DÉCIMO CUADERNO. LA ISLA DEL DIABLO

El banco de Dreyfus


Es la más pequeña de las tres Islas de la Salvación. La más al Norte, también; y la más directamente batida por el viento y las olas. Después de una estrecha planicie que bordea toda la orilla del mar, asciende rápidamente hacia una elevada llanura en la que están instalados el puesto de guardia de los vigilantes y una sola sala para los presidiarios, alrededor de una docena. A la isla del Diablo, oficialmente, no se debe enviar presos por delitos comunes, sino tan sólo a los condenados y deportados políticos.

Cada uno vive en una casita de techo de chapa. El lunes se les distribuye los víveres crudos para toda la semana y, cada día, un bollo de pan. Son unos treinta. Como enfermero, tienen al doctor Léger, quien envenenó a toda su familia en Lyon o sus alrededores. Los políticos no se tratan con los presidiarios y, alguna vez, escriben a Cayena protestando contra tal o cual presidiario de la isla. Entonces, agarran al denunciado y lo devuelven a Royale.

Un cable une Royale con la isla del Diablo, pues, muy a menudo, el mar está demasiado embravecido para que la chalupa de Royale pueda atracar en una especie de pontón de cemento.

El guardián jefe del campamento (hay tres de ellos) se llama Santori. Es un zangón sucio que, a veces, lleva barba de ocho días.

– Papillon, espero que se porte usted bien, aquí. No me toque usted los cojones y yo le dejaré tranquilo. Suba al campamento. Le veré allá arriba.

En la sala me encuentro a seis forzados: dos chinos, dos negros, un bordelés y un tipo de Lille. Uno de los chinos me conoce bien; estaba conmigo en Saint-Laurent, en prevención por asesinato. Es un indochino, un superviviente de la rebelión del presidio de Poulo Condor, en Indochina.

Pirata profesional, atacaba los sampanes y, alguna vez, asesinaba a toda la tripulación con su familia. Excesivamente peligroso, tiene, sin embargo, una manera de vivir en común que capta la confianza y la simpatía de todo el mundo.

– ¿Qué tal, Papillon?

– ¿Y tú, Chang?

– Vamos tirando. Aquí estamos bien. Tú comer conmigo. Tú dormir allá, al lado de mí. Yo guisar dos veces al día. Tú pescar peces. Aquí, muchos peces.

Llega Santori.

– ¡Ah! ¿Ya está instalado? Mañana por la mañana, irá usted con Chang a dar de comer a los cerdos. El traerá los cocos y usted los partirá en dos con un hacha. Hay que poner aparte los cocos cremosos para dárselos a los lechoncitos que aún no tienen dientes. Por la tarde, a las cuatro, el mismo trabajo. Aparte de esas dos horas, una por la mañana y otra por la tarde, es usted libre de hacer lo que quiera en la isla. Todos los pescadores deben subirle un kilo de pescado todos los días a mi cocinero, o bien langostinos. Así, todo el mundo está contento, ¿conforme?

– Sí, Monsieur Santori.

– Sé que eres hombre de fuga, pero como aquí es imposible fugarse, no voy a hacerme mala sangre. Por la noche, estáis encerrados, pero sé que, aun así, hay quien sale. Cuidado con los deportados políticos. Todos tienen un machete. Si te aproximas a sus viviendas, creen que vas a robarles una gallina o huevos. De este modo, puedes conseguir que te maten o te hieran, pues ellos te ven, y tú no.

Después de haber dado de comer a más de doscientos cerdos, he recorrido la isla durante todo el día, acompañado por Chang, quien la conoce a fondo. Un anciano, con una larga barba blanca, se ha cruzado con nosotros en el camino que rodea a la isla por la orilla del mar. Era un periodista de Nueva Caledonia que, durante la guerra de 1914, escribía contra Francia en favor de los alemanes. También he visto al asqueroso que mandó fusilar a Edith Cavell, la enfermera inglesa o belga que salvaba a los aviadores ingleses en 1917. Este repugnante personaje, gordo y macizo, tenía un bastón en la mano y con él azotaba una murena enorme, de más de un metro cincuenta de largo y gruesa como mi muslo.

El enfermero, por su parte, vive también en una de esas casitas que sólo deberían ser para los políticos.

El tal doctor Léger es un hombre alto, de aspecto apacible, sucio y robusto. Tan sólo su cara está limpia, coronada por cabellos grisáceos y muy largos en el cuello y las sienes. Sus manos están llenas de heridas mal cicatrizadas que debe de inferirse al agarrarse, en el mar, a las asperezas de las rocas.

– Si necesitas algo, ven y te lo daré. Pero ven sólo si estás enfermo. No me gusta que me visiten y, menos aún que me hablen. Vendo huevos y, alguna vez, un pollo o una gallina. Si matas a escondidas un lechoncito, tráeme un jamón y yo te daré un pollo y seis huevos. Ya que estás aquí, llévate este frasco de ciento veinte pastillas de quinina. Como seguramente has venido aquí para escaparte, en el caso de que, por milagro, lo consiguieras, la necesitarías mucho en la selva.

Pesco por la mañana y por la tarde cantidades astronómicas de salmonetes de roca. Envío de tres a cuatro kilos cada día a los guardianes.

Santori está radiante, pues jamás le habían dado tanta variedad de pescado y langostinos.

Ayer, el galeno Germain Guibert vino a la isla del Diablo. Como el mar estaba tranquilo, le acompañaba el comandante de Royale y Madame Guibert. Esta admirable mujer era la primera que ponía pie en la isla. Según el comandante, jamás un civil había estado en ella. He podido hablar más de una hora con la esposa del galeno. Ha venido conmigo hasta el banco donde Dreyfus se sentaba a mirar el horizonte, hacia la Francia que lo había repudiado.

– Si esta piedra pudiera transmitirnos los pensamientos de Dreyfus…dice, acariciando la piedra-. Papillon, seguramente es ésta la última vez que nos vemos, ya que me dice que dentro de poco intentará fugarse. Rogaré a Dios para que le haga triunfar. Le pido que, antes de partir, venga a pasar un minuto en este banco que he acariciado y que lo toque para decirme así adiós.

El comandante me ha autorizado a enviar por el cable, cuando yo lo desee, langostinos y pescado para el doctor. Santori está de acuerdo.

– Adiós, doctor; adiós, señora.

Con la mayor naturalidad posible, los saludo antes de que la chalupa se separe del pontón. Los ojos de Madame Guibert me miran muy abiertos, como queriendo decirme: “Acuérdate siempre de nosotros, que tampoco te olvidaremos nunca. “

El banco de Dreyfus está en lo más alto del extremo norte de la isla. Domina el mar desde más de cuarenta metros.

Hoy no he ido a pescar. En un vivero natural tengo más de cien kilos de salmonetes, y en un tonel de hierro atado con una cadena, más de quinientos de langostinos. Puedo dejar, pues, de ocuparme de pescar. Tengo de sobra para enviar al galeno, para Santori, para el chino y para mí.

Estamos en 1941, y hace once años que estoy preso. Tengo treinta y cinco años. Los más hermosos de mi vida los he pasado o en una celda o en el calabozo. Sólo he tenido siete meses de libertad completa en mi tribu india. Los críos que he debido tener con mis dos mujeres indias tienen ahora ocho años. ¡Qué horror! ¡Qué de prisa ha pasado el tiempo! Pero, mirando hacia atrás, contemplo esas horas, esos minutos, tan largos de soportar, empero, incrustados cada uno de ellos en este vía crucis.

¡Treinta y cinco años! ¿Dónde están Montmartre, la place Blanche, Pigalle, el baile del “Petit Jardin”, el bulevar de Clichy? ¿Dónde está la Nénette, con su cara de Madona, verdadero camafeo que, con sus ojazos negros devorándome de desesperación, gritó en la Audiencia: “No te preocupes, querido, iré a buscarte allí”? ¿Dónde está Raymond Hubert con sus “Nos absolverán”? ¿Dónde están los doce enchufados del jurado? ¿Y la bofia? ¿Y el fiscal? ¿Qué hace mi papá y las familias que han fundado mis hermanas bajo el yugo alemán?

Y ¡tantas fugas! Veamos ¿cuántas fugas?

La primera, cuando salí del hospital, después de haber noqueado a los guardianes.

La segunda, en Colombia, en Río Hacha. La mejor. En ésa, triunfé por completo. ¿Por qué abandoné mi tribu? Un estremecimiento amoroso recorre mi cuerpo. Me parece sentir aún en mí las sensaciones de los actos de amor con las dos hermanas indias.

Luego, la tercera, la cuarta, la quinta, y la sexta, en Barranquilla. ¡Qué mala suerte en esas fugas! ¡Aquel golpe de la misa, tan desdichadamente fracasado! ¡Aquella dinamita del demonio y, luego, Clousiot enganchándose los pantalones! ¡Y el retraso de aquel somnífero!

La séptima en Royale, donde aquel asqueroso de Bébert Celier me denunció. Aquélla hubiera resultado, seguro, sin su maldita presencia. Y si hubiera cerrado el Pico, yo estaría libre con mi pobre amigo Carbonieri.

La octava, la última, la del asilo. Un error, un gran error por mi parte. Haber dejado al italiano elegir el punto de la botadura. Doscientos metros más abajo, cerca de la carnicería, y hubiéramos tenido, sin lugar a dudas, más facilidad para botar la balsa.

Este banco donde Dreyfus, condenado inocente, encontró el coraje de vivir a pesar de todo, tiene que servirme de algo. No debo confesarme vencido. Hay que intentar otra fuga.

Sí, esta piedra pulida, lisa, al borde de este abismo de rocas, donde las olas golpean rabiosamente, sin pausa, debe ser para mí un sostén y un ejemplo. Dreyfus jamás se dejó abatir, y siempre, hasta el fin, luchó por su rehabilitación. Es verdad que contó con Emile Zola y su famoso Yo acuso para defenderlo. De todas formas, si él no hubiera sido un hombre bien templado, ante tanta injusticia se hubiera arrojado, ciertamente, desde este mismo banco al vacío. Aguantó el golpe. Yo no debo ser menos que él, y no debo abandonar tampoco la idea de intentar otra fuga teniendo como divisa vencer o morir. La palabra morir debo desecharla, para pensar tan sólo que venceré y seré libre.

En las largas horas que paso sentado en el banco de Dreyfus, mi cerebro vagabundea, sueña con el pasado y recrea proyectos de color de rosa para el porvenir. A menudo, mis ojos son deslumbrados por un exceso de luz, por los reflejos platinados de la cresta de las olas. A fuerza de mirar ese mar sin realmente verlo, conozco todos los caprichos posibles e imaginables de las olas impelidas por el viento. El mar, inexorablemente, sin fatigarse jamás, ataca las rocas más avanzadas de la isla. Las escarba, las descascarilla y parece que le dijera a la isla del Diablo: “Vete, es preciso que desaparezcas; me estorbas cuando me lanzo hacia Tierra Grande; me obstaculizas el camino. Por eso, cada día, sin descanso, me llevo un trocito de ti.” Cuando hay tempestad, el mar ataca a más y mejor, y no sólo ahonda y trae al retirarse todo cuanto ha podido destruir, sino que, además, trata por todos los medios de hacer llegar el agua a todos los rincones e intersticios para minar, poco a poco, por debajo, esos gigantes de roca que parecen decir: “Por aquí no se pasa.”

Y entonces descubro un hecho muy importante. justamente debajo del banco de Dreyfus, de cara a unas rocas inmensas que tienen forma de lomo de asno, las olas atacan, se rompen y se retiran con violencia. Sus toneladas de agua no pueden desparramarse porque están encajonadas entre dos rocas que forman una herradura de unos cinco a seis metros de ancho. Luego, está el acantilado, de tal modo que el agua de la ola no tiene otra salida para volver al mar.

Mi descubrimiento es muy importante, porque si en el momento en que la ola rompe y se precipita en la cavidad me arrojo desde la peña con un saco de cocos sumergiéndome directamente en dicha ola, sin duda alguna que me arrastraría consigo al retirarse.

Sé de dónde puedo tomar muchos sacos de yute, pues en la pocilga hay tantos como se quiera para guardar los cocos.

Primero debo hacer una prueba. En luna llena, las mareas son más altas y, por lo tanto, las olas son más fuertes. Esperaré la luna llena. Un saco de yute bien cosido, lleno de cocos secos con su envoltura de fibra, puede disimularse perfectamente en una especie de gruta, para entrar en la cual es preciso ir por debajo del agua. La he descubierto al sumergirme para atrapar langostinos. Estos se adhieren al techo de la gruta, que recibe aire sólo cuando la marea está baja. En otro saco, atado al de los cocos, he puesto una piedra que debe pesar de treinta y cinco a cuarenta kilos. Como yo pienso partir con dos sacos en vez de uno y peso setenta kilos, quedan salvadas las proporciones.

Me siento muy excitado por esta experiencia. Este lado de la isla es tabú. Nadie podría imaginar jamás que a alguien se le ocurriera elegir el lugar más batido por las olas y, por lo tanto, el más peligroso, para evadirse.

Sin embargo, es el único sitio donde, si consigo alejarme de la costa, sería arrastrado hacia mar abierto y no podría, de ninguna manera, ir a estrellarme contra la isla de Royale.

De ahí y sólo de ahí debo partir.

El saco de cocos y la piedra son muy pesados y nada fáciles de llevar. No he podido izarlos a lo alto de la roca, que está resbaladiza y siempre mojada por las olas. Chang, a quien he puesto al corriente de mis intenciones, vendrá a ayudarme. He cogido todo un aparejo de pesca, de sedales de fondo, para que, si nos sorprenden, podamos decir que hemos ido a poner trampas para los tiburones.

– Animo, Chang. Un poco más y ya está.

La luna llena ilumina la escena como si fuera pleno día. El fragor de las olas me anonada. Chang me pregunta:

– ¿Estás dispuesto, Papillon? échaselo a aquélla.

La ola, de casi cinco metros de alto, se precipita locamente contra la roca y rompe por debajo de nosotros, pero el choque es tan violento que la cresta pasa por encima de la peña y nos deja empapados. Ello no impide que lancemos el saco en el segundo mismo en que la ola se arremolina antes de retirarse. Arrastrado como una paja, el saco se interna en el mar.

– Ya está, Chang; va bien.

– Espera para ver si saco no volver.

Apenas cinco minutos más tarde, consternado, veo llegar mi saco, subido a la cresta de una ola de fondo inmensa, de más de siete u ocho metros de altura. La ola levanta como una paja aquel saco de cocos con su piedra. Lo lleva en la cresta, un poco antes de la espuma; con una fuerza increíble lo devuelve al punto de partida, un poco a la izquierda, y se aplasta contra la roca de enfrente. El saco se abre, los cocos se desparraman y la piedra se hunde al fondo de la cavidad.

Empapados hasta los huesos, pues la ola nos ha mojado por entero y nos ha barrido literalmente -por fortuna, del lado de tierra-, despellejados y contusos, Chang y yo, sin lanzar una mirada más al mar, nos alejamos lo más rápidamente posible de este lugar maldito.

– No buena, Papillon. No buena esta idea de fuga de la isla del Diablo. Es mejor Royale. Del lado sur puedes salir mejor que de aquí.

– Sí, pero en Royale la evasión se descubriría en dos horas, como máximo. Al no estar impulsado el saco de cocos más que por la ola, pueden cogerme en tenaza las tres canoas de la isla' en tanto que aquí, en primer lugar, no hay embarcación alguna y, en segundo lugar, tengo toda la noche por delante antes de que se den cuenta de la fuga. Además, pueden creer que me he ahogado cuando pescaba. Aquí no hay teléfono. Si me voy durante un temporal, no habrá chalupa capaz de llegar hasta esta isla. Así, debo partir de aquí. Pero, ¿cómo?

A mediodía cae un sol de plomo. Un sol tropical que casi hace hervir el cerebro, que calcina toda planta que haya logrado nacer, pero que, en todo caso, no ha podido crecer hasta el punto de ser lo bastante fuerte como para resistirlo. Un sol que hace evaporarse en pocas horas los charcos de agua no demasiado profundos, dejando una película blanca de sal. Un sol que hace danzar el aire. Sí, el aire se mueve, literalmente se mueve ante mis ojos, y la reverberación de la luz solar en el mar me quema las pupilas. Sin embargo, de nuevo en el banco de Dreyfus, todo eso no me impide observar el mar. Y es entonces cuando me doy cuenta de que soy -un perfecto imbécil.

