—Tenemos todas las pruebas —dijo el teniente Mayrick, con un sereno espíritu servicial, indicativo de que estaba muy seguro de lo que decía y no veía riesgo en mostrarse franco.
Era un hombre joven, fornido, con canas prematuras y un rostro curtido que reflejaba competencia.
—¿Qué pruebas? Hasta el momento nadie ha presentado pruebas.
Garrod intentó mostrarse tan ágil y eficaz como el teniente, pero el día había sido increíblemente largo, y el whisky tomado con McFarlane ya se había disipado. La mirada de Mayrick era fija.
—Sé quién es usted, señor Garrod, y que tiene mucho dinero. Pero también sé que no estoy obligado a contestarle.
—Perdóneme, teniente… Estoy muy cansado, y lo único que deseo es volver a casa y acostarme, pero sé que mi esposa no me dejará dormir hasta que tranquilice su mente. Bien, ¿qué ha ocurrido?
—No sé si esto contribuirá a tranquilizar la mente de la señora Garrod. —Mayrick encendió un cigarrillo y echó el paquete sobre el escritorio—. Una de nuestras patrullas iba hacia el este por la avenida Ridge poco antes de la una de la madrugada, y los agentes encontraron el coche del señor Livingstone parado y con una rueda encima de la acera. El señor Livingstone estaba caído sobre el volante, drogado a más no poder.
»Al otro lado de la calle encontraron a un hombre muerto que ha sido identificado como William Kolkman. La muerte le sobrevino tras ser atropellado por un automóvil que iba a considerable velocidad. El guardabarros delantero izquierdo del coche del señor Livingstone estaba abollado de un modo totalmente acorde con las heridas de Kolkman, y ya hemos comparado muestras de la pintura tomada de las ropas con pintura del coche.
»¿Qué opina de todo esto?
Mayrick se recostó y siguió fumando tranquilamente su cigarrillo.
—Da la impresión de que ya han declarado culpable a mi suegro.
—Esa es su reacción personal. Yo lo único que he hecho ha sido resumir la evidencia.
—Sigo sin poder aceptarla —dijo lentamente Garrod—. Tenemos, por ejemplo, la cuestión de las drogas. Boyd Livingstone nació en los años treinta, y por eso le gusta el alcohol; no lo considera como una droga. Pero siente una antipatía natural por cualquier cosa que salga de una caja para píldoras.
—Le hemos sometido a un examen médico, señor Garrod, y su suegro rebosa de MSR. —Mayrick abrió una carpeta azul y mostró a Garrod diversas ampliaciones fotográficas—. ¿Le parecen más creíbles estas fotografías?
Las fotografías, todas con la hora indicada en un ángulo, mostraban a Livingstone echado sobre el volante de su automóvil, primeros planos del guardabarros abollado, un hombre muerto vestido de un modo andrajoso que estaba caído en un charco de sangre pasmosamente grande y vistas generales del escenario del accidente, sometido a iluminación intensiva sin sombras.
—¿Qué es esto? —Garrod señaló unos objetos oscuros, similares a fragmentos pétreos, diseminados en el asfalto de la calle.
—Es el barro incrustado en las ruedas, que saltó a causa del impacto. —Mayrick esbozó una rápida sonrisa—. Es un detalle que olvidan los realizadores realistas cuando filman escenas de accidentes.
—Comprendo. —Garrod se levantó—. Gracias por la explicación, teniente. Tendré que esforzarme para que mi esposa afronte los hechos.
—Perfectamente, señor Garrod.
Se estrecharon las manos y Garrod salió del reducido y fríamente iluminado despacho. Avanzó por el pasillo y encontró a Esther y a Grant Morgan, el abogado de los Livingstone, en una antesala próxima a la entrada principal de las dependencias policiales. Los ojos castaños de Esther le miraron, suplicándole que dijera lo que ella deseaba oír. Garrod meneó la cabeza.
—Lo siento, Esther. Esto tiene mal aspecto. No sé cómo se las arreglará tu padre para evitar una acusación de homicidio impremeditado.
—¡Pero es ridículo!
—Para nosotros sí. Para la policía…, bueno, no podían haberle detenido más de justicia.
