SEGUNDA LUZ SECUNDARIA: El peso de la prueba

Harpur miró inciertamente por las chorreantes ventanillas de su coche. No había encontrado aparcamiento cerca de la comisaría, y en aquel momento el edificio parecía hallarse a kilómetros de distancia, a kilómetros de asfalto encharcado y ostentosas cortinas de lluvia. El cielo estaba hundido de un modo lúgubre entre los inmuebles que rodeaban la plaza.

Repentinamente consciente de su edad, contempló durante un largo instante el viejo edificio policial y el agua que caía en cascadas por las goteras, y estiró el cuerpo para abandonar el asiento del coche. Era difícil creer que el sol brillaba cálidamente en un sótano del ala oeste de la comisaría. Pero él lo sabía, porque había telefoneado y preguntado antes de salir de su casa.

—Hoy hace un tiempo magnífico aquí abajo, juez —había dicho el guardián, hablando con la respetuosa familiaridad que había adquirido a lo largo de los años—. Fuera no se está tan bien, claro, —pero aquí abajo el tiempo es realmente magnífico.

Se han presentado muchos periodistas?

—Sólo unos cuantos hasta ahora, juez. ¿Va a venir?

—Espero hacerlo —había replicado Harpur—. Guárdeme una silla, Sam.

—¡Sí, señor!

Harpur caminó con la máxima rapidez que podía permitirse, notando la fría lluvia que resbalaba por el dorso de sus manos, metidas en los bolsillos del impermeable. El forro se aferraba a los nudillos cuando movía los dedos. Al subir las escaleras de la entrada principal, una vibración preliminar en el lado izquierdo de su pecho le indicó que se había apresurado en exceso, que había llevado las cosas demasiado lejos.

El agente de la puerta saludó con brío. Harpur correspondió inclinando la cabeza.

—Cuesta creer que estamos en junio, ¿no es así, Ben?

—Desde luego, señor. Pero me han dicho que ahí abajo hace un tiempo excelente.

Harpur se despidió del guardián, y estaba avanzando por el pasillo, cuando el dolor acabó por cercarle. Un dolor definido, muy puro. Como si alguien hubiera elegido una aguja estéril y, tras colocarla en una empuñadura antiséptica y calentarla al rojo blanco, la hubiera introducido en su costado con la rapidez de la compasión. Se detuvo un instante y se apoyó en la pared embaldosado, esforzándose por no llamar la atención, mientras el sudor formaba gotas en su frente. «No puedo abandonar ahora —pensó—, no cuando sólo me quedan dos semanas… Pero ¿y si es ahora mismo? ¡Ahora mismo!»

Harpur combatió el pánico, hasta que la entidad que era su dolor se retiró ligeramente. Respiró de un modo entrecortado, de alivio, y siguió caminando poco a poco, sabedor de que su enemigo estaba atento y siguiendo sus pasos. Pero llegó al sol sin nuevos ataques.

Sam Macnamara, el guardián de la puerta interior, empezó a esbozar su acostumbrada sonrisa, y entonces, viendo la tirantez del rostro de Harpur, le introdujo rápidamente en la sala. Macnamara era un irlandés de elevada estatura cuya única ambición, al parecer, era beber dos tazas de café cada hora, a la hora en punto; no obstante, entre él y el juez había nacido una amistad que a Harpur le resultaba extrañamente confortadora. El policía abrió una silla plegable en la parte trasera de la sala y la mantuvo firme mientras Harpur tomaba asiento.

—Gracias, Sam —dijo éste, agradecido, al tiempo que miraba a los extraños que le rodeaban.

Nadie había advertido su llegada. Todos contemplaban el sol.

El olor de la ropa mojada por la lluvia que llevaban los periodistas daba la impresión de estar curiosamente fuera de lugar en el polvoriento sótano. La sala formaba parte de la sección más antigua de la comisaría, y hasta hacía cinco años se había utilizado para guardar expedientes obsoletos. A partir de entonces, y con excepción de conferencias de prensa especiales, sus paredes de cemento sólo habían albergado a dos aburridos guardianes, el tablero de un equipo de grabación y una hoja de vidrio montada sobre un armazón en un extremo de la sala.