La ola de fondo que, dos veces más alta que las demás ha devuelto el saco a las rocas, pulverizándolo, esta ola, digo, se repite sólo cada siete.

Desde mediodía hasta la puesta del sol, he mirado si era algo automático, si no había un cambio de tiempo y, por lo tanto, alguna irregularidad en la periodicidad y en la forma de esa ola gigantesca.

No, ni una sola vez la ola de fondo ha llegado antes o después. Seis olas de unos seis metros y, luego, formándose a más de trescientos metros de la costa, la ola de fondo. Llega derecha como una “I”. A medida que se aproxima, aumenta de volumen y de altura. Casi nada de espuma en su cresta, al contrario de las otras seis. Muy poca. Hace un ruido peculiar, como un trueno que se aleja y se extingue a lo lejos. Cuando rompe contra las dos rocas y se precipita en el canal natural y va a chocar contra el acantilado, como su masa de agua es mucho mayor que la de las otras olas, se sofoca, gira muchas veces en la cavidad y precisa de diez a quince segundos para que esos remolinos, esas especies de torbellinos encuentren la salida y se vayan, arrancando y llevándose consigo grandes piedras que no hacen más que ir y venir con un fragor tal que se diría que se trata de centenares de cargamentos de piedras que se vuelcan brutalmente.

He metido una docena de cocos en el mismo saco, junto con una piedra, de casi veinte kilos, y apenas rompe la ola de fondo, arrojo el saco.

No puedo seguirlo con la vista porque hay demasiada espuma blanca en la cavidad, pero tengo tiempo de advertirlo por un segundo cuando el agua, como succionada, se precipita hacia el mar. El saco no regresa. Las otras seis olas no habían tenido la suficiente fuerza como para lanzarlo a la costa, y cuando se formó la séptima, a casi trescientos metros, el saco había debido de pasar ya el punto en que nace esa ola, pues no he vuelto a verlo.

Henchido de gozo y esperanza, me dirijo al campamento. Ya está; he encontrado una botadura perfecta. Nada de aventuras en este golpe. De todos modos, haré una prueba más seria, exactamente con las mismas condiciones que para mí: dos sacos de cocos bien atados el uno al otro y, encima, setenta kilos de peso repartidos en dos o tres piedras. Se lo cuento a Chang. Y mi compañero el chino de Poulo Condor escucha, todo oídos, mis explicaciones.

– Está bien, Papillon. Creo que lo has encontrado. Yo ayudar tú para el verdadero intento. Esperar marea alta ocho metros. Pronto equinoccio.

Ayudado por Chang, aprovechando una marea equinoccial de más de ocho metros, lanzamos a la famosa ola de fondo dos sacos de cocos cargados con tres piedras que deben pesar casi ochenta kilos.

– ¿Cómo tú llamar niña salvada por ti en San José?

– Lisette.

– Nosotros llamar Lisette a la ola que un día se te llevará. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Lísette llega con el mismo ruido que hace un tren al entrar en una estación. Se ha formado a más de doscientos cincuenta metros y, en pie, como un acantilado, avanza aumentando a cada segundo. Es, en verdad, muy impresionante. Rompe con tanta fuerza que Chang y yo somos literalmente barridos de la roca y, ellos solos, los sacos cargados, han caído en la cavidad. Nosotros, dado que en seguida hemos advertido, a la décima de segundo, que no podríamos mantenernos en la roca, nos hemos echado hacia atrás lo que no nos ha salvado de una manga de agua, pero nos ha impedido caer en la cavidad. Hemos hecho la prueba a las diez de la mañana. No corremos ningún riesgo, porque los tres guardianes están ocupados, en el otro extremo de la isla, con un inventario general. El saco se ha alejado, y lo distinguimos con toda claridad, muy lejos de la costa. ¿Ha sido llevado más lejos del lugar de nacimiento de la ola de fondo? No tenemos ningún punto de referencia para ver si está más lejos o más cerca. Las seis olas que siguen a Liseite no han podido atraparlo en su avance. Lisette se forma una vez más y parte de nuevo. Tampoco trae consigo los sacos. Así, pues, ha salido de su zona de influencia.

Hemos subido rápidamente al banco de Dreyfus para tratar de distinguir los sacos otra vez, y tenemos la alegría, en cuatro ocasiones, de verlos surgir muy lejos encima de la cresta de olas que no vuelven a la isla del Diablo, sino que se dirigen al Oeste. Indiscutiblemente, la experiencia es positiva. Partiré hacia la gran aventura a lomos de Lisette.

– Está allí, mira.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y he aquí que llega Lisette.

El mar continúa enfurecido en la punta del banco de Dreyfus, pero hoy está particularmente de mal humor. Lisette avanza con su ruido característico. Me parece más enorme aún, y hoy desplaza, sobre todo en la base, todavía más agua que de costumbre. Esta monstruosa masa líquida viene a atacar las dos rocas con más rapidez y más directamente que nunca. Y cuando rompe y se precipita contra el espacio que hay entre las enormes piedras, el golpe es aún más ensordecedor, si cabe, que las otras veces.

– ¿Es ahí donde dices que hay que tirarse? Pues bien; compañero, has escogido el sitio a las mil maravillas. Yo no voy. Quiero fugarme, es cierto, pero no suicidarme.

A Sylvain le ha impresionado mucho Lísette, a quien acabo de presentarle. Está en la isla del Diablo desde hace tres días y naturalmente, le he propuesto que partamos juntos. Cada cual en una balsa. Así, si acepta, tendré un camarada en Tierra Grande para organizar otra fuga. En la selva, uno solo no se lo pasa divertido.

– No te asustes por adelantado. Reconozco que, a la primera impresión, cualquier hombre se echaría atrás. Sin embargo, es la única ola capaz de arrastrarte lo bastante lejos como para que las otras que la siguen no tengan suficiente fuerza para devolver te a las rocas.

– Cálmate, mira, hemos probado -dice Chang-. Es seguro jamás tú, una vez marchado, puedes volver a la isla del Diablo ni ir a parar a Royale.

He necesitado una semana para convencer a Sylvain. Es un tipo musculoso, de un metro ochenta, cuerpo de atleta y bien proporcionado.

– Bien. Admito que nos arrastre lo bastante lejos. Pero, luego ¿cuánto tiempo crees que tardaríamos en llegar a tierra Grande empujados por las mareas?

– Francamente, Sylvain, no lo sé. La deriva puede ser más o menos larga, eso dependerá del tiempo. El viento no nos afectará; en el mar estaremos demasiado en calma. Pero si hace mal tiempo, las olas serán más fuertes y nos empujarán más de prisa hasta la selva. En siete, ocho o diez mareas todo lo más, tenemos que haber sido arrojados a la costa. Así que, con los cambios, calcula de cuarenta y ocho a sesenta horas.

– ¿Cómo lo calculas?

– De las Islas, derecho a la costa, no hay más que cuarenta kilómetros. A la deriva, eso representa que es la hipotenusa de un triángulo rectángulo. Mira el sentido de las olas. Más o menos. es preciso recorrer de ciento veinte a ciento cincuenta kilómetros como máximo. Cuando más nos aproximemos a la costa, más directamente nos dirigirán las olas y nos lanzarán a ella. A primera vista, ¿no crees que un pecio, a esa distancia, no recorre cinco kilómetros por hora?

Me mira fijamente y escucha con mucha atención mis explicaciones. Este chicarrón es muy inteligente.

– No, sabes lo que te dices, lo reconozco, y si hubiera mareas bajas que nos hicieran perder tiempo, porque ellas serán las que nos atraigan hacia el mar abierto, estaríamos, ciertamente, en la costa en menos de treinta horas. A causa de las mareas bajas, creo que tienes razón: entre cuarenta y ocho y sesenta horas, llegaremos a la costa.

– ¿Estás convencido? ¿Partes conmigo?

– Casi. Supongamos que estamos en Tierra Grande, en la selva. ¿Qué hacemos, entonces?

– Hay que aproximarse a los alrededores de Kourou. Allí, hay una aldea de pescadores bastante importante, y se encuentran buscadores de balata y de oro. Hay que aproximarse con prudencia, pues también hay un campamento forestal de presidiarios. Ciertamente, hay pistas de penetración en la selva para ir hacia Cayena y hacia un campamento de chinos que se llama Inini. Será preciso amenazar a un preso o a un civil negro, y obligarlo a que nos conduzca a Inini. Si el tipo se porta bien, le daremos quinientos francos y que se largue. Si es un preso, le obligaremos a huir con nosotros.

– ¿Qué vamos a hacer en Inini, en ese campamento especial para indochinos?

– Allí está el hermano de Chang.

– Sí, está mi hermano. El fugarse con vosotros, el seguro encontrar canoa y víveres. Cuando vosotros encontrar Cuic-Cuic, vosotros tener todo para la fuga. Un chino nunca es chivato. Así que cualquier anamita que encontréis en la selva, vosotros hablad y él avisar Cuic-Cuic.

– ¿Por qué llamáis Cuic-Cuic a tu hermano? -pregunta Sylvain.

– No lo sé, son franceses quienes le bautizaron Cuic-Cuic. -Y añade-: Atención. Cuando vosotros casi llegados a Tierra Grande, encontrar arenas movedizas. Jamás andar por orilla; no bueno; tragaros. Esperar que otra marea os empuje hasta la selva para poder agarrar bejucos y ramas de árboles. Si no, vosotros jodidos.

– ¡Ah, sí, Sylvain! No hay que andar nunca por la arena, aunque sea muy cerca de la costa. Es preciso esperar a que podamos agarrar ramas o bejucos.

– De acuerdo, Papillon. Estoy decidido.

– Como las dos balsas están hechas igual, poco más o menos, y como tenemos el mismo peso, seguro que no nos separaremos demasiado el uno del otro. Pero nunca se sabe. En caso de que nos perdamos, ¿cómo nos encontraremos? Desde aquí, no se ve Kourou. Pero tú has advertido, cuando estabas en Royale, que a la derecha de Kourou, aproximadamente a veinte kilómetros, hay una rocas blancas que se distinguen bien cuando les da el sol.

– Sí.

– Son las únicas rocas de toda la costa. A derecha e izquierda hasta el infinito, hay arenas movedizas. Esas rocas son blancas a causa de la mierda de los pájaros. Los hay a millares, y como jamás va un hombre allí, es un refugio para rehacerse antes de internarse en la selva. Nos zamparemos huevos y los cocos que llevemos. No encenderemos fuego. El primero que llegue esperará al otro.

– ¿Cuántos días?

– Cinco. Es imposible que en menos de cinco días el otro no acuda a la cita.

Las dos balsas están hechas. Hemos forrado los sacos para que sean más resistentes. Le he pedido diez días a Sylvain para poder entrenarme el mayor número de horas posibles en cabalgar un saco. El hace lo mismo. Cada vez, nos damos cuenta de que cuando los sacos están a punto de volcar, se requieren esfuerzos suplementarios para mantenerse encima. Cada vez que se pueda, será preciso acostarse encima. Hay que tener cuidado de no dormirse, pues puede perderse el saco al caer uno al agua y no poderlo recobrar. Chang me ha confeccionado un saquito estanco que me colgaré del cuello, con cigarrillos y un encendedor de yesca. Rallamos diez cocos cada uno, para llevárnoslos. Su pulpa nos permitirá soportar el hambre y, también, saciar la sed. Al parecer, Santori tiene una especie de bota de piel para guardar vino, pero no la utiliza. Chang, que a veces va a casa del guardián, tratará de choriziársela.

Es para el domingo a las diez de la noche. La marea, debido al plenilunio, debe de ser de ocho metros. Lisette tendrá, pues, toda su fuerza. Chang dará él solo de comer a los cerdos el domingo por la mañana. Yo voy a dormir todo el día del sábado y todo el domingo. Partida a las diez de la noche. El flujo habrá comenzado ya a las dos.

Es imposible que mis dos sacos se desaten el uno del otro. Están atados con cuerdas de cáñamo trenzado, con alambre de latón y-cosidos entre sí con un grueso hilo de vela. Hemos encontrado unos sacos mayores, y la abertura de cada uno encaja en la del otro. Los cocos no podrán escaparse de ningún modo.

Sylvain no para de hacer gimnasia, y yo me hago dar masaje en los muslos por las pequeñas olas que dejo romper contra ellos durante largas horas. Estos golpes repetidos del agua en mis muslos y las tracciones que me veo obligado a hacer ante cada ola para resistirla, me han dejado unas piernas y unos muslos de hierro.

En un pozo fuera de uso de la isla, hay una cadena de casi tres metros. La he trenzado a las cuerdas que atan mis sacos. Tengo un perno que pasa a través de los eslabones. En caso de que no pudiera resistir más, me ataría a los sacos con la cadena. Tal vez, así, pudiera dormir sin correr el riesgo de caer al agua y perder mi balsa. Si los sacos vuelcan, el agua me despertará y los volveré a colocar.

– Bueno, Papillon, ya sólo faltan tres días.

Sentados en el banco de Dreyfus, contemplamos a Lisette.

– Sí, sólo tres días, Sylvain. Yo creo que lo conseguiremos. ¿Y tú?

– Es verdad, Papillon. El martes por la noche o el miércoles por la mañana, estaremos en la selva. Y, entonces, ¡que nos echen un galgo!

Chang nos rallará los diez cocos de cada uno. Además de los cuchillos, llevamos dos machetes robados en la reserva de útiles.

El campamento de Inini se halla al este de Kourou. Sólo caminando por la mañana, cara al sol, estaremos seguros de seguir la dirección conveniente.

– El lunes por la mañana, Santori volver majareta dice Chang-. Yo no decir que tú y Papillon desaparecidos antes del lunes a las tres de la tarde, cuando guardián terminado siesta.

– ¿Y por qué no llegas corriendo y dices que se nos ha llevado una ola mientras estábamos pescando?

– No, yo no complicaciones. Yo decir: “Jefe, Papillon y Stephen no venidos a trabajar hoy. Yo he dado de comer solo a los cerdos.”

Ni más ni menos.


La fuga de la Isla del Diablo


Domingo, siete de la tarde. Acabo de despertarme. Voluntariamente, duermo desde el sábado por la mañana. La luna no sale hasta las nueve, así que, afuera, es negra noche. Pocas estrellas en el cielo. Gruesas nubes cargadas de lluvia pasan de prisa por encima de nuestras cabezas. Acabamos de salir del barracón. Como a menudo vamos a pescar clandestinamente de noche incluso a pasearnos por la isla, todos los demás presidiarios encuentran la cosa muy natural.

Un muchachito entra con su amante, un árabe fornido. Seguramente, vienen de hacer el amor en cualquier rincón. Al verlos levantar la tabla para entrar en la sala, pienso que, para el mayor, poder besar a su amigo dos o tres veces al día es el colmo de la felicidad. Poder satisfacer hasta la saciedad sus necesidades eróticas, transforma para él el presidio en un paraíso. En cuanto al chico, ni más ni menos. Puede tener de veintitrés a veinticinco años. Su cuerpo no es ya el de un efebo. Se ve obligado a vivir en la sombra para conservar su piel blanca lechosa, y empieza a no ser ya un Adonis. Pero, en presidio, hay más amantes de los que puede soñarse tener estando en libertad. Además de su amante de corazón, o sea el chivo, hace clientes a veinticinco francos la sesión, exactamente como una prostituta del bulevar Rochechouart, en Montmartre. Además del placer que le proporcionan sus clientes, obtiene suficiente dinero para vivir él y su “hombre” con comodidad. Estos, los clientes, se revuelcan voluntariamente en el vicio y, desde el día que ponen los pies en presidio, no tienen otro ideal que el sexo.

El fiscal que los hizo condenar ha fracasado en su intención de castigarlos, haciéndoles ir por el camino de la podredumbre. Porque en esa podredumbre han encontrado precisamente la felicidad.

Ajustado el tablón tras el homosexual, nos quedamos solos Chang, Sylvain y yo.

