención. Hasta la fecha, y en esa secuencia fantástica, el profesor había gritado: «¿Qué tienes en esa botella, Klein?» (a un incipiente topólogo); «¡Deja ya de agitarte, Brown!» (al futuro descubridor de la agitación molecular), y «¡Decídete, Heisenberg!» (al niño que un día iba a formular el principio de indeterminación). Garrod casi había abandonado el juego debido a que era difícil encontrar una frase nueva con el grado de universalidad requerido, pero McFarlane seguía trabajando y creando una nueva frase todas las semanas… Garrod vaciló en la puerta.

—Es un poco pronto para celebrarlo. Aún tenemos que explicar por qué se ha producido una reacción incontrolable y determinar qué haremos con ella.

—Puesto que hemos llegado tan lejos, el resto sólo es un problema de tiempo —dijo enfáticamente McFarlane—. Te garantizo que dentro de tres meses podrás coger una hoja de vidrio lento y ver cualquier escena que contenga, la que desees, igual que si proyectaras una película en tu casa. Piensa en lo que eso va a significar.

—Sí, para gente como la policía. —Garrod pensó en el juez anónimo—. Y para el gobierno.

McFarlane se encogió de hombros.

—¿Espionaje? ¿A eso te refieres? ¿Vidriodetectives? ¿Invasión de la intimidad? Los únicos que tendrán motivo de preocupación serán los ladrones. —Cogió una botella de whisky de un aparador y sirvió dos generosas raciones en sendos vasos de borde dorado— Pero te diré una cosa: no me gustaría ser uno de esos tipos que están metidos en asuntos que no desean que lleguen a oídos de sus mujeres.

—A mí tampoco me gustaría —convino Garrod.

En el fondo de su vaso, en el punto donde la interacción de reflexión y refracción creaba un universo en miniatura, Garrod vio una mujer de cabello negro y labios plateados.


Al llegar a casa una hora más tarde, Garrod esperaba encontrar la vivienda a oscuras, pero había luz en varias habitaciones y vio a Esther en la puerta principal. Su esposa vestía una ceñida chaqueta de cheviot y llevaba un pañuelo atado al cabello. Garrod salió del Mercedes y, presintiendo problemas, subió las escaleras. Las luces de la pared revelaban que la cara de Esther estaba pálida y con señales de lágrimas. Se trataba de una reacción tardía a su solicitud de divorcio?, se preguntó Garrod. Sin embargo, ella se había mostrado muy fría…

—Alban —dijo rápidamente Esther, antes de que él pudiera hablar—, he intentado localizarte en los laboratorios, pero el vigilante me ha dicho que acababas de salir.

—¿Algo va mal?

—¿Me acompañas a ver a papá?

—¿Está enfermo?

—No. La policía le ha detenido.

Garrod estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¡Pero eso sería un delito de lesa majestad! ¿Qué se supone que ha hecho?

Esther se tapó la boca con temblorosas manos mientras decía:

—Aseguran que ha matado a un hombre.

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