El cristal era de la especialísima variedad que la luz tardaba muchos años en atravesar. Era el tipo de cristal que la gente usaba para aprehender escenarios de excepcional belleza y contemplarlos en sus hogares.

Para Harpur, la visión de este fragmento de vidrio lento no tenía belleza particular. Mostraba una bahía, razonablemente hermosa en la costa atlántica, pero el agua estaba tapada por embarcaciones deportivas, y una gasolinera de chillones colores se interponía en primer plano. Un conocedor del vidrio lento habría lanzado una piedra contra aquel cristal; sin embargo, Emile Bennett, el propietario original, lo había traído a la ciudad simplemente porque contenía la vista desde el hogar de su infancia. Tener el vidrio a mano, había explicado Bennett, le ahorraba un viaje de trescientos kilómetros cuando se sentía nostálgico.

La hoja de vidrio usada por Bennett tenía un grosor de cinco años, es decir había tenido que permanecer cinco años en su hogar paterno antes de que el paisaje surgiera. Naturalmente, seguiría transmitiendo la misma vista durante cinco años después de ser transportada a la ciudad, a despecho de que había sido confiscada a Bennett por impacientes agentes policiales con profundo desinterés por el hogar paterno del propietario. El vidrio revelaría sin fallo posible todo lo que había visto…, aunque sólo durante su época buena.

Repantigado en su asiento, rendido, Harpur recordó la última vez que había visto una película. La única luz de la sala procedía de la oblonga hoja de vidrio, y los periodistas se agitaban sentados en ordenadas hileras, igual que el público de un cine. Harpur pensó que la presencia de aquellos hombres le distraía. Evitaba que se deslizara hacia el pasado con la acostumbrada facilidad.

Las inquietas aguas de la bahía esparcían sol por la habitación (que de otro modo habría resultado depresiva), las embarcaciones pasaban y volvían a pasar, y silenciosos coches entraban de cuando en cuando en la gasolinera. Una atractiva fémina con la ropa extremadamente abreviada de hacía una década paseaba por un jardín en primer plano, y Harpur vio que varios periodistas tomaban notas personales en sus libretas.

Uno de los reporteros más curiosos abandonó su asiento y se acercó a la parte trasera de la hoja de vidrio para contemplar la vista de la otra cara, pero regresó con aspecto decepcionado. Harpur sabía que habían soldado una plancha metálica al armazón posterior, cubriendo por completo el cristal. El municipio había decretado que exponer a la vista del público las actividades domésticas del señor Bennett durante el tiempo en que el vidrio estuvo cargándose habría constituido una invasión de la intimidad del propietario.

Conforme iban transcurriendo los minutos en el sofocante ambiente de la sala, los periodistas fueron poniéndose cada vez más nerviosos, y empezaron a intercambiar sonoros bostezos. En la primera fila, algunos reporteros estornudaron repetidamente y renegaron entre estornudo y estornudo. Estaba prohibido fumar cerca del equipo de grabación, que en nombre del estado exploraba vorazmente el vidrio, por lo que relevos de tres o cuatro personas empezaron a salir al pasillo para encender los cigarrillos. Harpur oyó sus quejas sobre la prolongada espera y sonrió. Él llevaba cinco años esperando, y tenía la impresión de que habían sido muchos más.

Aquel mismo día, el 7 de junio, era una fecha clave esperada por Harpur y el resto del municipio, pero había sido imposible hacer saber a la prensa por anticipado en qué momento exacto conseguirían la información. El problema era que Emile Bennett había sido incapaz de recordar a qué hora de aquel ardiente domingo se había trasladado a la vivienda de sus padres para recoger la hoja de vidrio lento. En el transcurso del subsiguiente juicio no había sido posible fijar la hora en algo más definido que «hacia las tres de la tarde».

Un periodista reparó finalmente en que Harpur estaba sentado cerca de la puerta y se acercó a él. Vestía de un modo estridente, tenía el cabello rubio y su aspecto era increíblemente juvenil.

—Perdóneme, señor. ¿No es usted el juez Harpur?

