14

La noticia de que Ben Sala había sido detenido por el asesinato del senador Wescott fue transmitida a últimas horas de la tarde. Garrod estaba solo en su habitación color oro y verde oliva, esperando que Jane acabara su jornada laboral con John Mannheim. Llevaba casi una hora ante una ventana mirando la calle, veinte pisos por debajo, y no había sido capaz de liberarse de la sensación de recelo que se agitaba fríamente en su estómago.

Al regresar al hotel después de comer, había recibido un mensaje de Esther, un mensaje que esperaba. La nota decía:


Llego a Augusta esta tarde y estaré en tu hotel a las siete. Con cariño,

Esther.


Desde que había enviado su mensaje, Garrod esperaba tener noticias de su esposa, ya que deseaba que el enfrentamiento final fuera cosa del pasado, tal como debía ser. Pero en aquel momento, de repente, tenía miedo. La frase final de su esposa: «Con cariño, Esther», interpretada en su contexto, significaba que la ruptura no iba a ser elegante, que ella aún seguía considerándole de su propiedad. Todo iba a ser largo, violento y abrasivo.

Al analizar sus sentimientos, Garrod comprendió que estaba asustado de su blandura moral, de la incapacidad casi patológica de herir a otras personas, aun cuando fuera necesario, aun cuando ambas partes resultaran beneficiadas con un golpe rápido y decisivo. Podía pensar en numerosos ejemplos, aunque su mente, introvertida, se lanzaba hacia los casos más antiguos, cuando él tenía diez años y formaba parte de una pandilla de Barlow, Oregon.


El joven Alban Garrod no se adaptaba demasiado bien, y estaba desesperadamente ansioso por obtener la aprobación del jefe de la pandilla, un chico rollizo, aunque fuerte, llamado Rick. Su oportunidad se presentó un día al volver a casa después de la escuela en compañía de un muchacho mal visto llamado Trevor, que ocupaba un puesto alto en la «lista de ejecuciones» de la banda. Trevor hizo una insensata observación menospreciativa acerca de Rick, y Alban, pese a sentir asco de sí mismo, relató el incidente al ofendido. Rick acogió la noticia con agrado y concibió un plan. La pandilla rodearía a Trevor en un callejón y Rick expondría una acusación formal. Si Trevor admitía su culpa, le darían una paliza a manera de lección, y si la negaba, estaría llamando mentirosos a Rick y Alban, lo que le valdría un castigo igualmente severo. Todo marchó bien hasta que llegó el momento crucial.

Tras el ritual de romperle la bragueta, cosa que siempre se hacía para que el enemigo quedara en desventaja psicológica, Trevor fue acorralado contra la pared, con las solapas recogidas en el puño de Rick. El acusado negó frenéticamente haber pronunciado las fatales palabras. De acuerdo con su poco claro código, Rick aún no estaba autorizado a darle un puñetazo. Miró a Alban en busca de confirmación.

—Él lo dijo, ¿verdad?

Alban contempló a Trevor, un chico al que despreciaba, y se acobardó al ver el terror y la súplica que había en aquellos ojos. Notando que estaba poniéndose enfermo, dijo:

—No. No le oí decir nada contra ti.

Rick soltó al prisionero y le dejó escabullirse, ponerse a salvo. Después se volvió hacia Alban con una mirada de asombro que se convirtió en desprecio y enfado. Avanzó hacia él haciendo oscilar sus potentes puños. Alban, a sus diez años, aceptó la paliza con algo parecido a alivio. Lo único importante era que no había tenido que machacar a otro ser humano.


Dada la historia personal de Garrod, y sin la presencia de Jane para darle fuerzas, existía la posibilidad —muy débil, pero posibilidad a pesar de todo— de que él conviniera con su esposa, si ella le hablaba del modo adecuado, en volver al hogar en su compañía y convertirse de nuevo en un fiel marido. El pensamiento hizo que un hormigueo de frío sudor brotara de su cara. Apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y contempló los minúsculos rectángulos de color que eran los coches y las manchas todavía más pequeñas que eran las personas que iban por la calle. Vistos desde arriba, los peatones carecían de identidad —apenas era posible diferenciar hombres y mujeres—, y a Garrod le resultó arduo aceptar que todos y cada uno de aquellos restantes puntitos se consideraban el centro del universo. La depresión de Garrod aumentó en intensidad.