—Será mejor que yo decida eso, Al —intervino Morgan. Era un hombre de aspecto aristocrático, inmaculadamente vestido aun en plena madrugada. En ese momento, simplemente por exudar confianza en favor de Esther, estaba ganándose sus honorarios—. Pronto aclararemos todo este absurdo.
—Buena suerte —replicó Garrod, haciendo que Esther le mirara colérica.
—Señor Morgan —dijo ésta—. Sé que debe de tratarse de un error, y deseo escuchar la versión de mi padre. ¿Cuándo podré verle?
—Ahora mismo…, supongo. —Morgan abrió la puerta, miró de un modo inquisitivo a cierta persona que había al otro lado, y asintió con satisfacción—. Todo está preparado, Esther. Quiero que no se preocupe por lo que puedan parecer las cosas en estos momentos.
Escoltó a Esther y a Garrod por el pasillo, donde un capitán de la policía y otros dos hombres les acompañaron a una habitación situada en la parte trasera del edificio. Al entrar en la sala, un hombre uniformado recogió las tazas del café en una bandeja y se fue. El capitán y sus dos compañeros hablaron con Morgan en voz baja y volvieron al pasillo, dejando que el abogado cerrara la puerta. Boyd Livingstone, vestido con esmoquin, yacía en un lecho de aspecto de hospital. Su rostro estaba anormalmente pálido, pero ofreció una lánguida sonrisa a Morgan y a Garrod mientras Esther se echaba en sus brazos.
—Esto es un lío infernal —musitó por encima del hombro de Esther—. ¿Hay periodistas ahí fuera?
—No. Yo me ocuparé de la prensa, Boyd —dijo el abogado, de un modo tranquilizador.
—Gracias, Grant, pero vamos a necesitar expertos para este asunto. Será mejor que localices al agente publicitario del partido, Ty Beaumont, y le digas que venga a verme inmediatamente. Esto va a tener una apariencia desastrosa, y habrá que llevarlo en la forma correcta.
Al escuchar la conversación, Garrod se quedó ligeramente desconcertado, hasta que recordó que su suegro era el candidato del Partido de la Mancomunidad Republicana a la representación de Portston en el consejo del condado. Nunca había considerado en serio la tardía entrada de Livingstone en la política de poca monta, pero Livingstone sí que parecía tomarlo en serio, y sin duda el ultraderechista Partido de la Mancomunidad Republicana se entristecería al saber que uno de sus miembros estaba acusado de abuso de drogas y de homicidio impremeditado. La cruzada particular de Livingstone era contra el juego, aunque adoptaba vigorosas posiciones en relación con todo tipo de vicios.
Morgan escribió algo en un cuaderno.
—Llamaré a Beaumont por teléfono, Boyd, pero lo primero es lo primero. Resultaste herido en el accidente?
—¡Herido! —Livingstone parecía confuso—. ¿Cómo iba a resultar herido? —bramó, recobrando parte de su vigor—. Volvía a casa después de la cena de candidatos en el teatro de la ópera cuando comencé a sentirme un poco aturdido. Así que me detuve junto a la acera y aguardé a que la sensación desapareciera. Supongo que me dormí o perdí el conocimiento, pero no he estado envuelto en ningún accidente. ¡Yo no! —Sus ojos enrojecidos por la fatiga examinaron al grupo con aire beligerante y se fijaron en Garrod— Hola, Al.
—Boyd…
—De acuerdo, volveremos en seguida a ese punto —prosiguió Morgan, todavía tomando notas—. ¿Se tomó mucha droga en la cena?
—Lo normal, supongo. Los camareros la distribuían como si fuera confetti.
—¿Qué cantidad tomaste tú?
—Alto, un momento, Grant. —Livingstone se puso muy erguido en la cama—. Ya sabes que yo no me meto en ese tipo de cosas.
—¿Estás diciendo que no probaste la droga?
—Maldita sea, claro que no.
—Entonces, ¿cómo explicas el hecho de que, aparte del alcohol que había en tu sangre, el médico de la policía haya encontrado vestigios sustanciales de MSR?
—¿MSR? —Livingstone enjugó parte del sudor de su frente—. ¿Qué demonios es MSR?
—Un tipo de cannabis sintético… Una variedad bastante potente.
—Es obvio que mi padre no se encuentra bien —intervino Esther—. ¿Por qué está usted…?