– En marcha.

Rápidamente, llegamos a la parte norte de la isla.

Al sacar las balsas de la gruta nos hemos quedado empapados los tres. El viento sopla con los aullidos característicos del viento de mar desencadenado. Sylvain y Chang me ayudan a empujar mi balsa a lo alto de la peña. En el último momento, decido atarme la muñeca izquierda a la cuerda del saco. De repente, tengo miedo de perder mi saco y de ser arrastrado sin él. Sylvain sube a la roca de enfrente, ayudado por Chang. La luna está ya muy alta, y se ve muy bien.

Me he enrollado una toalla alrededor de la cabeza. Debemos esperar seis olas. Más de treinta minutos.

Chang ha regresado junto a mí. Me rodea el cuello y, luego, me abraza. Acostado sobre la roca y agazapado en una hendidura de la piedra, me agarrará las piernas para ayudarme a soportar el choque de Lisette cuando ésta rompa.

– ¡Sólo queda una -grita Sylvain-, y la otra es la buena!

Está ante su balsa para cubrirla con su cuerpo y protegerla de la manga de agua que, a no tardar, pasará sobre él. Yo mantengo la misma posición, pero afianzado además por las manos de Chang, quien, en su nerviosismo, me clava las uñas en los tobillos.

Llega Lisette que viene a buscarnos. Llega derecha como la aguja de una iglesia. Con su ensordecedor fragor de costumbre, rompe contra nuestras dos rocas y va a dar contra el acantilado.

Me he lanzado una fracción de segundo antes que mi compañero, quien cae también en seguida, y Lisette absorbe las dos balsas, juntas la una a la otra, hacia el mar abierto, con una velocidad vertiginosa. En menos de cinco minutos, nos hallamos a más de trescientos metros de la costa. Sylvain aún no ha montado sobre su balsa. Yo ya estaba encima de la mía al cabo de dos minutos. Con un trozo de paño blanco en la mano, encaramado al banco de Dreyfus, a donde ha debido subir rápidamente, Chang nos envía su último adiós. Hace ya más de cinco minutos que hemos salido del sitio peligroso donde las olas se forman para embestir la isla del Diablo. Las que nos empujan son mucho más largas, casi sin espuma, y tan regulares que partimos a la deriva, formando cuerpo con ellas, sin sacudidas y sin que la balsa amenace volcarse.

Ascendemos y descendemos estas profundas y elevadas ondas, llevados suavemente hacia el mar abierto, pues la marea baja.

Al remontar la cresta de una de esas olas, puedo, una vez más, volviendo del todo la cabeza, vislumbrar el trapo blanco de Chang. Sylvain no está muy lejos de mí, a unos cincuenta metros hacia el mar abierto. En muchas ocasiones, levanta un brazo y lo sacude en señal de alegría y de triunfo.

La noche no ha sido dura, y hemos advertido poderosamente el cambio de atracción del mar. La marea con la que partimos nos empujó a mar abierto, y ésta, ahora, nos empuja hacia Tierra Grande.

El sol se levanta en el horizonte, así que son las seis. Nos hallamos demasiado bajos en el agua para ver la costa. Pero me doy cuenta de que estamos muy lejos de las islas, pues apenas se las distingue (aunque el sol las ilumina en su altura), sin poder adivinar que son tres. Veo una masa; eso es todo. Al no poder distinguirlas con detalle, pienso que están a treinta kilómetros por lo menos.

Sonrío por el triunfo, por el éxito de esta fuga.

¿Y si me sentara en mi balsa? El viento, de este modo, me empujaría al golpearme en la espalda.

Ya estoy sentado. Suelto la cadena y doy una vuelta alrededor de mi cintura. El perno, bien engrasado, permite apretar fácilmente la tuerca. Levanto las manos en alto para que el viento las seque. Voy a fumar un cigarrillo. Ya está. Larga, profundamente, aspiro las primeras bocanadas y expulso el humo con suavidad. Ya no tengo miedo, pues es inútil describiros los dolores de barriga que he pasado después, antes y durante los primeros momentos de la acción. No; no tengo miedo, hasta el punto de que, terminado el cigarrillo, decido comerme algunos bocados de pulpa de coco. Me trago un gran puñado y, luego, fumo otro cigarrillo. Sylvain está bastante lejos de mí. De vez en vez, cuando nos encontramos en un mismo momento en la cresta de una ola, podemos vernos furtivamente. El sol incide con fuerza diabólica sobre mi cráneo, que empieza a hervir. Mojo mi toalla y me la enrollo a la cabeza. Me he quitado la marinera de lana, pues, a pesar del viento, me sofocaba.

¡Maldita sea! Mi balsa ha volcado y he estado a punto de ahogarme. Me he bebido dos buenos tragos de agua de mar.

Pese a mis esfuerzos, no conseguía enderezar los sacos y subirme encima de ellos. La culpa la tiene la cadena. Mis movimientos no son lo bastante libres con ella. Al final, haciéndola deslizarse por un lado, he podido nadar en línea recta junto a los sacos y respirar profundamente. Empiezo a tratar de liberarme por completo de la cadena, y mis dedos intentan inútilmente desenroscar la tuerca. Estoy rabioso y, quizá, demasiado crispado, y no tengo bastante fuerza en los dedos para soltarla.

¡Uf! ¡Por fin, ya está! Acabo de pasar un mal rato. Estaba literalmente enloquecido al creer que no me sería posible librarme de la cadena.

No me tomo la molestia de enderezar la balsa. Agotado, no me siento con fuerzas para hacerlo. Me izo sobre ella. Que la parte de abajo se haya convertido en la de arriba, ¿qué importa? Nunca más me ataré, ni con la cadena ni con nada. Al partir, ya me di cuenta de la estupidez que cometí atándome por la muñeca. Semejante experiencia hubiera debido bastarme.

El sol, inexorablemente, me quema los brazos y las piernas. La cara me arde. Si me la mojo, es peor, pues el agua se evapora inmediatamente y me quema más aún.

El viento ha amainado mucho, y aunque el viaje resulta más cómodo, pues las olas son ahora menos altas, avanzo con menos rapidez. Así, pues, más vale mucho viento y mala mar que calma.

Siento calambres tan fuertes en la pierna derecha, que grito como si alguien pudiera oírme. Con el dedo, hago cruces donde tengo el calambre, recordando que mi abuela me decía que eso los quita. El remedio de comadre, sin embargo, fracasa. El sol ha descendido mucho al Oeste. Aproximadamente son las cuatro de la tarde, y es la cuarta marea desde la partida. Esta marea ascendente parece empujarme con mayor fuerza que la otra hacia la costa.

Ahora veo sin interrupción a Sylvain, y él también me ve muy bien. Desaparece muy raras veces, pues las olas son poco profundas. Se ha quitado la camisa y está con el torso desnudo. Sylvain me hace señales. Está a más de trescientos metros delante de mí, pero hacia el mar abierto. A la vista de la ligera espuma que hay alrededor de él, diríase que está frenando la balsa para que pueda aproximarme a la suya. Me acuesto sobre mis sacos y, hundiendo los brazos en el agua, remo yo también. Si él frena y yo impulso, tal vez acortemos la distancia que nos separa.

He elegido bien a mi compañero en esta evasión. Sabe estar a la altura que el momento requiere. Ciento por ciento.

He dejado de remar con las manos. Me siento fatigado. Debo ahorrar mis fuerzas. Comeré y, después, trataré de enderezar la balsa. La bolsa de la comida está debajo, así como la botella de cuero con agua dulce. Tengo sed y hambre. Mis labios están ya agrietados y me arden. La mejor manera de volver los sacos es colgarme de ellos, de cara a la ola, y luego empujar con los pies en el momento en que asciendan a lo alto de la ola.

Tras cinco tentativas fallidas, consigo enderezar la balsa de un solo golpe. Estoy extenuado por los esfuerzos que acabo de hacer, y me cuesta Dios y ayuda enderezarme sobre los sacos.

El sol está en el horizonte y, dentro de poco, desaparecerá. Son, pues, cerca de las seis. Esperemos que la noche no sea demasiado agitada, pues comprendo que son las prolongadas inmersiones lo que me quita las fuerzas.

Bebo un buen trago de agua de la bota de cuero de Santori, después de haber comido dos puñados de pulpa de coco. Satisfecho, con las manos secas por el viento, extraigo un cigarrillo y lo fumo con deleite. Antes de que caiga la noche, Sylvain ha agitado su toalla y yo la mía, en señal de buenas noches. Continúa estando igual de lejos de mí. Estoy sentado con las piernas extendidas. Acabo de retorcer todo lo posible mi marinera de lana y me la pongo. Estas marineras, incluso mojadas, conservan el calor, y tan pronto como ha desaparecido el sol, he sentido frío.

El viento refresca. Sólo las nubes, al Oeste, están bañadas de luz rosada en el horizonte. Todo el resto está ahora en la penumbra, que se acentúa minuto a minuto. Al Este, de donde viene el viento, no hay nubes. Así, pues, no hay peligro de lluvia, por el momento.

No pienso absolutamente en nada, como no sea en mantenerme bien, en no mojarme inútilmente y en preguntarme si sería inteligente, en caso de que la fatiga me venciera, atarme a los sacos, o si resultaría demasiado peligroso después de la experiencia que he tenido con la cadena. Luego, me doy cuenta de que me he visto entorpecido en mis movimientos porque la cadena era demasiado corta, pues un extremo estaba inútilmente desaprovechado, entrelazado a las cuerdas y a los alambres del saco. Este extremo es fácil de recuperar. Entonces, tendría más facilidad de maniobra. Arreglo la cadena y me la ato de nuevo a la cintura. La tuerca, llena de grasa, funciona sin dificultad. No hay que enroscarla demasiado, como la primera vez. Así, me siento más tranquilo, pues tengo un miedo cerval de dormirme y perder el saco.

Sí, el viento arrecia y, con él, las olas. El tobogán funciona a las mil maravillas con diferencias de nivel cada vez más acentuadas.

Es noche cerrada. El cielo está constelado de millones de estrellas, y la Cruz del Sur brilla más que todas las demás.

No veo a mi compañero. Esta noche que comienza es muy importante, pues si la suerte quiere que el viento sople toda la noche con la misma fuerza, ¡adelantaré camino hasta mañana por la mañana!

Cuanto más avanza la noche, más fuerte sopla el viento. La luna sale lentamente del mar y presenta un color rojo oscuro. Cuando, liberada, surge al fin enorme, toda entera, distingo con claridad sus manchas negras, que le dan el aspecto de un rostro.

Son, pues, más de las diez. La noche se va haciendo cada vez más clara. A medida que se eleva la luna, la claridad se vuelve muy intensa. Las olas están plateadas en la superficie, y su extraña reverberación me quema los ojos. No es posible dejar de mirar estos reflejos plateados, y, en verdad, hieren y achicharran mis ojos ya irritados por el sol y el agua salada.

Prefiero decirme que exagero, no tengo la voluntad de resistir y me fumo tres cigarrillos seguidos.

Nada anormal respecto a la balsa que, en un mar fuertemente embravecido, sube y baja sin problemas. No puedo dejar mucho tiempo las piernas alargadas sobre el saco, pues la posición de sentado me produce en seguida calambres muy dolorosos. *

Estoy, por supuesto, constantemente calado hasta los huesos. Tengo el pecho casi seco, porque el viento me ha secado la marinera, sin que ninguna ola me moje, luego, más arriba de la cintura. Los ojos me escuecen cada vez más. Los cierro. De vez en cuando, me duermo. “No debes dormirte.” Es fácil de decir, pero no puedo más. Así, pues, ¡mierda! Lucho contra esos sopores. Y cada vez que recobro el sentido de la realidad, siento un dolor agudo en el cerebro. Saco mi encendedor de yesca. De vez en cuando, me produzco una quemadura colocando su mecha encendida sobre el antebrazo o el cuello.

Soy presa de una horrible angustia que trato de apartar con toda mi fuerza de voluntad. ¿Me dormiré? Y, -al caer al agua, ¿me despertará el frío? He hecho bien atándome a la cadena.

No puedo perder-estos dos sacos porque son mi vida. Será cosa del diablo, si resbalando de la balsa, no me despierto.

Desde hace unos minutos, vuelvo a estar empapado. Una ola rebelde, que sin duda no quería ~ el camino regular de las demás, ha venido a chocar contra mí por el lado derecho. No sólo me ha mojado ella, sino que, habiéndome colocado de través, otras dos olas normales me han cubierto literalmente de la cabeza a los pies.

La segunda noche está muy avanzada. ¿Qué hora puede ser? Por la posición de la luna, que comienza a descender hacia el Oeste, deben de ser cerca de las dos o las tres de la madrugada. Hace cinco mareas, o treinta horas, que estamos en el agua. Haber quedado calado hasta los huesos me sirve de algo: el frío me ha despertado por completo. Tiemblo, pero conservo sin esfuerzo, los ojos abiertos. Tengo las piernas anquilosadas y decido colocarlas debajo de las nalgas. Alzando las manos, cada una a su vez, consigo sentarme encima de las piernas. Tengo los dedos de los pies helados, acaso se calienten bajo mi peso.

Sentado a la usanza árabe, permanezco así largo rato. Haber cambiado de postura me hace bien. Trato de ver a Silvain, pues la luna ilumina muy frecuentemente el mar. Sólo que ya ha descendido, y como la tengo de cara, me impide distinguir bien. i No, no veo nada. Sylvain no tenía nada con que atarse a los sacos.

¿Quién sabe si aún está encima de ellos? Busco desesperadamente, pero es inútil. El viento es fuerte, pero regular. No cambia de manera brusca, y eso es muy importante. Estoy acostumbrado a su ritmo, y mi cuerpo forma literalmente un todo con mis sacos.

A fuerza de escrutar a mi alrededor, tengo una sola idea fija en la cabeza: distinguir a mi compañero. Seco mis dedos al viento y, luego, silbo con todas mis fuerzas con los dedos en la boca. Escucho. Nadie responde. ¿Sabe Sylvain silbar con los dedos? No lo sé. Hubiera debido preguntárselo antes de partir. ¡Hasta hubiéramos podido fabricar fácilmente dos silbatos! Me recrimino por no haber pensado en eso. Luego, me coloco las manos delante de la boca y grito: “iUh, uh!“ Tan sólo el ruido del viento me responde. Y el rumor de las olas.

Entonces, no pudiendo aguardar más, me levanto y, derecho sobre mis sacos, levantando la cadena con la mano izquierda, me mantengo en equilibrio el tiempo que cinco olas tardan en montarme en su cresta. Cuando llego a lo alto, estoy completamente en pie y, para el descenso y el ascenso, me agacho. Nada a la derecha, nada a la izquierda, nada delante. ¿Estará detrás de mí?

No me atrevo a ponerme en pie y mirar atrás. Lo único que creo haber distinguido sin sombra de duda, es, a mi izquierda, una línea negra que resalta en esta claridad lunar. Seguro que es la selva.

Cuando se haga de día, veré los árboles, y eso me hace bien. “ ¡Cuando sea de día verás la selva, Papi! ¡Oh, que el buen Dios haga que veas también a tu amigo! “

He estirado las piernas, tras haberme frotado los dedos de los pies. Luego, decido secarme las manos y fumar un cigarrillo. Fumo dos. ¿Qué hora puede ser? La luna está muy baja. Ya no me acuerdo de cuánto tiempo, antes de la salida del sol, desapareció la luna la noche pasada. Trato de recordarlo cerrando los ojos y evocando las imágenes de la primera noche. En vano. ¡Ah, sí! De pronto, veo con claridad levantarse el sol por el Este y, al mismo tiempo, una punta de luna sobre la línea del horizonte, al Oeste. Así, pues, deben de ser casi las cinco. La luna es bastante lenta para precipitarse al mar. La Cruz de Sur ha desaparecido desde hace rato, y también las Osas Mayor y Menor. Tan sólo la Estrella Polar brilla más que todas las otras. Desde que la Cruz del Sur se ha retirado, la Polar es la reina del cielo.