Entró en el dormitorio, se tumbó sobre la cama e intentó dormir, pero el sueño era imposible. Al cabo de veinte minutos quebrantó una de sus estrictas normas activando el videófono situado junto al lecho y llamando a sus oficinas de Portston para ver cómo iban las cosas. En primer lugar habló con la señora Werner, y ésta le ofreció un detallado informe de los importantes acontecimientos de los últimos días. Después habló con diversos jefes, entre ellos Manston, que solicitó consejo para ocuparse de la relación de Garrod con los recientes sucesos de interés periodístico. También habló con Schickert, al borde del pánico ante el hecho de que una agencia comercial del gobierno estaba presentando nuevos pedidos prioritarios de partículas de retardita a un ritmo imposible de satisfacer aun cuando la nueva factoría de pinturas luminosas estuviera en funcionamiento. Garrod tranquilizó a Schickert y estuvo una hora en conferencia con otros miembros directivos.

Cuando terminó faltaba menos de una hora para la llegada de Esther, y no tenía humor para dormir. Entró en el cuarto de baño y, tras desestimar la idea de hacerlo a oscuras, tomó una ducha con todas las luces encendidas. Comprendió que su breve relación con Jane Wason le hacía no preocuparse por los espías indirectos. Jane, consciente de la belleza de su cuerpo y enaltecido por esa misma belleza, se negaba a mantenerse al abrigo de la oscuridad fuera la hora que fuera, y también durante las horas que pasaba con Garrod. La visión de Jane vino acompañada por una punzada de deseo y pena. La vida con Jane habría sido tan…

Garrod sintió pánico al darse cuenta de que ya estaba previendo la victoria de Esther antes de hablar una sola palabra.

«Elijo a Jane —se dijo al salir de la ducha—. Elijo la vida.» Pero más tarde, al sonar el timbre de la puerta, creyó que estaba agonizando. Abrió muy despacio y vio a Esther en compañía de su enfermera personal. Iba esmeradamente vestida, con un mínimo de maquillaje, y llevaba el tipo de gafas oscuras usado por personas con ojos desfigurados.

—¿Alban? —dijo ella con voz agradable.

«Va a ser valiente —pensó tristemente Garrod—. Ciega, por eso lleva las gafas oscuras, pero valiente.»

—Adelante, Esther.

Garrod incluyó a la enfermera en su gesto, pero lógicamente la otra mujer estaba aleccionada por su esposa y retrocedió por el corredor, con su antiséptica cara rojo coral mostrando censura hacia Garrod.

—Gracias, Alban.

Esther extendió la mano, pero Garrod la cogió por el codo y la condujo hasta un sillón. Él tomó asiento frente a ella.

Has tenido un buen viaje?

—Sí. Tenías razón, Alban. Puedo ir por ahí a pesar de mi impedimento. He viajado miles de kilómetros sólo para estar contigo.

—Yo… —El significado de las palabras finales de Esther no le pasó desapercibido a Garrod—. Eso es maravilloso para ti.

Esther, por su parte, captó las palabras finales de su esposo.

—¿No te alegras de verme?

—Naturalmente que me alegro de verte en perfectas condiciones otra vez.

—No te he preguntado eso.

—¿No?

—No. —Esther estaba muy erguida, con las manos casi cruzadas en su regazo— ¿Cuándo empezaste a odiarme, Alban?

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué tengo que odiarte?

—Eso mismo me pregunto yo. Debo de haber hecho algo muy…

—Esther —atajó Garrod con firmeza—, no te odio.

Contempló los rasgos precisos, las tenues arrugas de tensión, y su corazón dio un vuelco.

—¿Pero no me amas, verdad?

«Aquí está —pensó Garrod—. Aquí está el instante preciso del que depende todo tu futuro.» Abrió la boca para dar la respuesta que su esposa buscaba, pero su mente estaba sumida en un frío criogénico. Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la calle. Las motas anónimas que se consideraban personas seguían pululando. ¿«Cómo demonios podrá un observador desde un satélite, mirando perpendicularmente, diferenciar a un hombre de otro?», se preguntó.

—Contéstame, Alban.