—Todas las preguntas han de tener una respuesta —atajó Morgan, con una firmeza que Garrod no esperaba de él—. La policía hará todas estas preguntas, y hemos de tener preparada una buena serie de respuestas.
—Te daré una buena respuesta. —Livingstone intentó dar una palmada en el hombro de Morgan, pero su sentido espacial estaba tan trastocado que los dedos se movieron en el aire—. Alguien me metió eso en el cuerpo a escondidas. A propósito. Para que perdiera las elecciones.
Morgan suspiró con un gesto de tristeza.
—Me temo que…
—No me vengas con suspiros, Grant. Te aseguro que eso es lo que debió de pasar. Además, el problema de las drogas es improcedente. No pueden acusarme de atropellar a ese hombre mientras conducía bajo la influencia de drogas… porque frené y paré el coche antes de que sucediera nada.
Garrod se acercó al lecho.
—Eso no tiene sentido, Boyd. He visto la evidencia fotográfica.
—No me importa cuántas fotos has visto. Yo estaba allí, y aunque alguien me hubiera envenenado a medias, sé qué hice y qué no hice.
Livingstone cogió la mano de Garrod y la aferró, al tiempo que miraba a la cara a su yerno. Garrod experimentó una punzada de compasión por el otro hombre, y con la punzada llegó la repentina e ilógica convicción de que su suegro estaba diciendo la verdad, de que a pesar de las pruebas concluyentes quedaba espacio para la duda. Morgan dejó a un lado su cuaderno de notas.
—Creo que tengo bastante para empezar, Boyd. Lo primero que hay que hacer ahora es sacarte de aquí.
—Quiero volver a hablar con el teniente Mayrick —dijo impulsivamente Garrod—. Recuerda, Boyd. ¿Hay algún otro detalle que pudiera ser de utilidad?
Livingstone volvió a dejarse caer en el almohadón y cerró los ojos.
—Yo…, yo estaba inmóvil junto al bordillo… y oía el motor… No, es imposible porque debí de apagarlo… y… y veo a ese hombre delante de mí, y me abalanzo hacia él muy de prisa… El ruido del motor es muy fuerte… piso el freno pero no sirve de nada… El chasquido, Al, ese terrible chasquido carnoso…
Livingstone dejó de hablar; acalló su acento de sorpresa, como si estuviera enterándose de algo en aquel mismo momento, y las lágrimas se escaparon de sus cerrados párpados.
Garrod se levantó temprano y desayunó a solas debido a que Esther había pasado la noche en la vivienda de sus padres. Experimentaba la sensación de tener arena en los ojos por culpa de la falta de sueño, pero se dirigió directamente a la planta con la intención de ponerse a trabajar con McFarlane y los expertos en derecho patentarlo de la empresa.
Le resultó difícil concentrarse, empero, y al cabo de una hora de fútiles esfuerzos delegó la responsabilidad de la reunión en Max Fuente, su ejecutivo principal. En la intimidad de su despacho interior, Garrod llamó a la comisaría de Portston y preguntó por el teniente Mayrick. La telefonista, muy agradable, le dijo que Mayrick no iniciaría su tumo hasta el mediodía.
Garrod pensó que estaba mostrándose irrazonable. Morgan, con su experta mente legal, creía obviamente en la culpabilidad de Livingstone. Esther ya lo había aceptado y, al final, hasta el mismo Livingstone se creía culpable… Pero había algo en las pruebas que roía la tranquilidad mental de Garrod. ¿O se trataba de una muestra del egotismo intelectual de que le había acusado Esther? Si otras personas implicadas creían que Livingstone había matado a un hombre mientras conducía su coche bajo los efectos de un ofuscamiento provocado por las drogas, ¿iba él, Alban Garrod, a maldecir a esas personas, y a ponerse por encima de ellas, llevado por el impulso de descubrir una verdad insospechada? «Aunque así fuera —decidió—, el resultado final será el mismo.»