Harpur asintió. Los ojos del muchacho se abrieron desmesuradamente durante un instante y después se entrecerraron mientras estimaban el valor periodístico del anciano.

—¿No fue usted el juez que presidió el… caso Raddall?

Había estado a punto de decir el caso del vidriodetective, pero cambió de idea al momento. Harpur asintió por segunda vez.

—Sí, es cierto. Pero ya no concedo entrevistas a la prensa. Lo siento.

—No tiene importancia, señor. Lo comprendo.

El joven reportero salió al pasillo, andando con pasos que iban haciéndose más rápidos, más elásticos. Harpur supuso que el muchacho acababa de decidir su punto de vista para el artículo del día. El mismo se veía capaz de redactar el artículo:


El juez Kenneth Harpur, el hombre que hace cinco años presidió el polémico caso del «vidriodetective», en el que un hombre de veintidós años, Ewan Raddall, fue acusado de doble asesinato, estaba sentado hoy en una de las sillas del sótano de la comisaría. «El Juez de Hierro», un anciano en la actualidad, no tiene nada que decir. Se limita a observar, a esperar y a formularse preguntas…


Harpur sonrió irónicamente. Ya no sentía amargura ante los ataques de los periódicos. El único motivo que le impedía hablar con los periodistas era que se encontraba más que harto de ese aspecto de su vida. Había llegado a la edad en que un hombre desecha lo trivial y se concentra en lo esencial. En cuestión de dos semanas más tendría libertad para sentarse a «tomar» el sol y contar el número exacto de matices azules y verdes que había en el mar, y cuánto tiempo transcurría entre la aparición de la primera estrella vespertina y la segunda. Si su médico lo permitía, tomaría un poco de whisky de primera calidad, y si su médico no lo permitía, se tomaría el whisky de todos modos. Leería algunos libros, tal vez escribiría uno…

Definitivamente, la hora aproximada que Bennett había testificado en el juicio resultó ser bastante exacta.

A las tres y ocho minutos, Harpur y los periodistas vieron a Bennett aproximarse a la hoja de vidrio con un destornillador en la mano. Exhibía la timidez característica de una persona que se halla en el radio de acción del vidrio lento. Bennett maniobró durante unos instantes en ambos lados del cristal, y a continuación apareció el cielo en una desenfrenada fluctuación, indicativa de que el vidrio había sido separado de su armazón. Un momento después, la imagen de una manta marrón, similar a las usadas por el ejército, fue cubriendo el vidrio hasta anular la luz de otros días, y la habitación quedó a oscuras.

Los dispositivos de grabación situados en la parte trasera de la sala produjeron suaves sonidos (clic-clic-clic), que quedaron ahogados por el ruido de los reporteros al precipitarse hacia los teléfonos.

Harpur se levantó y salió de la sala, lentamente, detrás de los periodistas. No había necesidad de correr. Según el informe policial, el vidrio permanecería a oscuras durante dos días, el tiempo que había estado en el maletero del automóvil de Bennett antes de que éste se decidiera a instalarlo en el marco de la ventana de la parte trasera de su casa de la ciudad. A partir de ese punto, y durante dos semanas más, el cristal mostraría los casuales acontecimientos cotidianos que tuvieron lugar cinco años atrás en el parque infantil situado detrás de la casa de Bennett.

Dichos acontecimientos no tenían especial interés para ninguna persona. Sin embargo, el informe policial también indicaba que en el mismo parque infantil, en la noche del 21 de junio de 1986, una mecanógrafa de veinte años, Joan Calderisi, había sido violada y asesinada. Su novio, un mecánico de veintitrés años llamado Edward Jerome Hattie, también había sido asesinado, presumiblemente por intentar defender a la muchacha.

Sin que el asesino lo supiera, un testigo presenció el doble asesinato… y ese testigo estaba a punto de dar su perfecto e incontrovertible testimonio.


No había sido difícil prever el problema.

