En la mañana de su decimoprimer aniversario de boda Garrod tenía una importante cita programada en el Pentágono. Deseaba estar lo mejor preparado posible, y por eso había decidido viajar en avión a Washington la tarde anterior. Esther puso rutinarios reparos para que guardara las apariencias con las desairadas personas que había invitado a cenar, pero Garrod ya lo esperaba, y se ocupó de los invitados sin ningún problema. Su transporte privado despegó de Portston a las siete de la tarde, adquirió velocidad supersónica pocos momentos después y ajustó su ruta a una altitud de quince kilómetros para los noventa minutos de vuelo hacia el este.
El ascenso hasta altitud de crucero siempre alborozaba a Garrod; en cierta ocasión había calculado que si alguien que sobrevolase el aeropuerto a quince mil metros de altura dejaba caer una roca, el jet de Garrod podría despegar en el mismo instante y alcanzar al intruso antes de que la roca llegara al suelo. Se desabrochó el cinturón de seguridad, miró por las ventanillas —de Thermgard homologado con una dilación nula— los dominios de la nubes iluminadas por el sol, muy por debajo, y se preguntó qué debía hacer con Esther.
Habían transcurrido nueve años desde que devolviera la pelota a su esposa con su brusca metamorfosis de ingeniero y químico sin éxito (con un negocio que habría quebrado sin la transfusión del dinero de Livingstone) al multimillonario independiente que podía comprar y vender a toda su familia. Esos años habían sido enormemente satisfactorios para Garrod a casi todos los niveles que era capaz de imaginar; sin embargo, aunque resultara increíble, recordaba los dos primeros años de matrimonio con cierta nostalgia.
La relación con Esther se había resquebrajado gravemente por culpa de la necesidad de su mujer de tratarle como a una propiedad, pero eso había sido una realidad existencias. Había existido un vínculo estrecho y fuerte que, por su misma constricción, había compensado de una forma curiosa la incapacidad de Garrod para experimentar amor real o mostrarse posesivo y celoso: todo lo que Esther le había exigido. En el presente, lógicamente, ella no exigía nada. Al parecer, una profunda sensación de inseguridad evitaba que Esther entablara una relación sin tener a los potentes batallones de su lado, a punto de enfrentarse a hechos imprevistos. Desde que él obtuviera su independencia financiera, había formado con su esposa una especie de sol binario: dos componentes vinculados, que se influían en sus respectivos movimientos, pero que jamás establecían contacto. Garrod había considerado el divorcio, mas ni las desventajas de su existencia cotidiana ni la atracción de otra distinta habían tenido fuerza suficiente para impulsarle a actuar.
Como de costumbre, el esfuerzo de intentar pensar de una forma constructiva en su vida sentimental, o en su carencia de dicha vida, provocó una fastidiosa impaciencia. Abrió su maletín para preparar la reunión de la mañana y dudó al ver las carpetas confidenciales, todas ellas con una etiqueta roja que decía: «¡SECRETO! ESTA CARPETA PUEDE ABRIRSE ÚNICAMENTE EN AMBIENTES APROBADOS, CONDICIONES DE LUZ NULA O AL ABRIGO DE UNA CUBIERTA CERTIFICADA DE SEGURIDAD TIPO US 183».
Garrod vaciló un instante. La cubierta de seguridad estaba cuidadosamente enrollada en el compartimento adecuado del maletín, pero la idea de desplegar su forma de colmena y colocarse en la frente la cinta auxiliar con su minúscula luz resultaba repentinamente fastidiosa. Examinó el interior de la aeronave preguntándose si sería prudente trabajar al descubierto, y entonces se dio cuenta de que estaba engañándose si pensaba detectar un espía de vidrio. El vidrio lento —denominado oficialmente retardita— había sustituido a las cámaras en la totalidad de actividades de espionaje, y se sabía que los agentes operaban fructíferamente con minúsculas varillas de retardita introducidas en sus poros a manera de espinillas. Al volver a su base, el agente se limitaba a quitarse la peca de cristal, la cual, sometida a amplificación, volvía a mostrar todo lo que había «visto» durante su periodo de dilación. Cualquier persona, incluido el piloto personal de Garrod, podía haber metido una aguja de vidrio lento en el material que guarnecía el techo del avión, y Garrod no tenía la menor esperanza de encontrarla. Tras cerrar el maletín, tomó la decisión de reposar un poco.