El viento parece arreciar. Al menos, es más espeso, como si dijéramos, que durante la noche. Por ello, las olas son más fuertes y más profundas, y en sus crestas los borregos blancos son más numerosos que al comienzo de la noche…

Hace ya treinta horas que estoy en el mar. Es preciso reconocer que, por el momento, la cosa marcha mejor que peor, y que la jornada más dura será la que va a comenzar.

Ayer, al estar expuesto al sol desde las seis de la mañana a las seis de la tarde, me cocí y recocí fuertemente. Hoy, cuando el sol me dé de nuevo encima, no será nada agradable. Mis labios están ya agrietados y, sin embargo, aún estoy en la frescura-de la noche. Me escuecen mucho, como también los ojos. Los antebrazos y las manos, igual. Si puedo, no -dejaré los brazos al descubierto. Falta saber si podré soportar la marinera. Lo que me escuece también terriblemente es la entrepierna y el ano. Eso no es debido al sol, sino al agua salada y al frotamiento con los sacos.

De todas formas, muchacho, quemado o no quemado, la cuestión es que te fugas, y estar donde estás bien vale soportar muchas cosas y más aún. Las perspectivas de llegar vivo a Tierra Grande son positivas en un ochenta por ciento, y eso ya es algo, ¿sí o no? Incluso si llego literalmente escaldado y con medio cuerpo en carne viva, no, es un precio caro por semejante viaje y semejante resultado. No has visto un solo tiburón. ¿Están todos de vacaciones? No negarás que tu suerte es bien rara. Esta vez, ya verás, es la buena. De todas tus fugas, demasiado bien cronometradas, demasiado bien preparadas, al final, la del éxito será la más idiota. Dos sacos de cocos y luego, a donde te empujen el viento y el mar. A Tierra Grande. Confiesa que no hace falta salir de SaintCyr para saber que todo lo que flota es rechazado hacia la costa.

Si el viento y el oleaje se mantienen durante el día con la misma fuerza que esta noche, seguro que por la tarde tocamos tierra.

El monstruo de los trópicos surge detrás de mí. Tiene el aspecto de estar decidido a asar el mundo, hoy, pues pone en juego todos sus fuegos. Aparta la claridad lunar de golpe, y ni siquiera espera haber salido del todo de su cama para imponerse como amo y señor indiscutido de los trópicos. Ya el viento, en poquísimo tiempo, se ha hecho casi tibio. Dentro de una hora hará calor. Una primera sensación de bienestar se desprende de todo mi cuerpo. Estos primeros rayos apenas me han rozado, cuando un calor dulce recorre mi ser desde la cintura hasta la cabeza. Me quito la toalla, que me había puesto a manera de albornoz, y expongo mis mejillas a los rayos como lo haría si se tratara de un fuego de leña. Este monstruo, antes de calcinarme, primero quiere hacerme sentir cómo él es la vida antes de ser la muerte.

Mi sangre circula fluida por mis venas, e incluso mis muslos mojados sienten la circulación de esta sangre vivificada.

Veo la selva muy nítidamente. La cima de los árboles, por supuesto. Tengo la impresión de que no está lejos. Esperaré a que el sol ascienda un poco más para ponerme de pie sobre mis sacos y ver si puedo divisar a Sylvain.

En menos de una hora, el sol está ya alto. Sí, hará calor, ¡maldita sea! Mi ojo izquierdo está medio cerrado y pegado. Tomo agua en el hueco de la mano y me lo froto. Pica. Me quito la marinera. Me quedaré con el torso desnudo unos instantes, antes de que el sol apriete demasiado.

. Una ola más fuerte que las otras me agarra por debajo y me levanta muy alto. En el momento en que se hincha, antes de volver a descender, veo a mi compañero medio segundo. Está sentado, con el torso desnudo, en su balsa. No me ha visto. Está a menos de doscientos metros de mí, ligeramente adelante, a la izquierda. El viento continúa siendo fuerte, así que decido, para aproximarme a Sylvain, puesto que está delante de mí, casi en la misma línea, pasarme la marinera sólo por los brazos y mantenerlos en alto, sujetando el bajo con la boca. Esta especie de vela seguramente me empujará más de prisa que a él.

Durante casi media hora, mantengo la vela. Pero la marinera me hace daño en los dientes, y las fuerzas que hay que emplear para resistir el viento me extenúan demasiado. Cuando abandono mi idea, tengo, empero, la sensación de haber avanzado más rápidamente que dejándome llevar por las olas.

¡Hurra! Acabo de ver al grande. Está a menos de cien metros. Pero, ¿qué hace? No parece inquietarse por saber dónde estoy. Cuando otra ola me levanta lo bastante, lo veo una, dos tres veces. He notado con claridad que tenía puesta la mano derecha ante los ojos, o sea, que escruta el mar. ¡Mira atrás, estúpido! Ha debido mirar, seguro, pero no te ha visto.

Me pongo en pie y silbo. Cuando asciendo desde el fondo de la ola, veo a Sylvain enfrente, de cara a mí. Levanta la marinera al aire. Nos hemos dicho buenos días lo menos veinte veces antes de volvernos a sentar. Cada vez que estamos en la cúspide de una ola nos saludamos, y, por suerte, él asciende al mismo tiempo que yo. En las dos últimas olas, tiendo el brazo hacia la selva, que ya se puede distinguir con detalle. Estamos a menos de diez kilómetros de ella. Acabo de perder el equilibrio, y he caído sentado en mí balsa. De haber visto a mi compañero y la selva tan cerca, un gozo inmenso se apodera de mí, una emoción tal, que lloro como un crío. En las lágrimas que me limpian los ojos purulentos, veo mil cristalitos de todos los colores y, estúpidamente pienso que parecen vidrieras de una iglesia. Dios está contigo, Papi. En medio de los elementos monstruosos de la naturaleza, el viento, la inmensidad del mar, la profundidad de las olas, el imponente techo verde de la selva, se siente uno infinita mente pequeño, comparado con todo cuanto le rodea y, tal vez sin proponérselo, se encuentra a Dios, se le toca con el dedo. De la misma manera que lo palpé por la noche, en los millares de horas que he pasado en los lúgubres calabozos donde fui enterrado en vida, sin un rayo de luz, lo toco hoy en este sol que se levanta para devorar lo que no es bastante fuerte para resistirlo; toco de veras a Dios, lo siento a mi alrededor, en mí. Incluso me su surra en el oído: “Sufres y sufrirás más aún, pero esta vez he decidido estar contigo. Serás libre y vencerás, te lo prometo.”

No haber tenido jamás instrucción religiosa; no saber el a be c de la religión cristiana; ser ignorante hasta el punto de ignorar quién es el padre de Jesús y si su madre era de veras la Virgen María, y su padre, un carpintero o un camellero; toda esa ignorancia no impide encontrar a Dios cuando se le busca de verdad, y se le llega a identificar con el viento, el mar, el sol, la selva, las estrellas; hasta con los peces que ha debido de sembrar profusamente para que el hombre se alimente.

El sol ha ascendido con rapidez. Deben de ser casi las diez de la mañana. Estoy completamente seco de la cintura a la cabeza. He empapado mi toalla y me la he colocado a manera de albornoz en la cabeza. Acabo de ponerme la marinera, pues los hombros, la espalda y los brazos me queman atrozmente. Incluso las piernas, que, sin embargo, muy a menudo son bañadas por el agua, están rojas como cangrejos.

Como la costa está más cerca, la atracción es más fuerte y las olas se dirigen casi perpendicularmente hacia ella. Veo los detalles de la selva, lo que me hace suponer que sólo esta mañana, en cuatro o cinco horas, nos hemos aproximado sobremanera. Gracias a mi primera fuga, sé apreciar las distancias. Cuando se ven las cosas con detalle, se está a menos de cinco kilómetros, y yo veo las diferencias de grosor entre los troncos de árboles, incluso, desde la cresta de una ola más alta, distingo con mucha nitidez un gran mastodonte echado de través, bañando su follaje en el mar.

¡Toma! ¡Delfines y pájaros! ¡Con tal de que los delfines no se diviertan empujando mi balsa! He oído contar que tienen la costumbre de empujar hacia la costa todo lo que flota o a los hombres, y que, por supuesto, los ahogan con sus golpes de hocico, aunque con la mejor intención, que es la de ayudarlos. No, van y vienen; tres o cuatro hasta han venido a husmear, a ver de qué se trata, pero se marchan sin tan siquiera rozar mi balsa ¡Uf!

A mediodía, el sol está vertical sobre mi cabeza. Sin duda alguna, tiene la intención de cocerme a fuego lento, el maldito. Mis ojos supuran sin parar, y la piel de mis labios y de mi nariz se ha agrietado. Las olas son más cortas y se precipitan rabiosamente con un ruido ensordecedor hacia la costa.

Veo casi de continuo a Sylvain. No desaparece casi nunca, pues las olas no son ya lo bastante profundas. De vez en cuando, se vuelve y levanta el brazo. -Continúa con el torso desnudo y la toalla en la cabeza.

Las olas nos arrastran hacia la costa. Hay una especie de barra donde vienen a chocar con un ruido espantoso y, luego, franqueada la barra llena de espuma, cargan al ataque de la selva.

Estamos a menos de un kilómetro de la costa, y distingo los pájaros blancos y rosados, con sus penachos aristocráticos, que se pasean, picoteando en las arenas movedizas. Los hay a millares. Casi ninguno de ellos se echa a volar a más de dos metros de altura. Estos vuelecitos breves los hacen para evitar ser mojados por la espuma. Todo está lleno de espuma, y el mar es de un amarillo de barro, como de vómitos. Estamos tan cerca, que distingo en el tronco de los árboles la línea sucia que deja el agua en su altura máxima.

El ruido de los remolinos no consigue apagar los gritos agudos de esos millares de zancudas de todos los colores. ¡Pam! ¡Pam! Luego, doscientos o trescientos metros más. ¡Pluf! He tocado fondo, estoy varado en la arena movediza. No hay bastante agua para llevarme. Según el sol, son las dos de la tarde. Esto significa que hace cuarenta horas que partí. Fue anteayer, a las diez de la noche, tras dos horas de marea baja. Así, pues, es la séptima marea, y es normal que haya varado: es la marea baja. Empezará a subir hacia las tres. Por la noche, estaré en la selva. Conservemos la cadena para no ser arrancado de los sacos, pues el momento más peligroso será aquel en que las olas empiecen a pasar sobre mí sin arrastrarme, no obstante, por falta de calado. No voy a flotar, por lo menos, hasta dos o tres horas después de la subida de la marea.

Sylvain está a mi derecha, delante, a más de cien metros. Me mira y hace gestos. Pienso que quiere gritar algo, pero su garganta no parece que pueda emitir ningún sonido, pues yo debería oírle. Como han desaparecido los remolinos, nos encontramos en la arena movediza, sin otro ruido que nos moleste que los gritos de las zancudas. Yo estoy, más o menos, a quinientos metros de la selva, y Sylvain, a cien o ciento cincuenta metros de mí, más arriba. Pero, ¿qué hace ese grandísimo imbécil? Está de pie y ha dejado su balsa. ¿Se ha vuelto majareta? No debe caminar, pues a cada paso que dé se hundirá un poco más y, tal vez, no pueda regresar a la balsa. Quiero silbar, pero no puedo. Me queda un poco de agua. Vacío la bota y, luego, trato de gritar para detenerlo. No puedo emitir un solo sonido. De la arena movediza salen burbujas de gases, o sea que la costa no es más que una ligera costra, bajo la cual hay fango, y el tipo que se deja atrapar en él, está listo.

Sylvain. se vuelve hacia mí, me mira y me hace señas que no comprendo. Yo le hago ademanes exagerados con los que quiero decir: ¡No, no, no te muevas de tu balsa, no llegarás nunca hasta la selva! Como está detrás de sus sacos de cocos, no me doy cuenta de si se encuentra lejos o cerca de su balsa. Primero, pienso que debe de estar muy cerca, y que en caso de que se hundiera, podría agarrarse a ella.

De repente, comprendo que se ha apartado bastante, y que se ha hundido en las arenas sin poder librarse y regresar a la balsa. Me llega un grito. Entonces, me tiendo boca abajo en mis sacos, y con las manos en las arenas movedizas empujo con todas mis fuerzas. Mis sacos avanzan por debajo de mí y consigo deslizarme más de veinte metros. Entonces, torciendo a la izquierda, me pongo en pie y veo, sin ser estorbado ya por sus sacos, a mi compañero, a mi hermano, enterrado hasta el vientre. Está a más de diez metros de su balsa. El terror me devuelve la voz y grito:

– ¡Sylvain! ¡Sylvain! ¡No te muevas! Acuéstate en la arena! ¡Si puedes, libérate de las piernas!

El viento ha llevado mis palabras hasta él. Sacude la cabeza de arriba abajo para decirme que sí. Vuelvo a colocarme boca abajo y arranco la arena, haciendo deslizar mi saco. La rabia me da fuerzas sobrehumanas, y, con bastante rapidez, avanzo hacia Sylvain más de treinta metros. Seguro que he invertido más de una hora en hacerlos, pero estoy muy cerca de él; quizá a cincuenta o sesenta metros. Le distingo mal.

Sentado, con las manos, los brazos y el rostro llenos de barro, trato de secarme el ojo izquierdo, en el que ha entrado fango salado que me lo quema y me impide ver no sólo con él, sino también con el otro ojo, el derecho, que, para acabarlo de arreglar, se pone a lagrimear. Al final, veo a Sylvain. No está acostado, sino de pie, y sólo su torso emerge de las arenas movedizas.

La primera ola acaba de pasar. Ha saltado por encima de mí, literalmente, sin despegarme del suelo, y ha ido a extinguirse más lejos, cubriendo las arenas con su espuma. Ha pasado también sobre Silvain, quien continúa con el busto fuera. Entonces, pienso: “A medida que lleguen las olas, más mojada estará la arena. Es preciso que llegue hasta él, cueste lo que cueste.”

Una energía de animal que va a perder su cría se apodera de mí y, como una madre que quiere sacar a su pequeño de un peligro inminente, manoteo, manoteo, manoteo en esa arena para avanzar hasta Sylvain. Me mira sin decir palabra, sin hacer un gesto, con sus ojos grandes abiertos hacia los míos, que lo devoran literalmente. Mis ojos, fijos en él, sólo se ocupan de no abandonar su mirada y se desinteresan por completo de ver dónde hundo las manos. Me arrastro un poco, pero a causa de otras dos olas que han pasado sobre mí, cubriéndome por completo, la arena se ha vuelto menos consistente, y avanzo mucho menos de prisa que hace una hora. La siguiente ola casi me ha asfixiado y me ha apartado de la balsa. Me siento para ver mejor. A Silvain la arena le llega hasta las axilas. Estoy a menos de cuarenta metros de él. Me mira intensamente. Veo que sabe que va a morir, hundido allí, como un pobre infeliz, a trescientos metros de la tierra prometida.

Vuelvo a tenderme y continúo escarbando esta arena, que ahora es casi líquida. Mis ojos y los suyos están fijos los unos en los otros. Me hace una señal para decir que no me esfuerce más. De todas formas, continúo, y estoy a menos de treinta metros de él cuando llega una gran ola que me cubre con su masa de agua y casi me arranca de mis sacos que, sueltos, avanzan cinco o seis metros.

Cuando la ola ha pasado, miro. Sylvain ha desaparecido. La arena, cubierta por una ligera capa de agua espumante, está completamente lisa. Ni siquiera la mano de mi pobre amigo aparece para darme un último adiós. Mi reacción es horriblemente bestial, desagradable, y el instinto de conservación se sobrepone a todo sentimiento: “Tú, tú estás vivo. Tú estás solo, y cuando estés en la selva, sin tu amigo, no te será fácil salir con bien de la evasión. “

Una ola que rompe sobre mi espalda, pues me he sentado, me llama al orden. Me ha doblado, y el golpe ha sido tan fuerte que, a causa de él, se me corta la respiración durante varios segundos. La balsa ha vuelto a deslizarse algunos metros, y sólo entonces, al ver cómo la ola va a morir cerca de los árboles, lloro a Sylvain: “¡Estábamos tan cerca! ¡Si no te hubieras movido…! ¡A menos de trescientos metros de los árboles! ¿Por qué? Pero, dime: ¿por qué has cometido esta estupidez? ¿Cómo pudiste suponer que esta costra seca era lo bastante fuerte como para permitirte alcanzar a pie la costa? ¿El sol? ¿La reverberación? ¡Qué sé yo! ¿No podías resistir ya este infierno? Dime: ¿por qué un hombre como tú no ha podido soportar achicharrarse unas horas más? “

Las olas se suceden sin cesar con un ruido de trueno. Llegan cada vez menos espaciadas, unas tras otras, y cada vez mayores. En cada ocasión, me veo cubierto enteramente por ellas y me deslizo algunos metros, siempre en contacto con la arena. Hacia las cinco, las olas, de súbito, se transforman en un fuerte oleaje, me despego del suelo y floto. Al tener fondo debajo de ellas, las olas ya casi no hacen ruido. El tronar de las primeras olas ha cesado. El saco de Sylvain ha entrado ya en la selva.