Garrod tragó saliva, deseando poder huir, pero imágenes inconexas estaban fluctuando en su mente. Una avioneta de aspersión aérea planeando en el cielo, brillante como un crucifijo de plata. Schickert al borde del pánico porque su factoría no podía atender la demanda de polvo de retardita. La oscura campiña centelleante…

Las vacilantes manos de Esther tocaron su espalda. Se había levantado del sillón sin que él lo advirtiera.

—Me has dado la respuesta que necesitaba —dijo su esposa.

—Lo he hecho?

—Sí. —Esther respiró profundamente, temblorosa—. ¿Dónde está ella en estos momentos?

—¿Quién?

Esther se echó a reír.

—¿Quién? Tu nueva compañera de cama, a ella me refiero. Esa… ramera que lleva los labios plateados.

Garrod se quedó consternado. Tenía la impresión de que Esther había usado un poder terrible para sondear su mente.

—¿Qué te hace pensar que…?

—¿Crees que soy tonta, Alban? ¿Olvidas que llevabas encima mis discos oculares durante la comida del día en que llegaste aquí? ¿Crees que no me fijé en el modo en que te miraba la chica de John Mannheim?

—No recuerdo que me mirara de un modo especial —dijo Garrod para evadir la respuesta directa.

—Estoy ciega —repuso Esther, en tono de amargura—, pero no tan ciega como tú finges estar.

Garrod la miró fijamente y, de nuevo, sus pensamientos rebotaron. «Miller Pobjoy no habló de satélites. Yo fui el único que inventó la historia de los satélites, ¡y lo único que hizo él fue dejarme seguir hablando! Hace días que lo sé, y es una cosa que ha estado carcomiéndome, pero no podía enfrentarme…»

La puerta se abrió bruscamente y Jane Wason entró en la habitación.

—Acabo de terminar, Al, y… ¡Oh!

—Calma, Jane —dijo Garrod—. Entra y te presentaré a mi esposa. Esther, ésta es Jane Wason. Trabaja como secretaria para… John Mannheim.

Esther sonrió dulcemente, aunque mirando deliberadamente en la dirección incorrecta a fin de poner de manifiesto su ceguera.

—Sí, entra, Jane. Estábamos hablando de ti.

—Creo que será mejor que no me entremeta.

—Creo que será mejor que te quedes —dijo Esther en un tono más duro—. Estamos intentando decidir exactamente quién es la verdadera entremetida.

Jane se acercó al matrimonio, con los enormes ojos fijos en la cara de Garrod, aguardando a que él dijera algo. Garrod se sintió extremadamente incapaz de hacer frente a la situación.

—Habla, Alban. Habla clara, precisa y definitivamente —dijo Esther.

Garrod contempló la cara de Esther. La edad y el cansancio se hallaban reflejados allí, en contraste con la lozana juventud de Jane. Esther había atravesado un continente, ciega, para vérselas con él. De las tres personas que había en la habitación ella era la única con un impedimento físico, y sin embargo estaba dominando la situación. Esther era fuerte. Era una mujer valiente, pese a la indefensión de su ceguera; ahora aguardaba con la cara vuelta hacia Garrod. Lo único que tenía que hacer él era agarrar firmemente el hacha verbal con ambas manos… y dejarla caer sobre su esposa.

Cerró un momento los ojos, y cuando los abrió Jane estaba saliendo de la habitación. Garrod corrió tras ella.

—Jane —dijo desesperadamente—, dame una oportunidad para pensar.

—No. El coronel Mannheim ha terminado su estancia en Augusta. Sólo he venido a decirle que nos iremos a Macon en el último vuelo del día.

Garrod la cogió por la muñeca, pero ella se revolvió y liberó con inesperada fuerza.

—Déjame en paz, Al.

—Puedo resolver este asunto.

—Sí, Al. Puedes hacerlo… del mismo modo que resolviste el asunto de los…

La última palabra de la frase se perdió con el ruido de la puerta al cerrarse, pero Garrod no tenía necesidad de oírla. Sabía que la última palabra era «satélites».

Creyó que sus piernas eran de goma cuando volvió a la habitación y se sentó. Esther avanzó a tientas hacia él y apoyó las manos en sus hombros.

—Mi pobre y querido Alban —musitó.