Meditó unos instantes, y se resolvió a utilizar una vieja técnica estimuladora de inspiración. Sacó un gran taco de papel de un cajón y empezó a escribir, a intervalos muy espaciados, títulos relativos a todos los aspectos de las declaraciones de Mayrick y Livingstone que recordaba. A continuación anotó detalles, sin importarle que fueran triviales, y pensamientos inducidos. La hoja de papel estaba casi llena después de transcurrir treinta minutos. Garrod pidió café y contempló la hoja mientras sorbía el caliente líquido. Finalmente, cuando casi había vaciado la segunda taza, cogió el bolígrafo y trazó un círculo en torno a una frase que Livingstone había pronunciado el día anterior. Se hallaba bajo el encabezamiento AUTOMÓVIL, y decía: «El ruido del motor es muy fuerte».
Garrod había estado en el Rolls con motor de turbina de Livingstone, y estaba familiarizado con ese tipo de coche. Según su experiencia, era prácticamente imposible oír el motor, incluso a plena potencia.
Mientras terminaba el café trazó un círculo en torno a otro detalle; después llamó a Grant Morgan.
—Buenos días. ¿Cómo está el viejo?
—Completamente dormido, gracias a los sedantes. —Morgan parecía impaciente—. ¿Quería verme por algo especial, Al? Estoy trabajando bastante en provecho de Boyd.
—Igual que yo, si quiere que le diga la verdad. Anoche mi suegro dijo algo respecto a que le había drogado alguien que deseaba que perdiera sus insignificantes elecciones. Sé que esto le parecerá una locura, pero ¿hay alguien que tenga un buen motivo para apartar a Livingstone del consejo del condado?
—Caramba, Al, va usted al galope…
—Desbocado, lo sé, pero va a responder a mi pregunta, o quiere que investigue en la ciudad?
Morgan hizo un gesto de indiferencia, un gesto extrañamente incongruente.
—Bien, ya sabe las ideas de Boyd respecto al juego. Lleva tiempo presionando para que se controlen los casinos de una manera más estrecha, y si llega al consejo no hay duda de que apretará las clavijas. Lo dudo, pero…
—Con eso me basta. En realidad no estoy interesado en el motivo, sólo en la posibilidad. Bien, ¿ha estado alguna vez en el coche de Boyd?
—Un Rolls, ¿verdad? Sí, Boyd me ha llevado varias veces. ¿Cómo suena el motor?
—¿Tiene motor? —Morgan aventuró una sonrisa—. Tuve la sensación de que un cable invisible tiraba del automóvil.
—¿Quiere decir que nunca ha podido oír el motor?
—Pues… efectivamente.
—En ese caso, ¿cómo explica la observación que hizo Boyd anoche? —Garrod cogió su taco de papel y leyó—: «El ruido del motor es muy fuerte».
—Si yo tuviera que explicarlo, diría que un posible efecto secundario del MSR es un acrecentamiento de la percepción sensorial.
—Esa percepción sensorial acrecentada ¿es compatible con que Boyd cayera inconsciente sobre el volante?
—No soy experto en narcóticos, aunque…
—Déjelo, Grant. Ya le he hecho perder bastante tiempo.
Garrod cortó la conexión y volvió a estudiar sus notas. Poco antes del mediodía dijo a su secretaria, la señora Werner, que iba a salir por asuntos personales; abandonó la planta y se dirigió a la comisaría bajo un cielo gris acero. El edificio estaba atestado, y tuvo que aguardar veinte minutos antes de que se le permitiera entrar en el despacho del teniente Mayrick.
—Lamento el retraso —dijo Mayrick en cuanto ambos tomaron asiento—, pero usted es culpable en parte del exceso de trabajo que hay en esta sección.
—¿Cómo es eso?
—Han tantos vidriospías en estos tiempos… Los mirones solían ser un problema; si había una queja, el tipo se largaba corriendo o lo cogías, y el riesgo implícito impidió que esos actos se convirtieran en pasatiempo popular. Ahora hay gente que coloca vidriospías por todas partes: habitaciones de hotel, lavabos, en cualquier sitio imaginable. Y cuando alguien lo advierte y presenta una queja, no tienes más remedio que vigilar el lugar y esperar a que el mirón regrese y recoja lo que le pertenece. Después tienes que demostrar que él fue la persona que lo puso allí.
—Lo siento.
Mayrick agitó la cabeza ligeramente.
—¿Para qué ha venido a verme?
—Bueno, ya debe de suponer que es por las acusaciones que hay en contra de mi padre político. ¿Está totalmente cerrada su mente a la posibilidad de que Livingstone haya sido mera víctima de un complot?