Yo no llego con demasiada brutalidad, soy depositado a veinte metros apenas de la selva virgen. Cuando la ola se retira, estoy varado de nuevo en la arena, decidido a no moverme de mi saco hasta que tenga una rama o un bejuco entre las manos. Casi veinte metros. He empleado más de una hora en conseguir tener bastante profundidad para ser levantado de nuevo y llevado a la selva. La ola que me ha empujado con un rugido me ha proyectado literalmente sobre los árboles. Suelto el perno y me libero de la cadena. No la tiro, tal vez la necesite.


En la selva


Rápidamente, antes de que el sol se ponga, penetro en la selva medio nadando, medio caminando, pues también allí hay una ciénaga que te traga. El agua penetra muy adentro en la espesura, y la noche ha caído cuando aún no me encuentro a pie enjuto. Un olor a podrido me sube hasta la nariz, y hay tantos gases que los ojos me escuecen. Tengo las piernas llenas de hierbas y hojas. Continúo empujando mi saco. Antes de dar un paso, mis pies tantean el terreno bajo el agua, y sólo cuando aquél no se hunde, avanzo.

Paso mi primera noche sobre un gran árbol caído. Gran número de bichos me pasan por encima. Mi cuerpo arde y me pica. Acabo de ponerme la marinera, después de haber atado bien mi saco, que he izado sobre el tronco del árbol y cuyos dos extremos he asegurado. En el saco se halla mi vida, pues los cocos, una vez abiertos, me permitirán comer y resistir. Tengo el machete atado a mi muñeca derecha. Me tiendo, extenuado, sobre el árbol, en la horquilla formada por dos ramas que me hacen una especie de gran cavidad, y me duermo sin tener tiempo de pensar en nada. Sí, tal vez he murmurado dos o tres veces: “ ¡Pobre Sylvain! “,

antes de caer como un pesado fardo.

Me despiertan los gritos de las aves. El sol penetra muy lejos en la selva; viene horizontalmente, así que deben de ser las siete o las ocho de la mañana. A mi alrededor, todo está lleno de agua,

• sea que la marea sube. Tal vez el fin de la décima marea.

Hace ya sesenta horas que he partido de la isla del Diablo. No me doy cuenta de si estoy lejos del mar. De todas formas, esperaré a que el agua se retire para ir hasta el borde del mar a secarme y a tomar un poco el sol. Ya no tengo agua dulce. Sólo me quedan tres puñados de pulpa de coco, que como con delectación. También me paso pulpa por mis llagas. La pulpa, gracias al aceite que contiene, alivia mis quemaduras. Luego, fumo dos cigarrillos. Pienso en Sylvain, esta vez sin egoísmo. ¿No iba al principio, a evadirme sin amigo? Y era porque yo tenía la pretensión de arreglármelas solo. Entonces, nada ha cambiado; pero una gran tristeza atenaza mi corazón, y cierro los ojos como si eso pudiera impedirme ver la escena del hundimiento de mi compañero. Para él, todo se acabó.

He aparejado bien mi saco en la cavidad, y comienzo a extraer un coco de él. Llego a destrozar dos golpeándolos, con todas mis fuerzas contra el árbol, entre mis piernas. Hay que golpearlos de punta, de manera que la cáscara se abra. Es mejor hacerlo así que con el machete. Me he comido un coco fresco y he bebido la poca agua, demasiado azucarada, que contenía. El mar se retira con rapidez y entonces puedo caminar fácilmente por el fango y alcanzar la playa.

El sol está hoy radiante, y el mar, de una belleza sin igual. Durante largo tiempo, miro hacia el lugar donde supongo que Sylvain ha desaparecido. Mis efectos se secan pronto, así como mi cuerpo, que he lavado con agua salada que he sacado de un hoyo. Fumo un cigarrillo. Una mirada más hacia la tumba de mi amigo, y penetro en la selva, caminando sin demasiada dificultad. Con mi saco a la espalda, me interno lentamente bajo la cubierta vegetal. En menos de dos horas, encuentro al fin un terreno que no está inundado. Ninguna señal en la base de los árboles indica que la marea llegue hasta allí. Me propongo acampar en este lugar y descansar durante veinticuatro horas. Iré abriendo los cocos poco a poco y extraeré el fruto para guardarlo todo en el saco, dispuesto para ser comido cuando yo quiera. Podría encender fuego, pero no me parece prudente.

El resto de la jornada y de la noche ha transcurrido sin nada de particular. El griterío de los pájaros me despierta al levantarse el sol. Termino de sacar la pulpa de los cocos y, con un pequeñísimo fardo a la espalda, me encamino hacia el Este.

Alrededor de las tres de la tarde, encuentro un sendero. Es una pista o bien de los buscadores de “balata” (goma natural), o de los prospectores de maderas o de los proveedores de los buscadores de oro. El sendero es estrecho, pero limpio, sin atravesadas, o sea que se frecuenta a menudo. De vez en cuando, algunas huellas de cascos de asno o de mulo, sin herraduras. En agujeros de barro seco, advierto pisadas humanas, con el dedo gordo del pie claramente moldeado en la arcilla. Camino hasta que se hace de noche. Mastico coco, lo cual me nutre y, al mismo tiempo, me quita la sed. Algunas veces, Con esta mixtura, bien masticada, llena de aceite y de saliva, me froto la nariz, los labios y las mejillas. Los ojos se me pegan con frecuencia y están llenos de pus. En cuanto pueda, me los lavaré con agua dulce. En mi saco, con los cocos, tenía una caja estanca con un trozo de jabón de Marsella, una maquinilla de afeitar “Gillette”, doce hojas y una brocha. La he recuperado intacta.

Camino con el machete en la mano, pero no tengo que servirme de él, pues el camino está libre de obstáculos. Incluso advierto, en el borde, cortes de rama casi frescos. Por este sendero, pasa gente, así que debo ir con precaución.

La selva no es la misma que conocí en mi primera huida en Saint-Laurent-du-Maroni. Esta tiene dos estrados, y no es tan tupida como en Maroni. La primera vegetación asciende hasta unos cinco o seis metros de altura y, más arriba, la bóveda de la selva, a más de veinte metros. Sólo hay luz del día a la derecha del sendero. A su izquierda, es casi de noche.

Avanzo con rapidez, a veces por un calvero debido a un incendio provocado por el hombre o por un rayo. Advierto rayos de sol. Su inclinación me demuestra que falta poco para que se ponga. Le vuelvo la espalda y me dirijo hacia el Este, o sea, hacia la aldea de los negros de Kourou, o hacia la penitenciaría del mismo nombre.

Se hará de noche de pronto. No debo andar de noche. Decido internarme en la selva y tratar de encontrar un rincón para acostarme.

A más de treinta metros del sendero, bien abrigado bajo un montón de hojas lisas del tipo de las del platanero, me he acostado sobre una capa de ese mismo follaje, que he cortado con mi machete. Dormiré completamente seco, y cabe la posibilidad de que no llueva. Me fumo dos cigarrillos.

No estoy demasiado fatigado esta noche. La pulpa de coco me mantiene en forma por lo que al hambre se refiere. ¡Lástima de sed, que me reseca la boca y no consigo insalivar con facilidad!

La segunda parte de la evasión ha comenzado, y he aquí la tercera noche que he pasado sin incidentes desagradables en Tierra Grande.

¡Ah, si Sylvain estuviera aquí conmigo! Pero no está aquí, macho, ¿qué le vas a hacer? Para actuar, ¿has tenido necesidad, alguna vez, de alguien que te aconseje o te apoye! ¿Eres un capitán o un soldado? No seas imbécil, Papillon; a no ser por el disgusto normal de haber perdido a tu amigo, por el hecho de estar solo en la selva no eres menos fuerte. Ya están lejos los tipos de Royale, San José y Diablo; hace seis días que los has abandonado. Kourou debe estar alerta. En primer lugar, los guardianes del campamento forestal, y, luego, los morenos de la aldea. Debe de haber también un puesto de Gendarmería. ¿Es prudente caminar hacia esa aldea? No conozco nada de sus alrededores. El campamento está enclavado entre la aldea y el río. Es todo cuanto sé de Kourou.

En Royale, había pensado amenazar al primer tipo que me tropezara y obligarle a conducirme a los alrededores del campamento de Inini, donde se hallan los chinos, entre ellos Cuic-Cuic, el hermano de Chang. ¿Por qué cambiar de plan? Si en Diablo han creído que nos hemos ahogado, no habrá problemas. Pero si han pensado en la fuga, Kourou es peligroso. Como es un campamento forestal, debe estar lleno de chivatos, y, entre ellos, muchos cazadores de hombres. ¡Pon atención, Papi! Nada de errores. No te dejes coger en sandwich. Es preciso que veas a los tipos, sean quienes sean, antes de que ellos reparen en ti. Conclusión: no debo caminar por el sendero, sino por la selva, paralelamente al camino. Hoy has cometido un estúpido error al andar por esta pista sin otra arma que un machete. Eso no es inconsciencia, sino locura. Así que, mañana, iré por la selva.

Me he levantado temprano, despertado por los gritos de las bestias y las aves que saludan al despuntar del día. Me despierto al mismo tiempo que la selva. Para mí, también comienza otra jornada. Me trago un puñado de coco bien mascado. Me paso otro por la cara, y en marcha.

Muy cerca del sendero, pero bajo cubierto, ando con bastante dificultad, pues aunque los bejucos y las ramas no son muy densos, es preciso apartarlos para avanzar. De todas formas, he hecho bien en abandonar el sendero, porque oigo silbar. Ante mí, el sendero prosigue todo recto más de cincuenta metros. No veo al silbador. ¡Ah!, ahí llega. Es un negro. Lleva un fardo a la espalda y un fusil en la mano derecha. Viste una camisa caqui y un short, con las piernas y los pies desnudos. Con la cabeza baja, no quita los ojos del suelo, y tiene la espalda inclinada bajo el peso de la voluminosa carga.

Disimulado tras un grueso árbol al borde mismo del sendero, espero que llegue a mi altura, con un cuchillo grande abierto. En el instante en que pasa ante el árbol, me arrojo sobre él. Mi mano derecha ha agarrado al vuelo el brazo que sostiene el fusil y, torciéndoselo, le obligo a soltarlo.

– ¡No me mates! ¡Piedad, Dios mío!

Continúo de pie, con la punta de mi cuchillo apoyada en la base izquierda de su cuello. Me agacho y recojo el fusil, un viejo cacharro de un solo cañón, pero que debe de estar atiborrado de pólvora y de plomo hasta la boca. He levantado el percutor y tras apartarme dos metros, ordeno:

– Quítate el fardo, déjalo caer. No se te ocurra salir corriendo, porque te mato como si nada.

El pobre negro, aterrorizado, obedece. Luego, me mira.

– ¿Es usted un evadido?

– Sí.

– ¿Qué quiere usted? Tome todo cuanto tengo, pero, se lo ruego, no me mate; tengo cinco hijos. Por piedad, déjeme con vida.

– Cállate. ¿Cómo te llamas?

– Jean.

– ¿A dónde vas?

– A llevar víveres y medicamentos a mis dos hermanos, que talan madera en la selva.

– ¿De dónde vienes?

– De Kourou.

– ¿Eres de esa aldea?

– He nacido en ella.

– ¿Conoces Inini?

– Sí. A veces, trafico con los chinos del campamento de prisioneros.

– ¿Ves esto?

– ¿Qué es?

– Es un billete de quinientos francos. Puedes elegir: o haces lo que te digo, y te regalaré los quinientos francos y te devolveré el fusil, o, si rehúsas o tratas de engañarme, entonces te mato. Elige.

– ¿Qué debo hacer? Haré todo lo que usted quiera, incluso a cambio de nada.

– Es preciso que me conduzcas, sin riesgo, a los alrededores del campamento de Inini. En cuanto yo haya establecido contacto con un chino, podrás irte. ¿Lo has comprendido?

– De acuerdo.

– No me engañes, porque eres hombre muerto.

– No, le juro que le ayudaré lealmente.

Tiene leche condensada. Saca seis botes y me los da, así como un bollo de pan de un kilo, y tocino ahumado.

– Esconde tu saco en la maleza, ya lo cogerás más tarde. Mira, aquí, en ese árbol, hago una marca con mi machete.

Bebo un bote de leche. También me da un pantalón largo completamente nuevo, de color azul, de mecánico. Me lo pongo sin soltar el fusil.

– Adelante, Jean. Toma precauciones para que nadie nos descubra, porque si nos sorprenden será por tu culpa y, entonces, tanto peor para ti.

Jean sabe caminar por la selva mejor que yo, y tengo dificultades para seguirlo, tanta es su habilidad para evitar ramas y bejucos. Este buen hombre camina por la maleza como pez en el agua.

– No sé si sabe que en Kourou han sido advertidos de que dos condenados se han evadido de las Islas. Así, que quiero ser franco con usted: habrá mucho peligro cuando pasemos cerca del campamento de forzados de Kourou.

– Tienes aspecto bondadoso y franco, Jean. Espero que no me equivoque. ¿Qué me aconsejas que haga para ir a Inini? Piensa que mi seguridad es tu vida, porque si me sorprenden los guardianes o los cazadores de hombres, me veré obligado a matarte.

– ¿Cómo debo llamarle a usted?

– Papillon.

– Bien, Monsieur Papillon. Es preciso adentrarse en la selva y pasar lejos de Kourou. Yo le garantizo que lo llevaré a Inini por la selva.

– Me fío de ti. Toma el camino que creas más seguro.

Por el interior de la selva se camina más lentamente, pero, desde que hemos abandonado las proximidades del sendero, noto que el negro está más calmado. Ya no suda con tanta abundancia, y sus rasgos aparecen menos crispados; está como tranquilizado.

– Me parece, Jean, que ahora tienes menos miedo.

– Sí, Monsieur Papillon. Estar al borde del sendero era muy peligroso para usted, y por lo tanto, también para mí.

Avanzamos con rapidez.

Este moreno es inteligente. Nunca se separa más de tres o cuatro metros de mí.

– Detente, quiero fumar un cigarrillo.

– Tenga, un paquete de “Gatiloises”.

– Gracias, Jean; eres un buen tipo.

– Es verdad que soy muy bueno. Sepa que soy, católico y sufro al ver cómo tratan a los presos los vigilantes blancos.

– ¿Has tenido muchas ocasiones de verlo? ¿Dónde?

– En el campamento forestal de Kourou. Da pena verlos morir a fuego lento, devorados por ese trabajo de talar madera, y por la fiebre y la disentería. En las Islas, están ustedes mejor. Es la primera vez que veo a un condenado como usted, con perfecta salud.

– Sí, se está mejor en las Islas.

Nos hemos sentado en una gruesa rama de árbol. Le ofrezco uno de sus botes de leche. Rehúsa y prefiere mascar coco.

– ¿Es joven tu mujer?

– Sí, tiene treinta y dos años. Yo, cuarenta. Tenemos cinco hijos, tres niñas y dos niños.

– ¿Te ganas bien la vida?

– Con el palo de rosa no nos defendemos mal, y mi mujer lava y repasa la ropa para los vigilantes. Eso ayuda un poco. Somos muy pobres, pero todos comemos hasta hartarnos, y los niños van todos a la escuela. Siempre tienen zapatos que ponerse.

