La tarde era soleada, pero anduvieron por los jardines mientras Esther admiraba la lluvia del día anterior.
—Realmente maravilloso, Alban.
Esther tiró del brazo de Garrod, forzándole a detenerse cerca de un grupo de arbustos de intensos colores. Garrod recordó que el día anterior se habían parado en el mismo sitio; a Esther le gustaba crear la ilusión de que tenía una vista normal igualando los movimientos corporales de un día con los variables puntos de vista del día anterior.
—Veo la lluvia que cae en torno a mí —continuó Esther—, pero lo único que siento es el calor del sol. El sol es mi paraguas.
Garrod estaba casi convencido de que su esposa se esforzaba en ser profunda o poética, y por eso le apretó la mano para animarla, mientras se aseguraba de que su cara no entrara en la esfera de acción de los discos negros que relucían en la solapa de Esther. Había descubierto que una mirada de impaciencia o enojo grabada por los ojos indirectos de Esther, pero que no pasaba al cerebro de ésta hasta veinticuatro horas más tarde, suponía una tensión en sus relaciones más violenta que un espontáneo choque mutuo.
—Creo que deberíamos entrar —dijo Garrod—. La cena debe de estar a punto.
—Dentro de un momento. Ayer caminamos hasta el estanque para que yo viera la lluvia que caía sobre el agua.
—De acuerdo.
Garrod acompañó a su esposa hasta el borde del gran estanque. Esther se detuvo un momento en el embaldosado azul turquesa y se inclinó sobre los reflejos de los dos. Al mirar la lisa superficie del agua, Garrod vio los mismos ojos azules de la extraña detrás de las gafas de Esther. Cerca de los ojos, debido a la condensación del reflejo de su esposa, había dos manchas negras como la noche que eran las ventanas por las que Esther miraba el mundo, pero que no podían ofrecer las imágenes hasta la misma hora del día siguiente. El reflejo de Garrod vibraba y menguaba junto al de su mujer, con anónimos hoyos oscuros en vez de ojos, igual que un detalle de un cuadro al óleo aumentado a un tamaño que revelaba todas sus imperfecciones. «Mi verdadero yo está ahí abajo —fue el pensamiento fugaz que pasó por su mente—. Y yo soy el auténtico reflejo.» Respiró profundamente, pero el aire parecía no llegar a sus pulmones. Su corazón estaba hinchado como una almohada; llenaba su pecho con frustrados latidos huecos; le estrangulaba.
—Vamos a caminar —ordenó Esther.
Se alejaron hacia la casa color hiedra para cenar. Como siempre, Esther tenía una ensalada de marisco; prefería una dieta repetitivo a una alimentación variada, con gustos que no estuvieran en concordancia con las imágenes del día anterior. Garrod hizo una cena frugal y después se puso en pie. Esther cogió los discos de su solapa y los entregó a su marido. Garrod tomó la montura que ella le ofrecía y entró en su laboratorio, situado en la parte trasera de la casa, para preparar la sesión televisiva nocturna.
En un rincón del laboratorio había colocado uno de los antiguos televisores de pantalla grande, una grabadora y un mando automático que conmutaba los canales de acuerdo con las exigencias decididas anteriormente por Esther. Frente al televisor había un atril en el que Garrod puso los discos oculares de su esposa para que absorbieran los programas de la noche. En el atril había también algo que parecían unas gafas ordinarias pero que tenían dos discos de vidrio lento de veinticuatro horas en lugar de los cristales convencionales. Eran para él.
Garrod sustituyó las gafas por otras similares y conectó el televisor, la grabadora y la unidad de control. Se llevó una cinta y las gafas cargadas a la biblioteca, donde Esther ya estaba aguardando en su sillón de amplio respaldo. Al ponerse las gafas, Garrod se encontró contemplando un noticiario emitido hacía exactamente veinticuatro horas. Introdujo la cinta en un dispositivo reproductor, maniobró unos instantes para sincronizar el sonido grabado y se sentó al lado de su esposa. Así empezaba otra noche hogareña.
Normalmente, Garrod soportaba con total indiferencia los noticiarios del día anterior, pero con la noticia del asesinato del senador Wescott fresca en su mente (se había enterado por la mañana), la experiencia te destrozó los nervios. Ayer era algo tan distante, perdido y fútil como las Guerras Púnicas. Y su esposa estaba haciéndole vivir con un día de retraso. Permaneció con los puños apretados y pensó en la única vez, hacía un mes, en que había intentado liberarse. Esther se había arrancado de los ojos los discos de retardita, chillando de dolor, y soportó la ceguera durante varios días, negándose a volver a ver hasta que él prometiera restaurar el nivel anterior de «unidad». La sensación de asfixia volvió a presentarse, y Garrod la combatió respirando de un modo profundo y controlado.
Habría transcurrido quizás una hora cuando McGill, el mayordomo, entró silenciosamente en la biblioteca y dijo a Garrod que había una llamada con prioridad procedente de Augusta, Maine.
Garrod contempló el rostro impasible de su esposa.
—Sabe perfectamente que no acepto llamadas de negocios mientras estoy en casa. Diga al señor Fuente que se ocupe de la llamada.
—El señor Fuente ha llamado por otro canal, señor Garrod. Ha dicho que ha dado este número privado al comunicante, y que es urgente que usted atienda personalmente la llamada.