Desde el mismo día en que el vidrio lento había aparecido en algunas tiendas muy caras, la gente se había preguntado qué sucedería si se cometía un crimen a la vista de un cristal. ¿Cuál sería la posición legal si, por ejemplo, había tres sospechosos y se sabía que un fragmento de vidrio identificaría al asesino sin duda posible al cabo de cinco o diez años? Obviamente, la ley no podía arriesgarse a castigar a la persona inocente; pero era igualmente obvio que no podía permitir que el culpable estuviera en libertad todo ese tiempo.

Así resumieron el problema los periódicos sensacionalistas, aunque para el juez Kenneth Harpur no hubo problema ninguno. Tras leer las especulaciones, le costó menos de cinco segundos tomar una decisión, y mantuvo una calma impresionante cuando la causa instrumental le tocó en suerte.

Había sido una coincidencia. El distrito de Erskine tenía tantos homicidios y vidrios lentos como cualquier otra zona comparable. De hecho, Harpur no recordaba haber visto ese material hasta que el alumbrado eléctrico de Holt City fue repentinamente sustituido por hojas de vidrio alternas, unas de ocho horas y otras de dieciséis, suspendidas en líneas continuas sobre las vías públicas.

Había sido preciso cierto tiempo para que las primeras hojas de retardita, que apenas retrasaban medio segundo la luz, evolucionaran hasta ser capaces de producir retrasos de años. El usuario debía estar absolutamente seguro de la dilación que deseaba, debido a que no había forma de acelerar el proceso. Si la retardita hubiera sido un «vidrio» en el auténtico sentido del término, habría sido posible reducir un fragmento para obtener espesores distintos y recibir antes la información; pero en realidad se trataba de un material extremadamente opaco: opaco en cuanto a que la luz jamás entraba en él.

Las radiaciones con longitudes de onda del orden de las luminosas eran absorbidas por la cara de una hoja de retardita, y su información se convertía en modelos de deformación dentro del material. El efecto piezolumínico mediante el cual la información se abría paso hasta la cara opuesta implicaba a toda la estructura cristalina, y cualquier causa que desorganizara dicha estructura equilibraría de un modo instantáneo los modelos de deformación.

Si bien este descubrimiento había sido irritante para ciertos investigadores, también había sido un factor importante en el éxito comercial de la retardita. El público se habría mostrado reacio a instalar ventanoramas en sus hogares, sabiendo que todo lo que habían hecho detrás de ellas quedaría registrado para que otros ojos lo vieran años después. Por eso la floreciente industria piezolumínica se había apresurado a inventar un barato dispositivo de «regeneración», que permitía limpiar y volver a usar una hoja de vidrio lento, como si se tratara de un programa saturado de ordenador.

Por esta misma razón, dos guardias se turnaban las veinticuatro horas del día, desde hacía cinco años, en la vigilancia de la ventanorama que contenía la evidencia del caso Raddall. Siempre existía la posibilidad de que uno de los parientes de Raddall, o algún tipo estrafalario en busca de publicidad, entrara furtivamente en la sala y eliminara las pruebas antes del momento que iba a resolver todas las dudas.

Durante esos diez años hubo épocas en que Harpur se sintió demasiado enfermo y cansado para preocuparse en exceso, y otros instantes en que habría sido un alivio que el testigo perfecto hubiera sido silenciado para siempre. Pero por lo general la existencia del vidrio lento no preocupaba al juez.

Había dictado su resolución en el caso Raddall, y era una decisión que, según él, habría tomado cualquier otro juez. La controversia que se originó, así como la enemistad mostrada por diversos sectores de la prensa y el público, e incluso por varios de sus colegas, le hirieron al principio, pero había superado todo eso.

La ley existía solamente porque la gente creía en ella, había declarado Harpur en su recapitulación. Si esa creencia se debilitaba, aunque sólo fuera una vez, la ley sufriría un daño irreparable.


Según pudo determinarse, los asesinatos se produjeron aproximadamente una hora antes de la medianoche.

Teniendo en cuenta ese detalle, Harpur cenó temprano, y a continuación se duchó y afeitó por segunda vez aquel día. El esfuerzo representaba una proporción notable de su cuota diaria de energía, mas en la sala del tribunal había pasado un calor bochornoso. El caso que le ocupaba en la actualidad era intrincado y, al mismo tiempo, latoso. Últimamente había más y más casos como ése; lo sabía. Era una señal de que estaba listo para el retiro. Pero quedaba una última tarea que realizar. Era una deuda con la profesión.