¡Pobre negro, que considera que, como sus niños tienen calzado que ponerse, todo va bien! Es casi tan alto como yo, y su rostro negro no tiene nada de antipático. Al contrario, sus ojos dicen con claridad que se trata de un hombre de sentimientos que lo honran, trabajador, sano, buen padre de familia, buen esposo y buen cristiano.

– ¿Y usted, Papillon?

– Yo, Jean, trato de revivir. Enterrado en vida desde hace diez años, no dejo de escaparme para llegar a ser un día como tú, libre, con una mujer y críos, sin inferir, ni de pensamiento, daño a nadie. Tú mismo lo has dicho: este presidio está podrido, y un hombre que se respete debe huir de ese fango.

– Yo le ayudaré lealmente a conseguirlo. En marcha.

Con un sentido maravilloso de la orientación, sin dudar jamás de su camino, Jean me conduce directamente a los alrededores del campamento de los chinos, adonde llegamos cuando la noche ha caído ya desde hace casi dos horas. Viniendo de lejos, se oyen los golpes, pero no se ve la luz. Jean me explica que, para aproximarse de veras al campamento, es preciso evitar uno o dos puestos avanzados. Decidimos detenernos para pasar la noche.

Estoy muerto de fatiga y tengo miedo de dormirme. ¿Y si me equivoco con el negro? ¿Y si es un comediante y me quita el fusil durante el sueño y me mata? Matándome gana dos cosas: se deshace del peligro que yo represento para él y gana una prima por haber dado muerte a un evadido.

Sí, es muy inteligente. Sin hablar, sin esperar más se acuesta para dormir. Conservo la cadena y el perno. Tengo deseos de atarlo, pero luego pienso que puede soltar el perno tan bien como YO, y que, actuando con precaución, si duermo a pierna suelta, no oiré nada. Primero, trataré de no dormir. Tengo un paquete entero de “Gauloises”. Voy a hacer todo lo posible por no dormirme. No puedo confiar en este hombre que, al fin y al cabo, es honrado y me cataloga como un bandido.

La noche es completamente negra. Jean está tendido a dos metros de mí, y yo no distingo más que lo-blanco de la planta de sus pies desnudos. En la selva hay los ruidos característicos de la noche: sin cesar, el chillido del mono de papada grande, chillido ronco y potente que se oye a kilómetros de distancia. Es muy importante, porque si es regular, eso significa que su manada puede comer o dormir tranquila. No denota terror ni peligro, así que no hay fieras ni hombres por los alrededores.

Excitado, aguanto sin demasiados esfuerzos el sueño, ayudado por algunas quemaduras de cigarrillo y, sobre todo, por una bandada de mosquitos bien decididos a chuparme toda la sangre. Podría preservarme de ellos ensuciándome de saliva mezclada con tabaco. Si me pongo ese jugo de nicotina, me preservaré de los mosquitos, pero sin ellos creo que me dormiré. Sólo es de desear que esos mosquitos no sean portadores de la malaria o de la fiebre amarilla.

Heme ya salido, acaso provisionalmente, del camino de la podredumbre. Cuando entré en él, tenía veinticinco años, era en 1931. Estamos en 1941, o sea que han pasado diez años. En 1932, Pradel, el fiscal desalmado, pudo, mediante una requisitoria sin piedad e inhumana, arrojarme, joven y fuerte, a este pozo que es la Administración penitenciaria, fosa llena de líquido viscoso que debe disolverme poco a poco y hacerme desaparecer. Acabo de conseguir, al fin, realizar la primera parte de la fuga. He subido desde el fondo de ese pozo, y estoy en el brocal. Debo poner a contribución toda mi energía e inteligencia para ganar la segunda partida.

La noche pasa lentamente, pero transcurre y no me he dormido. Ni siquiera he soltado el fusil. He permanecido tan despierto, ayudado por las quemaduras y las picaduras de los mosquitos, que ni una sola vez se me ha caído el arma de las manos. Puedo estar contento de mí pues no he arriesgado mi libertad capitulando ante la fatiga. El espíritu ha sido más fuerte que la materia, y me felicito por ello cuando escucho los primeros cantos de los pájaros, que anuncian el próximo despuntar del día. Esos “más madrugadores que los demás” son el preludio de lo que no se hace esperar mucho tiempo.

El negro, después de haberse desperezado, se sienta y, ahora, está frotándose los pies.

– Buenos días. ¿No ha dormido usted?

– No.

– Es una tontería, porque le aseguro que no tiene nada que temer de mí. Estoy decidido a ayudarle para que triunfe en su proyecto.

– Gracias, Jean. ¿Tardará el día en penetrar en la maleza?

– Más de una hora, todavía. Sólo las bestias advierten tanto tiempo antes que todo el mundo que el día va a despuntar. Veremos casi con claridad de aquí a una hora. Présteme su cuchillo, Papillon.

Se lo tiendo sin dudar. Da dos o tres pasos y corta una rama de una planta gruesa. Me da un pedazo grande y se guarda el otro.

– Beba el agua que hay dentro y pásesela por la cara.

Con esa extraña cubeta, bebo y me lavo. Ya es de día. Jean me ha devuelto el cuchillo. Enciendo un cigarrillo, y Jean fuma también. En marcha. Hacia la mitad de la jornada, después de haber chapoteado muchas veces en grandes charcas de lodo muy difíciles de franquear, sin haber tenido ningún encuentro, malo o bueno, hemos llegado a los alrededores del campamento de Inini.

Nos hemos aproximado a una carretera de acceso al campamento.

Una estrecha línea férrea contornea un lado de este amplio espacio talado.

– Es -me dice Jean- una vía férrea por la que sólo circulan carretillas empujadas por los chinos. Estas carretillas hacen un ruido terrible, y se las oye desde lejos.

Asistimos al paso de una de ellas, coronada por un banco en el que se sientan dos guardianes. Detrás, dos chinos con largas varas de madera frenan el artilugio. Se desprenden chispas de las ruedas. Jean me explica que las varas tienen un extremo de acero, y que sirven para empujar o para frenar.

El camino está muy frecuentado. Pasan chinos llevando a sus espaldas rollos de bejucos, otros un jabalí, y algunos fardos de hojas de cocotero. Toda esta gente tiene aspecto de dirigirse hacia el campamento. Jean me dice que hay muchas razones para salir a la selva: cazar, buscar bejuco para fabricar muebles, hojas de coco para confeccionar esteras que protejan las legumbres de los huertos del ardor del sol, atrapar mariposas, moscas, serpientes, etc. Ciertos chinos están autorizados a ir a la selva algunas horas, una vez concluida la tarea impuesta por la Administración. Deben de estar todos de regreso antes de las cinco de la tarde.

– Toma, Jean. Aquí tienes tus quinientos francos y tu fusil. -Antes lo había descargado-. Tengo mi cuchillo y mi machete. Puedes irte. Gracias. Que Dios te recompense mejor que yo por haber ayudado a un desdichado a tratar de revivir. Has sido leal. Gracias, una vez más. Espero que cuando cuentes esta historia a tus hijos, les digas: “Ese presidiario tenía aspecto de ser un buen chico; no me arrepiento de haberle ayudado.”

– Monsieur Papillon, es tarde y no podré caminar mucho tiempo antes de la noche. Tome el fusil; me quedo con usted hasta mañana por la mañana. Quisiera, si usted me lo permite, detener yo mismo al chino que usted elija para que vaya a avisar a Cuic-Cuic. Tendrá menos miedo que si ve a un fugitivo blanco. Déjeme salir a la carretera. Ni siquiera un guardián, si se presentara, consideraría insólita mi presencia. Le diría que vengo a mirar palo de rosa para la empresa maderera “Symphoren”, de Cayena. Confíe en mí.

– Entonces, toma tu fusil, porque -encontrarían extraño ver a un hombre desarmado en la selva.

– Es verdad.

Jean se ha plantado en el camino. Debo emitir un ligero silbido cuando el chino que aparezca me guste.

– Buenos días, señor -dice, en dialecto, un viejecillo chino que lleva al hombro un tronco de platanero, seguramente un cogollo de palma, delicioso de comer.

Silbo, pues este viejo cortés, que es el primero en saludar a Jean, me gusta.

– Buenos días, Chino. Para, yo hablar contigo.

– ¿Qué querer, señor?

Y se detiene.

Hace casi cinco minutos que hablan. No oigo la conversación. Pasan dos chinos. Llevan una voluminosa cierva colgada de un palo. Pendiente de los pies, su cabeza se arrastra por el suelo. Se van sin saludar al negro, pero dicen algunas palabras en indochino a su compatriota, quien les responde.

Jean hace entrar al viejo en la selva. Llegan junto a mí. Me tiende la mano.

– ¿Tú froufrou (evadido)?

– Sí.

– ¿De dónde?

– De la isla del Diablo.

– Bien -ríe y me mira con sus ojos oblicuos, muy abiertos-, bien. ¿Cómo tú llamado?

– Papillon.

– Yo no conocer.

– Yo amigo Chang, Chang Vauquien, hermano Cuic-Cuic…

– ¡Ah, bien! -Y vuelve a darme la mano-. ¿Qué tú querer?

– Advertir a Cuic-Cuic que yo esperar aquí a él.

– No posible.

– ¿Por qué?

Cuic-Cuic robó sesenta patos jefe de campamento. jefe querer matar Cuic-Cuic. Cuic-Cuic froufrou.

– ¿Desde cuándo?

– Dos meses.

– ¿Se fue al mar?

– No sé. Yo ir al campamento hablar otro chino amigo íntimo Cuic-Cuic. El decidir. Tú no moverte de aquí. Yo volver esta noche.

– ¿Qué hora?

– No sé. Pero yo volver a traer comida para ti, y cigarrillos; tú no encender fuego, aquí. Yo silbar La Madelon. Cuando tu oír, tú salir a la carretera, ¿comprendido?

Y se va.

– ¿Qué piensas tú, Jean?

– Nada está perdido, porque, si usted quiere, volveremos sobre nuestros pasos hasta Kourou y yo le procuraré una piragua, víveres y una vela para hacerse a la mar.

– Jean, voy muy lejos, y es imposible que parta solo. Gracias por tu ofrecimiento. En el peor de los casos, tal vez acepte.

El chino nos ha dado un grueso trozo de cogollo de palma. Nos lo comemos. Es fresco y delicioso, con un fuerte gusto de nuez. Jean va a vigilar; tengo confianza en él. Me paso jugo de tabaco por la cara y las manos, pues los mosquitos comienzan a atacar.

– Papillon, silban La Madelon.

Jean acaba de despertarme.

– ¿Qué hora es?

– No es tarde; quizá las nueve.

Salimos a la carretera._La noche es negra. El silbador se aproxima. Respondo. Se acerca, estamos muy cerca, lo oigo, pero no lo veo. Siempre silbando uno y otro, nos encontramos. Son tres. Cada uno de ellos me da la mano. La luna no tardará en aparecer.

– Sentémonos a orilla de la carretera -,dice uno en perfecto francés-. En la sombra, no podrán vernos.

Jean ha venido a reunirse con nosotros.

– Primero, come; luego, hablarás,dice el bien hablado del grupo.

Jean y yo comemos una sopa de legumbres muy caliente. Eso) nos entona. Decidimos guardar el resto de los alimentos para más tarde. Bebemos té azucarado con sabor a menta. Es delicioso.

– ¿Eres amigo íntimo de Chang?

– Sí, y me ha dicho que venga en busca de Cuic-Cuic para a evadirme con él. Yo, una vez, ya me escapé muy lejos, hasta Colombia. Soy buen marino; por eso, Chang quería que condujera a su hermano. Confía en mí.

– Muy bien. ¿Qué tatuajes lleva Chang?

– Un dragón en el pecho y tres puntos en la mano izquierda.

Me ha dicho que esos tres puntos significan que ha sido uno de c. los jefes de la rebelión de Poulo Condor. Su mejor amigo es otro jefe de la rebelión que se llama Van Hue. Tiene el brazo cortado.

– Soy yo -dice el intelectual-. Tú eres, con seguridad, el amigo de Chang, y, por lo tanto, nuestro amigo. Escucha bien:: Cuic-Cuic no ha podido hacerse a la mar aún porque no sabe manejar una embarcación. Está solo, en la selva, a unos diez kilómetros de aquí. Hace carbón vegetal. Unos amigos se lo venden y le entregan el dinero. Cuando tenga los ahorros suficientes, comprará una barca y buscará a alguien que quiera evadirse por mar con él. Donde está no corre ningún riesgo. Nadie puede llegar hasta la falsa isla donde se encuentra, porque está rodeada de arenas movedizas. Todo hombre que se aventure sin conocer el terreno es tragado por el cieno. Vendré a buscarte al despuntar el día para conducirte hasta donde está Cuic-Cuic. Venid con nosotros.

Avanzamos sin salirnos del borde de la carretera, pues la luna se ha levantado y difunde bastante claridad como para distinguir figuras a cincuenta metros. Cuando llegamos a un puente de madera, me dice:

– Desciende bajo el puente. Dormirás ahí. Yo vendré a buscarte mañana por la mañana.

Nos damos la mano y parten. Caminan sin esconderse. En caso de que fueran sorprendidos, dirían que han ido a inspeccionar unas trampas que colocaron en la selva durante el día. Jean me dice:

– Papillon, no duermas aquí. Duerme en la selva, yo dormiré aquí. Cuando él venga, te llamaré.

– De acuerdo.

– Adiós, Jean, gracias y buena suerte. Que Dios te bendiga, a ti y a tu familia.

Insisto para que tome los quinientos francos. Me ha explicado, en caso de que fracasara con Cuic-Cuic, cómo" aproximarme a su aldea, cómo encontrarla y cómo volver al sendero donde lo encontré. Se ve obligado a pasar por allí dos veces por semana. Estrecho la mano de este noble negro guayano y él sale a la carretera.

– Adelante -dice Van Hue, Penetrando en la selva.

Sin dudar, se orienta y avanzamos bastante de prisa, pues la maleza no es impenetrable. Evita cortar con su machete las ramas.

Me interno en la selva y duermo feliz después de haber fumado algunos cigarrillos, con la tripa llena de buena sopa.

Van Hue acude a la cita antes de hacerse de día. Para ganar tiempo, iremos por la carretera hasta que amanezca. Caminamos con rapidez durante más de cuarenta minutos. De golpe, despunta el día y a lo lejos oímos el ruido de una carretilla que avanza por la vía férrea. Nos metemos en la maleza. Los bejucos que dificultan el paso. Sólo los aparta.


Cuic-Cuic


En menos de tres horas, nos hallamos ante una ciénaga. Nenúfares en flor y grandes hojas verdes están pegados al lodo. Seguimos la orilla del banco de cieno.

– Pon atención en no resbalar, porque desaparecerías sin esperanza de volver a salir -me advierte Van Hue, que acaba de verme tropezar.

– Ve delante. Yo te seguiré, y así prestaré más atención.

Ante nosotros un islote, a casi ciento cincuenta metros. De la mitad de la minúscula isla sale humo. Deben de ser las carboneras. En el pantano advierto un caimán del que sólo emergen los ojos. ¿De qué puede nutrirse en esta ciénaga este cocodrilo?

Después de haber caminado más de un kilómetro a lo largo de la orilla de esta especie de estanque de lodo, Van Hue se detiene y se pone a cantar en chino a voz en grito. Un tipo se aproxima al borde de la isla. Es pequeño y va vestido tan sólo con un short. Los dos indochinos hablan entre sí. La conversación es larga, y ya empiezo a impacientarme cuando, al fin, paran de hablar.

– No vengas por aquí -dice Van Hue.

Le sigo y volvemos sobre nuestros pasos.

– Todo va bien; es un amigo de Cuic-Cuic. Cuic-Cuic ha ido de caza y no tardará en regresar. Hay que esperarlo ahí.

Nos sentamos. Menos de una hora después, llega Cuic-Cuic. Es un tipillo muy seco, amarillo anamita, con los dientes muy laqueados, casi negros, brillantes, con ojos inteligentes y francos.

– ¿Eres amigo de mi hermano Chang?

– Sí.

– Bien. Puedes irte, Van Hue.

– Gracias -dice Van Hue.

– Toma, llévate esta codorniz.