—Voy a dormir un rato, Lou —dijo por el intercomunicador—. Llámeme quince minutos antes del aterrizaje. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, señor Garrod.
Garrod abatió por completo su asiento y cerró los ojos, sin que en realidad esperara dormir; no obstante, no se enteró de nada hasta que el piloto anunció que estaban llegando. Entró en el lavabo y se refrescó rápidamente. Su rostro enjuto, casi descarnado, tenía un lastimoso aspecto en el espejo, ante el reconocimiento de que el apremio para lavarse manos y cara antes de encontrarse con gente era la herencia de una infancia pasada con un tío y una tía muy singulares, por utilizar una expresión benevolente. El increíble temor de tío Luke a gastar dinero, por muy poco que fuera, había dejado ciertas marcas en Garrod; sin embargo, había sido tía Marge la que había originado las impresiones más duraderas. Había sido maestra de escuela, y sus fobias con la suciedad y los gérmenes eran tan morbosas que cuando se te caía un lápiz jamás volvía a tocarlo; uno de los alumnos debía recogerlo, partirlo por la mitad y arrojar los fragmentos al cubo de la basura. Además, tía Marge nunca había tocado la manivela de una puerta sin llevar guantes; y si se trataba de un tirador no accionable con el codo, aguardaba larguísimo tiempo a que alguien llegara por casualidad y abriera la puerta. Garrod había adquirido de ella ciertos escrúpulos, e incluso en la vida de adulto seguía sintiéndose impulsado a lavarse las manos antes de orinar para evitar el traslado de gérmenes a su persona.
Volvió a abrocharse el cinturón de su asiento antes de que el jet descendiera sobre la pista de aterrizaje en Washington. La noche era fría y refrescante cuando bajó por la escalerilla. Tenía la inusual necesidad de dar un simple paseo, como antaño, pero había una limusina esperándole al pie de las escaleras, tal como había dispuesto su secretaría, y decidió no dar al traste con el programa. Al cabo de treinta minutos llegó al hotel y se registró. Había planeado acostarse temprano, pero el descanso en el avión, combinado con el hecho de que había ganado tiempo en el vuelo hacia el este a velocidad supersónica, hizo que la idea de retirarse le pareciera vagamente ridícula.
Irritado por su incapacidad para relajarse, abrió el maletín, sacó la cubierta de seguridad y se la colocó. Sentado en un sillón, en el centro de la colmena negra, empezó a examinar sus carpetas con la luz de la lámpara sujeta a su frente. Los papeles eran perversamente inmanejables en aquellos restringidos confines, y más teniendo en cuenta que parte de los documentos eran las actas de una reunión anterior tomadas en taquigrafía Braille, las cuales había olvidado hacer transcribir a texto normal. El tema era la provisión de una serie de discos de retardita con diversos periodos de dilación para un extenso sistema de satélites estratégicos de reconocimiento; había mucha cantidad de argumentación técnica en cuanto a incrementos de la dilación y la eventual conveniencia de combinar numerosos discos de corta dilación en un conjunto de gran dilación que pudiera ser hecho retomar a la Tierra para fraccionarlo en el punto deseado.
Garrod estuvo sentado quizás una hora, pasando los dedos sobre los repujados caracteres de la escritura Braille, y confiando en que su reunión matutina se celebrara en una de las modernas salas del Pentágono consideradas como «ambiente aprobado». Las dos últimas reuniones habían tenido lugar en las viejas dependencias de luz nula, y le habían parecido negras eternidades de voces invisibles, papeles que crujían y el urgente teclear de las máquinas de taquigrafía Braille. Una de las pesadillas personales de Garrod era que alguien inventara un dispositivo para grabar sonidos tan eficaz y ubicuo como la retardita respecto a la luz, en cuyo caso las reuniones confidenciales tendrían que celebrarse no sólo a oscuras, sino asimismo en total silencio.