Harpur se puso una chaqueta ligera y dio la espalda al espejo de vestir comprado por su esposa hacía algunos meses. Estaba recubierto por una hoja de retardita de quince segundos que permitió al juez, tras una ligera pausa, volverse y comprobar qué aspecto tenía por detrás. Examinó fríamente su frágil aunque erguida figura y se marchó antes de que el extraño del vidrio se volviera para mirarle.

A Harpur le disgustaban estos espejos casi tanto como los igualmente populares espejos «auténticos», meros fragmentos de retardita de corta dilación que giraban sobre un eje vertical. Cumplían aproximadamente la misma función que los espejos ordinarios, con la excepción de que no se producía el efecto de inversión. Por primera vez en la vida, alardeaban los fabricantes, una persona podía verse tal como la veían los demás. Harpur ponía objeciones a esta idea con una argumentación que esperaba fuera vagamente filosófica, pero que en realidad era incapaz de explicar, ni siquiera a sí mismo.

—No tienes buen aspecto, Kenneth —dijo Eva, mientras le arreglaba meticulosamente la corbata—. No es preciso que vayas allí, ¿no es cierto?

—No, no es preciso que vaya… por eso tengo que ir. Ahí está el detalle.

—Entonces yo conduciré el coche.

—No lo harás. Vas a irte a la cama. No permitiré que conduzcas por la ciudad en plena noche.

Rodeó los hombros de su esposa con un brazo. A los cincuenta y ocho años, Eva Harpur era una meseta —aparentemente sin límites— de insuperable salud, aunque ambos mantenían la ficción de que era él el que se cuidaba de ella.

Condujo por la ciudad, pero el avance en medio del tráfico era anormalmente lento y, en un impulso, Harpur se detuvo a varias manzanas de la comisaría y empezó a caminar. «Vive peligrosamente —pensó—, pero camina con lentitud, por si acaso.» Hacía una noche cálida, radiante, y con las prolongadas horas de luz de junio sólo estaban oscuras las hojas de vidrio de dieciséis horas suspendidas sobre la vía pública. Los cristales alternativos de ocho horas fulguraban innecesariamente con la luz que habían absorbido por la tarde. El sistema se basaba en un acomodo a las variaciones estacionases de las horas de luz natural, pero daba un resultado razonablemente bueno y, sobre todo, la luz resultaba prácticamente gratis.

Una ventaja adicional era que proporcionaba a las autoridades policiales una evidencia perfecta de sucesos tales como accidentes de tráfico y violaciones del código. De hecho, los entonces flamantes vidrios de iluminación de la avenida Cincuenta y Tres habían suministrado buena parte de las pruebas en el caso de Ewan Raddall.

Unas pruebas en las que Harpur se había basado para enviar a Raddall a la silla eléctrica.

Los hechos sobresalientes del caso no se habían producido exactamente en la situación típica propuesta por la prensa sensacionalista, aunque se habían aproximado lo bastante como para despertar el interés del público. No hubo otro sospechoso aparte de Raddall, pero las pruebas en su contra fueron circunstanciales en gran medida. Los cadáveres no se encontraron hasta la mañana siguiente, cuando Raddall ya había tenido tiempo para volver a casa, asearse y acostarse. Estaba lozano, compuesto y sensato cuando le detuvieron, y los forenses no pudieron demostrar nada.

El caso Raddall se basó en que había sido visto yendo hacia el parque público a la hora conveniente, y en que tenía magulladuras y arañazos compatibles con el crimen. Además, entre medianoche y las nueve y media de la mañana siguiente, la hora en que se le interrogó, Raddall había «perdido» la chaqueta de pana sintética que vestía el día anterior, y la prenda nunca apareció.