– No, gracias.

Me estrecha la mano y se va.

Cuic-Cuic me arrastra tras un cerdo que camina ante el. Puede decirse que le sigue los pasos.

– Pon mucha atención, Papillon. El menor paso en falso, un error, y te hundes. En caso de accidente, no podría socorrerte, porque entonces no sólo desaparecerías tú, sino también yo. El camino que debe atravesarse nunca es el mismo, pues el lodo se mueve, pero el cerdo siempre encuentra un paso. Sólo una vez tuve que esperar dos días para pasar.

En efecto, el cerdo negro olisquea y rápidamente, se interna en el pantano. El chino le habla en su lengua. Yo le sigo, desconcertado por el hecho de que ese animalito le obedezca como un perro. Cuic-Cuic observa, y yo abro los ojos, pasmado. El cerdo se mete en el pantano sin hundirse nunca más que unos centímetros. Rápidamente también, mi nuevo amigo se interna a su vez y dice:

– Pon los pies en las huellas de los míos. Es preciso darse mucha prisa, pues los agujeros que ha hecho el cerdo se borran de inmediato.

Hemos hecho la travesía sin dificultades. La arena movediza nunca me ha llegado más arriba de los tobillos, y aun eso hada el final.

El cerdo había dado dos largos rodeos, lo que nos obligó a caminar por esta costra firme durante más de doscientos metros. El sudor me fluía por todos los poros. No puedo decir que tuviera sólo miedo, porque en verdad, estaba aterrorizado.

Durante la primera parte del trayecto, me preguntaba si mi destino quería que yo muriera como Sylvain. Lo evocaba, al pobre, en su último instante y, aun estando muy despierto, distinguía su cuerpo, pero su rostro parecía tener mis rasgos. ¡Qué impresión me ha producido esta travesía! No puedo olvidarla.

– Dame la mano.

Y Cuic-Cuic, ese tipillo todo él huesos y piel, me ayuda a brincar a la orilla,

– Bueno, compañero, te aseguro que aquí no vendrán a buscarnos los cazadores de hombres.

– ¡Ah, por ese lado, estoy tranquilo!

Penetramos en el islote. Un olor a gas carbónico se apodera de mi garganta. Toso. Es el humo de dos carboneras que se consumen. Aquí, no corro el riesgo de tener mosquitos. Bajo el viento, arropada por el humo, hay una barraquita de techo de hojas; las paredes también son de hojas trenzadas. Una-puerta y, ante ella, el pequeño indochino que vi antes que a Cuic-Cuic.

– Buenos días, señor.

– Háblale en francés y no en dialecto; es un amigo de mi hermano.

El indochino, la mitad de un hombre, me examina de pies a cabeza. Satisfecho de su inspección, me tiende la mano sonriendo con una boca desdentada.

– Entra y siéntate.

La cocina está limpia. Algo cuece al fuego en una gran marmita.

No hay más que una cama hecha de ramas de árboles, a un metro del suelo por lo menos.

– Ayúdame a fabricar un lugar para que duerma esta noche.

– Sí, Cuic-Cuic.

En menos de media hora, mi yacija está hecha. Los dos chinos ponen la mesa y comemos una sopa deliciosa y, luego, arroz blanco con carne y cebollas.

– El amigo de Cuic-Cuic es quien vende el carbón vegetal. No vive en la isla, y por eso, al caer la noche, nos encontramos solos Cuic-Cuic y yo.

– Sí, robé todos los patos del jefe del campamento, por eso me he fugado.

Con nuestros rostros iluminados a intervalos por las llamas de' fuego estamos sentados uno frente a otro. Nos examinamos y hablando,, cada uno de nosotros trata de conocer y comprender al otro.

El rostro de Cuic-Cuic casi no es amarillo. Con el sol, su amarillo natural se ha vuelto cobrizo. Sus ojos, muy rasgados, negro brillante, me miran fijamente cuando hablo. Fuma largos cigarros hechos por él mismo con hojas de tabaco negro.

Yo continúo fumando cigarrillos que lío en papel de arroz que me proporcionó el manco.

– Así que me fugué porque el jefe, el amo de los patos, quería matarme. De eso hace tres meses. Lo malo es que he perdido en el juego no sólo el dinero de los patos, sino también el del carbón de dos carboneras.

– ¿Dónde juegas?

– En la selva. Cada noche juegan los chinos del campamento de Inini y liberados que vienen de Cascade.

– ¿Has decidido hacerte a la mar?

– No deseo otra cosa, y cuando vendía mi carbón vegetal pensaba comprar una embarcación, y encontrar a un tipo que supiera manejarla y quisiera partir conmigo. Pero en tres semanas, con la venta del carbón, podremos comprar la canoa y hacernos a la mar, puesto que tú sabes pilotar.

– Yo tengo dinero, Cuic-Cuic. No habrá que esperar a vender el carbón para comprar la embarcación.

– Entonces, todo va bien. Hay una buena chalupa en venta por dos mil quinientos francos. Quien la vende es un negro, un talador de madera.

– Bien. ¿La has visto?

– Sí.

– Yo también quiero verla.

– Mañana iré a ver a Chocolate, como le llamo. Cuéntame toda fuga, Papillon. Yo creía que era imposible evadirse de la isla del Diablo. ¿Por qué motivo no partió contigo mi hermano Chang?

Le cuento la fuga, la ola Liseette y la muerte de Silvain.

Comprendo que Chang no quisiera partir contigo. Era arriesgado de veras. Tú eres un hombre afortunado, por eso has podido llegar vivo hasta aquí. Estoy contento de que haya sido así.

Hace más de tres horas que Cuic-Cuic y yo conversamos. Nos acostamos pronto, pues él al despuntar el día, quiere ir a ver a Chocolate. Después de haber puesto una gruesa rama en la rústica cocina para mantener el fuego toda la noche, nos echamos a dormir. La humareda me hace toser y se apodera de mi garganta, pero tiene una ventaja: ni un solo mosquito.

Echado en mi yacija, cubierto con una buena manta, bien caliente, cierro los ojos. No puedo dormirme. Estoy demasiado excitado. Sí, la fuga se desarrolla bien. Si la embarcación es buena, antes de ocho días me haré a la mar. Cuic-Cuic es pequeño, seco, pero debe de tener una fuerza poco común y una resistencia a toda prueba. Es, ciertamente, leal y correcto con sus amigos, pero debe de ser también muy cruel con sus enemigos. Es difícil leer en un rostro de asiático, no expresa nada. Sin embargo, sus ojos hablan en su favor.

Me duermo y sueño con un mar lleno de sol, con mi barca franqueando alegremente las olas, en marcha hacia la libertad.

– ¿Quieres café o té?

– ¿Qué bebes tú?

– Té.

– Pues dame té.

El día apenas despunta. El fuego ha quedado encendido desde ayer y en una cacerola hierve agua. Un gallo lanza su alegre canto. No hay gritos de pájaros alrededor de nosotros; seguramente, el humo de las carboneras los ahuyenta. El cerdo está acostado en la cama de Cuic-Cuic. Debe de ser perezoso, porque continúa durmiendo. Galletas hechas con harina de arroz se tuestan en la brasa. Después de haberme servido té azucarado, mi compañero corta una galleta en dos, la unta de margarina y me la da. Nos desayunamos copiosamente. Como tres galletas bien tostadas.

– Me voy, acompáñame. Si gritan o silban, no respondas. No corres ningún riesgo porque nadie puede venir aquí. Pero si te dejas ver al borde de la ciénaga, pueden matarte de un disparo de fusil.

El cerdo se levanta a los gritos de su dueño. Come, bebe y, después, sale. Lo seguimos. Va directo a la ciénaga. Baja bastante lejos del lugar donde llegamos ayer. Después de haber andado unos diez metros, regresa. El paso no le agrada. Al cabo de tres tentativas, consigue cruzar. Cuic-Cuic, inmediatamente y sin aprensión, franquea la distancia hasta tierra firme.

Cuic-Cuic no debe regresar hasta la noche. He comido yo solo la sopa que había puesto al fuego. Tras haber cogido ocho huevos del gallinero, me he hecho, con margarina, una tortilla de tres huevos. El viento ha cambiado de dirección y la humareda de las dos carboneras de frente a la choza se dirige a un lado. Al abrigo de la lluvia que ha caído por la tarde, bien acostado en mi lecho de madera, no he sido perturbado por el gas carbónico.

Por la mañana, he dado la vuelta a la isla. Casi en su centro, se abre un calvero bastante grande. Árboles caídos y leña cortada me indican que de allí saca Cuic-Cuic la madera para sus carboneras. Veo también un gran agujero de arcilla blanca de donde saca, seguramente, la tierra necesaria para cubrir la madera con el fin de que se consuma sin llama. Las gallinas van a picotear al calvero. Una rata enorme huye bajo mis pies y, algunos metros más allá, encuentro una serpiente muerta de casi dos metros de largo. Sin duda, es la rata la que acaba de matarla. Toda esta jornada que he pasado solo en el islote ha sido una serie de descubrimientos. Por ejemplo, he encontrado una familia de osos hormigueros. La madre y tres pequeños. Un enorme hormiguero bullía en torno a ellos. Una docena de monos, muy pequeños, saltan de árbol en árbol en el claro. Ante mi llegada los micos gritan hasta destrozarme los oídos.

Cuic-Cuic regresa por la noche.

– No he visto a Chocolate y tampoco la embarcación. Ha debido de ir en busca de víveres a Cascade, la aldehuela donde tiene su casa. ¿Has comido bien?

– Sí.

– ¿Quieres comer más?

– No.

– Te he traído dos paquetes de tabaco gris, de ese que usan los soldados, pues no había otro.

– Gracias, da igual. Cuando Chocolate se va, ¿cuánto tiempo se queda en la aldea?

– Dos o tres días, pero aun así iré mañana y todos los días pues no sé cuándo ha partido.

Al día siguiente, cae una lluvia torrencial. Ello no impide a Cuic-Cuic marcharse, completamente en cueros. Lleva sus efectos bajo el brazo, envueltos en una tela encerada. No le acompaño:

– No vale la pena de que te mojes -me ha dicho.

La lluvia acaba de cesar. Por el sol me parece que son, más o menos, de las diez a las once. Una de las dos carboneras, la segunda, se ha derrumbado bajo el alud de agua. Me aproximo para ver el desastre. El diluvio no ha conseguido apagar del todo la madera. Continúa saliendo humo del montón informe. De repente, me froto los ojos antes de mirar de nuevo, tan imprevisto es lo que veo: cinco zapatos salen de la carbonera. En seguida se advierte que estos zapatos, puestos perpendicularmente sobre el tacón, tienen cada uno un pie y una pierna en el extremo. Así, pues, hay tres hombres cociéndose en la carbonera. No vale la pena describir mi primera reacción: produce un escalofrío en la espalda descubrir algo tan macabro. Me inclino y, empujando con el pie un poco de carbón vegetal medio calcinado, descubro el sexto pie.

No se anda con chiquitas, el tal Cuic-Cuic; transforma en cenizas, en serie, a los tipos que despacha. Estoy tan impresionado que, primero, me aparto de la carbonera y voy hasta el calvero a tomar el sol. Tengo necesidad de calor. Sí, pues en esta temperatura asfixiante, de repente tengo frío y siento la necesidad de un rayo del buen sol de los trópicos.

Al leer esto, se pensará que es ilógico, que yo habría debido tener más bien sudores después de semejante descubrimiento. Pues no. Estoy transido de frío, congelado moral y físicamente. Mucho después, pasada una hora larga, gotas de sudor han empezado a fluir de mi frente, pues cuanto más lo pienso, tanto más me digo que, después de haberle confesado que tengo mucho dinero en el estuche, es un milagro que aún esté vivo.

A menos que me reserve para ponerme en la base de una tercera carbonera.

Recuerdo que su hermano Chang me contó que había sido condenado por piratería y asesinato a bordo de un junco. Cuando atacaban un barco para saquearlo, suprimían a toda la familia, naturalmente por razones políticas. Así, pues, son tipos ya entrenados en los asesinatos en serie. Por otra parte, aquí estoy prisionero. Me encuentro en una posición extraña.

Puntualicemos. Si mato a Cuic-Cuic en el islote y lo meto, a su vez, en la carbonera, ni visto ni oído. Pero el cerdo, entonces, no me obedecería; ni siquiera entiende francés, esta especie de cerdo amaestrado. Así que no hay manera de salir del islote. Si amenazo al indochino, me obedecerá, pero entonces es preciso que, después de haberlo obligado a sacarme de la isla, lo mate en tierra firme. Si lo arrojo a la ciénaga, desaparecerá, pero debe haber una razón para que queme a los individuos y no los tire al pantano, lo cual sería más fácil. Los guardianes no me preocupan, pero si sus amigos chinos descubren que lo he matado, se transformarán en cazadores de hombres y, con su conocimiento de la selva, no es grano de anís tenerlos detrás de los talones.

Cuic-Cuic no tiene más que un fusil de un cañón que se carga por la boca. No lo abandona nunca, ni siquiera para hacer la sopa. Duerme con él y hasta se lo lleva cuando se aleja de la choza para hacer sus necesidades. Debo tener mi cuchillo siempre abierto, pero es preciso que duerma. ¡Pues sí que he elegido bien a mi socio para escaparme!

No he comido en todo el día. Y aún no he tomado ninguna determinación cuando oigo cantar. Es Cuic-Cuic, que vuelve. Escondido detrás de las ramas, lo veo venir. Lleva un fardo en equilibrio sobre la cabeza. Cuando está muy cerca de la orilla, me muestro. Sonriendo, me pasa el paquete, envuelto en un saco de harina, brinca a mi lado y, rápidamente, se dirige hacia la casita. Le sigo.

– Buenas noticias, Papillon. Chocolate ha regresado. Sigue teniendo la embarcación. Dice que puede llevar una carga de más de quinientos kilos sin hundirse. Lo que llevas son sacos de harina para hacer una vela y un foque. Es el primer paquete. Mañana, traeremos los otros, porque tú vendrás conmigo para ver si la canoa te satisface.

Todo esto me lo explica Cuic-Cuic sin volverse. Caminamos en fila. Primero, el cerdo; luego, él y, después, yo. Pienso que no tiene aspecto de haber proyectado echarme a la carbonera, puesto que mañana debe llevarme a ver la embarcación, y comienza a hacer gastos para la fuga; incluso ha comprado sacos de harina.

– Vaya, se ha derrumbado una carbonera. Es la lluvia, sin duda. Con semejante manga de agua que ha caído, no me extraña.

Ni siquiera va a ver la carbonera, y entra directamente en la barraca. Ya no sé qué decir ni qué determinación tomar. Hacer como que no he visto nada es poco aceptable. Parecería extraño que, en todo el día, no me hubiera acercado a la carbonera, que está a veinticinco metros de la casita.

– ¿Has dejado apagar el fuego?

– Sí, no le he prestado atención.

– Pero, ¿no has comido?

– No, no tenía hambre.

– ¿Estás enfermo?

– No.

– Entonces, ¿por qué no te has zampado la sopa?

Cuic-Cuic, siéntate. Debo hablarte.

– Deja que encienda el fuego.

– No. ~ Quiero hablarte en seguida, mientras aún sea de día -¿Qué sucede?

– Sucede que la carbonera, al derrumbarse, ha dejado aparecer a tres hombres que tenías cociéndose dentro. Dame una explicación.

– ¡Ah, era por eso que te encontraba raro! -Y, sin emocionarse en absoluto, me mira fijamente y me dice-: Después de este descubrimiento no estabas tranquilo. Te comprendo; es natural. Y hasta he tenido suerte de que no me apuñalaras por la espalda. Escucha, Papillon: esos tres tipos eran tres cazadores de hombres. Hace una semana o, más bien, diez días, había vendido una buena cantidad de carbón a Chocolate. El chino a quien viste me había ayudado a sacar los sacos de la isla. Es una historia complicada: con una cuerda de más de doscientos metros se arrastran cadenas de sacos que se deslizan por la ciénaga. Bueno. De aquí a un pequeño curso de agua donde estaba la piragua de Chocolate, habíamos dejado muchas huellas. Sacos en mal estado habían dejado caer algunos fragmentos de carbón. Entonces, empezó a rondar el primer cazador de hombres. Por los gritos de las bestias, supe que había alguien en la selva. Vi al tipo sin que él lo advirtiera. No fue difícil atravesar al lado opuesto donde él estaba y, describiendo un semicírculo, sorprenderlo por detrás. Murió sin tan siquiera ver quién lo había matado. Como había advertido que el pantano devuelve los cadáveres que, tras haberse hundido al principio, vuelven a ascender a la superficie al cabo de unos días, lo traje aquí y lo metí en la carbonera.