Garrod hundió la cara en sus manos. «No hay ningún satélite —pensó—. Ningún torpedo con ojos de retardita desciende de su órbita. A ellos no les hacen falta. ¡No cuando están rociando de vidrio lento el mundo entero!»

Una calma preternatural pareció dominar su cerebro mientras consideraba la mecánica de la idea. El análisis óptico que permitía la estructura cristalina de la retardita era tan definido que era posible obtener una imagen útil de una partícula con micrones de diámetro. Y sin embargo las motas serían invisibles a simple vista en condiciones normales. Estaban siendo utilizadas millares y millares de toneladas de polvo de retardita con dilaciones diversas, que era lanzado por todo el continente con avionetas de aspersión. Ese tipo de aviones solía usar eyectores eléctricamente cargados, comunicando a las partículas un potencial electromagnético; de ese modo, eran atraídas por los cultivos en vez de flotar hacia el suelo. Pero en este caso los ojos microscópicos de vidrio lento se lanzaban desde gran altura a fin de que se pegaran a cualquier cosa: árboles, edificios, postes telegráficos, flores, laderas de montañas, pájaros, insectos voladores… La retardita iba a estar en la ropa de la gente, en los alimentos, en el agua que todo el mundo bebía.

«A partir de ahora —aulló en silencio la cabeza de Garrod—, cualquier persona, cualquier organización dotada del equipo preciso podrá averiguar lo que quiera acerca de ¡CUALQUIER PERSONA! Este planeta es un ojo inmenso y fijo que vigila todo lo que se mueve en su superficie. Estamos encajonados en vidrio, de un modo asfixiante, igual que insectos arrojados en la botella asesina de un entomólogo…»

Los segundos fueron pasando lentamente, y Garrod sólo era consciente del sonido de la sangre que vibraba en sus venas. «¡Y yo soy el culpable!»


Al levantarse, Garrod alzó consigo todo el peso del planeta. Y descubrió, con infinita gratitud, que podía aguantarlo.

—Esther —dijo en tono sosegado—. Hace un rato me has hecho una pregunta importante.

—¿Sí? —contestó ella con cautela, como si ya percibiera un cambio en su marido.

—La respuesta es… «no». No te amo, Esther, y ahora me doy cuenta de que nunca te he amado.

—No seas necio —dijo ella, con temor y aspereza en la voz.

—Lo siento, Esther. Has hecho la pregunta y yo te he contestado. Debo irme y buscar a Jane. Haré que venga tu enfermera.

Salió de la habitación sin apresurarse, sin necesidad de apresurarse, y se dirigió a la habitación de Jane en el piso inferior. La puerta estaba abierta, y vio que ella estaba haciendo las maletas. Jane se encontraba inclinada sobre una de ellas, en una pose inintencionadamente voluptuosa que produjo un lento y potente martilleo en el pecho de Garrod.

—Me has mentido —dijo éste con fingida severidad—. Has dicho que te irías en el último vuelo.

Jane se volvió para mirarle, con transparentes rastros de lágrimas en sus mejillas.

—Por favor, deja que me aleje de ti, Al.

—No —dijo Garrod—. Nunca más.

—Al, ¿has…?

—Sí. He puesto fin a una cosa que jamás debía haber empezado, y quiero que me ayudes a hacer lo mismo con otra cosa.

Jane estuvo con él cuando Garrod se presentó en la redacción de un periódico y explicó su relato, y Jane le acompañó durante los difíciles meses que siguieron cuando un gobierno dominado por el pánico se vio forzado por la gente a crear nuevas leyes prohibiendo la producción de vidrio lento. Jane estuvo a su lado durante los años aún más duros en que se descubrió que otros países proseguían la producción de retardita, acabando por adulterar los océanos, el mismo aire… incluso la estratosfera. En décadas posteriores, los hombres aceptarían la presencia universal de la retardita, y aprenderían a vivir sin subterfugios o vergüenzas, tal como habían hecho en un distante pasado cuando se decía que los ojos de Dios llegaban a todas partes.

Jane estuvo a su lado durante todos aquellos acontecimientos, y una de las razones por las que Garrod sabía que la amaba era que, por mucho que se esforzara, nunca visualizaba el envejecimiento de aquel hermoso rostro. Para él, Jane no tenía edad; era eterna… Igual que una imagen maravillosa conservada para siempre en un prisma de vidrio lento.


FIN
Загрузка...