Al terminar el juicio contra Raddall, el jurado tardó menos de una hora en llegar a un veredicto de culpabilidad; sin embargo, durante una apelación posterior la defensa expuso que el jurado estaba influido por el conocimiento de que el crimen se hallaba, registrado en la ventana trasera de Emile Bennett. Al solicitar un nuevo juicio, el abogado defensor expuso el punto de vista de que el jurado había rechazado la «duda razonable» porque esperaba que Harpur impusiera, como máximo, una condena de cadena perpetua.

Pero el código legal revisado, redactado en 1977, que en esencia daba un mayor poder a los jueces en los tribunales, no proveía, en opinión de Harpur, ninguna legislación que justificara «mantenerse a la expectativa», en especial en casos de homicidio en primer grado. Raddall fue debidamente condenado a muerte en enero de 1987.

El recto criterio de Harpur, que le había valido el apodo de «Juez de Hierro», fue que una decisión tomada en un tribunal siempre había sido, y seguía siendo, sacrosanta. La entidad sobrehumana que era la ley no debía ser humillada por un trozo de vidrio. La argumentación de Harpur, reducida a sus términos más crudos, fue que si se introducía una legislación para demorar los veredictos, los criminales llevarían fragmentos de retardita de quince años entre sus útiles regulares.

Los lentos engranajes del Tribunal Supremo ratificaron la decisión de Harpur dos años después, y la sentencia fue ejecutada. Lo mismo, a escala microscópica, había ocurrido en numerosas ocasiones en el mundo del deporte; y la única solución posible, la única solución factible era que el imperio estuviera siempre en pie, sin importar lo que las cámaras o —el vidrio lento tuvieran que opinar después.

A pesar de su vindicación, o quizá por culpa de ella, los periódicos sensacionalistas nunca simpatizaron con Harpur. El juez empezó a esforzarse en mostrarse indiferente a todo lo que cualquier persona escribiera o dijera. Lo único que había necesitado durante aquellos cinco años era el conocimiento de haber tomado una buena decisión, buena como término antónimo de incorrecta. En la actualidad, Harpur iba a descubrir si había tomado una buena decisión, buena como antónimo de mala…

Aunque esa noche se había cernido sobre su horizonte durante media década, a Harpur le resultaba arduo hacerse a la idea de que en cuestión de minutos se sabría si Raddall era culpable. Ese pensamiento causó un crescendo de molestos dolores pectorales, y Harpur se detuvo un instante para recobrar el aliento. Al fin y al cabo, ¿qué más daba? Él no había hecho las leyes. ¿Por qué sentirse personalmente comprometido?

La respuesta se presentó con rapidez.

Estaba comprometido porque él formaba parte de la ley. La razón por la que habían seguido trabajando pese al consejo adverso de su médico era que había sido él, no cierta personificación abstracta de los «grandes intereses del hombre en la tierra», la persona que había dictado sentencia contra Ewan Raddall. Y si había cometido un error, él iba a estar allí, en persona, para enfrentarse a las consecuencias.

La comprensión resultó extrañamente confortadora para Harpur, mientras seguía avanzando por las atestadas calles. Había algo en el ambiente del atardecer que le impresionaba por su rareza. Entonces se dio cuenta de que el centro de la ciudad estaba repletísimo de automóviles de otras poblaciones. Hombres y mujeres atestaban las aceras, y Harpur supo que eran forasteros por la forma en que sus ojos observaban de vez en cuando las partes superiores de los edificios. El olor de hamburguesas asándose en la parrilla flotaba en un ambiente denso, calmado.

Harpur se preguntó cuál sería el motivo de la afluencia, y entonces reparó en el flujo general hacia la comisaría. Así que era por eso… La gente no había cambiado desde los tiempos en que era atraída por las arenas, las guillotinas y las horcas. No había nada que ver, pero estar muy cerca bastaría para que la gente saboreara el antiguo placer de continuar respirando sabiendo que otra persona acababa de fallecer. Tampoco importaba nada llegar cinco años tarde.

Ni siquiera Harpur, en caso de que lo hubiera deseado, habría podido entrar en el sótano. Aparte del equipo de grabación, sólo estarían presentes seis sillas y seis binoculares especiales de pocos aumentos y enormes objetivos hambrientos de luz. Estaban reservados para los observadores nombrados por el estado.