Mayrick sonrió y cogió su paquete de tabaco.
—Sé que en este caso no es correcto admitir que se tiene la mente cerrada a algo, pero a veces me canso de parecer liberal, consciente y todas esas cosas… Sí, mi mente está cerrada a esa posibilidad. ¿Y bien?
—¿Le importa que exponga algunos puntos?
—No. Adelante.
Mayrick le animó con visibles ademanes, creando remolinos de humo.
—Gracias. Primero: esta mañana he oído por la radio que William Kolkman, el hombre que resultó muerto, frecuentaba las salas de apuestas que hay a lo largo del río. Bien, ¿qué hacía Kolkman paseando precisamente por la avenida Ridge a esa hora de la noche?
—No sabría decirlo. Quizás iba a robar en una de esas viviendas construidas por encargo… Pero eso no autorizaría a los conductores a ir en su caza.
—¿No le parece importante el detalle?
—No.
—¿Ni siquiera pertinente?
—Tampoco. ¿Tiene otros puntos?
—Uno de los recuerdos de mi suegro es que oyó un ruido muy fuerte de motor, pero… —Garrod vaciló, súbitamente consciente de lo superficiales que debían de parecer sus palabras—. Pero su coche no produce ningún ruido.
—Debe de ser magnífico que su padre político posea un coche tan perfecto —dijo Mayrick, con calculada voz neutral—. ¿Cómo afecta al caso ese detalle?
—Bien, si él oyó…
—Escuche, señor Garrod —atajó bruscamente Mayrick, perdiendo la paciencia—. Dejando aparte el hecho de que su padre político estaba tan drogado con MSR que probablemente debió de pensar que estaba pilotando un bombardero, hay otras personas que oyeron ese automóvil supuestamente silencioso. Tengo declaraciones firmadas de personas que oyeron el impacto, que estuvieron en la escena del crimen al cabo de treinta segundos, que encontraron a Kolkman aún vertiendo sangre en su agonía, y que vieron al señor Livingstone en el automóvil que le mató.
—Usted no mencionó testigos anoche.
Garrod estaba sorprendido.
—Quizá porque anoche estaba ocupado. Y voy a estar ocupado hoy.
Garrod se levantó, dispuesto a marcharse, pero se encontró con que seguía hablando en tono de obstinación.
—Sus testigos no presenciaron el accidente.
—No, señor Garrod.
—¿Qué tipo de iluminación existe en la avenida Ridge? ¿Hojas de retardita?
—Todavía no. —Mayrick parecía estar maliciosamente divertido—. Mire, los residentes adinerados de esa zona han puesto objeciones a que se cuelguen grandes placas de vidriospía cerca de sus hogares, y el municipio sigue peleando con ellos al respecto.
—Comprendo.
Garrod tartamudeó una disculpa por haberse entremetido en la jornada laboral del teniente y salió del edificio. El tenue e ilógico destello de esperanza de poder demostrar que el mundo estaba equivocado respecto al accidente de Livingstone se había esfumado, pero Garrod se dio cuenta de que era incapaz de regresar a la planta. Condujo hacia el norte, lentamente al principio y cobrando velocidad después al admitir finalmente que iba a un lugar concreto.
La avenida Ridge era una faja de hormigón armado bordeado por árboles que serpenteaban hacia un ramal de las Cataratas. Garrod localizó el escenario del accidente, indicado por marcas de tiza amarilla, y aparcó en las cercanías. Sintiéndose extrañamente cohibido, salió del coche e inspeccionó la somnolencia típica del mediodía de los tejados verdes e inclinados, el césped y el oscuro follaje. Se trataba de una zona donde en realidad no hacían falta las ventanoramas; las vistas que había desde las viviendas eran lo bastante placenteras. Sin embargo, las hojas de vidrio con tamaño de ventanas seguían siendo lo suficientemente costosas para convertirlas en excelentes símbolos de posición social. De las seis casas que tenían vista al lugar donde había ocurrido el accidente, dos poseían ventanas que parecían secciones rectangulares tajadas en las laderas de una colina.
Garrod volvió a su automóvil, cogió el videófono y marcó el número de su secretaria.