Estaba empezando a pensar en guardar de nuevo sus notas cuando sonó el videófono. Contento por poder huir de la cubierta de seguridad, cerró el maletín, se acercó a la pantalla y apretó el botón de respuesta. La imagen de una joven de cabello negro apareció ante él. Tenía ojos grises, ovalada cara pálida y unos labios pintados con color plata. Un rostro que Garrod podía haber visto en sueños, una sola vez, hacía mucho tiempo. Se quedó mirando a la mujer durante un inmóvil instante, intentando analizar la emoción que experimentaba; sin embargo, sólo logró identificar un componente: se sentía privilegiado por el simple hecho de estar mirando aquella cara. Se le ocurrió pensar que un hombre podía aceptar que una mujer era hermosa tal vez durante muchos años, durante toda una vida, porque jamás había conocido a su ideal, y en consecuencia adoptaba las pautas de otros hombres. Pero si él encontraba su máximum algún día, todas las cosas deberían cambiar, y ninguna otra mujer podría seguir siendo considerada perfecta. Aquella chica tenía la descarada sensualidad de una heroína de comic, alterada por una pizca de sutilidad oriental, y quizá crueldad, y…
—¿El señor Garrod? —Su voz era agradable, aunque nada sobresaliente—. Siento molestarle tan tarde.
—No me molesta —dijo Garrod.
«Al menos, no de la forma que te imaginas», pensó.
—Me llamo Jane Wason. Trabajo para el Departamento de Defensa.
—Nunca la he visto allí.
Ella sonrió, mostrando unos dientes muy regulares, muy blancos.
—Trabajo en segundo plano, en la secretaría.
—¿Sí? Bien, ¿y qué la ha puesto en primer plano?
—Llamé a su oficina de Portston y me dijeron que le encontraría en este número. El coronel Mannheim le envía sus excusas, pues no podrá reunirse con usted por la mañana.
—Fatal —contestó Garrod, intentando aparentar decepción—. ¿Le gustaría cenar conmigo esta noche?
Aparte de una leve dilatación de sus ojos, la muchacha hizo caso omiso de la pregunta.
—El coronel ha tenido que viajar a Nueva York esta tarde, pero volverá por la mañana. ¿Podría postergar la reunión con él hasta las tres de la tarde?
—Podría…, pero eso significa que estaré solo en Washington por la mañana. ¿Le gustaría almorzar en mi compañía?
Un tinte de sonrojo apareció en las mejillas de Jane Wason.
—A las tres de la tarde, entonces.
—¿No le parece demasiado tarde para almorzar? A esa hora debo reunirme con el coronel.
—Sólo estaba confirmando su nueva cita con el coronel Mannheim —dijo ella con firmeza.
Un instante después, la pantalla quedó vacía.
—Ha sido una bonita plancha —dijo en voz alta Garrod, asombrado por lo que había sucedido.
Desde que era un adolescente sabía que él no era el tipo capaz de triunfar en una conquista rápida, pero aquella chica había trastornado su juicio. Había tenido la seguridad de que ella respondería igual que él, y por lo tanto —tenía que admitirlo— se sentía amargamente desilusionado. Desilusionado porque una chica extraña con labios plateados ni le había mirado ni había mostrado el síndrome de «Vaya noche más encantadora». Agitando la cabeza en señal de asombro, entró en el cuarto de baño para darse una ducha antes de la cena. Estaba desabrochándose el pantalón cuando su mirada reparó en una nota que había junto a la ducha.
La dirección ha tomado todas las precauciones posibles para asegurarse de que ningún objeto de retardita, vidriospía u otra sustancia similar haya sido colocada en las habitaciones. No obstante, los clientes que deseen estar en condiciones de luz nula encontrarán interruptores maestros de color verde en ubicaciones convenientes.
Garrod tenía noticia de que se estaba extendiendo esta tendencia en las grandes ciudades, pero era la primera vez que encontraba evidencias de una reacción pública en contra del vidrio lento. Se encogió de hombros, encontró un interruptor de cadena junto a la ducha y tiró del pomo adornado con borlas. «Darse una ducha en estas condiciones es como ahogarse», pensó. Volvió a encender la luz, terminó de desnudarse, se metió en la ducha y, en el mismo instante, vio un brillante objeto, negro y pequeño, que yacía en un rincón. Lo cogió y lo examinó atentamente. Parecía una cuenta o un fragmento de botón caído de un vestido femenino, pero algo impulsó a Garrod a dejarlo caer con sumo cuidado en el desagüe de la ducha.