Harpur no estaba interesado en ver el crimen con sus propios ojos; sólo quería saber el resultado; y luego disfrutar de un larguísimo descanso. Pensó que era totalmente irracional ir hasta las dependencias policiales, con el esfuerzo y la tensión letal que el recorrido significaba para él; pero ninguna otra cosa iba a serle de ayuda. «Soy culpable —pensó de repente—, culpable de…»

Llegó a la plaza donde estaba situado el edificio y se abrió paso entre las flexibles y agotadoras barreras de gente. A medio camino el sudor se había pegado tanto a sus ropas que a duras penas podía levantar los pies. En un punto indeterminado del largo trayecto se dio cuenta de que otra presencia le seguía de cerca: el compasivo amigo con la aguja al rojo blanco.

A la altura de las desordenadas hileras de automóviles de la prensa, Harpur comprendió que no podía entrar tan temprano; y aún quedaba media hora como mínimo. Dio media vuelta y se abrió paso hacia el lado opuesto de la plaza. La punta de la aguja le alcanzó en una acometida precisa, y Harpur cayó hacia delante con las manos abiertas en busca de algo a que agarrarse.

—¡Pero qué…! —Una sorprendida voz retumbó en la cabeza del juez—. Tómeselo con calma, abuelo.

El que había hablado era un fornido gigante en bañador, que estaba observando un programa de televisión tridimensional cuando Harpur cayó encima de él. Se quitó las gafas receptoras y las diminutas y precisas imágenes brillaron mientras se movían igual que distantes fogatas. Un susurro musical salía de los auriculares.

—Lo siento —se excusó Harpur—. He tropezado. Lo siento.

—No tiene importancia. ¡Hey! ¿No es usted el juez…?

Harpur siguió avanzando mientras el hombretón tiraba excitadamente del brazo de la mujer que le acompañaba. «No deben reconocerme», pensó Harpur, en medio del pánico que sentía. Se escondió entre la multitud, empezando a perder el sentido de la orientación. Otros seis desesperados pasos y la aguja volvió a alcanzarle, en esta ocasión introduciéndose hasta la empuñadura antiséptica. Gimió mientras la plaza giraba pesadamente. «Aquí no —suplicó—, aquí no, por favor.»

Sin saber cómo, se salvó de la caída y siguió andando. Al alcance de su mano, pero a un millón de kilómetros de distancia, una mujer invisible emitió una risa maravillosa y desenfadada. El dolor volvió al borde de la plaza, aún más decisivamente que antes… Una vez, dos veces, tres veces… Harpur chilló al notar que su músculo vital implosionaba con terribles calambres.

Empezó a desplomarse y entonces notó que le aferraban unas manos firmes. Harpur levantó los ojos al moreno joven que estaba sosteniéndole. El rostro bien parecido, arrugado por la preocupación, que asomaba entre rojizas brumas parecía curiosamente familiar. Harpur se esforzó en hablar.

—Tú… ¿tú eres Ewan Raddall, verdad?

Las negras cejas se fruncieron de asombro.

—¿Raddall? No. Nunca he oído ese nombre. Será mejor que pidamos una ambulancia para usted.

Harpur forzó su mente para pensar.

—Eso es cierto. No puedes ser Raddall. Yo le maté hace cinco años. —A continuación habló en voz más alta—. Pero, si no sabes quién es Raddall, ¿por qué estás aquí?

—Volvía a casa después de ir a la bolera, y he visto a la muchedumbre.

El muchacho empezó a sacar del gentío a Harpur, sosteniéndole en pie con un brazo, y apartando cuerpos incomprensivos con el otro. El juez intentó ayudarle, pero era consciente de que sus pies se arrastraban impotentes sobre el cemento.

—¿Vives aquí, en Holt?

El muchacho asintió enfáticamente.

—¿Sabes quién soy? —volvió a preguntar Harpur.

—Lo único que sé de usted, señor, es que debería estar en el hospital. Llamaré a una ambulancia desde el teléfono de la bodega.

Harpur percibía vagamente que había algo de tremenda importancia en lo que habían estado hablando, pero no tenía tiempo para clarificar el tema.