—Hola, señora Werner. Quiero que averigüe qué almacén suministró una ventanorama de gran tamaño a los ocupantes del dos mil ocho de la avenida Ridge. Ocúpese de ello ahora mismo, por favor.
—Sí, señor Garrod.
La imagen en miniatura de la señora Werner denotó la desaprobación que siempre acompañaba a cualquier tarea considerada por la secretaria como aparte de sus deberes normales.
—En cuanto haya hecho eso, póngase en contacto con el director del almacén y oblíguele a volver a comprar la ventanorama. Que invente cualquier motivo que le venga en gana y que pague el precio que sea.
—Sí, señor Garrod. —La cara de la señora Werner se oscureció todavía más—. ¿Y después?
—Ocúpese de que me envíen la ventanorama a mi domicilio. Esta noche, si es posible.
Garrod pretendía estar fuera de la oficina durante un periodo indefinido, pero una ausencia de tan sólo cinco días creó tal presión de trabajo, combinado con indirectas de dimisión de la señora Werner, que Garrod, de mala gana, convino en pasar varias horas en la planta. Metió el coche en la zona del aparcamiento que tenía reservada y se quedó allí unos instantes, intentando sacudiese la fatiga. El sol de primeras horas de la tarde llenaba el mundo de una luz rojizo-dorada que daba un aspecto curiosamente irreal a los edificios circundantes; y en la distancia, enmarcada en perspectivas industriales, Garrod vio diminutas figuras blancas que jugaban un partido de tenis. Un dulce y nostálgico rayo de luz resaltaba a los silenciosos jugadores, transformándolos en una perfecta miniatura clásica. Garrod tenía el vago recuerdo de haber observado la misma escena hacía años, y ese recuerdo estaba repleto de significado, como si estuviera relacionado con una importante etapa de su vida; pero no pudo determinar la ocasión. El sonido de pisadas en la grava interrumpió sus pensamientos, y al volverse vio a Theo McFarlane acercándose al automóvil. Garrod cogió el maletín y salió del coche. McFarlane le señaló.
—Siempre constante, ¿eh, Planck?
—Desiste, chico. —Garrod le saludó con la cabeza—. ¿Algo nuevo?
—Nada de momento. He estado probando una gama completa de frecuencias y analizando las curvas distancia-tiempo con el ordenador, pero es preciso que pase cierto tiempo antes de que demos en el clavo. ¿Y tú?
—Más o menos igual; no obstante, estoy experimentando con varias frecuencias superpuestas, en heterodinaje, para comprobar si es posible acelerar el efecto pendular.
—Creo que pretendes ir demasiado rápido, Al —adujo McFarlane en tono de duda—. Ya hemos acelerado otras cincuenta hojas de vidrio en el laboratorio y la reacción sigue siendo incontrolable. Me gusta bastante tu método de frecuencias múltiples pero, sinceramente, no creo que estabilice…
—Ya te he explicado la razón de que no pueda dedicar más tiempo. Esther cree que su padre no podrá resistir una estancia en la cárcel, teniendo en cuenta su salud, y mi suegro se enfrenta a la muerte política a menos que…
—¡Oye, Al! Aunque alguien hubiera querido complicarle la vida no podría haberío hecho, no en esas circunstancias. Es decir, resulta tan lastimosamente obvio que Livingstone atropelló y mató a un hombre…
—Quizá no sea tan obvio —dijo obstinadamente Garrod—. Quizá todos los detalles cuadren con excesiva perfección.
McFarlane suspiró y arrastró el pie por la grava, dejando al descubierto capas húmedas.
—Y no deberías estar trabajando en tu casa con vidrio de dos años, Al. Ya viste la llamarada que conseguimos con una acumulación de dos días.
—No hay almacenamiento calorífico. No hay peligro de que una reacción incontrolado haga arder mi laboratorio.
—Aun así…
—Theo —interrumpió Garrod—, no me lleves la contraria en este asunto.
McFarlane alzó sus fornidos hombros en un gesto de resignación.
—¿Yo? ¿Llevarte la contraria? Soy un judoka mental desde hace tiempo. Ya conoces mi filosofía para tratar a la gente: no hay acción sin reacción.