– ¿Y los otros dos?

– Fue tres días antes de tu llegada. La noche era muy negra y silenciosa, lo que es bastante raro en la selva. Esos dos estaban alrededor del pantano desde la caída de la noche. Uno de ellos, de vez en vez, cuando la humareda iba hacia donde estaban, fue presa de acceso! de tos. A causa de ese ruido, fui advertido de su presencia. Antes de despuntar el día, me aventuré a atravesar la ciénaga por el lado opuesto al lugar donde había localizado la tos. Para resumir, te diré que al primer cazador de hombres lo degollé. Ni siquiera un grito. En cuanto al otro, armado de un fusil de caza, cometió el error de descubrirse, pues estaba demasiado ocupado escrutando la maleza del islote para ver lo que pasaba allí. Lo abatí de un disparo de fusil, y como no estaba muerto, le hundí mi cuchillo en el corazón. He aquí, Papillon, quiénes son los tres tipos que has descubierto en la carbonera. Se trata de dos árabes y un francés. Atravesar la ciénaga con cada uno de ellos a cuestas no fue fácil. Tuve que hacer dos viajes, pues pesaban mucho. Al fin, pude meterlos en la carbonera.

– ¿ Seguro que sucedió así?

– Sí, Papillon, te lo juro.

– ¿Por qué no los echaste a la ciénaga?

– Como te he dicho, la ciénaga devuelve los cadáveres. Algunas veces caen ciervos grandes y, una semana después, ascienden de nuevo a la superficie. Se huele a podrido hasta que las aves de presa los devoran. El festín dura mucho tiempo, y sus gritos y su vuelo atraen a los curiosos. Papillon, te lo juro, no temas nada de mí. Para asegurarte, toma, toma el fusil, si quieres.

Tengo un deseo loco de aceptar el arma, pero me domino y, de la manera más natural posible, digo:

– No, Cuic-Cuic. Si estoy aquí es porque me siento con un amigo. Mañana debes volver a quemar a los cazadores de hombres, porque vete a saber qué puede suceder cuando hayamos partido de aquí. No tengo deseos de que me acusen, ni en rebeldía, de tres asesinatos.

– Sí, volveré a quemarlos mañana. Pero estate tranquilo; nunca pondrá nadie los pies en esta isla. Es imposible pasar sin hundirse.

– ¿Y con una canoa de caucho?

– No había pensado en eso.

– Si alguien trajera a los gendarmes hasta, aquí y a ellos se les metiera en la cabeza la idea de venir a la isla créeme que, con una canoa, pasarían; por eso, es preciso partir lo antes posible.

– De acuerdo. Mañana volveremos a encender la carbonera que, por otra parte, no se ha apagado. Sólo hay que hacer dos chimeneas de aireación.

– Buenas noches, Cuic-Cuic.

– Buenas noches, Papillon. Y, te lo repito, duerme tranquilo, puedes confiar en mí.

Tapado con un cobertor hasta la barbilla, gozo del calor que la prenda me proporciona. Enciendo un cigarrillo. Menos de diez minutos después Cuic-Cuic ronca. Su cerdo, a su lado, respira con fuerza. El fuego ya no despide llamas, pero el tronco de árbol, una brasa que enrojece cuando la brisa penetra en la choza, produce una impresión de paz y sosiego. Saboreo esta comodidad y me duermo con un pensamiento: o mañana me despierto y, entonces, todo irá bien entre Cuic-Cuic y yo, o el chino es un artista más consumado que Sacha Guitry para disimular sus intenciones y contar historias y, en ese caso, ya no veré la luz del sol porque sé demasiado sobre él, y eso puede molestarle.

Con un cuartillo de café en la mano, el especialista en asesinatos en serie me despierta y, como si nada hubiera pasado, me da los buenos días con una sonrisa magníficamente cordial. El día se ha levantado.

– Toma, bébete el café. Cómete una galleta: ya tiene margarina.

Después de haber comido y bebido, me lavo afuera, tomando agua de un tonel que está siempre lleno.

– ¿Quieres ayudarme, Papillon?

– Sí -le digo sin preguntarle a qué.

Tiramos de los pies de los cadáveres medio quemados. Advierto, sin decir nada, que los tres tienen el vientre abierto. El simpático Cuic-Cuic debió de buscar en sus intestinos si llevaban un estuche. ¿Seguro que eran cazadores de hombres? ¿Por qué no cazadores de mariposas o de bestias? ¿Los ha matado para defenderse o para robarles? En fin, ya he pensado bastante en eso. Volvemos a colocarlos en un agujero de la carbonera, bien cubiertos de madera y arcilla. Abrimos dos chimeneas de aireación y la carbonera reanuda sus dos funciones: hacer carbón vegetal y transformar en cenizas los tres fiambres.

– En marcha, Papillon.

El cochinillo encuentra un paso en poco tiempo. En fila india, franqueamos la ciénaga. Siento una angustia tremenda en el momento de arriesgarme por aquel lugar. El hundimiento de Sylvain ha dejado en mí una impresión tan fuerte, que no puedo aventurarme con serenidad. Al fin, con gotas de sudor frío, me lanzo tras Cuic-Cuic. Cada uno de mis pies se encaja en la huella de los suyos. No hay vuelta de hoja: si él pasa, yo debo pasar también.

Más de dos horas de marcha nos conducen al lugar donde Chocolate corta madera. No hemos tenido ningún encuentro en la selva y, por lo tanto, no hemos debido escondernos nunca.

– Buenos días.

– Buenos días, Cuic-Cuic.

– ¿Qué tal?

– Bien.

– Enséñale la embarcación a mi amigo.

La embarcación es muy fuerte; se trata de una especie de chalupa de carga. Es muy pesada, pero robusta. Tanteo con mi cuchillo por todas partes. No penetra en ningún sitio más de medio centímetro. La base está también intacta. La madera con que la han fabricado es de primera calidad.

– ¿Por cuanto la vende usted?

– Por dos mil quinientos francos.

– Le doy dos mil.

– Trato hecho.

– Esta embarcación no tiene quilla. Le pagaré quinientos francos más, pero es preciso que le ponga una quilla, un gobernalle y un mástil. La quilla, de madera dura, como el gobernalle. El mástil, de tres metros, de madera ligera y flexible. ¿Cuándo estará listo?

– Dentro de ocho días.

– Aquí tiene dos billetes de mil y uno de quinientos francos. Los cortaré en dos. Le daré la otra mitad cuando me entregue la embarcación. Guarde los tres medios billetes con usted. ¿Comprendido?

– De acuerdo.

– Quiero permanganato, un barril de agua, cigarrillos y cerillas, víveres para cuatro hombres durante un mes: harina, aceite, café y azúcar. Estas provisiones se las pagaré aparte. Me lo entregará todo en el río, en el Kourou.

– Señor, no puedo acompañarle a la desembocadura.

– No se lo he pedido, le digo que me entregue la canoa en el río, y no en este recodo.

– Aquí tiene los sacos de harina, una cuerda, agujas e hilo de vela.

Cuic-Cuic y yo regresamos a nuestro escondite. Llegamos sin complicaciones mucho antes de la noche. Durante el regreso, ha llevado al cerdo a cuestas, pues estaba fatigado.

Hoy también estoy solo, empeñado en coser la vela, cuando oigo gritos. Escondido en la maleza, me aproximo a la ciénaga y miro a la otra orilla: Cuic-Cuic discute y gesticula con el chino intelectual. Creo comprender que quiere pasar al islote y que Cuic-Cuic no le deja. Cada uno de ellos tiene un machete en la mano. El más excitado es el manco. ¡Con tal de que no me mate a Cuic-Cuic! He decidido mostrarme. Silbo. Se vuelven hacia mí.

– Quiero hablar contigo, Papillon -grita el otro-. Cuic-Cuic no quiere dejarme pasar.

Al cabo de diez minutos más de discusión en chino, llegan al islote precedidos por el cerdo. Sentados en la cabaña, con un cuartillo de té cada uno en la mano, espero a que se decidan a hablar.

– Quiere dice Cuic-Cuic- fugarse a toda costa con nos otros. Yo le explico que no cuento para nada en este asunto que eres tú quien paga y quien manda en todo. No quiere creer me.

– Papillon dice el otro-, Cuic-Cuic está obligado a llevarme con él.

– ¿Por qué?

– Fue él, hace dos años, quien me cortó el brazo en una riña por una cuestión de juego. Me hizo jurar que no le mataría. Yo lo juré, pero con una condición: que durante toda su vida debe alimentarme, al menos mientras yo se lo exija. Así que, si se va, no lo veré más en mi vida. Por eso, o te deja partir a ti solo, o me lleva consigo.

– ¡Lo que me faltaba por ver! Escucha: acepto llevarte. La embarcación es buena y grande, y podríamos partir más, si quisiéramos. Si Cuic-Cuic está de acuerdo, te llevo.

– Gracias-dice el manco.

– ¿Qué dices, tú, Cuic-Cuic?

– De acuerdo, si tú lo quieres.

– Una cosa importante. ¿Puedes salir del campamento sin ser declarado como desaparecido, y buscado por prófugo, y llegar al río antes de la noche?

– No hay inconveniente. Puedo salir a partir de las tres de la tarde, y en menos de dos horas estoy en la orilla del río.

– Por la noche, ¿encontrarás el sitio, Cuic-Cuic, para que embarquemos a tu amigo sin perder tiempo?

– Sí, sin ninguna duda.

– Ven dentro de una semana para saber el día de la partida.

El manco se marcha contento después de haberme estrechado la mano. Los veo a los dos cuando se separan, en la otra orilla. Se dan la mano antes de separarse. Todo va bien. Cuando Cuic-Cuic está de nuevo en la cabaña, digo:

– Has hecho un pacto muy raro con tu enemigo: aceptar alimentarlo durante toda su vida no es una cosa corriente. ¿Por qué le cortaste el brazo?

– Una riña de juego.

– Hubieras hecho mejor matándolo.

– No, porque es muy buen amigo. En el Consejo de Guerra ante el que comparecí por eso, me defendió a fondo, diciendo que él me había atacado y que yo actué en legítima defensa. Yo acepté el pacto libremente, y debo cumplirlo hasta el fin. Sólo que no me atreví a decírtelo porque tú pagas toda la fuga.

– De acuerdo, Cuic-Cuic; no hablemos más de eso. Es cosa tuya. Una vez libre, si Dios quiere, haz lo que te parezca.

– Mantendré mi palabra.

– ¿Qué piensas hacer, si un día eres libre?

– Poner un restaurante. Soy muy buen cocinero y él, un especialista en chowmeim, una especie de spaghetti chinos.

Este incidente me ha puesto de buen humor. La historia es tan divertida, que no puedo impedir hacer rabiar a Cuic-Cuic.

Chocolate ha cumplido su palabra: cinco días más tarde, todo está dispuesto. En medio de una lluvia torrencial, hemos ido a ver la embarcación. Nada que añadir. Mástil, gobernalle y quilla han sido adaptados perfectamente, con un material de primera calidad. En una especie de recodo del río, nos espera la barca con su barril y los víveres. Falta avisar al manco. Chocolate se encarga de ir al campamento a hablar con él. Para evitar el peligro de aproximarse a la orilla con el fin de recogerlo, él mismo lo llevará directamente al escondrijo.

La salida del río Kourou está marcada por dos faros de posición. Si llueve, podemos salir sin riesgo por el centro del río, sin izar velas, por supuesto, para no llamar la atención. Chocolate nos ha dado pintura negra y un pincel. En la vela, pintamos una gran K y el número 21. Esta K 21 es la matrícula de una embarcación de pesca que, algunas veces, sale a pescar por la noche. En caso de que nos vieran desplegar la vela a la salida al mar, nos tomarían por la otra embarcación.

Será mañana por la noche a las siete, una hora después de que oscurezca. Cuic-Cuic afirma que encontrará el camino, y está seguro de conducirme en derechura al escondite. Abandonaremos la isla a las cinco, así tendremos una hora de día para caminar.

El regreso a la cabaña es alegre. Cuic-Cuic, sin volverse, pues yo marcho detrás, lleva el cochinillo a cuestas y no deja de hablar:

– Por fin, voy a abandonar el presidio. Seré libre gracias a ti y a mi hermano Chang. Tal vez un día, cuando los franceses se hayan ido de Indochina, pueda regresar a mi país.

En una palabra, confía en mí, y saber que la embarcación me ha gustado le pone alegre como unas pascuas. Duermo mi última noche en el islote, mi última noche -por lo menos eso espero en tierra de la Guayana.

Si salgo del río y me hago a la mar, seguro que eso significa la libertad. El único peligro es el naufragio, pues, desde la guerra, ya no devuelven a los evadidos en ningún país. En eso, al menos, la guerra nos sirve de algo. Si nos pescan, nos condenan a muerte, es cierto, pero falta que nos cojan. Pienso en Sylvain: debía de estar aquí, conmigo, a mi lado, si no hubiese cometido aquella imprudencia. Me duermo mientras redacto un telegrama: “Señor fiscal Pradel: Al fin, definitivamente, he superado el camino de la podredumbre al que usted me arrojó. He necesitado nueve años. “

El sol está bastante alto cuando Cuic-Cuic me despierta. Té y galletas. Todo está lleno de cajas. Advierto dos jaulas de mimbre.

– ¿Qué quieres hacer con esas jaulas?

– Meteré en ellas las gallinas para comérnoslas por el camino.

– ¡Estás chalado, Cuic-Cuic! No te lleves las gallinas.

– Sí, quiero llevármelas.

– ¿Estás mal de la cabeza? Si a causa de la marea salimos por la mañana y las gallinas y los gallos cloquean y cantan en el río, ¿te das cuenta del peligro?

– Pues yo no tiro las gallinas.

– Cuécelas y mételas en grasa y aceite. Se conservarán y, los tres primeros días, nos las zamparemos.

Convencido al fin, Cuic-Cuic parte en busca de las gallinas, pero los cacareos de las cuatro primeras que ha atrapado han debido de amoscar a las otras, porque no hemos podido agarrar ni una más, pues todas se han refugiado en la maleza. Misterio de los animales que han presentido, no sé cómo, el peligro.

Cargados como mulos, atravesamos la ciénaga detrás del cerdo. Cuic-Cuic me ha suplicado que lo llevemos con nosotros.

– ¿Me das tu palabra de que a ese animal no se le ocurrirá chillar?

– Te juro que no. Se calla cuando se lo ordeno. Incluso, cuando dos o tres veces hemos sido perseguidos por un tigre que merodeaba para sorprendernos, no ha gritado. Y, sin embargo tenía los pelos de punta en todo el cuerpo.

Convencido de la buena fe de Cuic-Cuic, accedo a llevar su querido cerdo. Cuando llegamos al escondite, es de noche. Chocolate está allí con el manco. Dos lámparas eléctricas me permiten comprobarlo todo. No falta nada: los anillos de la vela están pasados por el mástil, el foque, en su sitio, dispuesto para ser izado. Cuic-Cuic hace dos o tres veces la maniobra que le indico. En seguida comprende lo que espero de él. Pago al negro, que se ha mostrado muy correcto. Es tan ingenuo, que ha traído papel de pegar y las mitades de los billetes. Me pide que se los pegue. Ni por un momento ha pensado que yo podría quitarle el dinero. Cuando las gentes no abrigan malos pensamientos hacia los demás es porque ellas mismas son buenas y rectas. Chocolate era un hombre bueno y honrado. Después de haber visto cómo se trata a los forzados, no tenía ningún remordimiento de ayudar a tres de ellos a evadirse de este infierno.

– Adiós, Chocolate. Buena suerte para ti y para tu familia.

– Muchas gracias.

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