—Escucha —dijo, obligándose a permanecer erguido un momento—. No quiero una ambulancia. Estaré perfectamente si llego a casa. ¿Puedes ayudarme a buscar un taxi?

El muchacho estaba inseguro, pero acabó encogiéndose de hombros.

—Será su funeral.


Harpur abrió cuidadosamente la puerta y entró en la acogedora oscuridad de la vieja vivienda. Durante el recorrido de vuelta sus ropas empapadas de sudor habían quedado húmedas y frías, y se estremeció irrefrenablemente mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz.

Una vez encendida la lámpara, tomó asiento junto al teléfono y miró el reloj. Casi medianoche… A esa hora ya no habría misterio, ya no habría dudas acerca de lo que había ocurrido en el parque de la avenida Cincuenta y Tres cinco años atrás. Cogió el microteléfono, y en el mismo instante oyó que su esposa se movía en el piso de arriba. Había varios números a los que podía telefonear para enterarse de las revelaciones del vidrio lento, pero la idea de hablar con un policía, un secretario o un miembro del ayuntamiento le parecía agobiante. Llamó a Sam Macnamara.

Siendo guardián, Sam no conocería el resultado de un modo oficial, aunque de todas maneras tendría la respuesta. Harpur intentó marcar el número de la línea directa con la caseta del guardián, pero las puntas de sus dedos se doblaron una y otra vez al tocar los botones y desistió.

Eva Harpur bajó las escaleras vestida con una bata y se acercó recelosa a su marido.

—¡Oh, Kenneth! —Se llevó la mano a la boca—. ¿Qué has hecho? Tienes un aspecto… Tendré que llamar al doctor Sherman.

Harpur sonrió débilmente. «Sonrío muchas veces estos días pensó desatinadamente. Es la única respuesta que un viejo puede dar a tantas situaciones.»

—Lo único que deseo es que me prepares café y que me ayudes a subir al dormitorio. Pero antes que nada, márcame un número en este artefacto.

Eva abrió la boca para protestar, y la cerró cuando su mirada se encontró con la de su marido.

En cuanto Sam se puso al teléfono, Harpur se esforzó en mantener la voz firme.

—Hola, Sam. Soy el juez Harpur. ¿Ya ha terminado el jaleo?

—Sí, señor. Después hubo una conferencia de prensa y también ha concluido. Supongo que habrá oído el resultado por la radio.

—La verdad es que no lo he oído, Sam. He estado… fuera hasta hace poco rato. He decidido telefonear a alguien para enterarme antes de acostarme, y su número me ha venido a la cabeza.

Sam se echó a reír de un modo vacilante.

—Bueno, han logrado efectuar una identificación positiva. Fue Raddall, efectivamente. Aunque supongo que usted siempre lo ha sabido.

—Supongo que sí, Sam.

Harpur notó que sus ojos ardían a causa de las lágrimas.

—De todos modos, se habrá quitado un buen peso de la conciencia, juez.

Harpur asintió cansinamente, pero dijo:

—Bueno, claro que me alegra que no hubiera un error judicial, pero los jueces no hacen las leyes, Sam. Ni siquiera deciden quién es culpable y quién no lo es. Por lo que a mí respecta, la presencia de un peculiar fragmento de vidrio tiene muy poca importancia, en todos los sentidos.

Un buen discurso tratándose del «Juez de Hierro».

Hubo un prolongado silencio en la línea. Después, con un tono de algo similar a desesperación en su voz, Sam insistió.

—Ya sé todo eso, juez… pero de todas maneras debe de haberse quitado un buen peso de la conciencia.

Con grata sorpresa, Harpur comprendió que el hombrón irlandés estaba suplicándole. «Ya no tiene importancia —pensó el juez—. Por la mañana me jubilaré y me reuniré con la raza humana.»

—De acuerdo, Sam —dijo finalmente—. Digámoslo de este modo: dormiré bien esta noche. ¿Conforme?

—Gracias, juez. Buenas noches.

Harpur colgó el teléfono con los dedos fuertemente apretados, y esperó la paz.

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