De repente, de un modo inexplicable, las palabras de McFarlane alancearon a Garrod. Theo agitó la mano para despedirse y se dirigió hacia su coche. Garrod intentó devolver el saludo, pero su atención se vio atraída por el revuelo que había en su organismo. Sentía que se le doblaban las rodillas, que su corazón había caído en un ritmo inestable y pesado, y un escalofrío se extendió de arriba abajo, del estómago a las ingles. En su cabeza había una presión que no tardó en alcanzar un máximo y explotar en una especie de orgasmo psíquico.
—Theo —dijo en voz baja—. No necesito el vidrio lento… Sé cómo se hizo.
McFarlane no le oyó; entró en su coche y se alejó. Garrod se quedó absolutamente inmóvil en el centro del aparcamiento hasta que el automóvil de su amigo desapareció de la vista, y entonces salió de su trance y corrió hacia el despacho. La señora Werner estaba aguardándole, con el pálido rostro tenso a causa de la impaciencia.
—Sólo puedo quedarme dos horas —dijo—, así que sería…
Garrod la rozó al pasar por su lado.
—Váyase a casa ahora mismo. La veré por la mañana.
Entró en su despacho privado, cerró la puerta de un portazo y se hundió en su sillón. Acción y reacción. Todo era tan sencillo… Un coche y un hombre chocan a cierta velocidad, y con la fuerza suficiente para abollar el guardabarros del vehículo y arrebatar la vida al cuerpo humano. Debido a que los automóviles suelen moverse con rapidez y a que los hombres lo hacen con lentitud, un investigador que llega al escenario del accidente está condicionado a interpretar el suceso únicamente de una manera. En el contexto de la vida cotidiana, el coche debe de haber atropellado al hombre; pero considerando el accidente como un problema de mecánica pura, idéntico resultado fatal se obtendría si el hombre arremetiera contra el coche.
Garrod guareció su cara entre las manos mientras se esforzaba en visualizar el método. Se droga al conductor del coche, juzgando con sumo cuidado la dosis y el momento en que se administra, de forma que el individuo sea incapaz de controlarse en el lugar aproximado que se desea. Si el sujeto se mata en el proceso, será un beneficio adicional, y no hará falta poner en práctica la segunda fase del plan. Ahora bien, si el individuo logra frenar el automóvil sano y salvo, se tiene dispuesta una víctima apropiada, atontada o drogada hasta quedar inconsciente. Se cuelga de un vehículo a dicha víctima —un camión de averías con grúa salediza sería ideal— y se le aplasta contra el coche aparcado. El individuo rebota en el vehículo y es encontrado a varios metros de distancia, mientras el criminal huye del lugar a gran velocidad, probablemente sin luces.
Garrod sacó del cajón el taco de papel y anotó los rasgos peculiares del caso que se acomodarían a su nueva teoría. Quedaba explicada la presencia de Kolkman en la avenida Ridge a esas horas de la noche. Quedaba explicado el fuerte ruido del motor escuchado por Livingstone y el resto de los testigos. «Piso el freno pero no sirve de nada», había dicho Livingstone cuando aún estaba bajo los efectos de la conmoción… Pisar el freno no habría cambiado nada si el coche no estaba moviéndose.
¿Y cómo detectar el crimen en ese momento? El muerto tendría vestigios de cierta droga en la sangre, o una herida adicional sin relación con el «accidente». Sus ropas tendrían marcas de un gancho u otro medio de suspensión, y un examen de las cámaras de vidrio lento en las calles que llevaban a la avenida Ridge demostraría que un camión de averías u otro vehículo apropiado había estado en el lugar exacto en el momento oportuno.
Garrod decidió llamar a Grant Morgan, y estaba volviéndose hacia el videófono cuando el timbre del aparato sonó para anunciar una llamada. Apretó el botón de respuesta y se encontró mirando a su esposa. El fondo de estanterías y equipo diverso le indicó que Esther se hallaba en el laboratorio de su hogar.
Esther se tocó nerviosamente su cabello cobrizo.
—Alban, yo…
—¿Cómo has entrado ahí? —Quiso saber Garrod—. Cerré la puerta con llave, y te dije que te mantuvieras apartada del laboratorio.
—Lo sé, pero he oído una especie de zumbido y por eso he cogido la otra llave y he entrado.