McGill hablaba en voz baja en atención a Esther, pero tenía una expresión de terquedad en su rostro, dotado de una notable papada.
—En ese caso…
Garrod se levantó, complacido por la inesperada pausa en la atontadora rutina, se quitó las gafas y se dirigió a la sala de la planta baja que usaba como despacho. En el videófono había un hombre de fornida figura, elegantemente vestido, con ojos feroces y una espectacular veta blanca en su cabello.
—Señor Garrod —dijo el comunicante—. Soy Miller J. Pobjoy, jefe ejecutivo de la comisión policial del estado de Maine.
Garrod creía haber oído ese apellido aquel mismo día, pero fue incapaz de situarlo en su contexto.
Puedo hacer algo por usted?
—Puede hacer mucho, creo. Mi departamento está investigando el asesinato del senador Wescott, y solicito su colaboración.
—¡En una investigación criminal! No sé cómo puedo colaborar.
Pobjoy sonrió, enseñando unos dientes muy blancos, ligeramente desiguales.
—Vamos, señor Garrod… Aparte de Sherlock Holmes, usted es el detective aficionado más famoso que me viene a la memoria. —Estrictamente aficionado, señor Pobjoy. El caso de mi padre político fue un asunto privado.
—Reconozco que he de explicar que al hablar de detectives sólo bromeaba. La razón por la que le he llamado es… ¿Puedo suponer que estamos en un canal seguro?
—Sí. Además, dispongo de una cubierta de seguridad tipo 183 si lo desea.
—No es preciso. Hemos recuperado los restos de las cámaras de retardita del coche del senador y estamos seleccionando un equipo de expertos cuya tarea será comprobar si dichos restos contienen alguna información referente al asesino o asesinos.
—¿Restos? —Garrod notó que su interés se estimulaba— ¿Qué tipo de restos? Tengo entendido, de acuerdo con las noticias de la radio, que el vehículo quedó convertido en chatarra.
—Bien, ahí está el problema…; no estamos demasiado seguros de lo que tenemos entre manos. Tenemos trozos de metal pringoso, y pensamos. que tal vez uno de ellos contenga una cámara de retardita. El mejor consejo técnico que nos han dado hasta ahora es que sería arriesgado partir el metal, por si el vidrio resultara dañado.
—Poca importancia tendría —dijo enfáticamente Garrod—. Si la cámara ha estado en contacto con metal al rojo blanco, los modelos internos de deformación habrán sido eliminados. La información habrá desaparecido.
—Desconocemos el estado del metal en el momento en que se formaron estos trozos; ni siquiera sabemos si se fundió por completo. Estuvo sometido a fuerzas explosivas.
—Sigo opinando que la información habrá desaparecido.
—¿Pero es posible que usted, un científico, un científico que aún no ha visto lo que tenemos, haga una declaración positiva al efecto?
Pobjoy se inclinó hacia delante, mostrando su interés.
—Naturalmente que no.
—Así pues, ¿estará de acuerdo en examinar el material?
—De acuerdo. —Garrod suspiró—. Envíenlo a mis laboratorios de Portston.
—Lo siento, señor Garrod, pero tendrá que venir aquí. El caso se lleva en el estado de Maine.
—Yo también lo siento. No creo que pueda perder tanto tiempo y…
—Nos estamos jugando mucho, señor Garrod. Los asesinos ya han desvalijado excesivamente a este país.
Garrod pensó en el vehemente compromiso de Wescott para efectuar reformas sociales, en su odio al tipo de injusticia que nace de la desigualdad de oportunidades. La cólera ante la prematura muerte del senador había sido una contracorriente en sus pensamientos durante todo el día, pero de pronto se veía agobiado por una consideración completamente nueva; se le ocurrió que tendría que ir sin Esther.
—Intentaré colaborar —dijo en voz alta—. Dígame dónde podré reunirme con usted.
En cuanto acabaron de hablar y la pantalla quedó en blanco, Garrod se quedó inmóvil un instante, sondeando los falsos infinitos grises del videófono. Su primera reacción fue de júbilo infantil, pero la misma intensidad de la emoción le inspiró una sosegadora duda. «¿Por qué he permitido que Esther me crucifique?»
Se le ocurrió pensar que la cárcel más a prueba de fugas era aquella que tenía la puerta siempre abierta… siempre que el prisionero no tuviera valor para abrirla y salir. Su responsabilidad en la ceguera de su esposa radicaba en el hecho de haber olvidado la existencia de una segunda llave para entrar en el laboratorio; aunque si un adulto advierte a otro en términos claros…
—Así que vas a ir a Augusta —dijo Esther a su espalda.
Garrod se volvió para mirarla.
—No podía negarme.
—Lo sé, cariño. He oído lo que ha dicho el señor Pobjoy.
—¿No te importa?
Garrod estaba sorprendido por la serenidad de la voz de su esposa.
—No, siempre que me lleves contigo.
—Eso es imposible —dijo, inflexible—. Tendré que trabajar y viajar durante todo…
—Comprendo que yo sería un estorbo… si fuera en persona.
Esther sonrió y extendió una mano.
—Pero ¿de qué otra…?
La voz de Garrod se quebró al ver que Esther estaba ofreciéndole una de las cajitas que contenían ojos de repuesto.
A fin de cuentas, no iba a estar solo.