Garrod se puso en tensión, alarmado. El zumbido debía de ser la señal automática de que la constante piezolumínica de la ventanorama había dejado de ser constante y estaba aumentando. Su equipo estaba programado para interrumpir el bombardeo de radiaciones en cuanto tal cosa sucediera, pero no había garantías de que produjera efecto. La hoja de vidrio lento podía explotar como una nova en cualquier instante.
—…La ventanorama se comporta de una forma extraña —estaba diciendo Esther—. Tiene mucho más brillo, y todavía va más de prisa. Mira.
El videófono giró en una toma panorámica y se detuvo cuando la ventanorama llenó la pantalla. Garrod vio un lago bordeado de árboles con una cordillera como fondo. El escenario debía estar en calma, pero en lugar de eso rebosaba de una actividad anormal. Las nubes remolineaban en el cielo, animales y pájaros eran veloces manchas casi invisibles, y el sol caía igual que una bomba. Garrod intentó mantener controlado el pánico que podía reflejar su voz.
—Esther, esa hoja va a explotar. Debes salir del laboratorio ahora mismo y cerrar la puerta inmediatamente después. ¡Sal en seguida!
—Pero me dijiste que a lo mejor veíamos algo que ayudaba a papá.
—¡Esther! —gritó Garrod—. ¡Si no sales de ahí ahora mismo jamás volverás a ver! ¡Por el amor de Dios, corre!
Hubo una pausa y a continuación Garrod oyó el sonido de las pisadas de su esposa y una puerta que se cerraba de golpe. Su desabrido miedo declinó ligeramente —Esther se hallaba a salvo—, aunque el espectáculo de la ventanorama, que se disponía a aniquilar dos años de luz almacenada en una agotadora llamarada, le dejó inmóvil en el sillón. El sol se hundió detrás de las montañas y sobrevino la oscuridad…, pero sólo durante los instantes en que la luna cruzó el cielo igual que un proyectil plateado. Apareció otro día en forma de una explosión de fuego infernal que duró diez segundos, y a continuación…
La sobrecargada pantalla del videófono quedó en blanco.
Garrod enjugó una fría capa de sudor de su frente y un momento después los circuitos del videófono quedaron fijados mediante los canales de reserva. Al reaparecer la imagen, la consumida ventanorama era una hoja de pulida obsidiana, negra como la noche. Las partes del laboratorio visibles a los lados del vidrio lento tenían un extraño aspecto descolorido, como si se las viera en televisión monocroma. Pocos segundos más tarde, Garrod oyó la puerta que se abría, y luego la voz de Esther.
—Alban —dijo apocadamente su esposa—. La habitación ha cambiado. No queda color en ninguna parte.
—Será mejor que salgas de ahí hasta que yo vuelva.
—Pero si ya no hay peligro… Y la habitación está completamente blanca. Mírala. El videófono giró de nuevo y Garrod vio a Esther, con el pelo rojizo y el vestido verde botella destacando con increíble intensidad sobre el blanqueado espectro de una habitación. Suaves olas de una nueva alarma empezaron a extenderse por la mente de Garrod.
—Escucha —dijo, dando voz a su intranquilidad—. Sigo pesando que será mejor que salgas de ahí.
—Pero todo es tan distinto… Mira este jarrón… Era azul.
Esther dio la vuelta al jarrón, poniendo al descubierto un disco del color original situado en la parte inferior, que había estado protegida por la luz. La sensación de alarma de Garrod se hizo más fuerte, y se esforzó por poner en acción su entumecido cerebro. Puesto que la ventanorama había desprendido la luz que conservaba, qué peligro podía existir en el laboratorio? La luz había sido absorbida por paredes y techo, y…
—Tápate los ojos y sal de ahí, Esther —dijo ásperamente—. El lugar está lleno de fragmentos experimentales de vidrio lento, y algunos tienen dilaciones de sólo…
La voz de Garrod enmudeció mientras la pantalla se encendía por segunda vez. Esther chilló en medio de un entramado de brillantes rayos, y su imagen emitió un destello espectral, como una persona sorprendida en un fuego cruzado de rayos láser. Garrod corrió hacia la puerta de su despacho, pero la voz de Esther le persiguió por el pasillo y durante todo el trayecto hasta su casa.
—¡Estoy ciega! —gritaba ella—. ¡Estoy ciega!